El circo espacial

El 25 de julio, a las trece horas de la Tierra, el ingeniero biomédico Toulouse arribó a la estación espacial Ícaro. Después de veinte años de trabajo en el laboratorio de genética de la NASA le habían asignado su primera misión. Una de las que se clasificaban en el rango más alto de confidencialidad. En plena euforia, decidió embriagarse con su esposa y no leyó el Manual de Contacto Kyvos que le había entregado la teniente Smith. “Ya tendré tiempo para leerlo cuando esté en la estación”, pensó.

El estómago se le retorcía en una ruidosa sinfonía. El dolor era tan intenso que el sudor se le escurría por la frente. Cuando la cápsula espacial tocó la superficie del planeta se tomó unos minutos. Respiró hondo, se ajustó el traje y armado de valor descendió por las escaleras. Cuando pisó el terreno arenoso con sus botas espaciales sintió que la bilis le destrozaba la garganta.

Al principio no estaba seguro de si lo que veía era una alucinación por el alcohol, de la noche anterior, o si de verdad estaba enfrente de una comunidad circense, a miles de millones de kilómetros de la Tierra. En ese momento se arrepintió de haber aceptado la misión sin conocer más detalles.

Movió la cabeza de un lado a otro, pero la imagen no se desvaneció. Fijó la mirada y vio con claridad las carpas puntiagudas, con rayas rojas y blancas, que se alzaban en el horizonte. Banderines de colores rojo y azul se agitaban en lo alto de los toldos. Estaba en un planeta habitado por un circo espacial. “De tantas especies que hay en el universo, por qué tengo que recolectar muestras de un maldito circo”, pensó. Y renegó una vez más por su mala suerte. Regresó a la cápsula, organizó el maletín con el equipo de recolección y se acomodó el traje. Con la mirada fija en el tablero de la manga derecha revisó la provisión de oxígeno. En el panel titilaba una cifra: siete horas.

—Tiempo suficiente para recoger las muestras y abandonar el planeta —dijo mientras cerraba el casco y oprimía el botón para liberar el oxígeno. Activó la grabadora en su cuello y emprendió la caminata.

—Bitácora tres cuatro tres. Día uno. Hace cuarenta y cinco minutos arribé al planeta Kyvos. Lo primero que vi fue una estación espacial con la forma de un espectáculo de circo. Espero no encontrarme con un maldito payaso. ¡Juro que no volveré a beber! ¡Maldición! Borrar. Borrar. Bitácora tres cuatro tres. Día uno. Hace cuarenta y cinco minutos que arribé a la estación espacial Ícaro. Estoy listo para recolectar las muestras de tejidos. Según la teniente Smith, los kyvosi tienen propiedades que facilitarán el desarrollo de órganos artificiales para preservar la raza humana. A las trece horas con cincuenta y cinco minutos de la Tierra no he visto ningún habitante. Caminaré hasta la carpa principal del circo. Nuevo reporte a las catorce horas con treinta minutos. Grabar.

De repente, mientras desactivaba la grabadora, Toulouse vio una figura mediana que se aproximaba hacía él. Una vez más sintió que la bilis se le atoraba en la garganta. Con una respiración controlada reprimió las náuseas, no quería vomitar en el traje. Contó de diez hasta uno y juró, por milésima vez, no volver a beber.

El pequeño ser se detuvo frente a él. Toulouse parpadeó un par de veces para observarlo mejor. Un tejido metálico lo cubría. Aunque estaba desnudo, a simple vista, parecía un ser asexuado. Dos cuernos que formaban un sombrero de arlequín le salían de la cabeza. Hacían juego con las marcas que le adornaban el rostro por debajo y por encima de las cuencas vacías. Alrededor de la boca unas líneas negras dibujaban una sonrisa perpetua. Aunque no tenía ojos, Toulouse podía sentir que el kyvosi lo miraba fijamente. ¿Cómo podrá verme?, pensó.

El pequeño arlequín extendió el brazo derecho y uno de los dedos de metal dibujó símbolos en el aire. Una luz roja formó la frase “Bienvenido al planeta Kyvos, terrícola”. Toulouse comprendió que el kyvosi conocía el lenguaje de la Tierra y podía comunicarse con él. Sacó el láser del maletín y escribió en el aire “Gracias. Soy el ingeniero biomédico Toulouse, encargado de recoger las muestras”. El kyvosi le indicó que lo siguiera. Mientras caminaban, mantuvieron una corta charla técnica, en la que le indicó la zona de trabajo, horarios y todo lo referente a la expedición. Al final del recorrido le invitó a una cena especial de bienvenida.

