Caminaba por el paseo marítimo con mi hija, aprovechando que le tocaba estar conmigo ese fin de semana. Había amanecido despejado y, a pesar de que estábamos en diciembre, la temperatura era primaveral. Tanto que los dos habíamos dejado las sudaderas en el coche y llevábamos los brazos al aire, absorbiendo el calor del sol.
Era sábado, apenas nos cruzábamos con gente y caminábamos en un silencio cómodo, o eso me pareció. Espié a Marta con el rabillo del ojo. Iba sonriendo, con la mirada perdida en la línea de la costa. Su sonrisa se desdobló y una de las mitades saltó hasta mi cara y se quedó allí. Seguí la dirección de sus ojos. Me conocía de memoria el panorama. Allí estaba la parte trasera del Hotel Paraíso, donde algunos huéspedes imitaban a los lagartos en las tumbonas de la piscina, el puesto donde alquilaban las tablas de surf y los aparatos de gimnasia que el Ayuntamiento había colocado para disfrute de los menos perezosos en una zona más ancha del paseo, y que yo jamás había probado. Mis ojos se detuvieron en el chiringuito de Víctor y clavé la mirada en él.
Tenía un letrero distinto. Un trozo rectangular de madera clara colgaba de dos cadenas que se movían con suavidad agitadas por la brisa. En el centro, como si las hubieran escrito con humo, leí cuatro palabras: “Chiringuito de las ideas”.
Cuando llegamos a su altura me detuve con los brazos en jarras. Las puertas se abrieron solas, como si me hubieran estado esperando, y un olor a jazmines, acompañado del tintineo de muchas campanillas, tiró de mí hacia el interior. Avancé, envuelto por el aroma y por el sonido, y me encontré en medio de una habitación mayor que la del chiringuito original, aunque desde fuera se veía como siempre. Al fondo, entre un mostrador y una pared repleta de casilleros vacíos como los de las recepciones de los hoteles, descubrí a un genio.
Supe que era un genio porque cuando crucé el umbral estaba en un extremo, pero se deslizó hasta el centro al verme entrar. Me pareció el hermano gemelo del de la película de Aladdin. Su barba era una fina línea negra que al llegar al mentón se prolongaba en un ridículo mechón de pelo, tan escuchimizado como la coleta que nacía del centro de su enorme calva azul. Puso las manos sobre el mostrador y me obsequió con una sonrisa gigante.
–Buenos días. ¿En qué puedo ayudarlo?
–Buenas. La verdad es que he entrado solo a mirar.
Señalé mi indumentaria. Una camiseta de manga corta y un pantalón de chándal cómodo, sin bolsillos, con la llave de casa enganchada en el cordel de la cinturilla. No había cogido dinero y ni siquiera llevaba encima el DNI. No se me ocurrió lo absurdo de mi respuesta hasta que me escuché pronunciar en voz alta las palabras. ¿Mirar? ¿Mirar qué? Allí solo estábamos el genio, el mostrador, los casilleros vacíos y yo. Sin embargo no pareció extrañarle. Señaló los casilleros que estaban a su espalda.
–Puede elegir. Todo está a disposición de aquellos clientes que crucen mi puerta.
–Ya. Pues ya puestos, verá…–Me quedé callado sin saber qué añadir. Y de pronto pensé que por pedir no perdía nada–. Me gustaría una buena historia.
–Espléndido.
Los dos guardamos silencio. Empecé a pensar que ese genio era un poco limitado. Por lo visto también su especie se había ido deteriorando con los años y me había topado con un ejemplar senil. Por si servía de algo, le di una pequeña pista.
–El letrero de la puerta dice que esto es ahora el chiringuito de las ideas.
–Así es.
–¿Y puede saberse dónde están?
El genio paseó su mirada por toda la habitación. La cabeza hizo un giro inverosímil de 360 grados hasta volver a su posición original. Me contempló con una expresión inescrutable.
–Puede elegir –repitió–. Todo está a su disposición.
–¿Me toma el pelo? Aquí no hay nada.
–¿Está seguro?
–Tan seguro como de que lo estoy mirando.
–¿Seguro?
Abrí la boca pero no llegué a decir nada. ¿Qué hacía yo allí, hablando con una mala copia de un personaje de Disney, en lo que toda la vida había sido el chiringuito de Víctor? Ahora fue el genio clonado el que acudió en mi ayuda.
–Estamos nosotros, ¿no?
–Sí. Pero aparte de nosotros, aquí no hay nada. –De pronto recordé el olor a jazmines y el tintineo. La lógica volvió a sacudirme los hombros–. Oiga, ¿tiene flores escondidas por algún sitio? ¿O campanillas?
–¿Ve por aquí algo de eso?
Me hizo una seña para que me asomara adonde él estaba, detrás del mostrador. Obedecí y me agaché a mirar. Allí no había nada.
–¿Y por qué olía tan bien cuando me detuve en la puerta?
–¿Oler bien? ¿A qué olía?
–A jazmines. Y además se escuchaba…
Me interrumpí. ¡El genio se tapaba la bocaza con una mano para que no me diera cuenta de que se estaba riendo de mí! Era el colmo del descaro.
–¡Oiga! Le digo que olía a jazmines. Y se escuchaba música de campanitas.
–Si usted lo dice, será verdad. ¿Se le ocurre alguna explicación?
–¡Pues podría darle muchas! Otra cosa sería que acertara.
–Pruebe.
–Que pruebe, ¿a qué?
