Por ti, por mí, por ella

—¿De verdad te parece buena idea? —preguntó Jaime con una sonrisa.
—Sí, claro… Si no, no te lo hubiera dicho.
—Ya.
Jaime lo dejó ahí. Mercedes se acarició la barriga. Faltaba menos de un mes para el parto, ¡qué ganas de verle la cara a su niña!
—A ver, Jaime, —Notó una patada y sonrió—, no estoy diciendo que vaya a empezar a trabajar enseguida, solo digo que puedo darme de alta en la bolsa de trabajo. Posiblemente pasarán meses antes de que me llamen, si me llaman. Tiempo suficiente para dejar a la nena más mayorcita.
—¿Y el pecho? ¿Has cambiado de opinión sobre eso?
—Que no, hombre, no te pongas así. Pienso dárselo y lo sabes.
—No hace falta que te pongas a trabajar. Puedo hablar con Jacinto, él tiene siempre la última palabra en las decisiones de la junta directiva de la empresa y todavía no ha hecho público que la subdirección se la va a dar a Marcos. Y yo no he comentado nada de tu embarazo en el trabajo porque no me gusta darle tres cuartos al pregonero. Jacinto le debe muchos favores a mi padre. Puedo decirles a mamá y a él que lo inviten a comer o a tomar café, si quieres, y que, como quien no quiere la cosa, que saquen el tema de que van a ser abuelos. No hace falta ni que vayamos nosotros también, que no parezca que queremos presionar o que…
—Que no, Jaime, que no es por eso.
—¿Entonces, por qué ese antojo de volver a trabajar? Si no es por el dinero…
—Es por… —Mercedes se toca la barriga de nuevo—, es por mí, por nosotros. Quiero que mi hija esté orgullosa de su madre cuando crezca y que…
—Cuando crezca ¿cómo?, ¿sin una madre? Porque si la va a criar una persona extraña ya me dirás tú. Yo me siento orgulloso de mi madre, y toda la vida ha sido solo eso: madre y esposa. Y creo que lo ha hecho genial.
Mercedes se muerde la lengua. Como entre al trapo con el tema de la suegra, pierde la batalla, fijo. Coge la mano de Jaime y se la lleva al vientre:
—Mira cómo se mueve, cariño, ¿la notas? Va a ser una guerrillera.
—Claro. —Jaime agacha la cabeza y deja un beso en la tripa—. Chiquitina, dile a tu madre que sea buena y no te deje sola.
Mercedes se pone de pie con más brusquedad de la que quería. Para disimular, se acerca a la encimera de la cocina y se sirve un vaso de agua.
—No la voy a dejar sola, Jaime, no digas tonterías.
—Pues ya me dirás tú qué vas a hacer si te pones a trabajar. Alguien tendrá que estar con la niña, ¿no?
—A ver, mis padres trabajaban los dos y también creo que lo hicieron genial, ¿no?
Nada más decirlo, Mercedes se da cuenta de su error. Jaime también, claro, y no desaprovecha la ventaja.
—¿Genial, dices? Ya. La que lo hizo genial fuiste tú. Ser la mayor de los cinco no les daba derecho a que te pidieran que hicieras de madre con tus hermanos. Y, además, nuestra hija no tiene más hermanos por ahora, así que… ya me dirás —repite.
—¿Entonces para qué he estudiado una carrera? ¿Eh?
—Pero, Merce, no te pongas así. Si yo estoy muy orgulloso de ti, cariño. Has trabajado como una mula toda tu vida, has tenido que sacarte la carrera mientras cuidabas de cinco críos, sacaste una notaza estupenda en el MIR… ¿te parece poco todo eso? Te has ganado a pulso descansar un poco, ya va siendo hora de que alguien se preocupe por ti en lugar de preocuparte tú por los demás.
—Pues por eso. Empezar a trabajar sería como ocuparme de mí.
—Para eso ya estoy yo, mujer. ¿Pero y nuestra niña? ¿Quién se iba a ocupar de nuestra hija?
—Jaime, cuando me pediste que nos casáramos quedamos en que yo trabajaría.
—Sí, pero no contábamos con que te quedarías embarazada antes de lo que pensábamos.
—No tiene nada que ver.
—Sí que lo tiene, Mercedes. Tenemos una hija en camino. Tenemos dinero más que suficiente para vivir. Si crees que vamos a necesitar más, le diré a mi padre que hable con Jacinto para que me suba el sueldo. Seguro que le dice que sí.
—¿No lo entiendes, Jaime?
—Y, además, no quiero a nadie extraño en mi casa.
Mercedes da un sorbo de agua sin sed, solo para ganar tiempo. Debió meditarlo antes de sacar el tema de conversación, pero es que desde hace unos días es incapaz de pensar en otra cosa. Cuando Jaime le propuso cambiar los anticonceptivos por el preservativo le pareció bien. Pero ha estudiado medicina, sabe que los controles de calidad en temas de farmacia son muy buenos, y sabe que no es tan fácil que haya preservativos pinchados. Y está feliz con su embarazo, sorprendentemente feliz. No se lo esperaban, claro, se suponía que los niños vendrían al cabo de tres o cuatro años, pero cuando ocurrió le pareció un regalo inesperado.
De hecho, pensó Mercedes hace unos días, es extraño que los dos lo encajaran tan bien. Sobre todo, Jaime.
Y ese pensamiento y otros por el estilo son los que, de noche, la hacen dar vueltas en la cama. Aunque le echa la culpa a la tripa, sabe que el motivo no está en su útero, sino en su cabeza.
Mira a Jaime y lo ve rascarse detrás de la oreja. Siempre hace eso cuando va a decir algo que tiene pensado desde hace tiempo. La niña, en la tripa, se revuelve más de la cuenta.
—Pues mira, Mercedes, si te pones así, no sé cómo voy a impedirlo. Pero le diré a mamá que se venga a casa. Ella sola, o, si quiere, que se venga también papá. Por lo menos durante el primer año. No quiero que a mi hija la eduque una extraña.
—Ya veremos.
Jaime se levanta y abraza a su mujer por la espalda.
—Ea, Merce. Esa es mi condición, y así todos contentos. No discutamos más, ¿vale?
Mercedes no contesta. Le da otro sorbo al vaso de agua y se acaricia la barriga una vez más. Jaime no se ha dado cuenta, pero el gesto de rascarse la oreja lo ha delatado. A saber cuanto tiempo lleva esperando para dejar caer lo de que su suegra se instale en la casa. La niña, en la tripa, le da una patada tan fuerte que casi le duele y a Mercedes le parece que su chiquitina le está leyendo el pensamiento.
Mañana echará los papeles a la bolsa de trabajo. Y ojalá la llamen incluso antes de dar a luz. Recuerda que la baja maternal existe. Que su madre se va a jubilar en unos meses. Y que, en casa de sus padres, la habitación de sus dos hermanos menores está vacía desde que Pedro se casó y Santi se fue a vivir con su novia.
Su niña estará orgullosa de su madre. Vaya que sí.

Adela Castañón

Imagen de Andi Graf en Pixabay

El niño jorobado

Martín decidió escaparse esa noche. Al día siguiente cumpliría seis años y la nueva mujer de su padre lo había preparado todo para que empezara a ir a la escuela. Echaba de menos a su madre. El año que habían pasado solos su padre y él había sido duro, la falta de mamá se notaba en todo, era como si hiciera más frío en la casa aunque encendieran la chimenea. Por las noches se inventaba conjuros y movía las agujas del reloj de cuco hacia atrás hasta quedarse rendido, esperando que al día siguiente hubieran regresado los tiempos en que se sentía como si siempre fuera verano porque, aunque nevara en la calle, su madre estaba junto a él. Pero el tiempo seguía avanzando pese a sus esfuerzos. Cuando su padre volvió a casarse, le dijo que sería bueno para todos tener otra vez a una mujer en casa, pero Martín no lo veía así. Papá le dijo que tenía que empezar a ir a la escuela, y él creía que la idea había sido de su madrastra. Ella quería librarse de él, y él estaba cansado de ella. Y por mucho que lo arropara por las noches y preparara sus comidas favoritas, él no pensaba dejarse engañar.

Esa noche no se molestó en hacer girar las agujas; tenía claro que eso no le iba a funcionar. Cuando escuchó roncar a su padre y su madrastra, se levantó y salió despacio y en silencio para adentrarse en el bosque.

Había paseado muchas veces entre los árboles con su madre cuando ella vivía, pero ahora parecían más grandes, más oscuros y, en lugar de cantar con el viento, emitían gruñidos sordos, como si les provocara urticaria ver a Martín paseando entre sus troncos. En el cielo, la luna miraba hacia abajo con unos cuernos de plata que le recordaron al niño la hoz con la que su padre arrancaba las malas hierbas del huerto. Los dientes le castañearon, pero no le importó porque eso tapaba algunos ruidos desconocidos que hacían que las rodillas le chocaran entre ellas y sonaran casi más fuerte que los dientes.

Empezó a caminar más deprisa y de pronto, al apartar unas ramas, se dio de bruces con un niño que tenía una enorme joroba en el lado derecho de la espalda. Gritó sin poder evitarlo, y el jorobado hizo lo mismo.

—¿Quién eres? —preguntaron los dos a la vez.

Guardaron silencio durante unos segundos eternos, y volvieron a hablar al mismo tiempo:

—Martín —respondieron.

El Martín que no tenía joroba se tocó la espalda y suspiró aliviado al ver que no le había crecido nada allí. Al otro, le bastó mirarse de reojo para reconocer su chepa.

—Me he escapado de mi casa —dijo uno, no importa cuál.

—Yo también —contestó el otro.

Intercambiaron una sonrisa y los dientes, al brillar, hicieron que la noche les pareciera menos oscura. A pocos metros de donde estaban vieron un árbol muy grande y se acercaron hasta él. En la base del tronco había un agujero enorme con dos hendiduras anchas. Los dos estaban cansados, así que, sin decirse nada, se acomodaron en ellas y empezaron a hablar y a contarse sus vidas. El jorobado le dijo que a él le hacían trabajar en la granja de su padre y que su ilusión era ir a la escuela. Al Martín que no tenía joroba le pareció que esa vida, rodeado de animales y pasando todo el tiempo al aire libre, debía de ser una aventura apasionante. Le habló al otro Martín de cómo echaba de menos a su madre, y le dijo que pensaba que ahora su padre y su madrastra querían tenerlo fuera de casa con la excusa de la escuela. Al terminar de charlar les entró sueño, así que suspiraron a la vez y se reclinaron cada uno en su hueco del tronco. Sus cuerpos se amoldaban a las hendiduras como si fueran nidos hechos a medida para los dos, y el sueño los venció pronto.

La salida del sol los despertó al mismo tiempo. Se pusieron en pie, se desperezaron y se miraron sorprendidos: El Martín jorobado tenía ahora la espalda recta del otro Martín, sus ojos y su cara. ¡Era una copia exacta! Y el otro, al mirar de reojo, descubrió en su espalda una joroba y vio que llevaba puesta incluso la ropa de su amigo. Se quedaron durante un buen rato sin saber qué hacer y, al final, decidieron que, puesto que al fin y al cabo tenían la posibilidad de vivir sus vidas soñadas, no iban a desaprovecharla.

Se despidieron con un abrazo y cada uno tomó el camino hacia la casa del otro. El Martín de ciudad se sentía extraño con la joroba, pero decidió ignorarlo. Se acercó a la granja justo cuando cantaba el gallo, y, con las prisas por entrar pronto en la granja para meterse en la cama que su amigo había dejado vacía, pisó una boñiga de vaca. Arrugó la nariz y escondió la cara en el codo para no hacer ruido con la carcajada que había estado a punto de soltar. Al poco rato escuchó ruidos junto a la chimenea de la cocina y supo que era hora de levantarse. Sabía lo que tenía que hacer, aunque no entendía muy bien cómo era posible eso. Se encogió de hombros, lo importante era que nadie había descubierto la suplantación.

Empezó la faena echando de comer a los pollos y a los patos y se llevó algún que otro picotazo por estar distraído pensando en cómo irían las cosas por su casa. Después tocó cepillar a los caballos, salir a varear aceitunas y acarrear abono desde el granero hasta uno de los campos. A mediodía le dolían todos los huesos del cuerpo y la joroba parecía haber aumentado de tamaño. Por la tarde la cosa no solo no mejoró, sino que le pareció que todas las labores eran todavía más pesadas que las de la mañana. Cuando se fue a la cama estaba tan cansado que no lograba conciliar el sueño. Esperó hasta que el granjero y su mujer estuvieron dormidos, y salió con el mismo sigilo con el que había salido de su casa la noche anterior. Anduvo por el bosque desorientado hasta que, a punto de echarse a llorar, encontró el árbol en el que había descansado con el otro Martín. Se hizo un ovillo y acomodó su joroba en el hueco donde había descansado su amigo y lloró hasta que lo venció el sueño.

Por la mañana lo despertó el frío. Debía de haberse movido mucho en sueños, porque tenía la camisa toda arremangada. Se puso de pie, la estiró y, movido por un impulso, giró la cabeza. ¡La joroba había desaparecido! Se frotó los ojos, ¡volvía a tener su ropa puesta! Parpadeó varias veces y al mirar al árbol no pudo creer lo que veía: el hueco donde habían descansado la noche antes su amigo y él había desaparecido. Solo quedaba una fina línea, como un óvalo, igual que si algo con forma de joroba hubiera rellenado la oquedad. Y en el centro del óvalo, había una hoja pegada al tronco como si una resina invisible la sujetara. Martín se acercó y agradeció que su madre le hubiera enseñado a leer antes de irse al cielo. Era una nota del otro Martín, lo supo porque la letra era igual de redonda que la suya, la que mamá le había enseñado con las caligrafías de Rubio, aunque la nota no llevara firma.

