Andresa la Muda

#relato

De las fragolinas de mis ayeres

Cuando dieron las seis en el reloj de la torre, me levanté de un salto y me quité las legañas con el agua que quedaba en el barreño de fregar las cazuelas. Me asomé a la ventana y vi que el humo de las chimeneas ya se disolvía en la luz clara de la mañana. Así que, sin perder tiempo, cogí la escoba y bajé a barrer la calle. Aproveché que aún no había salido mi vecina y me asomé a la barbacana del Terrao. Achiqué los ojos y miré el camino de Valzargas. Como teníamos miedo a los maquis, me puse a mirar a ver si venía algún hombre por la Collada de San Jorge. En esas estaba, cuando Andresa, la que teníamos por muda, me tocó en el hombro.

—Buenos días, Andresa.

Pronuncié despacio y claro, por tenía que leer en los labios. Pero oía bien, que sin mirarme, levantó el puño.

—A mí no me saludes así, hijaputa.

Como yo no era de las que levantaba el puño ni me gustaban broncas, me puse a barrer rezongando: “Si ya lo digo yo, con eso de que todos dicen que es muda, parece que no se entera de nada. Y es la más alcahueta del pueblo. Que ninguno sabemos si era muda antes de llegar al pueblo. Que ya era moza cuando vino con unos arrieros y aquí la dejaron sola”.

Mientras tanto ella se metió al patio y salió con una hoz roñosa. Avanzó hasta la pared del huerto y cortó las hierbas que asomaban. Cuando acabó recogió la hoz en su casa.

Al poco volvió a salir y me soltó un gruñido. Como la noté más alborotada que otros días, le pregunté:

—Oye, ¿has oído el barullo que se ha montado esta noche con el caballo negro de casa Fontabanas?

Movió la cabeza de un lado a otro, como cuando se niega algo con fuerza.

—Pues verás, a eso de las doce nos han despertado unos relinchos y unas coces en la pared.

Andresa se acercó un poco. Se sujetaba la cara con las manos.

—No te hagas la tonta. Que tú también los has tenido que oír. Desde mi ventana se veía una sombra en tu ventanuco. Seguro que estabas escuchando.

Se tapó la boca como si fuera a dar un grito. Yo seguí hablando.

—Al principio creímos que José había muerto en el monte y que el caballo volvía enloquecido.

Las muecas de Andresa le estaban deformando la cara por momentos.

—Además la madre de José nos dijo que sabía que le iba a pasar algo, que ese día se había ido al monte sin santiguarse ni tocar el San Cristóbal de la puerta.

Andresa se tapó la cara con las manos, como si fuera a llorar. Pero yo no me amilané con sus gestos.

—Mira, la vieja se equivocó. José no está muerto. O por lo menos eso dijeron unos embozados que llegaron corriendo detrás del caballo.

Se quitó las manos de la cara y se me acercó aún más. Ahora no se perdía ni un detalle de lo que le contaba.

—Tú sabías lo que iba a pasar. Por eso no te asomaste por la mañana, cuando la vieja salió a la calle rogándole a su hijo que no fuera a Valzargas.

Sin dejarme acabar, se dio media vuelta. Por debajo del delantal le asomaban unas zapatillas agujeradas y una saya pardusca que le llegaba hasta los tobillos.

—Me da igual lo que hagas. Sé que tú avisaste a los de la Resistencia, a los que iban buscando a José. Sé que tú les dijiste que ese día iba a ir a segar a la partida de Valzargas.

Cuando estaba entrando en el patio, levanté la voz un poco más.

—No te vayas, mala pécora. Tienes que escucharme.

Se volvió con los ojos encendidos.

—Llegaron dos embozados y nos contaron que lo tenían preso en el corral de Valzargas. Que si los del pueblo no les mandaban panes, le pegarían un tiro. ¡Ah! Y que tú sabías por qué.

Se persignó varias veces y se besó las manos.

—Mira lleva toda la noche echando humo la chimenea de casa el hornero. Esta tarde ya estarán listos los panes

Andresa se metió en su casa. Y yo seguí hablándole. En realidad quería que me oyeran todas las vecinas.

—Anda, que pareces una mosca muerta, pero todos sabemos que eres la chivata. Que si no les hubieras contado tantos cuentos ellos no se habrían ensañado con la gente de este pueblo. ¿Se puede saber a qué vas contando tantas mentiras?

