Conserva de lagarto

#relatofragolino

Hacía más de un año que los de casa Luriés le dijeron a mi padre que ya no lo necesitaban de pastor. Y todo por culpa de unos ingenieros que habían puesto alambre  de espino alrededor de los campos. Como mi padre no tenía escopeta, plantaba lazos y cada día traía media docena de conejos. A la mañana siguiente, mi madre los metía en unas cestas y los llevaba a vender a los pueblos de la redolada. Con las cuatro perras que conseguía, nos llegaba justo para pagar al panadero y la luz de la única bombilla que alumbraba toda la casa. Ese año solo comimos sopas de ajo y la leche de una cabra que nos cuidaba el dulero.

Con menos de diez años, me las arreglé para que los chicos mayores me dejaran ir con ellos a cazar fardachos.

—Que no se llaman fardachos, que se llaman lagartos —nos decía el maestro cuando nos oía hablar.

—Pues esos serán otros, que en El Frago solo hay fardachos. Bueno, y algún gardacho. Pero de esos que dice usted no hay —le contestaba Cajeta.

Cuando salíamos de la escuela, nos juntábamos en la plaza y bajábamos hasta San Miguel. Allí había muchos tomando el sol en la peña de la ermita y al atardecer se escondían entre las grietas. Entonces, Cajeta metía varas de mimbre y los lagartos, creyendo que eran culebras, las mordían tan fuerte que los dientes se les quedaban enganchados y no podían soltar la vara. En ese momento tiraba con fuerza y los demás, en cuanto aparecía la cabeza, le golpeábamos la nuca con una piedra. Al poco rato yo llegaba a casa con un saquete lleno.

Mi madre se frotaba las manos en el delantal y afilaba el cuchillo en la losa del hogar. Los pobres animales morían sin saber que pronto se iban a retorcer encima de las brasas y que nosotros nos íbamos a relamer con una carne tan fina y tan blanca.

Mientras tanto, mi madre despellejaba los más gordos, los salaba y los metía en una olla con garbanzos. Y si le quedaba alguno, lo ponía en una orza de barro bien cubierto con sal, mejor dicho, con el salitre, que no le llegaba para comprar sal.

Una tarde el correo nos trajo una carta de Francia. Como mis padres no sabían leer, fuimos los tres a casa del maestro. Nos abrazamos cuando nos dijo que mi tío, el que se había ido después de la Guerra, había encontrado un trabajo de pastor para mi padre en un pueblo cerca de Somport. Que el viaje y los papeleos correrían por nuestra cuenta, aunque eso del pasaporte lo íbamos a tener difícil con un hermano fugado.

Los días siguientes fueron de un intenso trajín. Mi madre limpió las latas de sardinas que le dieron en la tienda y las fue llenando de conserva de lagarto. El panadero nos regaló un pan. Mi padre le prometió que con los primeros duros que ganara le pagaría los panes que le debíamos.

A la semana ya estaba todo listo. Le dejamos la llave a una vecina y, antes de amanecer, emprendimos el camino que llevaba a Sierra Mayor. Mi madre hizo tres bultos con tres sábanas de lino. Allí metió la ropa y el calcero. Se puso el grande en la cabeza y los otros dos los llevaría colgando de los brazos. Mi padre con un colchón en la espalda, caminaba apoyándose en una vara. Yo llevaba la alforja con el pan que nos había regalado el panadero y tres latas de conserva.

Antes las cinco de la mañana ya habíamos llegado al punto de la carretera donde paraba el Ayerbense que venía de Biel. Como faltaba mucho rato, nos sentamos debajo de unos cajicos. Justo en el momento que mi padre sacó la navaja para cortar el pan asomó el morro un fardacho.

—Madre, no saque las latas. Igual comemos un bocado caliente —le dije en voz baja para que no se espantara.

Con cuidado, siguiendo las instrucciones de Cajeta, le acerqué una rama y él la mordió. Le di un golpe con el canto de una piedra, lo metí en la alforja y encendí una hoguera.

