El poder de las palabras

Hace unos días estrené la camiseta que me compré en Madrid, en la fiesta de fin de curso de la Escuela de Escritores. Es negra y delante lleva una frase en letras blancas: “Ten cuidado o acabarás en mi novela”. De vuelta al hotel, mientras la doblaba y la guardaba en la maleta, pensé que había sido boba al seguir el impulso de comprarla. “Seguro que no me la voy a poner nunca”, me dije. Pero estaba equivocada.

Tengo familia en casa, les he cedido mi habitación, y una noche no me acordé de sacar ropa limpia para ir a mi trabajo al día siguiente. Cuando me levanté, como mis visitantes dormían, entré con sigilo, abrí una rendija del armario y tiré de lo primero que pillé que fue, como podéis imaginar, la famosa camiseta. Me resigné, me la puse, y salí a la calle. Todavía sonrío cuando me acuerdo de las consecuencias, y quiero compartir con vosotros esas sonrisas.

La primera surgió cuando, camino del centro de salud, volví a sentirme adolescente. Me di cuenta de que hacía años que nadie miraba tanto mi delantera. Y, como no me he operado el pecho, le atribuí el mérito a la frase de mi camiseta. Pero solo por eso no se me hubiera ocurrido escribir un artículo. Las reacciones de mis compañeros de trabajo fueron más divertidas que las miradas de los desconocidos de la calle. Los comentarios jocosos pusieron una nota simpática en la jornada laboral. Alguno que otro descubrió, gracias a la pista de la camiseta, que escribir está dentro de mis aficiones, y no digo nada del más ocurrente ni de su pregunta sobre cuál era la puerta de entrada a la novela mencionada, ¡jeje!

De todos modos, tampoco esas reacciones ni el toque de humor laboral habrían merecido unas letras. Mientras pasaba consulta, por supuesto con la bata puesta, me olvidé de la camiseta. Al regresar a casa a mediodía se repitieron otra vez las miradas de algunas personas, y, cuando llegué adonde había aparcado el coche, el germen de un futuro relato o, ¡quién sabe!, de una novela corta, ya estaba echando raíces. Se formó una especie de triángulo entre mi cerebro, mis ojos, y los de las personas con las que me cruzaba: Mis ojos se fijaban en sus caras mientras los suyos se clavaban en mi pecho. Bueno, en mi camiseta, que tampoco tengo que pasarme de lista. Y de mi camiseta a mi cerebro parecían subir interpretaciones, a cual más variada, de las expresiones de los curiosos lectores callejeros. ¿Y sabéis lo que pasó? Pues que cada interpretación daba para una pequeña historia. En una de ellas el mirón de turno me paraba, o paraba a la hipotética protagonista de mi novela, con una camiseta igual que la mía, para preguntarle que qué tenía que hacer para que la frase fuera cierta. En otra, era un escritor fracasado el que se cruzaba conmigo, o con ella, y al llegar a su casa empezaba a escribir como loco, con su creatividad espoleada por la frasecita impresa. En otra… bueno, ya ni me acuerdo. Pero había muchas, muchísimas posibilidades de escritura.

Alguna extraña asociación de ideas trajo a mi memoria el recuerdo de una valla publicitaria que vi hace muchos años en la ciudad donde viví de jovencita con mi familia. Estaba formada por rectángulos verticales que giraban sobre sí mismos de modo que en realidad se leían dos mensajes, uno por cada cara, cuando los tablones giraban y se volvían a ensamblar, igual que algunas persianas de esas que tienen lamas horizontales, pero en vertical. Era algo así como esto:

Imagen vallas

La imagen es de Pixabay. La composición de letras, mía.
(Seguro que sabéis lo que decía la otra cara que era, claro está, la versión para torpes)

Esas dos anécdotas, la de las vallas y la del estreno de mi camiseta, me han hecho reflexionar sobre el don de la palabra como algo exclusivo de la raza humana. Creo que a veces no nos damos cuenta del poder que nos otorga ese don único. Ser capaces de hablar, de escribir, es una maravillosa herramienta para dar salida a la creatividad que llevamos dentro.

Suele decirse que la información es poder. Y la palabra, sea hablada o escrita, es un vehículo fantástico a bordo del cuál viaja un caudal inmenso de conocimientos. También suele decirse que muchas veces no valoramos aquello que poseemos. Y creo que no siempre nos damos cuenta de lo afortunados que somos al disponer de ese medio de comunicación.

Así que al pensar en todo lo que se me ha ocurrido, únicamente porque ha habido quienes han leído una frase impresa en una simple camiseta, quiero que este artículo sea un pequeño homenaje a todos los que con su escritura o con sus palabras han hecho que hoy me pusiera a teclear delante del ordenador. Porque creo que si hablamos, leemos y escribimos también nos sentiremos más capaces de hacer del mundo un lugar mejor. El mío, al menos, es más rico gracias a eso.

