Venecia y yo

Hay quien sueña con historias, o con personas, o con quimeras. Yo sueño con todo eso. Y con ciudades. Sobre todo, con Venecia.

Recuerdo una época dura de mi vida hace algo más de diez años. Recuerdo estar al borde del precipicio de la desesperación, caminando por una delgada línea, como la cuerda de un funambulista, que separaba la cordura de la locura. El trabajo me desbordaba. El tiempo me faltaba. El autismo de mi hijo, empeorado, me superaba. Llegaba el momento de mis vacaciones anuales y, por primera vez, me daba absolutamente igual tener que ir a trabajar o quedarme el mes entero encerrada en casa. Incluso había empezado a plantearme la opción de empezar con medicación, no sé si para mi hijo, para mí, o para los dos. Ignoro qué fue lo que sacó a flote las pocas fuerzas que aún me quedaban y que me hicieron pensar, antes de rendirme del todo, en entonar el último canto del cisne.

Siempre había querido hacer un crucero y siempre había soñado con conocer Venecia, así que, diez días antes de que comenzaran mis vacaciones, me detuve al salir del trabajo en la primera agencia de viajes que encontré y me limité a decirle a la persona que me atendió:

Quiero hacer un crucero. Quiero zarpar en dos semanas como mucho. Y solo quiero que una de las escalas sea Venecia.

Así, sin anestesia ni nada. Puesta a ahogarme, ¿qué mejor sitio que ese?

Pero la vida me tenía preparada una sorpresa y en Venecia aprendí a nadar.

Perderme de noche en sus callejuelas y esperar toparme, a la vuelta de cualquier esquina, con un caballero embozado en su capa, con una espada al cinto y un sombrero de ala ancha con pluma que cubriría una melena negra y brillante. Alzar los ojos al cielo y descubrir que las estrellas me regalaban guiños de luz que espantaban a mis sombras interiores. Embutirme en el disfraz de turista tópica y típica y darme cuenta de que ese papel, que nunca creí que fuera para mí, me sentaba tan bien como una segunda piel. Pasear en góndola, escuchar la melodía de la voz del gondolero recorrer el pentagrama de las rayas blancas y negras de su camiseta mientras desgranaba para nosotros historias al ritmo de sus remadas. Respirar un aire puro, desprovisto de los malos olores que, según decía todo el mundo, podían esperarse en pleno verano en esa ciudad serenísima. Cruzar el Gran Canal, de orilla a orilla, paseando por el Puente de Rialto. Llorar al escuchar la historia del Puente de los Suspiros, donde los condenados, al cruzarlo para ir a la prisión en un viaje sin retorno, suspiraban de pena. Sentir el arrullo de las palomas de San Marcos como acordes de una canción de esperanza. Saborear el helado más dulce y medicinal de toda mi vida durante un paseo. Detenerme en el escaparate de una tienda de máscaras y pensar que detrás escondían lágrimas o sonrisas, tan bellas las unas como las otras…

Vivir todo eso y mucho más bajo la luz del milagro de mi hijo, que caminaba junto a mi madre y junto a mí con una sonrisa que recogió no sé ni cuándo ni dónde, pero que se quedó a vivir en su cara. Ver la luz en los ojos de mi madre, esa abuela, hada particular de mi Javi, que llenaba de magia con su varita invisible cada instante que compartíamos cuando nuestras miradas se cruzaban…

Si digo que Venecia me robó el corazón, os mentiría. Me lo devolvió. Y, a mi regreso, me traje en mi maleta los tesoros que yo sí que le robé: el color de su cielo, el brillo de sus canales, las manchas y los desconchones de sus paredes, las leyendas de su historia, el susurro de los remos de los gondoleros, el sonido de la vida y mil cosas más que no tienen nombre.

Y con todo eso me vestí de colores, de ilusión y de energía. Le dije adiós a las pastillas que ni Javi ni yo llegamos a tomar nunca y empecé a coser este traje de escritora que ahora luzco para presentarme ante vosotros.

En Venecia renací. Volví dos años después y regresé a España más enamorada de ella. Y ojalá el futuro me regale otra oportunidad para vivir con esa ciudad mágica una tercera historia de amor.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

Lluvias

Miro por la ventana. Llueve.

Llueven los pensamientos. Salpican como gotas mi cerebro. Caen sin prisa y sin pausa, con un ritmo monótono y anárquico. ¿Por qué cansa el pensar? Carece de sentido, pensar es casi, casi, igual que respirar, debería suceder sin más complicaciones y no causar agobio.