Con el humo se acercaron dos hombres con barba de varios días y envueltos en mantas zamoranas. Nos dijeron que eran guardias del monte.

—Nunca habíamos visto a un niño cazando lagartos —me dijo el más joven.

—¿Y qué tiene de malo?  —le contesté sosteniéndole la mirada

—Nada, nada —Se quedó pensativo—. ¿Es que no sabes que está prohibido?

—No lo sabía. Además llevamos muchas horas sin comer.

Sin mediar más palabras, me registraron la alforja y me quitaron las latas de conserva.

—Esto les va a costar treinta duros.

—¿Cómo? —dijo mi padre—. Pues no llevamos ni un real.

Se hicieron los sordos y, con una navaja, abrieron el colchón. Se llevaron los ahorros de mi madre.

Como nos habían dejado sin blanca, decidimos continuar andando y cogimos el camino de Bailo. Tardamos casi tres días en llegar al puerto por el que íbamos a cruzar a Francia. El último tramo lo hicimos por trochas muy pendientes. Subíamos mezclados con los rebaños y con otras gentes que tampoco querían ver a los gendarmes

Cuando ya bajábamos por el Valle de Aspe, en lo alto de una roca vi un lagarto tomando el sol. Nadie se fijó en él. Cuando le acerqué un palo, noté una mano que me cogía por detrás.

—¿Qué vas a hacer?

—Nada, nada.

Rápidamente me incorporé a la fila de los que huíamos de España, mezclados con los rebaños, como si fuéramos bandoleros.

Al anochecer nos metimos en una corraliza. Nos habían dado permiso para descansar unos días a cambio de que mi padre guardara unos rebaños mientras los pastores iban a buscar otros. Nos dieron un poco de pan y queso. Me tumbé en el colchón que mi madre había puesto en una esquina del fondo para que no lo pisotearan las cabras. Esa noche pensé en Cajeta y soñé que los fardachos nos mordían los intestinos y se les quedaban los dientes agarrotados.

Alberto Luna, «Cajeta». El Frago, 2011. Foto de Dolores Garmendia.

Alberto, eras de mi pandilla, de chicos y chicas, desde que íbamos a la escuela. De tu mano aprendimos a cazar lagartos y a segar espliego. Alguno se llevó una gusanera con tu puntería jugando al tejo. Nos hicimos mayores y aprendimos a volar. Tú navegaste cien mares y atracaste en El Frago, tu puerto más seguro.

Con tu bonhomía y buen decir llenaste estas calles que hoy se sienten huérfanas sin ti. Te has ido como querías, sin hacer ruido y con los bolsillos vacíos. Nos lo regalaste todo, tu corazón y tu sabiduría.

Y cuando llegue el día del último viaje/ Y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,/ me encontraréis a bordo, / ligero de equipaje, casi desnudo,/ como los hijos de la mar. (Antonio Machado)

Alberto Luna Montori. (El Frago, 28/02/1947-19/01/2021). En 1946, constaban como nuevos residentes de El Frago, Segundo Luna Luna y María Antonia Montori Garisa, de Biel, y su hija, Nuria (1945). En la calle Infantes 2, nacieron Alberto (1947) y Carlos (1949), que falleció antes de un año. Al poco tiempo también murió su madre. Alberto y su padre se fueron a vivir a casa Casildo, con su abuela Juana y sus tíos. A Nuria se la llevaron otros tíos, pero vivió poco. (Notas de archivo)

Lacertilla>Timon lepidus>Lagarto ocelado es fardacho de El Frago. Imagen de Pinterest.

Carmen Romeo Pemán.

19 comentarios en “Conserva de lagarto

  1. Manuel Pérez Berges dijo:

    Después de felicitarte, no sé que decirte más. Todas tus historias me han emocionado, pero esta del relato de los lagartos, conociendo a Cajeta y conociéndote a tí, tendrá que estar en la primera línea de los recuerdos. Muchas de tus historias tendrían que ir a la «Memoria Histórica» real y no a la que nos cuentan. La mayor parte de las que leo se refieren al pasado. Se nos ha ido un fragolino que tenía muchas horas de vuelo y contaba muchas historias. Ahora nos queda un narrador menos. Un adiós a Cajeta y un abrazo para tí.