Toulouse, complacido por la invitación, hizo una reverencia como una muestra de gratitud. Cuando se incorporó, una tropa de soldados con lanzas de fuego lo tenían rodeado. En ese momento sintió que todo se movía a su alrededor y que el aire le faltaba. Maldijo entre dientes y recordó la advertencia de la doctora Smith “no entres a la cápsula sin leer el manual”.

“Manual de contacto Kyvos. Doctora Alied Smith. Inciso uno. Las reverencias son consideradas una falta grave en la comunidad kyvosi. Absténganse de realizarlas si no quiere morir desintegrado”.

 

Mónica Solano

Imagen de Rheo

Alimañas

—Han encontrado otra alimaña —dijo Jude mientras removía con brío su café. El sol le daba en la cara y no se había quitado las gafas de lentes redondas que la hacían parecer un insecto—. En tu edificio.

—¿En serio? —Ares puso los ojos en blanco. Llamaban alimañas a los niños nacidos fuera del Programa de Crecimiento Sostenible de la Población—. Me parece increíble que aún haya quien se arriesgue sabiendo lo que pasará si los pillan. Que siempre lo hacen, por cierto. Con el ruido que hace un crío… Y en este edificio, que solo te digo que me entero cada vez que mi vecino va el baño.

—Pues alucina, que no ha sido por eso. Ha sido por la comida. Parece que había pedido un aumento de las raciones, se lo concedieron y aun así, la mujer no paraba de adelgazar —se tomó su bebida de un trago y señaló la taza vacía de Ares—. ¿Quieres otro?

—Un chocolate, por favor. Con nata.

La cabeza de Jude cayó hacia un lado con tanta violencia que, en cualquier otro tiempo y lugar, habría significado un cuello roto. Luego volvió en sí.

—Ahora lo cargan —contestó, como si nada.

—Oye, se te ha vuelto a romper el SRV. Se ha desconectado durante un segundo.

—Ya, ya. Me lo dijo mi prima ayer. ¿Te puedes creer que es la segunda vez este mes? —Jude se llevó la mano a la sien donde, en el mundo real, tenía enchufado el conector del Sistema de Realidad Virtual—. Quizá sean paranoias mías pero antes, al enchufármelo, me ha parecido que chisporroteaba.

—Son paranoias tuyas —contestó Ares con sorna—. Venga, acaba de contarme eso.

Aparecieron dos tazas sobre la mesa redonda. Habían elegido para su encuentro la terraza de un café parisino de principios del siglo veinte y estaban rodeadas de parejas de todas las edades que hacían manitas a la vista de todo el mundo.

—Pues nada, que al ver que no había ningún motivo aparente para que perdiera peso, sospecharon que la comida no era solo para ella. Así que hicieron una redada sorpresa. Seis años tenía la niña.

—¡Qué barbaridad! —El avatar de Ares se estiró las comisuras de los ojos con el índice y el pulgar-. ¿Y el padre?

—Solo tienen sospechas de quién es. Parece ser que hace siete años tu vecina recibió el permiso para que la visitara un primo que… —calló repentinamente y se le torció la cabeza a un lado para volver a erguirse enseguida—. Guapa, tengo que cerrar aquí. Hablamos luego.

Jude desapareció. Dejó una silla vacía y un café a medio beber. Ares supuso que acabaría de conocer la historia cuando su compañera tuviera tiempo de publicarla. Su avatar suspiró, sorbió un poco de chocolate y se desvaneció.

Su madre siempre decía que la realidad virtual no había conseguido simular del todo el sabor del cacao, y que sospechaba que, por mucho que intentaran recuperar plantas y animales extintos, ni siquiera su hija podría probarlo algún día. Aun así, cuando Ares entraba en esa otra realidad donde todo era posible, seguía pidiendo una taza de chocolate caliente. Tenía la esperanza de que algún día conocería el sabor que su madre había adorado de niña, cuando la abuela lo conseguía pagando un sueldo entero.

Se colocó ante la ventana, que en ese momento mostraba el paisaje de una desaparecida isla tailandesa, de playas blancas y mar transparente, y con un gesto de la mano cambió ese fondo de pantalla por la interfaz del teléfono. Después de diez tonos dio por hecho que Max no lo cogería y colgó, dejando que apareciera de nuevo en la ventana la ciudad de Singapur. Los edificios eran tan altos y el espacio entre ellos tan estrecho que desde el piso 87 no se veía el cielo. Ares se preguntaba si los habitantes del ático veían algo, pero de su última incursión a la superficie sospechaba que, para lo que había que ver, era preferible tener la pantalla 24 horas conectada.