Llueven también reproches que estaban escondidos. Gritos y discusiones sobre quién puso más en cada historia retumban como truenos. Jaqueca, vieja amiga, me robarás la fuerza si me alcanzas, el cansancio no me dejará huir y volverá a entrar “Él”. El que quise tener y nunca tuve. El que me dio la paz y me llevó a la guerra, al cielo y al infierno sin tener que hacer nada, solo por existir. Recuerdo mis pecados y los suyos. Por acción y omisión. Lo que debió decirme y nunca dijo. Lo que debí callarme y no callé. ¡Se conjuga tan mal el verbo amar en primera persona! Da como resultado un texto malo, frases con recriminaciones, faltas de ortografía en el diccionario del cariño, signos de puntuación mal colocados que desgarran la piel como cuchillos y producen heridas en el alma por las que la tristeza sale a chorro, enturbiada por muchos desengaños.

Llueven muchos recuerdos que llegan de la mano junto a los pensamientos y reproches. Deslumbran como rayos, fogonazos que de pronto iluminan verdades del pasado y dan luz a las sombras de todas las mentiras que yo dije y también, por qué no, de las que me dijeron.

Llueven los sentimientos. Que la lluvia, sin ellos, sería como una partitura inacabada, un libro al que le faltan varias páginas. Y yo, pobre escritora, no puedo permitir que eso suceda. Revuelvo entre mis letras para ver qué me encuentro y salen del bolsillo varias cosas: el dolor y el deseo, la dicha ya vivida, las deudas no pagadas. Decisiones y dudas. Y todo con la D, como Dios y destino. Y como dejadez. Y es que estoy muy cansada.

¿Y qué más da que llueva? Al fin y al cabo, la lluvia solo es lluvia. Debería descolgar del armario las ganas de vivir, calzarme los zapatitos rojos de la ilusión, o, mejor aún, enfundar mis pies en unas botas de siete leguas que me alejen de lo que me hace daño. Y así, armada de valor, sentirme invencible y salir a pisar con fuerza los charcos de la vida, igual que hacen los niños.

Llueve, pero no dejaré que esas lluvias levanten en mi alma tempestades que no me llevarán a ningún puerto.

Me voy a fabricar un paraguas con folios de papel que me protegerá para que no me moje. Mi pluma será el mango del paraguas. Ya solo necesito unas cuantas varillas que lo mantengan firme. “Vamos”, me digo, “vamos, valiente, vamos”. Y el alfabeto me presta otra letra, ahora es la V, la de mi vocación para ser escritora. Y me lanzo a la arena con todo lo que puedo: Voluntad y victoria. Valor para volar. Y volver a vivir, día tras día, la historia que yo elija.

Lo haré sola, sin él, lo haré sin nadie. Y así, conmigo misma, siendo yo mi aliada, encontraré mi gloria.

Miro por la ventana. Ya no llueve.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

Divagaciones

Beber de tu aliento,

bañarme en tus ojos,

sentir lo que siento.





Pensar en besarte,

soñarte de noche,

pasar por tu calle.





Seguir a tu sombra,

querer ser el aire

que aspira tu boca.





Escribirte eso

con una sonrisa,

mirando hacia el cielo.





Y, así, divagar

para que mi alma

no grite «Te quiero».

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

A orillas del Rin

Por Vanesa Sánchez Martín Mora

Vanesa Sánchez Martín Mora es nuestra invitada de hoy con un precioso relato: A orillas del Rin.

Este relato lo publicó, hace dos años, en la antología solidaria «Canfranc. Relatos de ida y vuelta», en beneficio de la Asociación AlMa, que trabaja en favor de los niños con discapacidad física e intelectual severa, y de sus familias.

Vanessa, bienvenida de nuevo a Mocade, y gracias por compartir este relato con nuestros lectores.

A orillas del Rin

Por fin mamá fue valiente y me compró el libro, sabiendo que le iba a costar una disputa con papá porque no le gustaba que me consintiera. Yo no lo consideraba un capricho. Les decía mil veces que eran referencias para cuando yo escribiera mis propias obras literarias, pero la realidad era que escuché a una profesora que lo había leído y no se había enterado de nada; me entró curiosidad.

Durante la cena, papá nos puso al día de todos los soldados que se había encontrado en la ciudad, que la gente estaba preocupada porque no pintaba nada bien la cosa. Se escuchaba, ya entonces, que a los judíos los estaban llevando a campos de concentración, y papá decía que acabaríamos abandonando Praga algún día.

Me subí a mi cuarto sin tomar postre. Le dije a mamá que el puré me había dejado la barriga bastante llena, pero era mentira.Subí porque estaba deseando leer “La Metamorfosis» de Franz Kafka. Estaba tan ansiosa por saber de qué trataba, que no pude comer el pastel de zanahorias, con todo lo que me gustaba. Hasta mi hermana Sophie se extrañó. Siempre nos estábamos peleando por comer un poco más.

