Ni un pelo de tonto

Andrés abrió y cerró los ojos. Intentó refugiarse en la consoladora idea de que todo era un sueño. Tragó saliva y los abrió de nuevo. Su peor pesadilla se había hecho realidad: su peluca había desaparecido.

En su estómago nació un gemido que se ahogó antes de alcanzar la garganta. Cogió con las dos manos el embozo de la sábana y se cubrió la cabeza, tratando de usar la tela como sustituto de su tesoro capilar. Respiró hondo y se aferró a un último retazo de esperanza. Bajó la sábana hasta la nariz, y asomó los ojos por el borde. Entonces vio la ensaladera redonda, la que, puesta del revés, usaba todas las noches para acomodar la peluca. Le pareció que se reía de él con el brillo rutilante de su calva de porcelana. Levantó el cuello y miró por el suelo a sabiendas de que sería inútil. Dormía con la ventana cerrada, y siempre ponía todo el cuidado del mundo en dejar la peluca bien colocada.

¿Para qué querría alguien una peluca que llevaba con él casi cuarenta años? ¿Quién habría descubierto su secreto? El gemido mudo logró escapar por sus ojos dejando un rastro de sal que le escocía en las mejillas. Aquel accesorio había sido lo más duradero y estable de su vida. Desde que abandonó a su mujer y a su hijo, tan anodinos e insignificantes, nadie, absolutamente nadie, había descubierto su calvicie. O eso creía él. Sin su peluca, estaba desnudo frente al mundo.

Su mente se puso en marcha a toda velocidad. Tenía que pensar en algo para que los demás residentes del asilo de ancianos no descubrieran su secreto. Nadie debía ver su cráneo estéril, donde la única nota de color eran las manchas que le quedaron como recuerdo de la tiña. ¡Maldito gato! El bicho también le pegó la enfermedad a su hijo, pero eso nunca lo consoló. Al fin y al cabo, el gato era del crío. Y, aunque lo sacrificó cuando empezó a verle las calvas en la piel del lomo, ya fue tarde. Las cabezas del padre y del hijo quedaron igual de peladas cuando las costras tiñosas desaparecieron.

Andrés se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño como un cordero al matadero. Cerró los ojos, apretó el puño derecho y se golpeó el pómulo con todas sus fuerzas. Si no hubiera tenido la precaución de agarrarse al filo del lavabo, se habría caído de espaldas.

Respiró hondo y repitió el puñetazo. Satisfecho, comprobó que el ojo empezaba a cerrarse poco a poco y a cambiar de color. Se felicitó por ser tan hipocondríaco. En su armario tenía casi de todo. Cogió un rollo de venda y se envolvió la cabeza de forma metódica. Diría que se había caído de la cama y se había golpeado con el pico de la mesilla de noche. Eso le serviría de momento.

Para dar más credibilidad a su historia, llamó a la recepción del asilo y preguntó si el monitor de su planta podría acompañarlo al comedor a desayunar. Se justificó con la historia de la caída, y se sentó a esperar a Manuel.

Antes de cinco minutos llamaron a la puerta.

–¡Adelante! –dijo Andrés.

La hoja se abrió un poco y la cabeza de Manuel, con su eterna gorra gris, asomó por el hueco mientras preguntaba:

–¿Se puede pasar?

Andrés suspiró. Ese hombre no era más tonto porque no podía. ¿A qué venía preguntar eso, cuando ya le había dado permiso? Abrió la boca para soltar un exabrupto, pero recordó a tiempo que se suponía que había tenido un accidente. Se tragó su genio, y puso cara de doliente. No le resultó difícil porque parecía que tenía un volcán en erupción en el lado derecho de la cara.

Manuel era de edad indefinida. En ese mundo de ancianos, parecía un residente más. Su físico era como un retrato robot de cualquiera de ellos con un montón de años menos. Tenía una cara amorfa, sin ningún rasgo distintivo que le otorgara un poco de personalidad. De todos los monitores, era el más callado. No podía decirse de él nada malo. Ni tampoco nada bueno. Porque, sencillamente, pasaba desapercibido casi siempre, como si fuera invisible. Se movía sin hacer ruido, no tenía apenas cejas ni pelo, y jamás decía una palabra más alta que otra. En medio de tanto sonido a vejez, Manuel era la única nota monocorde.

El monitor no pareció extrañarse al ver el atípico tocado de Andrés. Se limitó a acercarle la bata y a ofrecerle el bastón antes de ir hasta la puerta, que mantuvo abierta para que el anciano saliera del cuarto.