Es que Andresa lo revolvió todo. En el pueblo siempre habíamos tratado bien a los maquis. Nunca los habíamos denunciado a la autoridad.

—Menuda trifulca has montado. Y por tu culpa han cazado a José. Para que desembuche. Por eso han soltado al caballo.

Ella seguía sin aparecer. Y yo dale que te pego.

—Lianta. Eres una lianta. Ya verás, ya. Cuando se corra la voz, entre todos te vamos a dar una somanta de palos.

Entonces bajó corriendo las escaleras. Me dio un empujón y casi me tiró al suelo. Con paso ligero tomó el camino que lleva a Valzargas. Yo volví a la barbacana y achiqué los ojos. Al poco rato la vi que desaparecía por la Collada de San Jorge. Seguro que encontró pronto a sus compañeros.

A la mañana siguiente un grupo de hombres armados pasó la Collada. Venían hacia el pueblo. Cerré la puerta y las ventanas. Y no tardé en oír el tiroteo en la calle.

Muchos años perduró el recuerdo de los muertos inocentes. En los carasoles se siguió hablando de la desaparición de José y de una mujer muda que se fue por la Collada.

Carmen Romeo Pemán

Las fotos publicadas por Lorien La Hoz en su página de Facebook.

¿Quién mató a Laura Crowning?

La Retaguardia. El Diario de todos. Domingo 28 junio 2015. AÑO XXII. Edición Nacional. 2,50 €

FALLECE ANOCHE EN SU DOMICILIO LA HIJA DEL PRESIDENTE DE GOBIERNO EN MISTERIOSAS CIRCUNSTANCIAS

Exclusiva de L. Redrum

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Foto de archivo. Laura Crowning baila un vals en su aristocrática fiesta de puesta de largo con el hombre que, dos años después, se convertiría en su esposo

La noticia del hallazgo del cuerpo sin vida de Laura Crowning, descubierto esta mañana por la empleada de hogar a su llegada a la villa, ha causado un profundo estupor en todos cuántos la conocían. “Me extrañó que la señora no bajara a desayunar, y subí a la habitación. No contestó cuando llamé a la puerta, y por eso abrí. Y allí estaba la pobre señora, tendida en la cama, completamente vestida”, ha declarado la mujer entre sollozos.

Esta muerte inesperada ha desatado rumores que chocan con un muro de silencio por parte de sus familiares, que han rehusado hacer declaraciones. No obstante, personas cercanas al círculo familiar, que prefieren permanecer en el anonimato, han comentado que la fallecida pasaba por una delicada situación personal y estaba en tratamiento médico por un cuadro depresivo atribuido a los rumores de crisis en su matrimonio, rumores  desmentidos por parte de su esposo.

Fuentes policiales han confirmado que la cerradura del domicilio no mostraba signos de violencia, pero se mantienen abiertas varias líneas de investigación. No se puede descartar aún la hipótesis del robo, muerte accidental o natural, e incluso se baraja la posibilidad del suicidio como causa del fallecimiento. A las 12.00 horas tuvo lugar el levantamiento del cadáver. El cuerpo ha sido trasladado a las dependencias forenses para practicarle la autopsia. Por el momento no hay más información acerca de lo sucedido, aunque este periódico se mantiene a la espera de nuevas noticias, que podrán seguir en directo en nuestra cadena televisiva.

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***** Raymond Black sujetaba el periódico sin poder apartar la vista de la cara de Laura en la foto. Casi le parecía oír las notas de aquel vals, que luego habían bailado juntos tantas veces a lo largo de sus cinco años de matrimonio. Hundió los hombros y agachó la cabeza al recordar las preguntas absurdas que Laura le planteó cuando se enteró de su aventura: “¿Por qué has tenido que bailar con ella precisamente ese vals? ¿No podías haberme dejado algún recuerdo sin mancillar?” Parecía que a Laura le había dolido más un simple baile, que el hecho de que él se hubiera acostado con otra. Nunca entendería a las mujeres, y a la suya menos que a ninguna. El imprevisto embarazo de su amante había sido tan inoportuno, como oportuno el fallecimiento de su esposa. Frunció el ceño al pensar que los trámites para heredar a Laura podrían retrasarse debido a las circunstancias de la muerte. Se rascó la nuca y empezó a sudar un poco. La paciencia no era el punto fuerte de sus acreedores. Y además el esposo era siempre el primer sospechoso en estos casos. Pero él tenía una coartada perfecta. O no tan perfecta. ¡Mira que ir a morirse Laura mientras él echaba el polvo del siglo! Pero para convencer a su amante de que el aborto era la salida más conveniente, utilizó su mejor argumento: el sexo. ¡Joder, joder, joder…! A ver si ahora, al cambiar su estado civil de casado a viudo, se empeñaba la otra en tener el crío… Raymond se permitió una carcajada a solas. ¡Precisamente por joder tanto y sin precauciones, ahora era él el que estaba bien jodido! Había metido la pata –y lo que no era la pata– hasta el fondo. ¡Maldita suerte…! Los nervios aguzaron la parte más cínica de su sentido del humor. “Raymond Black”, pensó para sí, “la cosa se te puede poner muy negra…”

