La noche que se murió Pascual

De las fragolinas de mis ayeres

Anselma sintió que su marido se estaba muriendo antes de que el reloj de la torre tocara las doce.

—¡Pascual, mira que morirte en la noche de las ánimas! ¿A quién se le ocurre?

Cuando lo notó frío, abandonó la alcoba y se sentó junto al fuego hasta que rayó el alba. En realidad estuvo esperando a que se hiciera de día para avisar a Epifanio del Molinaz, porque así se lo mandó Pascual antes de cerrar los ojos.

Mientras avivaba las brasas del hogar, entre las llamas y el humo, se le iban apareciendo mujeres de otros tiempos. Sus caras se fueron superponiendo y formaron un corro. Cada una quería contar algo de su vida. Anselma no se asustó. Al revés, escuchó sus voces y se sintió reconfortada con estas parientas que venían a hacerle compañía.

La primera que llegó fue la abuela Blasa, pero Anselma no le hizo mucho caso. Había sido muy gruñona y había vivido demasiados años. Enseguida llegó su tía Juana, una hermana de su padre, que se murió dos años antes de que ella naciera. Fue una mujer triste y después de su muerte nadie la volvió a mentar. Esa noche fue la única que no habló.  Llegó en silencio, como se había ido, y se limitó a escuchar.

La más dicharachera era una tía lejana a la que Anselma no había conocido.

—Y a ti, ¿quién te ha dado vela en este entierro? ¿De parte de quién vienes? Es que no me suenas.

—A ver, lo tienes que entender, Anselma. Es muy fácil. Yo era hermana de Felipa, la abuela de tu padre, y de tu tía Dominica, esa que parió tantos hijos. Sí mujer sí, la tía Dominica, la madre de Brígida, Evarista y Juliana.

Pero Anselma, erre que erre, que a ella los nombres de los parientes antiguos no le sonaban de nada. Que justo le venía para acordarse de su abuelo Nicolás y de su abuela Rosa.

Eso sí, echó de menos a su tía Dionisia, la tía soltera que se ahogó en una acequia cuando fue a buscar agua para los hombres que estaban segando en Sancharrén. Nadie supo cómo pasó, pero Anselma siempre lo sospechó. Como hacía poco que la visitaba el nuncio, siempre andaba con la oreja pegada, y oyó decir que su tía llevaba por los menos dos meses sin regla.

Cuando se murió Dionisa se montó mucho alboroto. Vinieron los del juzgado, le hicieron la autopsia y en la partida de defunción escribieron: “asfixia por inmersión”. Y nadie quiso mentar lo que eso daba a entender.

Los hombres en los campos y las mujeres en los carasoles dijeron cosas muy raras, pero ninguno, ni siquiera Anselma, acertó a saber qué había pasado por la cabeza de Dionisia. Después estuvo toda la vida dando vueltas a lo de su tía.

Ahora veía las cosas de otra manera. Cuando se ahogó su tía, ella aún iba a la escuela. De eso sí que se acuerda porque Dionisia iba a ver a doña Simona mientras ella jugaba en el recreo. El día del chandrío apareció el alguacil y habló con la maestra. Después, doña Simona se le acercó y le dijo con una voz muy dulce:

—Anselma, no llores ni grites. Es mejor así.

Cuando se cerró la noche, las mujeres se fueron marchando con el humo. Anselma arrimó los tizones y se quedó embobada con el chisporroteo del fuego. Intentaba olvidarlas y recordar sus más de cincuenta años de soledad junto a Pascual, pero no podía. Sólo le venían jirones de pensamientos desordenados empañados por sus últimas palabras.

—Mira Anselma, la tierra me llama. A mí me toca volver antes. Tú aún tendrás que esperar un poco. Ahora dame un beso, quítame los dientes y déjame tranquilo. Quédate junto al fuego hasta que se haga de día. No llores ni grites. Cuando raye el alba, antes de que Epifanio vaya a soltar el ganado, dile que venga y entre los dos vestidme para el entierro. Cuando oigas que se abren las ventanas de las cocinas, avisa a la gente y haz todo como se ha hecho siempre.

Antes de acabar de recordar las palabras de Pascual, se dio la vuelta, metió la mano debajo del hueco de la fregadera, sacó una botella de anís que tenía escondida entre las de detergente y se echó un trago.

—Esto sí que consuela. Ahora aguantaré mejor hasta la madrugada.

Giró la silla de anea en la que estaba sentada, estiró el brazo y volvió a dejar la botella en su sitio para que ninguna vecina curiosa pudiera verla cuando vinieran a darle el pésame por la muerte de su marido.