Adela Castañón

Imagen: Foto de la autora. (Bueno, de la camiseta de la autora…)

Sinfonías del universo

El universo me susurra secretos al oído. Besa mis manos y bendice mi voz cada vez que me preparo para salir a escena. Puedo sentir los latidos del corazón en la garganta. Pero no estoy asustada, por el contrario, me siento pletórica.

Falta poco para presentarme en un escenario diferente. Nunca había estado aquí, en esta ciudad, en este país.

Sé que no hay rostros conocidos entre los asistentes y aun así puedo sentir su efervescencia tras las bambalinas. Demandan mi versión de carne y hueso.

Respiro profundo. Inhalo, exhalo. Me miro en el espejo del camerino y deslizo los dedos por mi cabello suelto. Estoy lista.

A unos pasos de la tarima elevo una plegaría al cielo y me lanzo a la escena. Las luces me encandilan, pero no son un impedimento para abrazar el instante perfecto en el que los aplausos disipan el silencio.

Sonrío al horizonte y me pongo de rodillas sobre el tapete de flores que forma parte de la escenografía. Agarro mi guitarra y suspiro. Me siento segura. Es mi talismán, mi amuleto de buena suerte, mi cable a tierra. Mi conexión con la mejor versión de mi misma.

Ajusto las clavijas y toco algunas notas para saber si mi compañera de viaje está afinada. El sonido es perfecto.

Las luces disminuyen su intensidad. Ha llegado la hora de entregarme.

Me llevo un mechón de cabello detrás de la oreja y en el momento en que mis manos tocan las cuerdas de la guitarra el universo expande a través de mi sus alegrías y desventuras.

Cierro los ojos y lo escucho. Me estremezco con la tibieza de su voz. No me detengo. Me dejo llevar. Canto mientras me rodea con sus brazos y me acaricia los labios con su aliento.

Todo a mi alrededor desaparece con su toque. Solo somos el universo y yo en una danza de alabanzas y mimos.

Aunque el tiempo se ha desvanecido ante el cortejo, la tercera estrofa llega para desgarrarme la garganta. Me duele el pecho y ahora el silencio me embriaga. Es el momento de cantar la última canción. Nunca quiero llegar hasta ella. Quiero cantar por siempre, en este escenario o en cualquier otro, en la calle, en la ducha, en el metro, en el tranvía, en la puerta de mi casa o en el parque de la esquina. El lugar no es esencial. Solo cantar. Cantar aferrada a algo más poderoso que mi voz. Abrazada al universo.

Respiro profundo.

El último acorde sale de mi guitarra. No es más por esta noche.

Abro lo ojos y todos los asistentes siguen ahí. Están sentados y me miran absortos como si les hubiera hablado en lenguas, como si hubieran presenciado un acto de magia. Sonrío y mi expresión descongela el silencio. Se deshacen en aplausos, se ponen de pie y dejan que las lágrimas salgan a raudales. ¡Nada importa! Lo puedo sentir. Se miran los unos a los otros y aplauden con más fuerza.

Piden una canción más, ¡están eufóricos!

¡Ellos tampoco quieren que el momento termine! Ansían extenderlo todo lo que sea posible.

Miro al productor y las luces se disipan de nuevo.

Tomo mi guitarra y la pongo sobre mi regazo. Cierro los ojos y me entrego una vez más a los caprichos del universo.

Mónica Solano

 

Imagen de Mónica Solano

Sobre El Frago y su nombre

San Isidoro, Etymologías

Me emociona entrar en la historia de las palabras. Saber de dónde vienen, cómo han convivido con sus vecinas y quiénes las llevaron en sus labios. Y si una de ellas es el nombre del pueblo, de la roca, que me vio nacer, comprenderéis que le haya dado muchas vueltas. ¿Cuándo se bautizó?, ¿cuál fue el nombre primitivo?, ¿qué cambios ha sufrido?, ¿por qué lo llamaron El Frago y no La Peña?

El Frago es un topónimo tan antiguo que no tenemos su partida de bautismo. Así que me inventaré una que resulte razonable y escribiré un relato que parezca verdadero.

No voy a ser la primera. Desde hace años, algunos hombres sesudos se vienen acercando a su nombre. Y casi todos lo relacionan con fragosus. Entre ellos están ni más ni menos que don Joan Corominas, autor del Diccionario etimológico de la lengua castellana, y don Wilhelm Meyer Lübke, un alemán muy afamado, considerado el padre de las lenguas románicas.

Como veréis, mi relato sobre Illo Fragum no es del todo original. Me he inspirado en las pistas del filólogo don Vicente García de Diego porque se ajustan bien a fisonomía del pueblo y a la manera de nombrar en la zona. Don Vicente perteneció a la Real Academia Española desde 1926 y en 1932 fue designado para dirigir el Diccionario Histórico de la Lengua Española.

Illo Fragum

Es un sustantivo que podríamos traducir por el peñasco, la peña grande o la roca. Y creo que lo eligieron con acierto. Cuando queremos bautizar a alguien le ponemos un nombre y no un adjetivo. Y procuramos que tenga un aire de familia.

