La gente decía que la chepa de Margarita era como un melón de los miles que había recogido a lo largo de su vida, y los más cínicos se burlaban de ella y le preguntaban si escondía allí el más grande de todos. Pero ella sentía que la curva de su espalda era otra cosa. La sencillez de su alma le daba alas al viento y convertía la chepa en un globo que elevaba su cargamento de sueños hasta el cielo. Y ella soñaba y se perdía en las alturas mientras fijaba los ojos en la tierra que trabajaba de sol a sol, desde que era una cría.
Su nieto, Abel, era el único hijo de su única hija. Para Margarita, su hija había sido un regalo del cielo. Se quedó viuda cuando no hacía ni un año que había parido, y la sacó adelante sin ayuda. Y a su pobre niña le había ocurrido lo mismo. Su yerno había fallecido en un accidente de coche cuando Abel no llegaba al año. El pequeño era la alegría de las dos mujeres. Despierto, cariñoso y con una curiosidad insaciable.
–Abuela, ¿no te gustaría ser rica y poder hacer lo que quisieras? –le preguntó un día su nieto.
–¡Ya lo soy, Abel, aunque no tenga mucho dinero! Viví con tu abuelo, que traía comida a nuestra mesa y me tenía como una reina hasta que el Señor se lo llevó. Y soy rica en felicidad.
–¡Pero abuela…! ¡Yo hablaba de dinerito…!
–¿Y para qué te crees que tengo este par de manos? ¿Eh? –Se echó a reír al ver que Abel abría mucho los ojos, y levantó las palmas–. Con estas y con salud puedo trabajar, y no nos ha faltado un plato de comida en la mesa ningún día. Que los billetes no se comen, hijo.
–Ya… –Abel no parecía muy convencido.
–Y además te tengo a ti, que me haces reír mucho con tus preguntas. Así que, dime, ¿te parece que no soy rica?, ¿qué más puedo querer?
–No sé… Hacer viajes, comprarte cosas, hacernos regalos a mamá y a mí…
–Ya viajo cuando quiero. Lo puedo hacer con los ojos cerrados, y también si estoy despierta. –se acercó y le susurró al oído como si estuviera conspirando–. Cada historia que te cuento es un viaje, chiquillo. ¿Comprarme cosas? ¿Para qué? Si ya tengo lo que quiero. Aparte de que algunas cosas no hay dinero que las pague. Y si hablamos de regalos, ya me dirás si no son buenos regalos las frutas de mi huerto. Que tu madre y tú solo tenéis que abrir la boca para que yo os ponga por delante las mejores.
Los ojitos azules de Margarita se empequeñecían cuando sonreía. Y en la cara se le formaban más arrugas que, como una aureola, rodeaban su mirada tierna y chispeante.
–Abuela… –Margarita sabía que Abel estaba dando vueltas a algo.
–¿Sí…?
–¿De verdad no te gustaría ser rica para hacer… mmm… otras cosas?
–¿Como qué? –Margarita le revolvió el pelo. Sus manos callosas se volvían seda cuando acariciaba a su nieto.
–Como ir a un hospital a que los médicos te quitaran… bueno… mis amigos se han reído de ti en el colegio porque dicen que… porque son tontos, pero…
Margarita hizo un esfuerzo para no soltar una carcajada.
–Pero, hijo, ¿a ti te parece que a mí me estorba mi joroba?
–Pues…
Abel se echó a reír. “¡Qué lista es mi abuela!”, pensó. No sabía cómo se las apañaba para leerle siempre el pensamiento. Pero le había dolido mucho que sus compañeros se burlaran de ella diciendo que su espalda era como uno de los melones de su melonar. La abuela lo cogió de las manos y se lo acercó, como cuando le revelaba un secreto importante.
–¿Sabes una cosa, Abel? Tengo que decirte algo, pero es un secreto. Los que piensan así, en realidad, no saben lo que tienen encima del cuello.
–¿Qué dices, abuela? No te entiendo. Encima del cuello está la cabeza.
–¿Seguro, seguro? –Margarita bajó un poco la voz–. No se lo digas a nadie, pero yo sé hacer magia. Tengo una bola mágica debajo de la espalda, pero es tan grande que me pesa y por eso ando siempre tan agachada. Con ella hago hechizos para las malas personas. –Acercó la boca a la oreja de su nieto tapándola con las manos y susurró con voz aún más baja–. Por las noches les cambio las cabezas por melones.
–¡Anda! ¿Eso se puede hacer?
–¡Pues claro! Por eso, de vez en cuando, oirás a algunos decir tonterías. Por fuera les dejo que tengan la misma apariencia. Pero, si te fijas bien, algunas veces, cuando abran la boca, podrás distinguir el melón al fondo. ¡Aunque no es nada fácil verlo!
Abel le dio a su abuela un abrazo. Fuerte. De los de oso. Su abuela era la persona más interesante de todo el mundo, y la quería con toda su alma.
Y Margarita, aunque solo se atrevió a confesarle eso a su nieto, estaba convencida de que las cabezas de muchos de sus vecinos eran, sin lugar a dudas, auténticos melones.
Adela Castañón
Foto: Pixabay
Un cuento MARAVILLOSOOO….
Adela, sigue compartiendo estos sueños con nosotras, que me saben a poco.
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¡Gracias, amiga! Compartidos, estos sueños saben más. Un abrazo 😉
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Querida hermana, como siempre, brillante. Sabes construir una gran historia con las cosas más sencillas y cotidianas. Y, sobre todo, sacas la belleza de los rincones del fondo del alma.
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¡Gracias, hermano! Mucho de lo que he aprendido ha sido con vosotros y de vosotros. La belleza que yo pueda sacar, la puso dentro de mi el tener una familia como la que tenemos. Muchos besos.
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Gracias, Carmen. Por dar alas a mis sueños. Un abrazo, amiga.
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Jaja, me ha encantado tu historia, y cuantas verdades en ella. Espero tu próximo relato inmpaciente a ver donde nos lleva tu imaginación. Gracias amiga¡¡
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¡Gracias a ti por tus palabras! Con amigas como tú, es fácil darle alas a la imaginación. ¡Besos!
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Como disfruto con tus relatos, amiga. ¡Eres genial! Y has cumplido tu promesa de sacarme una sonrisa con tu próximo relato 🙂 Aunque no solo me sacaste una sonrisa, también me alegraste el corazón. Besitos.
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¡Te debía la sonrisa, Moni! Y me alegra saber que también te alegré el corazón. ¡Muchos besos, amiga!
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