Mi niña es un pez

Decía que su impermeable era de plata. Y ahora la plata es su piel de seda fría, tersa y brillante en noches de luna llena.

Miraba siempre al horizonte y me preguntaba qué habría más allá. «¿Qué hay por encima del cielo, mamá? ¿Y detrás de las montañas? ¿Y en el fondo del mar?» Sus preguntas eran un juego porque ella ya tenía las respuestas. Pero necesitaba que yo le contestara «No lo sé, amor», para que esas respuestas florecieran. Entonces me regalaba sus relatos, sus sueños, las burbujas de su risa. Y mis ojos y mi boca se abrían admirados cada vez que la escuchaba.

Veía el mundo de tal forma que una vez me probé sus gafas a escondidas. Llegué a preguntarme si los cristales tendrían poderes mágicos que la hacían percibir todo de aquella manera tan suya. Su imaginación jamás conoció fronteras. Tampoco su alegría. Ni su risa.

Quería viajar, ver mundo, correr aventuras. Su padre le preparó una sorpresa para el mes de vacaciones que pasaría con él: un crucero solo para ellos dos. Zarparon la primera semana de agosto.

Vi la noticia en el telediario. La pantalla del televisor se movía. El suelo se empezó a agitar bajo mis pies; las patatas en la olla no olían a quemado, olían a mar, a ozono, a tormenta y a huracán. Me envolvió un frío húmedo y salado, vestido de olas que me azotaban y que me derribaron de golpe. Mi cuerpo cayó sobre el sofá del salón, pero mi alma emprendió un viaje sin retorno por la borda de aquel buque gigantesco de la mano de mi hija. En medio de la tempestad caribeña, una voz anónima declaraba que apenas había supervivientes del naufragio.

Nadie me entiende. Mi exmarido, uno de los pocos que regresó de aquel viaje, dice que el dolor me ha enloquecido. Mi madre llora; creo que el luto que lleva cuando viene a visitarme no es por su nieta, sino por mí.

Todos ellos me dan pena. No entienden nada. Mi habitación aquí tiene vistas al mar. Y en verano los enfermeros nos dejan bañarnos en la playa algunas veces. Entonces lamento no haber aprendido a nadar cuando era niña. Si lo hubiera hecho, podría adentrarme en el agua donde sé que ella me espera.

Ahora mi pequeña juega con Ariel, la sirenita de su cuento favorito. Se cuelga de las barbas de Neptuno, al que camela como me camelaba a mí, para que la deje dar un paseo a lomos de un caballito de mar. Ya no necesita gafas. Tiene unos ojos redondos, con una visión de ciento ochenta grados. Debe de sentirse feliz.

Mi niña no ha muerto. Viajaba en un buque con su impermeable de plata, pero ya no lo necesita. La plata ahora es su piel de seda fría y tersa, hecha de escamas que brillan en las noches de luna llena, mientras surca los mares y se acerca a la orilla para ver si logra dar conmigo.

La próxima vez que vaya a la playa, iré a su encuentro. Entraré en el mar a buscarla. Mi niña no ha muerto. Me está esperando. Mi niña es un pez.

Adela Castañón

Foto: Unsplash. Jordan Mc Queen

8 comentarios en “Mi niña es un pez

  1. Carmen Romeo Pemán dijo:

    Querida Adela: he leído tu relato, una, dos, tres veces, y más. Y no daba crédito. Es una obra de arte perfecta, en el fondo y en la forma. El desgarro del dolor queda compensado por un delicado mundo de ensueños y por una gran belleza en la forma de decir.

    ¿Se puede expresar de forma más dramática y más bella la pérdida de una hija? ¡Imposible!

    Y es un gran hallazgo que el narrador sea la voz de esa madre que ha perdido la razón a fuerza de tanto dolor.

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