Me parece que fragosus, con el signifcado de fragoso, peñascoso, no le sentaba tan bien. Porque era un adjetivo, ¡y muy culto! Lo utilizaban los poetas y era poco frecuente en la lengua popular. A mí me resulta raro que mis antepasados eligieran un adjetivo poético para nombrar un paraje bárbaro e inculto.

Si a esto le sumamos que fragum era una palabra corriente en toda España y que en los primeros documentos ya aparece como Fragum o Frago, mi propuesta va cobrando fuerza. Y si nos acercamos hasta el pueblo y vemos la roca en la que se asienta, ya no nos cabe ninguna duda.

Fragum. Una palabra latina anterior a las Lenguas Románicas

De esto nos dan cuenta los restos del naufragio del latín clásico. Muchas palabras latinas desaparecieron, pero dejaron señales de su existencia en las nuevas lenguas. Algo del antiguo fragum se quedó en el francés Frai y en el provenzal Frau y Afrau, con el sentido de «rocas y tierras escarpadas». En la vieja Hispania se quedaron Fraga y Frago. Además, fraga, como peña y roca, y frago como “peñasco grande” se conservan en los dialectos de Zamora. (Cfr. García de Diego, Etimologías). Y todas ellas tienen un matiz de rotura y están relacionadas con el verbo frangere, resquebrajar.

Era costumbre dar nombre a los pueblos con palabras corrientes, de un significado claro. Estoy convencida de que fragum era moneda común en la zona.

El artículo

En este caso forma parte del nombre y hay que escribirlo con mayúscula. Es una pista clave que hace pensar que era un nombre descriptivo y que con el tiempo fue perdiendo el significado primitivo.

El artículo resulta natural si va delante de un nombre. Pero, ¿cómo justificamos que vaya delante del adjetivo fragosus? Un poco difícil, ¿no? Bueno, algunos me dirán que se puede hablar de una sustantivación, pero eso resulta muy complicado.

En general, los nombres de lugar con artículo suelen referirse a un significado muy concreto. En este caso a la gran peña sobre la que se asienta el pueblo.

El Frago y El Peñazal

El pueblo y su barrio son dos nombres semejantes y diferentes. Y los dos llevan artículo.

El Peñazal es un antiguo barrio en uno de los extremos de la roca del pueblo. Como había que diferenciarlos bien, al núcleo importante se le puso fragum, y al barrio un nombre derivado de peña.

¿Por qué El Frago y no La Peña?

El Frago y La Peña, en su origen, eran sinónimos. Pero El Frago era menos corriente y, por lo tanto, identificaba mejor. Se debió elegir para no confundirlo con las abundantes peñas de la zona.

En el propio término municipal están: Peñamigalo, Peñasaya, PeñafigueraPeña Caballera, Peña Cervera, Peña del Cubilar de Ferrero, Peña el Santo Cristo, Peña el Zarrampullo, Peña EsturruzaderaPeña que parió Juana, Peña Gato, Peña os Arroyos, Peña os Cuervos, Peña Paseo, Peña Pozalera, Peña Redonda, Corral d’a Peña, Pozo a Peña, Paco Peña.

Peña era una palabra tan antigua como frago. Derivaba de arcaico penn— , pinn—, y no del posterior, y metafórico, pinna, «almena», como defiende Corominas. ¡Otra vez contra don Joan! Es que el temprano fragum nos lleva a aceptar el origen precéltico de peña, una voz que gustó mucho a los aragoneses. Tanto que hoy aún se habla de peña y no de piedra, y de peñazo en lugar de pedrada.

Entre tantas peñas es natural que el pueblo sea el peñasco por excelencia y que proceda de una palabra que lo distinga.

Para terminar

El Frago es un nombre más antiguo que la documentación histórica que se conserva. Cuando se fundaba un pueblo se solía bautizar con el nombre  que ya circulaba por la zona. Y nos resulta muy plausible que este cerro, en realidad gran peñasco, fuera conocido como fragum antes de que se asentara allí la población.

Se non è vero, è ben trovato.

Carmen Romeo Pemán

Canciones de la noche de San Juan

Eva sabía que se había pasado con la sangría. Se preguntó por enésima vez qué hacía allí. En el fondo pensaba que sus compañeros de oficina ya eran mayorcitos para organizar una noche en la playa alrededor de la hoguera de San Juan, como si fueran todavía adolescentes con las hormonas revueltas por la gilipollez de la supuesta magia de esa fecha. Pero hubiera sido la única en no asistir, y no tenía ganas de destacar. A algún lumbreras se le había ocurrido la idea de darle esta fiesta de bienvenida al nuevo director de la empresa que, para colmo, a última hora había puesto la excusa del retraso de su vuelo. Todos decidieron ver amanecer en la playa y ninguno se había rajado, así que le iba a tocar aguantar el tirón y exponerse a pillar una pulmonía o un lumbago por pasar la noche sobre la arena en un saco de dormir. Y todo para hacerle la pelota colectiva a un jefazo del que ni siquiera conocía el nombre, pero al que la plantilla quería agradar. Según se rumoreaba, era un nuevo fichaje que convertía en oro todo lo que tocaba. Y nadie comprendía cómo había elegido precisamente esa oficina, cuando se lo rifaban en sucursales muchísimo más brillantes.