A la mañana siguiente, después de leer el relato de Kafka, me desperté con ganas de ir al nuevo cementerio a visitar su tumba y decirle, al pobre, que me había gustado mucho y que sí que la había entendido, pero, al poner los pies en la calle, vi una avalancha de gente que venía en mi dirección. Varios soldados estaban reclutando a judíos, y sabía que lo eran porque nos obligaban a llevar, desde hacía unos años, una estrella amarilla de seis puntas cosida a la altura del pecho. Había gente que temía llevarla y que les pudiese pasar algo. A mí, en cambio, me gustaba. Estaba muy orgullosa de mi familia y de ser judía.

El caso es que no pude ir al cementerio. Papá tiró de mi brazo con tanta fuerza que casi me lo disloca. Dijo que no se podía salir de casa, pero él salió con la excusa de que iba a buscar una vía de escape. No entendía entonces para qué queríamos escapar, si en Praga se vivía muy bien.

Unas horas más tarde entró en casa como un cachorrillo asustado, y menos mal, porque, de no ser así, se habría dado cuenta de que había cogido uno de sus libros que me tenía prohíbo leer porque era para adultos.

—Tenemos que hacer las maletas, pero coged solo cosas necesarias. Martha, nada de libros, son muy pesados y ocupan mucho espacio.

—Pero papá, yo no puedo vivir sin los libros, me moriré si no leo y también me moriré si me voy de Praga. ¿Por qué tenemos que irnos tan rápido?

—No puedo deciros mucho más ahora. Haced las maletas. Nos vamos en dos horas.

No estaba dispuesta a salir de allí sin libros, y menos a no llevar conmigo mi cuaderno verde y la pluma que me trajo de España la abuela en su última visita.

—Martha, cariño, —dijo mamá al entrar en mi cuarto—. ¿Te ayudo a cerrar la maleta? —Pero no quería que viera lo que llevaba y me senté encima para terminar de cerrarla.

—No, gracias.

La estación de tren estaba llena de gente. Había muchos niños llorando y asustados. Muchas personas despidiéndose de sus seres queridos. No entendía por qué se despedían y no se iban todos juntos si era cierto que corríamos tanto peligro.

De repente, se oyó un silbido muy fuerte, a continuación, la gente empezó a chillar y a correr como loca. Sin sentido. Papá dijo que no entráramos en pánico, que nos agarrásemos fuerte de las manos para no perdernos entre la multitud. Avanzamos unos pasos, pero era imposible no chocarse con la gente. Un señor alto sujetó a Sophie del brazo.

—¡Suelta a mi hermana, imbécil!

—Aparta, mocosa. Tenemos ordenes de enviaros a Auschwitz y vais a venir todos conmigo.

Papá tiró de nosotras y echamos a correr hacia el pelotón de gente que se estaba concentrando en el medio.

—Pero papá, yo no quiero que ese soldado nos lleve a Auschwitz.

—Mezclaos con la gente mientras busco un sitio por el que no nos vean abandonar la estación, ya veremos luego a donde nos dirigimos. Lo que está claro es que estos trenes solo tienen un destino.

Papá se dio la vuelta, buscando con desesperación y, justo cuando un señor levantó la mano llamándolo, el soldado vino de nuevo, pero esta vez con refuerzos.

—Suban todos al tren, es una orden.

—¿Y quién lo ordena? —le solté de golpe.

—Cariño —dijo mamá mientras me tapaba la boca—, no seas desobediente.

—Suban todos al tren, es una orden. —Y esa vez estaba mucho más enfadado.

Caminamos en dirección a los vagones y no dejé de mirar a papá. No comprendía como él se había podido quedar callado, y por qué no estaba buscando esa vía de escape.  Era muy extraño verlo hacer caso de lo que decía un soldado nazi, pero no quise decir nada por si era parte de su plan para escapar.

Los vagones eran oscuros, no tenían ninguna ventana. El suelo estaba lleno de paja y olía a pis de rata, como en aquella granja que visité en una excursión del colegio. No dejaba de subir gente, aunque apenas cabían más personas. Cuando entramos, algunos estaban sentados en el suelo, pero empezaban a pisotearlos y era mejor ir de pie.

—Papá, ¿qué hacemos aquí, a donde nos llevan? —preguntó Sophie.

—No te preocupes, cariño, cuando lleguemos a ese sitio podremos coger otro tren a donde queramos. ¿Dónde os gustaría ir?

Intentaba que no tuviésemos miedo, yo sabía que estaba mintiendo porque siempre que lo hacía se daba pequeños pellizcos en la barba. Mamá se quedó muda con nosotras, solo hablaba bajito al oído de papá y asentía de vez en cuando, eso sí, casi me rompió la mano de tanto apretármela.

Junto a nosotros había un señor que no me quitaba ojo desde que subió al vagón, de vez en cuando se le caía una lágrima. Sí, solo una lágrima, parecía como si el otro ojo no le funcionase. Me daba un poco de vergüenza preguntarle si necesitaba algo, no quería ser impertinente otra vez y que papá me regañase, pero es que me daba tanta lástima…

—¿Está enfermo, señor? —solté de repente y sin poder evitarlo.