Martín se rascó la cabeza y alargó la mano para coger la hoja de papel, porque le pareció que había algo escrito por detrás. Pero nada más despegarla del tronco, la hoja voló y desapareció en el cielo.

Entonces Martín tomó aire muy despacio y recordó lo que su madre le decía a menudo: “piensa, hijo, que la cabeza está para algo más que para sujetar el pelo”. Sabía que el sol salía por el lado de su casa y se ponía por el lado del bosque, así que empezó a caminar decidido hacia donde amanecía, rezando para que saliera pronto el faro amarillo que lo devolvería a su casa.

Cuando llegó, su padre y su madrastra no se habían levantado todavía. Entró como se fue, sin hacer ruido, y pensando en qué explicaciones le daría al otro Martín cuando lo encontrara en su cama, pero cuando llegó a su dormitorio lo encontró vacío. El uniforme escolar, sus libretas dentro de la cartera, sus zapatos abrillantados… todo estaba igual que cuando se fue. Y del Martín jorobado no había ni rastro.

Se metió en la cama y cerró los ojos. Miró la foto de su madre que siempre tenía en la mesilla de noche, y le pareció que le guiñaba un ojo y le tiraba un beso con la mano.

Entonces sonrió y se durmió profundamente, sin llantos, ni sueños ni pesadillas. Al día siguiente, además de empezar a ir a la escuela, iba a cumplir seis años. Al despertarse, sería ya un niño mayor.

Adela Castañón

Foto de Eduardo Barrios en Unsplash

La niebla

La niebla empezó a invadir el mundo, y el mundo no se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde. Los primeros en notarlo fueron los animales, pero sus dueños no supieron darse cuenta de las señales y, si alguno lo hizo, tampoco le dio importancia. A gatos y perros se les erizaba el pelo del lomo, acudían a la voz que los llamaba desde las esquinas de una habitación, o buscaban refugio en el susurro que se escurría desde debajo de las camas y les siseaba que allí, tal vez, estarían seguros y la niebla no los alcanzaría.

Los humanos seguían cabalgando el calendario a lomos de sus coches, de trenes y autobuses, dentro de la gigantesca batidora del tiempo que los hacía girar sin que fueran conscientes de los cambios que los devoraban poco a poco. Eran cambios tan sutiles que no los relacionaban con la niebla.

Algunos empezaban a ver el mundo como a través de un velo desgastado. Los médicos les decían que seguramente tenían cataratas, y entonces ya no se extrañaban ni les asustaba esa ceguera progresiva, porque había pasado por la pila de bautismo de la ciencia y, al ponerle nombre, dejaba de ser una amenaza.

Otros se quejaban de una sensación molesta y poco definida, la tela de la ropa les molestaba, los ruidos del tráfico se paseaban por la piel de sus brazos y les provocaban un cosquilleo desagradable, como si arañas invisibles circularan por sus miembros igual que ellos hacían por las autopistas. A veces aparecía en alguna parte del cuerpo un sarpullido con un leve olor a ciénaga, pero también los médicos tenían un nombre para eso, alergia. Y, con el nombre, llegaba la parálisis mental, esa que apagaba el interruptor que el miedo mantiene encendido, y los afectados se relajaban y se atiborraban de antihistamínicos que, aunque no los curaban, aumentaban su sopor y su falsa seguridad.

En algunos casos la niebla se colaba por los oídos de la gente, que dejaba de escuchar tan poco a poco que, antes de llegar a darse cuenta, se habían dormido mecidos por las olas del silencio nebuloso en el que flotaban. La niebla empujaba a los recuerdos hacia atrás y terminaban por creer que de nuevo estaban inmersos en el líquido amniótico, y se iban quedando en sus casas, y en sus camas, y se enroscaban sobre sí mismos y así se quedaban, en posición fetal. Y a sus perros y a sus gatos se les erizaba más el pelo y huían de debajo de las camas porque ya no se encontraban seguros ni allí.

Cuando ya no quedaron criaturas vivas en las que hospedarse, la niebla empezó a apoderarse de las cosas. Lo hacía con más velocidad que cuando se nutría de personas y animales, porque las cosas no calmaban el hambre de la niebla con tanta facilidad. Primero fueron los bosques, luego la arena del desierto y, por último, las casas y los objetos que tanto enorgullecían a los hombres por haberlos creado.

La prisa tuvo un efecto sobre la niebla, y es que la volvió descuidada. Ya no era sigilosa, ni lenta, porque los objetos no se resistían a su encantamiento. Y entonces, un día, la niebla cometió su primer y único error: se coló entre las páginas de un libro escrito en braille. Estaba cansada por haber corrido tanto y aburrida porque ya le quedaba poco con lo que divertirse, así que decidió echarse una siesta y se durmió arropada por los folios. El libro era propiedad del único niño que quedaba en la tierra inmune a la niebla. El niño era ciego y sordo, y vivía en sus libros las vidas que los demás habían dejado escapar por no estar en guardia cuando la niebla llegó. Cuando la niebla se durmió, sus defensas se relajaron y sus sueños y su memoria empaparon los puntos y las rayas de las páginas. Así fue como el pequeño se enteró de lo que había pasado en el mundo.

El niño se quedó quieto durante mucho rato. Él sabía que la prisa no era buena, acababa de confirmarlo con lo que le había pasado a la niebla, así que no quiso precipitarse. Seguía leyendo con los dedos su libro, como hacía a diario, y comprobó que la niebla, confiada, se dormía allí noche tras noche. Entonces tomó una decisión.

Cada medianoche escribía una página con su máquina braille. Tecleaba con mucho cuidado puntos y letras para formar palabras y frases que luego imprimía. Llenó páginas y páginas con los encantamientos de muchos de los libros que había leído hasta entonces, y, cada noche, colocaba uno de los folios entre las páginas del libro en el que la niebla, ajena a todo, dejaba escapar ronquidos húmedos que sonaban como un chapoteo. Cuando el niño metía uno de sus folios, arrancaba con mucho cuidado otra de las páginas que la niebla utilizaba como abrigo y así, poco a poco, con paciencia y con constancia, consiguió ir cambiando la historia escrita.

Un día de tormenta cayó un rayo cerca de la casa y la niebla despertó antes de tiempo por culpa del ruido. Sobresaltada, sintió pánico al verse desnuda. Se removió asustada en busca de sus recuerdos y de su memoria, y suspiró con alivio al darse cuenta de que las páginas estaban húmedas. Gorgoteó y se removió hasta sentir que volvía a recubrirse de piel. Lo hizo tan rápido que no se dio cuenta de que se estaba vistiendo en realidad con otra ropa, la que el niño había tejido para ella con sus puntos y su escritura. Y, cuando vino a notar algo extraño, ya era tarde. La historia que el niño había escrito la había envuelto y la tenía atrapada, ya no se acordaba de que era todopoderosa, ni de que el mundo había sido suyo. Solo sabía que era eso, niebla, la niebla que todos conocemos. Únicamente quedó un pequeño recuerdo que se había pegado a una de las nuevas páginas del libro del niño. Cuando la niebla encontró ese recuerdo, comprendió que había sido víctima de su exceso de confianza y ahora se había convertido en gusano después de haber sido un dragón. Empezó a llorar y a hacerse más pequeña a medida que lloraba. En cada lágrima perdía un poco más de su poder, y todos aquellos a los que había conquistado iban regresando al mundo, otra vez libre de niebla.

La Tierra volvió a poblarse poco a poco, la gente iba despertando como si hubieran vivido dentro del cuento de la Bella Durmiente y hubieran estado cien años con los ojos cerrados. Nadie recordaba muy bien lo que había pasado, solo el niño lo sabía.

Un día, en su colegio, la maestra pidió a cada uno de los alumnos que inventaran un cuento y el niño relató esta historia que no había compartido con nadie. A la maestra le gustó tanto que lo escribió en el alfabeto tradicional. Y por eso ahora ya sabéis algunos cómo esta historia dejó de ser un secreto.

Adela Castañón


Imagen de Stefan Keller en Pixabay

Las cadenas

Alba sudaba, pese a que ese diciembre hacía más frío que otros años. O eso le parecía a ella. Entró en el dormitorio de su madre mirando a su alrededor en estado de alerta. Solo podía contar con sus ojos. En los oídos le retumbaba un redoble de tambor, como si mil caballos al galope estuvieran invadiendo el centro de su pecho. Ya sería mala suerte que justo esa tarde su madre regresara antes de la cita con Sombra. Así llamaba ella al amigo de su madre, Sombra. Porque se empeñaba en sentarse en el sillón de papá, en beber en el vaso de papá, en llamarla Peque, igual que la llamaba papá, pero lo único que conseguía con eso era oscurecerse, convertirse en una sombra frente la luz del recuerdo de su padre muerto.

Se acercó despacio al joyero que había sobre la cómoda y lo abrió. Allí estaba. La cadenita de oro que le habían regalado papá y ella a mamá la navidad anterior, aquella navidad tan lejana que parecía haber ocurrido hacía siglos y siglos. Salieron en secreto papá y ella para hacerse las fotos que luego, reducidas al tamaño de una moneda de cinco céntimos, llevaron a la joyería donde las colocaron dentro del colgante, un círculo también de oro, que al abrirse mostraba las dos imágenes.

Papá había bromeado cuando lo compraron. Camino a casa, con el paquete oculto en el bolsillo de su abrigo, le había dicho:

—A mamá le va a encantar el regalo, Peque, ya lo verás. En la vida hay muchas cadenas, ¿sabes? Unas se ven y otras no, pero todas son importantes. La que le vamos a regalar es una cadena de amor. Cuando la lleve puesta, será como si tú y yo estuviéramos abrazados a su cuello, dándonos besos sin que ella se dé cuenta, y será una manera de estar juntos los tres. Pero eso no se lo diremos, será nuestro secreto.

A Alba le había encantado oír a papá. ¡Tenían tantos secretos compartidos! Como que papá le estaba enseñando a montar en bicicleta. O que le ponía cuatro cucharadas de azúcar en el Cola Cao cuando mamá no miraba. O que se comía a escondidas el tomate de la ensalada, que ella detestaba, pero que, según mamá, estaba lleno de vitaminas que le venían muy bien. O que le dejaba tener chocolatinas en la casita del jardín sin que mamá lo supiera.

Alba se mordió el labio para ahuyentar esos recuerdos que ahora la distraían. Sacó el colgante del joyero. Le costó abrochárselo porque los dedos le temblaban, pero lo consiguió al fin. Bajó a la cocina, sacó un tomate del frigorífico y, con la nariz arrugada, lo partió en rodajas, igual que hacía siempre mamá. Abrió una lata de atún, otra de aceitunas, y picó una lechuga que mezcló con el resto de los ingredientes. Lo regó todo con un chorrito de aceite y unas gotitas de vinagre, lo justito, como decía papá siempre, porque él era el que preparaba siempre la ensalada. Eso era lo último que le quedaba por llevar a la mesa baja del salón. Ya había puesto un centro pequeño con un ramito de violetas, las galletitas saladas y el queso en cuñas que había comprado con sus ahorros. Mamá compraba el queso entero, pero Alba no había querido cortarlo porque siempre le salía torcido. También había fregado con mucho cuidado las copas de cristal que solo se usaban en ocasiones especiales y que brillaban en la mesa, entre el centro de flores y el cestito con las rebanadas de pan.

Fue al baño, se peinó y se puso un poco de colonia detrás de las orejas, como hacía mamá todas las tardes antes de salir. Alisó una arruga inexistente en su vestido de flores y se sentó en el salón a esperar. Mamá y Sombra siempre pasaban allí un ratito cuando volvían de esos paseos que se habían convertido ya en una costumbre diaria y que cada día se prolongaban más. El día anterior, cuando Sombra se marchó, mamá le había acariciado la cara antes de hablar:

—Alba, tesoro, deberías ser más cariñosa con Raúl. Ha sido muy bueno con nosotras desde que papá… desde lo de papá. Sé que lo echas de menos, vida mía, yo también, mucho, muchísimo, pero a las dos nos viene bien que alguien cuide de nosotras ahora que él no está, ¿no crees?

Mamá lo había dejado ahí. Pareció que quería añadir algo más, pero se limitó a darle un beso en la frente y a levantarse con un suspiro para ir a preparar la cena. Alba se había quedado pensando en lo que mamá le dijo y, sobre todo, en lo que no le dijo. Y por eso había decidido sorprender a mamá y a Sombra esa tarde con una merienda. Quería demostrarle a mamá que las dos podían cuidarse solas, quería que mamá la mirase a ella más que a Sombra, que se fijara en cómo iba vestida, en lo que llevaba puesto. Que la viera comerse el tomate sin protestar.

La cara de mamá al entrar al salón seguida por Sombra despertó una tímida llama de calidez en el pecho de Alba. Su sonrisa la arropó como el pijama blanco de felpa, se levantó de la silla y fue a la cocina para regresar con una botella de vino y el sacacorchos, que dejó sobre la mesa porque no quería ofrecérselo al tal Raúl. Eso era pedirle demasiado.

Merendaron hablando de varias cosas los tres: del colegio, del frío de diciembre, de planes imprecisos para la navidad, del trabajo de mamá, del coche de él…

Al terminar de merendar su madre le dio un beso en la mejilla y Sombra le acarició el hombro con la mano. Alba se levantó, recogió las cosas y las llevó a la cocina. Tiró las sobras a la basura y fregó los cacharros mientras pensaba en el tomate que se había tragado haciendo un esfuerzo sin que nadie dijera nada, en la cadenita que había oscilado todo el tiempo sobre su escote sin que su madre se diera cuenta, en que Sombra se había ido de la casa más tarde que ningún día.

