Las fragolinas de mis ayeres
Desde el principio aquella boda me olió mal. El día de Reyes, a las seis de la mañana, se casó mi cuñado, Fernando Puyal de casa Nicuesa. Hacía muchos años que se había quedado viudo y sin hijos. Pero últimamente se le había despertado la vena festera y eran famosas sus parrandas con las mozas de los pueblos de los alrededores. Así nos trajo a Marcela Paradís, una fragolina de veintipocos, que antes de un mes salió preñada.
Una noche, mientras preparaba la cena, le dije a mi marido eso de que veinte con sesenta, sepultura o cornamenta.
—Tranquila, mujer tranquila —me contestó—Ya sabemos que mi hermano, aunque es el primogénito, desde siempre ha sido un tarambana y no está preparado para llevar esta casa. Eso sí, tendremos que prepararnos para lo que pueda venir. Pero yo te aseguro que esa puta fragolina nunca será dueña de casa Nicuesa ni su hijo comerá pan en este pueblo. ¡Habrase visto! Con las mozas de buenas casas que tenemos aquí y pegar con una desconocida.
Yo me santigüé y dejé las tenazas abiertas encima de la ceniza del hogar. El me miró de reojo y me dijo que no empezara con mis hechizos que lo que teníamos que hacer era consultar a un notario por si se moría su hermano o por si Marcela se quedaba preñada. Que había oído de buena tinta que, aunque no era fácil, se podía nombrar heredero de la casa al hijo de un segundón.
El día de la Virgen del Rosario, cuando Fernando volvía del campo montado en el carro, en un recodo del camino le salió un perro negro y se espantaron los caballos. Carro, caballos y amo cayeron por un terraplén. El pueblo suspendió los festejos y todos corrieron a ver si podían sacar con vida a Fernando y a los animales. El esfuerzo resulto inútil. ¡Vaya barullo! Unos que ya no tenía años para tanto navego, otros que Dios lo había castigado por no santificar las fiestas como mandaba la Santa Madre Iglesia. Yo callé y me fui a casa a contárselo a Marcela.
Al cabo de un rato, lo trajeron en unas parihuelas y lo dejaron de cuerpo presente en el patio. Las gentes seguían con su vocerío. Aproveché el momento y me llevé a Marcela a la cama del cuarto de las alcobas, que no se comunicaba con ningún otro. Así nos lo había advertido el notario, si por casualidad se nos presentaba este trance. ¡Jesús, José y María! Mira que son prevenidos estos leguleyos. Me di prisa para tenerlo todo preparado antes de que nadie subiera a buscarnos. Me tapaba las maños con la toquilla y me mordía las uñas. Pero aparentaba presencia de ánimo. Que todos creyeran que jugaba limpio y que iba a defender por igual los derechos de mi hijo y los del que estaba pendiente de nacer.
Don Francisco Vargas Machuca, notario de la villa de Sos, nos insistió mucho vigiláramos para que se llevaran bien el embarazo y el parto. Que si no lo hacíamos bien nuestro hijo perdería su herencia, aunque no me enteré de por qué. Y antes de despedirnos me cogió del brazo y me miró a los ojos: “Esto que no se os olvide. Que una vez nacido, el niño que está por nacer, tendrá tanto derecho a recibir su parte de la herencia como vuestro hijo. Y no será fácil quitarle algunos privilegios que tiene”. A mí me dio una vuelta el cuerpo. Don Francisco siguió con su sermón de que eso ya era así en tiempos de los romanos. Pero yo ya, aunque lo oía, no lo escuchaba.
Con el susto Marcela se puso de parto. Todo se precipitó y nosotros nos libramos de tener que vigilarle la tripa. Solo teníamos que preocuparnos del parto y de enseñar al recién nacido a la familia. También recuerdo que el susodicho notario nos dijo que, en el parto, tenían que estar presentes: una mujer buena, que podía ser yo misma; la comadrona; y otra mujer nombrada por el juez de paz. Pero no nos dio tiempo a avisar ni al juez ni a nadie antes del parto. Así que entre la comadrona y yo lo haríamos todo. En estas estaba cuando comenzó Marcela con sus gritos:
—Fernaando, no tardes tanto. No me dejes sola con estos cabrones. Me han llenado la cama de sapos que me suben las piernas con sus babas viscosas y se me meten en la tripa hasta las entrañas.
Abrió los ojos y me vio sentada a su lado. Entonces gritó más. Nunca supe si le hablaba a su marido o simplemente quería que yo la oyera.
—Si ya te lo dije. Fernando. Que no, que no me quería casar sin capitulaciones. Y tú erre que erre, que no las necesitábamos, que tu hermano nunca se atrevería a plantarte cara. Que para defender tu primogenitura te bastaba con la cédula de identificación. Tonto más que tonto. Ya sabía yo que la modosica de tu cuñada algún día nos clavaría las uñas.
Cuando le llegaron los empujones, la comadrona puso manos y pies a la obra. Y tan concentrada estaba que me dio tiempo a preparar la cuna. Le costó un buen rato sacar a un niño grandón, como su padre. Después lo lavó con el agua que yo había calentado en unos pucheros en el fuego. Envolvió la placenta en una sábana de lino y me dijo que teníamos que enterrarla cuanto antes. Que si se enfriaba en la habitación o si se la comían los perros en el corral, le traería mala suerte al recién nacido. Yo deposité el fardo sanguinolento al lado del moisés y me tomé mi tiempo.
La comadrona salió con el niño desnudo a la cocina y lo enseñó a todos los presentes como era costumbre. La cocina era grande, pero acudió mucha gente cuando se corrió la voz de que Marcela estaba de parto y no cabía ni un alfiler. No había duda de que el niño estaba completo y de que sería un buen Nicuesa. A continuación lo fajó encima de la cama y cuando levantó el cobertor de la cuna se encontró con unas tijeras envueltas en piel de sapo.
—Lo sabía, lo sabía —gritó Marcela—. Fernando, tú me trajiste a esta madriguera. Fíjate, tu cuñada, como un hurón, le está chupando la sangre a nuestro hijo. ¡Vigila la placenta!
Intenté calmarla y sacarla de su delirio. Le susurré al oído que su hijo viviría y heredaría, como lo haría mi hijo. Que serán buenos primos y entre los dos aumentarían la hacienda. En ese momento oí un murmullo que venía de fuera. Los que había venido a ver el acontecimiento me llenaban de alabanzas: ·”Y luego dicen que no hay buenas cuñadas”. También oí la voz ronca de la partera; “Esto aún no ha terminado”.
A la mañana siguiente, me quedé dormida en la silla. Marcela se despertó con una subida de la leche. Con apuros se levantó y vio a su hijo con la cara morada. Tenía el cuello anudado con un trozo de cordón de la placenta.
—Fernando, corre, salta, que se desbocan los caballos. Los están ahogando con una soga. No pierdas tiempo.
Me despertó el grito de Marcela. Un grito que retumbó en la casa, salió por la ventana, llegó hasta la iglesia y el eco se lo llevó por los valles y montañas.

Carmen Romeo Pemán
Imagen del principio: Un cuadro de Shamsis Hassani, pintora afgana.