—Te pareces mucho a mi nieta, ¿sabes? Ella murió hace unos meses mientras jugaba en el parque. Un soldado le disparó por intentar proteger a su madre. Quisieron enviarla a un campo de concentración y ellas se negaron. Tenía solo nueve años.

—Lo siento mucho.

—Ojalá tú tengas más suerte, pequeña.

—Disculpe —dijo papá—, no va a morir nadie. Deje de asustar a las niñas.

—Ojalá todos tengamos más suerte —dijo el señor mientras nos daba la espalda.

El camino se nos hizo mucho más largo de lo que realmente fue. Era asfixiante tantísima gente en un vagón para ganado y sin ventilar. Los inviernos en Polonia eran muy duros, lo pudimos comprobar durante el viaje, ya que íbamos mirando por una ranura que había en el suelo del vagón, por la que entraba un frio horrible.

Papá no habló durante el trayecto, y tampoco separaba sus pies de aquella ranura del suelo, pero entonces no sabíamos de sus intenciones.

—Tengo muchísima sed, me muero de sed —dije de repente— si no paramos pronto se me va a quedar la garganta tan pegada que me asfixiaré de todos modos porque no entrará aire a mis pulmones.

—Sirves para el teatro —dijo Sophie, cruzándose de brazos. Estaba graciosa cuando fruncía el ceño—. Eres una teatrera.

No pude más que reírme, aun corriendo el riesgo de que se me pegase la garganta, pero entonces papá sacó una cantimplora de su macuto y me dio un sorbo.

Papá seguía callado y eso ya me estaba pareciendo demasiado extraño. Me di cuenta de que mamá lo miraba por el rabillo del ojo, pero ella tampoco se atrevía a decir nada. De pronto, el tren se paró y se escuchaba cómo los soldados de fuera daban voces a los pasajeros que iban bajando. Les decían a los hombres que se pusieran a un lado y a las mujeres y niños, en el otro. No tenía ni idea de porque los separaban. En ese momento papá arrancó la madera por la que habíamos estado mirando todo el camino y nos ordenó que saliéramos por ahí.

—Rápido, chicas. No sé dónde estamos exactamente, pero si no nos reunimos aquí en el día de hoy, nos encontraremos en París. En este macuto lleváis todo lo que necesitareis para llegar a Francia.

No me lo podía creer. Con apenas doce años que yo tenía y los quince de mi hermana, nos vimos solas en aquella situación. No sabíamos que hacer, si mis padres conseguirían escapar pronto o deberíamos refugiarnos cerca de aquel lugar para no perdernos. ¿Cómo íbamos a llegar nosotras solas hasta París, si nunca habíamos salido de Praga? Pero saltamos. No consiguieron atraparnos, estuvimos escondidas en el hueco de una tubería de la que salía un hilo de agua. Sophie dijo que allí no nos buscaría nadie, que por el mal olor que desprendía no buscarían ahí. Y acertó.

En el macuto que nos dio papá en el último momento, justo antes de escurrirnos por entre aquellas maderas, había provisiones, agua y algunas chocolatinas por si nos daban bajadas de azúcar, era lo que siempre llevábamos durante las excursiones. Y eso fue lo que comimos durante esos dos días que estuvimos escondidas. También llevábamos el dinero de papá y una foto donde salíamos los cuatro. Es el único recuerdo que tenemos de aquella época.

Ya nos habíamos planteado salir de aquella tubería cuando Sophie arranco a llorar:

—¡Calla boba!, que nos puede escuchar alguien.

—Me da igual, Martha, tengo mucho miedo. No sabemos qué les han hecho a nuestros padres ni qué nos harán a nosotras cuando se enteren de que nos hemos escapado.

—Saldremos de aquí cuando caiga el sol. Nadie nos verá porque nadie sabe que estamos aquí.

Tardé un rato en tranquilizarla, parecía yo su hermana mayor. Yo también tenía muchísimo miedo, sobre todo después de escuchar a escondidas una conversación entre mis padres en las que papá decía que en sitios como aquel solo llevaban a las personas para exterminar la raza judía, que las metían en una cámara de gas y acababan con miles en unos minutos.

—Ten más cuidado al pisar, si sigues haciendo tanto ruido nos acabarán descubriendo y nos matarán —dijo Sophie cuando nos pusimos en marcha.

—No puedo andar de otra manera, parece que todas las ramitas que hay en el suelo me tocan a mí, ¿acaso crees que lo hago queriendo?

—Pues mira bien donde pisas, Martha.

—Mira bien donde pisas, mira bien donde pisas… por qué no vas tú la primera, listilla.

—Porque tú eres quien sabe a donde tenemos que ir.

—Para eso sirve la geografía que estudiamos en el colegio, se nota que no eras aplicada en esta materia.

