“25/11 el día que Colombia se quedará sin mujeres”

Valiente iniciativa de María Isabel Covaleda

Hoy me gustaría compartir con ustedes mi reflexión sobre una nueva forma de protesta de las mujeres colombianas contra la violencia de género. Se trata de representar el vacío que deja la ausencia de las mujeres en sus lugares de trabajo, en sus hogares y hasta en las redes sociales. ¿Qué pasaría si un día las mujeres del país desaparecieran súbitamente? Pero antes, expondré algunos hechos que han conducido a esta iniciativa.

El día 25 de noviembre de 1.960, Minerva, María Teresa y Patria Mirabal, tres hermanas dominicanas a quienes llamaban Las Mariposas, le hicieron frente a la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo y fueron brutalmente asesinadas. Desde 1.981, los movimientos feministas eligieron la fecha de su asesinato para conmemorar el día contra la violencia de género. En 1.999 la ONU se sumó a esta decisión y declaró el 25 de noviembre “Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer”.

En Colombia, las cifras de violencia contra la mujer son alarmantes. Cada cuatro días una mujer pierde la vida a manos de su pareja. En el año 2.015, se presentaron 16.000 denuncias por violencia sexual y 1.007 mujeres fueron asesinadas. Según el departamento de Medicina Legal, cada trece minutos una mujer sufre algún tipo de agresión y el Gobierno sigue sin movilizarse con efectividad. Las barreras institucionales, sociales y familiares hacen impensable poner una denuncia. Las víctimas llegan a sentirse como delincuentes y, la falta de eficacia de las autoridades las hace temer por sus vidas. Hay agresores que a los tres días ya están libres, mientras las heridas físicas demoran semanas en sanar y las sicológicas duran años en desaparecer.

En Latinoamérica se realizan varias campañas para sensibilizar y concienciar de este problema a las personas de todo el mundo. Pero no resultan muy eficaces, por varias razones. Entre otras, porque las formas de protesta se han vuelto reiterativas y poco significativas. Está claro que las mujeres necesitamos echarle imaginación. Y esto es lo que ha hecho una valiente mujer colombiana.

Este año, María Isabel Covaleda, que había sido agredida por su ex novio, tuvo una genial iniciativa que formuló así: “25/11 el día que Colombia se quedará sin mujeres”. El coraje de María Isabel me ha hecho pensar en el papel que tiene la mujer en el mundo. ¿Cómo sería el mundo sin mujeres? Siempre he creído que tanto los hombres como las mujeres tenemos un papel importante. Considero que formamos un equipo perfecto y que la humanidad no existiría si uno de los dos géneros no estuviera dentro de la ecuación.

El problema se presenta cuando los hombres, dotados de una genética que los hace físicamente más fuertes, abusan de su condición para someter a las mujeres y para conseguir que nos sintamos inferiores. Quizás, ya no somos victimas de un machismo desmedido como el que vivieron otras generaciones, que asumieron con orgullo el papel de sumisas amas de casa, madres ejemplares y excelentes cocineras. Seguían al pie de la letra el “Manual de la buena esposa”. Hago énfasis en que cumplían sus labores domésticas con orgullo, porque se sentían realizadas con ese modelo de mujer ideal. Pero, ¡cuántas relegaron sus sueños y abandonaron su realización personal para que su marido fuera un profesional destacado y un hombre importante en la sociedad! Todavía hoy, muchas mujeres, que ocupan cargos importantes, algunas hasta han llegado a gobernar países, y ganan cuantiosas sumas de dinero, tienen que vivir una vida llena de sacrificios para conseguir estar al mismo nivel que un hombre.

Cuando empecé a leer el caso de María Isabel Covaleda, pensé con gran ingenuidad: “¿Cómo puede permitir una mujer que un hombre la maltrate física y sicológicamente?” Me sentí muy osada y me dije: “La mujer que se deja tratar de esa manera es una pendeja”. Pero, a medida que avanzaba en la lectura, me iba dando cuenta de que había adoptado una postura sesgada.

Después de acabar de leer la propuesta y de recabar más información en otros medios, puedo afirmar, sin miedo a ser parcial, que existen muchas razones para que una mujer sea victima de maltrato y decida aguantar los golpes en silencio. Algunas lo hacen para proteger a su familia y otras por simples razones económicas. Esta postura de sumisión la consigue el agresor con el excelente trabajo de hacerles sentir que no valen nada y que sin él su vida sería mucho más miserable. A todo lo anterior hay que sumar la negligencia del sistema de Colombia, que no reacciona de manera inmediata para proteger a las mujeres. Ahora, ya no las culpo por aguantar los abusos, no ven otra salida.