Carmen Romeo Pemán

 

 

 

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Ilustración de Inmaculada Martín Catalán. (Teruel, 1949). Conocí a Inmaculada cuando llegó al Instituto Goya de Zaragoza. Venía con un buen currículo y con una excelente fama como profesora. Ha participado en numerosas exposiciones colectivas de escultura y pintura. Ya es una habitual colaboradora de Letras desde Mocade con la ilustración de mis relatos.

¿Por qué nos gusta el terror de Halloween?

Hay cadáveres,
hay pies de pegajosa losa fría,
hay la muerte en los huesos,
como un sonido puro,
como un ladrido sin perro,
saliendo de ciertas campanas, de ciertas tumbas,
creciendo en la humedad como el llanto o la lluvia.
“Sólo la muerte”. Pablo Neruda

Hoy es el día en que las brujas, los fantasmas y todas las criaturas siniestras deambulan por las calles silenciosas, los pasadizos secretos y los callejones oscuros. Acechan a los mortales, les roban la cordura y les arrancan gritos desgarradores.

Escribir sobre seres sobrenaturales, en medio de la oscuridad, no es muy sensato. Las sombras que se forman en la ventana, como si se asomaran tímidas a saludarme, presumen de ser mis acompañantes. Una leve brisa trae consigo una voz que me susurra al oído mientras unas manos huesudas intentan acariciarme. Se me erizan los vellos y el corazón se me sube hasta la garganta en cada roce. Todos los ruidos me hacen sospechar y mi pulso se acelera. La boca se me seca y pienso en salir corriendo. Quiero acurrucarme en la cama con la luz encendida y rezar unos cuantos padrenuestros. Cuando comienzo a relajarme y el vacío del estómago se me va convirtiendo en risa, me doy cuenta de que es la Víspera del día de Todos los Santos.

La celebración de Halloween está cargada de elementos tradicionales que hunden sus raíces en leyendas y mitos celtas muy antiguos. La palabra Halloween, una contracción de All Hallow’s Eve o Víspera de Todos los Santos, se empezó a utilizar en el siglo XVI, pero se ha hecho muy famosa en Estados Unidos. Se cree que esta tradición atravesó el Atlántico en los barcos de los inmigrantes irlandeses.

Una de las leyendas cuenta que, la noche del 31 de octubre, la línea que une a nuestro mundo con el más allá se estrecha tanto que permite pasar a los espíritus al mundo de los vivos. Esa noche los buenos espíritus festejan su reencuentro con los seres queridos. En ese paso se cuelan algunos espíritus malignos, de esos que aterrorizan a la humanidad. Y los vivos se escabullen como pueden. Se visten con trajes y máscaras como ellos.

Esta noche, tienes que tomar precauciones. Los buenos espíritus agradecen encontrar linternas encendidas que guíen su camino a casa. Pero, sobre todo, no dejes de ponerte un buen disfraz que te haga pasar desapercibido.

 

Narrativa “gore”

Prefiero a los zombies, mis personajes humanos son los peores en mis películas; ellos no mienten, no tienen agendas ocultas, tú sabes lo que son, puedes respetarlos al menos por eso. Los humanos trabajan con recovecos, marchando al son que les toquen, nunca sabes lo que están pensando, los malos siempre son los humanos. George A. Romero

La palabra gore hace referencia a la estética de lo desagradable. Herschell Gordon Lewis, un director de cine norteamericano, la usaba para provocar fuertes sensaciones en los espectadores y engancharlos de tal manera que tuvieran que volver a pasar por la taquilla.

La mayoría de los seres humanos rechazamos la violencia. Nos produce asco, miedo o tristeza. Hemos aprendido estas emociones mediante procesos de culturización y socialización. Para Freud lo siniestro era algo reprimido que retornaba a la conciencia. En el psicoanálisis, la represión es el proceso por el cual un impulso relega una idea inaceptable al subconsciente. Lo reprimido es lo que se refrena u oculta, sobre todo, sentimientos o deseos.

Las pesadillas son indicadores del inconsciente, que actúa como un depósito de ideas o fantasías. Estas ideas inconscientes son muy poderosas y se alojan fuera de la conciencia porque de lo contrario resultarían insoportables. Según Freud, entre las causas del miedo está el temor a la mutilación. Este miedo infantil se va superando, pero retorna de manera simbólica a través de ciertos relatos. Otra causa del miedo es la omnipotencia del pensamiento. Consiste en la convicción de que con la mente se puede modificar el mundo exterior. Y ese poder de modificación se atribuye a las fuerzas mágicas que poseen algunas personas y objetos.

