La casa nueva


Lunes:


Es el primer día en mi nuevo hogar. He dejado temblando la cuenta del banco con la hipoteca, pero lo he conseguido. Nada puede enturbiar mi alegría. ¡Mi primera casa! Me va a tocar chuparme la reforma yo sola, menos mal que siempre he sido manitas y no hay nada que se me resista. Es una de las cosas que le molestaba a Darío, que no lo necesitara para colgar un cuadro o cambiar una bombilla, y es que el amor puede resultar asfixiante a veces. En fin, el pasado ya no importa: tengo en la cocina la hornilla de camping y el colchón en el dormitorio, así que no necesito más para empezar mi nueva vida. La fontanería funciona genial a pesar de que la casa tiene no sé cuántos años, o igual es gracias a eso, que antes hacían las casas de otra manera. Empezaré por rascar el papel de las paredes, que da pena verlo. Iré de arriba abajo, así que declaro inaugurado mi diario y me voy a la buhardilla a empezar a trabajar.


Martes:


Ayer empecé a rascar el papel pintado por la esquina de la izquierda y me llevé una sorpresa. El primer trozo salió con facilidad, y debajo, sobre la pared, había algo escrito. La curiosidad me pudo y bajé a la cocina en busca de un trapo para limpiar el ojo de buey, que es lo único que da luz a la buhardilla. Tengo que acordarme de comprar una bombilla para este sitio, porque en cuanto oscurece cuesta trabajo ver bien, y más en días lluviosos como hoy, pero me entretuve tanto intentando descifrar lo que había escrito que se me hizo tarde para ir hasta una tienda. Vivir en un sitio tan aislado es un sueño, siempre quise algo así, pero también tiene sus inconvenientes. A pesar de que el cristal cierra de maravilla, a veces noto una corriente de aire que no sé de dónde viene.


Miércoles:


Mi casa debe de tener más años de los que yo suponía. Lo de la pared está escrito en un castellano muy antiguo, es como si estuviera leyendo una novela de época. La letra es redondeada, como de señorita de escuela privada. Pensé que sería alguna anotación aislada, pero empiezo a creer que ocupa toda la pared. Me da la sensación de que también es una especie de diario, como el que yo he empezado a escribir. Y he aplazado el resto de la reforma porque la historia me tiene enganchada. Parece que también en esa época, sea la que sea, existían los novios cabrones, porque lo que escribió la autora apunta todo en esa dirección: no la deja conceder bailes a otros caballeros, no quiere que vaya a comprar cintas y encajes (eso me ha hecho partirme de risa) ni siquiera con la gobernanta; solo quiere que salga con él. Al avanzar en la lectura me va entrando cada vez más frío, no soy supersticiosa, pero la criatura que escribió todo eso podría haber estado espiando mi vida hasta llegar aquí.


Jueves:


Esa tía era idiota, se dejó convencer para venir a ver esta casa por no discutir con sus padres. El capullo le ha pedido matrimonio y se la quiere camelar presumiendo de casoplón. ¡Pero, por muy buen partido que sea, hay que estar loca para ceder! ¡Jope! ¡El muy cabrón la ha encerrado en esta buhardilla! Anda que menos mal que yo no soy supersticiosa, porque el color de la tinta, con este tono de óxido que tiene, se me ha figurado que igual era sangre. ¡Menuda imaginación tengo! He seguido leyendo y ahora sí que se me han puesto los pelos de punta: el tío le ha dicho que vivirá aquí para siempre, como una reina, que él procurará que no le falte de nada, ¡pero no la deja salir y es el único que entra en esta zona! Mañana sin falta tengo que ir a comprar la bombilla. Estoy tan enganchada a la lectura que me paso las horas muertas aquí. A este paso no sé cuándo terminaré mi reforma.


