La tarea

—A ver, profesor, ¿me está diciendo que he tirado a la basura el dinero invertido en este curso? ¿Pretende colarme ese cuento?
—Leo, Leo… —El profesor mueve la cabeza de lado a lado— ¿Has olvidado uno de los axiomas más repetidos en nuestras clases? Muestra, no cuentes. No pretendo colarte nada. Me he limitado a responder a tus preguntas mostrándote los hechos. O, al menos, los hechos tal y como yo los veo.
—¿Insinúa que mi escritura es…?
Leo busca la palabra sin dar con ella. Eso le cabrea. Es como si le diera la razón a su profesor, al no encontrar el vocablo exacto. Ramón, ese Pigmalión que acaba de caer de su pedestal, o de bajarse, que Leo tampoco lo tiene claro, espera en silencio. No le da ni una mísera pista. Leo se estruja la sesera y termina la frase.
—¿…anodina?
—¿Yo he dicho eso?
—No. Por eso pregunto que si lo insinúa.
—¿Eso crees?
—¿Cómo llama responder a una pregunta con otra? —Leo levanta la barbilla y curva los labios hacia abajo
—Se le llama ser gallego, Leo. Nací en Orense.
Sin poderlo evitar, Leo siente que la curva de sus labios se invierte. El jodido profe tiene su gracia. Si no estuviera tan cansado, tan desmoralizado, habría soltado una carcajada. Se levanta, dispuesto a irse. Por lo que paga, lo menos que podía hacer Ramón era regalarle un poco el oído, piensa Leo. Camina despacio hacia la puerta. Muy despacio. Al final, se detiene con la mano en el picaporte y se da la vuelta.
—¿Piensa dejar que me vaya? —La curiosidad pierde la batalla frente al orgullo.
—Bueno, lo he dudado.
—¿En serio? ¡Quién lo diría! En fin… no le molesto más.
—Si no te hubieras vuelto, te habría llamado. Venga, hombre, no te lo tomes así. De vez en cuando, algún curso que otro, doy con algún alumno que hace que adore mi trabajo a pesar de los quebraderos de cabeza que me da. Ocurre muy rara vez, pero cuando ocurre… ¡ah! —La mirada del profesor tiene un brillo diferente—. Y ha ocurrido contigo.
Leo deshace el camino y vuelve a sentarse. ¿A qué juega este tío? ¿Acaso pretende ahora dorarle la píldora? Ramón ha despedazado su trabajo. Al comentar su relato le ha echado en cara que su texto tenga demasiado sentido. ¡Demasiado! Después de insistir tanto sobre la importancia de eso, de dar sentido a lo que se escribe… ¡no hay quien lo entienda! Y compara su escritura, su estilo, con los de un montón de autores de renombre, sí, pero solo para decir que no les llega a la altura del tobillo, que sus intentos son una mala copia de ellos. Leo no está seguro de haber entendido a Ramón, y no piensa irse del despacho sin tener las ideas claras.
—Pues no le encuentro sentido a sus palabras. —No puede evitar la pulla, aunque quizá se pase de listo con la alusión al comentario—. Ilumíneme, ande.
Ramón suelta una carcajada y se retrepa en el asiento. Leo, sorprendido, arruga la frente y piensa largarse. Pero solo lo piensa. No lo hace.
—Mira, ahí tienes una prueba, Leo. Has usado la palabra justa. Ya sabes, menos es más, ¿recuerdas?
A Leo se le escapa una sonrisa sin poder evitarlo. Cuando se da cuenta, vuelve a obligar a sus labios a convertirse en una línea horizontal. Ramón sigue hablando.
—Iluminar es la palabra exacta, Leo. Tu escritura es luz. A veces. Por ahora, solo a veces. Y hay compañeros tuyos que no alcanzarán eso jamás.
—¿Entonces…? —Leo no entiende nada—. Adoro escribir, es mi vida. Pero no sé…
—Has vuelto a poner el dedo en la llaga, Leo. Y has vuelto a usar la palabra exacta. La adoración no es buena, te devora, te anula. —Ramón mira por la ventana de su despacho, y su mirada parece ir más allá del tráfico, de la lluvia cansina de otoño que todo lo tiñe de gris—. ¿Sabes que estoy divorciado?
La boca de Leo se abre en un círculo perfecto, y ni se molesta en cerrarla. La vida privada de este profe es un absoluto misterio para todo el alumnado. Y ahora le suelta esto a él. Despegar el trasero del asiento queda descartado. Se envalentona, y lanza un anzuelo para enganchar la memoria de Ramón.
—¿Qué pasó? ¿Ella no pudo competir con la escritura?
—No. Fue al revés. La escritura no pudo competir con ella. Yo amo escribir, pero adoraba a mi mujer. Ella se había enamorado del escritor. Y cuando vio que el escritor era también un hombre enamorado se… ¿cómo te lo diría? Se desencantó.
—Ostras. —Leo no sabe qué decir. Sus creencias se tambalean.
—No pienses mal, Leo. Trató de ayudarme, me daba espacio para escribir, era, prácticamente, una mujer perfecta. Pero mi adoración por ella me devoró. Solo se puede adorar a Dios, o al diablo, o a Buda o al universo, qué más da. Pero hay que tener cuidado al elegir un objeto de culto, ¿sabes?
—Ya. —La cabeza de Leo es un hervidero de ideas—. Sin embargo, el índice de escritores que se han suicidado tampoco es tan alarmante, ¿no? Vamos, no me parece que escribir sea insalubre.
Ramón mira a su alumno y se sorprende al sentir admiración mezclada con envidia. A partes iguales, espera.
—Mira, Wallace, en una conferencia, contó la historia de dos peces jóvenes que se cruzan con otro pez más veterano. El pez mayor les dice: “Hola, chicos, ¿cómo está el agua?” Los jóvenes siguen nadando y, al rato, uno le pregunta al otro: “¿Qué diablos es el agua?”
Leo, durante un par de segundos, siente que esa frase le ahoga. Se le atraviesa en la garganta y, en un rapto de lucidez, adivina lo que el profesor va a decirle. Los ojos le brillan.
—Leo, tú sabes lo que es el agua, y aún así te preguntas de qué está hecha, qué hace que tenga ese color, por qué corre por tus venas de pez sabio…
—Pero la escritura de mis compañeros es valiosa. Al menos lo es para mí. Algunos escriben tareas magníficas, aunque muchas veces yo me cuestione que…
—Exacto. A veces te cuestionas hechos cuya interpretación es, en apariencia, obvia. Y al narrar esos hechos, en lugar de darles sentido, haces que el lector se pregunte por eso, por significados que nunca se le hubieran ocurrido antes. ¿Comprendes?
—Ya —Leo sonríe—. Yo no escribo para regalar luz. Quiero crear oscuridad, que mi lector busque a tientas el interruptor.
—Bueno, si hubieras puesto eso en la tarea, te habría dado una nota más alta.
Leo sonríe, ahora a conciencia y sin querer evitarlo. Se rasca la coronilla, hace un signo de victoria con el pulgar y se marcha.
Ramón imagina el aula como una sala de conciertos. Los alumnos son millones de lámparas encendidas, como luciérnagas, que iluminan su vida porque son muchas. Pero a veces, surge un foco, un rayo de luz entre las masas, que alumbraría el escenario, aunque estuviera solo.
Ramón sonríe. Esta vez, el sol se llama Leo.