María Isabel Covaleda afirma que el silencio perpetúa la violencia y hace un llamado a todas las mujeres que han sufrido alguna agresión para que denuncien a sus agresores. Y estoy de acuerdo con ella. Porque, si el sistema sigue ataviado de eunucos morales, que no sea porque las mujeres nos quedemos calladas.

Cuando le preguntas a un hombre: “¿Qué sería de este mundo sin las mujeres?” De forma casi automática te contesta: “Un caos. Seria imposible vivir sin ellas”. Pero, a pesar de esta afirmación tan rotunda, son capaces de maltratarlas y de hacerlas sentir que no valen nada. Hay una gran distancia entre esa afirmación protectora y la forma despiadada de actuar de muchos hombres. Por ejemplo, tenemos al típico macho que llega a la casa y le grita a su mujer para que le sirva la cena. ¡Cómo si con los gritos pudiera acelerar el proceso o dar un sabor especial a la comida!

Es un hecho comprobado que estos típicos machos no pueden vivir sin nosotras, pero porque necesitan una persona que los sirva y los atienda. Necesitan una mujer que les planche la camisa y les hinche el ego hasta explotar. No me gusta sentir que mi papel en este mundo es el de preservar la raza humana y, de paso, ser una excelente empleada doméstica. Porque al igual que los hombres, nosotras también somos personas, seres humanos con sueños y aspiraciones y, como ellos, queremos destacar profesionalmente.  Tenemos ideas con las que nos gustaría cambiar el mundo y hacer de él un lugar mejor para vivir. Me gusta pensar que este mundo sin nosotras sería un caos. Porque la complejidad de nuestra existencia mantiene en equilibrio todas las cosas buenas de la vida. Y no sólo porque los cacharros sucios se apilen sobre la mesa.

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“25/11 el día que Colombia se quedará sin mujeres” busca generar conciencia sobre el maltrato femenino y presionar a las diferentes ramas del poder público para que las penas por agresiones a las mujeres sean sensatas, severas y efectivas. Nos invita a protestar contra la violencia de género representando el vacío que dejamos las mujeres.

    Tomé la decisión de hacer una denuncia pública para defender mi vida, la de mi hija y la de las posibles víctimas del mismo agresor y hacer un llamado de atención a la sociedad sobre esta situación que la creemos lejos de nosotros, pero la tenemos en nuestra casa y no nos damos cuenta. María Isabel Covaleda.

Mónica Solano

Imágenes de Alexandra y Colectivo Rompe el silencio 

El lienzo de Claudia

Claudia sintió cómo le temblaban las rodillas y trastabilló, pero logró sujetarse al mueble del lavabo. Era un baño anexo a su dormitorio, tan pequeño que podría ducharse y, a la vez, escupir la pasta de dientes en la pila. Con los ojos cerrados, se sentó donde sabía que estaba la taza. No podía controlar la agitación de su cuerpo. Tomó aire antes de volver a levantarse y a enfrentarse con el espejo medio empañado.

Su cara. Su cara no estaba. Su boca era una línea que se abría y se cerraba. La nariz se intuía por los dos agujeros en medio del óvalo de piel, tan solos e inquietantes como los puntitos negros que habían sido sus ojos. Quiso gritar, pero tenía miedo a que también le hubiera desaparecido la voz.

Se dejó caer sobre el suelo del baño y apoyó la espalda contra la puerta. Intentó recordar cuándo había tenido cara por última vez. Suponía que la noche anterior, pero no le sonaba habérsela visto. Había llegado demasiado decepcionada y dolida a casa después de discutir con Sophie, su mejor amiga. Ni siquiera cenó antes de quitarse la ropa, poner en hora los despertadores y meterse en la cama.

Fue la segunda alarma la que le recordó que, con o sin cara, era hora de vestirse. Tuvo la tentación de apagarla y volver a meterse en la cama, pero nunca había huido de sus problemas. Mientras pensaba en qué podía hacer, se dio una ducha rápida, porque no quería sumar la peste a su cara ausente. Por inercia, sacó su neceser de maquillaje y, al darse cuenta de lo que hacía, se echó a reír. Pero eso le dio una idea.

Rebuscó en el armario de los trastos, un espacio que habría enorgullecido a Diógenes, y sacó el maletín con los tubos, la paleta y los pinceles de pintura sobre lienzo.