Uno de los personajes que más miedo me ha producido en la vida es Pinhead, líder de los cenobitas en la novela de terror Hellraiser, escrita por Clive Barker, todo un hito del horror. Barker afirma que la ficción, en general, examina los estratos del mundo con un criterio realista, mientras que la ficción de horror arremete contra ellos, como si fuera una sierra eléctrica que cortara la realidad en pedacitos y le pidiera al lector que volviera a armarla. Es una forma agresiva de redefinir nuestro pensamiento sobre el mundo. Y esa es la causa de que a menudo la rechacen los críticos y los lectores, porque puede maltratar brutalmente nuestra visión del mundo.

En una entrevista de Publishers Weekly, Barker declaró: Casi toda la ficción de horror empieza con una vida rutinaria que es desquiciada por la aparición del monstruo. Una vez eliminado el monstruo, todo vuelve a la normalidad. No creo que eso sea válido para el mundo. No podemos destruir al monstruo porque el monstruo somos nosotros. No hay peores monstruos que las personas con quienes nos casamos, o con quienes trabajamos, o que nos han engendrado.

Los seres humanos actuamos de forma diferente ante el miedo, al menos ante el que nos provoca la ficción. Hay verdaderos amantes del horror que disfrutan cuando una ruidosa motosierra salpica de sangre las paredes. Mientras que a otros esto mismo les puede causar un trauma, o como mínimo, una noche en vela. Se podría pensar que son unos sádicos que disfrutan viendo tripas, cuchillos afilados, cadáveres descuartizados y sangre a borbotones. La realidad es que ver nuestra anatomía degradada y el espíritu humano reducido a un montón de trozos de carne nos causa altos niveles de ansiedad. Y, a la vez, una curiosidad que nos hace sentir culpables. Aunque algunas historias pueden resultarnos repulsivas y espantosas, cuando tenemos conciencia de que son ficticias, la repulsión puede convertirse en fascinación. Según Aristóteles, la finalidad de la ficción es la catarsis, es decir, la purificación de nuestras emociones negativas. Stephen King dijo que inventamos horrores propios para ayudarnos a lidiar con los horrores reales.

 

-Siempre se le ve sonriendo, ¿qué lo hace tan feliz?
-Supongo que mis pesadillas se las dejo a ustedes.
George A. Romero

 

Psicología del miedo

Los relatos fantásticos ubican al lector en un mundo que le resulta familiar: personajes comunes, lugares conocidos, una época identificable. Pero, cuando menos lo esperamos, aparece un elemento sobrenatural de forma inexplicable. Todo lo familiar y lógico se convierte en extraño. Los relatos de terror provocan un sentimiento de temor en los lectores, por lo tanto, es recomendable enriquecer esta clase de literatura con buenas dosis de psicología.

La parte más primitiva de nuestro cerebro es el llamado “cerebro reptiliano”, y se encarga de los instintos básicos de la supervivencia. Gran parte del comportamiento humano se origina en estas zonas, profundamente enterradas del cerebro, las mismas que en un tiempo dirigieron los actos vitales de nuestros antepasados.

Por otra parte en el sistema límbico o cerebro emocional, también llamado “cerebro medio”, está el centro de la afectividad y el asiento de movimientos emocionales como el temor o la agresión. Allí se procesan las emociones. La amígdala es un conjunto de núcleos neuronales que revisa la información que llega al cerebro a través de distintos sentidos. Detecta las cosas que pueden influir en nuestra supervivencia e instrumenta el miedo.

El neurobiólogo David J. Anderson y el profesor Andreas Lüthi han comprobado la existencia de dos tipos de células neuronales en la amígdala, que se turnan para abrir y cerrar las puertas del miedo. Según ellos, en la amígdala, el miedo está controlado por un microcircuito de dos poblaciones antagonistas de neuronas que se inhiben entre ellas. Sólo una de las dos poblaciones puede estar activa a la vez. La corteza prefrontal, que está encima de los ojos, tiene un papel clave en el miedo. Se cree que es más importante que el de la amígdala. Se ha demostrado que, aunque se extirpe o se lesione la amígdala, la corteza prefrontal sigue dando una respuesta al miedo.

El miedo es una emoción individual que resulta contagiosa, es decir, social. Existen tres factores que pueden predisponernos al miedo: la estimulación a la que se ve sometido el individuo, su historia individual basada en respuestas aprendidas y la historia evolutiva de su especie basada en respuestas innatas. El psicólogo John B. Watson determinó tres tipos básicos de estimulación atemorizantes: los ruidos, la pérdida súbita de soporte y el dolor. Según el autor, estos estímulos condicionan nuestra respuesta al miedo.