Esperó a que su madre se acostara. Cuando pensó que se había dormido, Alba se levantó en silencio, cogió la mochila que había dejado preparada, besó la miniatura de su padre en el colgante que no se había quitado del cuello y salió a la calle. Abrió la puerta del garaje y se acercó a la bicicleta de papá. Ya le llegaban los pies al suelo. Revisó que la cadena estuviera bien engrasada, como le había enseñado a él y, con la mochila colgada a su espalda, subió a la bicicleta y empezó a pedalear alejándose de su casa. Papá tenía razón. Había muchas cadenas que era mejor romper.

Adela Castañón

Imagen: Rudy and Peter Skitterians en Pixabay

Sentencia

No hace falta que me sujetéis por los codos, desgraciaos, no me van a flojear los remos. Tampoco hacían falta las esposas, pero sois funcionarios, qué sabréis vosotros de la vida. Sé de sobra adónde vamos, pero los tengo bien puestos. Seguro que a ti, payo, sí que te tiemblan ahora mismo las piernas. Te preguntaría si es la primera ejecución que vas a ver, pero, total, para qué. Debes de ser nuevo, os conozco a todos y a ti no te he visto en ningún turno de vigilancia.


¿Cómo coño llamarán al cuarto? ¿Sala de ejecuciones? ¿Habitación de la silla? ¿Y qué más me da cómo lo llamen?


¿Y por qué se me ocurren esas gilipolleces? ¿Será que no tengo cerebro para pensar en otra cosa en un momento así?


¿Habrán venido todos? ¿Y los otros?


Venga, Manuel, respira hondo, que ya estamos aquí.
Me cago en to. Este cuarto es lo más feo que he visto en mi puta vida. Y la silla es más fea todavía que el cuarto. Y las luces… ¿es que no había de más vatios? Joder, igual lo hacen para deslumbrar a posta. No distingo nada. Si no fuera por lo que es, me echaría a reír, pero mejor que no lo haga, vayan a creerse que soy un cagado.


Ahí están los guardias, joder, desde aquí huelo su miedo, que parece que saltan chispas en el pasillo. Funcionarios de mierda, os jiñáis solo de pensar que cualquiera de los que están ahí saque una faca.


Mierda, ya veo a los demás. Están todos. Mis Matagallos a la izquierda, mi gente, mi sangre. Cómo los quiero, está todo el clan, no llores, Manuel, por lo que más quieras, no llores. Mantén el tipo igual que están haciendo ellos. Y mira, ahí están también los cabrones de los Picapiedras, a la derecha. Venga, Manuel, aprieta los dientes, cojones, y pálmala como un hombre. No les regales a esos hijos de puta un espectáculo.


Ahí está mi Juanillo. Olé mi niño. Dieciséis años son pocos para convertirse en jefe del clan, que cuando yo me puse al frente acababa de cumplir los dieciocho y fui el más joven de la historia. Pero mi Juanillo, no, mi Juan, ahora ya es Juan, tiene los mismos cojones que yo. Di que sí, hijo, sujeta a tu madre del codo, igual que estos pringados me sujetan a mí, aunque a ella tampoco le haga falta. Mi Mercedes es mucha mujer. No les dará el gusto a esos hijos de puta Picapiedras de venirse abajo. Que su llanto es del de verdad, de agua y sal, y va por dentro, no como el vinagre que chorrea por los ojos de la cabrona de la Picapiedra esa, la Marcela, lágrimas de cocodrilo por su Rafa, que le dolerá, no digo que no le duela, que un hijo es un hijo, aunque su madre sea una puta, si sabré yo lo que duele un hijo, que no sé si mi Luci saldrá del coma o se morirá sin llegar a abrir los ojos… Hija puta, Marcela, tendrías que estar enseñando los dientes de rabia y de alegría al verme, al saber que voy a palmarla por haberme llevado por delante a ese cabrón de tu Rafa, que lo volvería a hacer una y mil veces por lo que le hizo a mi hija.


Debería haber aprovechado la oportunidad de la última visita. Debería haberme despedido. Pero eso hubiera matado a mi Mercedes, que no sé ni cómo le quedan lágrimas después de llorar tanto por la niña, Dios mío, que la Luci salga del coma, que se despierte, joder, aunque yo no lo vea. Si es verdad que estás ahí arriba, por lo menos haz eso. Me lo debes. Que yo ya voy a pagar con mi vida por haber hecho justicia, así que estamos en paz. Y te juro que si lo volviera a ver lo volvería a matar. ¿Sabes qué? Que ojalá me lo encuentre en el infierno y pueda volver a coserlo otra vez a puñaladas por lo que le hizo a mi Luci. Y tampoco te costaba tanto haber hecho el milagro de que mi niña se despertara, aunque fuera nada más que para poder restregárselo al Rafa por la puta boca cuando los dos nos estemos quemando vivos allí abajo.


Igual hubiera parado de apuñalarlo si se hubiera quedado callado. Pero es igual de bocazas que su padre. Míralo, Manuel, míralo. El Anselmo se ha echado de golpe veinte años encima. Me alegro. Me alegro de que haya venido, de verlo así. Ahora que se joda, que como la Marcela solo le dio un macho a ver quién va a mandar cuando él la espiche. Porque, además, mira que es fea la única hembra que tienen, igual de fea y de poca cosa que su madre, no como mi Luci, la niña de mis ojos, la alegría de mi casa, de mi Mercedes, de mi Juan, de mi Pedro y de mi Paco. Yo sí que dejo abonada mi tierra, malnacío, que eres un malnacío, Anselmo, y tenías que haber espabilado más al capullo de tu hijo, haberle enseñado que un hombre no abusa nunca en la vida de una mujer que no quiera abrirle las piernas. Que eso no es ser hombre, sino todo lo contrario. Y cuando yo di con él, cuando se meó por las patas abajo al ver que yo lo sabía todo, le perdió la boca. Porque cuando yo iba por la tercera puñalada tuvo que decir aquello de “¡Ojalá Lucía se muera de una puta vez!” Y ahí me cegué. Y ya no me bastaba con rajarlo y cortarle los huevos.


¿Qué os creíais, Picapiedras de mierda? ¿Qué no me iba a enterar?


Vuestro Rafa, vuestro asesino, sí, porque él sí que ha sido un asesino, ni siquiera supo terminar bien su faena. ¡Creerse que mi Luci ya estaba muerta y dejarla allí tirada, en el vertedero! ¡Cabronazo! ¡Hijo de puta! ¡Me cago en sus muertos!


Pero mi Luci es como su madre, es mucha Luci. No sé de dónde sacó las fuerzas para arrastrarse, ni sé cómo la encontró mi Juan medio muerta cuando trataba de llegar a casa. Antes de entrar en coma le dio tiempo de contarle a su hermano la verdad, Picapiedras cabrones. Lo único que mi niña quería era decirle al Rafa que la había dejado preñada el día que la violó. No quería más que eso. Escupirle en la cara.


¡Si mi Luci no se hubiera quedado en coma después de la paliza de ese desgraciado! ¡Si nos hubiera dicho, a su madre o a mí, lo que había pasado…! Aunque creo que hubiera dado lo mismo. Por más que estemos en el siglo XXI, la honra es la honra y hay cosas que solo se pagan con la sangre y con la vida.


¿Qué hubieras hecho, mi niña? Te habríamos apoyado en to, se hubiera hecho lo que tú quisieras, que no hay deshonra en lo que te hicieron nada más que para ese malnacido. Tú eres inocente, corazón mío, como inocente hubiera sido el niño o la niña que ese hijo de puta te sacó de la barriga a patadas. Pero eso sí que te dio tiempo de decírselo a tu hermano. Y menos mal que vi a Juan coger la faca, que, si no lo llego a ver, sería él el que estaría ahora aquí sentado, y tu madre no puede perder otro trozo de su vida, que igual tu hermana está ya con Dios y yo no he podido ni enterarme, y enterrar a dos hijos hubiera sido como enterrarse ella en vida.


¡Mi madre! ¿Cómo no te he visto, mama? ¡El alma del clan, y te has sentado al fondo! Que escucho desde aquí tu corazón a la par que el mío, que no sé cómo te han dejado venir. O sí, que les habrás dicho que tú fuiste la que me trajo al mundo y que tienes que estar conmigo cuando me vaya de él. Como si te oyera. ¡Mamá! Ayuda a la Mercedes, cuida de tus nietos, qué digo, si no hace falta que te lo pida, si lo estoy viendo en tus ojos desde aquí.


¿Y ahora qué coño pasa? ¿Quién es el tío que acaba de entrar? ¿Qué pinta aquí con un papel en la mano?


¡Guardias cabrones, sacad las pipas, imbéciles, que los Picapiedra se están levantando! ¿Qué?… ¿Qué hace ese otro tío corriendo por el pasillo? ¡Suelta a mi mujer, gilipollas, suéltala te digo!


¡Mercedes! ¡Mercedes! ¡Mierda! No puedo gritar, tengo la garganta llena de polvo, ¡Mercedes! ¡Mercedes!


—Manuel, ¡Manuel!


¡Suéltame, guardia cabrón! ¡Dile al cabrón de tu compañero que suelte a mi mujer! ¡Que no saquen las facas los Picapiedra! ¡Mercedes!


—¡Manuel! ¡Escúcheme, Manuel! El juez ha ordenado detener la ejecución. Van a revisar su caso.


¿Qué?


—Manuel, que no hay ejecución, ¡quédese quieto, coño!


¿Qué no hay ejecución? Pero ¿cómo es posible? ¿Por qué la han suspendío? Tié que haber pasao algo, pero el abogao no tenía más defensa pa mí, no había más testigos de toa la historia. La única que hubiera podío decir algo hubiera sío…


Mama, te lo juro, mama, no vuelvo a ponerte cara larga cuando reces el rosario. Que vas a tener razón en que hay un Dios. Que la única que podía decir algo más está en coma, pero ¿y si se ha despertao?


Dios, haz que me sujeten los guardias, por lo que más quieras, que ahora sí que las piernas no me sostienen más.


Que me maten o me enchironen otra vez, pero, por Dios, que me alguien me diga que mi Luci está despierta.

Adela Castañón


Imagen de rsossat en Pixabay

La casa nueva


Lunes:


Es el primer día en mi nuevo hogar. He dejado temblando la cuenta del banco con la hipoteca, pero lo he conseguido. Nada puede enturbiar mi alegría. ¡Mi primera casa! Me va a tocar chuparme la reforma yo sola, menos mal que siempre he sido manitas y no hay nada que se me resista. Es una de las cosas que le molestaba a Darío, que no lo necesitara para colgar un cuadro o cambiar una bombilla, y es que el amor puede resultar asfixiante a veces. En fin, el pasado ya no importa: tengo en la cocina la hornilla de camping y el colchón en el dormitorio, así que no necesito más para empezar mi nueva vida. La fontanería funciona genial a pesar de que la casa tiene no sé cuántos años, o igual es gracias a eso, que antes hacían las casas de otra manera. Empezaré por rascar el papel de las paredes, que da pena verlo. Iré de arriba abajo, así que declaro inaugurado mi diario y me voy a la buhardilla a empezar a trabajar.


Martes:


Ayer empecé a rascar el papel pintado por la esquina de la izquierda y me llevé una sorpresa. El primer trozo salió con facilidad, y debajo, sobre la pared, había algo escrito. La curiosidad me pudo y bajé a la cocina en busca de un trapo para limpiar el ojo de buey, que es lo único que da luz a la buhardilla. Tengo que acordarme de comprar una bombilla para este sitio, porque en cuanto oscurece cuesta trabajo ver bien, y más en días lluviosos como hoy, pero me entretuve tanto intentando descifrar lo que había escrito que se me hizo tarde para ir hasta una tienda. Vivir en un sitio tan aislado es un sueño, siempre quise algo así, pero también tiene sus inconvenientes. A pesar de que el cristal cierra de maravilla, a veces noto una corriente de aire que no sé de dónde viene.


Miércoles:


Mi casa debe de tener más años de los que yo suponía. Lo de la pared está escrito en un castellano muy antiguo, es como si estuviera leyendo una novela de época. La letra es redondeada, como de señorita de escuela privada. Pensé que sería alguna anotación aislada, pero empiezo a creer que ocupa toda la pared. Me da la sensación de que también es una especie de diario, como el que yo he empezado a escribir. Y he aplazado el resto de la reforma porque la historia me tiene enganchada. Parece que también en esa época, sea la que sea, existían los novios cabrones, porque lo que escribió la autora apunta todo en esa dirección: no la deja conceder bailes a otros caballeros, no quiere que vaya a comprar cintas y encajes (eso me ha hecho partirme de risa) ni siquiera con la gobernanta; solo quiere que salga con él. Al avanzar en la lectura me va entrando cada vez más frío, no soy supersticiosa, pero la criatura que escribió todo eso podría haber estado espiando mi vida hasta llegar aquí.


Jueves:


Esa tía era idiota, se dejó convencer para venir a ver esta casa por no discutir con sus padres. El capullo le ha pedido matrimonio y se la quiere camelar presumiendo de casoplón. ¡Pero, por muy buen partido que sea, hay que estar loca para ceder! ¡Jope! ¡El muy cabrón la ha encerrado en esta buhardilla! Anda que menos mal que yo no soy supersticiosa, porque el color de la tinta, con este tono de óxido que tiene, se me ha figurado que igual era sangre. ¡Menuda imaginación tengo! He seguido leyendo y ahora sí que se me han puesto los pelos de punta: el tío le ha dicho que vivirá aquí para siempre, como una reina, que él procurará que no le falte de nada, ¡pero no la deja salir y es el único que entra en esta zona! Mañana sin falta tengo que ir a comprar la bombilla. Estoy tan enganchada a la lectura que me paso las horas muertas aquí. A este paso no sé cuándo terminaré mi reforma.


