De la tradición oral fragolina
–¡A la buena gente! ¡Una limosna para la Pata! –En lugar de tocar la aldaba, hacía sonar una tableta que llevaba en su faltriquera, como esas que decían que llevaban en los lazaretos. Al oírla todas las niñas echábamos a correr. Las mayores nos decían que era como el sacamantecas, que, aunque parecía una mendiga, venía a chuparnos la sangre. Que si nos cogía no volveríamos más a nuestras casas.
Si teníamos suerte y la veíamos subir por el camino del Corronchal, cuando ella llegaba al pueblo, nosotras ya estábamos buscando refugio en los regazos de nuestras madres. Nos daban miedo las pústulas que asomaban entre sus harapos. Un grupo de chicas la seguía desde lejos gritando: “¡Pedigüeña, pedigüeña!” y ella se defendía tirándoles piedras que llevaba escondidas debajo del delantal.
Un día bajaba las escaleras de mi casa y me la encontré en el patio llamando a mi abuela. No me pude contener y chillé como si me estuvieran matando. Me di la vuelta, subí las escaleras a gatas y me cobijé entre las sayas de mi abuela, que estaba cerrando la puerta del balcón para bajar a recibirla.
La abuela me cogió en sus brazos, me apretaba fuerte contra su pecho y me decía: “Nicolasa, no tengas miedo. La Pata es mi amiga y no es mala. Está muy enferma y solo viene a que le cure las heridas. Ahora no lo entiendes. Cuando seas mayor sabrás por qué no la quieren curar ni el médico ni el practicante. Pero no tengas miedo, que no nos va a pasar nada ni a ti ni a mí”. Yo quería creer a mi abuela, pero temblaba y me agarraba a su cuello. Y así estuvimos un rato, ella me acariciaba y yo la abrazaba cada vez con más fuerza. Fue un momento mágico, perpetuado en mi memoria como esas fotografías en blanco y negro que tantas veces miramos buscando un significado transcendente.
Con los años supe que la llamaban la Pata de Orés, porque vivía en un chamizo en los Urietes, cerca de Orés. Que nadie conocía ni su nombre ni su edad. Que era amiga de mi abuela desde que eran niñas. Que mi abuela se había pasado sus años mozos cuidando ovejas por los montes. Y debió ser entonces cuando la Pata se había ido a la paridera, aunque nadie estaba seguro de nada. Unos decían que era una bruja, que algunas noches la habían visto cómo se disputaba el aceite de las lamparillas de la ermita de Santa Ana con las lechuzas. Otros decían que, las noches de tormenta, se escondía en los nichos vacíos del cementerio, que allí estaba protegida y caliente.
El día que se murió nadie quiso enterrarla. Todos tenían miedo de que les contagiara la lepra. Mi abuela la envolvió en una sábana, cavó una fosa delante de la choza y encima colocó unos palos en forma de cruz. Y durante muchos años me contó historias de la Pata de Orés.
Carmen Romeo Pemán
Imagen principal: José Ferraz de Almedia, «A mendiga», 1889.
httpgauchoguacho.blogspot.com.es201101cruz-de-palo.htm
Orés (Zaragoza)
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Enlace al blog de Masticadores el 17 de noviembre de 2020.
Ha sido un placer leer esta historia, supongo que común en muchos de nuestros pueblos, aunque varíe el personaje. Un saludo,
Yolanda.
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Gracias, Yolanda, por tu comentario y por tu valoración. Es un placer saber que estas historias que salen de las entrañas pueden volar lejos. Un abrazo.
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Seguro que sí; así está sucediendo. Gracias por compartirlas y escribirlas tan bien. Saludos.
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Me encantan estas historias de gente «olvidada». Y pongo esta palabra en paréntesis porque, gracias a tu relato, has conseguido que sean un poco inmortales.
Gracias por el relato y por esa voz tan tuya con que nos lo has contado.
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¡Gracias, Carla! Con comentarios como el tuyo es más fácil seguir en este camino.
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Que hermoso relato, en su perfecto lenguaje, la ternura y el cariño se mezclan de manera indisoluble.
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¡Gracias, María Jesús! Agradezco que me hayas leído y valoro mucho tus palabras.
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Este relato es tan verdadero como la vida misma.
Tu abuela, como era muy alta, te envolvia con el delantal para que tu no la vieras, pero no se como siempre se colaba en la cocina de tu casa.
Esa Pata era nuestra.
Besos
«Concha»
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Pues desde aquí la compartimos.
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