Eva pensó que, por lo menos, la mezcla de la sangría con el rumor de las olas le estaba haciendo más efecto que el orfidal que se tomaba todas las noches y que se le había olvidado en el cajón de su mesilla. Los párpados le pesaban y la música de una radio se sobrepuso a la música del mar. Sonaba a un volumen muy bajo, pero a Eva le pareció que las notas entraban en su cuerpo a través de la piel en lugar de hacerlo por el oído.

Reconoció la voz de Roberta Flack desgranando “Killing me softly with this song” y sonrió. El recuerdo de Rafa se coló en su sueño al ritmo de la melodía. Eva había empezado a salir con Rafa cuando tenía quince años, solo para demostrarle a Manu que era mentira lo que sus amigos del grupo de la parroquia consideraban un secreto a voces: que a Eva le gustaba Manu. Mucho. Y Rafa, que pensaba que se iba a encontrar con una calabaza mayor que la carroza de Cenicienta cuando le pidió que saliera con él, bendijo su suerte al encontrarse con un “sí”. Eva escuchó esa canción por primera vez en el club que el hermano mayor de Rafa había montado en un viejo garaje para reunirse con su pandilla. Cuando Rafa cumplió dieciséis, su hermano le abrió las puertas de ese mundillo de sofás con tapizados dispares, tocadiscos siempre en marcha, y un ambiente donde las mortecinas luces de colores se atenuaban todavía más por el humo de los cigarrillos clandestinos. La primera y única vez que Rafa se atrevió a llevar a Eva al club de su hermano, a la chica se le rompieron los esquemas. Envalentonado por el ambiente, y sin las restricciones que el párroco ponía en los bailes de su juventud, Rafa se aventuró a algún beso pecaminoso en el terreno prohibido del cuello, y empujó los codos de Eva hacia arriba para que los brazos de su novia le rodearan el cuello y dejaran de ser una barrera entre los cuerpos. Pero lo malo fue que Eva comprendió que esos cambios, que sabía que el cura jamás habría aprobado, le hubieran parecido el paraíso si su pareja de baile hubiera sido Manu. El romance con Rafa, que no duró ni un trimestre, murió sin pena ni gloria al día siguiente cuando Eva se armó de valor y le dijo que solo había salido con él porque pensó que se pondría muy triste si le hubiera dicho que no.

El graznido de una gaviota sacó a Eva de su sueño. Tenía la mejilla apoyada sobre la mano, y se sorprendió al notar que estaba sonriendo. ¡Qué cría era, Señor! Una niña bien, de colegio de monjas, tan boba y tan apocada que se asustó de la intensidad del primer amor que sintió por Manu. Y el miedo le hizo esconder la cabeza en otro amorío con el que su corazón no corriera riesgos. El recuerdo de Manu la había enternecido tanto que no le importó haberse despertado.

Prestó atención a los sonidos que la rodeaban. La misma radio seguía emitiendo y, para sorpresa de Eva, reconoció las voces de Alan Parsons Project entonando “Don’t answer me”. Ahora fue Edu el que se coló dentro de Eva de la mano de la melodía. Los ojos se le cerraron de nuevo. Edu. Su novio durante ocho años. Un novio formal de los de entonces, con el que empezó a hablar de planes de boda. Un novio confortable. Un novio comprensivo, que la dejó viajar a la ciudad donde vivió en su adolescencia para visitar a su mejor amiga, recién separada. Al verse allí, en aquellas calles, decidió pasar a saludar a algunos viejos amigos. No a todos, claro. Y, casualmente, estaba a dos pasos del portal de la casa de Manu. Echó a andar y se dijo que lo más probable era que ya ni siquiera viviera con sus padres. Seguramente habría terminado sus estudios y estaría trabajando Dios sabía dónde. Levantó la mano sin decidirse a pulsar el timbre. Un hombre que pasaba la miró extrañado y Eva lo apretó para no parecer boba. Abrió una tía soltera que la reconoció, a pesar de que había pasado más de una década, y la llenó de aquellos besos que todos temían porque les pinchaban con los cuatro pelos tiesos que tenía en el bigote, pero a Eva ya no le importó. Ni siquiera lo notó cuando oyó que llamaba al sobrino, y lo vio aparecer aún más guapo de lo que recordaba. Eva alegó que había ido a visitar a María ese fin de semana, y que al estar por la zona se le había ocurrido pasar para saludar “un momentito”. El momentito se convirtió en una invitación a tomar café, un paseo por el parque y una cena que terminó casi de madrugada porque Eva no tenía llave de la casa de María y no pudieron prolongarla más. Charlaron con la familiaridad que jamás habían conseguido cuando eran adolescentes. Se confesaron entre risas que los dos se habían gustado en el pasado, y la despedida en el portal de María se prolongó casi una hora. Ninguno quería ser el primero en decir adiós. Y Eva, de pronto, se dio cuenta de que llevaba horas con una amnesia selectiva. Había olvidado que tenía novio, que existía una persona llamada Edu a la que se suponía que debía respetar porque lo quería. Y el beso en los labios que los dos se morían por darse se convirtió, por culpa de la memoria recuperada, en un par de besos en la mejilla.