Usó de modelo una foto del móvil y empezó a trabajar en su cara. Como tenía buen color, no era necesario que se empleara en el fondo. Aprovechó para engordar un poco los labios, hacer su nariz más fina y dibujar pestañas espesas. Pero, al mirarse, sintió que faltaba algo. Tenía una expresión demasiado anodina, demasiado débil para la reunión de proveedores. De ella dependía el presupuesto anual. Y era la primera vez que su jefe le encargaba que la liderara, así que Claudia le había prometido que sería una negociadora tenaz como el hierro. Meditó unos instantes. Volvió a coger los pinceles para hacerse unos ojos que parecieran no confiar ni en su madre, y unas cejas gruesas que le dieran aspecto de enfadada. La boca dura, de la que no se pudieran esperar palabras amables.

Metió el disolvente, las pinturas y los pinceles dentro de su maletín y salió de casa.

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Julien, su jefe, la felicitó al acabar la reunión. Después, se la quedó mirando unos instantes y le preguntó si se encontraba bien.

Estaban en la sala de reuniones, un espacio rectangular con una mesa ovalada en la que cabían veinte personas. Claudia hizo crujir sus dedos entrelazándolos, aún nerviosa y emocionada. Se sentía pletórica. Su exterior había contagiado a su interior, y durante el encuentro se había mostrado firme y no cedió ni un centímetro, para sorpresa de todos.

Intentó sonreír con su boca repintada y notó que su jefe se controlaba para dominar la cara de disgusto. Sin embargo, Julien no pudo evitar echarse hacia atrás en el asiento, como si huyera de ella. Claudia pensó que quizá su expresión era demasiado agresiva para estar con sus compañeros de oficina. Se levantó, a la vez que se disculpaba, y se encerró en el baño.

Sacó el disolvente y se pintó una cara más amable. Se dibujó una sonrisa profesional y unos ojos serios que inspiraran confianza. Se pobló un poco más las pestañas, y salió con la intención de encantarlos.

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Poco después de las tres y media apareció su compañero con un par de cafés. Compartían teléfono y chascarrillos en un despacho con dos escritorios enfrentados en el centro, estanterías desde el suelo hasta el techo y paredes de cristal. Claudia, que simulaba concentración ante su ordenador, lo miró por el rabillo del ojo. Estaba junto a su silla, de pie, con las manos en los bolsillos del pantalón y una sonrisa ladeada, de niño a punto de hacer una travesura.

—¿Pasa algo? —preguntó Claudia.

—No sé. Dímelo tú. Hoy tienes una mirada diferente.

Claudia sintió temblar de nuevo las rodillas. Las cruzó bajo la mesa.

—No sé qué quieres decir.

—Venga, no te cortes. Ayer saliste con Ron, ¿no? ¿Y? ¿Pasó ya…?

—Al final no nos vimos —cortó ella —. Anda, siéntate, que se me enfría el café.

Se había olvidado de Ron por completo. Se suponía que el día anterior tendrían que haber ido a cenar pero, un par de horas antes de su cita, Ron le había enviado un mensaje. Le decía que no podía quedar y que si lo cambiaban para el día siguiente. El plan iba a seguir en pie: la recogería en el trabajo para ir a un japonés que estaba de moda y, si después seguían con ganas, irían a tomar un copa. Claudia se masajeó el entrecejo mientras pensaba en su mala suerte. Primero, su novio la había dejado medio plantada. Después, había aprovechado el plantón para quedar con Sophie, que había acabado diciéndole que, desde que estaba tan ocupada, no sabía comportarse como una buena amiga. Y por último, había perdido su cara.

Pero aún podía darle la vuelta. Al fin y al cabo, la reunión había salido mucho mejor de lo que pensaba.

Durante el resto de la tarde estuvo pensando en la cara que se pintaría. Pensó en los gustos de Ron. Sabía que él prefería mujeres fuertes y decididas, pero a la vez sensibles y con vocación de amar. Así que, antes de que dieran las seis, se metió en el baño, disolvente en mano, con la intención de encontrar una cara que hiciera que la relación funcionara. Se arreboló las mejillas y, con mucho blanco y plata, consiguió que su mirada brillara. Se alargó las pestañas, que nunca estaba de más, y se dibujó una boca que pedía tantos mordiscos como una manzana embrujada.

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En el restaurante, Claudia notaba cómo sus labios embelesaban a los hombres y el recelo de las mujeres cuando la miraban a los ojos. Pero Ron estaba centrado en disolver el wasabi en la soja. Se alegró de llevar pintada la cara para que su chico no notara su desconcierto. Y fue aún mejor cuando por fin retiraron los platillos y Ron no pudo seguir removiendo la salsa. Claudia pensó que debía estar nervioso.

—¿Te apetece un mochi? —preguntó Claudia. La forma esférica y el tacto gomoso del postre le recordaban a un pecho, y pensó que igual a Ron también. Y una cosa podía llevar a la otra.