Andrés, camino del comedor, empezó a temer que su camuflaje no fuera suficiente para ocultar la pérdida del pelo, que todos creían que era suyo. Pero pronto comprendió que ese día se iban a fijar poco en él. Faltaba la mitad de los comensales habituales de esa hora, y en el pasillo de la planta baja, donde había otra fila de dormitorios, se escuchaba bastante algarabía. El alboroto subió de tono cuando el timbre de la puerta empezó a repicar, y no paró hasta que el conserje abrió para dar paso a dos policías de uniforme.

De uno de los cuartos del pasillo salió la directora dando el brazo a María, la anciana de la tercera habitación, que parecía caminar con dificultad. Se llevaba la mano a la cabeza, completamente llena de rulos, mientras hablaba a toda velocidad. Las dos mujeres llegaron al comedor, donde acababan de entrar los policías. Durante un par de segundos, reinó el silencio. Y, de pronto, pareció que se desataban todas las furias del infierno. María descubrió a Andrés, con la venda en la cabeza, y paró de hablar, conteniendo la respiración.

–¡Dios mío!

María señaló a la cabeza de Andrés y los presentes volvieron la vista hacia el recién llegado. La anciana se llevó la mano al pecho, y empezó a gritar como loca:

–¡Ha tenido que ser él! ¡Seguro! ¡Ha sido él! ¡Valiente poca vergüenza!

Todo el mundo hablaba a la vez, y la mayoría de los presentes miraba a Andrés con fijeza. Volvió a temerse que la historia de la caída de la cama hiciera agua por alguna parte. Aun así, ¿por qué gritaba tanto la histérica esa? Entre el guirigay de voces, Andrés vio acercarse a los policías. Uno de ellos le pidió con amabilidad que lo acompañara al despacho de la directora. Empezó a sudar y a pensar que podía haber ocurrido algo peor que la pérdida de su peluca. Echó mano al bolsillo de la bata para coger su pañuelo y enjugarse la cara. Al sacarlo, un objeto cayó al suelo con un tintineo. De nuevo se hizo un silencio repentino. Uno de los policías se agachó, y cogió una pulsera de varias vueltas de brillantes y la sostuvo en la mano abierta. El otro policía tosió y cruzó una mirada de entendimiento con su compañero. Los dos volvieron la vista a Andrés. El que había recogido la pulsera, habló.

–Será mejor que se vista y nos acompañe a la comisaría, señor.

Los residentes del asilo recordarían durante muchos meses ese día repleto de sucesos que quebraron la monótona rutina diaria. María fue durante unas semanas protagonista absoluta relatando su aventura a todo el que la quisiera escuchar. Había oído ruidos en su habitación, y a la escasa luz de la luna que entraba por la ventana había visto una silueta escarbando en su joyero. De joven era una moza valiente, y la edad no le había restado valor, así que se había tirado de la cama para darle un bastonazo al asaltante. Y cuando el ladrón intentó huir, ella lo agarró por los pelos… para encontrarse de pronto con que lo único que su mano sostenía era una peluca.

Andrés mantuvo su inocencia delante de todos, pero en sus momentos de mayor debilidad se preguntaba si no habría sufrido un ataque de sonambulismo.

Manuel aprovechó su día libre para ir, como siempre, al cementerio. Llevaba su mochila colgada del hombro derecho, porque el izquierdo todavía le dolía del bastonazo. Llegó hasta donde se encontraba la tumba de su madre y sacó del bolsillo una foto color sepia. En la imagen, una mujer y un niño posaban junto a un Andrés con sombrero y con cuarenta años menos. Manuel rompió la foto en pedacitos y se agachó para besar la lápida donde estaba grabado el nombre de su madre.

Un gato que solía merodear por el cementerio se acercó confiado y se restregó contra las perneras del pantalón de Manuel. El hombre sacó una lata de comida para gatos, y la dejó abierta a los pies de la tumba de su madre mientras veía al minino relamerse. Le recordaba mucho a su gato de niño. Incluso en las calvas de la piel del lomo. Pero ya le daba igual, porque la tiña no podía robarle más pelo. Y a este gatito no lo iba a matar nadie. Manuel le acarició la cabeza, se quitó del pantalón una brizna de hierba y se puso en pie. Antes de marcharse, sonrió y habló a la lápida.

–Descansa en paz, mamá. El cabrón ya lo ha pagado.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

2 comentarios en “Ni un pelo de tonto

  1. Adela Castañón dijo:

    ¡Gracias, amiga! Valió la pena tirarme de los rizos para dejar salir ese argumento tan retorcido… jeje… Sabes que tus opiniones me ponen los pelos de punta de la emoción, así que mil gracias por pasarte por aquí, Recuerda que cuando quieras escribir, aquí tienes tu casa. Muchos besos.

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