Quedaron en un bar cochambroso junto a la autovía, el único sitio abierto un domingo invernal en un pueblo costero. Julián estaba en el coche decidiendo si debía entrar. Se preguntaba si aún tenía alguna oportunidad o si ya era demasiado tarde.
Se sentía tan cansado que empapó otro cigarro en ketamina. Llevaba despierto más de treinta y seis horas. Tenía el pelo sucio y despeinado, y los ojos tan secos que casi podía oír su propio pestañeo. No se había cambiado de ropa desde la noche anterior y apestaba a sudor. Le dolía la mandíbula de los espasmos del éxtasis. Había sido una buena noche y una mejor madrugada. Llegó a casa a las siete de la tarde, y entonces encendió el móvil y recordó su cita con Adriana.
En el interior del café, sentada ante una mesa de un material barato que imitaba la madera, Adriana intentaba no apoyar los brazos para evitar quedarse pegada. Daba vueltas a una cucharilla y sujetaba un libro del que no llegaba a pasar página. Estaba ensimismada, tanto como los halcones nocturnos de Hopper. ¿Aparecería esta vez? Y si no lo hacía, ¿tendría la desfachatez de darle alguna excusa? Hacía una hora, después de dejarla plantada y sin noticias, que le había dicho que se había dormido. Al cabo de un par de minutos se contradijo, todavía desorientado por lo último que se había metido.
Adriana no podía creer lo que estaba viviendo otra vez. ¿En qué momento había vuelto a drogarse? Hacía justo un año habían tenido una conversación sobre aquel tema. Ella le dio un ultimátum y él le prometió que se mantendría limpio. Adriana quiso creerlo.
Julián se encendió otro cigarrillo. La droga le amargaba la garganta. Se preguntaba por qué le costaba tanto desengancharse si le había resultado tan fácil dejar otras cosas. Recordaba el día que su padre se enteró de que había abandonado el atletismo. Fue después de varios meses de simular que seguía yendo a entrenar. Su padre lo sentó en el salón y sin poder mirarlo a la cara, le dijo que sabía que no lo habían admitido en el equipo olímpico y que desde entonces no estaba entrenando. No quiso escuchar ninguna justificación, ni siquiera cuando Julián intentó explicarle el daño que ese fracaso le estaba causando. No solo en el deporte, sino también en su autoestima.
—Nunca pensé que un hijo mío me avergonzaría tanto —dijo.
Empezó a consumir poco después para intentar borrar esa frase de su mente. Pero la decepción de su padre lo acompañaba todo el tiempo, también cuando se acostaba con alguna chica de la que nunca recordaría el nombre. Cada vez que quedaba con su camello podía ver el dolor en la cara de su padre.
Hasta que conoció a Adriana y el orden, lentamente y con esfuerzo, volvió a su vida. Ya salían juntos cuando ella se enteró de que él consumía y, cuando le confesó que quería dejarlo, ella le ayudó. Incluso perdió un semestre por apoyarlo. Cada vez que resistía la tentación sentía que, de alguna manera, estaba homenajeando a su novia hasta que, después de casi diez meses limpio, pensó que, por una vez, no iba a pasar nada.
El tintineo de la campana anunció la llegada de Julián. El dueño lo saludó con un movimiento de cabeza y volvió a la noble tarea de seguir ensuciando la barra con un trapo que en otros tiempos había sido blanco.
—Hola —dijo él.
Adriana dobló cuidadosamente la esquina de la hoja en la que se había quedado y acarició la página antes de cerrar el libro. Se levantó y, después de un breve amago que ilusionó a Julián, lo besó en la mejilla.
—Lo siento —dijo él.
—Yo también —contestó ella.
Carla Campos
Imagen de Nighthawks de Edward Hooper de Wikipedia
¡Menuda historia, amiga! Me descubro una vez más. Pones el dedo en la llaga como solo tú sabes hacerlo. Te mereces un aplauso y un montón de besos, y desde aquí te mando las dos cosas. ¡Genial, Carla!
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Magnifico, Carla, Magnifico. Maravilloso equipo el de las cuatro jinetes de la aventura escribana, si me permitís la licencia. Magnifico. Mis felicitaciones y mi ánimo para que no lo dejéis nunca.
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Un relato muy bueno. Quizás te guste alguna entrada de mi blog.
Saludo.
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