—Vale ya, Martha. Estamos muy cerca de algunas casas y nos podemos topar con alguien. Tal vez hayan dado aviso de que dos niñas andan solas por el mundo y nos estén buscando.

El frio de noviembre en Polonia era demoledor. Aun quisimos caminar un poco más y alejarnos lo suficiente para buscar un sitio seguro donde dormir cuando empezase a amanecer. Habíamos decidido que avanzaríamos también de noche para no correr riesgos. En mi cuaderno, tracé una línea y anoté todos los sitios que recordaba del mapa que nos encontraríamos entre Polonia y Francia, era la única forma que se me ocurrió para saber hacia dónde dirigirnos sin perdernos; añoré mi casa por un momento. Habíamos sido unas niñas tan felices allí que aún duele pensar en la forma que tuvimos que abandonar nuestras vidas.

Estuvimos durmiendo en graneros, nos acurrucábamos cerca de las gallinas para entrar un poco en calor y por la mañana cogíamos uno de sus huevos para desayunar. No estaban tan ricos como las tortitas de maíz con cacao de mamá, pero nos mantenía nutridas. Nos encontramos con varias personas que nos ayudaron, e incluso nos dieron prendas limpias. Corrieron riesgos ocultando en su propiedad a niñas judías que los nazis buscaban, pero sabían que era lo correcto, que el mundo estaba de nuestro lado, aunque la voz de los nazis se hiciera notar mucho más.

Dos semanas después de lo que les pasó a nuestros padres, llegamos a la frontera entre Alemania y Francia. Estábamos en Khel y teníamos que cruzar el Rin en barca, era la única manera viable de entrar en Francia, pero entonces sucedió algo: cuando inspeccionábamos el puerto, por si encontrábamos a algún marinero que nos ayudase a cruzar el río, alguien nos sorprendió por detrás. Era la policía alemana, soldados de la SS.

Nos ataron las manos y nos metieron a la fuerza en la parte de atrás de una camioneta. Yo me quedé bloqueada, sin saber qué hacer o decir. Poco importaba ya todo lo que habíamos conseguido, y por mucho que Sophie llorase no iban a soltarnos. Nos habían capturado.

El lugar a donde nos llevaron era mucho más siniestro y oscuro que el vagón que nos transportó a Auschwitz. Había barro por todas partes, la gente vestía con un pijama de rayas solamente y estaban esqueléticos; si no morían de hambre morirían de frio —aquello era una locura—.  Nadie podía aguantar mucho tiempo en esas condiciones.

Sophie estaba muda desde que habíamos llegado, no conseguí sacarle ni una palabra, tampoco la gente que se acercaba a nosotras para ayudarnos. Nos destinaron a un barracón donde había adultos y niños. Eran familias enteras o casi enteras, nosotras estábamos solas en el mundo. Solas y atrapadas en un campo de concentración del que no recuerdo su nombre porque solo estuvimos un día. Nuestro destino final era el campo de exterminio de Treblinka, o eso era lo que nos decían los soldados de la SS cuando nos capturaron.

—¿Sois las fugitivas de las que habla todo el mundo? —Aquel niño rubio de ojos verdes, tenía en su mirada una chispa de esperanza—. Tenéis que enseñarnos a escapar de aquí.

—¿Has venido con tus padres o tampoco sabes lo que les ha pasado, como a los nuestros? —pregunté con rapidez.

—¡Discúlpate, Martha! —hablo por fin la muda de mi hermana—. No tienes ningún derecho a ser tan bruta con la gente, no aprendes a mantener la boca cerrada ni en los peores lugares del mundo. Perdónala, su nombre debería ser impertinente —se dirigió al chico.

—El mío es Noah, y mi mamá ha muerto. Fue hace unos meses, justo antes de que nos capturasen los soldados de la SS. Ella tenía una enfermedad del corazón, y un día no despertó…, sin más. En parte mi padre y yo nos alegramos de que muriese en nuestra casa, pudimos enterrarla en el cementerio, no como a la gente de aquí. A ellos, cuando mueren, los amontonan en una fosa y cuando hay muchos directamente los queman. He visto como lo hacen…

—¡Venga ya! Nadie hace eso…

—Te lo puedo enseñar si quieres —contestó nada orgulloso.

Después de comprobar que Noah no mentía, me dieron ganas de asesinar a aquellos soldados con mis propias manos.

Aquella noche, después de haber visto la fosa de personas derretidas, no podía sacarme esa imagen de la cabeza, eso y el hedor a carne chamuscada que se respiraba a todas horas.

—Tenemos que escapar de aquí, Sophie, antes de que nos lleven a Treblinka. Si aquí queman a las personas después de dejarlas morir, que no nos harán donde quieren llevarnos.

—Eres muy ignorante a veces, Martha. ¿Crees que alguien puede escapar de un sitio así?

—Pues seremos las primeras. Ya casi lo conseguimos una vez.

No sabíamos cuando seria nuestro traslado a Treblinka, por lo que no podía desperdiciar ni un minuto sin trazar un plan para escapar de allí. Fui hasta la cama de Noah y le pregunté si podíamos salir para ver las estrellas. No se me ocurrió otra cosa.

—Pero si en invierno no se ve el cielo, siempre hay nubes o está lloviendo.

—¡Venga, vamos, quizás tengamos suerte esta noche!

Aquel niño era mucho más inocente de lo que podía parecer yo, y me siguió sin rechistar. Estaba casi segura de que se conocía el terreno mejor que nadie y le dije que me enseñase el lugar más fácil por el que escapar.

—¿Lo dices en serio?

—No puedo seguir aquí ni un segundo más, necesitamos escapar antes de que acaben con nuestras vidas. Dime, ¿algún agujero en la alambrada por el que salir sin que nos vean?

—¿Bromeas?, ¿un agujero? Perdona, pero yo no buscaría nada de eso. Hay un camión que viene cada día y se lleva las pertenencias de los que mueren. Se escucha que lo venden en mercados clandestinos. Yo, si fuese vosotras, me subiría a uno de esos camiones para salir de aquí sin ser vistas. Es un plan que he pensado muchas veces, pero mi papá está muy débil y nos pillarían a la primera. Por eso seguimos aquí, no quiero abandonarlo.

Lo interrogue durante los siguientes veinte minutos. Necesitaba toda la información posible para saber cómo y cuándo actuar; después, salí corriendo a decírselo a Sophie, quien tardó demasiado en darse cuenta de que iba totalmente en serio.

Eran las siete de la mañana cuando aquel trasto viejo que Noah llamaba camión entró humeando y paró justo donde dormían los soldados de la SS, en la parte de atrás de la cocina donde guisaban para ellos. Nuestra cocina estaba en el propio barracón y allí solo se preparaba un puchero con caldo caliente para todo el mundo.

El caso es que solo contábamos con unos minutos para hacernos hueco en aquel montón de chatarra. Noah estaba vigilando para que nos diese tiempo de subir al camión o entretener a los soldados si era necesario. Echamos a correr una vez se bajó el conductor y nos escondimos tras unos sacos de patatas mientras cargaban la mercancía que saldría de allí con nosotras. Sophie me agarraba de la mano tan fuerte que por fin pude sentirla caliente en muchos días.

—No te vayas a echar a llorar que te conozco, y nos van a pillar si te oyen.

—No, no voy a llorar, solo estoy nerviosa y orgullosa a la vez. Eres muy valiente —me dijo—. Ojalá nuestros padres pudieran vernos. Estarían orgullosos de nosotras, sobre todo de ti, Martha.

Y entonces me eché a llorar yo. Los echaba tanto de menos… Y me dolía, me dolía pasar por todo aquel sufrimiento y no tener la recompensa de volver a abrazarlos algún día.

—Deja de llorar, renacuaja, y corred a ese camión a la voz de ya si queréis salir de aquí vivas. —Se me quedaron los ojos como platos al escuchar esa voz tan potente y desconocida. Era la cocinera, había salido a fumar un cigarrillo y no nos habíamos dado cuenta de ella, en cambio, aquella señora había captado nuestras intenciones con solo un gesto.

Y al mirar hacia la chatarra de color verdoso que empezaba a rugir como un tractor, supe que era el momento de echar a correr. Le hice señas a Noah para que se decidiese a venir con nosotras, pero negó una vez más con la cabeza, rechazando una plaza hacia la libertad.

Subimos de un salto a la parte trasera de aquel camión y nos ocultamos detrás de unos sacos de tela. Aún no habían terminado de cargar la mercancía, pero la cocinera entretuvo a los soldados pidiéndoles fuego para que nosotras pudiésemos asegurar nuestra plaza en aquel trasporte.

Y, de pronto, oímos el portazo que dieron al cerrar el camión y pudimos sentir el fuerte traqueteo por los baches que se habían formado por la lluvia que horas antes habíamos sufrido al llegar allí.

—Ya queda poco, hermanita. Pronto estaremos de camino a París y allí decidiremos que hacer.

—¡Alto! —oímos de pronto—. Abran de nuevo las puestas del camión. —Y frenó en seco. Sentimos como se abrían las puertas y el peso de que alguien había subido. Era nuestro fin—. Maldita sea, menos mal que esta aquí, enganchado en un saco. Si llego a casa sin el reloj mi mujer me mata. Dice que le costó carísimo y yo no lo pongo en duda…, ni me atrevo. —Todos rieron al unísono y las puertas del camión se cerraron de nuevo. Ahora sí, nos íbamos de verdad.

No sabíamos cuál era el destino de aquella mercancía, pero no tardamos más de tres días en descubrirlo. Nuestras fuerzas eran mínimas, si no salíamos para beber y comer algo moriríamos allí mismo, sin testigos.

Estábamos en el puerto de Somport, en la frontera entre Francia y España, fue lo primero que leí cuando salimos de aquel cubículo que nos había mantenido ocultas todo el viaje, y en el que tuvimos que hacer nuestras necesidades a pesar de la vergüenza. De nuevo echamos a correr hacia la parte abandonada de aquellas vías de tren.

—¡Alto, niñas! —oímos a nuestra espalda—, ¿no querréis que os pillen?

—Usted…, ¿no va a delatarnos?

—¿Delataros?, no. Llevo semanas esperando vuestra llegada. Perdí la esperanza cuando os capturaron en la frontera de Alemania con Francia; pero, hace tres días, mis compañeros me dijeron que las niñas que habían sido atrapadas a orillas de Rin habían logrado escapar de nuevo en un camión de la SS, y supe que vendríais hasta aquí. Venid conmigo, soy amigo de Gabriel, vuestro difunto padre,

No sé aun si fue el miedo a continuar solas o escuchar el nombre de nuestro padre lo que nos hizo seguir a aquel señor, pero lo hicimos. Un rato después, ya a salvo de miradas, nos dijo que a nuestros padres les habían disparado en cuanto alguien les contó a los soldados de la SS que habían ayudado a huir a dos niñas, y que él era la vía de escape de papá, que nos sacaría de aquella tortura que entonces llamaron guerra, pero que sin duda era lo que hoy en día se conoce como Holocausto.

Resultó que aquel camión transportaba oro que los alemanes ofrecían a los españoles a cambio de Wolframio, y aquel señor era participe de aquel trapicheo solo como tapadera. Su misión desde hacía mucho tiempo era ayudar a los judíos a viajar hacia la estación de Canfranc, hacia la libertad. Y nosotras llegamos allí el 31 de diciembre de 1942, en el tren de la seis de la tarde. Allí estaban nuestros abuelos, esperándonos para llevarnos a casa.

Vanesa Sánchez Martín Mora

Imagen: Pixabay

Curando con sanguijuelas

De Las fragolinas de mis ayeres

Ya llevaba una semana vendiendo carbón en el Monte de la Carbonera mientras tú estabas de pastor en la Cruz del Pinarón. Esa noche se nos hizo muy tarde y cuando volvimos se me apoderó el cansancio. Menos mal que por la mañana me levanté antes de que saliera el sol y me dejé preparada la cena de los criados, que se la llevaron a sus casas en las alforjas. Como tú estabas de pastor y no pensabas volver en una quincena, eché la tranca y me metí en la cama, sin desnudarme.

Aún no llevaba cuatro horas en la cama cuando oí los gritos de Francisco, un vecino que compartía contigo la paridera de ganado.

—Teodora, abre de una puta vez o echamos la puerta abajo.

—Ya voy, ya voy. —Mientras quitaba la tranca—. ¿A qué vienen esos modales?

—Abre y no te alargues. Mira que te traemos a tu marido en parihuelas. Que al poco de cenar le ha dado un torzón.

—¡Ay, mi Resti, podrías haber esperado un poco más! Ya sabes que estos días tengo mucho trajín con el carbón y no puedo con mi alma.

—Tú no podrás con tu alma, pero nosotros nos acabábamos de dormir y casi no nos hemos dado cuenta —dijo Francisco—. Gracias a que los perros han echado a ladrar.

Los cuatro pastores que te trajeron te dejaron encima de la cama, que estaba hecha un revoltijo. Yo, sin saber qué hacer, daba vueltas alrededor. De vez en cuando te estiraba las sábanas y te decía sin parar: “¡Estoy muy harta, Restituto! Cada semana me tienes que dar un soponcio. Ahora a ver qué mosca te ha picado ahora”. Los pastores se quedaron como pasmarotes contra la pared y, en estas, llegó el médico, al que habían mandado aviso antes de llegar a nuestra casa. Don Amancio te puso la oreja en el pecho y después te hizo ventosas con un vaso.

—Bueno, parece que no va a ser nada grave. Ahora necesita estar tranquilo. Poco a poco irá recuperando el pulso. —Se volvió hacia mí—. Teodora, antes de mediodía vendré a darme una vuelta y, si no ha vuelto en sí, le haré unos cortes y le pondré unas sanguijuelas. A ver si consigo que le baje la sangre de la cabeza.

Los despedí a todos y mientras te arreglaba la cama no paré de rezongar.

—Es que te tenía que pasar… Mira que te lo había advertido un montón de veces. Y tú a la tuya… Si protesta Teodora, ya se le pasará. Pero esta vez has ido muy lejos y este susto no te lo perdonaré en la vida.

Como había hecho don Amancio, coloque la oreja en tu pecho, pero no te oía los latidos del corazón. Entonces me entraron los sudores.

—Oye, ¿no la irás a palmar ahora?

Me asomé a la ventana a que me diera el aire.

—Que no, que no… que no tienes remedio. Seguro que anoche despellejaste alguna cabra. De esas que dices que se te caen por los peñascos, y te diste un atracón. Que eres el pastor más tonto que conozco. Cada día tenemos menos cabras.

Me volví y me pareció que estabas mirando al techo.

—No, no pongas los ojos en blanco, no te hagas el moca muerta. Que nos conocemos bien y aún tiene que nacer un hombre con menos… que tú. ¡Eso! A los de casa Vilantona os parece que podéis con todo. Pero tú no puedes con nada. Siempre te tengo que sacar las castañas del fuego.

Te dejé solo y bajé a la cuadra a hacer mis necesidades. No sé si con tantos refajos o con el calor de los animales, sentí que me ahogaban los sofocos. No podía seguir callando más. Pero, ¿a quién le podría contar todo lo nuestro? Pues solo a ti. Y ya que había empezado me ibas a oír hasta el final.

—Ya sé que todos hablan mal de mí y también sé que tú te lo has creído. ¿O es que crees que no me entero de las habladurías? Unos dicen que me tiro a los maquis, otros que a la guardia civil y otros a que a los carboneros. Que no le hago asco a nada. ¡Pues sí! Entérate de una vez. Que buena honra a mis carnes, que con tu cachaza comeríamos ruejos del Arba.

En ese momento cerraste un poco los ojos y yo aproveché para arremeter con más fuerza.

—Ahora no te hagas ni el enfermo ni aparentes lo que no eres. Parece que estás con un pie en el más allá, pero no, a mí no me la pegas más. Sé que aún te quedan muchos redaños.

Entonces de una tirada me salió lo que se me clavaba en el pecho desde hacía tantos años. Te dije que la noche de bodas ya noté que llegabas fresco y con poca pasión. Que me había costado mucho saber qué te pasaba hasta que indagué lo de la Cabrera. Una moza del pueblo de al lado que se había hecho con el mayor rebaño de cabras de la redolada. Hasta en la panadería comentaban que los hombres de estos pueblos estabais como posesos. Y yo sin caer en la cuenta. ¡Tonta de mí! Me miraba mis carnes prietas y no entendía que no te atrajeran. De repente entendí por qué nos desaparecían tantas cabras. ¡No me podía creer que tú también le pagaras con cabras!

Entonces me decidí. Aún podía disfrutar de mi cuerpo y sacar un buen jornal. Si ella había conseguido un buen rebaño, yo iba a conseguir una de las mejores haciendas. Y como era tiempo de los maquis, me saqué mis buenos duros amadeos de plata, esos que circularon en la II República y que luego ya no valían. Pero a mí, en una casa de empeños, me pagaron un buen dineral a peso. Tú veías cómo aumentaban las arcas y callabas.

¿O es que te creías que sacaba tanto dinero del carbón? Pues ya ves, todo fue gracias a que contentaba a todos. Los carboneros solo trabajaban por una muda limpia al mes, por unos panes y por mis favores. Y tú mirando para otro lado.

 Pues que sepas que ahora que voy entrando en años ya no puedo más. Que nuestra hija que en paz descanse llevaba nuestro apellido, pero ni yo sabría decir quién era su padre.

En esas estábamos cuando oí al médico que subía las escaleras. Me pidió un barreño de sangrar. Te puso unas cuantas sanguijuelas en el cuello y echó otras en el bacín. A continuación te hizo una incisión en el cuello.

A medida que se iban engordando los bichos y caía sangre al lebrillo, comenzaste a removerte. En ese momento me dijo el médico: “Ten paciencia, Teodora, volveré dentro de un rato. Tú marido va a salir de esta”.

Eso ya no lo pude soportar. Habría preferido que te hubieran traído muerto. “Sí, tu marido saldrá de esta”. Pero se calló que te había dado un paralís y que yo tendría que cargar con un tullido que se había pasado la vida dando placer a otras mujeres.

Recordé lo que decía mi abuela que en paz descanse: “No hay remedio más aparente que un par de sanguijuelas para calmar los golpes de sangre que traen al paralís”.

Cogí la navaja ensangrentada que se había dejado preparada al lado de la bacinilla y, con cuidado, hice la incisión más profunda. Inmediatamente vi que me había pasado. Salía la sangre a borbotones y no había bastantes sangoneras para chuparla toda. Entonces me puse a rezar: “Señor, haz que  don Amancio se retrase”. Fui apartando los bichos que había de reserva en el barreño y eché la sangre en un pozal. Bajé a la cuadra y la tire en el fiemo, entre las patas de la caballerías.

Cuando llegó el médico las sanguijuelas se habían reventado y tú estabas extasiado, mirando al techo con los ojos muy abiertos. Yo me tapaba la cara con las manos y bisbiseaba el Yo pecador.

Carmen Romeo Pemán