***** Helen Fall sujetaba el periódico sin poder apartar la vista de la cara de Laura en la foto. Recordaba el día de la puesta de largo de su mejor amiga, y la boda donde ella fue dama de honor. Derramó una lágrima que nada tenía que ver con la pequeña punzada en el vientre que la hizo encogerse un poco. ¡Pobre Laura! Tanto dinero, y no poder comprar ni un gramo de felicidad. La vida, en sus planes para Laura, olvidó decirle que su nombre no era el único en la agenda de Raymond. La lágrima solitaria dejó de serlo; los ojos de Helen se convirtieron en un manantial cuando evocó los ratos de conversaciones bobas entre Laura y ella. “Lauri, mi querida y pobre Lauri, si aún vivieras me verías llorar por ambas. Y me soltarías una chorrada de esas tuyas, dirías algo tan tonto como que mi ojo izquierdo llora por ti, y el derecho por mí. Y daría lo que fuera porque pudiéramos las dos compartir las carcajadas”. El rímel se le había corrido a Helen; y no sólo el rímel. Helen pasó revista a las juergas que se había corrido, a sus deslices, a sus caídas en las tentaciones de la carne, y se preguntó por primera vez cómo iba a vivir con sus recuerdos a cuestas. Lo sucedido había sido inevitable; ella no lo había hecho a propósito. Y todos los días ocurrían accidentes, ¿o no?

***** El policía sujetaba el periódico sin poder apartar la vista de la cara de Laura en la foto. Ojeaba el ejemplar mientras se afeitaba. Su teléfono echaba humo. Las primeras investigaciones prometían complicar el tema. Las finanzas del marido no eran todo lo boyantes que parecían, y estaban a punto de descubrir la identidad de la mujer misteriosa que había torpedeado la navegación del matrimonio por debajo de la línea de flotación. Y algo le decía que el resultado no le iba a agradar ni lo más mínimo. Su móvil sonó, y en la pantalla apareció el número del médico forense. El inspector escuchó en silencio las novedades, mientras se rasuraba con la otra mano. Cuando colgó, le habló a su reflejo en el espejo: “Andrew Thorpe, más te vale andar listo en este caso si no quieres que el comisario haga rodar cabezas, empezando por la tuya si cometes un solo error…”. A ese tipo de personajes encumbrados, que siempre parece que mean colonia, había que cogérsela con papel de fumar. Uno no podía meter la pata con gente así.

***** El periodista sujetaba el periódico sin poder apartar la vista de la cara de Laura en la foto. Posiblemente le ofrecieran un ascenso por el artículo, aunque no lo iba a poder disfrutar. Había tenido un acceso privilegiado a la información. Laura Crowning lo había enamorado desde el día en que la coronaron reina del papel couché. Él fue el primer sorprendido de que aquella princesa de la alta sociedad le abriera años después las puertas de su corazón. El camarero del restaurante se acercó a tomar la comanda y Lionel encargó, como siempre, un plato único, bebida y postre. Se aseguró de que nadie lo estuviera observando y sacó de su bolsillo el móvil de Laura. Era lo único que se había llevado de la casa. Necesitaba disfrutar por última vez de las imágenes de su amada. La única foto en que ambos aparecían juntos la habían tomado dos días antes, con el móvil de Laura, como única concesión por parte de ella para compensarle el daño que le estaba ocasionando con su ruptura. El periodista soportó con cara de poker la confesión de Laura. Tuvo que escuchar de sus labios cómo lo había utilizado para averiguar que la amante de Raymond no era otra que Helen, su amiga, su confidente, a la que había confiado sus temores más ocultos. ¡Qué sensación de ridículo al enterarse de que era con ella, precisamente con ella, con quién la estaba engañando su marido! ¡Cómo le había dolido a ella el papel vejatorio que le tocó representar! ¡Lo que debería haberse reído Helen con Raymond a sus espaldas! Con la misma inmovilidad de estatua recibió el periodista las disculpas de una Laura ruborizada y cabizbaja; lo había utilizado también para intentar darle celos a Raymond, pero ella quería realmente a su marido. Y Raymond le había prometido que dejaría a Helen, se lo había prometido esa misma tarde. Por eso, le explicó Laura entre tartamudeos, tenía que poner fin a su relación con él.