—No, gracias.

—Bueno, dicen que todos los postres están buenísimos. Te prometo que solo te cogeré un poquito de lo que pidas.

Ron observaba la carta, pero cualquiera que lo conociera se habría dado cuenta de que no la estaba leyendo. Claudia pensó que estudiaba el menú a conciencia. Él la miró a los ojos por primera vez en toda la noche.

—Tengo que decirte algo.

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Claudia bajó del taxi y, ante la puerta de sus padres, se borró la cara. Le daba vergüenza que su madre la viera. Se sentó en el suelo, a los pies de los tres escalones que subían al porche de la casa de estilo victoriano, apoyó el móvil en el bolso para usarlo como linterna y preparó todo el material.

Y ahí estuvo, con el pincel en la mano, inmóvil, durante unos minutos. No sabía qué dibujar. No le servía la cara agresiva de la reunión, ni la profesional del trabajo. Y mucho menos la que pretendía ser sexy y que tan poco resultado había dado. Solo quería una cara, su cara. La que su madre reconociera.

Pero no sabía cuál era.

Carla

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Lia Leslie Photography

Escribir no tiene edad

       

                                                                                       Para ser escritor solamente hacen falta dos cosas,  tener algo que decir, y decirlo (Oscar Wilde)

He empezado a escribir más en serio cuando he rebasado la frontera del medio siglo. Pero llegar tarde a la escritura no es peyorativo. Al menos eso pensaba hasta que leí un artículo, cuyo enlace prefiero no recordar, que ensalzaba a los jóvenes talentos y castigaba a “yayas” escritoras, como yo, con el cruel látigo de la indiferencia.

Hacía una clasificación, y buena, de los pros y los contras de las edades de inicio en el arte de las letras, pero se detenía al llegar a los cuarenta. No me sentó nada bien, ¡de verdad!, y me limité a ignorar lo que decía, o, mejor dicho, lo que no decía. Sin embargo, la espinita me quedó clavada y, pensando en mi artículo para Mocade, me pregunté: ¿por qué no decir aquello que eché en falta?

Y dicho y hecho. Me he querido plantear algunas preguntas y compartir en este espacio mis propias respuestas.

¿Es acertado creer que a partir de cierta edad ya es tarde para empezar a escribir? ¿Hay una edad idónea de comienzo? ¿De qué modo influye la edad de inicio en un escritor? ¿Empezar joven tiene el peligro de quedarse en un mero aficionado? ¿Es más difícil adquirir solidez como autor si se llega a la escritura a edades más avanzadas?

La edad puede ser determinante para algunas cosas. Por mucha ilusión que tenga un hombre de llegar a ser estrella mundial del futbol, si empieza a entrenar y a prepararse a los cuarenta años, y con una barriga cervecera, tiene escasas probabilidades de que su sueño se haga realidad. Y digo “escasas” porque la palabra “nulas” tiene unas connotaciones de negatividad absoluta que no deben presuponerse. La vida nos demuestra que casi todo es posible si uno lo desea y se esfuerza en conseguirlo.

¿Cuál es la mejor edad para empezar a escribir?

De forma simplista, respondería con una sola palabra: cualquiera. Pero, si lo dejo ahí, me quedo sin artículo, de modo que voy a mojarme un poco más. La mejor edad es aquella en la que a uno le apetezca. O, como dice Oscar Wilde en la cita que encabeza mi artículo, cuando uno tenga algo que decir y quiera hacerlo.

La edad no debería ser nunca ni una excusa ni una justificación para iniciarse en la escritura. Por ejemplo, si uno empieza a escribir en la juventud, puede adolecer de un vocabulario más pobre, o una mayor presencia de tópicos y frases hechas, aunque no tenga por qué ser así en todos los casos. Y posponer la decisión, pensando que el simple paso del tiempo corregirá esos aspectos, es una equivocación. Esos primeros escritos habrán servido de entrenamiento, de campo de pruebas. Podría ocurrir que, al cabo de los años, el autor los rescatara y se reencontrara con ideas olvidadas que en un imaginario infantil son naturales y surgen de manera espontánea. Ideas que con el tiempo se vuelven más esquivas porque la razón y la madurez las van arrinconando en el baúl de la sensatez. Entonces, si un buen día, haciendo limpieza, descubrimos algunos folios manuscritos, podremos reescribir historias olvidadas que se enriquecerán con la experiencia acumulada con el paso de los años.

