A mi nieto Sergio, que tanto le gusta andar por los ruejos.
Estábamos comiendo en silencio, todos atentos al parte en la radio, que así se llamaba el boletín de noticias. Cuando acabó el locutor, mi padre apoyó los codos en la mesa y me dijo en tono solemne:
—Alodia, tenemos que hablar muy en serio.
Me pilló tan despistada que no sabía de dónde podían venir los tiros. Llevaba muchos días portándome bien para que no me castigara.
—¿Qué he hecho ahora?
Se me cayó cuchara al plato y la sopa salpicó el mantel. Mi madre corrió a buscar una bayeta, ronroneando: “esta Alodia es una patosa. Mira que manchar el mantel que tejió el señor Benito”.
—No, no me mires con esa cara de susto que hoy no te voy a reprender. Hoy quiero hablarte de tu futuro. —Yo me puse en guardia. Aquellas palabras me sonaban peor que un castigo.
—¿De mi futuro? ¿Ha cambiado algo? ¿Ha pasado algo?
—No, hasta ahora nada, pero vas a cumplir diez años y tendremos que pensar en llevarte interna a la ciudad.
—¿Quéé? Pero si yo he quedado con mamá que no iría a las monjas hasta los catorce años.
—Eso son cosas de tu madre que no para de darme la murga con que ella te va a echar de menos y tú vas a pasar muchos cariños.
—Por favor te lo pido —junté las palmas de las manos—. Prepárame tú para el bachillerato como haces con los chicos.
—¿Lo ves? Lo que le digo a tu madre. —Se limpió los labios con la servilleta y siguió—: Aquí no puedes seguir con esa vida de chicazo.
La verdad es que solo pensaba en bajar a pescar al río. En verano los acompañaba a cortar espliego y se lo vendíamos al esplieguero. Yo llevaba media hoz roñosa que día me encontré en el Corronchal. A la vuelta la escondía entre unas matas de ortigas. Así no me la quitaría nadie.
—A ver, levántate la falda. Tu madre me ha dicho que llevas un corte en el muslo.
Cuando se lo enseñé me saltaron las lágrimas de rabia. No por la herida, que no me preocupaba, sino por mi madre. Me acababa de defraudar: “Palabrita del Niño Jesús. A partir de ahora, nunca, nunca le contaré ningún secreto”, me prometí en silencio.
—Y tú callada, ¿eh? Mira, me he enterado por casualidad. Se le ha escapado a tu madre. ¡Basta ya de patrañas entre vosotras!
—Ahora sí que no entiendo nada. Tú siempre me has dicho que tus alumnos son más nobles que las chichas. Y también sabes que voy con ellos pero no hacemos nada raro. Puedes preguntárselo mañana en la escuela.
—A ellos no les tengo que preguntar nada. Aquí la que mea fuera de tiesto eres tú.
—Estoy segura de que sabías que iba con ellos al espliego. Y lo de la hoz ha sido poca cosa.
—Eso de poca cosa lo dirás tú. Ahora mismo vamos a casa del médico a que te ponga una inyección contra el tétanos. Y le explicarás cómo te lo hiciste.
—¡No puedo más! Me estoy sofocando mucho.
—Eso son lágrimas de cocodrilo.
—Pues el médico lo entenderá. Que no será la primera herida de una hoz que vea en este pueblo.
—¿Pero qué formas son esas de hablar a tu padre?, ¿no te das cuenta de que solo aprendes malos modales? Nunca serás una señorita como Dios manda.
—Es que yo no quiero ser una señorita. No quiero llevar faldas de tubo ni zapatos de tacón. No me quiero pasar las tardes apoyada en las paredes del baile esperando a que los mozos me saquen a bailar.
—¡Basta ya! Lo que me faltaba, una mocosa metida entre las parejas del baile.
De unas nos fuimos a otras y la discusión subió el tono. En un momento, empezaron los gritos. Mi madre se azoró, se le cayó la sopera con las albóndigas y le salpicó la camisa.
—Y tú, podrías tener más cuidado. —Mi madre se apretaba las manos escaldadas con el delantal.
—Pues ahora voy a hablar yo —dijo mi madre—. No sé a cuento de qué has sacado esta conversación del internado si yo ya había hablado con Alodia. Y tú estabas de acuerdo en que siguiera en casa tres años más. Esto es que te han contado algún chisme nuevo o te ha dado una tarantela.