–A darme una explicación. Una de esas muchas. Quizá quiera usar esta –señaló a un casillero vacío–, o esta otra, o…
–¡Ya está bien! –le interrumpí–. Mejor me marcho. No sé por qué se me ha ocurrido entrar aquí.
Di media vuelta para salir, pero antes de que diera un paso el genio me llamó.
–¡Espere!
Se agachó un momento y de debajo del mostrador sacó una libreta blanca con una rosa en la portada y un bolígrafo, salidos de no sé dónde, y me los ofreció.
–Tenga, señor. Su cambio.
–¿Mi cambio?
–Así es. Podría haber elegido otra de las historias, pero me gusta la que se lleva. No es de las mejores, pero tampoco está mal.
–Papá. ¡Papá! ¡Papáaaaa! –la voz de Marta me sacó de mi abstracción–. No te estás enterando de nada de lo que te estoy contando, ¿verdad?
Miré hacia atrás. El chiringuito de Víctor había recuperado su aspecto de siempre, letrero incluido. El hotel, los turistas y los artilugios de gimnasia estaban en el mismo sitio. Miré a mi hija y le revolví el pelo con la mano.
–Perdona, Marta, estaba distraído.
–Ya, papi. No hace falta que lo jures.
Mi hija me regaló otra sonrisa y la atesoré con la anterior. Ahora que solo las recibía los fines de semana alternos, las valoraba mucho más. Sentí que sus dedos buscaban los míos y entrelazamos las manos. Marta apretó la mía y sentí la corriente de amor que me llegaba desde ese cuerpecito de menos de cuarenta kilos.
–Tranquilo, papi. Yo no soy mamá. No me importa que la cabeza se te llene de pájaros, en serio. A mí también me pasa a veces, y mami se enfada porque dice que soy como tú en eso.
–Ya. –No supe qué más decirle.
–¿Me cuentas un cuento?
–¿Ahora?
–Sí. Y cuando lleguemos a casa puedes escribirlo y luego me lo regalas. Así me lo llevaría a casa de mamá para leerlo por las noches, cuando no me toca estar contigo.
–Trato hecho.
Empecé a contarle el cuento de Pulgarcito, que siempre le había gustado. Marta me escuchó con atención, pero me di cuenta de que la había decepcionado, aunque, como me quiere tanto, no me lo dijo. Ella esperaba otra cosa. Un cuento distinto, solo para ella, para leérselo en la cama, como solíamos hacer antes de que Isabel y yo nos separásemos y mis huesos fueran a parar a un apartamento frío y solitario. Cuando terminé, le pedí perdón.
–Lo siento, chiquitina. Es que me has pillado por sorpresa. Pero luego me invento un cuento distinto para ti sola, ¿vale?
–Vale, papi. No importa.
Llegamos a casa y me duché mientras mi hija veía una película en la tele. Salí del baño dispuesto a cumplir mi promesa. Marta se había quedado dormida en el sofá, seguramente cansada por la larga caminata. Entré en mi dormitorio, donde una mesa de Ikea hacía el papel de despacho, y al ir a sentarme delante ella me detuve sorprendido.
Sobre la mesa, una libreta blanca, con una rosa dibujada en el centro, me estaba esperando. A su lado, había un bolígrafo que no recordaba haber dejado allí cuando salimos.
Me senté, quité el capuchón del bolígrafo, abrí la libreta, y empecé a escribir:
“Caminaba por el paseo marítimo con mi hija, aprovechando que le tocaba estar conmigo ese fin de semana. Había amanecido sin una nube en el cielo y, a pesar de que estábamos en diciembre, la temperatura era primaveral…”
Adela Castañón
Imagen cabecera: Photo by Derek Thomson on Unsplash
Imagen genio: Pixabay
Adela, como siempre me quedo enganchada a tus relatos. Los releo por placer.
Quiero comprarte este chiringuito!
Un abrazo, amiga. Y sigue escribiendo estos relatos tan maravillosos.
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Muy bien escrito Adela ,bravo me ha encantado!!Creo que este año pediré a los reyes un chiringuito de ideas urgente, jejeje.Me gusta como lo trasmites y como consigues enganchar.Sigue así!!Un abrazo!!
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¡Gracias, Iñigo! Seguro que encontramos chiringuitos de esos en encuentros como la próxima MOLPEcon que organizó Ana González Duque o, simplemente, a la vuelta de la esquina. ¡Feliz año nuevo y otro abrazo para ti!
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Querida Carmen, el enganche es mutuo, amiga. ¡Y no te preocupes por comprar el chiringuito, que ya lo estamos compartiendo con todo el amor del mundo! ¡Abrazos!
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No tienes ni idea de la cantidad de sensaciones que me has hecho evocar. Gracias por meterme en ese chiringuito contagioso.
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El chiringuito estira como el chicle, amiga, y además lo escribí por algún sitio… jeje… Así que bienvenida a su interior. La verdad es que se me ocurrió el relato paseando con mi Javi cuando pasaba por delante del Víctor Beach del paseo marítimo e iba pensando en que tenía que inventar algún relato porque me tocaba publicar… jeje… Tú que has vivido en Marbella te puedes imaginar perfectamente el entorno, compi.
Mil gracias por tus palabras. Sabes que eres la única persona a la que tengo envidia sana en esto de la escritura (con otros digo lo mismo, pero o no es envidia, o no es sana… jajaa!)
Montones de besos, burgalesa!!!
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