¿Y qué pasa si vamos aplazando aquello de “tengo que escribir algún día” y, cuando llega ese día, resulta que ya peinamos canas? ¿Por qué se ignora tantas veces a estos escritores debutantes en la tercera edad? Quizás porque el tema me toca de cerca, quiero resaltar la parte positiva. Cuando se llega a la línea de salida, a la edad en la que otros ya están casi rozando la de meta, hay que poner en la mochila un ingrediente fundamental: el optimismo. No importa salir tarde, ni el tiempo que nos cueste llegar. Tampoco importa tanto alcanzar o no la meta. Lo que importa es disfrutar de la ruta, del camino. Es probable que vayamos más despacio, pero si nos frena el peso de la experiencia, habrá que usarla como combustible. Y, si damos bien los pasos, nunca será demasiado tarde.

He intentado enfrentar los dos extremos en la horquilla de la edad y dejar caer un argumento bastante elemental en cada caso. Si decidimos tomarnos en serio eso de convertirnos en escritores, debemos tener clara una premisa: creérnoslo. Porque, independientemente de la edad, si tenemos el gusto por la escritura pero pensamos que no estamos preparados estaremos destinados al fracaso.

Un buen ejemplo de que la escritura no tiene edad lo tenemos aquí, en Mocade. Porque las cuatro amigas que vamos levantando nuestro rinconcito piedra a piedra, relato a relato, artículo a artículo, somos de edades muy dispares. Sin embargo Mocade es lo que es porque nosotras somos las que somos, aunque haya dos “mocadianas” en la treintena, y otras dos que casi les doblemos la edad. Nuestros escritos se enriquecen con las aportaciones que nos hacemos las unas a las otras. La novedad de la juventud y la experiencia de los años se nutren entre sí, y dan como resultado este Letras desde Mocade donde, cada día, las cuatro nos encontramos mejor en nuestra casa literaria.

Visto así, la edad no es un elemento coyuntural. Pero sí que hay algunos matices importantes que se consiguen con el tiempo. Y el tiempo es edad. Así que el problema, en el fondo, podría ser otro: ¿la edad o la experiencia? Puede que a los veinticinco años una persona no sepa mucho de la vida, pero si se graduó a los dieciséis y se matriculó pronto en la Universidad, podría ser Licenciado en Lengua y Literatura con un cuarto de siglo. Y su prosa sería muy distinta a la de una persona con diez años más, que hubiera estudiado Económicas y que tuviera un hijo adolescente. Quizá esa persona sabría un poco más de la vida o tendría más experiencias en su imaginario. Pero, pese a eso, la técnica, la sintaxis o la gramática podrían dejar mucho que desear. En esta vida, todo es cuestión de perspectiva.

Si alguien piensa que no soy objetiva al poner a nuestro Letras desde Mocade como ejemplo (y haría bien en pensarlo, porque es cierto), os dejo aquí unos datos interesantes sobre la edad de comienzo de escritores famosos. Como podéis comprobar tengo razón cuando defiendo que, para escribir, no importa la edad.

Adela Castañón

Imagen: Johanna Kosinska

El dulce aroma del chocolate caliente

A mi madre. Que siempre alienta mi imaginario.

 

Con quince años sabía todo lo que debía saber de la vida. Era una mujer. Mi madre ya no hacía nada por mí, yo era capaz de resolverlo todo. Desempeñaba mis tareas y nadie me decía cómo tenía qué hacerlas. Ordenaba mi habitación, iba sola a la escuela. La única concesión a mi independencia era el desayuno que mi madre me preparaba todas las mañanas. Desde la ducha podía oler el chocolate caliente. Cuando llegaba a la mesa, ya lo tenía servido junto a dos tostadas con mantequilla, huevos revueltos con jamón y una gran tajada de queso mozzarella.

Por las noches mi tarea más importante consistía en organizar el uniforme y la maleta con los textos y útiles de la escuela. Primero sacaba del armario la falda de cuadros rojos y azules. Cada vez que la observaba tendida sobre el sillón, pensaba en lo horrible que era. La camisa blanca almidonada siempre resplandecía y olía a limpio con un toque de flores. Cuando ya tenía el uniforme listo y la maleta empacada, llegaba el momento de pasar un largo rato frente al tocador y pensar en qué accesorios ponerme. Era la parte crítica de mi rutina. Una mujer siempre debía estar bien peinada.

Mamá no tenía ni idea de cómo era mi mundo. En realidad, ella no sabía nada de la vida. Todas las tardes, a mi regreso de la escuela, me esperaba con una limonada y un cupcake de chocolate, mi favorito. Y siempre me hacía las mismas preguntas: ¿cómo te fue?, ¿qué hicieron hoy?, ¿tienes mucha tarea? No sé por qué mejor no se ponía un letrero. Después de saborear sus manjares, llegaba el momento del encierro en mi habitación. Tiraba el uniforme en la cesta de la ropa sucia, me ponía los jeans rotos y la camiseta que tenía estampada la cara de Kurt Cobain y me desparramaba sobre la cama.