Viernes:


Me parece que voy a dejar de arrancar el papel, y a taparlo todo con pintura impermeabilizada. Me estoy volviendo paranoica. Ayer leí que el monstruo, porque no lo puedo llamar de otra manera, le había hecho un poema a la pobre prisionera y me pareció que la corriente de aire era en realidad un susurro de alguien a mis espaldas. ¡Menudo susto me di! Se me quitaron las ganas de seguir leyendo y bajé por pies a la cocina para hacerme un chocolate caliente. Me vi de refilón en el espejo del pasillo, no parezco yo, con esos ojos desorbitados, con el pelo enmarañado. Mejor me doy una ducha y ya veré mañana cómo se le daba la poesía al cabronazo ese. La chica ha escrito con trazos más gruesos una sola palabra, toda en mayúsculas: ¡HUYE! Debe estar tan desesperada que ya habla consigo misma, pobrecilla, qué pena me da.


Sábado:


No puede ser. El poema alaba los ojos pardos de la chica y los puntitos verdes que rodean el iris, su pelo castaño, rizado y suave que le llega a los hombros, el lunar que tiene en la mejilla derecha y el antojo con forma de fresa que, desde que nació, es la única marca de su cuerpo perfecto y está en la muñeca izquierda. He parado de leer. No puede ser. Yo tengo un lunar así, y tengo esa marca, la tiene también mi abuela, la he visto en fotos de cuando era joven. Tengo que preguntar a mi madre por mi abuela, es curioso, no recuerdo que se hable de ella en la familia y solo sé que murió joven. ¿O que desapareció? ¡Pero qué tonterías pienso! Debería haber prestado más atención a las historias familiares, sé que tuvimos antepasados con dinero, pero… ¿esta casa…? Mejor sigo leyendo mañana, que a este paso acabaré loca.


Domingo:


El viernes debí hacer lo que pensé: pintarlo todo y clausurar esta buhardilla. Ahora es tarde. Esta mañana subí y terminé de leer el poema. Es la declaración de amor de un loco que promete repetir eternamente en el oído de la chica sus promesas de amor. La puerta se ha cerrado y no consigo abrirla, tengo las uñas destrozadas. Me equivoqué al no hablarle a nadie de la nueva casa porque primero quería sentirme segura. La soledad, que pensé que sería mi aliada, se ha convertido en mi enemiga.
Ahora la corriente de aire viene de todas partes. Y está cargada de susurros.

Adela Castañón


Imagen de Wolfgang Eckert en Pixabay

Sobre dos ruedas

Me levanto en silencio, trato de no despertar a Jorge, que ronca a mi lado. Ayer, mientras discutíamos, se bebió cuatro Johnny Walker bien servidos. Su límite está en dos. A partir de ahí, los ronquidos están garantizados. Y aún así me muevo con sigilo por la habitación. Saco del armario mis zapatillas deportivas y me acerco a la puerta del dormitorio con ellas en la mano. Tardo medio minuto en cerrar por fuera, el clic del picaporte apenas se escucha y suspiro muy despacio. Bajo descalza las escaleras, entro al garaje por la puerta de la cocina y descuelgo mi bici del gancho de la pared en el que lleva varios meses suspendida.

Regreso a la cocina. Prefiero salir por la puerta de la calle. La del garaje es demasiado ruidosa y además no he cogido el mando a distancia. Espero hasta alejarme de casa una distancia prudencial. Después de tantos meses es fácil que las ruedas chirríen al principio. Miro hacia atrás. No se ve ninguna luz y el alivio me hace soltar otro suspiro, esta vez algo ruidoso. Me subo en la bici y, después de casi un año, empiezo a pedalear. Al principio, mi cuerpo extraña un poco la vieja sensación de inestabilidad al ir sobre dos ruedas, me he acostumbrado al coche, con Jorge al volante y yo siempre de copiloto, a las rutas bien marcadas, sobre el asfalto, sin nada que haga peligrar mi equilibrio exterior. El interior es otra cosa, pero creo que no me había dado cuenta hasta ahora.

Tengo que decidirme. Alberto no deja de presionarme. Dice que está harto, que él ya ha dejado a su mujer por mí, y que ahora me toca a mí dar el paso. Pero yo no le prometí nada, no hemos firmado ningún contrato, le dije que esperase, que teníamos que pensarlo, que la precipitación no iba a llevarnos a ningún sitio, pero no. Tomó la decisión de manera unilateral. En eso es igual que Jorge, que siempre es quien elige a qué restaurante vamos, qué viaje haremos, qué nuevo aparato compraremos para la casa.

Pedaleo cada vez más deprisa. Me alejo de la urbanización por una de las calles laterales, entre dos casas, para no pasar por la barrera de la entrada aunque lo más probable es que el vigilante esté dando una cabezada a estas horas. No llevo nada encima, ni documentación, ni móvil, ni siquiera las llaves de casa, las he dejado detrás de la maceta que hay en la puerta del jardín. Si pudiera, ni siquiera llevaría puesto nada de ropa. Hasta mi propia piel me asfixia, ¿qué diablos me ha pasado? ¿Dónde, cuándo, me he perdido de mí misma?

No puedo seguir así. Alberto se lo ha jugado todo por mí, se lo debo. No para de repetírmelo y tiene razón. Debería sentirme contenta, él se va a ocupar de todo, ¡si hasta está pensando en hablar él con Jorge! Jura que cuidará de mí, pero eso es lo que también hace Jorge, o lo que hacía. ¡Ay, por favor, qué tonterías estoy pensando! Lo de Jorge ya han dejado de ser cuidados, ahora es otra cosa, ahora… me va a reventar la cabeza, no sé cómo llamar a lo que Jorge hace por mí, igual al principio sí que eran demostraciones de cariño, todo para protegerme, para hacer que me sintiera segura. Porque así es como yo me sentía, ¿o no? Segura, protegida, pero, entonces, ¿qué nombre le pongo ahora a lo de Alberto? Porque no es lo mismo que Jorge, ¿no? ¡Maldita memoria! Soy incapaz de recordar con objetividad cómo era todo antes. Y necesito aclararme, pero no hay manera. Me van a volver loca entre los dos.

La rueda delantera tropieza en un bache y estoy a punto de caerme. Me está bien empleado por ir así, a tontas y a locas, dejando que mis pensamientos me distraigan y sin fijarme en nada. Es curioso, a pesar de llevar un año viviendo aquí nunca había explorado esta zona. El camino es de tierra, apenas está marcado, y se bifurca cada dos por tres. Y no me había fijado en la abundancia de árboles. Bajo un poco el ritmo para mirar hacia el cielo unos segundos y freno de golpe. Estoy a punto de caerme, pero solo me doy un golpe con la barra en la ingle que me hace ver las estrellas. O eso quisiera yo, ver las estrellas. Porque cuando llegué a casa hacía una noche preciosa, despejada. Pero ahora, de pronto, me doy cuenta de que no sé dónde estoy, no veo el cielo y, sobre mi cabeza, solo distingo las sombras de árboles que se mueven y susurran. Aguzo el oído. Antes solo escuchaba de vez en cuando un chirrido al pedalear, pero el silencio se rompe con el ulular de un búho. Un perro aúlla a lo lejos. Siento alivio, los perros son sinónimos de civilización. De pronto, aunque la temperatura es cálida, el vello de los brazos se me eriza. Los lobos también aúllan. Y no sé cuántos kilómetros habré recorrido. Me miro la muñeca izquierda y recuerdo que no llevo reloj. Una rama cruje detrás de mí. Doy un salto y empiezo a pedalear como una loca, sin llegar ni siquiera a sentarme en el sillín.

Parece que el camino se estrecha, pienso que el faro de la bici ha perdido fuerza, aunque sé que es mi imaginación. Estoy perdida en todos los sentidos, literal y metafórico. Empiezo a llorar. Giro a tontas y a locas en cada cruce, en cada bifurcación. Cuando llego a ellas mis ojos me traicionan y veo flechas indicadoras inexistentes con los dos nombres: Alberto, Jorge. Derecha, Alberto. Izquierda, Jorge. Sé que son alucinaciones y sigo pedaleando, cada vez más perdida.

No sé cuánto tiempo ha pasado. Estoy helada. Hace rato que empecé a sudar y ahora las gotas de sudor sobre mi piel se han enfriado. Me bajo de la bicicleta. Vuelvo a mirar al cielo, y me da la impresión de que hay un leve atisbo de claridad. Respiro hondo un par de veces y observo lo que me rodea. Elijo un árbol que hay a unos tres metros, y trepo a él. Me muerdo el labio cuando una rama me araña la rodilla, pero me agarro al tronco con más fuerza. Ahora no puedo dejarme caer. De pronto, veo a mi izquierda, a no mucha distancia, una línea de plata que me parece una varita mágica. Es la autopista. Y sí, está empezando a amanecer.

Me bajo del árbol. El camino vuelve a tentarme con una encrucijada, pero lo ignoro. Sujeto la bici y me abro paso entre los matorrales. Empiezo a pensar en alternativas y, de pronto, se me ocurre una tercera vía, como esa autopista hacia la que me dirijo, y en la que solo estoy yo.

Adela Castañón

Imagen de pexels en Pixabay

Parapente

La mañana del martes, 14 de febrero, programé a la vez mi último capricho y mi suicidio.  Marga me había dejado destrozado hacía un mes al romper conmigo, mi trabajo se había resentido y mis ilusiones y mi ascenso en la empresa se esfumaron como el polvo en mitad de la tormenta que había sacudido mi vida.

Lo organicé todo: al día siguiente por la mañana volaría en parapente, al menos cumpliría mi sueño más antiguo, el que me acompañaba desde la infancia como una segunda piel. Por la tarde me metería en la bañera con el agua muy caliente, una copa de vino, el álbum de fotos y la cuchilla de afeitar. Un suicidio al estilo de un patricio romano sería una buena despedida, aunque no estaba seguro del todo de ser capaz de apretar la cuchilla. No le escribí a Marga ninguna carta. Mis últimos regalos para ella serían la culpa y la duda.

Llegué al club de parapente con tiempo. Mientras esperaba a que llegara la hora de mi vuelo, hice tiempo en el bar con un café con leche. A mi espalda, un tipo hablaba por el móvil.

—Tranquilo, campeón —decía—. Hoy volveré pronto, te prometo que llegaré a tiempo de soplar las velas contigo. —Hubo una pausa y una risa—. ¡Por supuesto que tengo un regalo para ti, no todos los días se cumplen ocho años, pero es una sorpresa, colega!

Miré hacia atrás de reojo. El tipo me daba la espalda. Llevaba puesta una cazadora marrón, con el cuello y los puños desgastados, y en el dorso de la mano que sujetaba el teléfono entreví el tatuaje de un delfín. Removí el café con la cucharilla y mis pensamientos se removieron a la vez hechos un torbellino. Había puesto mi vida en manos de Marga y ella me había cortado las alas sin importarle que yo cayera en picado.

Al poco rato, me dirigí hacia la zona que me habían indicado para mi vuelo final. Seguí las instrucciones del chico que me acomodó en el asiento. Me puso el casco y una especie de arnés, y enseguida escuché un “Hola” a mi espalda. “Soy su piloto”, me dijo el dueño de la voz, y añadió que yo no tenía que hacer nada, solo dejarme llevar, olvidarme de que él estaba sentado detrás y disfrutar de la experiencia. Asentí con la cabeza y despegamos.

Al principio todo fue bien. La previsión del tiempo había anunciado algo de viento, pero no tan fuerte como para interrumpir las salidas, según me habían dicho. Sin embargo, en cuestión de minutos, lo que había sido una leve brisa se convirtió en un vendaval que ninguna app de meteorología había previsto. El viento arrastró hacia nosotros una masa de nubes espesas, parecía que un alud de nieve se precipitaba sobre nuestras cabezas. El piloto era hábil, mantenía la estabilidad del aparato, pero lo que no esperábamos era encontrarnos dentro de la nube con una bandada de gaviotas de gran tamaño. Una de ellas se estrelló de lleno contra el pequeño motor de nuestro parapente, y la máquina empezó a girar sin control.

Caímos a tierra casi en picado. Yo tenía los dientes apretados en un rictus, mitad risa y mitad llanto. Al final me quedaría con la duda de si hubiera sido capaz o no de cortarme las venas.

—¡Levante los pies y agárrese fuerte! —escuché a mi espalda—. Voy a aprovechar esta puta ventolera para intentar planear. ¡Todavía tenemos una oportunidad!

Obedecí y me agarré a las correas con todas mis fuerzas. Cerré los ojos, de todos modos apenas veía nada entre la masa de nubes. La marcha fúnebre del aleteo de los pájaros quedó atrás cuando empezamos nuestra caída libre y ahora solo el aire silbaba en mis oídos y me hacía consciente del retumbar de mi corazón.

