Y fueme peor

A todos los que, en algún momento, han tenido que abandonar su casa.

Cuando cumplí los once años, mi padre me sacó de la escuela y todos los días me mandaba a cuidar la viña de Fontabanas. Antes de llegar me paraba en la caseta del señor Gervasio. Le llevaba el pan que nos había sobrado la víspera y la bota con un poco de vino. Como no sabía de qué hablar, le contaba cosas que pasaban en El Frago. Entonces él me acariciaba la cabeza y me decía:

—Anda, déjalo. —Tragaba saliva—. Para tus gentes yo siempre he sido un extraño, así que ni siquiera se molestarían en enterrarme si me encontraran muerto. A los que no hemos nacido aquí nos comerán los buitres.

—Eso no es así —protestaba yo—. Mi madre me prepara todo para usted y me dice que a la vuelta le cuente cómo se encuentra.

—Claro, claro. Es que tu madre es tan forastera como yo. Llegó de Ansó cuando se casó con tu padre y siempre será “la ansotana”. Así, sin nombre y sin amigas con las que alparcear.

—Es que mi madre no las necesita. Está todo el día trabajando y no le queda tiempo ni de asomarse a la ventana.

—Algún día entenderás lo duro que es vivir en un pueblo en el que no has nacido. Hasta te dan los buenos días con otro tono. Por cierto, estos fragolinos parece que siempre están enfadados. Con un ¡quihaay! se nos quitan de encima. Bueno, a veces entre ellos también se hablan así. En mi pueblo, allá en los Monegros, decíamos: “Buenos días nos dé Dios”.

—¿Y por qué se fue de su pueblo?

Al señor Gervasio se le soltó la lengua. Que sus padres no podían alimentar a doce hijos. Que, cuando cumplían diez años, todos tenían que salir de casa y no mirar atrás. Que todos se iban con los trajineros hasta que los dejaban de sirvientes en algún pueblo.

—¿Cómo vino a parar a El Frago?

Entonces me contó que a él lo habían dejado en la Carbonera, donde trabajaban muchos fragolinos.  Allí, junto a las caberas no pasaba frío y siempre le caía algún bocado.

—Todo iba medianamente bien hasta que cogí unas calenturas que lo jodieron todo. Menos mal que uno de los que estaban conmigo me habló de esta caseta. La llaman la Caseta del Judío. Dicen que por las noches vuelve el fantasma de su dueño, aunque yo nunca lo he visto. Y eso que llevo muchos años. Aquí nació mi hijo y murió mi mujer de sobre parto. —Se quedó callado y yo me levanté para marcharme.

—Mocé, ya te he dicho que algún día lo entenderás. —Me hablaba desde un camastro, sin abrir los ojos—. Todos queremos formar parte del rebaño mejor alimentado, pero los perros no dejan entrar a las ovejas desconocidas. Así no les escasea la hierba y se mueven poco. Mientras tanto ellos se pueden echar la siesta. —Volvió a quedarse callado—. Ahora vete y no le digas a nadie que me vienes a ver, que pensarán que te he contagiado el solimán que llevamos dentro los forasteros.

Con su hijo Antón coincidí pocas veces antes de que se marchara. Estaba de repatán para casa Luriés. Madrugaba mucho y volvía muy tarde. Todo por una comida escasa. Encima se llevaba las culpas de todos los desaguisados. Según señor Gervasio, su hijo estaba harto de los amos y de unos criados bobalicones y mentirosos.

Antes de cumplir los catorce, un día me encontré la caseta cerrada. El señor Gervasio desapareció y nadie comentó nada. Ni siquiera mi madre. Pero yo me seguía acercando a la puerta a ver si volvía. Poco a poco se me quitó la costumbre. Y cada vez que miraba a mi madre, el señor Gervasio crecía dentro de mí.

Pasaron los años. Mi madre murió. Yo me casé con una moza de otro valle. A mis hijos les contaba las historias del señor Gervasio y de su hijo Antón. Antón, como había hecho su padre, se fue de El Frago cuando cumplió los diez años. El señor Gervasio le había advertido muchas veces que, si un día abandonaba el pueblo, que se fuera con los trajineros. Desde allí lo más fácil era juntarse con los que iban y venían a Ayerbe. Como eran gentes de muchos lugares que se unían para transportar las mercancías, se pasaban el camino dando noticias de otros pueblos, y así no contaban sus penas.

Después, el señor Gervasio subía todas las mañanas a la Cruz de Pinarón. Allí, entre los que venían de un sitio y otro le daban noticias. Que si Antón se había echado al monte, que si estaba en la legión o que si andaba metido en el estraperlo. Pero, antes de un año, le perdieron las huellas y nadie volvió a saber nada de él.

Yo les decía a mis hijos que el señor Gervasio sabía que su hijo era como él. Que los dos habían salido de sus pueblos buscando una vida mejor y no encajaban en ninguna parte. Entonces, me levantaba la boina y me rascaba la cabeza. Mis hijos sabían que les iba a repetir una vez más las palabras del Buscón. Esas que le había oído tantas veces a mi maestro y que las tenía bien metidas en la mollera. “Nunca mejora de estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres”.

Un día, antes de comer, mi hijo pequeño vino a buscarme a la viña.                               

—¡Padre, padre! Está abierta la caseta del señor Gervasio.

Me acerqué despacio, sin hacer ruido. Cuando me asomé por una rendija, pensé que se me había ido la olla o que había vuelto el judío. En el camastro del señor Gervasio había un bulto encogido. Achiqué los ojos. Era un anciano. Con los nervios se me escapó su nombre.

—Señor Gervasio, al final ha vuelto. ¡Qué alegría! —Mientras tanto empujaba la puerta, como había hecho siempre.

—No le conozco, buen hombre —me dijo con esfuerzo—. No soy el señor Gervasio, soy su hijo. Al final, los hombres, como los animales, siempre volvemos.

Después dejó de hablar y no paraba de gruñir. Me recordó a esos perros que, para guardar su rebaño, se tienen que enfrentar a otros perros y vuelven a casa llenos de heridas. Yo también dejé de hablarle y le repetí varias veces: “quihaay”. Entonces él me respondió con lo mismo y se dio la vuelta hacia la pared. Con los días conseguí que me hablara. Cuando le entraron los temblores de las tercianas, lo llevé a una Casa de la Caridad, donde cuidaban a los viejos. Les dije que era un pariente lejano, que si le pasaba algo yo me encargaría de todo.

Los arrieros me trajeron la noticia. Fui a buscar sus pertenencias. En la parte trasera del caserón, debajo de un sauce, estaba su macuto.

—Nunca hablaba con nadie —Era la voz de un anciano que se me acercó arrastrando los pies—. Lo encontraron colgado allí. —Con su mano temblorosa me señaló las ramas del sauce—. Y lo echaron al pozo que hay detrás de la tapia. Desde el primer día supe dónde estaba. A las pocas horas de morir, los buitres ya daban vueltas en el cielo.

Entonces me volvieron las palabras del Buscón: “Determiné pasarme a las Indias pensando que, si mudaba de mundo y de tierra, mejoraría mi suerte. Y fueme peor”.

Carmen Romeo Pemán

Fotografías: propiedad de la autora.

Las Narvilas

De la serie: mitologías fragolinas.

Rowan o Serbal. Dicen que con sus ramas se hizo la primera mujer. Maggie O´Farrell, Hammet.

Iba camino de Narvil con mi madre, que ya había entrado en dolores de parto. Mientras caminábamos en silencio, me acordé de mi abuela Narvila, nacida en el bosque como sus antepasadas.

Según mi madre, mi abuela se solía perder por los senderos que no pisaban los niños ni las mujeres. Cocía bebedizos como las brujas y giraba el huso como una peonza. Manejaba la rueca, trenzaba los hilos blancos y negros a su antojo. Y los cortaba también a su antojo, como las Parcas. Mi abuela era una Narvila que vivía en el bosque. Alta y fuerte, calzaba abarcas y se cubría la cabeza con una toca negra.

Un día, cuando estaba descuidada mirándose en la balsa de Narvil, mi abuelo vio el reflejo de unas hebras negras y se sintió hechizado. Antes de un mes la desposó y, antes de un año, con la luna en cuarto creciente saltó por la ventana y se escapó a la balsa. Cuando mi abuelo notó su vacío en la cama, corrió al bosque y la encontró envuelta en la hojarasca amamantando a una niña.

—¿Cómo la llamaremos? —le preguntó.

—Pues, ¿cómo va a ser? —Mi abuela sonrió y lo miró a los ojos buscando su aquiescencia—. Narvila como yo. Narvila, hija de Narvil, el pinar sagrado que nos da la vida y nos protege.

Me pasé la mano por la frente, intenté apartar los recuerdos de mi abuela.

En ese momento tenía que centrarme en mi madre, la segunda Narvila que yo había conocido.

—Mira, hija, ya te vas haciendo mayor y te tienes que preparar para lo que te tocará pronto. —Me apretó la mano con fuerza—. Acaban de empezarme los dolores y quiero que me acompañes a Narvil.

Por las venas de mi madre, como por las de mi abuela, corría la savia campesina. A mí me recordaban a unas mozas fuertes y libres de las que nos hablaba la maestra, creo que las llamaba serranas y, a veces, serranillas, como si fueran niñas que solo supieran vivir en el monte.

Siguiendo los consejos de mi madre, metí todo lo necesario en un gran pañuelo de cuadros y me lo colgué a la espalda. No se me olvidaron las tijeras, ni el cordel, ni la ceniza para secar el ombligo.

El camino nos resultó difícil. Mi madre, cada vez tenía más baja la barriga y de vez en cuando se quedaba sin respiración. Cuando le llegaban los apretones se apoyaba en las piedras. Al llegar a Peña Saya oímos croar a las ranas en la balsa.

—Eso es un buen augurio  —dijo sujetándose el bajo vientre con las manos.

Al momento llegamos a un claro en forma de círculo, se paró en seco. “Aquí”, me dijo. Era un trozo de tierra calcinada en el que ululaban las lechuzas y entre la hierba crecían amapolas. En realidad este lugar mágico era el lecho de una antigua cabera en la que se hacía el carbón vegetal. En el plenilunio aún se pueden escuchar las voces de antiguos aquelarres y los susurros de ánimas que vagan perdidas. Allí, el lodo ahumado acaricia los cuerpos y acoge en su seno a los recién nacidos.

En el centro seguía tumbado un pino que había derribado un rayo. Desde muy niña me lo imaginaba como un gigante dormido. Tenía las raíces al aire y, justo debajo, en el lugar que ellas habían ocupado, había un gran agujero que daba cobijo a las comadrejas. Por entonces pensaba escaparme de casa, como Alicia, y refugiarme en ese escondite.

Cuando llegábamos al pino, mi madre perdió el resuello y se apoyó en el tronco. Abrió las caderas y fue doblando las rodillas hasta que se quedó en cuclillas. Cada vez jadeaba con más fuerza. Con los empujones no pudo contener un grito que espantó a los zorzales. Entre sus piernas asomó un cogotillo. Entonces contuvo el jadeo y me dijo:

—Narvila, hija mía. Apresúrate. Sujétale la cabeza y ayúdale a salir. Cuando tengas el cuerpo en tus brazos, toma las tijeras, corta el cordón de la placenta y anúdalo con la liza.

Puse sobre sus senos un bulto sanguinolento que no dejaba de llorar. Después, até la placenta a una raíz y tiré con fuerza, como si fuera una soga, hasta que salió toda. Al acabar el niño ya no lloraba, estaba desmadejado y sus labios tenían el dulzor amargo del malvavisco.

—Mira, Narvila, esto es un secreto entre las dos. Es un niño débil que ha nacido antes de tiempo. —Se calló un momento—. Cuando te toque a ti, vendrás sola.

Metí al niño en el mismo hoyo que la placenta, lo cubrí de musgo y semillas de amapolas. No me olvidé de los abozos, esas plantas, alimento de los muertos, que los griegos llamaban asfódelos y los cristianos gamones.

Unos años después, mi madre volvió a desaparecer de casa. Grité, lloré. Nada. Había cumplido el ciclo. Entonces entendí aquello de “vendrás sola”: la gente tenía miedo de que las Narvilas pudieran llegar a ser tan poderosas como los hombres.

En esas fechas, yo ya andaba en amores con Florián, y no tardamos en casarnos.

Si mi marido no hubiera estado tan concentrado en sus asuntos se habría dado cuenta de que su semilla no granaba en mí y de que yo buscaba otras simientes en los hombres que frecuentaban el bosque. Se habría enterado de mi embarazo incipiente. Y, si no se hubiera muerto de un cólico miserere, se habría enterado de que cuando murió yo estaba de siete meses y no de cinco.

Por eso, cuando me puse de parto solo lo sospechó la panadera, pero no dijo nada. Es que ella nos vigilaba desde que ponía la levadura junto al fuego, antes de que rayara el alba.

—Buenos días, Narvila. —Me miró de arriba abajo—. Será el madrugón, pero te encuentro un poco pálida. No sé, no sé.

—Es que ayer fue un día de mucho trajín. —Me eché la toquilla hacia adelante y crucé los brazos por encima del vientre—. Hoy hace años que murió mi madre y voy a visitar su tumba.

Clavé el estribo en los ijares de la yegua pero la panadera la sujetó por el ronzal y la paró en seco.

—Narvila, hija y nieta de Narvilas, a mí no me engañas. Algún día conoceremos el secreto y todas seremos Narvilas.

Sin responderle, aspiré el olor a pan caliente, mientras el zumbido del sol me subía el corazón a las sienes.

Con apuros llegué a la tierra calcinada y me recosté en el árbol caído. Me acaricié la piel con unas hojas de beleño. Al momento, el mundo comenzó a dar vueltas. Hasta las copas de los árboles ascendió el llanto de una nueva Narvila y pronto se mezcló con el susurro del viento.

Carmen Romeo Pemán.

‘Hamnet’, de Maggie O’Farrell. Cuaderno de bitácora: guía que nos orienta en el bosque de personajes, por Carmen Romeo.

El serbal. «The Rowan Tree»: Will protect us from the devil and all his wiles, canción tradicional escocesa. En la mitología celta, árbol sagrado mágico relacionado con la fertilidad y una nueva vida.

Y a la mujer buen marido

La desdicha por la honra. Novelas a Marcia Leonarda. Lope de Vega.

Al anochecer la metí en una talega, la coloqué encima de una mula y, tirando con fuerza del ronzal, emprendí la bajada que lleva de Montealto a Biel, por unas trochas cubiertas de maleza. Unas de esas por las que solo pasan los jabalíes. Nadie podría adivinar qué llevaba en la talega. Por si las pulgas, había echado judías alrededor del cuerpo, y lo coloqué encima del baste. La luna nos convertía en unas sombras alargadas, como las de la Santa Compaña.

Mi hermana Marcela siempre me había puesto en aprietos. Uno muy gordo fue el de su boda con un viudo de El Frago. Y el otro día me dio este soponcio. Sin más ni más, se me murió en el monte cuando íbamos a encerrar las ovejas. No la había visto en toda la tarde y, a la hora de encerrar, llegó sin aliento, sangrando de sus partes y farfullando incoherencias. Cuando la cogí se quedó muerta en mis brazos.

Menos mal que era muy tarde y los pastores, con los que compartíamos los pastos, no vieron nada. Así que, me apresuré a meterla en una talega y llevármela a escondidas, antes de que alguien avisara al médico. No quería que me metieran en líos con lo de la autopsia. Si lo llamaba yo cuando ya la tuviera amortajada, todo sería más fácil. Le diría que se había muerto de un cólico miserere y él se lo creería.

En las seis horas que nos costó bajar, no le quité ojo a la talega. Como no me podía olvidar de los chandríos que me había hecho pasar, le gritaba, y el silencio de la noche me devolvía el eco de mis palabras.

—Mira, Marcela, desde que se murió nuestro padre en la epidemia de tifus, soy el responsable de tu honra. Te quise prometer en una buena casa de Petilla, pero tú, erre que erre, que no te vestirías de finolis ni calzarías chapines. Fui tanteando posibles maridos entre los mejores pastores de Montealto y tú, que nones. Bueno, ¿es que te creías que era fácil colocar a una hermana que se las campaba sola? Pero en el fondo eras una asustadiza. Eso es lo que te pasaba, que te las dabas de libertaria pero tenías miedo.

Me callé un momento y escuché los gruñidos de unos jabatos que se habían perdido. Tenían tanto miedo como tú. Nos alejamos sin hacer ruido y yo volví a mi cantinela.

—Naciste con casi siete kilos y nuestra madre murió de sobreparto. Otra en tu lugar se había amilanado. Pero tú, nada. Que ella tenía la culpa por ser estrecha de caderas. Mira, Marcela, me saca de quicio que te hayas pasado la vida echando culpas a los demás. Es que me enciendo cada vez que pienso cómo me has truncado la vida.

Di tal suspiro que la mula dio un respingo. Menos mal que ni te canteaste.

—A mí no me convenía una hermana tan brava. A tus veinte años aún no habías tenido ningún pretendiente. No te dabas cuenta de que eras una boca más que alimentar ni de que yo me quería casar.

A medida que desembuchaba me iba calmando y comencé a recordar cómo había llegado a enrabietarme tanto contigo.