—¡Y tú no le des la razón a la niña! ¿Es que no te das cuenta de que aquí ni va estudiar ni nos podremos hacer con ella?
—Pues claro que voy a estudiar, como hacen todos los que se examinan libres. Y no sé a qué te refieres con que no os podréis hacer conmigo. ¿Acaso es malo coger renacuajos y tenerlos en casa mientras se les caen las colas y les salen las patas? ¿Es malo ir a ver cómo crecen las crías de los picatroncos?
—No, eso no es malo —dijo mi padre—, pero no es propio de una chica.
Yo había hablado muchas veces con mi madre de la desazón que sentía cada vez que pensaba en un colegio de monjas.
—Bueno, pues que este año se examine libre de Ingreso y luego volveremos a hablar. Hoy estamos demasiado acalorados los tres para tomar decisiones —dijo mi madre.
Mi padre dio un puñetazo en la mesa, se levantó y, antes de salir del comedor, se volvió hacia nosotras:
—Aquí mando yo. ¿Me habéis oído?
A los pocos días me subí al coche de línea y me senté en la última fila. Por el cristal trasero veía cómo se alejaba la roca sobre la que se asentaba el pueblo. Llevaba en el bolsillo dos piedras redondas del Arba. Me las había dado el abuelo de casa Garriancho, que estaba ciego y aún vestía calzón.
—Toma, moceta, estos ruejos que te caben en la mano. No los sueltes que así no te marearás. Y guárdalos hasta que nos volvamos a ver.
En las primeras vacaciones volví a devolverle los ruejos. Pero hacía dos meses que lo habían enterrado. Me los volví a meter en los bolsillos y aún los conservo. Esos cantos rodados desprendidos de la gran roca que me vio nacer- De tanto acariciarlos cuando escribo, se han convertido en brillantes pisapapeles.
Carmen Romeo Pemán.
Estupendo relato, fiel reflejo de una época en lugares determinados.Qué buena costumbrista eres,Carmen.Gracias
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gracias a ti por los ánimos que me das para seguir. Un abrazo enorme, amiga.
Me gustaMe gusta
Gracias. Elisa. Tus ánimos valen un potosí. Un abrazo.
Me gustaMe gusta
Muy bueno, como siempre Carmen, nunca defraudas
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gracias, Chesus, los lectores como tú sois un acicate para seguir en la brecha. Un abrazo.
Me gustaMe gusta
Recuerdo cuando mi madre me decía:para que vayas a estuduar voy a sacar ruejos del Arba,si es necesario
Me gustaMe gusta
Me gusta. Gracias, Carmen. Intenso en su sencillez.
Me gusta la inclusión de palabras aragonesas, da a la narración un buquet muy especial.
Deduzco que al final pudo la opinión del padre y la moceta fue al internado. Pobreta.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gracias, Miguel, por pasarte a comentar. Así es, la ruptura con el pueblo ya es irreversible. Aunque el internado, era lo menos malo: permitía estudiar a las mujeres. Otras no tuvieron ni esa oportunidad. Un abrazo.
Me gustaMe gusta
Me ha gustado mucho esta narración, y la palabra ruejos me ha traído recuerdos con mis abuelos cuando pasaba los veranos en Luna y también nos gustaba ir a remojarnos al Arba
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gracias. Gloria, por tus recuerdos. Entre todos tejeremos el tapiz completo de nuestras memorias. Un abrazo.
Me gustaMe gusta
Me ha gustado mucho. Gracias Carmen por tus escritos. Siempre me quedo con ganas de saber más de tus personajes
Me gustaMe gusta
Gracias, Elvira. Y tú, también como siempre. Un beso.
Me gustaMe gusta
Marisol, ¡qué bueno! Allí hay otro relato muy intenso. Gracias por pasarte a comentar. Un abrazo.
Me gustaMe gusta
Precioso relato, Carmen. Un abrazo.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Muchísimas gracias, Yolanda. Estos piropos me animan a seguir escribiendo. Un beso.
Me gustaMe gusta
Que bonito Carmen y cuánto me recuerda a mi niñez. Sigue escribiendo, para seguir leyendo. Eres estupenda
Me gustaLe gusta a 1 persona
Muchas gracias, Maribel. Me alegra verte por aquí. Tú también eres estupenda. Un beso.
Me gustaMe gusta