Otra de las cosas que su madre siempre decía era que el Gobierno invertía en lo que no debía. Que estaba muy bien que intentaran mejorar la realidad virtual, pero eso debía ser un parche para el problema, no la solución. Que la gente necesitaba poder salir de sus casas, respirar aire limpio y dejar de estar encerrada. Cuando empezaba con aquella perorata, Ares se encogía de hombros y le daba la razón, porque no hacerlo era peor. Y es que le daba igual. Ella no había conocido otra cosa. Solo había salido una vez de su casa, cuando le tocó pasar por el Programa de Análisis Reproductivo. Y no le había gustado.

Diez días después de que le viniera la regla, una luz roja inundó toda la casa. De los altavoces de la casa salió una voz demasiado aguda como para ser de hombre y demasiado grave como para ser de mujer, que advirtió que se abriría el compartimento de mascarillas y que la familia debía ponérselas de inmediato porque la puerta de entrada iba a abrirse en cinco minutos. Hacía años que el servicio auxiliar de climatización no funcionaba en los pasillos de los edificios: era un gasto en dinero y recursos que el gobierno no se podía permitir. Cuando las cuatro figuras entraron en casa tuvieron que esperar unos minutos para que el sistema de filtrado limpiara el aire contaminado que se había colado al abrirse la puerta y así poder prescindir de las mascarillas. Los visitantes, que resultaron ser tres mujeres y un hombre, se quitaron las escafandras y una de ellas dejó un paquete en el suelo. Después de las presentaciones, una mujer pelirroja con nariz aguileña y ojos vidriosos, que decía llamarse Margoux, se dirigió a su madre.

—Paola, agradecemos su comprensión. Sabemos que ustedes –hizo un gesto para señalar a los dos— no tuvieron que someterse al Programa y eso puede causarles algún temor, pero puedo prometerles que Ares no va a sufrir daño alguno. La llevaremos al hospital para realizar un análisis genético y otro ginecológico, y la traeremos de vuelta.

Su madre permaneció en silencio, mirándola como si fuera su némesis. La mujer ni se inmutó y volvió la atención a Ares.

—Mañana estarás en casa. Lauren, ayúdale a ponerse el traje.

Ares se dejó hacer. Era la primera vez que estaba en la misma sala con unas personas que no eran sus padres y se sentía demasiado aturdida como para responder.

Cuando volvió a su casa fue directa al baño y se encerró durante horas. Sus padres no la instigaron a hablar, y ella no lo hizo. En aquel momento esperaba no ser apta para concebir y no tener ningún contacto físico con nadie más. Pensar en eso le alegraba. Hasta que conoció a Max.

Volvió a llamarlo.

—Hola cariño, soy yo —dijo Ares cuando, al tercer tono, saltó el contestador—. Perdón por ser tan pesada, pero es que no puedo más. Por favor, no me tengas en ascuas. Llámame.

Se echó en el sofá cama y cambió con la mano la interfaz de la ventana para que le mostrara el diario. Primero fue a local, por si Jude había llegado a escribir la noticia que le había contado. Hablaban de otros niños, pero no de la de su edificio, y siempre con titulares jugosos: “La ciudad se llena de alimañas” o “Padre y abuelo de la misma alimaña. El gobierno recrudece las penas para quien se reproduzca sin permiso”.

Siempre conseguían encontrarlos: el ruido, el gasto de agua, la luz, deslices en la realidad virtual… Comida. Sin embargo, la gente seguía intentándolo. Y, aunque le sorprendía que hubiera gente que se atreviera a arriesgarse, podía entenderlo. Como decía su madre, por mucho que intentaran mejorarlo, nada se asemejaba al contacto real de otro ser humano, y, menos aún, al placer de tener entre tus brazos a un hijo. Podía hacer tanta falta como el aire limpio.

Siguió buceando por el periódico. Frunció el ceño. Hasta ese momento no había sido consciente de que nunca decían el nombre de la criatura, ni mostraban fotos, ni los trataban como niños. Eran alimañas. Animales. Como si no tuvieran manos regordetas y caras con chorretones de leche, igual que los avatares que veía en la realidad virtual. A veces se preguntaba qué se sentiría al cogerlos, apretarlos contra el pecho y olerles la cabeza. Su madre decía que no había perfume más delicioso que la piel de un bebé, y la curiosidad de Ares por saber cómo olía se había convertido en una necesidad.