Viernes:


Me parece que voy a dejar de arrancar el papel, y a taparlo todo con pintura impermeabilizada. Me estoy volviendo paranoica. Ayer leí que el monstruo, porque no lo puedo llamar de otra manera, le había hecho un poema a la pobre prisionera y me pareció que la corriente de aire era en realidad un susurro de alguien a mis espaldas. ¡Menudo susto me di! Se me quitaron las ganas de seguir leyendo y bajé por pies a la cocina para hacerme un chocolate caliente. Me vi de refilón en el espejo del pasillo, no parezco yo, con esos ojos desorbitados, con el pelo enmarañado. Mejor me doy una ducha y ya veré mañana cómo se le daba la poesía al cabronazo ese. La chica ha escrito con trazos más gruesos una sola palabra, toda en mayúsculas: ¡HUYE! Debe estar tan desesperada que ya habla consigo misma, pobrecilla, qué pena me da.


Sábado:


No puede ser. El poema alaba los ojos pardos de la chica y los puntitos verdes que rodean el iris, su pelo castaño, rizado y suave que le llega a los hombros, el lunar que tiene en la mejilla derecha y el antojo con forma de fresa que, desde que nació, es la única marca de su cuerpo perfecto y está en la muñeca izquierda. He parado de leer. No puede ser. Yo tengo un lunar así, y tengo esa marca, la tiene también mi abuela, la he visto en fotos de cuando era joven. Tengo que preguntar a mi madre por mi abuela, es curioso, no recuerdo que se hable de ella en la familia y solo sé que murió joven. ¿O que desapareció? ¡Pero qué tonterías pienso! Debería haber prestado más atención a las historias familiares, sé que tuvimos antepasados con dinero, pero… ¿esta casa…? Mejor sigo leyendo mañana, que a este paso acabaré loca.


Domingo:


El viernes debí hacer lo que pensé: pintarlo todo y clausurar esta buhardilla. Ahora es tarde. Esta mañana subí y terminé de leer el poema. Es la declaración de amor de un loco que promete repetir eternamente en el oído de la chica sus promesas de amor. La puerta se ha cerrado y no consigo abrirla, tengo las uñas destrozadas. Me equivoqué al no hablarle a nadie de la nueva casa porque primero quería sentirme segura. La soledad, que pensé que sería mi aliada, se ha convertido en mi enemiga.
Ahora la corriente de aire viene de todas partes. Y está cargada de susurros.

Adela Castañón


Imagen de Wolfgang Eckert en Pixabay

Y juntamos nuestros dedos

De Las fragolinas de mis ayeres

Aquella tarde, como otras, Felicia faltó a la escuela. Su madre se pasaba el día regando los huertos de los ricos y ella, antes de sus doce años, se las campaba sola. La maestra nos mandaba a buscarla y siempre volvíamos con un no sabemosdóndeestá.

—Eso es que no buscáis bien —nos contestaba—. O me mentís.

La verdad era que no sabíamos dónde se metía. Así que un día decidimos no ir a la escuela y hacer guardia en la entrada del pueblo. Nos sentamos en la Peña del Santocristo con los bastidores, como si estuviéramos bordando.

Al poco rato, vimos pasar a un pastor hacia la era de Prisco y lo seguimos de puntillas. Cuando llegamos a la era, lo vimos entrar en el pajar. Dejó la puerta entornada. En silencio, nos pusimos a mirar por las rendijas y vimos dos bultos agarrados que se movían con rapidez.

—Pobre pastor —dijo una de las pequeñas que se había colado entre nosotras—. Igual se ha encontrado con un bicho. Tendríamos que avisar a los hombres.

—Anda, calla —le contestó la que estaba a mi lado achicando los ojos para ver mejor—. No sé a qué has venido si tú no entiendes de estas cosas.

Poco a poco veíamos mejor los movimientos, pero no entendíamos los suspiros  que salían de aquellos bultos arrinconados.

Como se pasaba el rato, nos aburrimos de espiar y volvimos corriendo a la clase de labores.

—Perdónenos, doña Isabel. Hemos ido a buscar a Felicia, pero no sabemos dónde puede estar. Y eso que hemos preguntado a los que pasaban por la Cruz —le dijo una con un jersey verde.

Colocamos las telas en los bastidores, las tensamos con el tornillo que llevaban en el aro y nos sentamos en corro. De vez en cuando nos mirábamos de reojo.