Cuando Eva regresó a su ciudad, Edu la notó distinta. Tan distinta, que entonces la prisa por hablar de boda le entró a él. Pero el daño ya estaba hecho. La ruptura le dolió a ella tanto como a él, que la sorprendió con un último regalo: el disco de Alan Parson Projects. Pero, como decía la letra de la canción, ni ella ni él podían cambiar ya nada de lo que habían dicho y hecho.

La gaviota insomne volvió a tirar de la conciencia de Eva, que abrió los ojos otra vez. La mano seguía bajo su mejilla y la notó húmeda. Quiso culpar al rocío de la madrugada, pero el picor de sus ojos lo desmentía. Pensó que ojalá se hubiera casado con Edu. Seguramente hubiera sido mil veces mejor que el infierno del matrimonio con Gerardo. El vello de los brazos se le erizó, y se arrebujó más en su saco de dormir. Recordó el falso paternalismo de su exmarido, su tiranía disfrazada de cariño, y se estremeció al comprender lo cerca que había estado de quedar anulada bajo el yugo de Gerardo. Menos mal que no habían tenido hijos. A pesar de los preservativos pinchados que ella descubrió, a pesar de la insistencia de Gerardo en hacer el amor durante sus días fértiles, a pesar de su pasividad de muñeca hinchable cuando dejaba su cuerpo en la cama de matrimonio para huir con su mente a los días de su adolescencia, de las reuniones de amigos alrededor de Manu y de su guitarra…

Un silencio súbito la sacó de sus ensoñaciones. La radio había perdido la señal, y ahora solo se escuchaba el crepitar de la estática. Eva pensó que ella, como la radio, también había perdido la señal en su vida. Se clavó las uñas en las palmas de las manos para abrir un agujero por donde la tristeza pudiera escapar de su interior. Pero el aparato se empeñó en llevarle la contraria y escuchó la voz de Alberto Cortez diciendo “cuando un amigo se va…” El rumor del mar había arreciado y la asaltó una oleada de autocompasión. Lloró durante un rato hasta que, por fin, se quedó dormida con la imagen de Manu como única compañía.

Faltaba poco para la salida del sol. La gaviota noctámbula debía haberse rendido al sueño y la despertaron unas hormigas madrugadoras que se paseaban con descaro por su cuello. Sus compañeros sacudían los sacos de dormir y los más previsores plegaban las telas de un par de tiendas de campaña que se habían llevado. Uno de ellos vio que Eva se incorporaba y la saludó con una sonrisa que jamás llevaba puesta entre las cuatro paredes de la oficina. Le dio los buenos días y encendió la radio, que alguien debió apagar durante la noche.

Estaba terminando una canción. Eva rezó porque sonara algo pachanguero, pero sus plegarias no llegaron a despegarse de la arena. El “Amor eterno” de Rocío Durcal acabó de darle la puntilla. Antes de que la melancolía volviera a escocerle en la piel, el ruido de una moto acalló a la radio perversa. Justo en el límite donde empezaba la arena, el motorista, sin quitarse el casco, se bajó y avanzó hacia donde estaba el grupo. Se colocó en el centro y quedó de espaldas a ella. Empezó a hablar mientras tiraba del guante de una mano con la otra, aún con el casco puesto.

–Buenos días a todos. Más vale tarde que nunca, dice el refrán, así que hice que me llevaran la moto al aeropuerto. No quería empezar a trabajar con mi nuevo equipo con mal pie, y el amanecer es un momento perfecto para que nos vayamos presentando. Antes de aceptar la oferta revisé las fichas de toda la plantilla. –Hizo una pausa y tomó aire antes de seguir–. Soy un desconocido para casi todos vosotros. Pero eso va a cambiar.

El recién llegado se quitó el casco y se dio media vuelta. Eva tenía el saco de dormir a medio enrollar y sintió como si toda la sangre de su rostro se escurriera de golpe. Los ojos no le habían cambiado con los años.

–Hola, Eva. –Sin el casco, la voz no sonaba ya distorsionada. Seguía siendo exactamente la voz de Manu, tal y como la recordaba.

Comprendió que se había equivocado. Sí que existía la magia en la noche de San Juan.

Adela Castañón

Imagen: Pinterest

Los primeros cigarrillos

De las fragolinas de mis ayeres

A los que aprendieron a fumar en la Casianería

Pili estaba jugando en El Fosal y se le pasó la hora de la comida. Cuando vio que eran cerca de las dos en el reloj de sol de la pared de la iglesia, echó a correr y llegó a su casa muy acalorada. Sus padres ya estaban sentados en la mesa con las manos juntas, como cuando se ponían de rodillas en el primer banco de la iglesia para seguir la misa con más atención. Su madre había levantado las cortinillas que tapaban el aparato de radio. Así llegaba la voz con más claridad y no tenía que oír siempre la misma monserga de su marido dando la matraca de que con ese trapo por encima no se enteraban de nada.