El camarero le sirvió la comida. Saboreó el plato único, el vino, el postre. Pagó, salió del restaurante y borró del móvil la foto donde aparecían Laura y él juntos. El parking estaba desierto; colocó con cuidado el teléfono detrás de la rueda trasera del coche, y los mil cien kilos de su Ford fiesta aplastaron el aparato cuando salió marcha atrás. Llegó a su casa y sacó del bolsillo del pantalón el bote de pastillas. Después de haber puesto algunas en el vino de Laura, que no pudo negarle ese brindis final de despedida, ella se había quedado adormilada, y ni siquiera se enteró cuando él le clavó la jeringuilla en la flexura del codo, en esa piel de alabastro que días antes había besado.  Si, posiblemente le ofrecieran un ascenso. Tal vez, incluso, volvieran a darle su antiguo puesto en la cadena televisiva. Aún se preguntaba el motivo por el que su jefe y sus compañeros lo miraban de modo extraño algunas veces. Como la vez que sugirió que la retransmisión en directo de la primera ejecución de una sentencia de muerte se hiciera con un ligero desfase de unos siete minutos como medida de precaución por si se presentaba algún imprevisto en la retransmisión. Y cuando le preguntaron por el tipo de imprevisto que podía surgir, dijo lo primero que se le ocurrió: que si el condenado sufría en los minutos previos una relajación de esfínteres, sería mejor cortar ese plano para no ofender la sensibilidad de los espectadores. Todos lo habían mirado de modo extraño, y cuando se lo contó a Laura vio reflejada en sus preciosos ojos verdes la misma expresión de desconcierto. Finalmente la dirección había decidido no retransmitir la ejecución, pero una semana después el periodista se vio catapultado al vagón de cola de la empresa, la sección de sucesos del periódico propiedad de la poderosa multinacional, y que era como el hermano pobre de toda la corporación.

El periodista pensó que el mundo se había vuelto del revés. Nadie lo comprendía; todos lo miraban como si estuviera loco. Incluso Laura. Sin embargo se sentía satisfecho de haberse mantenido fiel a sus principios. “Nunca tomo un segundo plato. Ni soy ni seré jamás un segundo plato para ninguna mujer”, pensó. Se tomó tres o cuatro pastillas, más por compartir con Laura sus últimos actos que por necesitar tranquilizarse. Jamás se había sentido tan calmado. Se arremangó la camisa, y desinfectó su piel; sonrió al seguir el mismo ritual que había ejecutado con su princesa, y se esmeró con el betadine a pesar de saber que no tendría tiempo de contagiarse de ninguna hipotética enfermedad. Lionel Redrum no sintió nada cuando el émbolo de la jeringa se deshizo de su carga letal impulsándola por sus venas. Levantó la mirada y vio reflejada en el espejo la portada del periódico. Pensó con ironía que no solo el mundo se había vuelto del revés: el artículo firmado por L. Redrum se reflejaba de forma invertida en el espejo de manera profética. Su firma lo decía todo. Había sido su destino:  “murdeR . L”

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La Retaguardia. El Diario de todos. Martes 30 junio 2015. AÑO XXII. Edición Nacional. 2,50 €

SORPRENDENTES NOVEDADES EN LA INVESTIGACIÓN DEL FALLECIMIENTO DE LAURA CROWNING

El caso Laura Crowning sufre un giro inesperado al descubrirse hoy en su domicilio el cadáver del periodista que publicó la exclusiva del suceso. La policía abre nuevas líneas de investigación, y no ha emitido ningún comunicado para los medios de comunicación. El juez encargado del caso ha decretado secreto de sumario.