El sonido de unas campanas la sacó de su ensimismamiento y vio cómo la pantalla se dividía en dos: a la izquierda el periódico y a la derecha la cara de Max, esperando a que su novia le cogiera la llamada.

—Ay, Dios, mi amor, ¡por fin! ¿Cómo ha ido?

—No muy bien.

Un calambrazo la asaeteó entre los ojos. Lo tendría que haber supuesto por la mueca de Max.

—¿Quieres contármelo ahora o prefieres que te deje tranquilo?

—No, no. Mejor ahora.

Max, al otro lado del teléfono, se sentó sobre la cama y se masajeó levemente la sien derecha antes de continuar.

—¿Te acuerdas de lo que nos contó Ciri del Tribunal? Se quedó muy corta. No puedo evitar pensar que tendrías que haber ido tú.

Ares miró aquella cara redonda, los ojos grises y su naricita pequeña como la de un niño, y no dudó en darle la razón mentalmente. Pero mintió.

—A mí no me habría ido mejor.

—No lo sé, la verdad. Ahora creo que no iba tan preparado como creía. Pero al menos escucharon todo mi alegato.

—Claro, mi amor —Ares colocó la palma de la mano en la pantalla, como si quisiera transmitirle ánimos cuando en realidad era ella la que necesitaba el contacto. Sonrió de medio lado, un gesto que a él le encantaba, y habló en tono bajo y suave—. ¿Han dicho que no?

—No exactamente. Sí que podemos vivir juntos.

La boca de Ares se abrió sin que ella pudiera hacer nada al respecto. Toda la tensión que había ido creciendo desde que decidieron, meses atrás, pedir permiso para unirse desapareció de golpe. Se levantó, se volvió a sentar y se levantó de nuevo, sin saber muy bien qué hacer con su cuerpo. Quería gritar, reír, llorar, abrazarle y darle un bofetón por hacérselo pasar tan mal.

—Pero Max, ¡me lo había creído! Con esto no se bromea…

—No, Ares, espera. Podemos vivir juntos, pero no nos dan permiso para tener un hijo.

—¿Cómo? ¿Por qué? —masculló. Sentía la misma confusión y dolor que si le hubiera dado un bofetón—. ¿No somos fértiles?

—Sí que lo somos. No lo he entendido muy bien, pero tiene algo que ver con enfermedades de nuestro árbol genealógico. Me han dado muchos datos, han usado un montón de nombres técnicos que ni su puta madre sabe qué son. —Se tapó la cara con una mano temblorosa—. Me han abrumado con información. No he sabido qué decir. Lo siento.

Ares se masajeó la frente con las yemas de los dedos. Mientras tanto, la cámara del teléfono captaba a Max paseando de un lado a otro en su diminuta sala de estar, intentando tranquilizarse. Ella sintió el deseo de colgar y encerrarse en el baño, pero sabía que él la necesitaba. Los dos se necesitaban. ¿Qué iban a hacer? Ares quería a Max, quería vivir con él hasta que el cuerpo se lo permitiera, pero también quería tener hijos. Se preguntaba si habría podría tenerlos en el caso de haberse enamorado de otra persona.

“El problema no es que no pueda”, pensó. “Es que no me dejan”.

—Entonces, ¿seguro que somos fértiles? —preguntó. Max, que se había movido hasta el fondo de la habitación, caminó de nuevo hacia la cámara, al lado de la pantalla.

—Sí. El problema es que no somos compatibles.

—Eso lo dirán ellos. Te llamo en un rato, ¿vale? Te quiero.

—Y yo a ti.

Al colgar, la interfaz del teléfono desapareció para dejar en la pantalla la última hoja del periódico que estaba leyendo. Mientras hablaba con Max habían publicado la noticia de Jude. El titular rezaba: “Proliferación de alimañas en el distrito 7” En el subtítulo se recogía la declaración de la policía, que amenazaba con encontrar a todo aquel que intentara esconder a una alimaña.

Ares entrelazó los dedos de las manos y los hizo crujir.

—Ya veremos.

Carla

@CarlaCamposBlog

tumblr_inline_nlrm2cmZco1scgxmd_250-2

Imagen del Jardín junto a la Bahía, en Singapur.