A la vez que ella se acomodaba en la silla, la voz del locutor invadió el comedor: Gloriosos caídos por Dios y por España. ¡Presentes!

A continuación sonaron las primeras notas del himno nacional y los tres se quedaron callados escuchando el parte, que así se llamaba al diario hablado de Radio Nacional de España.

Pili no había entendido nada, además la abstraía la corbata raída de su padre. La sacó de su ensimismamiento el andar entrapado de su madre y el olor a garbanzos que despedía el puchero humeante. Lo llevaba cogido del asa con un trapo de lino. En ese momento, su padre levantó los ojos y se dirigió a su madre:

—Felisa, por favor, ¿puedes apagar ese cacharro? Ahora que ya ha acabado el parte tenemos que hablar. — La madre dejó el puchero en la mesa, apagó la radio y se sentó.

—Y tú, Pili, a ver si desembuchas, que ya me he enterado de tus andanzas.

—No sé a qué se refiere, padre. —Pili se esforzó en hablar con un tono de niña sumisa.

—Pues, ¿a qué me voy a referir? A que me he enterado de que te pasas todas las tardes fumando en un cobertizo con los chicos de la escuela.

—¿Quién le ha contado semejante mentira? —No pudo evitar que le subieran los colores.

—Quieres que te dé nombres, ¿verdad? Pues, no. Que de esto se ha enterado todo el pueblo, ¡menos nosotros! —Entonces se volvió a su mujer y le dijo: —Acabo de venir del estanco, ¿sabes?

—¿Pero a qué ha ido al estanco? —le preguntó su hija. Y abrió mucho los ojos—. ¡Si usted no fumaaa! —El rojo de las mejillas cada vez era más brillante.

—¿Pues a qué crees que he ido? —Sin darle tiempo a contestar siguió hablando: —A enterarme de quién le compra el tabaco al cura.

Pili hizo ademán de contestar, pero se tapó la boca con las manos. Su padre la fulminó con la mirada.

—¡Y vaya sorpresa! Cuando me lo dijeron lo negué. No me cabía en la cabeza que fueras tú. —Comenzó a chafar las migas de pan con el pulgar.

—Padre, déjeme que se lo cuente. —Pili apartó el plato de sopa que tenía delante.

—¿Qué me vas a contar? ¿Más trápalas? ¡Menuda liante estás hecha! —Levantó la mano— ¡Cállate y escúchame!

—Escúcheme usted a mí, por favor. —Casi le saltaban las lágrimas.

—¡Que no, que no! Que ya sé que le has dicho al estanquero que el cura te manda a comprar cuarterones de picadura y librillos.

—¡Y es cierto! —Levantó la cabeza y lo miró de frente—. Muchas tardes, cuando va al bar, me lo encuentro en la plaza y me dice: “Anda, Pili, hazme un recado. Cómprame tabaco. No te olvides de decir que es para mí”

—Sí, sí… antes se coge a un mentiroso que a un cojo —le dijo su padre con retintín.

—Padre, es que necesito que me crea. —Juntó las manos.

—Pues has de saber que también le he preguntado al cura, y me ha dicho que te ha mandado algún día, pero no tantos. —El padre iba subiendo el tono de voz. Pili se volvió hacia su madre. Pero Felisa siguió en silencio.

—Así que ahora mismo vas a decirme de dónde sacas el dinero y dónde escondes el tabaco. —Se limpió los labios y dejó la servilleta a un lado.

—Es que es un poco largo de contar. —Pili no pudo contener los hipidos.

—No te preocupes, puedo esperar. Tengo todo el tiempo del mundo —le contestó su padre. Se arrellanó un poco en la silla y cruzó los brazos.

—Pues verá. —Se quedó callada. No podía arrancar.

—Sigue, sigue, que te escucho.

—Pues verá. Resulta que usted, en la escuela, amenazó a los chicos. Les dijo que, si se enteraba de que fumaban, los castigaría y avisaría a sus padres.

—¡Pero yo no hice nada! Además, no entiendo qué tienen que ver aquí los chicos.

—Pues que ellos pensaron que yo me iba a chivar.

—¿Cómo? A ver, a ver.

—Sí, le digo que fue culpa de los chicos. Entre todos me obligaron a fumar. —Como si acabaran de darle cuerda, no se podía parar—. Me dijeron que tenía que arreglármelas para conseguir el tabaco sin que el estanquero sospechara que era para ellos.

—¡Ah, claro! —El padre se golpeó la frente—. ¡Ya entiendo! Entonces te ofreciste a ir a comprar el tabaco del cura, ¿no?

—¡Pues no! En eso está usted muy equivocado. Está mezclando dos cosas. Una son los chicos y otra lo que el mosén me pidió.