Los quehaceres de la escuela podían esperar, primero tenía que escribir lo más importante que me había pasado en el día. Y, antes de sacar el diario que guardaba debajo de la cama, miraba con sigilo a todos lados para no ser descubierta. Tomaba la llave que llevaba colgada al cuello con una cadena que me había hecho mi mejor amiga, y lo abría con la ansiedad que produce dejar al descubierto los pensamientos. Como en un ritual, leía lo último que estaba escrito y pensaba “estoy demente”. Después escribía la fecha. Los mejores acontecimientos del día empezaban a fluir como un torrente: Querido diario, hoy quedé frente a frente con Javier. Casi se me sale el corazón cuando sus ojos azules, gigantes, con esas pestañas largas se quedaron mirándome. Por primera vez, pude ver de cerca su piel bronceada y su cabello negro ondulado. ¡Es tan atractivo! Cuando me dijo “Hola”, sentí como si el mundo se hubiera detenido. Muy pronto nos haremos novios y seré la envidia de todas las niñas de la escuela. Como siempre, cuando estaba en la mejor parte, mamá hacía su aparición para interrumpirme.

–Amor, recuerda que hoy viene papá a recogerte para que vayas a pasar el fin de semana con él. Alista las cosas que te vas a llevar, que no va a tardar en pasar a recogerte.

–Sí, mamá, no tienes que repetírmelo cada ocho días.

Mi pelo se encrespaba solo de pensar que había perdido la inspiración y ya no podía escribir más de mi encuentro con Javier. Mamá era perfecta para dañar los momentos épicos, solo tenía que llamar a la puerta y todo lo bueno desaparecía. Me arruinaba la vida.

***

Me gustaría volver a oler el chocolate caliente de mi madre. Escuchar cómo rompía el silencio de la habitación con el golpeteo de sus nudillos. Llegar a casa, verla con la limonada y el cupcake de chocolate en sus manos, con aquella sonrisa que le atravesaba el rostro porque yo había llegado.

El tiempo es implacable. Ahora todo ha cambiado y yo soy la encargada de inundar la casa de olor a chocolate. Todos los días, a la misma hora, espero al pequeño ser que me encomendó la vida, con un abrazo preparado, limonada y un cupcake de vainilla servido sobre la mesa. En ese instante, cuando la abrazo y aprieto mis labios contra su rostro, doy gracias porque ha regresado a casa. Entonces puedo vislumbrar en sus ojos ese: “mamá siempre tan dramática”.

Ahora, igual que mi madre cuando yo era pequeña, tengo el papel de espectadora. Desde una esquina, observo cómo lo más importante de mi vida entra en su habitación a contarle a unas cuantas hojas lo que pasó en su día. Mamá sabía más que yo a mis quince años, lo sabía todo. Hacia todo por mí como ahora yo lo hago por Sofía. En ese instante fugaz, cuando la puerta se cierra, lo entiendo.

Mónica Solano

Imagen de Skeeze

El chocolate de la abuela

Mi abuela nunca quiso hacerme daño. Cuando viene a visitarme al hospital, y se queda a solas conmigo, me lo dice una y otra vez, con una voz muy bajita. Cree que no puedo escucharla, pero se equivoca. Los adultos llaman a lo que me pasa “estar en coma”, pero no sé muy bien lo que significa. Yo lo llamo flojera total. Cuando quiero abrir los ojos, no puedo porque me pesan. Y si pienso en hablar, me siento más cansado que después de jugar un partido de futbol.

Mejor empiezo por el principio.

La abuela y yo tenemos un secreto: nos encanta el chocolate. Pero mamá y papá no nos dejan comerlo. Se pasan el día diciéndole “abuela, no coma esto, ni lo otro, que le va a subir el azúcar”. Mamá me ha explicado que la abu tiene una cosa que se llama “diabetes”, y que por eso no le deja comer cosas dulces. Y a mí me dicen que no coma chocolate porque se me van a picar los dientes y cosas así, aunque creo que en realidad es porque mi pediatra dice que estoy gordo.

Uno de los días que la abuela vino a visitarme, me dijo que había descubierto una manera de que pudiésemos saborearlo de vez en cuando. Me contó que conocía a un duende al que le encantaba hacer travesuras y burlar a los adultos. La abu parece una niña de diez años, que son los que tengo yo, aunque sea vieja. Por eso Primmie y ella son amigos. Leí en un cuento que los duendes y los adultos no siempre se llevan bien, pero con los niños es muy distinto. La abuela le habló de mí y Primmie le prometió que nos iba a ayudar.