El miedo es un lenguaje universal que nuestro cerebro reconoce de manera inmediata. Forma parte de la naturaleza humana y no conoce fronteras. Por eso las historias de terror apuntan directamente a los instintos. Y le hablan al cerebro primitivo. Crean una vulnerabilidad previa y una predisposición psíquica y cognitiva en el individuo.

Mónica Solano

Imagen de Simon Wijers

El mundo escondido

A mi abuela, por empezar la magia.

Y a mi hija, por continuarla.

Valeria entró de puntillas en la habitación de su abuela. Cerró la puerta colocando la mano en el marco para que la manivela no repiqueteara. Yaya había dejado la persiana medio abierta, así que pudo llegar al interruptor de la mesilla de noche sin que los monstruos, esos que acechaban en el límite de la visión y la oscuridad, la atraparan. En la pared, santos enmarcados y cristos de corazón sangrante la vieron cómo abría el primer cajón y rebuscaba con cuidado.

Para la niña, Yaya era tan eterna como sus padres, pero distante e infalible. A ellos los veía en pijama, resfriados o con ojeras. Yaya, en cambio, llevaba ropas negras almidonadas, el pelo brillante y cano recogido en un moño de película, que aguantaba todo el día. Y los ojos y los labios bien pintados. Solo se quitaba los tacones ante los pedales del piano. Y luego estaba su voz. Llenaba el estómago de un calor que subía por el pecho hasta la cara y dejaba la piel de gallina.

No recordaba que Yaya se hubiera puesto enferma. Nunca la había visto con los zapatos sucios del barro de la calle o con un hilo colgando de la manga. Todas las mañanas salía impecable de su habitación, y a su habitación volvía impecable todas las noches.

Valeria resopló por la nariz e hinchó las mejillas al cerrar el último cajón de la mesilla. No se topó con ningún artefacto entre la ropa blanca, solo un montón de medias hasta las rodillas. Tal como había visto hacer a Indiana Jones en el iPad todos los domingos desde hacía tres meses, separó las piernas y se apartó de la cara el ala del sombrero. Durante unos segundos, que le parecieron tan largos como las clases de lengua, observó la habitación y se preguntó qué haría él en su situación.

Se golpeó la frente con la palma de la mano. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Había jugado a demasiados videojuegos para no saber lo que tenía que hacer. Los objetos iluminados podían abrirse. Quizá la luz llena de partículas en suspensión caía sobre la cómoda y no sobre la caja en la que Valeria había posado la vista, pero eso no parecía importarle.

El objeto maravilloso resultó ser un joyero con tapa y cuatro cajones. El último era el doble de ancho que los demás y con una cerradura pequeña, igual que la de su diario. Necesitaba una llave. ¿Dónde había visto una? Volvió al cajón de las medias. Sostuvo en alto la pieza metálica y escuchó el tintineo de victoria de una campana.

Giró la llave hasta que el mecanismo hizo clic y tiró del cajón, pero estaba demasiado duro. Se colocó el joyero entre las piernas para sostenerlo con fuerza y desencajarlo con las manos. Después de un violento forcejeo, acabó con el cajón en la mano y el contenido desparramado por el suelo: una navaja nacarada en rojo con delicadas flores de almendro dibujadas, un mechón de pelo con un lazo azul, una concha estriada de color rosa, una medalla cobriza con una cinta descolorida y una fotografía en blanco y negro con arrugas de mil dobleces. Valeria no se fijó en ninguno de estos objetos, pues había visto rodar algo hasta debajo de la cama.

Saltó de baldosa en baldosa para evitar el río de lava. Al final del camino tortuoso le esperaba su premio: la varita. Ella la hubiera reconocido en cualquier parte. Se parecía a uno de esos pinchos largos y afilados que su madre utilizaba para recogerse el pelo. Pero la varita pesaba, seguramente por todo el poder que contenía, y estaba coronada por un rosetón de piedras preciosas. Se preguntaba si estaría rellena de pelo de unicornio o de pluma de fénix.

Estaba tan concentrada que, cuando Yaya entró en la habitación, siguió absorta con la varita en la mano. Yaya miró a su alrededor con los ojos muy abiertos y las mandíbulas bien apretadas.

—Valeria. Tenemos que hablar

Al son de su voz, las joyas de la varita iluminaron toda la habitación.

Carla

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Estatua blanca mármol