—¿Y tú también vas con los que le quitan las colillas que se deja guardadas para después de la misa en un agujero de las piedras de la pared de la iglesia?

—¡Pero qué mentiroso es este cura! —Se puso de pie—. Si las deja tan chupadas y mojadas que ya no hay quien se las fume.

En ese momento terció la madre que hasta entonces no había metido baza.

—No hace falta que saquéis tantos trapos sucios —Se giró un poco y se dirigió a su hija: —Mira, yo ya me había dado cuenta de que la ropa te olía a humo.

—¡Lo que me faltabaaa! —exclamó el padre.

Pero la madre hizo como que no lo oía y le siguió hablando a su hija:

—Y tú que no, madre, que es del humo del hogar. Y yo haciéndome la tonta, como si no supiera la diferencia que hay entre el olor del humo de la leña y el del tabaco. Y, si no, ¿de dónde te viene esa afición a masticar raíz de regaliz para quitarte el mal aliento?

El padre dio un puñetazo en la mesa y las dos mujeres se quedaron con la palabra en la boca.

—Tú, Felisa, empieza a servir la comida y calla, que nadie te ha dado vela en este entierro. —Su mujer bajó la cabeza y él se dirigió a su hija: —Ahora, Pili, vas a confesarme con quién vas y de dónde sacáis el dinero.

—¡Eso sí que no! Usted mismo me ha enseñado que no tengo que ser acusica. Y menos aún soplona de mis amigos.

—Pero esto no es una travesura de niños. Esto es un pecado muy grave. Y te lo tienes que confesar.

—¡Grave será para usted!

—¿Qué formas son esas de contestar a tu padre? ¿No te das cuenta de que también el maestro de todos esos golfos que te has echado de amigos? Más te valdría ir con las chicas.

—¡Que aproveche! —le contestó Pili y dejó doblada la servilleta junto al plato de sopa que su madre le acababa de servir.

A continuación salió del comedor y, mientras bajaba las escaleras, se sacó un cigarrillo, aplastado y mal liado, que lleva escondido en el sujetador. Salió a la calle y, en la esquina del fumadero de casa Casiano, divisó a unos colegas que le estaban dando la bienvenida con eso de Una marcha en fa, una marcha en fa mayor, una marcha por favor, para la hija del amor.

Carmen Romeo Pemán

Serendipias y sincronías. Cuando el universo nos guía

Hace poco estaba sentada enfrente de mi escritorio y miraba por la ventana. El sol iluminaba a los niños que jugaban en el parque. Sonreían muy alegres y sin preocupaciones. Mientras veía pasar la vida me vino a la mente lo maravilloso que sería hacer un retiro. Tener unos minutos de introspección, no pensar en nada concreto y relajarme. Salir de la ciudad durante un fin de semana, recibir los rayos del sol y estar sonriente, ¡tan alegre como aquellos niños! Tenía mucho trabajo, así que continué con mis actividades. Después de unos minutos hice otra pausa y, de repente, mientras leía una información en Google, apareció. ¡No lo podía creer! Tenía la idea en la mente. Era un “me gustaría”, no lo estaba buscando en realidad, pero llegó como si lo hubiera pedido en voz alta. Como si le hubiera contado a un amigo: “oye, quiero hacer un retiro, ¿sabes de alguno para este fin de semana?”. Fue igual que cuando pienso mucho en una persona y a los pocos minutos me llama o cuando llueve a cantaros y olvido la sombrilla, pero el sol resplandece en el horizonte al momento de salir. Llegar en el instante perfecto. ¡La vida está llena de sincronías!, pensé.

El descubrimiento consiste en ver lo que todos han visto y pensar lo que nadie ha pensado. Albert Szent-Gyorgy

Carl Jung, médico psiquiatra, psicólogo y ensayista suizo, fue quien creó el término “sincronicidad” para hacer referencia a “la simultaneidad de dos sucesos vinculados por el sentido, pero no de manera casual”. Después de muchos años de estudios e investigación, Jung concluyó que existe una conexión entre el individuo y su entorno y que esta conexión en determinados momentos genera una atracción que termina por crear circunstancias coincidentes, que tienen un valor específico para las personas que las viven, con un significado simbólico. En sus análisis observó que una experiencia sincrónica suele aparecer en momentos inesperados, siempre en el momento exacto, cambiando incluso la dirección de nuestras vidas e influyendo en nuestros pensamientos. Pero para que esto suceda tenemos que estar atentos a las señales y al mundo.

Jung escribió “Synchronicity” con el apoyo de Wolfgang Ernst Pauli, físico teórico y ganador del Premio Nobel de Física en 1945. En esta obra expone su teoría y aplica el concepto a la parapsicología, la previsión y la premonición, incluso al I Ching, a la astrología y a otros campos que no son científicos. Estaba convencido de que la vida no consiste en una serie de eventos inconexos, sino que es la expresión de un orden más profundo al que él y Pauli llamaban Unus mundus (un mundo)realidad unitaria a partir de la cual todo emerge y a la cual todo retorna. No hay una traducción lineal del significado de estas coincidencias. Su interpretación es abierta, cercana a la interpretación de los sueños. Como afirma el psicoterapeuta Piero Ferruci: “es la intuición la que capta la sincronía y la dota de significado”.