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    • Carmen Romeo Pemán dijo:

      Manolo, yo tampoco sé qué decirte. Esta historia me ha salido de las mismísimas entrañas y yo no.tengo.criterio para valorarla..Me falta la distancia.
      Gracias, muchas gracias. Un abrazo.

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  2. Miguel Santolaria dijo:

    Carmen, ¿has hecho un máster en etnología de campo?.
    Qué antenas tan largas tenías, qué ojos y oídos tan agudos y qué vívidamente nos haces recordar nuestra infancia.
    Sí, jóvenes actuales, como dice Carmen, los ‘fardachos’ son comestibles y además deliciosos. Y también son comestibles todos los huevos de todos los nidos, lo blanco del tallo de los juncos, los tallos tiernos de las ‘barzas’ (zarzas), la flor de los ‘panetes’ (acacia) es dulcísima y decenas de cosas que encuentras por los campos. Y cuando tocas las ortigas, si contienes la respiración, no te pican. ¡Cuánta cultura que nos llegó desde la prehistoria está desapareciendo ahogada bajo la ola de la globalización y las pantallas mediatizadoras!. (casi) Todo lo que véis en una pantalla está procesado, como la bollería industrial contiene componentes que son malos para la salud mental.
    Gracias, Carmen por recrear para nosotros lo que era nuestra historia cotidiana. Una vida dura pero auténtica , sin colorantes ni conservantes.
    Espero poder publicar pronto tus obras. Sigue emocionándonos, por favor.

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    • Carmen Romeo Pemán dijo:

      Miguel, aquí el que ha hecho el máster eres tú. Yo también he comido esas delicias del campo y algunas más. Los dos hemos vivido el pueblo con pasión en épocas cercanas.
      Gracias, muchas gracias por tus comentarios, valiosísimos, y por contar tus vivencias. Un abrazo.

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  3. pamay3 dijo:

    Mari Carmen,me ha emocionado muchísimo este relato,además de la persona protagonista de CV la caza,es todo el relato q nosotros vivimos,yo me acuerdo de comer lagarto cuando mi padre venía del monte y ponía en la parrilla un lagarto,era buenísimo,una carne superblanca y muy gustosa,muchas gracias por recordarnos estás historias.

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  4. Chesús dijo:

    Precioso homenaje, no tengo palabras. Como dices las calles están huérfanas, El Frago pierde no solo a un hijo y vecino, pierde una gran persona toda una institución fragolina que permanecerá por siempre en nuestros corazones

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  5. María Jesús dijo:

    Texto escrito el 12 de Febrero de 2021

    Es pronto, me acabo de levantar y leo tu relato.
    Qué entrañable, el recuerdo del amigo de la infancia.
    Recuerdo en Biel, cuando íbamos a las charcas del Arba a coger ranas y más tarde, después de una buena limpia aparecían en la sartén. Qué ricas nos sabían.
    La única bombilla de la casa…, es un recuerdo que me contaba siempre mi madre de su casa de Magallón.
    Permanecía todo el día encendida y con miedo a que no se fundiera o rompiera porque no tenían dinero. Por lo visto eran caras.
    La marcha a Francia. Tenían que emigrar. Qué momentos duros, difíciles cuentas. Qué manera de expoliar al débil.
    Tus recuerdos reviven los míos.
    Encantada de recibir este regalo. Gracias Carmen. Un fuerte abrazo.

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  6. Carmen Romeo Pemán dijo:

    María Jesús, el verdadero regalo son tus recuerdos. Así los tuyos y los míos se complementan. En realidad, la miseria y el hambre pura y dura fueron comunes en nuestros pueblos. Un abrazo, amiga, que las dos tenemos raíces en Biel.

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