Adela Castañón

Imagen de Elisa en Pixabay

De cabañeras y aliagas

No sabíamos por qué nos reíamos del miedo de nuestro padre a las aliagas. Lo que sí sabíamos era que todo le empezó para San Pedro. A los diez años ya acompañaba a los pastores que llevaban los rebaños a puerto, es decir, a los que subían desde la Tierra Baja hasta los altos del Pirineo.

En las comidas de los domingos nos contaba sus aventuras. La que más le gustaba era la de cruzar el puerto de Monrepós. Como repatán, que así llamaban a los niños que ayudaban a cuidar los ganados, su trabajo consistía en ir detrás de los últimos perros pastores y ayudar a las ovejas que se quedaban rezagadas. Lo peor estaba en los tramos en los que tenían que avanzar monte a través. Le resultaba muy penoso caminar entre los erizones, o cojines de monja, como llamaban a las aliagas marinas. Esas eran las peores. Esas crecían entre los pinos y en muchos tramos invadían la cabañera.

Le gustaba hablar de sus pies planos. De que no podía caminar deprisa por los pedregales. Y menos aún con las aliagas recién granadas, justo en el momento en el que se les endurecen las espinas y se le clavaban en las plantas doloridas y entre los dedos. De nada le servían los peduques de lana recién hilada, ni las correas altas de las abarcas. Cuando mi padre llegaba a este punto, mi madre gritaba:

—Basta ya, Andrés. No sigas por ese camino que siempre nos amargas la comida.

—Eso, saca el pan —contestaba él. Y seguía con su retahíla—. Por algo dice el refrán que cuando la aliaga florece no hallarás quien pan te deje.

—Pues ya han florecido. Y aún tenemos harina del año pasado. No nos faltará el pan en todo el año —respondía mi madre limpiándose los labios con la punta del delantal.