—Un día entré en tratos con el viudo de El Frago. Aunque un poco bullanguero, era el que tenía más cabezas de ganado en toda la redolada, pero la desgracia se había cebado con su primera mujer. A los pocos días de casados se le murió de difteria. Al viudo y a mí nos pareció bien el apaño y te apalabré. Decidimos que para San Gil Abad, cuando se acaban los pastos del verano, te casarías en Biel y celebraríamos las tornabodas en El Frago. Llegó la boda. Como te casabas con un viudo, los mozos te dieron una cencerrada con todas las esquilas del pueblo. Es que eso del viudo tenía su aquél. La misa tenía que ser a las cuatro de la mañana y teníamos que emprender el viaje de las tornabodas antes de amanecer. El madrugón no te importó cuando viste los preparativos. Antes de la misa ya habían llegado los hombres y las mujeres montados en caballos adornados para la ocasión. Una yegua te esperaba adornada con el pairón, es decir, con una manta especial bordada para esta ocasión y una silla de novia. Cuando te ayudé a montar, noté que te brillaban los ojos y me susurraste: “Hermano, siento un cosquilleo debajo del sayal. Las gentes de El Frago se van a enterar de lo que es capaz una moza enamorada”.  Yo moví la cabeza. Sabía que te casabas por interés. A mí, no me la colabas.

Al llegar a las Eras Badías, viste unas casas que parecían corrales alrededor de la torre. Te cambió la cara. No tenían nada que ver con las mansiones y los escudos nobiliarios de Biel. Entonces oí a una de las acompañantes que te decía:

—Marcela, por si no lo sabes, aquí no hay luz ni agua corriente. Las mozas tenemos que ir con cántaros a la fuente que está allá abajo, junto al río.

—¿Qué me dices? —Yo noté que te quedabas helada.

Los mozos descargaron la dote en la casa del viudo y comenzaron unas tornabodas que duraron hasta el anochecer.

A final, el viudo, que ya no podía aguantar las premuras de su sexo, te llevó a una alcoba, que aún conservaba el aroma de los membrillos de su primera mujer. Tú te pusiste el camisón de satén que habías bordado para la ocasión. Entonces él se desnudó y te tomó por la cintura enseñándote un colgajo tan grande que te dejó sin aliento. Te deshiciste de las garras de tu marido, sin pensárselo dos veces, saltaste por la ventana y huiste despavorida.

Él se quedó pasmado. Se asomó y ya no te vio. A lo lejos adivinó una larga cabellera movida por el cierzo. Pensó que la luna te había desorientado y te habías perdido por los montes. Se dio la vuelta y se tumbó en la cama con el vergajo apuntando al techo. Sabía que era famoso por tener un miembro que espantaba a las mozas casaderas. Se decía que su mujer había muerto con los embistes de un marido montaraz y no de la difteria como él había declarado en el juzgado.

En estas estaba yo, cuando la mula se paró delante de la entrada del corral de nuestra casa. Me cargué la talega al hombro, subí a Marcela a la sala grande y la enrollé con una sábana de lino. Hice un fardo bien atado con cordeles y salí a buscar al médico por la puerta principal. Allí me esperaba el viudo de El Frago, con el que Marcela había contraído un matrimonio ratum sed non consummatum. Nos miramos a los ojos y con voz ronca me dijo:

—Ahora el matrimonio de Marcela, como el de mi primera mujer, ya está consumado.

En ese instante, supe que tendría que seguir luchando por la honra de mi hermana muerta como mandaban las leyes ancestrales.

Carmen Romeo Pemán

Vestido de novia y vestido de luto

Las fragolinas de mis ayeres

LUGAR. Una sala grande con varias alcobas a la izquierda, en el trozo de pared entre las alcobas, dos armarios de luna abiertos y desvencijados. En el suelo dos vestidos polvorientos, mezclados con sayas de lana. En la pared de enfrente, varios baúles alineados también abiertos. Al fondo, un ventanuco, sin cristal, por el que entran la luz y el cierzo.

VESTIDO DE LUTO. ¿Has oído los gritos de Encarnita?

VESTIDO DE NOVIA. ¡Síí! Y me he asustado tanto que se me ha encogido el canesú.

VESTIDO DE LUTO. ¡Siempre ha sido una caprichosa!

VESTIDO DE NOVIA. Es que está muy mal criada.

VESTIDO DE LUTO. Ahora viene con estas.

VESTIDO DE NOVIA. ¿Con qué?

VESTIDO DE LUTO. Pues, ¿con qué ha de ser? Dice que se va del pueblo y que antes se quiere deshacer de todas las antiguallas de la casa.

VESTIDO DE NOVIA. (Movido por el cierzo se acerca al vestido de luto) Pero ella no sabía que estábamos aquí. Su madre nos tapó con otras sayas y nos colocó en armarios distintos, así no nos podríamos ir de la lengua.

VESTIDO DE LUTO. Esta mañana ha encontrado la llave de los armarios y he oído cuando se la daba a la doncella.

VESTIDO DE NOVIA. ¡Cómo!

VESTIDO DE LUTO. Le ha dicho que hiciera una buena limpieza.

VESTIDO DE NOVIA. Creo que nosotros aún tenemos buena pinta. Y la doncella sabe que conservamos la memoria de la familia.

VESTIDO DE LUTO. Pues eso es justamente lo que no quiere Encarnita. Quiere que todo el mundo se olvide de sus padres.

VESTIDO DE NOVIA. Está tonta, ¿o qué?

VESTIDO DE LUTO. Como todos los jóvenes. (Bajando la voz) La he visto de cerca cuando me descolgaba la doncella. Está bastante gorda y ha perdido la cintura.

VESTIDO DE NOVIA. (Bajando la voz un poco más y juntando los puños). Pues nosotros de eso sabemos mucho. ¿Te acuerdas de las bodas de sus padres y de sus abuelos?

VESTIDO DE LUTO. Sí, pero ella solo sabe lo de sus padres. A sus abuelos no los ha nombrado nunca nadie.

VESTIDO DE NOVIA. ¡Malditos sean!

(Una ráfaga de cierzo abre de golpe el ventanuco. En el fondo se oye el rumor del viento)

VESTIDO DE LUTO. ¡Con lo que a mí me costó traer la paz a esta casa! Veían a su abuela tan negra que todos se espantaban. Desde el día de su boda no ha vuelto a pisar nadie esta casa.

VESTIDO DE NOVIA. Yo fui testigo de las dos muertes. Con el revuelo que se montó, nadie encontró al que le dio una puñalada a su abuelo al bajar del altar. Las rosas de mis bajos tapan las manchas caprichosas de aquella sangre.

VESTIDO DE LUTO. Si no hubieras sido tan llamativo la boda habría pasado desapercibida. Pero la abuela era de ringo rango y le gustaba lucirse. Se quiso casar de blanco, como las actrices de Hollywood. Y eso fue una provocación, hasta entonces todas las novias se habían vestido de negro. Vino mucha gente a ver la boda. (El cierzo remueve el vuelo de los bajos del vestido de novia y se ven el fino bordado de las rosas rosas). ¡Y no escarmentó! Que luego, cuando la madre de Encarnita se quiso vestir contigo, no le quitó la idea.

VESTIDO DE NOVIA. Sí, la abuela me eligió y buscó a las mejores bordadoras. Quería que todos los pueblos se enteraran de que emparentaban con una de las casas más nombradas de la redolada. Aunque la verdad era que esta novia tampoco amaba al novio. Desde siempre había estado enamorada de un mozo de menor rango. Pero de eso chitón.

VESTIDO DE LUTO. Los desaires y los celos son muy malos y no hay que provocarlos.

VESTIDO DE NOVIA. No se puede traicionar tan a la ligera.

ESTIDO DE LUTO. ¡Menudas trifulcas tuvieron los recién casados con sus padres! Yo sospechaba que me iban a sacar pronto del armario. (Bajando el tono) Oye, ¿tú sabías que su abuela y su madre se casaron embarazadas?

VESTIDO DE NOVIA. ¡Cómo no lo iba a saber! Por eso no tengo talle.

VESTIDO DE LUTO. ¡Anda! Pues no había caído.

VESTIDO DE NOVIA. Es que con esta forma de túnica griega se disimula mucho.

VESTIDO DE LUTO. Anunciando la tragedia, ¡eh!

VESTIDO DE NOVIA. ¡chist!; ¡chiss!; ¡chsss! Que oigo pasos cerca

VESTIDO DE LUTO. No te preocupes, no se acercarán mucho. Apestamos a naftalina y a todo el mundo le recuerda el olor de los trajes de los entierros.

VESTIDO DE NOVIA. Nunca he entendido por qué me guardaron, si les traía tan malos recuerdos.

VESTIDO DE LUTO. En realidad ellas te querían para los verdaderos padres de sus hijas.

VESTIDO DE NOVIA. Sí, pero las dos me usaron en bodas equivocadas.

VESTIDO DE LUTO. Por eso yo sabía que me iba a convertir en la segunda piel de las mujeres de esta casa.

VESTIDO DE NOVIA. Yo creo que a mí me guardaron para que las amortajaran.

VESTIDO DE LUTO. Sí, pero las dos se lo callaron. Y sus hijas no cayeron en eso.b

VESTIDO DE NOVIA. Cuando acuchillaron al abuelo, me puse muy nervioso. Y después me pasó lo mismo cuando dispararon al novio en la boda de su hija. El amor y la muerte, como nosotros, siempre cerca.

VESTIDO DE LUTO. Pues ya lo ves. Ni Encarnita se acordó de ti el día que murió su madre, ni tampoco se había acordado su madre cuando enterró a la abuela. Como era la costumbre, a las dos las amortajaron con una sábana de lino del ajuar que habían bordado para sus bodas y ataron en los extremos con cintas de terciopelo juntas. ¡Un horror! Parecían fardos.

VESTIDO DE NOVIA. Pues yo estuve a punto de desaparecer el día que le dijeron a la madre de Encarnita que era hija de otro padre. Me quiso romper a dentelladas.

VESTIDO DE LUTO. También yo tuve miedo cuando la abuela se quitó el luto y quemó todos los recuerdos de su novio. Y luego hizo lo mismo la madre de Encarnita.

VESTIDO DE NOVIA. (Se acerca el ruido de los pasos. Encarnita lleva un jersey muy ceñido que le marca la barriga). Otra vez nos llegan malos tiempos.

VESTIDO DE LUTO. ¡Ojala no nos descubra!

(Encarnita coge los dos vestidos del suelo. Sale a la cocina y echa el vestido de novia al fuego. La doncella le arranca de las manos el vestido de luto).

VESTIDO DE NOVIA. (Crepitando en las llamas del hogar) Era mi destino.

VESTIDO DE LUTO. (Dentro arrugado en las manos de la doncella ¡Desgraciada! No sabe qué ha hecho salvándome del fuego. A mí me tejieron las Parcas.

Carmen Romeo Pemán

Los mandamases y la maestra

Las fragolinas de mis ayeres.

A mi madre y a todas las maestras que han pasado por El Frago.

Aquella tarde estaba jugando al guiñote con el maestro, contra el secretario y el veterinario. Durante la partida, en el café de Rosendo, no se habló de otra cosa. De doña Filomena, la nueva maestra. La tercera en lo que iba de curso. Eran todas iguales, unas postineras. Pero esta, además de joven y presumida, era una sabelotodo que se enfrentaba al lucero del alba. Y eso yo no lo podía permitir en un pueblo de orden y la mandé llamar.

—¡Buenos días, doña Filomena! No tenga miedo que no le voy echar ninguna regañina.

—¡Buenos días, mosén! La verdad es que no sé por qué me ha llamado.

Me llamó la atención la calma con que me respondió.

—Pues verá. Me parece que no presta mucha atención a la enseñanza religiosa.

—No se confunda, mosén. Yo soy creyente y rezo con las niñas que quieren.

—Pues a eso voy. En religión hay que obligar. Estas libertades pueden traernos libertinajes.

—Yo… yo creo que si les damos un poco de libertad sus creencias se harán más fuertes.

—Espero que me haga caso. Además, le guardo mismo regalo que a las maestras anteriores. —Me giré hacia la mesa de la sacristía y tomé dos libros—. Aquí tiene El Año Cristiano y Flos sanctorum para lecturas de clase.

Antes de seguir con el asunto, me callé un momento. Esperé a que el veterinario, el maestro y el secretario levantaran la vista de las cartas.

Les conté cómo, aquella misma mañana, me había rechazado los libros. De forma altanera me dijo que solo ella se ocupaba de los asuntos de la escuela. Pero yo no lo tomé a mal, que el confesonario me había enseñado mucho en eso de la soberbia de las mujeres. Es más, para ver si la traía a buenas, a media mañana me acerqué a la escuela con La perfecta casada de Fray Luis de León. Y delante de las chicas me dijo que no pensaba leer ese panfleto.

En ese momento todos dejaron las cartas encima de la mesa. Y el maestro, que había notado que la nueva maestra solo tenía ojos para el médico, se animó.

—No llevaba aquí ni dos días cuando los chicos ya me dijeron que no querían rezar. Y uno de los pequeños fue el que se atrevió a decirme que la maestra había colgado un crucifijo pero que ella no rezaba ni obligaba a las chicas.

—Esto es motivo para echarla del pueblo —exclamó el dueño del café desde el mostrador.

Yo, como si no lo hubiera oído, seguí con mi cantinela.

—A mí no me la pega. Que cuando le he preguntado por qué se había llevado el crucifijo en la cartera y no lo había dejado en la escuela, me ha contestado: “Es que no quiero que se manché con el hollín de las paredes de ese antro que me han asignado como escuela. Además, en mi casa estará mejor guardado”.

Respiré un poco para ver las caras. Se estaba caldeando el ambiente, y seguí:

—Pues yo sé de buena tinta que los masones arramblan con las vírgenes y santos. Así que igual estaba metida en el robo del Niño Jesús de Praga, que acababa de desaparecer de la iglesia.

Al oír esto el veterinario y el maestro, que iba de pareja conmigo, se santiguaron.

—Bueno, mosén, que esto son palabras mayores. Vamos a acabar la partida y luego hablaremos —dijo el veterinario.

—¡Las cuarenta! —grité.

Entonces el secretario, que jugaba contra mí, se puso de pie.

—Espero que no se haya inventado la patraña del Niño Jesús para despistarnos y ganarnos la partida.

—Y yo espero que esto sea un arrebato de mal perdedor. —Me puse de pie y levanté la voz—. No me gustaría tener que ir a la caza de brujas y de masones.

—¡Por Dios, mosén Genaro! —me respondió el secretario y yo me volví a sentar—. No me esperaba esto de usted después de tantos años juntos.

—Tenga cuidado con lo que dice —le contesté—. Aquí sabemos de qué pie cojea cada uno. Y más cuando usted prefiere ir a confesarse con otros curas fuera del pueblo.

—Venga, sigamos con lo nuestro. Que me parece a mí que esta maestra nos está sacando a todos de nuestras casillas —dijo el maestro.

—No será para tanto. —El dueño del bar le pasó una mano por el hombro al secretario—. Todos conocemos a mosén Genaro y gracias a él van las cosas bien en este pueblo.

Rosendo se sentó a mirar en una esquina de la mesa y cuando acabamos de jugar comenzó con una de sus monsergas.

—¡Dónde se ha visto que unas alumnas manden más que la maestra! Si ustedes que tienen autoridad no tercian en el asunto, pronto se nos habrán subido a las barbas las crías, la maestra y las mujeres.

—¡Eso no lo permitiremos nunca! No dejaremos que Satanás entre en nuestras casas. —Me subía tanto calor desde el pecho que me sofocaba—. Lo mejor será que el domingo la amoneste desde el púlpito.

—¡Un poco de calma! —terció el veterinario—.No saquemos las cosas de quicio.

—A mí me va bien que sigan viniendo a mi café. Pero, si algún día me las tengo que ver con mi mujer y con mis hijas y ustedes no han hecho nada, me cagaré en sus muertos —se envalentonó el dueño del bar.

Entonces entró el médico. Rosendo volvió al mostrador a servirle un carajillo bien cargado de ron. Mientras se lo preparaba pensaba: “Con este, como con el secretario, no sé a qué carta quedarme. Unas veces la critican y otras dicen que con ella ha llegado un aire fresco. No sé, no sé, me tienen un poco mosca”.

Don Valero aprovechó la espera y me dijo al oído:

—He hablado con doña Filomena y está descontenta con lo que le ha dicho esta mañana.

Acto seguido, continuó en voz alta para que lo oyéramos todos:

—Esto se está pasando de castaño oscuro.

El medico se acercó a la estufa y mientras se calentaba las manos y me contestó:

—Pues ahora el que me voy a pasar soy yo. Quiero que sepa que a mí, y a muchos del pueblo que no se atreven a hablar, nos parece que la Iglesia no tendría que meterse tanto en estos asuntillos mundanos, como los  llaman ustedes.

—¡Quéé diice! Hasta hace unos años las escuelas estaban en manos de la Iglesia para evitar los desatinos de los liberales en la formación de las almas de los niños. Cuando nos las quitaron nos pareció mal que entraran maestros, pero luego, con las maestras, las cosas fueron de mal en peor. Y no sé adónde nos llevara el señor Romanones con el nuevo Ministerio de Educación. Algún día se acordarán de mosén Genaro.

Después de aquella tarde me pareció que la maestra se había calmado, aunque el cartero me dijo que un día sin otro enviaba cartas de protesta a la Inspección. Así que una mañana, cerca ya de Semana Santa, me presenté en el Ayuntamiento. Cuando comencé a hablar el alcalde me alcanzó una nota que acababa de escribir.

El mes que viene, con el comienzo de la Semana Santa prescindiremos de sus servicios. Ya tenemos contratada otra maestra para la vuelta de vacaciones. El Frago, 12 de febrero de 1902.

Cuando el alguacil le llevó la nota, la vi que salía de su casa hacia El Terrao. Aproveché que estaba ensimismada, escuchando el ruido del río desde la barbacana, y me acerqué. Oyó mis pasos y se volvió como una gripiona.

—Mire, mosén Genaro, por su culpa y los mandamases como usted, las mujeres de este pueblo no irán a la escuela y se pasarán la vida subiendo cántaros de agua por esta trocha de cabras.