El golpe fue brutal, perdí el conocimiento, no sé si durante segundos, minutos u horas. Cuando me recuperé, vi brillar a mi lado un cristal afilado: el antifaz que me habían puesto antes del vuelo se había roto, y había un trozo de vidrio al alcance de mi mano. Moví despacio los brazos y las piernas sin sentir más que un dolor bastante soportable. Giré entonces el cuello hacia el otro lado. El piloto estaba sin sentido, o tal vez muerto. Se había dado la vuelta cuando estábamos llegando a tierra, haciendo que yo quedara encima de él, y su cuerpo absorbió toda la fuerza del impacto. Me dieron ganas de decirle que no había hecho falta su sacrificio, que me hubiera hecho un favor intentando salvarse él. Miré de nuevo hacia el cristal del otro lado, y lo agarré con firmeza. Al final, sí que iba a salirme con la mía, aunque fuera sin bañera, ni vino, ni fotos. Cuando estaba a punto de apretar el vidrio contra mi piel, un gemido me hizo mirar al piloto. Su pecho subía y bajaba muy despacio, y se llevó la mano derecha al cuello de la cazadora, que estaba tan desgastado como los puños. Miré con más atención y vi un delfín tatuado.

Solté el cristal muy despacio, y me di la vuelta. Observé el cielo, escuché el piar de algunos pájaros, una ráfaga de brisa me rozó la mejilla como la caricia de algún ángel invisible. Respiré hondo y sentí cómo el aire llegaba hasta mis pulmones. La barbilla me empezó a temblar.

Metí la mano en el bolsillo de mi propia cazadora y saqué el móvil. Lo desbloqueé con un dedo y comprobé que funcionaba. Entonces, cuando empecé a marcar el número de emergencias, me pregunté cuál sería el regalo de cumpleaños de un niño que esperaba soplar sus velas y empecé a llorar sintiéndome vivo.  

Adela Castañón

Imagen: Gerhard Bögner en Pixabay

El intruso

Cuentas los días para matarlo a sangre fría. Mientras tanto, intentas vivir, en silencio, mirando a la cara a los tuyos para disimular. Pero cuentas los días. Esperas. A veces, solo a veces, consigues dormir.

Vigilo tu sueño, tus ojos danzan como locos y hacen que tus párpados se muevan y vibren a toda velocidad. Entonces sé que estás en ese mundo gris en el que has ido un paso más allá, lo sé porque cuando estás despierta nunca sonríes, pero, cuando duermes, bajas la guardia y el inconsciente olvida cerrar una grieta por la que tu sonrisa se asoma a tu rostro, desesperada por una bocanada de oxígeno que le recuerde que aún existe. Y esa sonrisa me cuenta lo que tus labios se empeñan en callar y en negarme por mucho que te lo pida de mil maneras sin hablar, sin descubrirte que lo sé todo acerca de ese invitado no deseado que se ha colado en tu vida.

Cuando te despiertas, siempre lo haces boqueando, como un pez fuera del agua. ¿Dónde te sumerges mientras sueñas? ¿Compartes acaso con él o con ella ese líquido amniótico en el que reina el silencio? ¿Le hablas? ¿Te habla? ¿Qué os decís?

No sabes que los del laboratorio llamaron por teléfono antes de que llegara la carta con el resultado de la analítica. Dijeron tu nombre y yo me limité a responder “Sí”, como siempre que llaman al fijo para dejarte algún recado desde que los chicos del instituto se empezaron a fijar en ti. No necesité más para imaginarlo todo. Entendí de pronto tu interés por mirar el buzón de la casa, tu esfuerzo por disimular el asco cuando te pongo de comer cosas que siempre te han encantado. A mí me pasó igual contigo durante los tres primeros meses, y luego me ocurrió también con tus dos hermanos. Después se pasaba, gracias a Dios. Pero, aunque los nueve meses hubieran sido igual de malos, me habría dado igual. Los tres sois lo mejor que tengo. Quisiera decírtelo, pero tengo miedo de descubrirme, de que sepas que lo sé, de que eso te impulse a tomar la decisión equivocada.

Yo también conté los días para matarte a sangre fría, también disimulé, también vomité a escondidas, sobre todo a escondidas de mi padre. Creía que la solución de aquello solo pasaba por matar a alguien, que tenía que elegir entre tú y yo. O tú desaparecías, o yo dejaba de pertenecer a mi familia, qué cosas, ¿verdad? Iba a decirte que eran otros tiempos, que mi familia era mucho más intransigente, pero no sé si te serviría. Creo que, ante una encrucijada como la tuya, todo sigue siendo más o menos igual de confuso, igual de amenazante, igual de difícil.

Suspiro de alivio cada vez que arranco una hoja del calendario. El tiempo juega a mi favor. Y al tuyo, y al suyo, aunque tú no lo sepas. Espero que él o ella siga agarrado al cordón invisible que estáis tejiendo. Aunque lo ignores. El alimento le llega por el cordón umbilical, pero el amor va por el otro, por el invisible, por el que rezo para que no se rompa.

Hoy, mientras dormías, he tenido esperanza por primera vez. Tu mano derecha ha ido hasta tu vientre, todavía plano, y lo ha acariciado. He cruzado los brazos con fuerza para no tocarte yo también, para resistir el deseo de comprobar si eso significa lo que creo que significa. Sí, seguro que sí. Tiene que ser eso. Mis oraciones tienen que haber dado fruto.

Hija mía, ojalá abrieras ahora mismo los ojos. Entonces lo entenderías todo, sabrías cuál es la decisión correcta sobre la vida o la muerte de ese intruso. Lo sabrías con la misma certeza absoluta que yo sentí la primera vez que noté que te movías en mi interior.

Adela Castañón

Imagen: Sergei Tokmakov Terms.Law en Pixabay

La mejor arma

Por fin me había llegado el turno del campamento de iniciación. Mi padre y mi madre fueron, en sus respectivos años, campeones de su promoción y yo me sentía a la vez exaltado y acobardado. Ser el hijo de dos altos cargos de la realeza no era un peso fácil de llevar, pero por otro lado tenía la necesidad de no decepcionarlos, de superarlos, incluso. Yo había temido no poder ir, la amenaza de la guerra con otros países, que antes solo era una posibilidad remota, se había convertido en algo cada vez más próximo y el campamento estuvo a punto de cancelarse. Hasta última hora mis compañeros y yo no tuvimos la seguridad de poder asistir.

El acceso al lugar donde se ubicaba el campamento estaba siempre vigilado. No en vano era el lugar más sagrado de nuestra civilización, el jardín de los secretos. Estaba en el fondo de un valle. Desde arriba, al cruzar un paso de montaña, mis compañeros y yo lo vimos a nuestros pies, como una enorme serpiente de cuerpo sinuoso que delimitaban un montón de cabañas a cada lado, como si fueran escamas de piel. Lo que hubiera sido la cabeza de la serpiente se perdía dentro de una gruta con la entrada sellada por una cortina de agua cuyo rumor se escuchaba incluso desde nuestro mirador.

Nadie había contado nunca cuáles eran las pruebas que allí se planteaban. Lo único que trascendía al público era que todos salíamos cambiados de aquel lugar, con una profesión ya marcada que iba en función del resultado que obteníamos.

Aquel verano todos nos quedamos como estatuas al escuchar al monitor que nos recibió a nuestra llegada con estas palabras:

Las reglas de este año son sencillas. Hay una profecía que dice que en algún lugar de este campamento está el arma que puede evitar la guerra. Aquel de vosotros que la encuentre, será designado como futuro gobernante de la coalición de naciones que necesitamos formar para alejar definitivamente ese tipo de conflictos que acabarían por eliminar a la humanidad de la faz de la tierra. Hizo una pausa solemne y terminó diciendo: Eso es todo lo que van a escuchar de mí. Ahora, comiencen.

Mis compañeros y yo nos dirigimos a las cabañas. Todas estaban equipadas de la misma manera, solo se distinguían por el número de la puerta. Dejamos nuestros enseres y empezamos a explorar. Durante dos semanas descubrimos por los bosques circundantes todo tipo de armamento, pero ninguno tenía nada que lo hiciera parecer distinto de los demás. Pistolas y rifles con increíbles velocidades de disparo, más precisión en algunas automáticas, escudos que resistían proyectiles casi tan grandes como ellos…

Pensé en el desconocimiento que teníamos sobre las costumbres de los demás países que nos rodeaban, pensé en los motivos que podían haber provocado la chispa que prendió el incendio mundial, pensé en los muros que se alzaban entre las distintas fronteras, pensé que hacía falta tener una visión global, de conjunto, de muchas cosas que estaba fuera de mi alcance comprender.

Entonces miré al cielo. Entre el verde de las ramas de un árbol enorme, casi milenario, entreví algo de color más oscuro que se agitaba con la suave brisa de la tarde. Empecé a trepar y encontré algo que solo había visto en algunas ilustraciones antiguas en el desván de mi casa: un libro distinto al resto de los libros. Me acomodé en lo alto de la rama, lo cogí y me lo puse sobre las rodillas. Se me ocurrió que quizá en algún lugar de otro país habría en este momento otro chico leyendo un libro parecido.

El título del libro era “Diccionario multilingüe” y supe con total seguridad que allí estaba la mejor arma del mundo. Bajé del árbol con el libro entre mis brazos.

Aquel campamento marcó mi futuro y ahora soy el gobernante de mi país. La guerra nunca llegó a estallar, y hoy solo se la puede encontrar en los textos de historia.

Adela Castañón

Imagen: Walter Böhm en Pixabay 

Amor fraterno

Me gusta ser el primero de mi clase. Me gusta liderar el equipo de baloncesto del instituto. Me gusta destacar en el club de judo. Me gustan la mecánica y los coches. Me gusta saber que las chicas me encuentran atractivo. Me gusta caerle bien a la gente. Pero, sobre todo, me gusta ser el hermano mayor de Ada.

El diminutivo se lo puse yo. Cuando ella nació, yo tenía cinco años y me pareció lo más bonito del mundo. Siempre me han gustado las historias de fantasía, aquella criatura era la encarnación de todas las hadas de mis cuentos favoritos, y nuestros padres estuvieron encantados de ponerle el nombre que yo elegí para ella, Inmaculada, aunque desde que salió del hospital, a los dos días de nacer, ha sido Ada para todos.

Le enseñé a montar en bicicleta. Curé todos sus rasguños. Le ayudé con los deberes del colegio. Una vez llegué hasta hablar con su profesora de historia sin que lo supieran ni ella ni mis padres. Ada me dijo que le había salido mal un examen importante, ese año compartíamos instituto: ella estaba en primero, y yo en el último curso. En el recreo me restregué los ojos con jabón hasta que me escocieron y luego me hice el encontradizo con su profesora. Ella, al verme, preguntó qué me pasaba y le conté, con expresión de absoluta inocencia, que la migraña llevaba varios días atacándome, que Ada me había estado cuidando y que me preocupaba que eso le hubiera robado tiempo de estudio. Mi hermanita sacó un notable alto. Y cuando tuvo problemas de sueño por culpa del perro del vecino, que ladraba de noche a todo lo que se moviera, le quité a mamá un montón de pastillas de Orfidal y un pegote de carne picada de la que usaba para preparar albóndigas. Y Ada durmió sin problemas desde entonces.

Éramos dos contra el mundo. Yo hacía lo que fuera por proteger a mi hermana, por verla siempre feliz.

Llegó su adolescencia, empezó a tontear con chicos y me hizo cómplice de sus andanzas. Eso me ayudó a encargarme de que sus novietes la trataran bien. Con algunos tuve que mantener conversaciones que no fueron precisamente cómodas, pero siempre eran críos más pequeños y débiles que yo. Y si veía que no le convenían a mi hermana siempre encontraba la manera de que se portaran de forma que ella tomara la decisión de romper. El asunto funcionó hasta que llegó Mario al instituto. Se incorporó a mitad de curso, su familia se había mudado tras la muerte de un hermano y querían empezar en otra ciudad. A pesar de la tragedia, o quizá por ella, Mario no tuvo problemas de adaptación en su nuevo instituto. Me recordaba a mí mismo con unos años menos y eso me provocaba sentimientos ambivalentes. Mario se fijó en Ada y ella en él, era casi inevitable. Pronto se convirtieron en los reyes de las fiestas adolescentes, dos personajes de cuento de hadas, su historia hacía que mi hermana brillara como nunca. Seguíamos estando unidos, claro que sí. Yo empecé a salir con Laura e incluso tuvimos algunas citas dobles los cuatro. Todo iba bien, en serio, yo era y soy un tipo maduro, y si mi hermana era feliz, yo también. Así de sencillo.

Al cabo de unos meses empecé a notar cierta tensión entre ellos. Ada insistía en decirme que todo iba bien y yo quería creerla. Tardé en darme cuenta de mi error porque el problema era, precisamente, que todo iba demasiado bien. Estaban de acuerdo en cualquier tema, les gustaban las mismas cosas, lo hacían todo juntos. Y la consecuencia fue que los dos empezaron a desdibujarse, dejaron de ser Ada y Mario para ser la pareja perfecta. Mi hermana se había convertido en la mitad de una entidad. Era como si pasara el día mirándose a un espejo donde el cristal era Mario, y viceversa. A los ojos del mundo podía parecer que se desvivían el uno por el otro, pero en realidad se estaban fagocitando sin darse cuenta.

Aproveché que Ada tuvo que ingresar en el hospital para una operación de urgencia de apendicitis y manipulé los frenos del coche que le acababan de regalar a Mario sus padres. Era un conductor novato, apenas hacía dos meses que se había sacado el carnet de conducir, y me pareció una irresponsabilidad que le compraran un BMW tan potente. Pero eso jugó a mi favor, nadie se extrañó del accidente ni de sus fatales resultados.