—Es que aún no hemos llegado a San Pedro. Entonces llegará la aliaga granada y no te dará pan ni tu hermana.

—Basta ya de refranes y sandeces. —Mi madre hacía el gesto de espantar una avispa—. Déjanos comer en paz.

Entonces mi padre se metía los dedos de la mano en la boca y se la restregaba. Decía que se le habían inflamado las encías y que llevaba ampollas por todo. Hasta en la lengua. Que se le abrían en carne viva cuando se metía algún bocado.

—Ya basta de cochinadas. —El enfado de mi madre aumentaba por momentos—. Al final nos harás vomitar a todos. —Con gesto de quitarle el plato—. Si no quieres comer, déjalo, que te sobran carnes.

A continuación le traía un pocillo con mejunje de hierbas que ella recogía en el monte.

—Anda, tómate esto y túmbate un rato en la cadiera. Verás cómo se te pasará la desazón de la boca si te callas un rato.

Por las noches, alrededor del fuego, cuando mi padre volvía de las parideras, me gustaba contemplar cómo le metía mi madre los pies en una palangana de agua templada con sal, vinagre y un cocimiento de hierbas. Ella se arrodillaba y le limpiaba las uñas con mucha paciencia. Después acercaba mucho los ojos por si llevaba algún pincho clavado en los repliegues acartonados.

—Mira bien a ver si se me ha hecho alguna ampolla blanca con pus —gruñía mi padre.

¡Qué estampa! Mi madre inclinada, con el moño deshecho. Una nueva Magdalena lavándole los pies a su Señor.

Entonces mi padre se repantingaba y levantaba unos pies tan grandes que le tenían que hacer las abarcas a medida. En ese momento miraba a ver si estábamos cerca y nos contaba que esos pies eran sagrados, que le habían dado comida cuanto era repatán y después lo habían librado de hacer una mili de más de dos años.

Lo malo fue el día que mi hermano mayor le dijo que habrían sido más útiles para apagar incendios en el monte que para guardar rebaños. Que al fin y al cabo todos sabíamos que la vida de los pastores era una vida de vagos. Que se pasaban las horas mirando al cielo y que el trabajo lo hacían los perros. Que siempre se había dicho, compra un buen perro y échate a dormir.

—¿Qué te sabrás tú? —Tomaba aliento—. Si nunca has ido con el rebaño ni has tenido un uñero.

—¡Ande va! —Como era el primogénito se atrevió a replicarle.

En un estallido de ira le contestó que esa era la maldición de los pastores. Que ni él ni muchos ignorantes conocían el suplicio de tener las uñas podridas y andar cojeando. Y, al final, no poder más y caer roto en el suelo. Que no sabían qué era perderlas y tener que caminar de rodillas, como los tullidos.

—Usted siempre nos ha dicho que su problema eran los pies planos. Pero muchos quisieran tener su planta y la fortaleza de sus piernas—le contestó mi hermano pequeño.

—Y tú, cállate, que aún no has salido de las faldas de tu madre. —Con su puñetazo en la mesa nos quedamos mudos.

Mis hermanos y yo sabíamos que, en la redolada, era el pastor que más horas aguantaba en el monte. Pero nunca supimos de dónde le venía la obsesión por las aliagas, hasta que lo descubrió nuestro hermano pequeño. Todo había comenzado un año para San Pedro, cuando, por primera vez, fue de repatán con unos ganaderos fuertes del pueblo que llevaban las ovejas a pastar al Pirineo. En la subida a puerto tomaron la cabañera que iba por Arguis, la que cruzaba el puerto de Monrepós por el Peñuzo, donde las plantas eran ralas y los erizones lo invadían todo. Él, por culpa de sus pies planos, iba rezagado y oyó el balido de una oveja. Era como un largo lamento. La buscó y se la encontró moribunda detrás de la única aliaga florecida entre las otras, que ya estaban granadas. Se la quedó mirando. Tenía las cuatro patas en carne viva y se le habían caído las pezuñas. Entonces oyó la voz del mayoral:

—No te acerques. Tiene patera, o glosopeda, o como se llame. Es un mal muy contagioso que lo producen las aliagas marinas.

Andrés oyó el batir de grandes alas hacían círculos sobre la oveja. Eran los buitres que esperaban su festín. Se le heló la sangre cuando pensó que eso mismo podría sucederle a él o a cualquier pastor.

Carmen Romeo Pemán.

El relato está ambientado en la Ciabañera de Monrepós, cerca de Arguis

Foto del principio. Aulagas marinas, cojines de monja o erizones en el Peñuzo. Puerto de Monrepós, Huesca.