Se dio la vuelta y se fue pisando barro con unos zapatos rojos de tacón alto.

Carmen Romeo Pemán

Relato publicado en la revista cultural de El Frago, Entre picarazones. Número III, octubre de 2922Foto de Modesto Montoto.

Y juntamos nuestros dedos

De Las fragolinas de mis ayeres

Aquella tarde, como otras, Felicia faltó a la escuela. Su madre se pasaba el día regando los huertos de los ricos y ella, antes de sus doce años, se las campaba sola. La maestra nos mandaba a buscarla y siempre volvíamos con un no sabemosdóndeestá.

—Eso es que no buscáis bien —nos contestaba—. O me mentís.

La verdad era que no sabíamos dónde se metía. Así que un día decidimos no ir a la escuela y hacer guardia en la entrada del pueblo. Nos sentamos en la Peña del Santocristo con los bastidores, como si estuviéramos bordando.

Al poco rato, vimos pasar a un pastor hacia la era de Prisco y lo seguimos de puntillas. Cuando llegamos a la era, lo vimos entrar en el pajar. Dejó la puerta entornada. En silencio, nos pusimos a mirar por las rendijas y vimos dos bultos agarrados que se movían con rapidez.

—Pobre pastor —dijo una de las pequeñas que se había colado entre nosotras—. Igual se ha encontrado con un bicho. Tendríamos que avisar a los hombres.

—Anda, calla —le contestó la que estaba a mi lado achicando los ojos para ver mejor—. No sé a qué has venido si tú no entiendes de estas cosas.

Poco a poco veíamos mejor los movimientos, pero no entendíamos los suspiros  que salían de aquellos bultos arrinconados.

Como se pasaba el rato, nos aburrimos de espiar y volvimos corriendo a la clase de labores.

—Perdónenos, doña Isabel. Hemos ido a buscar a Felicia, pero no sabemos dónde puede estar. Y eso que hemos preguntado a los que pasaban por la Cruz —le dijo una con un jersey verde.

Colocamos las telas en los bastidores, las tensamos con el tornillo que llevaban en el aro y nos sentamos en corro. De vez en cuando nos mirábamos de reojo.

A la salida nos esperaban los chicos. Les contamos todo. Nos pareció que no nos escuchaban, porque enseguida dejaron las carteras en un montón y se pusieron a saltar al burro. A nosotras no nos gustaba jugar con ellos, que siempre nos hacían trampas y, sin echar suertes, nos ponían de burros y ellos saltaban.

En el primer salto, A la una, salta la mula, nos echaban toda la fuerza encima y a veces nos dábamos una morrada contra el suelo. En el segundo, A las dos, pegó la coz, nos daban puntapiés en el vientre. Como antes de los tres saltos ya rodábamos por el suelo, se partida acababa allí. Por si fuera poco, nos acordábamos del día que le dieron una patada a la nieta del Luriés y comenzó a sangrar por sus partes.

Esa tarde, antes de que ellos acabaran de jugar, nosotras nos fuimos a casa. Sabíamos que lo de Felicia traería cola. Y así fue. Al día siguiente, después de comer no apareció ninguno por la escuela y el maestro vino a la nuestra hecho un basilisco.

—Con vuestras trapisondas me habéis alterado a los chicos. Esto se merece un castigo. —Sin decir nada más, se metió las manos en los bolsillos de un guardapolvo grisáceo y se fue.

Cuando sonaron las cinco en el reloj de la torre, corrimos hacia el pajar de Prisco. La puerta estaba entreabierta. Dos de los mayores le daban patadas al pastor. Lo habían atado con fencejos y le habían llenado la boca con excrementos de cabras.

—Viejo cabrón, tírate a las mozas de tu pueblo —era la voz del que llevaba un chaleco hecho de la zamarra de su padre.

En la otra esquina, cuatro estaban con Felicia. Los demás miraban con cara de bobalicones. A ella no la ataron, pero le metieron las bragas en la boca y le sujetaron los brazos y las piernas como si fuera un santocristo. Nos quedamos inmóviles y nos tapábamos la boca con las manos.

Luego siguieron los otros. Se quitaban los pantalones, cogían palos y se turnaban alrededor de Felicia. No podíamos ver qué le hacían. Por los movimientos bruscos y los ojos ensangrentados, suponíamos que le estaban dando una paliza.

—Y tú, puta, a ver si aprendes a no quedar con mozos de fuera. Entérate de una vez por todas que no permitiremos que nadie toque a nuestras mozas —la amenazó uno al que llamábamos el Moreno.

Felicia consiguió escupir las bragas, dio un grito como las mujeres cuando paren y  los chicos desaparecieron.

Entonces, unas desatamos al pastor y otras fueron con Felicia que, envuelta en una paja sanguinolenta, casi no respiraba. La limpiamos con los trapos de las labores, pero la sangre seguía manando entre sus piernas.

—Tranquila, seguro que te ha venido la regla —le dijo una de las mayores.

—No, no me ha venido aún —contestó con un hilillo de voz—. Mi madre dice que cuando me venga ya no podré esperar al pastor.

Antes de llevar a Felicia a su casa, una a una nos fuimos pinchando nuestros dedos índices con un alfiler de los de bordar. Yo pinché el de Felicia. Cuando brotaron las gotas rojas y brillantes, las juntamos y pronunciamos un conjuro:

Con esta sangre nos convertimos en hermanas. Nunca nos separaremos y nos defenderemos de los que se atrevan a tocarnos.

Dejamos a Felicia en su cama antes de que volviera su madre. La arropamos bien. Cuando volvíamos a nuestras casas, oímos unas risas en la Placeta. Los chicos estaban escondidos en el arco del Terrau.

—Esperamos que hayáis escarmentado en cabeza ajena —nos dijeron a coro, como si fuera una frase ensayada.

Echamos a correr sin volvernos a mirar. Desde ese día, nuestros juegos cambiaron. Nunca nos volvimos a juntar con ellos. Los maestros intentaron saber qué había pasado, pero nadie despegó el pico. Ese día las chicas, sin saberlo, nos hicimos feministas.

Carmen Romeo Pemán-

Las dosdedos

Las fragolinas de mis ayeres

Siempre nos había llamado la atención la cantidad de mujeres a las que les faltaban tres dedos de la mano derecha. Les quedaban el índice y el pulgar, que los utilizaban a modo de pinzas, con tanta fuerza y agilidad como los cangrejos que pescaba en el río con mi abuelo.

Nadie hablaba de las dosdedos, como eran conocidas, pero nosotras lo comentábamos en clase.

—A lo mejor es propio de alguna casa —decía una que siempre se estaba tocando la cola de caballo.

—Hija, no ves que no puede ser, que no son parientes —le contestaba su compañera de pupitre.

—Esto te lo creerás tú, que en este pueblo todos somos parientes. Mira, mi madre me dice que llame tíos a todos y así acertaré —respondía la de la cola de caballo dándole un codazo.

Las dosdedos, cuando no trabajaban, solían llevar las manos metidas en el bolsillo del delantal, pero nosotras aprovechábamos cualquier descuido para fijarnos en sus muñones deformes. Los pellejos se habían unido formando bultos, entre rojizos y morados, que resultaban repelentes. Se notaba que no las había atendido el médico. Si las hubiera atendido les habría dado puntos y los muñones no serían tan feos.

En la misa de los domingos, llevaban unos guantes de cabritilla con los dedos rellenos de trapos y sus manos parecían normales. Mientras bisbiseaban sus rezos a santa Rita, las juntaban para que todo el mundo las viera. Con el pulgar iban pasando las cuentas de un rosario.

El caso era que a estas casi-mancas las consideraban más fuertes que a las demás. Por las tardes íbamos a los carasoles a verlas hilar. El huso giraba entre sus dedos como las peonzas de los chicos en la plaza. Yo me quedaba mirando, extasiada, como si viera un milagro.

Un año, mi madre habló con la señora María, mondonguera muy nombrada, le dijo que si nos podía echar una mano en la matacía, que le pagaría bien. Con sus dos dedos ágiles le cundía mucho el trabajo. Nadie le ganaba a embutir las morcillas ni a dar vueltas a la capoladora.

Cuando la vi entrar, volví a pensar que, si su defecto era de nacimiento, ya no echaría en falta los otros dedos. Yo creía que, a cambio, Dios le había dado un don. Pero una me iba y otra me venía. También pensaba que no podía ser de nacimiento, que todas las chicas teníamos los cinco dedos.

Llegó al punto de la mañana y puso a hervir los calderos de agua, con los que escaldaría la piel del cerdo. Así era más fácil pelarlo. A continuación siguió dando órdenes para tener todo a punto cuando llegara el matarife. En el momento que lo oyó llamar, me dijo;

—Venga, prepárate, que hoy vas a ser tú la mondonguera.

Me pilló de sorpresa. Seguro que lo habría hablado con mi madre, pero a mí no me habían dicho nada. Me colocó una toca blanca, me ató un delantal, también blanco, y me dio un barreño de porcelana, especial para recoger la sangre.

—¿No tendrás la regla?

—No, aún no me ha llegado. ¿No ve que solo tengo trece años?

—Pues a tu edad yo ya la tenía. Pero ya me habían enseñado estos menesteres.

Como vio que me salían los colores, continuó:

—Es que si sale sangre de tu cuerpo se corta la del cerdo y se echa todo a perder. Aquí no pueden cogerla ni las mozas ni las casadas, por si acaso. Solo las jóvenes como tú y las viejas como yo. Que a veces el nuncio llega de repente.

Tienes que prestar mucha atención. Es una faena muy delicada. A medida que caiga la sangre caliente, como de una fuente, tienes que removerla con la mano derecha y, sin parar de dar vueltas, quitar las venillas y coágulos que vayan apareciendo. No puedes dejarla quieta hasta que se enfríe. Si se coagula hemos perdido todas las bolas y morcillas de este año.

El animal salió de la pocilga chillando. El matarife lo agarraba por la papada con la punta picuda de un gancho y lo arrastraba hacia la bacía, o gamella. Yo que ya estaba de rodillas, intenté levantarme y echar a correr. Pero la señora María me cogía la nuca con los dos dedos y me clavaba sus uñas de garduña. Con la otra mano colocó el barreño muy cerca de la bacía.

De repente el cataclismo. Echaron al cerdo encima de la bacía, puesta del revés, como si fuera una mesa baja. Entonces, el matarife se colocó la punta redondeada del gancho en su pantorrilla y con un golpe certero le clavó en el cuello un cuchillo cachicuerno. Entre seis hombres forzudos casi no podían sujetar al bicho, cuyos chillidos se oyeron en todas las casas del pueblo. Algunos dirían: “Mira, en casa Puyal hoy es fiesta, están de matacía”.

Cuando el cuchillo le penetró por el cuello hasta el corazón, saltó al barreño un chorro de sangre. Sentí miedo y otra vez me quise levantar, pero la mondonguera seguía sujetándome la nuca y no me dejaba mover.

—Anda, acércate más, tienes que poner la mano justo debajo del chorro.

—No puedo, no puedo. Creo que el cerdo se me va a comer la mano.

—Que no se diga que una moceta de casa Puyal no se atreve a coger la sangre. Quedarías marcada para toda tu vida y ni siquiera encontrarías novio.

Con el corazón en las sienes seguí sus órdenes. Hasta que el cerdo dejó de chillar y yo comencé a aullar.

—¡Se me ha comido la mano!

—No será para tanto. Sigue, sigue, no puedes pararte ahora

Yo notaba cómo se mezclaba mi sangre con la del cerdo. La señora María, sabedora de lo que pasaba, metió su mano. Comenzó a dar vueltas y en lugar de coágulo saco tres dedos, los enseñó como un trofeo y los echó a la pocilga

Tardó más de un año en curarme la mano. Tía Petronila, que también era una dosdedos, me ponía pañicos de lino empapados en cera virgen. Los guardaba en una lata de Mantecadas de Astorga bien cerrada.

En cuanto pude volver a la escuela, el tiempo me faltó para para contar en voz bien alta lo que me había pasado. Un alarido salió por la ventana, recorrió las calles del pueblo y siguió por el camino de Santa Ana hasta que hizo eco con el ábside de la iglesia.

Yo soy la última dosdedos del pueblo.

Carmen Romeo Pemán.

Mosen Matías

De la tradición oral de las Altas Cinco Villas Aragonesas

Como todas las tardes, me senté debajo del emparrado que había a la entrada del pueblo. El ruido de un coche rojo me sacó del sopor de la siesta. Subía renqueante por la cuesta, el tufo de la gasolina inundó el ambiente y pensé: «¡Se acabó la tranquilidad! Estos veraneantes son una plaga. Llegan como si fueran los dueños del pueblo».

Como de natural soy un poco curioso, me levanté del poyo con ayuda del bastón. En ese momento, el coche paró delante de mí y se abrió la puerta del conductor. Con el sol de cara no podía ver bien. Me puse las manos en forma de visera y distinguí la silueta de una mujer de unos cuarenta y pocos años.

–¡Buenas tardes, mosén! –me dijo mientras se quitaba las gafas de sol, se ajustaba la bandolera al hombro y se echaba la melena rubia hacia atrás.

De repente me quedé parado. Entonces ella cerró la puerta y desapareció por la calle que llevaba a la plaza.

Esa voz me decía algo. Se parecía a la de María, la hija de la Bernarda, que ya descansaba en paz. Pero había pasado tanto tiempo después de todo aquello que ya no estaba seguro de nada. Si no hubiera sido por el lumbago, me habría acercado para asegurarme.

Hacía muchos años que María se había marchado del pueblo. Me acuerdo muy bien. Se fue llorando por el camino del puente y ya no volvimos a verla. Fue el día que se enteró de mis relaciones con su madre.

Como era una joven impulsiva y rebelde no quiso atender a razones. ¡Y mira que intenté explicárselo! Pero ella que no, que yo había querido engañar a la Bernarda y que se avergonzaba de su madre. Era demasiado joven para entender lo difícil que le resultaba a su madre vivir con un borracho que le pegaba. Por eso se vino a confesar. Quería decirme que iba a abandonar a su marido. Y yo que no, que la obligación de la esposa era estar sujeta al marido. Pero la vi tan empecinada que comencé a darle vueltas y a pensar cómo podría ayudarla. Porque la Bernarda era una de esas mujeres bondadosas, incapaces de levantar la voz a nadie.

Después de mucho cavilar, un día le propuse que viniera a hacerme las faenas de casa. Que le pagaría bien y ella podría llevarle dinero a su marido. Que así la dejaría tranquila si tenía asegurados los cuartos del vino y del juego. En esa conversación me enteré de que la Bernarda, y todo el pueblo, estaban al corriente de que yo aliviaba mis necesidades de hombre con algunas mujeres que no llevaban buena fama. Porque, de repente, me espetó:

–Mosén, si me paga bien, no tendrá que comprar favores a nadie. Usted me arregla la vida a mí y yo se la arreglaré a usted.

Así fue como entró en mi casa. Después, poco a poco, nos fuimos encariñando, que los dos andábamos faltos de afecto. Al cabo de un tiempo, estábamos enamorados como dos tórtolos. Y ya no nos importaba nada ni nadie. Pero el día que me dijo que estaba preñada sentí una punzada en la boca del estómago.

Al principio fue fácil ocultarlo y hacerle creer al marido que era el padre de la criatura. Con el tiempo, se desataron las lenguas. Se empezó a correr que la niña se me parecía, y que hasta tenía un gran lunar en la mejilla izquierda, como el mío. Pero todo se desbarató cuando uno de los pretendientes de la muchacha le dijo que era hija del cura y que su madre era una barragana.

Vino hecha un basilisco y se descaró conmigo.

–¡Usted mismo me enseñó los Mandamientos de la ley de Dios. Creo que el octavo era No dirás falso testimonio ni mentirás. El noveno, No consentirás pensamientos ni deseos impuros. Y el décimo, No desearás a la mujer de tu prójimo. Pues usted ha cometido tres pecados mortales. Ha pecado contra el octavo, el noveno y el décimo. Y, como no se puede confesar, que en el pueblo no hay otro cura, se va a quemar en el fuego eterno.

Yo intenté explicarle la verdad. Decirle que no era hija del pecado. Pero no me escuchó. Me escupió a la cara y empezó a correr por el camino que llevaba al pueblo más cercano. Desde ese día la estoy esperando para contarle la verdad.

Aquella tarde, la mujer del coche rojo me revolvió las entrañas. Cuando la vi alejarse del pueblo, me senté de nuevo en el poyo, justo en el otro lado del emparrado, desde donde podían divisar los cipreses del cementerio. Y, como todos los días, le conté a la Bernarda que desde que ella se murió la vida había dejado de tener sentido.

Carmen Romeo Pemán

Imagen destacada. Fotograma de la película Journal d’un curé de campagne (1951)

Mi vestido de comunión

A Pilar Abós que me lo inspiró

De las fragolinas de mis ayeres

Desde que murió mi padre, tengo la foto de mi primera comunión en la mesilla. Dos semanas antes habíamos ido a Zaragoza en la tartana que nos prestó el abuelo, un médico famoso en El Frago y en los pueblos de la redolada.

Aparcamos en la plaza del Pilar. A las nueve en punto entrábamos en La Casa Blanca, una tienda especializada en vestidos de comunión. A mi padre todos le parecían caros y mi madre refunfuñaba:

—Joaquín, no seas tacaño que hoy paga el abuelo y me ha dicho que le compremos el mejor vestido. Un vestido de princesa.