Si no experimentas casualidades, algo va mal. Deepak Chopra

Para Deepak Chopra las coincidencias o casualidades son sincrónicas. Son el comportamiento fundamental de la naturaleza. Todas las señales son sincronías que nos marcan el camino a seguir. Serendipias, descubrimientos o hallazgos afortunados e inesperados.

Algunos estudios revelan que nuestro cerebro tiene la capacidad de abstraerse a realidades específicas, dejando fuera una mezcla de experiencias a fin de enfocar la atención hacia lo que desea nuestra conciencia. A esto se le llama “atención selectiva”, pero la información a la que el cerebro aparentemente no está prestándole atención queda registrada dentro de los circuitos neuronales, por lo que al empezar a observar de forma holística un suceso podríamos recordar detalles que antes no tuvimos en cuenta.

Muchos críticos de las ideas de Jung han tratado de demostrar que lo que proponía no es cierto. Y aunque existen quienes desvirtúan sus ideas, también ha tenido muchos adeptos que con el paso del tiempo han fortalecido su teoría, porque la sincronicidad es un principio que funciona fuera de las leyes de causa y efecto. Son coincidencias que llegan en el momento oportuno, como si alguien estuviera leyéndonos la mente. Como si el universo estuviera tratando de guiar nuestros pasos y nos ofreciera un poco de ayuda.

Para mí, sincronía y serendipia son palabras mágicas que abren la puerta a un mundo de experiencias inesperadas y, a su vez, deseadas. Estoy convencida de que, con mucha práctica, podemos llegar a entrenar nuestra intuición y darle un nuevo sentido a todas esas situaciones que llamamos casualidades.

La vida es aquello que te va sucediendo mientras estás ocupado haciendo otros planes. John Lennon

 

Mónica Solano

 

Imagen de Mónica Solano

Pido la palabra: Mamá no se esconde

Hoy, en Pido la Palabra, tenemos el gusto de compartir con vosotros un relato que su autora, Vanesa Sánchez Martín-Mora, ha publicado hace poco en Moon Magazine. Vanesa nació en 1982, en un rincón de Extremadura, y ha sido alumna de técnicas narrativas del escritor y profesor Néstor Belda. Como ella misma nos cuenta, «siempre he sentido una gran pasión por las historias que duermen entre las tapas de un libro, pero fue hace poco cuando decidí que era hora de contar las mías».

Le agradecemos que haya querido visitar nuestro blog para traernos esta historia que es breve en palabras, pero intensa en contenido. Y seguro que la disfrutaréis tanto como nosotras.

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MAMÁ NO SE ESCONDE

Cuando lo he oído llegar dando golpes como siempre, he corrido a esconderme. Esta vez he cambiado de escondite porque casi siempre me encuentra, y cuando lo hace, al día siguiente, no puedo ni moverme. Ha preguntado: “¿Dónde está mi cena?”, y ha tirado la cazadora al sillón que hay cerca del televisor, en el que no nos deja sentarnos ni a mamá ni a mí. Mamá está en la ducha, no creo que lo haya oído. Hace unos minutos me ha dicho: “ponte el pijama, cielo”, y ha entrado corriendo al baño. Sabe que algunos días papá tarda en acostarse y tengo que dormir en mi escondite. Cuando llega se enfada si no está aseada para encerrarse con él en la habitación durante un rato. Y cuando pasa eso, los golpes que le da a mamá son más fuertes. Mamá siempre me dice: “tranquilo, cielo. No duelen mucho. Pero sé que no es verdad. A mí me duelen que te cagas. Hoy, desde donde me he escondido, puedo ver la puerta del baño. Papá la ha roto de una patada, ha sacado a mamá de la bañera, la ha agarrado del pelo y le ha dicho: “eres una hija de puta con suerte porque vengo muy cachondo”. No sé lo que significa puta, pero se lo dice todos los días. A lo mejor no es algo malo y se lo diga para que mamá no llore tanto. Papá ha dado tal portazo al entrar en la habitación que se han movido las perchas que hay encima de mi cabeza. Sé que ha sido él. Últimamente mamá no tiene fuerzas ni para sujetarme la mochila cuando me recoge en el cole. Estoy oyendo mucho ruido. Es raro. Cuando se encierran en la habitación no suelo oír nada. Papá acaba de decir: “verás como ya no te quejas más, zorra”, y ha salido de la habitación. Lo sé porque le he visto cruzar a la cocina. Se ha manchado la ropa de algo rojo. Se acaba de sentar en su sillón con un botellín en la mano. A mamá ya no la oigo, seguro que se ha quedado dormida de cansancio.

Vanesa Sánchez Martín-Mora

Imagen: Pixabay