La siguiente vez, la abuela vino a casa para que papá y mamá fueran al cine. Esperó a que se marcharan, y me dijo que me quedara en mi cuarto hasta que me avisara. Después de un rato, cuando empezaba a aburrirme, abrió la puerta de mi habitación y me hizo señas con el dedo para que la siguiera.

Mi casa es muy antigua. Tiene varios pasillos muy largos, con unos ladrillos por la parte de abajo que me ha dicho papá que se llaman “rodapiés”. La abuela me llevó hasta el pasillo que baja al sótano y quitó uno de los ladrillos. ¡Debajo había un hueco y, en el hueco, un paquete envuelto! Lo cogió y me lo dio: “Toma, Óscar, me ha dicho Primmie que eso es para ti”. Lo abrí, ¡y era una teja de chocolate! Me la comí casi entera. Cuando me quedaba un trocito, me di cuenta de que la abuela no lo había probado y le di la mitad. Se puso muy contenta al ver lo bueno que soy, porque siempre dice que hay que compartir las cosas.

Desde ese día, cuando la abuela venía a casa, Primmie nos dejaba tejas de chocolate escondidas por los pasillos. Y la abuela y yo convertimos eso en nuestro secreto.

Un día le pregunté a la abu de dónde sacaba Primmie el chocolate. Me contestó que su amigo sabía un poco de magia, y había lanzado un hechizo a nuestro tejado. Desde entonces, los días que llovía, algunas de las tejas se volvían de chocolate. Y Primmie esperaba las visitas de la abuela para dejarnos su regalo en los escondites.

A papá le gustaba escuchar las noticias mientras comíamos. Uno de los días, dijeron en la tele que estábamos pasando un periodo de sequía muy prolongado. Le pregunté que qué era eso y me explicó que se hablaba de sequía cuando pasaba bastante tiempo sin que lloviera. Me quedé muy preocupado. Pronto vendría la abuela a visitarnos, y llevaba muchos días sin llover.

Pasó mucho tiempo. Por lo menos, tres o cuatro días. O a lo mejor, hasta una semana. Lo primero que hacía cuando me levantaba era asomarme a la ventana a ver si estaba nublado, pero todos, todos, todos los días, el sol se reía de mí.

Comprendí que Primmie se iba a ver en un apuro cuando la abuela volviera a visitarnos. Si no llovía, no podría dejarnos ninguna teja. Desde entonces, yo también atendía a las noticias, y lo de la sequía parecía que iba para largo.

Supe que tenía que hacer algo y, de pronto, se me ocurrió la solución. ¡Era muy fácil! Aquella noche, cuando todos dormían, bajé al trastero, cogí la regadera que mamá utiliza para sus rosales y la llené de agua. Subí al desván. Había visto una vez cómo se puede llegar hasta el techo tirando de un cordón que hace bajar una escalera de cuerda, como la de los barcos, por las que suben los piratas cuando van al abordaje. Hizo un poco de ruido pero, por suerte, no me oyó nadie. Subí con mucho cuidado, y conseguí que casi no se me derramara el agua de la regadera. Cuando llegué arriba, salí por una ventana que daba al tejado. Desde allí, nuestro jardín se veía distinto. Con la luz de la luna, parecía de plata. A lo mejor Primmie vive ahí. Hacía bastante viento, pero creo que no me di cuenta. Me distraje pensando en lo listo que había sido al tener la idea de subir a regar las tejas para ayudar a Primmie.

No me acuerdo muy bien de lo que pasó después.

Ahora, además de escuchar a la abuela, oigo a papá y a mamá hablar con alguien a quien llaman doctor, pero no es la voz de mi pediatra. Alguien les pregunta de vez en cuando si saben qué hacía yo a esas horas de la noche subido al tejado con una regadera. No me entero mucho de lo que contestan. Tengo mucho sueño, me parece que duermo demasiado y, cuando me despierto, sigo cansado y un poco despistado. Tengo muchas ganas de volver a comer chocolate. A lo mejor si a la abuela se le ocurre traerme un poquito, se me pasa el despiste y puedo decirle que sé que me quiere y que ella nunca haría nada que me pudiera hacer daño. No sé por qué repite esa tontería que la hace llorar tanto. Quiero a mi abuela más que al chocolate.

Adela Castañón

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Imágenes: jEsTJosé Hernández.

Las acacias de El Fosal

Los recuerdos son como eslabones en una larga cadena que une el pasado con el presente y tienden un puente de plata por el que gustamos andar hasta confundir las dos orillas.