Me pasé media mañana probando y probando. A mi madre no le gustó ninguno hasta que nos sacaron uno exclusivo de una modista de Barcelona. Era de seda salvaje, en un blanco roto. La falda caía en tres volantes rematados en borlas de seda. De un canesú de guipur salían tres volantes, como los de la falda, y una manga ablusonada. Lo remataba un tul de novia que se ajustaba a la cabeza con una diadema de plumas. Sobre esa, me colocaron otra de diamantes que llevaba mi madre en el bolso. Las plumas y los diamantes me daban un aire aristocrático.

Mi madre le pidió a la dependienta que me vistiera y me ajustara la faltriquera, el misal y el rosario de mi abuela. Con esta guisa llegamos a Fotos Ismael. En la fotografía que conservo, me veo sentada leyendo en un Libro de Horas, con guantes y un crucifijo grande. Parezco más una abadesa que una princesa.

Durante el mes que faltaba, hubo de un gran trajín en mi casa. Yo me pasaba los recreos hablando de mi vestido. Y, además, les decía a mis amigas que me lo había pagado el abuelo y que pasaría a comulgar la primera, con él y con mi abuela.

—¡Claro! Eso lo haces porque tu abuelo es el único que no viste calzón —me contestó una niña con las alpargatas remendadas

—Pues las demás iremos con nuestros padres, como se ha hecho siempre —terció otra con rodetes en la cabeza.

Por fin, llegó el día. En la entrada de la iglesia, el cura organizó la procesión de las comulgantas. A mí, como era la más alta me colocó la última, justo detrás de una niña vestida de negro, acompañada por los maestros. ¡Y eso que faltaba mucho a la escuela! Tiré de la manga del abuelo y bajó la cabeza para oír lo que le decía en susurros. Él me contestó:

—Es María, la hija de los pastores de la Corraliza. No pude hacer nada por aliviar a su madre de los dolores de un cáncer que le corroía las entrañas.

A final del verano, mi padre cogió el tifus y mi abuelo tampoco pudo hacer nada. Me vistieron de luto como a María. Me tiré encima de la cama y lloré y lloré. El suelo se abrió bajo mis pies. Quería olvidarme de los poderes mágicos del maletín de mi abuelo. Desde entonces ya no lo acompañé cuando iba a ver a que vivían en las pardinas y parideras del monte. Fue por entonces cuando empecé a jugar sola en el desván.

Me pasaba, horas y horas, sola inventando historias con los cachivaches. Un día decidí cumplir mi sueño. Me imaginé que era una princesa y que iba la primera en la fila de comulgantas. Por algo era la nieta de un médico famoso. Ya no pensaba jugar más con las chicas pobres. Así que, para empezar, tenía que ponerme el vestido de la comunión. Rebusqué los armarios y no lo encontré. Bajé las escaleras deprisa y le pregunté a mi madre.

—No lo busques más. Hace dos meses se lo pusieron de mortaja a María. Tu abuelo no pudo hacer nada contra el carbunco que le transmitieron las cabras.

No le contesté. Volví al desván. Rompí todos mis juguetes. Y, sin decir nada, salí a la plaza a jugar con las niñas del pueblo. En un rincón de mi memoria guardé el vestido de comunión junto a la tartana y el maletín de mi abuelo.

Carmen Romeo Pemán

Pilar Abós Torres. Fotos Ismael. Barbastro, 1952. Es propiedad de la autora.

Caminando hacia Ítaca

#relatos covid

Con el cansancio me quedé dormida. Me despertó una sacudida. Alguien me movió los brazos. Cuando abrí los ojos, una máscara antigás se acercó a mi cara. Con mis gritos, casi no oí qué me decía aquél artilugio nacido en un campo de batalla. “Rápido… fiebre alta… mala saturación… algo se le ha metido en los pulmones”. Me sacaron de un sueño denso, poblado por escarabajos negros. Esas frases metálicas, como los zumbidos de los escarabajos, vibraban dentro de mi cabeza y me la estaban taladrando. Intenté dormir un poco más.

Me despertó el ¡niinoo, niinoo” de la ambulancia. No sabía cómo había llegado allí, ni quién me había colocado boca arriba, mirando al cielo. Por el grueso cristal del techo, veía los edificios que giraban a gran velocidad, en un remolino que me iba a succionar en cualquier momento. El vértigo me aumentó cuando el conductor pisó el acelerador con más fuerza y comenzó a sortear obstáculos. Reconocí las siluetas de los edificios del barrio obrero de las Delicias. Atravesamos un dédalo de calles embarradas, llenas de socavones y alcantarillas rotas. Oí los aleteos de los pájaros, que huían de las ramas de los árboles, y los ladridos de los perros asustados. El sonido de la sirena los sorprendió orinando en los alcorques. Con ese ajetreo, las patas de un pulpo, que se me habían adherido a la nariz, soltaban chorros de un gas picante. Alguien me había amarrado con sogas y no me podía mover. De repente, una negrura me sajó los párpados. Acabábamos de entrar en un túnel estrecho.

A la salida del túnel la ambulancia paró en seco. Otro robot, al que tampoco le vi la cara, llevaba una máscara amarilla y empujaba mi camilla a gran velocidad. Recorrimos unos pasillos muy largos y en las curvas derrapábamos, como si estuviéramos en el Mundial de Fórmula 1. Nos llevamos arrastrando los zuecos de una enfermera, que se quedó dando saltos de dolor. Tiramos unas cajas de cartón amontonadas y empujamos a unos pacientes que hacían cola en la puerta de Rayos. Atravesamos un arco con unas letras luminosas: “Zona covid. Prohibido el paso”. Me recordaron a las que había encima de la puerta del Infierno de la Divina Comedia: “Vosotros, los que entráis, abandonad aquí toda la esperanza”.

Como en la obra de Dante, bajo un cielo sin estrellas, comenzó nuestra carrera por un pasillo ancho y desangelado, franqueado por dos puertas enormes, abiertas de par en par, que dejaban libre el paso a los vendavales del cierzo. Allí, en ese espacio libre de covid, la condena, como en el noveno círculo dantesco, era morir congelados.

El ¡fiu, fiu! del viento amortiguaba las toses, suspiros, gemidos y quejas que resonaban en las habitaciones. Y eso que tenían las puertas cerradas. Al lado de cada una, una caja de cartón, con los medicamentos y apósitos que necesitaban los pacientes, hacía de mesilla. Una racha de cierzo tiró una hilera de cajas. Nunca se cumplió mejor aquello de que estábamos como en un hospital robado.

Mi robot-camillero empujó una puerta y me metió en una habitación con dos camas. En la primera, de un bulto envuelto con una sábana blanca, salía una tos seca y persistente. Era todo tan pequeño que, entre las dos camas, apenas cabía uno perchero metálicos con ganchos amenazantes. En la pared de enfrente, dos ventanas muy altas estaban cerradas.

—Por favor, puede abrirlas un poco. El olor fétido de los esputos mezclado con la acidez  del sudor me produce náuseas —dije con una hilillo de voz, a la vez que comenzaba a vomitar.

—Imposible. Es normativa del hospital. Queremos evitar los suicidios.

Al momento apareció una legión de robots, todos iguales, vestidos de verde. El más alto enchufó el pulpo de mis narices a un aparato y comenzó a rugir. De los ganchos bajaron pulpos, y más pulpos, que se incrustaban en mis brazos y me dejaban unos moratones que parecían de tinta indeleble.

Las voces robóticas discutían qué iban a hacer conmigo. Un foco del techo me deslumbró y cerré los ojos. Entré en un estado de duermevela y comencé a verme desde lejos, como si fuera otra persona, haciendo lo que otra persona haría. Me levanté y llegué hasta un arco de piedra, como los viejos arcos de triunfo. Al otro lado, vi una playa y un horizonte iluminado por una luz brillante e intensa, que me rodeó con un halo, como esos de las postales de santos. Me invadió una gran paz y no podía dejar de avanzar. Me tapé los oídos para no dejarme engañar por el canto de las sirenas. Con cada paso empezó a crecerme una melena. Cuando me llegó a los talones, siguió creciendo y formó una alfombra. Notaba que su peso era como el de un velo de novia. Por fin Eros y Tánatos se iban a fundir en un abrazo nupcial.

De repente, un viento airado se me llevó en volandas por el firmamento, mi cabellera se convirtió en un paracaídas que me soltó en la cama de un hospital. Caí boca abajo en  una cuna con barandillas. Como no cabía bien, me dejó con la cabeza fuera penduleando,

Los robots verdes estaban esperándome. Entre varios me colocaron boca arriba. Entonces, en uno de los ganchos del perchero metálico, vi un calendario en el que habían ido anotando los cambios de tratamientos y mi evolución.. Me di cuenta de que había estado quince días frente a las costas de Ítaca. El tiempo suficiente para que el tono de los robots dejara de ser tan chirriante “Le sube la saturación… le baja la fiebre…tos menos seca… podemos ir desenchufando”.

Esta vez no llegué a Ítaca, pero supe que sus arenas doradas me seguirían esperando. Y entoné el canto de Dante al final de su viaje por el infierno: “volveré a ver las cosas bellas, a contemplar de nuevo las estrellas”.

Carmen Romeo Pemán

Curando con sanguijuelas

De Las fragolinas de mis ayeres

Ya llevaba una semana vendiendo carbón en el Monte de la Carbonera mientras tú estabas de pastor en la Cruz del Pinarón. Esa noche se nos hizo muy tarde y cuando volvimos se me apoderó el cansancio. Menos mal que por la mañana me levanté antes de que saliera el sol y me dejé preparada la cena de los criados, que se la llevaron a sus casas en las alforjas. Como tú estabas de pastor y no pensabas volver en una quincena, eché la tranca y me metí en la cama, sin desnudarme.

Aún no llevaba cuatro horas en la cama cuando oí los gritos de Francisco, un vecino que compartía contigo la paridera de ganado.

—Teodora, abre de una puta vez o echamos la puerta abajo.

—Ya voy, ya voy. —Mientras quitaba la tranca—. ¿A qué vienen esos modales?

—Abre y no te alargues. Mira que te traemos a tu marido en parihuelas. Que al poco de cenar le ha dado un torzón.

—¡Ay, mi Resti, podrías haber esperado un poco más! Ya sabes que estos días tengo mucho trajín con el carbón y no puedo con mi alma.

—Tú no podrás con tu alma, pero nosotros nos acabábamos de dormir y casi no nos hemos dado cuenta —dijo Francisco—. Gracias a que los perros han echado a ladrar.

Los cuatro pastores que te trajeron te dejaron encima de la cama, que estaba hecha un revoltijo. Yo, sin saber qué hacer, daba vueltas alrededor. De vez en cuando te estiraba las sábanas y te decía sin parar: “¡Estoy muy harta, Restituto! Cada semana me tienes que dar un soponcio. Ahora a ver qué mosca te ha picado ahora”. Los pastores se quedaron como pasmarotes contra la pared y, en estas, llegó el médico, al que habían mandado aviso antes de llegar a nuestra casa. Don Amancio te puso la oreja en el pecho y después te hizo ventosas con un vaso.

—Bueno, parece que no va a ser nada grave. Ahora necesita estar tranquilo. Poco a poco irá recuperando el pulso. —Se volvió hacia mí—. Teodora, antes de mediodía vendré a darme una vuelta y, si no ha vuelto en sí, le haré unos cortes y le pondré unas sanguijuelas. A ver si consigo que le baje la sangre de la cabeza.

Los despedí a todos y mientras te arreglaba la cama no paré de rezongar.

—Es que te tenía que pasar… Mira que te lo había advertido un montón de veces. Y tú a la tuya… Si protesta Teodora, ya se le pasará. Pero esta vez has ido muy lejos y este susto no te lo perdonaré en la vida.

Como había hecho don Amancio, coloque la oreja en tu pecho, pero no te oía los latidos del corazón. Entonces me entraron los sudores.

—Oye, ¿no la irás a palmar ahora?

Me asomé a la ventana a que me diera el aire.

—Que no, que no… que no tienes remedio. Seguro que anoche despellejaste alguna cabra. De esas que dices que se te caen por los peñascos, y te diste un atracón. Que eres el pastor más tonto que conozco. Cada día tenemos menos cabras.

Me volví y me pareció que estabas mirando al techo.

—No, no pongas los ojos en blanco, no te hagas el moca muerta. Que nos conocemos bien y aún tiene que nacer un hombre con menos… que tú. ¡Eso! A los de casa Vilantona os parece que podéis con todo. Pero tú no puedes con nada. Siempre te tengo que sacar las castañas del fuego.

Te dejé solo y bajé a la cuadra a hacer mis necesidades. No sé si con tantos refajos o con el calor de los animales, sentí que me ahogaban los sofocos. No podía seguir callando más. Pero, ¿a quién le podría contar todo lo nuestro? Pues solo a ti. Y ya que había empezado me ibas a oír hasta el final.

—Ya sé que todos hablan mal de mí y también sé que tú te lo has creído. ¿O es que crees que no me entero de las habladurías? Unos dicen que me tiro a los maquis, otros que a la guardia civil y otros a que a los carboneros. Que no le hago asco a nada. ¡Pues sí! Entérate de una vez. Que buena honra a mis carnes, que con tu cachaza comeríamos ruejos del Arba.

En ese momento cerraste un poco los ojos y yo aproveché para arremeter con más fuerza.

—Ahora no te hagas ni el enfermo ni aparentes lo que no eres. Parece que estás con un pie en el más allá, pero no, a mí no me la pegas más. Sé que aún te quedan muchos redaños.

Entonces de una tirada me salió lo que se me clavaba en el pecho desde hacía tantos años. Te dije que la noche de bodas ya noté que llegabas fresco y con poca pasión. Que me había costado mucho saber qué te pasaba hasta que indagué lo de la Cabrera. Una moza del pueblo de al lado que se había hecho con el mayor rebaño de cabras de la redolada. Hasta en la panadería comentaban que los hombres de estos pueblos estabais como posesos. Y yo sin caer en la cuenta. ¡Tonta de mí! Me miraba mis carnes prietas y no entendía que no te atrajeran. De repente entendí por qué nos desaparecían tantas cabras. ¡No me podía creer que tú también le pagaras con cabras!

Entonces me decidí. Aún podía disfrutar de mi cuerpo y sacar un buen jornal. Si ella había conseguido un buen rebaño, yo iba a conseguir una de las mejores haciendas. Y como era tiempo de los maquis, me saqué mis buenos duros amadeos de plata, esos que circularon en la II República y que luego ya no valían. Pero a mí, en una casa de empeños, me pagaron un buen dineral a peso. Tú veías cómo aumentaban las arcas y callabas.

¿O es que te creías que sacaba tanto dinero del carbón? Pues ya ves, todo fue gracias a que contentaba a todos. Los carboneros solo trabajaban por una muda limpia al mes, por unos panes y por mis favores. Y tú mirando para otro lado.

 Pues que sepas que ahora que voy entrando en años ya no puedo más. Que nuestra hija que en paz descanse llevaba nuestro apellido, pero ni yo sabría decir quién era su padre.

En esas estábamos cuando oí al médico que subía las escaleras. Me pidió un barreño de sangrar. Te puso unas cuantas sanguijuelas en el cuello y echó otras en el bacín. A continuación te hizo una incisión en el cuello.

A medida que se iban engordando los bichos y caía sangre al lebrillo, comenzaste a removerte. En ese momento me dijo el médico: “Ten paciencia, Teodora, volveré dentro de un rato. Tú marido va a salir de esta”.

Eso ya no lo pude soportar. Habría preferido que te hubieran traído muerto. “Sí, tu marido saldrá de esta”. Pero se calló que te había dado un paralís y que yo tendría que cargar con un tullido que se había pasado la vida dando placer a otras mujeres.

Recordé lo que decía mi abuela que en paz descanse: “No hay remedio más aparente que un par de sanguijuelas para calmar los golpes de sangre que traen al paralís”.

Cogí la navaja ensangrentada que se había dejado preparada al lado de la bacinilla y, con cuidado, hice la incisión más profunda. Inmediatamente vi que me había pasado. Salía la sangre a borbotones y no había bastantes sangoneras para chuparla toda. Entonces me puse a rezar: “Señor, haz que  don Amancio se retrase”. Fui apartando los bichos que había de reserva en el barreño y eché la sangre en un pozal. Bajé a la cuadra y la tire en el fiemo, entre las patas de la caballerías.

Cuando llegó el médico las sanguijuelas se habían reventado y tú estabas extasiado, mirando al techo con los ojos muy abiertos. Yo me tapaba la cara con las manos y bisbiseaba el Yo pecador.

Carmen Romeo Pemán

Nasciturus

Las fragolinas de mis ayeres

Desde el principio aquella boda me olió mal. El día de Reyes, a las seis de la mañana, se casó mi cuñado, Fernando Puyal de casa Nicuesa. Hacía muchos años que se había quedado viudo y sin hijos. Pero últimamente se le había despertado la vena festera y eran famosas sus parrandas con las mozas de los pueblos de los alrededores. Así nos trajo a Marcela Paradís, una fragolina de veintipocos, que antes de un mes salió preñada.

Una noche, mientras preparaba la cena, le dije a mi marido eso de que veinte con sesenta, sepultura o cornamenta.

—Tranquila, mujer tranquila —me contestó—Ya sabemos que mi hermano, aunque es el primogénito, desde siempre ha sido un tarambana y no está preparado para llevar esta casa. Eso sí, tendremos que prepararnos para lo que pueda venir. Pero yo te aseguro que esa puta fragolina nunca será dueña de casa Nicuesa ni su hijo comerá pan en este pueblo. ¡Habrase visto! Con las mozas de buenas casas que tenemos aquí y pegar con una desconocida.