Después del entierro de Mario, Ada empezó a apagarse. Nada la hacía reaccionar, ni mis mimos, ni nuestros padres, ni sus amigas. Solo hablaba a veces con Laura, con la que desde el principio había congeniado mucho. Le pedí ayuda a mi novia, necesitaba saber cómo ayudar a mi hermanita, cómo sacarla del pozo en el que cada vez se hundía más. Por fin, después de varias semanas, Laura me contó algo que me hizo concebir esperanzas. Quizá habría una manera de ayudar a Ada.

Laura me dijo que Ada se sentía vacía. Mi pequeña le había confesado a mi novia que con Mario se sentía útil, sabía que él la necesitaba, que ella era la persona más importante en la vida de su chico, y no podía vivir así, sin nadie a quien entregarse, sin nadie a quien dar apoyo, sin nadie que la necesitara cada día para seguir viviendo. Mario, a pesar de su aparente fortaleza, había llegado a Ada con el corazón roto, y solo ella supo adivinar el dolor que arrastraba el muchacho. Y sanar ese dolor había sido el faro definitivo en la vida de mi hermana.

Laura me contó todo eso la noche que salimos a cenar para celebrar nuestro aniversario. En el restaurante, mientras ella compartía conmigo las confidencias que Ada le había hecho, la quise más que nunca. Durante toda la cena le dediqué caricias en las manos, miradas de amor, y luego, al despedirnos en la puerta de su casa, la besé una y mil veces agradecido por su ayuda.

Al día siguiente aproveché que Laura estaba en el trabajo para pasarme por el garaje donde guardaba su coche. Era un Fiat de segunda mano, bastante antiguo, y los frenos me dieron menos problemas que los del BMW a pesar de que las lágrimas empañaban mis ojos y no me dejaban trabajar en condiciones. Pero no podía evitar llorar y sonreír a la vez. Sabía que el día siguiente sería duro para mí. Me derrumbaría.

Pero también sabía que habría ayudado a Ada y que ella sería el hada que acudiría en mi ayuda. Porque lo mejor de mi vida, lo que mejor se me da, lo que más me gusta, siempre ha sido y será ser el hermano mayor de Ada.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

Venecia y yo

Hay quien sueña con historias, o con personas, o con quimeras. Yo sueño con todo eso. Y con ciudades. Sobre todo, con Venecia.

Recuerdo una época dura de mi vida hace algo más de diez años. Recuerdo estar al borde del precipicio de la desesperación, caminando por una delgada línea, como la cuerda de un funambulista, que separaba la cordura de la locura. El trabajo me desbordaba. El tiempo me faltaba. El autismo de mi hijo, empeorado, me superaba. Llegaba el momento de mis vacaciones anuales y, por primera vez, me daba absolutamente igual tener que ir a trabajar o quedarme el mes entero encerrada en casa. Incluso había empezado a plantearme la opción de empezar con medicación, no sé si para mi hijo, para mí, o para los dos. Ignoro qué fue lo que sacó a flote las pocas fuerzas que aún me quedaban y que me hicieron pensar, antes de rendirme del todo, en entonar el último canto del cisne.

Siempre había querido hacer un crucero y siempre había soñado con conocer Venecia, así que, diez días antes de que comenzaran mis vacaciones, me detuve al salir del trabajo en la primera agencia de viajes que encontré y me limité a decirle a la persona que me atendió:

Quiero hacer un crucero. Quiero zarpar en dos semanas como mucho. Y solo quiero que una de las escalas sea Venecia.

Así, sin anestesia ni nada. Puesta a ahogarme, ¿qué mejor sitio que ese?

Pero la vida me tenía preparada una sorpresa y en Venecia aprendí a nadar.

Perderme de noche en sus callejuelas y esperar toparme, a la vuelta de cualquier esquina, con un caballero embozado en su capa, con una espada al cinto y un sombrero de ala ancha con pluma que cubriría una melena negra y brillante. Alzar los ojos al cielo y descubrir que las estrellas me regalaban guiños de luz que espantaban a mis sombras interiores. Embutirme en el disfraz de turista tópica y típica y darme cuenta de que ese papel, que nunca creí que fuera para mí, me sentaba tan bien como una segunda piel. Pasear en góndola, escuchar la melodía de la voz del gondolero recorrer el pentagrama de las rayas blancas y negras de su camiseta mientras desgranaba para nosotros historias al ritmo de sus remadas. Respirar un aire puro, desprovisto de los malos olores que, según decía todo el mundo, podían esperarse en pleno verano en esa ciudad serenísima. Cruzar el Gran Canal, de orilla a orilla, paseando por el Puente de Rialto. Llorar al escuchar la historia del Puente de los Suspiros, donde los condenados, al cruzarlo para ir a la prisión en un viaje sin retorno, suspiraban de pena. Sentir el arrullo de las palomas de San Marcos como acordes de una canción de esperanza. Saborear el helado más dulce y medicinal de toda mi vida durante un paseo. Detenerme en el escaparate de una tienda de máscaras y pensar que detrás escondían lágrimas o sonrisas, tan bellas las unas como las otras…

Vivir todo eso y mucho más bajo la luz del milagro de mi hijo, que caminaba junto a mi madre y junto a mí con una sonrisa que recogió no sé ni cuándo ni dónde, pero que se quedó a vivir en su cara. Ver la luz en los ojos de mi madre, esa abuela, hada particular de mi Javi, que llenaba de magia con su varita invisible cada instante que compartíamos cuando nuestras miradas se cruzaban…

Si digo que Venecia me robó el corazón, os mentiría. Me lo devolvió. Y, a mi regreso, me traje en mi maleta los tesoros que yo sí que le robé: el color de su cielo, el brillo de sus canales, las manchas y los desconchones de sus paredes, las leyendas de su historia, el susurro de los remos de los gondoleros, el sonido de la vida y mil cosas más que no tienen nombre.

Y con todo eso me vestí de colores, de ilusión y de energía. Le dije adiós a las pastillas que ni Javi ni yo llegamos a tomar nunca y empecé a coser este traje de escritora que ahora luzco para presentarme ante vosotros.

En Venecia renací. Volví dos años después y regresé a España más enamorada de ella. Y ojalá el futuro me regale otra oportunidad para vivir con esa ciudad mágica una tercera historia de amor.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

Lluvias

Miro por la ventana. Llueve.

Llueven los pensamientos. Salpican como gotas mi cerebro. Caen sin prisa y sin pausa, con un ritmo monótono y anárquico. ¿Por qué cansa el pensar? Carece de sentido, pensar es casi, casi, igual que respirar, debería suceder sin más complicaciones y no causar agobio.

Llueven también reproches que estaban escondidos. Gritos y discusiones sobre quién puso más en cada historia retumban como truenos. Jaqueca, vieja amiga, me robarás la fuerza si me alcanzas, el cansancio no me dejará huir y volverá a entrar “Él”. El que quise tener y nunca tuve. El que me dio la paz y me llevó a la guerra, al cielo y al infierno sin tener que hacer nada, solo por existir. Recuerdo mis pecados y los suyos. Por acción y omisión. Lo que debió decirme y nunca dijo. Lo que debí callarme y no callé. ¡Se conjuga tan mal el verbo amar en primera persona! Da como resultado un texto malo, frases con recriminaciones, faltas de ortografía en el diccionario del cariño, signos de puntuación mal colocados que desgarran la piel como cuchillos y producen heridas en el alma por las que la tristeza sale a chorro, enturbiada por muchos desengaños.

Llueven muchos recuerdos que llegan de la mano junto a los pensamientos y reproches. Deslumbran como rayos, fogonazos que de pronto iluminan verdades del pasado y dan luz a las sombras de todas las mentiras que yo dije y también, por qué no, de las que me dijeron.

Llueven los sentimientos. Que la lluvia, sin ellos, sería como una partitura inacabada, un libro al que le faltan varias páginas. Y yo, pobre escritora, no puedo permitir que eso suceda. Revuelvo entre mis letras para ver qué me encuentro y salen del bolsillo varias cosas: el dolor y el deseo, la dicha ya vivida, las deudas no pagadas. Decisiones y dudas. Y todo con la D, como Dios y destino. Y como dejadez. Y es que estoy muy cansada.

¿Y qué más da que llueva? Al fin y al cabo, la lluvia solo es lluvia. Debería descolgar del armario las ganas de vivir, calzarme los zapatitos rojos de la ilusión, o, mejor aún, enfundar mis pies en unas botas de siete leguas que me alejen de lo que me hace daño. Y así, armada de valor, sentirme invencible y salir a pisar con fuerza los charcos de la vida, igual que hacen los niños.

Llueve, pero no dejaré que esas lluvias levanten en mi alma tempestades que no me llevarán a ningún puerto.

Me voy a fabricar un paraguas con folios de papel que me protegerá para que no me moje. Mi pluma será el mango del paraguas. Ya solo necesito unas cuantas varillas que lo mantengan firme. “Vamos”, me digo, “vamos, valiente, vamos”. Y el alfabeto me presta otra letra, ahora es la V, la de mi vocación para ser escritora. Y me lanzo a la arena con todo lo que puedo: Voluntad y victoria. Valor para volar. Y volver a vivir, día tras día, la historia que yo elija.

Lo haré sola, sin él, lo haré sin nadie. Y así, conmigo misma, siendo yo mi aliada, encontraré mi gloria.

Miro por la ventana. Ya no llueve.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

Divagaciones

Beber de tu aliento,

bañarme en tus ojos,

sentir lo que siento.





Pensar en besarte,

soñarte de noche,

pasar por tu calle.





Seguir a tu sombra,

querer ser el aire

que aspira tu boca.





Escribirte eso

con una sonrisa,

mirando hacia el cielo.





Y, así, divagar

para que mi alma

no grite «Te quiero».

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

La alondra y el búho

Se veían todos los días durante un trayecto de siete paradas, cuando viajaban en la línea 12 de metro, entre las ocho y las ocho y media de la mañana. Si sus miradas se cruzaban, la timidez que compartían sin saberlo hacía que los ojos de ella volaran hacia el techo y los de él se refugiaran tras los párpados cerrados, fingiendo dormir.

Uno de los pocos días que los dos libraban en sus trabajos coincidieron en la fiesta de cumpleaños de un conocido común. Se reconocieron. Dudaron. Terminaron por acercarse casi a la vez. Se sonrieron. Al final, hablaron sin hacer caso de los demás invitados.

A partir del día siguiente, se sentaron juntos en el metro. Ella cogía esa línea para ir a su trabajo diario. Pasaba más de doce horas cuidando a una persona mayor que vivía sola. Él cogía la misma línea cuando salía de servir copas y pinchar discos en un local de moda durante toda la noche, cuando terminaba su jornada y regresaba a su casa para descansar.

La alondra y el búho, como el sol y la luna o como la noche y el día, vivieron su historia en momentos que duraron lo que tarda en amanecer o en ponerse el sol. Porque a veces basta con eso y una historia se escribe en capítulos cortos, aunque cada uno de ellos dure solo media hora.

Adela Castañón

Imágenes: Pixabay

Reseña de Dame mi nombre

Iciar de Alfredo, autora de la novela «Por qué lloras», nos deja hoy una emotiva reseña de la novela de Adela Castañón, «Dame mi nombre». Es una gran alegría compartirla hoy con todos nuestros lectores. ¡Gracias, Iciar!

Orcas en mi piscina

Conocí a Adela en la Escuela de Escritores de Madrid, donde cursamos juntas un itinerario de novela de varios años y algún otro curso. Semana tras semana, escribíamos los ejercicios y los compartíamos, con tanto miedo como vergüenza, con el profesor y los compañeros. Tengo que confesarlo: me encantaba que le tocase comentar el mío. Aparte de encontrar todos y cada uno de mis puntos flacos, siempre me arrancaba alguna carcajada. Adela es divertida y generosa a partes iguales. Dedica al ejercicio del compañero un montón de tiempo, lo destripa y le da la vuelta. Como ella misma dice, se pone sus gafas de bruja y se lanza al mar. La dulzura de sus palabras, la exactitud y originalidad de sus comparaciones hacen que tu corazón se abra en canal y que, según vas leyendo sus opiniones, pases de la emoción a la risa en un segundo y acabes con dolor de costillas y los ojos llenos de agua. Y, sobre todo, comprendes que tiene razón. Lo hace tan fácil que te preguntas: Pero ¿cómo no me he dado cuenta yo antes?

Tengo que confesarlo: no tengo la menor idea de cómo escribir una reseña, solo soy capaz de decir si algo que leo me gusta o no; no puedo más que hablar de lo que ha significado para mí Dame mi nombre, un proyecto que nació durante el segundo año del Itinerario de Novela y que se ha convertido en toda una novela. He visto brotar ese libro desde sus primeras páginas; Juan Luis y Verónica, Ana, Andrés y Pablo son también buenos amigos míos. Adela los creó, les dio vida y, después de que escribiera la palabra «fin», los hemos desmenuzado juntas hasta dejarlos bien guapos. Son personajes que pertenecen a dos familias normales que tienen problemas normales, que se meten en líos, discuten y también ríen. Entre ellos se va tejiendo una historia llena de ternura que se entrelaza, se une y se separa; una historia tan cercana que el lector podrá reconocerse en cada pasaje. Es una historia cotidiana con la que es muy pero que muy fácil identificarse.

Dame mi nombre es Adela en estado puro. Tiene su misma sensibilidad y, al mismo tiempo, su fuerza. Los personajes se deslizan por tu cabeza sin que te des cuenta. Las tramas son suaves y avanzan con precisión, como el mecanismo de un reloj, que se intuye pero que no se ve. Tal y como ella misma dijo en la presentación del libro, el lector no encontrará grandes misterios, una acción trepidante o una historia épica, sino otra sencilla, con personajes cercanos con los que podrá identificarse sin problemas. Además, está tan fenomenalmente escrita e hilada de forma tan sutil que te cogerá de la mano en las primeras páginas y no te soltará hasta que llegues al fin. Eso es lo que me ha ocurrido a mí. Lo he leído varias veces y esta última casi del tirón. No he tardado ni quince días en hacerlo, y eso, para mí, es un suspiro.