Adela Castañón

Imágenes: Pixabay , Pexels

Hasta en el árbol de Navidad

#soñandoconvirus

Los altavoces de las calles pedían que todos nos cubriéramos las caras con trapos. Que nos dejásemos dos agujeros en lugar de los ojos. Una especie de burka, pero solo de cabeza. Los amantes que en ese momento se estaban besando en un rincón oculto del jardín se apresuraron a quitarse las caras. Las guardaron en una maceta y las cubrieron con pétalos de rosa. Entonces sus cabezas no tenían ni derecho ni revés. Bueno, se notaba lo que había sido la nuca porque les creció el pelo hasta la cintura y se les enredó con las hojas del emparrado. Por delante era medio balón color carne. Cuando ella dejó su cara en la maceta, se le metieron semillas entre las uñas y, al rascarse los ojos con las manos, le cayeron las semillas dentro de las cuencas vacías. En menos de dos horas unas tupidas madreselvas le ocultaron la cara.

Una hiedra abundante les cubrió la espalda y les enredó los brazos. Estaban paralizados e integrados en la naturaleza cuando una rama de madroño comenzó a lanzar bolas rojas y pinchudas que con el aire se volvían invisibles. Intentaron atraparlas con las manos, pero se les clavaban y los dejaban inútiles.

Las rosas perdieron los pétalos y los girasoles miraron al suelo. Las bolas atacaron a las azucenas y les perforaron las hojas blancas, como cuando caen grandes bolas de granizo.

Las gentes corrían despavoridas. Aquella lluvia invisible que se calaba hasta los huesos les hacía tiritar. Intentaron entrar en sus casas. Todas estaban cubiertas por un musgo blanco, agarrado con ganchos. Se montó una gran algarabía. Nadie reconocía a sus padres ni a sus hijos. Y los que eran atrapados por las bolas se volvían invisibles. Los niños mordían las manos de los abuelos, los jóvenes escupían en las caras de los viejos.

En plena batalla, se hizo de noche y una cara con barba de chivo y dos ojos achinados brillaron en el cielo. Poco a poco volvió la oscuridad y una lluvia de bolas pinchudas de colores cayó sobre nuestro árbol de Navidad cuando estábamos cantando villancicos.

Carmen Romeo Pemán

En blanco y negro

Llamas a mi vida después de treinta años de silencio y tumbas mis defensas con un simple rectángulo de papel, el de una fotografía en blanco y negro que me mandas al email.

Pero ya no tenemos dieciséis años.

Salgo de mi cuerpo de mujer adulta, de abogada de éxito, y se invierten los mundos. La foto fija es ahora mi despacho, los libros alineados a mi espalda, en la biblioteca. El ruido del mar no es ya el de la playa de la costa de Cádiz que escucho desde mi casa, sino otro, el de las olas rompiendo en la arena del Cabo de Gata, una melodía nostálgica que pone música a la voz del muchacho rubio que eras y que se acerca a la muchacha con coletas en la que yo me he vuelto a convertir. El despacho, la letrada, se difuminan. Una brisa con olor a algas se los lleva muy lejos y dejan de existir.

Estoy en Cabo de Gata, posando cerca de la orilla mientras mi hermano trata de enfocar la cámara para hacerme una foto de recuerdo de nuestra primera excursión con el grupo Scout. Te veo venir con el rabillo del ojo, sin moverme. El carrete tiene veinticuatro fotos y no es cuestión de desperdiciar ninguna. Antes de que Pablo apriete el botón, te escucho pronunciar unas palabras imposibles:

–¿Puedo ponerme, o se enfadará Rafa?

Trago saliva sin saber qué contestar. Bebo los vientos por ti, pero me moriría de vergüenza si lo supieras. Por eso, y porque Rafa me regala piropos que yo no sabía ni que existían, he dejado que se sentara a mi lado en el autobús y permito que me acompañe a casa a la salida de las reuniones. Y por eso hablo tanto con él, para obligar a mis ojos a no girarse cada vez que tú entras en los salones, o cuando llegas a los ensayos con la guitarra. Y no sé qué hacer para que no parezca que Rafa y yo estamos saliendo. Cuando entré en el grupo, Chari me dijo que te arrimabas a mí porque te daba pena verme como la “nueva”, la que, recién mudada a la ciudad, todavía no había sido capaz de hacer ni un amigo. Y yo, que no sabía que el cielo existía hasta que te vi, sé que podré soportarlo todo, cualquier cosa, excepto tu compasión. Y Rafa es mi armadura, pero en lugar de sentirme defendida me oprime, me asfixia, me roba el aire que te pertenece a ti, y no a él.

Y eso cambia de pronto allí, de pie, en la arena de la playa, cuando tú, sin esperar respuesta, te pones a mi lado y dices dos frases que son todavía más imposibles:

–Si se enfada, que se enfade. Vale la pena.

Y ahora, después de treinta años, me has buscado en internet, me has llamado y, cuando me has pedido mi dirección de email y te la he dado, (¡cómo no dártela!), lo primero que me mandas es esa foto escaneada.

Y me toco las yemas de los dedos. Ya no hay callos, los surcos que dejaban las cuerdas de tu guitarra cuando me la prestabas se borraron hace mucho. Recuerdo que mis dedos se empeñaban en dibujar acordes para que la huella de tus dedos se alojara en los míos que luego, a solas, besaba mil veces. ¿Qué habrá sido de aquella guitarra tuya, cómplice silenciosa de mis ritos de amor adolescente?

Abro los ojos, salgo de la foto y me pregunto por qué me buscas ahora.

Estás jugando con ventaja, lo sabes y lo sé, y sé que no me importa. La foto en blanco y negro lo ha trastocado todo. El color está allí, en Cabo de Gata, en la orilla del mar. En ese cosquilleo que me subía desde los pies y que yo achacaba a la arena que se coló en mis zapatos, con tal de no admitir que alguien con ojos como el mar y con trigo por pelo se había adueñado de todo lo que yo era. De todo lo que soy. Y mi trabajo fijo, mi vida, mis logros de estos años no son más que cenizas si los comparo con esa foto nuestra.

Me escribes. Te respondo. Me vuelves a escribir. Vienes a verme aprovechando un viaje que haces por otra causa. Tu pelo ya no es trigo. Ahora es nieve. Tus ojos son los mismos, eso sí. Mojamos los recuerdos en dos o tres cafés, toda una tarde hablando sin parar. Ahora no hay ningún Rafa entre nosotros, el tiempo se ha encargado de que ya no haga falta. Nos sobra con tu vida, con la mía. En tu cara hay arrugas y quisiera besarlas para beber en ellas las historias que has escrito y en las que yo no he estado. Y me muero de ganas de entregarte el tiempo que me quede.

Las horas del reloj se nos escapan. Nos levantamos y te acompaño al autobús. Pero antes de llegar me paro en una esquina y, por sorpresa, se abre el baúl de todo aquello que no hice. Y hoy soy yo la de las frases imposibles:

–¿Te enfadas si te pido un solo beso para decirte adiós?

Y, antes de que reacciones, mis labios rozan los tuyos casi sin tocarlos. No me respondes, tampoco me rechazas. Te quedas quieto, pero veo o quiero ver una sonrisa. Da igual. El autobús no espera. Te mando por whatsapp cuatro folios que me entretuve en escribir anoche, por si no me atrevía a decirte todo lo que te he escrito.

Y, después, solo ausencia. No hay respuesta.

De adolescente te perdí por callar. Y ahora creo que te he vuelto a perder por hablar demasiado. Es la vida, supongo. Pero tengo ese beso robado y ahora me quiero más por haberme atrevido a terminar mi escrito con las dos palabras que te debo desde hace treinta años: Te quiero.

Y paso del orgullo y te vuelvo a escribir. Y tu respuesta ya no me cosquillea: ahora somos “amigos”, eso soy para ti. Dices que me buscaste por curiosidad.

¿Después de treinta años? Permite que lo dude.

Y entonces me doy cuenta de que, a pesar de todo, he salido ganando. Porque si lo nuestro hubiera seguido, si hubiera siquiera empezado, entonces o ahora, a lo mejor ya estaríamos hartos uno del otro. Pero, como nunca llegó a ser nada, se quedó congelado en el tiempo, convertido en un milagro de eterna juventud donde la magia del futuro sigue estando a salvo de la monotonía y la desilusión del pasado, de un pasado que no llegó a existir porque no hubo presente. Solo sueños.

Esa foto, ahora lo veo, siempre dejó la puerta abierta a la esperanza, al millón de historias que pudimos tener y no tuvimos.

Y no sé qué creer, pero no importa. Porque tal vez estaba equivocada.

Y no quiero entregarte ya mi vida, la quiero para mí.

Y ya no os necesito ni a ti ni a tu guitarra. Me basta con la chica de la imagen, aunque ya no me peine con coletas.

La foto me ha devuelto mil historias que algún día escribiré. Y, pensándolo bien, quizá, solo quizá, acabo de ponerle la palabra “fin” a la primera de ellas.

Porque, a pesar del tiempo, hay puertas que nunca se podrán cerrar del todo.

Adela Castañón