Yo me santigüé y dejé las tenazas abiertas encima de la ceniza del hogar. El me miró de reojo y me dijo que no empezara con mis hechizos que lo que teníamos que hacer era consultar a un notario por si se moría su hermano o por si Marcela se quedaba preñada. Que había oído de buena tinta que, aunque no era fácil, se podía nombrar heredero de la casa al hijo de un segundón.

El día de la Virgen del Rosario, cuando Fernando volvía del campo montado en el carro, en un recodo del camino le salió un perro negro y se espantaron los caballos. Carro, caballos y amo cayeron por un terraplén. El pueblo suspendió los festejos y todos corrieron a ver si podían sacar con vida a Fernando y a los animales. El esfuerzo resulto inútil. ¡Vaya barullo! Unos que ya no tenía años para tanto navego, otros que Dios lo había castigado por no santificar las fiestas como mandaba la Santa Madre Iglesia. Yo callé y me fui a casa a contárselo a Marcela.

Al cabo de un rato, lo trajeron en unas parihuelas y lo dejaron de cuerpo presente en el patio. Las gentes seguían con su vocerío. Aproveché el momento y me llevé a Marcela a la cama del cuarto de las alcobas, que no se comunicaba con ningún otro. Así nos lo había advertido el notario, si por casualidad se nos presentaba este trance. ¡Jesús, José y María! Mira que son prevenidos estos leguleyos. Me di prisa para tenerlo todo preparado antes de que nadie subiera a buscarnos. Me tapaba las maños con la toquilla y me mordía las uñas. Pero aparentaba presencia de ánimo. Que todos creyeran que jugaba limpio y que iba a defender por igual los derechos de mi hijo y los del que estaba pendiente de nacer.

Don Francisco Vargas Machuca, notario de la villa de Sos, nos insistió mucho vigiláramos para que se llevaran bien el embarazo y el parto. Que si no lo hacíamos bien nuestro hijo perdería su herencia, aunque no me enteré de por qué. Y antes de despedirnos me cogió del brazo y me miró a los ojos: “Esto que no se os olvide. Que una vez nacido, el niño que está por nacer, tendrá tanto derecho a recibir su parte de la herencia como vuestro hijo. Y no será fácil quitarle algunos privilegios que tiene”. A mí me dio una vuelta el cuerpo. Don Francisco siguió con su sermón de que eso ya era así en tiempos de los romanos. Pero yo ya, aunque lo oía, no lo escuchaba.

Con el susto Marcela se puso de parto. Todo se precipitó y nosotros nos libramos de tener que vigilarle la tripa. Solo teníamos que preocuparnos del parto y de enseñar al recién nacido a la familia. También recuerdo que el susodicho notario nos dijo que, en el parto, tenían que estar presentes: una mujer buena, que podía ser yo misma; la comadrona; y otra mujer nombrada por el juez de paz. Pero no nos dio tiempo a avisar ni al juez ni a nadie antes del parto. Así que entre la comadrona y yo lo haríamos todo. En estas estaba cuando comenzó Marcela con sus gritos:

—Fernaando, no tardes tanto. No me dejes sola con estos cabrones. Me han llenado la cama de sapos que me suben las piernas con sus babas viscosas y se me meten en la tripa hasta las entrañas.

Abrió los ojos y me vio sentada a su lado. Entonces gritó más. Nunca supe si le hablaba a su marido o simplemente quería que yo la oyera.

—Si ya te lo dije. Fernando. Que no, que no me quería casar sin capitulaciones. Y tú erre que erre, que no las necesitábamos, que tu hermano nunca se atrevería a plantarte cara. Que para defender tu primogenitura te bastaba con la cédula de identificación. Tonto más que tonto. Ya sabía yo que la modosica de tu cuñada algún día nos clavaría las uñas.

Cuando le llegaron los empujones, la comadrona puso manos y pies a la obra. Y tan concentrada estaba que me dio tiempo a preparar la cuna. Le costó un buen rato sacar a un niño grandón, como su padre. Después lo lavó con el agua que yo había calentado en unos pucheros en el fuego. Envolvió la placenta en una sábana de lino y me dijo que teníamos  que enterrarla cuanto antes. Que si se enfriaba en la habitación o si se la comían los perros en el corral, le traería mala suerte al recién nacido. Yo deposité el fardo sanguinolento al lado del moisés y me tomé mi tiempo.

La comadrona salió con el niño desnudo a la cocina y lo enseñó a todos los presentes como era costumbre. La cocina era grande, pero acudió mucha gente cuando se corrió la voz de que Marcela estaba de parto y no cabía ni un alfiler. No había duda de que el niño estaba completo y de que sería un buen Nicuesa. A continuación lo fajó encima de la cama y cuando levantó el cobertor de la cuna se encontró con unas tijeras envueltas en piel de sapo.

—Lo sabía, lo sabía —gritó Marcela—. Fernando, tú me trajiste a esta madriguera. Fíjate, tu cuñada, como un hurón, le está chupando la sangre a nuestro hijo. ¡Vigila la placenta!

Intenté calmarla y sacarla de su delirio. Le susurré al oído que su hijo viviría y heredaría, como lo haría mi hijo. Que serán buenos primos y entre los dos aumentarían la hacienda. En ese momento oí un murmullo que venía de fuera. Los que había venido a ver el acontecimiento me llenaban de alabanzas: ·”Y luego dicen que no hay buenas cuñadas”. También oí la voz ronca de la partera; “Esto aún no ha terminado”.

A la mañana siguiente, me quedé dormida en la silla. Marcela se despertó con una subida de la leche. Con apuros se levantó y vio a su hijo con la cara morada. Tenía el cuello anudado con un trozo de cordón de la placenta.

—Fernando, corre, salta, que se desbocan los caballos. Los están ahogando con una soga. No pierdas tiempo.

Me despertó el grito de Marcela. Un grito que retumbó en la casa, salió por la ventana, llegó hasta la iglesia y el eco se lo llevó por los valles y montañas.

Carmen Romeo Pemán

Imagen del principio: Un cuadro de Shamsis Hassani, pintora afgana.

Como un vilano de la primavera

#relatoscovid

Redondo, picudo, una veces rojo, otras verde y otras blanco como un vilano que sale de la nada. Nadie lo ha visto. Pero inunda las calles y lleva armas letales. Mata sin cuchillos ni navajas. No tiene bombas ni arsenales de armas. Tampoco señales de alarma. Basta con un suspiro de la persona que tengo sentada a mi lado en un banco del parque para que empiece una guerra cuerpo a cuerpo. Pero, ¿una guerra?, ¿contra quién? Nadie lo sabe y todos lo sabemos. Me aparto de la gente, me cubro la cara con una máscara y busco con desespero un grifo donde lavarme las manos. Como si hubiera cometido un crimen. Cuando alguien se acerca, me sube un sofoco que me impide respirar. Huyo corriendo. Me acerco al  banco más solitario del parque, en un rincón oculto por el ramaje. Miro en los alrededores. No veo nada. No lo encuentro. Pero puede estar agazapado en cualquier grieta. A lo mejor entre las hojas de los árboles. Decido no sentarme y volver a mi casa.

Nadie lo conoce ni sabe cómo se mueve entre nosotros. No es un ninja ni un gnomo. Tampoco tiene efectos mágicos, aunque lo parece.

Aún es pronto para comer. Enciendo la televisión y veo a un mago que dibuja curvas y habla del número de muertos. Entonces empiezo con las llamadas de teléfono.

—¿Qué hago? ¿Qué vas a hacer? —le pregunto a mi hermana

—Nada. Yo me quedo en casa. Y tú quédate en la tuya. ¡Ah!, y no abras a nadie —me contesta con un temblor en la voz.

Doy vueltas por las habitaciones. Miro los vasos. Nada. Entonces me pregunto: “¿Nos estaremos volviendo locos?” Pero no. Los muertos son reales. Se apilan en bolsas de plástico negro en un palacio de hielo, como si estuvieran dispuestos a patinar. Nadie se atreve a enterrarlos.

Cierro las ventanas. Coloco mantas y toallas enrolladas en las rendijas. Convierto mi casa en un fuerte, como los refugios antiaéreos. Entonces empuño la antigua máquina de Flit, pero está vacía. Ya no venden Flit ni DDT. Cojo una palangana y voy rociando la casa con gotas de lejía, como hago en Semana Santa con el agua bendita: Asperges me, Domine. No sé por qué pienso que el olor de la lavandina ahuyentará a mi enemigo para siempre. Entonces, con calma disuelvo jabón en un tarro y comienzo  a hacer pompas detrás de los cristales. Son mi bandera contra el miedo.

Por la tarde me coloco un yelmo con barbuta y, como don Quijote, salgo a buscar aventuras en las calles vacías. Acaricio las estatuas. Me tumbo junto a la Mujer dormida de una avenida y pierdo el conocimiento. Sin saber cómo, unos extraterrestres me cogen y me meten en una nave espacial que lleva puesto el ¡uuuuh, uuuuh! ensordecedor de una sirena. Al final del túnel, me despiertan los  borboringos de mis entrañas. ¡Puajj!, ¡puajj! Los tubos que me atraviesan la garganta solo dejan escapar algún ¡bzzz!, como si me hubieran metido mosquitos molestos. Unas luces de colores se encienden y apagan como en un festival de cabaret. Cuando se encienden todas a la vez se me acercan unos ojos gatunos que me miran desde dentro de una máscara de carnaval. Poco a poco voy entrando en un sopor. De momento la partida se queda en tablas. Y yo me siento encapsulada por un vilano invisible, por un vilano de la primavera cuyas plumas vuelan hacia la nada.

Carmen Romeo Pemán

Fotografía principal, la que encabeza el artículo: VILANO DE SENECIO. Del blog de Montse. Botanic Serrat. Propiedad de la autora. Disponible en: https://letrasdesdemocade.files.wordpress.com/2022/01/6ed0b-botanic2bserrat2bvilano2bsenecio1.jpg

María Moliner en Zaragoza

#InstitutoGoya

El sábado día 30 de marzo, María Moliner Ruiz cumplió 119 años. Fue una de las primeras alumnas del Instituto Goya, en ese momento llamado Instituto General y Técnico de Zaragoza, que durante mucho tiempo estuvo situado en la vieja Universidad de la Magdalena, un edificio hoy desaparecido.

Fachada de la Universidad

Fachada de la desaparecida Universidad de la Magdalena. En este complejo universitario estaba el Instituto de Zaragoza.  En 1933 se trasladó al edificio de los jesuitas y se llamó Instituto Goya. En 1936 estuvo un tiempo en la Escuela de Comercio y después volvió a la Magdalena. En 1959, el mismo día que el Hospital Miguel Servet, se inauguró el edificio tal y como se conserva en la avenida Goya, 45.

Movida por el honor de haber impartido clases en el instituto donde ella estuvo de alumna, quiero recordar sus andanzas por Zaragoza, y los homenajes que la ciudad le ha dedicado poniendo su nombre a edificios, organizaciones y calles. Así, María Moliner sigue presente, de forma habitual y natural, en la ciudad de su adolescencia.

María Moliner Ruiz. (Paniza, Zaragoza, 1900-Madrid, 1981). Lexicógrafa. Licenciada en Historia, archivera, bibliotecaria y una infatigable trabajadora de la lengua española. Era hija de Matilde y Enrique, un médico rural que en 1902 se trasladó a Almazán (Soria) y en 1904 a Madrid. En 1914 María regresó a Zaragoza.

Comenzó los estudios de bachillerato en la Institución Libre de Enseñanza, y se examinó, como alumna libre, en el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid (1910-1915). En 1915 pasó, también como alumna libre, al Instituto General y Técnico de Zaragoza. En 1917 figuraba como alumna oficial y en 1918 obtuvo el título. Fue una de las primeras alumnas que cursó el bachillerato en el Instituto Goya de Zaragoza.

María Moliner. Certificado

Como se aprecia en la foto de 1917, la que encabeza esta reseña, ese curso solo había seis alumnas, en la foto todas están junto al profesor don Miguel Allué Salvador —en 1917 era director don Pedro Marcolaín— . María Moliner lleva trenzas y está abajo a la derecha, la quinta de la segunda fila—. Entre sus compañeros del Goya reconocemos a Luis Buñuel —arriba a la izquierda, el segundo de la segunda fila— y a Ramón J. Sender —abajo, a la derecha, el segundo de la tercera fila.

En 1921 obtuvo premio extraordinario en la licenciatura de Historia, en la Universidad De Zaragoza Unizar, que entonces tenía la sede en la Plaza de la Magdalena, en el mismo edificio que estaba el instituto.

Carnet del Goya

Carné de la Universidad de Zaragoza

Desde 1917 hasta 1921, María Moliner, además de cursar Historias en la Facultad de Filosofía y Letras, se formó como filóloga y lexicógrafa en el Estudio de Filología de Aragón, dirigido por Juan Moneva. Allí colaboró en la realización del Diccionario aragonés y adquirió un método de trabajo que después le resultaría muy útil para la redacción de su Diccionario.

En 1922 ingresó por oposición en el Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, y comenzó a trabajar en el archivo de Simancas. Desde 1924 hasta 1930 estuvo destinada en Murcia, donde conoció a Fernando Ramón Ferrando, un catedrático de Física, con quien se casó en 1925. Fue la primera mujer que impartió clases en la Universidad de Murcia. Allí nacieron sus dos hijos mayores: Enrique y Fernando. En 1930 se trasladaron a  Valencia, donde nacieron Carmen y Pedro.

Ya en Valencia, María, Fernando y otros matrimonios fundaron la Escuela Cossío, siguiendo el modelo de la Institución Libre de Enseñanza, para educar a sus hijos de forma moderna y europea. Dirigió las Bibliotecas Circulantes de las Misiones Pedagógicas y escribió unas Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas. Realizó importantes aportaciones para la política bibliotecaria de la II República.

Al acabar la Guerra Civil fueron expedientados y degradados en el escalafón. Fernando perdió la cátedra y lo trasladaron a Murcia. Y a María la rebajaron dieciocho niveles en el escalafón y la destinaron al Archivo de Hacienda de Valencia. En 1946 su marido fue rehabilitado y destinado a la Universidad de Salamanca. Finalmente, la familia se instaló en Madrid y ella consiguió entrar como bibliotecaria en la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid.

Desde 1951 hasta 1966, ella sola definió en español actual, con paciencia y con un método riguroso, una a una todas las palabras del diccionario de la Real Academia Española. Y otras que todavía no estaban admitidas.

El resultado fue el Diccionario de uso del español (1966), uno de los diccionarios más originales, renovadores y valiosos de la lexicografía española del siglo XX, reeditado constantemente desde su publicación.

Marcapáginas

Un marcapáginas para libros

 

En 1972 no fue admitida en la Real Academia Española por su condición de mujer. María Moliner, trabajadora, inteligente y utópica, fue víctima de una sociedad que no era generosa con las mujeres.

Reconocimientos en Zaragoza

El antiguo camino de las Alcachoferas, en 1935 se llamó calle del alcalde Enrique Armisén Berasategui y desde 1957 hasta 1979 calle del General Millán Astray. En 1979, siendo alcalde de Zaragoza Ramón Sainz de Varanda, se le puso el nombre de María Moliner.

Mapa de la calle

En Zaragoza, también lleva su nombre la asociación de mujeres “María Moliner”, con sede en la calle Alcalde Burriel.

El logotipo de la Asociación de Mujeres María Moliner

Logotipo de la asociación

El instituto de educación secundaria María Moliner está en el Barrio Oliver.

Instituto de Edudación secundaria en el Barrio Oliver

Y los zaragozanos le han dedicado dos bibliotecas: la Biblioteca María Moliner del Campus Universitario de la plaza de San Francisco.

Biblioteca María Moliner

Biblioteca María Moliner en el Campus de la plaza de San Francisco de Zaragoza.

Y la Biblioteca Pública Municipal María Moliner, en la plaza de San Agustín.

Blblioteca Pública Municpal en la plaza de San Agustín

Biblioteca Pública María Moliner, en la plaza de San Agustín de Zaragoza.

 

Para terminar

Cinco catedráticas del Instituto Goya, Cristina Baselga Mantecón, Pilar Fernández Llamas, Concha Gaudó Gaudó, Carmen Romeo Pemán e Inocencia Torres Martínez, y Gloria Álvarez Roche del Instituto Avempace, le hemos rendido nuestro homenaje en libros y charlas, y en una exposición sobre las Pioneras en la educación en Aragón. Por iniciativa de Pilar Fernández Llamas rescatamos su expediente del olvido, junto con los de otras alumnas. A María Moliner le hemos dedicado un espacio importante en dos libros: en La Zaragoza de las Mujeres. Callejero y en los Paseos por la Zaragoza de las mujeres.

Carmen Romeo Pemán

Goya Actual

Instituto Goya hoy

Romería en la Virgen de la Sierra

Don Jenaro era un médico afamado en los pueblos de la redolada. Una noche sí y otra también, llamaban con urgencia a su puerta gentes que venían buscando sus remedios. Igual curaba un cólico miserere que un carbunco y, si se presentaba el caso, el torzón de alguna caballería. Cuando oía los golpes de la puerta, Valentina, una niña vivaracha, se levantaba y le llevaba la palmatoria a su abuelo. Después escuchaba desde los rincones hasta que el abuelo la oía respirar.

—¿Qué haces levantada a estas horas? Venga, a la cama.

A Valentina le gustaba acompañar a su abuelo cuando iba a visitar a los enfermos con la yegua. Don Jenaro la montaba delante de él, a mujeriegas, y le hacía sujetar un maletín de cuero marrón. Valentina se lo apretaba contra el pecho y se sentía más poderosa que la diosa Pandora. En esos viajes fue alimentando su deseo de acompañar a su abuelo a la romería de la Virgen de la Sierra.

Valentina estaba un poco harta de que a sus padres no les gustara que la hija de casa Navascués se mezclara con rapazuelos de El Frago, que así los llamaban ellos. Cuando iba a misa los domingos, se apiñaban todos en la puerta mayor, y ella los miraba de reojo esbozando una sonrisa, pero todos daban un paso atrás con la mirada severa de su madre. Todos, menos Juanín:

—¡Qué guapa está doña Luisa! A ver si algún día me deja acompañarlas.

Entonces la madre se apretaba el misal contra el pecho y se volvía con la cara desencajada:

—¡Largo! ¿Cómo te atreves a dirigirnos la palabra?

Juanín era de una casa rica venida a menos. Su padre murió antes de que él naciera y su madre tuvo que ganarse la vida lavando en el río. Casi siempre llevaba chichones en la cabeza. Como era el más bajo, los chicos lo forzaban a saltar tapias o a correr descalzo por los ruejos del río. Acabó por no ir con ellos. Se pasaba las tardes detrás de la tapia de casa Navascués imaginando qué haría Valentina encerrada allí dentro. Algunas veces la veía salir montada en la yegua con el abuelo. Ella le sonreía y don Jenaro le decía con un vozarrón que traicionaba su bondad.

—Juanín, deberías ir con los chicos de tu edad. No es bueno que andes siempre solo por estos andurriales.

Él bajaba la cabeza y se iba a casa pensando en Valentina. Si algún día…

El año que Valentina cumplió dieciséis años fue con su abuelo a la Virgen de la Sierra.

—Abre bien los ojos, hija mía —le dijo su madre cuando le dio permiso—. Allí van los jóvenes de las mejores casas de la zona. Muchos noviazgos y matrimonios de posibles han salido de esa romería. Te pondremos las mejores galas y todos sabrán que, además de la nieta de don Jenaro, eres la heredera de casa Navascués.

Las vísperas fueron días de ajetreo. Lavar y planchar las enaguas de hilo. Ventilar la mantilla de la abuela, que en paz descanse. Desempolvar los guantes de cabritilla. Limpiar el misal y el rosario de nácar. Colocaron todo encima de un arca y una tarde las amigas de Valentina fueron a ver el ajuar de romera. A la salida, se quitaban la palabra las unas a las otras y montaron tanta algarabía que ninguna se dio cuenta de que las seguía Juanín. Al llegar al primer recodo, él se fue a su casa y no salió hasta el día de la romería.

Por fin llegó el esperado domingo de mayo. Al amanecer, mientras el abuelo ensillaba la yegua, doña Luisa vestía a Valentina y le daba recomendaciones para que se portara como una señorita.

—Sobre todo, no les muestres demasiado interés a los pretendientes. Hazte de valer. Que después ya vendrán ellos a buscarte a El Frago.

El día fue largo. Don Jenaro conocía a mucha gente. Todos lo querían obsequiar y presentarle a sus hijos. Valentina estaba desbordada. Tenía razón su madre, no era un día para enseñar sus sentimientos. Aunque, durante mucho tiempo pensaría en los ojos los del heredero de casa Puyal de Isuerre.

En estas estaba cuando vio deambular a Juanín entre aquellos forasteros. Se hacía el encontradizo, pero, en realidad, no lo conocía nadie.

—¿Y tú qué haces aquí? —le dijo Valentina sorprendida.

—Pues lo mismo que tú. Rezar a la Virgen para ver si saco novia, que en El Frago no lo tengo fácil.

Valentina vio que tenía los pies desollados por las aliagas que cerraban las trochas. Entonces se dio cuenta de que Juanín había hecho más de tres leguas andando y había llegado antes que ellos. Por el monte se movía como un gamo.

Antes de que cayera el sol, el abuelo y la nieta volvieron a cabalgar camino de casa. El uno hablaba de todos los pacientes que había visitado y de los exvotos que habían dejado en el altar de la ermita. La nieta le iba describiendo a  los chicos y chicas que había conocido.

—¿Abuelo, me traerás otro año?

Seguían enfrascados en su conversación sin darse cuenta de que en medio del camino ardían unas aliagas. La yegua comenzó a cabriolar hasta que dio con don Jenaro y su nieta en el suelo. Valentina se quedó entre las patas del animal que de una coz le abrió la cabeza. Al instante apareció Juanín, tomó el ronzal de la yegua y la calmó. Cuando consiguió monta al abuelo y la nieta, cogió las riendas y poco a poco llegaron hasta casa Navascués.

Valentina vivió más de cinco años paralítica con la fontanela abierta. Juanín le construyó un carretón y todas las tardes la bajaba hasta la orilla del Arba. De vez en cuando le limpiaba las babas con un trozo de arpillera y le sonreía con cara de bobalicón.

Carmen Romeo Pemán

Ermita de la Virgen de la Sierra de Biel. Años 40, por Jesús Pemán. Propiedad de la autora y de los Pemanes de Biel.

Cien años tejiendo la paz

WILPF o LIGA INTERNACIONAL DE MUJERES POR LA PAZ Y LA LIBERTAD

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Este fin de semana, del 11 al 13 de noviembre, he asistido a la Asamblea Nacional que WILPF España ha celebrado en Zaragoza. Entusiasmada por los proyectos y por gran la actividad de las participantes, me preguntaba: «¿Por qué es tan desconocido este movimiento de mujeres pacifistas? Seguro que, si salgo a la calle y pregunto qué es WILPF, la gente me contestará que no sabe o, a lo sumo, que es una marca de coches o de lavadoras».

De esas reflexiones, y otras similares, nació este artículo. Sin darme cuenta, estaba entonando un mea culpa: «¡No sabemos vender bien nuestros proyectos!»

Espero que, si llegáis hasta el final, estas siglas tan enrevesadas dejen de sonaros a marca comercial americana y descubráis la trascendencia del movimiento.

Tejedoras de la paz

A lo largo de la historia, las mujeres hemos desempeñado un papel muy activo en la construcción de la paz y en la búsqueda de soluciones no violentas.

La experiencia nos dice que nuestra actividad ha resultado más eficaz cuando hemos dejado a un lado nuestras ideologías y nos hemos unido para influir en lo público. Con nuestra participación en movimientos pacifistas, hemos aumentado nuestra capacidad mediadora en las guerras y en los conflictos.

Y, de esto vengo a hablaros hoy. Del legado pacifista que hemos recibido de las madres de WILPF.

Pero, ¿qué es exactamente WILPF?

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Supongo que cuando habéis empezado a leer os lo estaríais preguntando, como me lo pregunté yo cuando se refundó en España en el año 2011.

Pues WILPF es una organización de mujeres pacifistas que acaba de cumplir cien años. Y es bastante desconocida porque su lengua de contacto es el inglés.

La palabra WILPF está compuesta con las siglas de Women’s International League for Peace and Freedom. Que, por cierto, resulta casi impronunciable en español.

Esta organización centenaria ha desarrollado una gran actividad en los países anglosajones, pero poca en España. Precisamente, para acercarla al mundo hispano parlante, las secciones latinoamericanas proponen llamarla LIMPAL (Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad); que haya traducciones simultáneas en los encuentros; y que los documentos sean bilingües.

Orígenes y primeros años de WILPF

Nació en 1915, en plena Guerra Mundial, durante un congreso en La Haya (Holanda) que se había convocado exprofeso para su fundación. En abril de 2015, se celebró otro congreso en el mismo lugar para conmemorar su centenario.

Esta Liga de mujeres, en los años 20, se consolidó y comenzó su difusión. Se pusieron en marcha algunos programas para llevar a cabo sus primeras actividades importantes: negociaciones para parar la guerra, movimientos antiarmamentísticos, “misiones” a los lugares en conflicto, presiones ante la Sociedad de Naciones, entre otras.

las-madres-de-wilpf

La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) fue un punto de inflexión. La organización se enfrentó a situaciones comprometidas, muchas de ellas derivadas de la represión del nazismo.

En la posguerra, no resultó fácil afrontar las secuelas que había dejado la contienda. Entre otras cosas porque, en estos años, afloraron contradicciones internas en algunos movimientos pacifistas. Por ejemplo, Anita Augspurg, una de las fundadoras de WILPF y víctima de la represión nazi, dijo: “Es una organización que promueve la paz y la libertad. Pero yo ahora pongo la libertad por delante”.

Este bache también se debió, en parte, a su posicionamiento contra el nacimiento de la OTAN.

No obstante, intentó superar los obstáculos y actuó con energía para reorganizarse. Fueron años de una activa participación en la ONU: en la Conferencia de San Francisco, en la Declaración Universal de Derechos Humanos, en la creación de UNICEF. En 1948, WILPF alcanzó el “estatus consultivo” de la ONU como organización no gubernamental.

Desarrollo posterior

Desde los años 60, viene compartiendo con otras organizaciones el trabajo por el desarme universal. Con el programa STAR (Stop the Arms Race), WILPF se ha centrado en la lucha contra todo tipo de armamento, especialmente contra el químico y contra las armas y pruebas nucleares. Con el programa Alcancemos una voluntad crítica (Reaching Critical Will), promueve la creación de movimientos y acciones a favor del desarme en todo el mundo.

En el programa Mujeres por la paz declara:

Todos nuestros proyectos están encaminados a la resolución pacífica de los conflictos y a obtener la paz, una paz justa y duradera, con todo lo que esto conlleva: justicia, igualdad, desarrollo económico (…) En cumplimiento de la Resolución 1325 de las Naciones Unidas sobre Mujeres Paz y Seguridad (2000), que impulsa el aumento de las mujeres en las negociaciones de paz, y en las instituciones que promueven la prevención de las guerras y la cultura de paz.

Manifiesto del 2015

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La decidida voluntad pacifista de WILPF está recogida en el manifiesto que se aprobó en el año 2015, en el Congreso de La Haya.

La violencia no es inevitable. Es una elección. Nosotras elegimos la no violencia, como medio y como fin. Liberaremos la fuerza de las mujeres y, en colaboración con hombres de igual parecer, crearemos un mundo justo y armonioso. Vamos a realizar la paz, que consideramos un derecho humano.

Una exposición sobre la historia de WILPF

Antes de terminar,  os voy a presentar la exposición que hemos hecho un grupo de socias de WILPF. Nos ha parecido una manera clara y didáctica de dar a conocer esta organización pacifista y antibelicista, que defiende los derechos de las mujeres.

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Está compuesta por cuarenta carteles que se centran en la historia de la Liga de mujeres por la paz y la libertad (WILPF).

Tomando como fondo el archivo fotográfico de la sede de Ginebra, cada cartel ilustra y explica un acontecimiento destacado.

Si los recorremos por orden, tenemos una información bastante ajustada de los avatares de WILPF en los primeros cien años de su existencia.

¿Para qué y por qué esta exposición?

Para divulgar su historia y difundir su trabajo de forma cronológica y temática. Y, porque, si conocemos nuestras raíces, entenderemos mejor nuestro futuro. El testimonio de las mujeres del pasado puede servirnos de estímulo para que nuestros compromisos actuales sean más firmes.

Las mujeres de WILPF intentamos llevar la paz a todos los rincones de nuestro planeta, en especial a las zonas de guerra. Procuramos tender puentes de diálogo en los conflictos y en los momentos difíciles.

Para conseguir el desarme total y universal, una paz justa y duradera, y la igualdad entre hombres y mujeres, buscamos una influencia directa sobre los gobiernos.

Ficha técnica

Hemos realizado la exposición las integrantes del “Grupo de Historia” de WILPF-España:

Concha Gaudó Gaudó (comisaria de la exposición), Carmen Magallón Portolés (presidenta de WILPF España), Gloria Álvarez Roche, Cristina Baselga Mantecón, Sandra Blasco Lisa, Piluca Fernández Llamas, Pili Lainez Clavería, Carmen Romeo Pemán e Inocencia Torres Martínez.

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Carmen Romeo Pemán

Los cuentos de Martina

De las fragolinas de mis ayeres.

A Martina Berges, de hoy. La última niña de casa Martina.

Martina dormía en una de las dos alcobas que daban al cuarto de estar, con cortinas de flores y vigas encaladas. En la otra dormían sus padres.

Colgaba sus vestidos preferidos en una percha a los pies de su cama niquelada. Delante de todos, el blanco que le ponían los domingos para ir a misa. Justo debajo, en el suelo muy ordenaditos, los zapatos y los calcetines de perlé que le había tejido su madre junto a la estufa, cuando se sentaba a descansar. Encima de una mesilla de madera de pino, apilaba los libros que le prestaba la maestra. El primero era su favorito: Cuentos de Padín. Por las noches, su madre, antes de irse a dormir, lo abría al azar y le leía uno. Algunos los había oído tantas veces que se los sabía de memoria.

Con el calor que llegaba del cuarto, la cal de los maderos se resquebrajaba en figuras caprichosas. Cuando su madre acababa el cuento, le daba las buenas noches y ella se quedaba con la mirada fija en uno de esos dibujos. Se inventaba una historia y después se la contaba a Padín, el cachorrillo que la seguía a todas las partes. Hasta dormía en la alfombra junto a su cama. Lo llamaba Padín, como su autor preferido.

Una mañana, cuando Martina se despertó, lo primero que vio fue el agujero de la viga que estaba justo encima de su cabeza. Lo había hecho la noche anterior. Primero probó con las tijeras de los recortables, pero se le doblaron. Al final, lo consiguió dando vueltas con un lápiz como si fuera un destornillador. “Ahora sí que podré pasar”, pensó.

El viaje por las rendijas comenzaba cuando se iba su madre. Padín se sentaba sobre las patas traseras, levantaba las orejas y escuchaba los cuentos que Martina inventaba para él. Todo se complicó el día que Martina desapareció por el agujero. El cachorro comenzó a ladrar. Más que a ladrar, a lloriquear mirando al techo. Enseguida llegaron sus padres, que esa noche estaban desgranando maíz junto al hogar. No habían oído ningún ruido ni la habían visto pasar por la cocina hacia la calle. La buscaron por todos los rincones. Como la noche avanzaba y no aparecía, cerraron la puerta de la calle:

—Seguramente andará en alguno de sus juegos al escondite con Padín —comentó la madre. —Déjala que cuando se canse de jugar se irá sola a la cama, que ya se va haciendo mayor.

Al amanecer, Padin vio a Martina que se descolgaba por el agujero del madero con el camisón desgarrado y dejó de lloriquear.  Martina lo miró a los ojos y le habló con tono de enfado:

—Mira, si vuelves a ladrar, yo no te dejaré dormir a mi lado. Tendrás que ir a la cuadra con los mastines del ganado. —A la vez que se lo decía, se le enrasaban los ojos.

Ese día, en la escuela tampoco quiso jugar en el recreo. Se sentó en el rincón de la puerta que daba a la iglesia. Sacó del bolsillo una libreta de tapas de hule negro y, con su torpe letra, se puso a escribir. Cuando sus compañeras la vieron acurrucada y concentrada, se acercaron:

—Eso lo haces para hacerte la interesante —le dijo una de coletas pelirrojas.

—Anda, déjala, que no se atreve a saltar a la comba —terció otra.

Entonces se acercó la maestra:

—¿Ya estamos como todos los días? Dejadla en paz —y volviéndose a Martina le dijo—: Sería mejor que jugaras con ellas.

—Pero si son ellas las que no me dejan. Me dicen que soy pequeña y que no sé correr ni jugar al “tú la llevas”.

Martina a sus casi nueve años era una niña con un pelo muy liso, tan liso que para su primera comunión no le pudieron hacer tirabuzones. Siempre había ido peinada con coletas, hasta el día en que se llenó de piojillo buscando nidos con los chicos. Su madre se enfadó y le espolvoreó la cabeza con DDT Chas, los polvos que usaba para las gallinas. A continuación le cortó el pelo a tijeretazos. Al día siguiente, antes de llegar a la plaza, oyó a las chicas: “Pareces un chico”. Pasó de largo y se acercó al grupo de los chicos. Pero, como no  los podía seguir en sus correrías, todos a una le cantaron eso de: “meonaa, cagonaa”.

Martina se las apañó sola y buscó un escondite apartado del pueblo. Cuando salía de la escuela, cogía la libreta y el lápiz, llamaba a Padín y juntos tomaban el camino del río.

Allí, como si fuera una comadreja, se metía dentro del tronco de un viejo árbol arrastrado por la corriente hasta la orilla del río. Y, escribe que te escribe, perdía la noción del tiempo. Una tarde notó que algo se movía a sus pies, le pareció una serpiente y gritó.

Padín, que estaba fuera sentado sobre sus patas traseras, comenzó a ladrar dando vueltas alrededor del tronco. Al poco rato, Martina vio los ojillos del abuelo que asomaban por un hueco del árbol.

—Abuelo, perdona, es que me he encontrado con esta cueva encantada.

—Déjate de encantamientos y vámonos a casa. Ya casi es hora de cenar. Todos te estábamos buscando.

En la puerta de la casa la esperaba su madre con el delantal recogido en la cintura. Le dio una buena zurra y la mandó a la cama sin cenar. Martina lloró y lloró, sin saber por qué lloraba.

Cuando su madre acabó de zurcir un pantalón de su padre, se acercó a darle las buenas noches. Ella le pidió que le leyera un cuento de Padín. El que siempre la hacía llorar.

—Y colorín, colorado. —Su madre cerró el libro y le dijo al oído—Prométeme que mañana serás buena

—Te lo prometo. Palabrita del Niño Jesús. —Cruzó los índices y se los besó. Su madre le dio un beso y salió de la alcoba.

Al poco rato Padín comenzó a ladrar.

Carmen Romeo Pemán.

«Como cada tarde”: Sara Puente y su bisabuela fragolina

Las fragolinas de mis ayeres

La tarde se convirtió en mañana y dejó de ser rutinaria. Ese día Dominica Bernués, la protagonista de la novela de Sara Puente, no bajó al huerto de la fuente como cada tarde. Dominica subió al Fosal a acompañar a su bisnieta en la presentación de la novela que le había dedicado. Y yo la acompañé con unas palabras que en mi nombre pronunció Chesus Asín. No faltó la presencia de José Ramón Reyes, el alcalde. Tampoco faltaron las jotas de Inés Laplaza, ni los amigos y familiares de Zuera, que acudieron prestos al llamamiento de Sara.

Presentación de Como cada tarde, una novela de Sara Puente, en el Salón de Plenos del Ayuntamiento de El Frago. En la mesa, Chesus Asín, José Ramón Reyes, alcalde, y Sara Puente. De pie, Inés Laplaza, que cantó las jotas del texto de la novela. El Frago, 21 de agosto de 2021, a las 11,30h.

¡Buenos días fragolinos, y bien llegadas las gentes que nos acompañan!

Hoy estamos con Sara Puente, una descendiente de casa Juana María. Sara, con técnicas literarias atinadas y con una voz segura, acaba de sacar a la luz una novela fragolina.

¡Enhorabuena, Sara! Acabas de dar voz y sentido a las fragolinas de finales del siglo XIX y de principios del XX, a una generación de fragolinas y fragolinos de nuestros ayeres

En Como cada tarde, has dado vida a unas tradiciones y a unos legajos que eran propiedad de tu familia. Como dice Octavio Paz, has hecho literatura convirtiendo lo privado en público. Una de las formas más nobles de inmortalizar el pasado.

 Además, has dado un salto cualitativo enorme. Esta novela se puede leer como un tratado de antropología de todo Aragón. Aquí has recreado viejas costumbres y ritos de nuestro pueblo y de todos los pueblos aragoneses. Así que siguiendo con Octavio Paz, te diré que lo local es universal y lo efímero es eterno.

Y para dar este salto, vas salpicando tus páginas con frases lapidarias, refranes aragoneses, que convierten lo local fragolino en general de Aragón e incluso en lo ancestral de otras culturas rurales.

La hacienda solía heredarla el hijo mayor. Aquella era una ley no escrita. En esta frase, recoges una costumbre ancestral cualquier cultura rural. Este tema es el anclaje en el que fundamentas toda la novela.

Las mujeres, en Aragón eran las propietarias de los huertos cercanos a los pueblos, como una prolongación de lo doméstico. Desde el primer párrafo hasta el último sabemos que lo más preciado de Dominica era su huerto familiar

Y un poco más adelante, particularizas ese huerto, que prolonga la intimidad de la casa, en uno concreto que hay en la arboleda de El Frago, justo al lado de la fuente.

Ella optaba por ocupar muchos de sus ratos en trabajos intentando sacarle partido a ese pequeño trozo de tierra para aportar al hogar algo más y, cuando se sentía cansada, era en ese huerto donde prefería estar a solas.

Y Dominica se enfrenta, como heroínas calladas, a la miseria que la azotaba.

Entre las faldas llevaba un pequeño trozo de tela vieja en la que había envuelto un pedazo de pan y unas olivas, que pensaba darles a los chavales cuando quisieran merendar bajo la sombra del manzano ya cubierto de nuevas hojas. Solo a los dos mayores, Miguel y Julián. Al pequeño Rafael aún le sacaría un poco la teta para que mamase algo, a pesar de que ya iba siendo mocico para eso, pero así era una boca menos.

Como cada tarde, mientras los críos corrían a sus anchas subiendo y bajando la cuesta, entrando y saliendo del huerto, saltando la pequeña tapia, ella, sin perderlos de vista, daba vuelta por las hortalizas.

Dominica Bernués. La fragolina real

Sara, tu novela es una versión idealizada de tu bisabuela Dominica Luna Bernués (1884-1977), perteneciente a una familia de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX. Era hija de Demetrio Luna Casabona (1840–1928). y Petra Bernués Pérez (1848–1920), de casa Juana María, hija de Gil Bernués y de Juana María Pérez. Vivían en la calle Príncipe 4. También vivieron de recién casados en la calle Cubillo, en casa el Curro. En la partida de defunción de Petra, leemos: Estaba casada con Demetrio Luna Casabona, de cuyo matrimonio quedan cinco hijos llamados, Daniel, Agustina, Dominica, Félix y Juana Luna Bernués. Que el día 18 de mayo de 1918, en unión de su esposo Demetrio Luna otorgó testamento a favor de su hijo Félix Luna Bernués, ante el notario Pedro Remacha.

Pero, Demetrio y Petra fueron padres de más de cinco hijos, varios fallecidos de niños. Precisamente este dolor de las madres que pierden tantos niños y las campanas tocando a mortachuelo, o mortijuelo, es uno de los sentimientos más logrados en tus páginas.

Los hijos que sobrevivieron a Demetrio Luna y Petra Bernués los emparentaron con otras tantas casas de El Frago. De Daniel, casado con Marcela Casabona, proceden los de casa de las Escaleretas y quedan abundantes descendientes. Entre otros mis vecinos de casa Manuelico. De Agustina los que vienen a casa Navarro en El Terrao. Dominica y Manuel Puente Palacio (1873 – ¿?), los protagonistas de hoy, se casaron en 1903. Manuel nació en El Frago, no en Agüero, como se dice en la novela. Su padre sí que era de Agüero.

Su hermano Félix, el heredero, se casó con Dominica Ángel Soro, de casa el Tejedor, y fueron los padres de Eustaquio y Félix. ¡Cuidado! Que podemos confundir a las dos Dominicas. En realidad eran cuñadas.

Como bien sabes y cuentas en la novela, los hijos de esta extensa familia, como los de otras muchas, tuvieron que emigrar para sobrevivir. Estos fueron los nuevos Ulises fragolinos que ya no encontraron a sus Penélopes.

Esas familias, tras el arrojo de buscar mejor fortuna, dejaron en El Frago lo mejor de sus vidas y sus mejores recuerdos. Y aquí tu escritura testimonial cobra mucho sentido.

Esto es una novela, no un fragmento de historia.

Bien, pues siguiendo las convenciones de la creación literaria, estilizas y reduces las relaciones familiares. Intentas hacer una novela de personaje, el drama personal de tu bisabuela Dominica, y no una novela saga.

Dominica tendrá que pasar muchas pruebas, como las heroínas de los cuentos, para intentar llegar a ser ella misma. Pero a eso no se llega si no se rompen muchas cadenas con mucho dolor.

Dominica es un personaje que ama, ríe y sufre. Pero, sobre todo, es un personaje que evoluciona. Vemos cómo va cambiando en estas trescientas páginas. Es un personaje bien construido en busca de un deseo y nos va creciendo, psicológicamente, en las páginas de la novela, como las grandes heroínas literarias.

Y para que no lo entendamos como un libro de historia ni como una genealogía, comienzas por identificar a tu personaje con el apellido materno, Bernués. Con este bautizo, Dominica Bernués se convierte en el personaje literario que engendrará el drama de la dominación del patriarcado sobre sobre las mujeres rurales.

Una nueva narradora.

Además, idealizando su figura, cambias hasta el nombre de su casa. Llamas casa Bernués a la que los fragolinos conocemos como casa de Juana María.

Sara, como en un crisol, has fundido la voz de tu bisabuela y la tuya propia, un recurso que en tus manos tiene un resultado una muy original.

Desde el primer párrafo me enamoré de una narradora en tercera persona. No era como el narrador omnisciente de los centones narrativos tradicionales. Tampoco era una narradora excesivamente cercana a Dominica. Poco a poco, fui descubriendo a una narradora contemporánea, heredera de los narradores que tantas veces te han contado historias junto a las llama del hogar.

En ese descubrimiento de la narradora oculta, me ayudaron los giros de la trama, concebidos a la luz de las funciones de los personajes de los cuentos de hadas. El personaje que sale de casa y pasa una prueba. La mujer paciente que, como Penélope, espera la vuelta del marido. Los abundantes Ulises fragolinos que aparecen en cada esquina.

Descubrí a una narradora que cuenta la tragedia de unas vidas desarraigadas con el mismo tono y función que lo hacen los cuentos maravillosos.

El arranque de la novela nos anuncia un mundo verosímil y un narrador fiable, que se cree todo lo que  le han contado.

Como cada tarde, Dominica bajó con sus hijos y la tranquilidad que la caracterizaba hasta un huerto que tenía junto al río. Era una mujer joven, aunque ya con mucha experiencia. Alta y más que delgada, flaca, aunque con buena figura. Sencilla en el vestir. De pelo oscuro sin ser negro, rizado, sujeto en un sencillo moño bajo. De ojos claros y clara también la piel. La de la cara moteada de pecas. Mujer de semblante sereno y pasos firmes.

Con este retrato ya nos enganchas. En ningún momento querremos dejar de saber qué le pasa a Dominica.

Otros recursos literarios.

Antes de abrir la novela acaricié el tacto suave de esas tapas ilustradas con unos símbolos atractivos,  que nos llevan a un pasado que ya no existe.

A continuación la novela avanza con un sabio juego de anticipaciones y resúmenes narrativos. Poco a poco se va creando un mundo cerrado y angustioso en el que no queda ni un cabo suelto.

El papel manuscrito, lo sé porque me lo has chivado tú, es una parte de las capitulaciones matrimoniales que un día encontraron en un saco Félix y Eustaquio. Esas capitulaciones, tan importantes en nuestra legislación aragonesa, tienen un sentido práctico y son una especie de compra venta encubierta de las mujeres.

Sobre las capitulaciones vemos las llaves de la casa de Dominica, las que la ataban a una tradición familiar y la que ella estaba tentada de abandonar para conseguir ser ella misma y no un fruto de un concierto de intereses de hombres.

En las capitulaciones los padres sellaban el destino de sus hijos para siempre. Allí estaban reflejados todos los bienes y deberes de los futuros cónyuges. Los padres ataban la vida de la nueva pareja, sobre todo, las obligaciones de la mujer. ¡La foto es oportuna, simbólica y bellísima!

En el reverso del libro, vemos una vela apagada, símbolo de un tiempo y unas vidas que se apagaron en sí mismas. Una vela que lleva superpuesta una llama alta y muy blanca. Con este símbolo quiero entender que nos avisas de lo importante que es recuperar los recuerdos. Más de la mitad de las páginas, en cursiva, son flash back, recuerdos en vivo y en directo.

Por eso la narradora no se esconde, cuenta el pasado mezclando palabras y frases del pasado con muletillas y expresiones de gran actualidad. Es que eso ha sido y es la novela. Dar vida a lo que se fue y alumbrarlo con una luz nueva para que no vuelva a morir.

Co las tramas vas tejiendo un delicado tapiz. La trama principal, el matrimonio impuesto a Dominica, la resuelves como una lucha contra los instintos, como en los dramas de Lorca. Y ese es el papel fundamental de Aurelio, un personaje de tragedia clásica, como el nombre que lo canta.

Por otra parte, abres el escenario con viajes de la protagonista. Eso te permite introducir costumbres de otros pueblos: Agüero, Luna y, sobre todo, Ejea. Las páginas de la feria de Ejea son memorables y excepcionales.

Las llaves de la casa de Dominica sobre sus capitulaciones matrimoniales, guardadas celosamente en casa de Juana María, en un saco, junto a otros documentos importantes de la familia.

Y termino

Hace tres semanas estuve comiendo en la Arboleda de la Fuente y, al marcharme, regué un arce, que la familia Puente Luna ha plantado cerca de la gran secuoya. Con el agua de la fuente quise ayudar a mantener vivo este recuerdo tan precioso y preciado. Espero que ese arce crezca como la llama de la vela que alumbra esta novela.

Espero que los lectores y amigos de Sara, cuando leáis Como como cada tarde, disfrutéis tanto como yo.

Enhorabuena, Sara, por este regalo que hoy nos haces a todos los fragolinos.

Sara con sus amigos de Zuera en la puerta mayor de la iglesia de San Nicolás de Bari de El Frago.

El 21 de enero de 1903, entró por allí la joven Dominica, soltera, de 19 años, para casarse con el viudo Manuel Puente, de 29 años. Los casó el párroco Mateo Echevarría Latorre. Asistieron a la ceremonia varias personas: parientes, relacionados y los testigos Eusebio Ángel y Miguel Laguarta. Y todo se hizo con «el consentimiento de los señores padres de la contrayenta«.

Sara Puente Gracia (Zuera, 15 de enero de 1959). Toda su vida ha transcurrido en Zuera, donde ha trabajado en varios puestos administrativos. Con la pandemia de la covid, la trasladaron de la Biblioteca Municipal al Aérea de Patrimonio y Medio Ambiente del Ayuntamiento.

Desde niña ha sido una gran lectora y le ha gustado escribir. Ha escrito relatos en concursos y en antologías de varias editoriales. Como cada tarde es su primera novela. Editada en Diversidad literaria, en el año 2021.


Foto del comienzo: Sara Puente y Carmen Romeo saboreando la llegada de Como cada tarde, en la Gran Vía de Zaragoza. Junio de 2021.

Carmen Romeo Pemán

«Dame mi nombre» de Adela Castañón: la primera novela mocadiana

El día 9 de julio, en el Casino de Marbella, se presentó Dame mi nombre, la primera novela de Adela Castañón Baquera. A los merecidos elogios que le dedicó Francisco Jiménez Vargas-Machuca, Curro para los que somos sus amigos, hoy quiero añadir un análisis más académico de esta primera novela MOCADIANA.

En Dame mi nombre oímos y reconocemos la voz característica de Adela Castañón. Esa voz con la que los lectores de Mocade estamos familiarizados. En nuestros cinco años de existencia, Adela no ha faltado ni un día a la cita con relatos, poemas y artículos. Hoy da un paso a un género mayor. En las páginas de esta novela escuchamos cómo esa voz ahora madura y segura, da vida a un universo literario nuevo y complejo. ¡Ahora, sí que tenemos escritora de verdad!

Dame mi nombre es mucho más de lo que hasta ahora había escrito Adela. Se nota que ha aquilatado el estilo con los relatos y que da un paso de gigante en la composición literaria. Aquí los personajes, muy sólidos, y con muchos matices en su personalidad, viven situaciones extremas y todos buscan su identidad, como si ese conocimiento fuera a liberarlos de sus fantasmas interiores.

Dame mi nombre lleva un título con connotaciones religiosas. Oímos la voz del Pablo que, como San Pablo, se cayó del caballo el día que lo llevaron a curar una herida al hospital. Y la oímos como si estuviera rezando. En el danos hoy nuestro pan de cada día del padrenuestro pedimos que un ser Creador nos conceda solo lo que necesitamos, y Pablo también pide solo lo que necesita; su nombre, es decir, su verdadera identidad, sus verdaderas raíces.

Él sabe que alguien tiene la clave de su identidad. Y la buscará, como si se tratara de un asunto policiaco, hasta conocer al Creador que posee la esencia de su ser.

Además de este conflicto, suficiente para afirmar que se trata de una novela psicológica, la intriga pivota sobre la búsqueda de perdón de Ana, la madre de Pablo. Una mujer rota que se confiesa y sufre un proceso de catarsis a lo largo de más de trescientas páginas

En ese proceso, que avanza despacio, como si de un parto se tratara, Adela le concede a Ana el tiempo que necesita para sacar a la luz el tormento que la devora. Y en torno al drama de esa Ana-madre, giran todos los personajes, tan rotos como ella. Adela, como una maga, busca y encuentra recursos literarios con los que bucear en las aguas más negras de sus personajes. El resultado es un profundo análisis psicológico con el que el lector se siente muy identificado.

Argumento. Más que sinopsis                                                

Se ha puesto de moda hablar de spoiler, pero es una palabra moderna del mundo de los best sellers. En literatura no podemos hacer un análisis preciso si no conocemos los hechos sobre los que se asienta una obra. Así lo entendían los autores clásicos. Al principio de una obra teatral salía un personaje a contar el argumento con la intención de que los espectadores, desprovistos del interés de la intriga, se centraran en otros elementos literarios. Y a esa misma finalidad obedecía la costumbre de publicar al comienzo de las novelas su argumento para que los lectores, libres del pathos, estuvieran atentos a los elementos literarios.

Booktrailer de presentación de Dame mi nombre.

Pues bien, siguiendo la línea de los clásicos, comenzaré por el contenido de la novela y seguiré con los elementos literarios que la avalan como una pieza clásica.

La novela comienza en 1999, cuando Ana, una chica de clase burguesa acomodada, no consigue que Víctor, su novio, le pida matrimonio. Ella fuerza las relaciones y hasta deja de tomar la píldora para quedarse embarazada. Ante tamaño fracaso, recurre a una inseminación artificial de un donante anónimo. Intenta presionar a Víctor, pero él la abandona porque tiene hecha la vasectomía y ese niño no es suyo.

A partir de este comienzo, la historia avanza unos dieciséis años, al principio en dos tramas paralelas y después se entrelazan en una sola. Aquí un hilo rojo, o azar, va uniendo las vidas de unos personajes que hasta entonces eran ajenas.

Por un lado, está Ana, que rechaza la idea del aborto y decide criar a Pablo. Conoce a Andrés, su marido, cuando Pablo tiene un año. Pronto se establece una excelente relación entre los dos y las dos nuevas hijas del matrimonio. En esta familia feliz, Ana, como una Madame Bovary, tiene un secreto que la atormenta. Y cobra más fuerza cuando su hijo Pablo se accidenta, por casualidad. En el hospital, Pablo se entera del grupo sanguíneo de su padre y, tras muchas dudas, llega a la conclusión de que Andrés no puede ser su padre biológico. En ese momento comienza una búsqueda desesperada de sus orígenes. Cuando Pablo le pregunta a su madre, ella le miente y despierta al monstruo dormido: el tormento psicológico de los dos.