Bruno Gracia Sieso, Maestro de El Frago (1925-1931), “Recuerdos”

 

Cuando se edificaron las escuelas, don Bruno convirtió el antiguo Fosal de san Nicolás en un jardín, llamado desde entonces El Fosal, así, a secas, como si de un topónimo ancestral se tratara.

Nuestros padres arrancaron las viejas lápidas, allanaron el terreno con las yuntas y en un rincón apartado cavaron una fosa en la que iban echando los huesos y las calaveras que les iban saliendo. Los niños nos tomamos aquello como un juego y les ayudábamos a cargar las tibias y los cráneos, renegridos por el humus, en los carretillos.

–¿Te imaginas cómo van a crecer los rosales en una tierra tan abonada? –dijo mi madre una noche, mientras estábamos cenando.

–Mejor las acacias –respondió, mi padre–, que crecen muy deprisa. Ya hemos hablado con el alcalde y dice que va a trasplantar unas muy grandes que hay en la partida de La Fuente. Así que, si arraigan bien, este año ya tendrán flores y darán sombra.

–Sí, sí. ¡Qué bien! Podremos comer “pan de cuco” sin tener que ir hasta las arboledas del río –grité alborozado .

­Pero, ¿cómo vais a comer un “pan de cuco” alimentado por la podredumbre de los cadáveres?

–¡Qué dice usted, madre! Allí ya no hay podredumbre ni nada. Eso ya no es un cementerio. Hace más de cuarenta años que se entierra en el nuevo. Solo salen trozos de huesos mezclados con grandes terrones de tierra. Además, el maestro nos ha dicho que recojamos los que salgan más enteros que los emplearemos en clase –dije yo, haciéndome el valiente.

– “Pan de cuco”, todo el que queráis, pero hojas y semillas, ni hablar. Muchos de esos que estamos sacando se murieron intoxicados porque en momentos de escasez comían semillas de acacias en lugar de judías –intervino mi padre.

–Padre, ¡no será para tanto! A veces a usted le da por exagerar que no vea. El año pasado probamos las habichuelas de las acacias y solo nos dieron unas cagaleras muy fuertes. ¡Ustedes ni se enteraron!

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Tarjeta postal de El Fosal (El Frago, Zaragoza), 1929.

Cuando los hombres habían acabado de preparar la tierra, las mujeres comenzaron a plantar rosales, geranios, petunias, violetas y lirios. Nosotros les traíamos el agua desde la fuente en cántaros y regaderas.

En pocos meses lo convertimos en el lugar más alegre del pueblo. Nuestros gritos reverberaban en los sillares del muro de la iglesia y el eco se propagaba por las dos calles que bajaban hasta El Terrao.

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Un año, que ya habían crecido las acacias, íbamos a celebrar san Nicolás, patrón del pueblo y de los chicos de la escuela, por todo lo alto. Nuestras madres iban a guisar tres cazuelas de judías rojas y unos buenos gallos de corral. Iba a ser el seis de diciembre más sonado de toda la historia fragolina.

Un poco antes de mediodía, acudimos endomingados a ultimar los preparativos de la fiesta. Agrupamos los pupitres para hacer un cuadrado que nos sirviera de mesa. Y nos sentamos alrededor, delante de un gran ventanal desde el que se veía el esqueleto de una acacia, cuya sombra se proyectaba sobre la espesa capa de nieve del jardín.

Después de comer, sacamos una calavera de la fosa común y la utilizamos de pelota para hacer una bola de nieve. Aún no habíamos acabado el muñeco, cuando cinco de mis amigos comenzaron a vomitar con grandes espasmos. Las madres pensaron que era un castigo de los muertos por haber profanado su lugar sagrado. El médico pidió que le llevaran las cazuelas con los restos de alubias En una de ellas encontró semillas de acacias. Con sus remedios solo consiguió salvar a dos.

–En una de las cazuelas había una gran dosis de robinina capaz de matar a un rebaño de cabras –nos dijo el maestro al día siguiente.

Y nosotros nos quedamos mudos, con la muerte clavada en las entrañas.

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1929. Bruno Gracia Sieso. Escuela El Frago.jpg

Don Bruno en la Escuela de Niños. El Frago (Zaragoza), 1929.

Fotografías de Bruno Gracia Sieso. Conservadas por la familia Gracia Sieso. Existen copias en varias familias de El Frago.

Nota. En las Altas Cinco Villas, «pan de cuco» hace referencia a las flores dulzonas de las acacias, un manjar para los niños de las escuelas, que se peleaban por él.

Carmen Romeo Pemán