La campana

No fue capaz de comerse todas las gachas que eran su cena de cada día. Llevaba unas semanas con el estómago revuelto. Le quedaba más de media escudilla y echó el resto en la lumbre. El crepitar de las llamas empezaba a menguar y ella se arrebujó un poco más en la toquilla. Miró hacia la cortina que separaba la habitación de una pequeña despensa donde almacenaba la leña, los calderos y el taburete que usaba para ordeñar a las vacas desde que algún vecino, aún más pobre que ella, entró de noche al establo y le robó el que tenía. Menos mal que Miguel, su Miguel, le había hecho otro poco antes de volver a embarcarse en el ballenero, hacía unos meses.

Dudó si echar otro leño al fuego, pero le pudieron la pereza y el cansancio. Sin quitarse la toquilla levantó la cobija de lana que cubría el jergón donde dormía junto a la lumbre y se sentó para quitarse los zuecos. A punto de sacarse el segundo, un ruido del exterior atrajo su atención. Una de las campañas de la iglesia había empezado a tañer. Supuso que debía ser la grande. Desde que ella había llegado al pueblo era la primera vez que la escuchaba.

Inquieta, removió el fuego con el atizador. Las llamas cobraron vida. Pero, en vez de calentarse, sintió el frio del suelo subir por sus piernas hasta asentarse en su vientre, donde las pocas gachas que había cenado se convirtieron en piedra.

Se puso de pie y se encaminó hacia la ventana. El crepitar de la lumbre se mezcló con el doliente tañido y elevó una plegaria silenciosa a la Virgen de Lourdes, patrona de los balleneros. Se tapó los oídos con las manos para concentrarse en su rezo, y, a pesar de que a mitad de la primera avemaría empezó a recitar en voz alta, cuando separó las manos del cuerpo los repiques, en lugar de detenerse, habían arreciado.

Ella no había escuchado nunca tocar a rebato, pero sus tripas le dijeron que lo que escuchaba era eso. Arrastró los pies por el piso. La suela del zueco derecho parecía quererse pegar a las losetas, mientras que el pie izquierdo, calzado solo con la media de lana, con el otro zueco olvidado junto al jergón, se empeñaba en avanzar. Se dio un golpe en el dedo meñique con la pata de la mesa, pero los tañidos y el rumor del fuego, convertido en un gruñido sordo, no dejaron que sintiera el dolor del golpe. En dos pasos alcanzó la ventana de la casucha.

Levantó la tranca que sujetaba las hojas de madera con las dos manos y a punto estuvo de darse otro golpe en el pie cuando la dejó caer al suelo sin miramientos. Apoyó la frente en el cristal, y alrededor de su boca el vidrio se empañó al instante. Quitó el vaho con el puño de su vestido e hizo visera con las manos a los lados de la frente para poder ver el exterior.

Donde esperaba oscuridad, había un resplandor que procedía de una de las playas del pueblo. Reinició su plegaria con voz temblorosa al comprender que los puntos de luz que confluían hacia ese punto eran los candiles de sus vecinos, alertados por el toque de arrebato. Y la luz más fuerte, la de la playa, no hacía sino aumentar. Ella cerró los ojos como si con eso pudiera hacer desaparecer la imagen de su cerebro. Sabía que era la playa de los muertos. La llamaban así porque casi todos los barcos que naufragaban acababan devolviendo en esa orilla sus despojos, sin importar que fueran cargamentos de aceite, de contrabando, o cuerpos de marineros destrozados por las rocas de las rompientes.

Las gachas en su estómago se removieron como el mar embravecido y el gruñido de sus tripas se mezcló con el del fuego, las campanas y los rezos. Miró al fondo del cuartucho. El zueco solitario parecía llamarla, pero se sentía incapaz de acercarse a la lumbre. Junto a la ventana, entre el resplandor del incendio de fuera y el estruendo de la lumbre de su chimenea, un fuego distinto, el de la bilis subiendo por su garganta, le provocó un escalofrío.

A punto de dar un paso escuchó unos golpes innecesarios. En el pueblo poca gente cerraba sus puertas, y una vecina entró, sin esperar respuesta, arrastrando con ella un revuelo de hojas y copos de nieve. Al ver a la joven parada junto a la ventana, se detuvo y cerró la puerta con el codo sin dejar de mirarla.

–Ay, Lucía, ay…

Se miraron en silencio unos segundos. Lucía quiso decirle que se callara, pero la bilis ocupaba el sitio donde debería haber estado su voz. La vecina se santiguó.

–Es el Princesa de Loreto, hija.

Lucía se tapó la boca con las manos. Maldijo el tañido de las campanas por no ahogar la frase de la pobre mujer, nombrando el barco de Miguel, como si por no escucharlo no hubiera ocurrido. Volvió a mirar afuera. El incendio en la playa había arreciado tanto que creyó que amanecía, aunque sabía que era imposible.

Las piernas se le volvieron agua. Apoyó la espalda en la pared y su cuerpo se deslizó hasta quedar sentada en el suelo donde permaneció varios minutos mientras oía hablar a la otra sin enterarse de lo que le decía. Vomitó sobre el delantal todo su dolor y su miedo, y eso hizo reaccionar a la vecina que acercó y la sujetó por las axilas para ayudarla a llegar al jergón.

Mientras la mujer trajinaba buscando un trapo con el que limpiarle la cara, Lucía notó algo caliente que le corría entre las piernas. Fijó la mirada en el sitio donde había estado sentada. En el suelo había hilillos de sangre mezclados con los restos de bilis.

Lucía puso las manos en su vientre y se echó a llorar. Había perdido lo único que le quedaba de Miguel.

Adela Castañón

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Imagen cabecera: Chris Barbalis on Unsplash

Imagen cierre: czu_czu_PL en Pixabay

9 comentarios en “La campana

    • Adela Castañón dijo:

      Muchas gracias por leer y comentar. Lo trágico tiene también su clase de belleza, igual que lo hermoso o lo feliz. O al menos me gusta pensarlo así. Un saludo

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  1. Javier Eugercio dijo:

    Como la vida misma. A veces la cotidianidad es golpeada por la tragedia y una atmósfera asfixiante, una bruma de dolor que se cuela por las rendijas del espacio y el tiempo, te alcanza y penetra allá donde estés. En este caso en una silla, frente a la pantalla de un portátil salpicado de gotitas de sangre y bilis.
    Magnífico relato Adela.

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    • Adela Castañón dijo:

      Muchas gracias, Javier. Tu comentario es un regalo precioso, porque es bonito saber que mi historia ha emocionado hasta el punto de inspirar esas palabras que son un precioso microrrelato. También frente a mi pantalla de ordenador me has emocionado. Gracias de nuevo.

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      • Javier Eugercio dijo:

        Me diste una buena idea, Adela, con un contexto adecuado podría ser un buen microrrelato. Y sí, nada más leer tu relato me salió lo que leíste tal cual, sin pensarlo demasiado. Un saludo, sigue escribiendo y suscitando emociones, no se te da nada mal.

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