En paralelo, está la vida de Juan Luis, un policía, y Verónica, la tutora de Pablo. La novela insiste en el pasado desestructurado de Juan Luis y en los deseos de maternidad de Verónica. Es obra del azar que uno de sus alumnos sea el retrato de su marido y que ese alumno dé un vuelco a sus vidas.

Los hechos, con varios giros de la trama, se complican hasta tal punto que las relaciones matrimoniales de las parejas están en juego.

La novela se cierra cuando todos cuentan la verdad. En el fondo, todo ha sido una lección moral, una oportunidad para que los personajes maduren a pesar de lo que ha sucedido en sus vidas. Al final, la autora entona una especie de canto de esperanza, pero la nueva felicidad es solo aparente. Ahora que ya se han desatado todas las pasiones, las aguas nunca volverán a su cauce.

El espacio

Como en las novelas psicológicas de don Miguel de Unamuno, el espacio casi desaparece. Esta es una técnica calculada y muy eficaz. Los personajes tensan sus pasiones como en A puerta cerrada de Jean-Paul Sartre. Los interiores un poco desdibujados nos obligan a entrar directamente en los conflictos, a través de expresiones y gesticulaciones muy repetidas: los movimientos de la cara se convierten en esos tics tan humanos que sugieren y callan lo que sufre un alma atormentada.

El tiempo

Está medido con una precisión de relojero. Es un elemento importante en el desarrollo de la intriga. Para conocer la edad de Pablo, tenemos que echar cuentas desde su concepción, y seguir los pasos de su evolución. A los diecisiete años, este adolescente, por un accidente casual, se plantea el tema de su identidad, existencial y real. Llega a dudar de que su padre sea el padre biológico y emprende una búsqueda, casi policial, de pruebas, en las que el tiempo pasado será su aliado.

No es una progresión lineal. Los flashbacks, muy oportunos y bien señalados con frases bisagras, nos ayudan a recomponer el gran puzle que es esta novela.

Los personajes

Cinco personajes principales llevan el peso de la trama. Los cinco, de clase media acomodada, ven cómo se complican sus vidas y todos dudan de todos. Sus conflictos nos atraen y sus intensas vivencias nos enganchan. Un adolescente y dos matrimonios que ponen en tela de juicio sus relaciones y sus mundos se tambalean.

Por un lado, Pablo y su familia. Su madre, Ana, la verdadera protagonista. Andrés, su padre adoptivo, que sirve de contrapunto. Como complemento, las hijas de Ana y Andrés, y Sara, la novia de Pablo.

Por otro, Juan Luis Medina, un policía de un pasado oscuro, y su mujer, Verónica, atormentada, como Yerma, por una maternidad que nunca llega. En este bloque, actúan de personajes secundarios, Argüelles, un policía veterano, amigo de Juan Luis; y Rosa, amiga de Verónica. Estos personajes secundarios son meros soportes para provocar conversaciones que nos ayuden a conocer mejor el interior de los principales.

Me detendré en Ana. En ella tiene origen la tragedia que, de repente, envuelve a otras vidas. Los demás personajes, incluso Pablo, el protagonista, se liberan y llegan a la catarsis, cuando ella confiesa.

Ana. La madre de Pablo es una mujer rota por los múltiples errores que va cometiendo. Este personaje de tragedia griega avanza desde la inseguridad del principio hasta la seguridad que le da la confesión.

Ana olvidó las mil frases que había ensayado por el camino. Se soltó de las manos de su novio, sacó el sobre del bolso y, con un pequeño temblor, se lo dio. Se arrepintió una vez más de lo que había hecho, pero ya no tenía remedio. Colocó las manos sobre las rodillas, las escondió debajo del mantel y se sujetó una con otra para evitar que temblaran. El miedo a un tercer fracaso sentimental se le subió a la espalda y tuvo que esforzarse para mantener una postura erguida. Seguía sin saber por qué sus dos novios anteriores la habían dejado, cuando ella había puesto todo de su parte y se había plegado siempre a sus deseos, sin pensar que ese podía ser el problema. Pero con Víctor parecía ir todo sobre ruedas, si se exceptuaba el punto muerto en el que se encontraba su relación, estancada desde hacía meses.

El conflicto

Pablo descubre que Andrés no puede ser su padre, que tiene que haberlo adoptado, pero nadie le cuenta la verdad. Sus intentos de conocer sus orígenes chocan con las mentiras de su madre, atrapada entre su hijo y su marido. Las investigaciones de Pablo desencadenan los acontecimientos que ponen en jaque a toda su familia y a la familia de Verónica, su tutora, que no se puede imaginar cómo va a cambiar su vida.

¿Qué podemos hacer cuando nuestros recuerdos se asientan sobre mentiras? ¿Hasta dónde seríamos capaces de llegar para conocer nuestros orígenes?

Adela pone en tela de juicio principios claves de nuestra ética. En esta novela se tambalean los valores tradicionales como el amor, la paternidad, la maternidad y la familia. Es decir, aunque el título, Dame mi nombre, apunta a la búsqueda de la identidad de Pablo como conflicto dominante, hay otros que le disputan la categoría.

Precisamente la tensión de conflictos muy potentes es uno de los grandes aciertos de esta novela. Y el protagonismo de Pablo queda en entredicho cuando lo enfrentamos a la confesión de su madre, que, sin quererlo, se convierte en antagonista.

La trama

Está muy bien tejida y calculada. Ni un cabo suelto. Desde el principio, como en Cinco horas con Mario de Delibes, conocemos el motivo de la culpabilidad de Ana, pero la historia se complica y se explica con abundantes prolepsis y analepsis. Las frases bisagra con las que entra y sale en los flashback y foreshadowing aclaran el fino entretejido de este tapiz. Por ejemplo, la culpabilidad, su vieja amiga, se sentó a su lado y comenzó a atormentarla es una frase que da entrada a un largo monólogo de Ana.

Con este entramado, el lector no se pierde en ningún momento gracias a la organización de la materia narrativa. Si Pedro Salinas dijo que hacer literatura consistía en hacer arquitectura, yo os digo que Adela es una de nuestras mejores arquitectas.

En la primera parte, los capítulos alternan entre el mundo de Pablo, y el de Juan Luis, el policía y padre biológico, ajeno a todo lo que sucede. Cuando ya tenemos el ambiente de las dos familias, las vidas comienzan a cruzarse y la tensión narrativa crece por momentos.

El azar

Funciona como el fatum de las tragedias clásicas. Va salpicando las páginas, aparece cuando menos lo esperamos. Con él aumentan las expectativas y la tensión. Como en la Historia de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez, comenzamos con el núcleo del problema, con una anticipación de una parte del final, pero nos falta lo más interesante: los motivos y los episodios que nos han conducido a ese final.

«Todo va a salir bien», pensó Ana. Sujetó el paraguas con una mano y con la otra apretó el bolso de piel contra su pecho, como si el sobre pudiera salir volando. La inseminación había sido un éxito. Respiró hondo y sonrió satisfecha porque, por primera vez en su vida, había tomado una decisión valiente.

Este arranque de novela nos atrapa desde la primera línea. A partir de aquí, sabemos que nos espera una aventura apasionante que nos impedirá abandonar la lectura.

Unas líneas más adelante, sabemos que Ana intentó atrapara a Víctor, su tercer novio, con un embarazo. El conflicto estalla cuando él le contesta que es imposible: Hace años que me hice la vasectomía. Inmediatamente nos enteramos del engaño: Ana había recurrido a la inseminación para atraparlo. Estos recursos que hace unos años nos habrían parecido de ciencia ficción son los que le dan un toque de modernidad. Son conductas de la clase media que hoy están a la orden del día.

A partir de la ruptura de este noviazgo y del nacimiento de Pablo comienza la aventura.

Andrés, el nuevo marido de Ana, no le había pedido nunca explicaciones, y a ella le hubiera avergonzado confesarle que Pablo fue fruto de una inseminación disparatada para atrapar a otro hombre. Y ahora, si su hijo empezaba a querer saber más sobre su origen…

Y los lectores, desde el momento que conocemos esta situación tan inesperada, acompañamos con placer el arco evolutivo de los personajes modulado por una serie de sobresaltos. El azar se convierte en el tema principal que se apodera de los personajes y los transforma en sus marionetas.

Los diálogos

Constituyen la parte más brillante de la novela. Adela, gran conversadora, traslada con acierto la oralidad del lenguaje. Llenos de imágenes vivas y chispeantes son el principal vehículo de caracterización de los personajes. Salpicados de acotaciones en las que una mirada de soslayo, un fruncir de ceño, una subida de cejas o unos dedos nerviosos traducen los dramas interiores y la claustrofobia que todos sufren. En realidad, los personajes hablan mucho, pero hasta el final no se confiesan con franqueza.

La portada.

La ilustración de Esther Cuesta (@Mentiradeloro) es muy simbólica y refleja con mucha fidelidad el núcleo de la historia. El chico de la imagen no tiene la identidad muy definida y se abraza las piernas de tal manera que quedan entre sus brazos los dos lados de un corazón. En uno vemos la silueta de una mujer con un niño de la mano, un guiño a la vida de Pablo con su madre antes de que se casara con Andrés. En el otro lado, en un plano más lejano, el hombre que camina en solitario nos sugiere un Juan Luis ajeno a todas las consecuencias de su donación atolondrada, anónima y solitaria.

Las letras del título están formadas por un hilo rojo que une en sus extremos las figuras insinuadas. Como el hilo rojo que une las escenas de la película De tu ventana a la mía, de Paula Ortiz,  hace referencia a un mito japonés, según el cual las personas unidas por ese hilo están predestinadas a encontrarse en la vida y a vivir historias importantes. Este hilo es la versión oriental del fatum greco latino.

Para terminar

Ya conocíamos la capacidad narrativa de Adela por sus relatos, pero en esta novela se nos ha manifestado como una hechicera de la lengua y una gran conocedora de los problemas psicológicos que atormentan al corazón humano.

Sabe dar un punto de modernidad a los temas clásicos. Nos presenta la vieja crisis de paternidad unida a las modernas vasectomías y donación anónima de semen. Los anhelos de maternidad se resuelven en inseminación artificial y propósitos de adopción. Su lección es que las alternativas de la posmodernidad ni son nuevas ni son la panacea.

En esta novela, lo cotidiano y la oralidad envuelven refinadas y premeditadas técnicas literarias, todo con el tono amable y la visión optimista de su autora.

Adela Castañón Baquera es una gran promesa para nuestras letras. Yo, que tuve el privilegio de asistir al nacimiento del primer embrión de Dame mi nombre, os puedo decir que con el proceso de escritura se ha convertido en una verdadera obra de arte.

¡Larga vida para Dame mi nombre!

Currículum

Adela Castañón Baquera, (Málaga, 1957),  es licenciada en Medicina por la Universidad de Murcia. Amante de la lectura desde pequeña, siempre le ha gustado inventar historias, y hace unos años se empezó a formar como escritora con cursos y talleres literarios.

Desde 2016 compagina su trabajo de médica de familia en el Centro de Salud Leganitos, de Marbella, con la publicación de relatos y poemas en el blog Letras desde Mocade (https://letrasdesdemocade.com/).

Es coautora del libro El niño pequeño con autismo, editado por APNA Madrid, y traductora de la obra Habla signada para alumnos no verbales, de B. Schaeffer y otros, en Alianza Editorial.

Figura, como autora, en doce antologías de relatos y en una de poesía, publicadas por Escuela de Escritores. Ha participado en el Taller de Escritura Creativa de Carmen y Gervasio Posadas, en Literautas, en el Grupo Editorial 33 y en la Delegación de Cultura del Excmo. Ayuntamiento de Marbella.

Dame mi nombre es su primera novela. Y ya está trabajando en el borrador de una nueva, un proyecto antiguo que tiene muy madurado.

Carmen Romeo Pemán

Camping de las Nieves

Desde entonces tengo pesadillas todas las noches y la imagen del barro sobre la piel me provoca arcadas. Todo empezó la semana que acabamos el último curso de la carrera y cuatro amigos nos fuimos a pasar una semana en los ibones del Pririneo.

Como estábamos cansados del viaje desde Madrid, nos dimos prisa en montar la tienda en el primer camping en el que encontramos plazas libres. Comimos unos bocatas y nos acostamos. A las cinco de la mañana ya estábamos en ruta. Dejamos el coche en el parking del Balneario de Panticosa. Con el resuello del último repecho nos tumbamos en la orilla del ibón de Oridicuso, debajo de un nevero y cerca de un acantilado rocoso desde donde se veían ríos que discurrían por los valles y las carreteras que, como sogas metidas en un saco, salvaban los grandes desniveles. Me sentí muy pequeño, con ganas de volar y saltar al abismo que me separaba de los sueños de mi infancia. Caminé como flotando por el borde de las rocas. No notaba el peso del cuerpo y tenía la cabeza llena de algodones. Me entró un sopor placentero mirando a las nubes que bajaban por las laderas. Pero, en pocos minutos, el cielo se ennegreció, oí los rugidos de la montaña que nos amenazaba y salí de mi ensimismamiento.

Nos pusimos los chubasqueros, y con pintas de pájaros asustados, bajamos corriendo por unas trochas de cabras. No nos dio tiempo a llegar al coche. Cuando estábamos delante de la escalinata principal del balneario, se desató una tromba de agua y nos refugiamos en el vestíbulo del hotel. Por delante de los ventanales pasaban a gran velocidad las mesas y las sillas de la terraza. Con un estruendo, como el que hacen los aludes, se desprendieron los pinos y los abetos de las laderas. Algunos coches flotaban con las ruedas hacia arriba.

Más de un centenar de montañeros nos apiñamos en el hall. A eso de las siete se fue la luz y las agitadas conversaciones del principio se convirtieron en gritos. Todos pensamos que el agua se iba a llevar el hotel. Como estábamos atrapados, nos dispusimos a pasar allí la noche. Poco a poco nos fuimos acomodando en el suelo y los bisbiseos convivían con respiraciones entrecortadas. A mi lado, uno de mis amigos me abrazaba intentando contener el temblor de su cuerpo. Y yo no podía aguantar el tembleque de mis piernas. Intentaba respirar profundamente pero solo me llegaban bocanadas de pánico, que se hicieron más intensas cuando, antes de las once de la noche, sonaron las alarmas del hotel.

—Se ha desbordado el barranco de Arás y ha arrasado el camping de las Nieves. Es una catástrofe de enormes dimensiones. Casi todos los ocupantes estaban descansando. El aluvión apenas ha durado unos minutos, pero ha arrastrado caravanas, coches y tiendas. También ha arrancado los postes de la luz y muchos árboles. Se necesitan voluntarios para el rescate. —Esta noticia se repetía sin cesar en todos los altavoces.

En unos minutos nos encontramos en medio de una larga fila de coches que serpenteaba la bajada del valle. Los cuatro hablábamos sin parar, como si con las palabras quisiéramos sacar el miedo de nuestros cuerpos.

Con la luz de las linternas y el agua a la cintura arañábamos el barro y quitábamos las piedras que habían llenado la piscina. Sacamos a cuatro niños sin vida. Sus padres habían desaparecido. Yo me quedé paralizado, agarrado a una niña inerte, envuelta en barro. No sé cuánto tiempo llevaba así cuando oí  una voz que me gritaba:

—Déjala en la entrada para que se la lleven a la morgue. Tenemos que darnos prisa, hay  demasiados cadáveres.

Acabamos en la piscina y nos dirigimos al cauce del río. A las tres de la madrugada,  habíamos sacado más de veinte personas muertas, retenidas entre las marañas de troncos y ramas. Una chica que intentaba agarrarse a unos matojos sin éxito, me cogió el cuello vomitando barro. Entre los cuatro tiramos de ella con fuerza y la metimos en el coche de uno de los voluntarios.

Uno de mis amigos se desmayó y lo llevamos al polideportivo del pueblo, donde habían montado una pantalla de televisión gigante para coordinar nuestros trabajos. De repente, en medio de un torbellino neveras, cantimploras, zapatos y personas que sacaban medio cuerpo entre el ramaje y los troncos que el agua se llevaba a la deriva, vi flotando La reina de las nieves, la novela que estaba leyendo, en la que había guardado mi documentación.

Por un momento la portada del libro ocupó toda la pantalla de la televisión. En un primer plano se veía una mujer contemplaba una gran tormenta desatada en el mar. Todo se lo tragaban aquellas olas gigantes que rompían contra el acantilado. El mar estaba a punto de tragase en barco del que solo se veía el velamen. Esa mujer contemplando la tormenta me recordó a los que se llevó el barranco de Arrás mientras miraban al cielo esperando que dejara de llover. Es que en Biescas, una tarde del siete de agosto de mil novecientos noventa y seis, una ola gigantesca de piedras, fango, maleza arrasó el camping.

Yo estaba impactado, pero tenía remordimientos de no sentirme peor. Los cadáveres se apilaban en la entrada, debajo del rótulo del camping de Nuestra Señora de las Nieves, y los coches no daban abasto para transportar heridos. El paisaje idílico de un prado del Pirineo se había convertido en un depósito de chatarra. Era como si hubiera llegado el Apocalipsis. En esos momentos tenía el corazón frío, como la nieve engañosa de esas montañas, que me hacía sentir bien porque dejaba de sentir.

Entonces supe que, como el del protagonista de La reina de las nieves, mi corazón se descongelaría cuando llegara a casa y que el recuerdo de la primera niña que saqué del barro me acompañaría el resto de mi vida. Esa niña me lanzó al abismo que me separaba de los sueños de mi infancia.

Todo sucedió en Biescas el 7 de agosto de 1996.

Carmen Romeo Pemán