A la salida nos esperaban los chicos. Les contamos todo. Nos pareció que no nos escuchaban, porque enseguida dejaron las carteras en un montón y se pusieron a saltar al burro. A nosotras no nos gustaba jugar con ellos, que siempre nos hacían trampas y, sin echar suertes, nos ponían de burros y ellos saltaban.

En el primer salto, A la una, salta la mula, nos echaban toda la fuerza encima y a veces nos dábamos una morrada contra el suelo. En el segundo, A las dos, pegó la coz, nos daban puntapiés en el vientre. Como antes de los tres saltos ya rodábamos por el suelo, se partida acababa allí. Por si fuera poco, nos acordábamos del día que le dieron una patada a la nieta del Luriés y comenzó a sangrar por sus partes.

Esa tarde, antes de que ellos acabaran de jugar, nosotras nos fuimos a casa. Sabíamos que lo de Felicia traería cola. Y así fue. Al día siguiente, después de comer no apareció ninguno por la escuela y el maestro vino a la nuestra hecho un basilisco.

—Con vuestras trapisondas me habéis alterado a los chicos. Esto se merece un castigo. —Sin decir nada más, se metió las manos en los bolsillos de un guardapolvo grisáceo y se fue.

Cuando sonaron las cinco en el reloj de la torre, corrimos hacia el pajar de Prisco. La puerta estaba entreabierta. Dos de los mayores le daban patadas al pastor. Lo habían atado con fencejos y le habían llenado la boca con excrementos de cabras.

—Viejo cabrón, tírate a las mozas de tu pueblo —era la voz del que llevaba un chaleco hecho de la zamarra de su padre.

En la otra esquina, cuatro estaban con Felicia. Los demás miraban con cara de bobalicones. A ella no la ataron, pero le metieron las bragas en la boca y le sujetaron los brazos y las piernas como si fuera un santocristo. Nos quedamos inmóviles y nos tapábamos la boca con las manos.

Luego siguieron los otros. Se quitaban los pantalones, cogían palos y se turnaban alrededor de Felicia. No podíamos ver qué le hacían. Por los movimientos bruscos y los ojos ensangrentados, suponíamos que le estaban dando una paliza.

—Y tú, puta, a ver si aprendes a no quedar con mozos de fuera. Entérate de una vez por todas que no permitiremos que nadie toque a nuestras mozas —la amenazó uno al que llamábamos el Moreno.

Felicia consiguió escupir las bragas, dio un grito como las mujeres cuando paren y  los chicos desaparecieron.

Entonces, unas desatamos al pastor y otras fueron con Felicia que, envuelta en una paja sanguinolenta, casi no respiraba. La limpiamos con los trapos de las labores, pero la sangre seguía manando entre sus piernas.

—Tranquila, seguro que te ha venido la regla —le dijo una de las mayores.

—No, no me ha venido aún —contestó con un hilillo de voz—. Mi madre dice que cuando me venga ya no podré esperar al pastor.

Antes de llevar a Felicia a su casa, una a una nos fuimos pinchando nuestros dedos índices con un alfiler de los de bordar. Yo pinché el de Felicia. Cuando brotaron las gotas rojas y brillantes, las juntamos y pronunciamos un conjuro:

Con esta sangre nos convertimos en hermanas. Nunca nos separaremos y nos defenderemos de los que se atrevan a tocarnos.

Dejamos a Felicia en su cama antes de que volviera su madre. La arropamos bien. Cuando volvíamos a nuestras casas, oímos unas risas en la Placeta. Los chicos estaban escondidos en el arco del Terrau.

—Esperamos que hayáis escarmentado en cabeza ajena —nos dijeron a coro, como si fuera una frase ensayada.

Echamos a correr sin volvernos a mirar. Desde ese día, nuestros juegos cambiaron. Nunca nos volvimos a juntar con ellos. Los maestros intentaron saber qué había pasado, pero nadie despegó el pico. Ese día las chicas, sin saberlo, nos hicimos feministas.

Carmen Romeo Pemán-