Por si eso fuera poco, tengo que reconocer que lo pasé pipa como lectora cero de este libro. Eso fue lo mejor de todo. Leer el borrador me permitió estar cerca de Adela y poner en práctica mucho de lo que aprendimos en la Escuela de Escritores año tras año. Y, es curioso, pero hemos tronchado de risa al darnos cuenta de que solemos cometer errores similares. Por ejemplo, las dos explicamos las cosas hasta la saciedad. Uno de nuestros profesores, el inolvidable Fernando, solía decirnos que, con tantas vueltas y revueltas sobre un mismo tema, no hacíamos más que tomar al lector por imbécil. Pues bien, si no fuera por las correcciones de Adela, en mi libro yo habría escrito unas tres o cuatro páginas para explicar lo que es un kraken y también para describir cómo nadan en la piscina los bichos buzo, aclaraguas, barqueritos, garapitos o como quieran llamarse. Nunca olvidaré su comentario: «Hija, ni que hubieras encontrado orcas en tu piscina».

Adela es así, tiene una forma muy original de convencerte de que algo no va bien. Y lo hace de inmediato. De verdad, creo que en Dame mi nombre ella sí que lo ha logrado. No he encontrado una sola orca en su piscina. Y, además, puedo decir que me ha entusiasmado su libro, más si cabe que la primera vez que lo leí.  

Si quieres conocer alguno de sus relatos, puedes hacerlo aquí: http://www.letrasdesdemocade.com

Si te apetece leer Dame mi nombre, puedes comprarlo aquí.

Iciar de Alfredo

Imagen: Pixabay

Mia

La niña que no tenía nombre ni tenía casa era muy pequeña. Tan pequeña, que cabía dentro de una pompa de jabón.

La pompa de jabón le servía para viajar por su universo, donde había enormes rascacielos de libros apilados, separados por avenidas planas formadas por muchos folios en blanco. De vez en cuando se desataban tormentas repentinas en las que gotas de tinta caían desde el cielo y manchaban las calles. Tras las tormentas, llegaban rachas de viento que levantaban los folios del suelo, haciendo que formaran remolinos y que terminaran uniéndose por uno de los bordes como si un imán invisible orquestara su danza. Así muchos folios, después del vendaval, formaban un nuevo libro que venía a posarse en la terraza de alguno de los rascacielos, o sobre el suelo, dando lugar a una nueva casita de planta baja.

La pompa de jabón era bastante cómoda, pero el tiempo pasaba y la niña se aburría de estar allí. Estaba cansada de no ser nadie y de vivir en una esfera vacía, así que decidió empezar a hacer paradas en su viaje sin paradas para ir explorando el mundo que había a sus pies. Su plan era conseguir un nombre y una casa, aunque para eso tuviera que meterse dentro de cualquier personaje que viviera allí abajo. Era tan pequeña que no le costaría nada hacer algo así, y por fin sería alguien con nombre y tendría un lugar donde vivir.

La primera escala fue en uno de los rascacielos. La niña atravesó la pared de la pompa, apartado el jabón como quien abre una cortina, y se dejó caer sobre el libro más alto de la pila que formaba el edificio. Más que dejarse caer, se dejó flotar. Aunque saltara desde una gran altura, era tan pequeña que nunca se hacía daño porque el descenso era tan suave que, como mucho, lo que sentía eran cosquillas en la tripa.

Cuando sobrevolaba todos los edificios, había elegido ese porque el libro del tejado tenía un título que le gustó. Y había un agujero pequeñito en el punto de una letra “i” que le serviría como puerta de entrada a lo que hubiera detrás de la portada.

Al principio tuvo una sensación extraña. En aquel mundo había más rectas que curvas y echaba de menos la redondez infinita de las paredes de su pompa. Pero, por el contrario, había muchas más cosas que compensaban el vacío de su morada anterior. La niña empezó a recorrer despacio los senderos de letras y se sumergió en la historia de otra niña, casi tan pequeña como ella. Suspiró y sonrió feliz. El comienzo de sus exploraciones no podía ser mejor. Pero al adentrarse en ese mundo descubrió que la niña protagonista se metía en problemas que ya no le gustaron tanto. Y, además, tenía un nombre ridículamente largo para una niña tan pequeña: se llamaba Pulgarcita. La niña sin nombre y sin casa puso morritos, ni la casa ni el nombre le hacían ninguna gracia, y volvió a salir por donde había entrado. Se subió de nuevo a su pompa y buscó un nuevo sitio para explorar.

En otra avenida encontró que uno de los libros de un edificio estaba en vertical, y en la portada había un paisaje en el que unas niñas estaban en una barca, escuchando embelesadas a un hombre al que no se le veía la cara y que, al parecer, les narraba algo la mar de interesante. Nuestra niña sin nombre ni casa volvió a deslizarse y se coló en la escena con la esperanza aleteando dentro de ella. Una de las chiquillas que escuchaban le llamó la atención por el brillo de sus ojos, y pensó que sería una buena idea formar parte de alguien así. Aprovechó que su elegida abrió la boca para tomar aire en un momento de enorme sorpresa, y se coló dentro de ella. Vio que estaban dormidas, a los pies de un árbol, arrulladas por una brisa agradable y traviesa que agitó el pelo de esa niña grande que ahora también era ella. Un mechón se agitó con la brisa y le rozó las mejillas, haciendo que se despertara. Mientras se restregaba los ojos para espantar al sueño, un conejo blanco, vestido con un elegante chaleco rojo y con un reloj de cadena en la mano, pasó corriendo delante de ella gritando como loco: “¡Llego tarde, llego tarde!” La curiosidad hizo que la niña, porque ahora nuestra niña y la niña mayor eran una sola, echara a correr detrás del conejo blanco. La pequeña sin nombre ni casa escuchó cómo las otras niñas, las de la barca, le preguntaban impacientes al hombre: “¿Y qué le pasó a Alicia, Lewis?” “¿Dónde quería ir el conejo?” “¿A qué llegaba tarde?” A nuestra protagonista le gustó el nombre. Alicia. Sonaba bien. Y allí no había ogros, como en el barrio de Pulgarcita. Aunque es cierto que todos parecían un poco locos, pero, al fin y al cabo, se dijo la pequeña, tampoco era necesario alcanzar una perfección absoluta. Con esa buena disposición, abrió los ojos, los oídos y todos los sentidos y se dispuso a disfrutar de esa zona de la ciudad. Sin embargo, las cosas no tardaron en complicarse. Allí nada tenía ni pies ni cabeza, y, si eso hubiera sido todo, quizá nuestra niña habría hecho un esfuerzo para adaptarse. ¡Pero Alicia mordió una galleta y su tamaño empezó a cambiar! ¡Eso era horrible! ¡Intolerable! ¡Innegociable! ¡Nuestra pequeña no iba a abandonar su vida anterior para dar un salto al vacío a un mundo que la hiciera pasar de mosca a elefanta en apenas unos segundos! Escapó con toda la rapidez que pudo de ese país de los horrores, aunque en el libro pusiera que era el país de las maravillas, y volvió a subirse a su pompa de jabón.

La pequeña aventurera visitó muchos países porque el deseo de encontrar un lugar que pudiera llamar suyo crecía con el tiempo. No había zona que no estuviera dispuesta a explorar. Hizo incluso lo que nunca había hecho, sumergir su pompa en el mar que había en el límite sur de su universo, y solo consiguió un nuevo desengaño. La única criatura que hubiera sido una buena candidata se llamaba Ariel, pero tenía una cola de pez en vez de dos piernas, y la niña no estaba dispuesta a sacrificar esa parte de su anatomía. A estas alturas nuestra pequeña estaba cansada y había perdido bastante la paciencia, lo cuál era una pena porque, si se hubiera quedado un poco más, habría visto que al final Ariel se salía con la suya y conseguía unas piernas, pero… en fin, mis queridos oyentes, la impaciencia es una mala compañera de viaje, y nuestra niña sin nombre y sin casa perdió una buena oportunidad.

Llegó un momento en el que la niñita decidió tirar la toalla. Hizo que su pompa de jabón se posara en una de las avenidas de folios blancos y se bajó con desgana. Estaba tan triste que decidió esperar a la próxima tormenta de tinta, para ver si, con un poco de suerte, se ahogaba en los goterones y ponía así fin a sus sufrimientos. Daba pena verla así, tan pequeñita e indefensa, un puntito minúsculo entre montañas y montañas de libros donde otras niñas vivían en sus casas, y tenían sus nombres, y eran felices. La niña, desesperada del todo, alzó la barbilla y miró al cielo para ver si la tormenta llegaba de una vez. Y entonces…

¡Ah! No vais a creer lo que ocurrió entonces…

¡Me vio!

¡A mí!

No sé cuál de las dos se sorprendió más. Nos quedamos inmóviles y nos miramos fijamente. Entonces vi que la niña sin nombre y sin casa estaba moviendo los labios. ¡Trataba de decirme algo! Era tan pequeña que no conseguía escucharla. Me agaché muy despacio, para no asustarla, y conseguí interpretar sus palabras. Me preguntaba que quién era yo, y que si sabía si tardaría mucho en llegar la siguiente tormenta de tinta porque quería acabar con todo. Tapé mi pluma con mucho cuidado, ¡no quería ser responsable de la muerte por ahogamiento de una niña tan bonita y tan pequeña! Y entonces, de pronto, lo entendí todo. Cogí a la niña con mucho cuidado y la puse a salvo en la terraza de uno de los edificios de libros más altos. Destapé mi pluma, y empecé a escribir esta historia en los folios del suelo mientras que la niña sin nombre y sin casa se asomaba al borde de la terraza, con cuidado para no caerse, e iba leyendo lo que yo escribía. No puedo describiros lo grande que se iba haciendo su sonrisa, a pesar de ser una niña tan pequeña.

Escribí, escribí y escribí. Y al llegar a este punto vi que la niña hacía bocina con las manos para decirme algo importante. Me acerqué de nuevo a ella, y escuché la risa que había en sus palabras cuando me dijo lo siguiente:

¡Es mi historia! ¡Es mi casa! ¡Ahí sí que tengo un lugar de honor! ¡Lo he conseguido con tu ayuda! ¡Gracias, gracias!

La mirada de la niña tenía un brillo que eclipsaba todo lo demás. Pero, de pronto, fue como si una nube ocultara el sol y la niña dejó de sonreír.

Quiero quedarme aquí, en este sitio, en esta historia, pero todavía no tengo nombre, no sé de quién soy, ni cómo me llamo.

Está bien le respondí. Creo que puedo arreglar eso.

¿Siiii? ¿De verdad?

Afirmé con la cabeza. Tenía un nudo extraño en la garganta y tragué saliva para poder hablar. En realidad, bastaba con susurrar mis palabras porque a la niña debían retumbarle aunque no mostraba ni un signo de incomodidad. La cogí con suavidad y la deposité en los folios que acababa de escribir. Entonces, muy despacito, supe qué nombre debía tener la pequeña, tenía que ser algo pequeñito, como ella, y que le diera la seguridad de tener raíces, de pertenecer a alguien. Así que la miré a los ojos y pronuncié las palabras más importantes de esta historia.

Desde hoy, te llamas Mia.

Las gotas de tinta dejaron de llover de mi pluma. Soplé para secar lo que había escrito, y los folios revolotearon y se juntaron por un lado para formar un nuevo libro. Lo cogí con reverencia y con cariño y, antes de ponerlo sobre una de las pilas de libros, escribí en el primer folio, que había quedado en blanco, el título de este cuento:

“La historia de Mia”

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

Carta a mi madre

Hay que ver cómo eres, mamá. Desde luego has vivido noventa y cuatro años alucinantes, oye. Yo, si me dejas en herencia tus genes y tu alegría, me doy por muy bien servida.

Nunca hubiera creído que se podía elegir la manera de dejar este mundo, pero resulta que sí. Por lo menos en tu caso. Has tenido una despedida a la carta, como el que pide platos en un restaurante. Siempre dijiste que tú no querías irte de golpe, sin enterarte, ni acostarte y no despertarte a la mañana siguiente. No, para nada. Con lo que te gusta y te ha gustado el teatro, decías que querías saber con tiempo tu fecha aproximada de caducidad para tener la oportunidad de despedirte de tu gente y de organizarte, y vaya si ha sido así. Desde que empezaste a decir que se te hacía un nudo en la garganta, y en noviembre le pusimos al nudo el nombre de cáncer de esófago, has hecho exactamente lo que siempre dijiste que harías: prepararte y disfrutar hasta el último minuto.

Has sido un ejemplo. No puedo escribir que has sido una enferma ejemplar porque no nos has mostrado para nada la enfermedad, ni te hemos visto en baja forma en ningún momento. La víspera de tu partida todavía ibas caminando del salón al dormitorio, aunque fuera con ayuda, porque solo podías tragar líquido o papillas muy blanditas y eso, con lo que te ha gustado comer siempre, te debilitaba. Lo que no se debilitó nunca fue tu sentido del humor. Ni tu coquetería. Decías que te gustaría volver a tener tu peso de soltera, y hace pocos días te pesaste y te echaste a reír diciendo que habías conseguido que la báscula te diera ese capricho. Y eso que llevabas el collar y las pulseras puestas. La oncóloga que te vio no podía creer cómo eras. Menuda cara puso cuando trataba de decirte que no era operable, y le contestaste que tú no querías eso de “quirófano a vida o muerte, como en las películas”, y que tampoco querías quimio ni radio porque no te iban a ayudar, y lo único que iba a pasar, muy probablemente, sería que te caerían encima de golpe los noventa y cuatro años que, hasta ese día, no te habían pesado nada. ¡Si este verano, como todos los veranos, nos hemos hartado de reír en la playa cada vez que te metías y tragabas agua al venir una ola!

Tuve tiempo de llegar a ver esa sonrisa tuya tan hermosa, y esa cara de sorpresa y alegría que ponías cada vez que nos presentábamos en Murcia sin avisar. Tuve tiempo de decirte que tu nieto Javier estaba allí, contigo, y que tu nieta Marta llegaría desde Londres en menos de cuarenta y ocho horas. Tuve tiempo de pasar la última noche en el sofá cama de tu salón, junto a tu cama articulada, y ver que descansabas tranquila.

Y a tu nieto Pablo se le ocurrió que nos juntáramos todos, hijos y nietos, para rezar el rosario junto a ti, que sabía que eso te gustaría, y así lo hicimos el sábado. Respirabas tranquila, ningún estertor, con una expresión que no podía ser más serena. Había familia hasta en el pasillo, que hay que ver la que liasteis papá y tu… seis hijos, quince nietos… ahí es nada. Y, añadidos, nueras, yernos, novias y novios de los nietos y nietas… Creo que si hubiera pasado un policía y se le hubiera ocurrido mirar hacia el balcón, habría subido pensando que allí estábamos tramando, como poco, un golpe de estado. Y fue decir el “Amén” final del rezo, y escucharte dar un suspiro más profundo, ver la sombra de una sonrisa en tu cara, y comprobar que habías dejado de respirar.

Hubo tiempo de que viniera Abel, que si hay un cura “apañao” en el mundo, es él. Vino la semana anterior, te dijo una misa en casa, te dio los óleos… Y el domingo, como a ti no te gustaba el tanatorio de Murcia, se te dijo la misa de corpore in sepulto como tú querías, en tu parroquia del Padre Joseico, oficiada por Abel, y entrando tú como la reina que eras y que eres a hombros de tus hijos y de tus nietos. Y con un coro que te cantó como los ángeles…

Lo que yo te digo: una muerte a la carta, a tu gusto hasta el último detalle. Y es que tú no te merecías menos.

El domingo después de la misa, ya en tu casa, empezaron a pasar cosas por la noche: en el flexo de la ducha se debió de picar la goma, y aquello parecía una fuente. Menos mal que lo apañamos hasta la mañana siguiente con cinta aislante hasta que compramos uno nuevo. El wifi se fue de paseo, inexplicablemente, y hasta llamé a mis hermanos por si habían dado ya de baja tu teléfono. No lo habían hecho, y apagando y encendiendo el router varias veces acabó por regresar el internet. Y luego tu yerno, que se iba en el autobús nocturno porque yo, que soy la que conduce el coche, decidí quedarme en Murcia, decidió mirar no se qué en su maleta y la trajo al salón “porque hay más luz que en la entrada”, dijo. Y fue decirlo, y quedarnos a oscuras. Ya te imaginas la carcajada que se nos escapó a todos. Tenías que habernos visto, con las linternas de los móviles, tratando de encontrar el cuadro eléctrico, que nadie sabía dónde estaba. Y luego, cuando dimos con él, buscando una escalera porque la dichosa caja de fusibles estaba casi en el techo… Por suerte tu nieta Marta encontró una escalera, pudo subirse a ella, tocar no sé qué cosa, y volvió a hacerse la luz. ¿Y sabes qué? Pues que Marta me dijo algo que va a hacer que te mueras de risa cuando lo leas (además de reír allí arriba con lo de “morirte” de risa, que me ha salido así, del tirón, y no lo voy a borrar, claro, que te privaría de una carcajada). Tu nieta me cogió del brazo con aire misterioso y me dijo al oído:

 —Mami, yo creo que como a la abuela le gusta tanto hablar por teléfono y poner Whatsapps, y allí arriba no debe tener cobertura, está mandándonos señales para que nos marquemos unas risas a su salud…

¿Y sabes, mamá? Estoy de acuerdo con mi niña. Nos sentimos reconfortados, te sentimos, sentimos tu cariño, tu alegría, tus ganas de juerga, de pasarlo bien, de inventar cosas absurdas y sorprendentes.

Y ya está. Ni he empezado con un encabezamiento ni voy a terminar con una despedida. Porque físicamente han sido noventa y cuatro años plenos, pero en el alma vas a estar siempre.

Voy a copiar ahora el último párrafo de algo que ha escrito mi sobrina Patricia, tu nieta, en Facebook. La que tiene fama de escritora en la familia soy yo, pero Patri me deja en mantillas con lo que te ha escrito ahí, que la niña pone los pelos de punta y calienta el corazón con cada frase. Esto es lo que tu nieta pone al final de su publicación, y no se me ocurre un final mejor para esta carta:

“Gracias, gracias y gracias. Dejas el mayor legado que se pueda imaginar, una familia maravillosa, un poco cuadriculada y peculiar, pero unida y que te quiere con locura. Dale recuerdos al abuelo y a las titas. Id preparando una ración de pescaíto. Nosotros nos quedamos aquí, juntos, cuidando de tía Trini y cantando “Como una ola”, “Marinero de luces” y “La gata bajo la lluvia”.

Eres eterna, abuela, te queremos.”

Adela Castañón Baquera

Deseos confusos

Quiero volver a estar a solas

con mi locura y mi libro favorito.

Quiero alejarme del fuego del verano,

cobijarme en un lecho dorado

hecho de hojas de otoño,

buscar incluso abrigo

en las nieves del tiempo.

Regresar al refugio de una vida pasada

donde no exista él.

Volver a ser yo misma,

y volar sobre historias que pueda disfrutar

sin tener que pagar un alto precio

empleando el dolor como moneda.

Quiero recuperar el color de los días,

el brillo de las noches,

la música que acunaba mis sueños,

el aroma del alba en mi ventana,

volver a ser capaz de alzar el vuelo

sin que me pese el alma.

En realidad, no sé bien lo que quiero,

porque, sin él, por mucho que me duela,

sé que tampoco alcanzaré consuelo.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

El otro planeta azul

He vivido siempre en un planeta azul. Lo supe hace poco. Ahora también vivo en un planeta azul. Me gusta el color azul.

Se me da mejor escribir que hablar. Puedo escribir mi historia. No estoy seguro de saber narrar mi historia, pero voy a intentarlo. Para eso necesito organizarme. La escribiré en tres carpetas con nombre. Poner nombre a las cosas siempre ayuda.  

Las tres carpetas se llamarán secuestro, cambio y liberación.

Primero fue mi secuestro.

Estuve secuestrado en el primer planeta azul desde que nací, pero no lo sabía. Lo averigüé poco a poco. Como cuando voy al dentista y el efecto de la anestesia se va pasando. El dolor llega poco a poco, como el conocimiento. Eso es una metáfora, pero entonces yo no sabía que era una metáfora.

Lo primero que llegó fue el caos. Desconocía las normas de aquel sitio. A mi alrededor no encontraba a nadie como yo. No estaba solo, pero estaba solo. No sabía si hacía lo correcto en cada momento. No podía averiguar cómo se iban a comportar los habitantes que me rodeaban. No me gustan las situaciones impredecibles, y ese lugar estaba lleno de ellas. Muchas veces los demás me pedían cosas sin ningún sentido. Muchas veces yo no hacía esas cosas sin sentido. Entonces las personas se enfadaban muchas veces. Me pedían tareas extrañas que no entendía. Eso me irritaba mucho. Entonces muchas veces me golpeaba. No sabía bien por qué me golpeaba. Ahora ya lo sé: era por aburrimiento o por irritación. A veces me envolvían en un albornoz desde el cuello hasta los tobillos. No podía moverme. No me gustaba. Aprendí que solo me lo quitaban cuando paraba de gritar o de golpearme.

Al principio del caos era como tener un teléfono en la mano, pero sin cobertura y sin nadie al otro lado de la línea. Eso es otra metáfora. Me gustan las metáforas.

Ese planeta invisible no me gustaba. No sabía que era un planeta azul. Había demasiado ruido, poco orden, demasiado movimiento, poca tranquilidad. Quería escapar de allí.

Lo segundo fue el cambio.

Apareció una pizarra grande en la pared. Ahora sé que era una pizarra, pero al principio yo no sabía que se llamaba así, para mí era un cuadrado grande de corcho. Me gusta el tacto del corcho. En el corcho pinchaban cuadrados más pequeños. Javi estaba en muchos. Se llaman fotos. Lo sé ahora. Yo me llamo Javi. También lo sé ahora. Es bueno tener un nombre.

Gracias a la pizarra empecé a aprender cosas. Me gustó aprender cosas. Descubrí que vivía en una especie de cárcel, eso es otra metáfora. Pero también descubrí que las paredes no eran indestructibles, aunque cuando intentaba abrir agujeros para hacer ventanas o puertas y poder escapar de allí me salían torcidos.

Después del caos llegó el miedo. Veía a las personas acercarse a mí. Lo primero que recuerdo eran los círculos grandes con media sandía. Ahora ya sé que los círculos se llaman caras, y las medias sandías se llaman bocas. Pero entonces no sabía los nombres y pensaba en círculos y en sandías. Cuando la sandía tenía los picos levantados significaba que todo estaba bien. Yo había hecho algo bien. Era una clave. Ahora es más fácil y ya sé que eso se llama sonrisa. Cuando todo estaba mal la sandía, que es la boca, estaba recta. O con los picos para abajo, y entonces había dos líneas de agua en las caras. Se llaman lágrimas. Yo tampoco sabía eso entonces. Las lágrimas eran otras claves, pero yo no las podía interpretar. No tenía un diccionario. Entonces no sabía lo que era un diccionario. Ahora lo sé, y tengo varios diccionarios: de fotos, y de palabras, y de frases.

Otras veces un habitante más pequeño se acercaba a mí. Daba más miedo, pero también me atraía más. Su boca siempre sonreía, pero hacía mucho ruido y se movía demasiado deprisa. Pronto tuve más claves. El habitante pequeño se llamaba hermana. O también Marta. Era un poco confuso que tuviera dos nombres. De los habitantes grandes, el que más me gustaba se llamaba mamá. Me hacía sentirme tranquilo, porque siempre hacía las cosas despacio, con orden, y eso me gustaba. Ella sabía asustar al miedo. Eso me gustaba también. Ella ponía y quitaba muchas fotos de la pizarra, y eso era bueno porque ayudaba a que el miedo se fuera.

Aprendí que conseguía más cosas señalando las fotos de la pizarra que golpeándome. Eso fue algo muy bueno. Empecé a golpearme menos. Empecé a utilizar más la pizarra. Mis ventanas y mis puertas empezaron a salirme derechas. Esa es otra de mis metáforas favoritas. Ya os he dicho que me gustan las metáforas. Las bocas sonreían más a menudo. Casi nunca había ya agua en las caras. Eso me gustaba. Se llamaba llorar, y eso no me gustaba. Yo nunca lloro.

Lo tercero fue la liberación.

Después del caos y del miedo vino la alegría.

La alegría es bonita. Me gusta mucho. Es como una llave y encerró al caos y al miedo. Es otra metáfora. Esa me la ha enseñado mamá.

Soy diferente. Eso también me lo ha enseñado mamá. Pero hermana Marta también es diferente. Y mamá también es diferente. Ser diferente no es malo, solo es diferente. Solo es malo cuando estás secuestrado en un planeta azul que no se ve. Hay otro planeta que sí se ve. También es azul. Se llama Tierra, y es redondo. Me gusta la tierra. También me gusta mi otro planeta azul porque ya no estoy prisionero y sé moverme por él. Ese se llama autismo.

Sé lo que es una persona ciega y sé que no es fácil explicarle los colores. Sé lo que es una persona sorda y no es fácil explicarle la música. Sé que yo no soy una persona ciega ni sorda, pero hay cosas que no es fácil explicarme porque mi interior es de color azul, como el planeta invisible. Sé que hermana Marta y mamá pueden viajar entre los dos planetas azules. Ellas me ayudan y ahora yo también viajo al planeta azul Tierra sin tener que moverme de mi casa. Es divertido. Eso es una metáfora y también es una broma. Estoy aprendiendo a hacer bromas. Las bromas me gustan, aunque son más difíciles que las metáforas. Pero hacen reír, y la risa también me gusta. Me hace sentir como cuando estoy recién bañado o como cuando me dan un bombón de una caja roja que se llama Nestlé.

Leer es fácil. Me gusta mucho leer. Las palabras escritas siempre están ahí, no se escapan como las otras. Por eso es más fácil escribir mi historia. Sé escribir mi historia. No sé si sabría contar mi historia. Ya os lo he dicho antes.

Mamá dice que hay muchos más planetas. Y muchas más historias. A mamá le gusta mucho escribir. A mí también me gusta mucho escribir. Mamá escribe relatos y novelas y poemas. Yo escribo resúmenes de las noticias que veo en la tele todos los días. Y resúmenes cuando hacemos un viaje. Luego mamá y mis profes leen mis resúmenes.

Ahora también me gusta mucho hablar.

Mamá dice que hablar es bueno y escribir también.

Por eso hablamos mucho y escribimos mucho.

Y nos queremos y nos sentimos muy bien.

Eso es bueno.

Esa es mi historia escrita. Me gusta. Eso no es una metáfora. Es real. Como mi vida en los planetas azules.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay