¿Por qué nos gusta el terror de Halloween?

Hay cadáveres,
hay pies de pegajosa losa fría,
hay la muerte en los huesos,
como un sonido puro,
como un ladrido sin perro,
saliendo de ciertas campanas, de ciertas tumbas,
creciendo en la humedad como el llanto o la lluvia.
“Sólo la muerte”. Pablo Neruda

Hoy es el día en que las brujas, los fantasmas y todas las criaturas siniestras deambulan por las calles silenciosas, los pasadizos secretos y los callejones oscuros. Acechan a los mortales, les roban la cordura y les arrancan gritos desgarradores.

Escribir sobre seres sobrenaturales, en medio de la oscuridad, no es muy sensato. Las sombras que se forman en la ventana, como si se asomaran tímidas a saludarme, presumen de ser mis acompañantes. Una leve brisa trae consigo una voz que me susurra al oído mientras unas manos huesudas intentan acariciarme. Se me erizan los vellos y el corazón se me sube hasta la garganta en cada roce. Todos los ruidos me hacen sospechar y mi pulso se acelera. La boca se me seca y pienso en salir corriendo. Quiero acurrucarme en la cama con la luz encendida y rezar unos cuantos padrenuestros. Cuando comienzo a relajarme y el vacío del estómago se me va convirtiendo en risa, me doy cuenta de que es la Víspera del día de Todos los Santos.

La celebración de Halloween está cargada de elementos tradicionales que hunden sus raíces en leyendas y mitos celtas muy antiguos. La palabra Halloween, una contracción de All Hallow’s Eve o Víspera de Todos los Santos, se empezó a utilizar en el siglo XVI, pero se ha hecho muy famosa en Estados Unidos. Se cree que esta tradición atravesó el Atlántico en los barcos de los inmigrantes irlandeses.

Una de las leyendas cuenta que, la noche del 31 de octubre, la línea que une a nuestro mundo con el más allá se estrecha tanto que permite pasar a los espíritus al mundo de los vivos. Esa noche los buenos espíritus festejan su reencuentro con los seres queridos. En ese paso se cuelan algunos espíritus malignos, de esos que aterrorizan a la humanidad. Y los vivos se escabullen como pueden. Se visten con trajes y máscaras como ellos.

Esta noche, tienes que tomar precauciones. Los buenos espíritus agradecen encontrar linternas encendidas que guíen su camino a casa. Pero, sobre todo, no dejes de ponerte un buen disfraz que te haga pasar desapercibido.

 

Narrativa “gore”

Prefiero a los zombies, mis personajes humanos son los peores en mis películas; ellos no mienten, no tienen agendas ocultas, tú sabes lo que son, puedes respetarlos al menos por eso. Los humanos trabajan con recovecos, marchando al son que les toquen, nunca sabes lo que están pensando, los malos siempre son los humanos. George A. Romero

La palabra gore hace referencia a la estética de lo desagradable. Herschell Gordon Lewis, un director de cine norteamericano, la usaba para provocar fuertes sensaciones en los espectadores y engancharlos de tal manera que tuvieran que volver a pasar por la taquilla.

La mayoría de los seres humanos rechazamos la violencia. Nos produce asco, miedo o tristeza. Hemos aprendido estas emociones mediante procesos de culturización y socialización. Para Freud lo siniestro era algo reprimido que retornaba a la conciencia. En el psicoanálisis, la represión es el proceso por el cual un impulso relega una idea inaceptable al subconsciente. Lo reprimido es lo que se refrena u oculta, sobre todo, sentimientos o deseos.

Las pesadillas son indicadores del inconsciente, que actúa como un depósito de ideas o fantasías. Estas ideas inconscientes son muy poderosas y se alojan fuera de la conciencia porque de lo contrario resultarían insoportables. Según Freud, entre las causas del miedo está el temor a la mutilación. Este miedo infantil se va superando, pero retorna de manera simbólica a través de ciertos relatos. Otra causa del miedo es la omnipotencia del pensamiento. Consiste en la convicción de que con la mente se puede modificar el mundo exterior. Y ese poder de modificación se atribuye a las fuerzas mágicas que poseen algunas personas y objetos.

Uno de los personajes que más miedo me ha producido en la vida es Pinhead, líder de los cenobitas en la novela de terror Hellraiser, escrita por Clive Barker, todo un hito del horror. Barker afirma que la ficción, en general, examina los estratos del mundo con un criterio realista, mientras que la ficción de horror arremete contra ellos, como si fuera una sierra eléctrica que cortara la realidad en pedacitos y le pidiera al lector que volviera a armarla. Es una forma agresiva de redefinir nuestro pensamiento sobre el mundo. Y esa es la causa de que a menudo la rechacen los críticos y los lectores, porque puede maltratar brutalmente nuestra visión del mundo.

En una entrevista de Publishers Weekly, Barker declaró: Casi toda la ficción de horror empieza con una vida rutinaria que es desquiciada por la aparición del monstruo. Una vez eliminado el monstruo, todo vuelve a la normalidad. No creo que eso sea válido para el mundo. No podemos destruir al monstruo porque el monstruo somos nosotros. No hay peores monstruos que las personas con quienes nos casamos, o con quienes trabajamos, o que nos han engendrado.

Los seres humanos actuamos de forma diferente ante el miedo, al menos ante el que nos provoca la ficción. Hay verdaderos amantes del horror que disfrutan cuando una ruidosa motosierra salpica de sangre las paredes. Mientras que a otros esto mismo les puede causar un trauma, o como mínimo, una noche en vela. Se podría pensar que son unos sádicos que disfrutan viendo tripas, cuchillos afilados, cadáveres descuartizados y sangre a borbotones. La realidad es que ver nuestra anatomía degradada y el espíritu humano reducido a un montón de trozos de carne nos causa altos niveles de ansiedad. Y, a la vez, una curiosidad que nos hace sentir culpables. Aunque algunas historias pueden resultarnos repulsivas y espantosas, cuando tenemos conciencia de que son ficticias, la repulsión puede convertirse en fascinación. Según Aristóteles, la finalidad de la ficción es la catarsis, es decir, la purificación de nuestras emociones negativas. Stephen King dijo que inventamos horrores propios para ayudarnos a lidiar con los horrores reales.

 

-Siempre se le ve sonriendo, ¿qué lo hace tan feliz?
-Supongo que mis pesadillas se las dejo a ustedes.
George A. Romero

 

Psicología del miedo

Los relatos fantásticos ubican al lector en un mundo que le resulta familiar: personajes comunes, lugares conocidos, una época identificable. Pero, cuando menos lo esperamos, aparece un elemento sobrenatural de forma inexplicable. Todo lo familiar y lógico se convierte en extraño. Los relatos de terror provocan un sentimiento de temor en los lectores, por lo tanto, es recomendable enriquecer esta clase de literatura con buenas dosis de psicología.

La parte más primitiva de nuestro cerebro es el llamado “cerebro reptiliano”, y se encarga de los instintos básicos de la supervivencia. Gran parte del comportamiento humano se origina en estas zonas, profundamente enterradas del cerebro, las mismas que en un tiempo dirigieron los actos vitales de nuestros antepasados.

Por otra parte en el sistema límbico o cerebro emocional, también llamado “cerebro medio”, está el centro de la afectividad y el asiento de movimientos emocionales como el temor o la agresión. Allí se procesan las emociones. La amígdala es un conjunto de núcleos neuronales que revisa la información que llega al cerebro a través de distintos sentidos. Detecta las cosas que pueden influir en nuestra supervivencia e instrumenta el miedo.

El neurobiólogo David J. Anderson y el profesor Andreas Lüthi han comprobado la existencia de dos tipos de células neuronales en la amígdala, que se turnan para abrir y cerrar las puertas del miedo. Según ellos, en la amígdala, el miedo está controlado por un microcircuito de dos poblaciones antagonistas de neuronas que se inhiben entre ellas. Sólo una de las dos poblaciones puede estar activa a la vez. La corteza prefrontal, que está encima de los ojos, tiene un papel clave en el miedo. Se cree que es más importante que el de la amígdala. Se ha demostrado que, aunque se extirpe o se lesione la amígdala, la corteza prefrontal sigue dando una respuesta al miedo.

El miedo es una emoción individual que resulta contagiosa, es decir, social. Existen tres factores que pueden predisponernos al miedo: la estimulación a la que se ve sometido el individuo, su historia individual basada en respuestas aprendidas y la historia evolutiva de su especie basada en respuestas innatas. El psicólogo John B. Watson determinó tres tipos básicos de estimulación atemorizantes: los ruidos, la pérdida súbita de soporte y el dolor. Según el autor, estos estímulos condicionan nuestra respuesta al miedo.

El miedo es un lenguaje universal que nuestro cerebro reconoce de manera inmediata. Forma parte de la naturaleza humana y no conoce fronteras. Por eso las historias de terror apuntan directamente a los instintos. Y le hablan al cerebro primitivo. Crean una vulnerabilidad previa y una predisposición psíquica y cognitiva en el individuo.

Mónica Solano

Imagen de Simon Wijers

El mundo escondido

A mi abuela, por empezar la magia.

Y a mi hija, por continuarla.

Valeria entró de puntillas en la habitación de su abuela. Cerró la puerta colocando la mano en el marco para que la manivela no repiqueteara. Yaya había dejado la persiana medio abierta, así que pudo llegar al interruptor de la mesilla de noche sin que los monstruos, esos que acechaban en el límite de la visión y la oscuridad, la atraparan. En la pared, santos enmarcados y cristos de corazón sangrante la vieron cómo abría el primer cajón y rebuscaba con cuidado.

Para la niña, Yaya era tan eterna como sus padres, pero distante e infalible. A ellos los veía en pijama, resfriados o con ojeras. Yaya, en cambio, llevaba ropas negras almidonadas, el pelo brillante y cano recogido en un moño de película, que aguantaba todo el día. Y los ojos y los labios bien pintados. Solo se quitaba los tacones ante los pedales del piano. Y luego estaba su voz. Llenaba el estómago de un calor que subía por el pecho hasta la cara y dejaba la piel de gallina.

No recordaba que Yaya se hubiera puesto enferma. Nunca la había visto con los zapatos sucios del barro de la calle o con un hilo colgando de la manga. Todas las mañanas salía impecable de su habitación, y a su habitación volvía impecable todas las noches.

Valeria resopló por la nariz e hinchó las mejillas al cerrar el último cajón de la mesilla. No se topó con ningún artefacto entre la ropa blanca, solo un montón de medias hasta las rodillas. Tal como había visto hacer a Indiana Jones en el iPad todos los domingos desde hacía tres meses, separó las piernas y se apartó de la cara el ala del sombrero. Durante unos segundos, que le parecieron tan largos como las clases de lengua, observó la habitación y se preguntó qué haría él en su situación.

Se golpeó la frente con la palma de la mano. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Había jugado a demasiados videojuegos para no saber lo que tenía que hacer. Los objetos iluminados podían abrirse. Quizá la luz llena de partículas en suspensión caía sobre la cómoda y no sobre la caja en la que Valeria había posado la vista, pero eso no parecía importarle.

El objeto maravilloso resultó ser un joyero con tapa y cuatro cajones. El último era el doble de ancho que los demás y con una cerradura pequeña, igual que la de su diario. Necesitaba una llave. ¿Dónde había visto una? Volvió al cajón de las medias. Sostuvo en alto la pieza metálica y escuchó el tintineo de victoria de una campana.

Giró la llave hasta que el mecanismo hizo clic y tiró del cajón, pero estaba demasiado duro. Se colocó el joyero entre las piernas para sostenerlo con fuerza y desencajarlo con las manos. Después de un violento forcejeo, acabó con el cajón en la mano y el contenido desparramado por el suelo: una navaja nacarada en rojo con delicadas flores de almendro dibujadas, un mechón de pelo con un lazo azul, una concha estriada de color rosa, una medalla cobriza con una cinta descolorida y una fotografía en blanco y negro con arrugas de mil dobleces. Valeria no se fijó en ninguno de estos objetos, pues había visto rodar algo hasta debajo de la cama.

Saltó de baldosa en baldosa para evitar el río de lava. Al final del camino tortuoso le esperaba su premio: la varita. Ella la hubiera reconocido en cualquier parte. Se parecía a uno de esos pinchos largos y afilados que su madre utilizaba para recogerse el pelo. Pero la varita pesaba, seguramente por todo el poder que contenía, y estaba coronada por un rosetón de piedras preciosas. Se preguntaba si estaría rellena de pelo de unicornio o de pluma de fénix.

Estaba tan concentrada que, cuando Yaya entró en la habitación, siguió absorta con la varita en la mano. Yaya miró a su alrededor con los ojos muy abiertos y las mandíbulas bien apretadas.

—Valeria. Tenemos que hablar

Al son de su voz, las joyas de la varita iluminaron toda la habitación.

Carla

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Estatua blanca mármol

Las comparaciones son odiosas

Tengo días tontitos en los que no me entiendo ni yo misma. Y otros días inspirados, en los que todo me sale genial. Y, de vez en cuando, dificultades para saber en cuál de esos días me encuentro, como me ocurre hoy. Todo porque mi cerebro se ha puesto a echar humo y me ha dado por pensar en los tipos de relación que pueden darse entre un autor y su obra.

¿Qué es en realidad un libro, un artículo, un relato, un poema, o cualquier obra para su autor? ¿Cómo vivimos cada paso desde que se nos ocurre hasta que la escribimos y, con suerte, otros la leen? Y, lo que no es menos importante, ¿en qué medida depende la obra del autor?, ¿qué tipo de relación, sentimental o no, se establece entre ellos? A ver, es evidente que, sin autor, no hay obra. Hasta ahí, llego. Es algo parecido a lo de tener hijos. A veces sales del paritorio y cuando cumplen cuarenta años siguen pegados a tus faldas. Y otras veces a los quince ya están locos por alcanzar la mayoría de edad para volar fuera del nido. Y puede que tengas un hijo de cada clase, y te plantees cómo es posible que sean tan distintos si a los dos los has educado igual. Pero, si invierto la situación y la aplico a la escritura, me pregunto si el futuro de una novela podría haber sido otro en caso de haber tenido un autor diferente. Y mi cerebro, olvidando que las comparaciones son odiosas, se ha entretenido en establecer ciertas semejanzas con personajes de película y en poner apodos a algunos tipos de escritor.

Escritor Norman

Por Norman Bates, el de Psicosis, ya sabéis. Vive al servicio de su obra, que es como su madre y lo tiene dominado por completo. Está tan dedicado a obedecerla y a servirla que no se entera de que la pobre se pone añeja y se muere. Y se pasa la vida haciendo viajes al desván y manteniendo la ficción de que su obra sigue viva, porque, sin ella, él no es nadie. Si sois de éstos, mejor buscar un hogar de acogida ¿ok? Esas obras/madres devoradoras nunca os dejarán llegar a ser adultos.

Escritor Mesala

Por el Némesis de Ben-Hur. Sí, elijo al malo de la película porque me resulta más interesante que el protagonista, que es un estereotipo clásico del bueno. Mesala cabalga sobre su obra con el mismo arte que sobre la cuadriga. Se cree el amo del Imperio. Pero, con tanto querer llevar las riendas, no se aparta ni un milímetro de su camino y se olvida de que hay otros carros en el circo. Por no dar su brazo a torcer, se da el piñazo padre y a la hora de saltar a la arena tropieza con otros libros que resultan ser mejores. Y ahí se queda él, con los dedos en plena parálisis productiva y lamiéndose las heridas.

Escritora Cleopatra

Casi no necesita presentación. Guapa, lista, inteligente, manipuladora. Podría confundirse con Mesala, pero tiene otro matiz. Quiere que su obra sea perfecta, pero para dar fe de que ella, la autora y creadora, es igualmente perfecta. Y cuando tropieza con escritores como Octavio, más viejos, más feos, pero que asoman por el horizonte con todas las de ganar, prefiere que la muerda un áspid y abandonar el escenario por la puerta grande. Vamos, como la Martirio, “antes muerta que sencilla”. Claro, esas novelas aspirantes a ser La novela perfecta, acaban como George Clooney en La tormenta perfecta: ahogadas en el fondo del mar. Y es que no se puede o no se debe pretender ser la reina del mambo, que en el mundo de la escritura todo el mundo tiene derecho a ocupar su rinconcito y no es bueno querer sobresalir a toda costa.

Escritora Abeja Maya

Vuela de flor en flor. Crea blogs, hace talleres, comparte todo lo que sabe, pero no despega nunca porque se queda a vivir en la etapa escolar, de aprendizaje, sin dar el paso definitivo. Sin embargo, las que conozco dentro de este grupo, las conozco, precisamente, porque terminaron de avanzar y han publicado. Vamos, que han pasado de ser Abeja Maya a Abeja Reina. Me viene a la mente Ana González Duque. Tal vez porque estoy terminando el segundo libro de Leyendas de la Tierra Límite, y me está demostrando que hay que decidirse a dar el paso y empezar a crear aprovechando todo lo que hemos aprendido y seguimos aprendiendo en ese picoteo por blogs y páginas de consejos y formación. Es un tipo de escritora moderna, y me llama la atención porque dentro de mi campo visual adquiere una dimensión tan grande o más que aquello que escribe.

Mis pinitos con estas publicaciones son ensayos para dar ese salto, así que este último tipo de escritora me crea una dualidad que resulta amargamente dulce, o dulcemente amarga. Vamos, aquello tan tópico de una envidia sana. Pero me quedo con la faceta positiva, y me quito el sombrero ante esas reinas de las sopas de letras con sentido.

Y para ir practicando, a ver si logro llegar a su altura, he querido poneros hoy estos ejemplos en clave de humor. Medio en serio y medio en broma he intentado haceros reflexionar sobre cómo nos sentimos o cómo nos comportamos a la hora de escribir. ¿Cómo enfocamos nuestra escritura? ¿Qué vida queremos darle a nuestros textos después de terminarlos? ¿Hasta qué punto nos comprometemos con ellos? Hay artículos excelentes, como el publicado por Gabriella Literaria sobre los tipos de escritores, que profundizan muy bien en el tema. Pero mi idea ha sido dar una visión más íntima, más de andar por casa, donde todavía el público no tiene el peso que tendrá después.

Se me ocurre ahora un quinto ejemplo, el de los escritores de artículos parecidos a este, sin grandes aspiraciones a transmitir verdades universales. Pero tampoco está mal arriesgarse a la hora de escribir lo que se nos ocurra, si se intenta hacer de modo correcto y digno. Lo bueno de exponerte a las críticas es que, cuando las lees con la sonrisa en la boca, acabas aprendiendo un montón. Así que os animo a que me arranquéis la piel a tiras y, ¿por qué no?, a que os divirtáis ampliando esta especie de retratos robots de los escritores, en función de sus relaciones de amor/odio con su escritura.  Lo mismo nos acaba saliendo un artículo a varias voces que valga la pena.

Y si no es así, si habéis llegado hasta aquí, espero que por lo menos estéis sonriendo igual que hago yo.

Adela Castañón

Foto: Pixabay. Agnali

El abismo

“Jamás me casaré, jamás tendré hijos, jamás viviré la vida de otros, jamás renunciaré a mis sueños. Jamás, jamás”. Sin embargo, aquí estoy, con tres hijos, casada desde hace veinte años y viviendo la vida de otros. Amargada y convertida en todo lo que juré no ser jamás. No es extraño que esté sentada tan cerca del abismo, viendo resplandecer las luces de la ciudad. Desde el mirador todo se ve diferente. Adoro el silencio y la tranquilidad de la soledad, poder estar a solas con mis pensamientos, alejada de la rutina. Tentada de lanzarme al vacío.

¿Cuánto demoraría en caer? ¿Dolería? ¿Moriría realmente si lo hiciera? ¿Qué pasaría con mi familia, con mis hijos? Los problemas de su adolescencia me consumen. No fui muy inteligente al tener uno detrás de otro. Lidiar con la pubertad, con los quehaceres de la casa, con la oficina y estar hermosa, y con las piernas abiertas todas las noches para recibir a mi marido. Es agotador. Debí estudiar y conocer mundo antes de jugar a la casita. Al imaginar que puedo sumar más cosas a la lista se me retuercen las entrañas y siento que no tendría que pensarlo más. Terminaré lanzándome de una vez.

¿En qué estaría pensando cuando guardé mi mochila? Cuando cambié mi sueño de viajar por el mundo por tener una familia y me eché encima la responsabilidad de hacerla funcionar para siempre. Cuando tienes una familia, todo va antes que tú. No hay espacio para sentirte triste, cansada, aburrida o melancólica, y siempre tienes que estar dispuesta para todo. Aún recuerdo con claridad las palabras del sacerdote el día de mi matrimonio: “hasta que la muerte los separe”. De solo recordarlo siento escalofríos. ¿Quién puede ser tan ingenuo para decir “sí”? Y para toda la vida. Por eso estoy aquí, obviamente. A las ocho de la noche, al borde de este abismo. Tratando esta vez de tomar la decisión correcta. ¿Qué pensaría mi marido si supiera que quiero acabar con mi vida? ¿Qué pensaría mi madre? ¿Qué pasará cuando no esté? Es la primera vez en mi vida que tomo esta decisión, aunque aún no sé si es tan en serio. Antes de salir arreglé la casa y dejé la comida en el horno. ¡Todo dispuesto como si fuera a regresar! Llamé a mi esposo y le dije que no me esperara temprano porque tenía un compromiso. No podía decirle que iba a lanzarme desde un mirador, que está matándome la rutina y la frustración que me produce el haber abandonado mis sueños por miedo a dejar la zona de confort. Ni siquiera puedo imaginarme su cara al conocer mis intenciones.

¿Por qué no podemos vivir y alejar la angustia del pasado?, ¿de lo que ya hicimos y no podemos cambiar? y ¿de lo que dejamos de hacer y ya no podremos? ¿Por qué no solo vivimos sin pensar demasiado? No sé para qué me mortifico con estas preguntas sin sentido. Vine hasta aquí por una razón: para cambiar mi vida, alivianar la carga y volver a ser la que alguna vez fui. Lanzarme a lo desconocido y mandar todo a la mierda. En el fondo sé que aún no es el momento, porque antes hay algo que debo hacer.

Me alejo del abismo y subo al auto para regresar a casa. El trayecto parece más largo, pero no tengo prisa. Al entrar por la puerta, veo a mi esposo sentado en el sillón de la sala, leyendo un libro. Todos se acercan a darme un beso y abrazarme. Empieza el bombardeo de tareas que quieren que realice. Sonrío, dejo mi bolso sobre el perchero y empiezo a ayudarles como siempre. Llega la hora de dormir y me quito el vestido. Meto mi cuerpo desnudo entre las sabanas, me acurruco al lado de mi esposo y hacemos el amor. Es una delicia sentirme como una puta que ha tenido la suerte de conseguir un buen cliente. Disfruto cada centímetro de ese cuerpo egoísta que solo quiere satisfacer sus necesidades. Esta última vez, sin prejuicios, cumpliendo mis deseos más perversos. Mi esposo me mira sorprendido. Siempre he sido tan recatada, tan puesta en mi lugar, que la mujer de esta noche le resulta una completa desconocida. Detrás de esa cara de sorpresa puedo ver en sus ojos que está satisfecho, muy satisfecho. Dejo que se duerma y me visto con cuidado para no despertarlo. Entro en la habitación de cada uno de mis hijos y los beso en la frente. Se me hace un nudo en la garganta que no me deja respirar. El sentimiento de una madre por sus hijos es algo que no se puede explicar con facilidad.

Ahora estoy lista. No podía irme sin despedirme, sin ver sus rostros por última vez. Sin sentir el aroma que emana de sus cuerpecitos y la calidez de su piel adolescente. Aunque me enloquecen, la mayor parte del tiempo los adoro más que a nada en el mundo, pero nunca estuve preparada para ser madre, ni una fiel y abnegada esposa. No era mi destino, no era lo que quería hacer con mi vida. Tomo la libreta de notas que está pegada en la nevera y escribo unas líneas. Dejo la nota sobre la mesa para que la vean al despertar. Sé que un pedazo de papel no compensará mi ausencia, ni justificará mi decisión, pero ya han sido veinte años de vivir sus vidas y veinte años de vivir la vida de mis padres. Ahora es tiempo de vivir la mía. Tomo las llaves del auto y atravieso la puerta sin ningún remordimiento. Esta vez para no regresar.

Mónica Solano

Imagen de Jonny Lindner

Sanadoras y mediadoras en las guerras

Precursoras de la Cruz Roja

Es piedad apropiarse de los muertos, pero el que está en el poder jamás quiere que se viole su poder. Antígona.

Mientras saboreo un aromático café, veo con horror las condiciones en que los refugiados sirios llegan a las islas del Egeo. Oigo el llamamiento de emergencia de la Cruz Roja para dar respuesta a las necesidades humanitarias de los que, huyendo de las zonas de conflicto, solicitan asilo en Europa. Pienso que en Lesbos, donde ahora hay un campo de refugiados, floreció una comunidad de mujeres. Y que, frente a las costas del Egeo, el hijo de un traficante de armas escribió una tragedia contra las guerras fratricidas.

Busco más noticias sobre los refugiados. Voy cambiando de canales. Me paro en el que están cantando la jota de La Virgen del Pilar dice que no quiere ser francesa. Josefa Amar y Borbón repartiendo cuencos de sopa caliente entre los heridos del hospital llena la pantalla. Y me pregunto: “¿Por qué no está reconocido el papel antibelicista que hemos desempeñado la mujeres? ¿Por qué no se habla más de nuestra labor de mediadoras y de nuestro pacifismo?” De pronto me doy cuenta de que tengo la respuesta: “Esa parte de la historia tenemos que reescribirla las mujeres”. ¡Pues que no se diga! Apago la televisión. Enciendo el ordenador y comienzo a escribir.separador2

Antes de que se fundara la Cruz Roja, hace algo más de ciento cincuenta años, el voluntariado femenino alcanzó cotas muy altas en la Zaragoza de los Sitios. Pero tuvo que llegar la nueva institución para canalizar y organizar unas actividades que se perdían en la noche de los tiempos. En la Grecia Clásica, el papel de las mediadoras en las batallas, las que atendían a los heridos y enterraban a los muertos de todos bandos, se había convertido en un mito tan fecundo que hasta Sófocles lo inmortalizó en una de sus tragedias.

En 1870, seis años después de la fundación de la Cruz Roja, se creó la “Sección de Señoras”. Su nacimiento coincidió con el auge general del asociacionismo y con la proliferación de las asambleas de damas aristocráticas dedicadas a la beneficencia. Estas Señoras estaban llamadas a ser unas mediadoras importantes.

Unos años más tarde, Bertha von Suttner publicó ¡Abajo las armas!, donde  recogía el ambiente que había conducido a la fundación de la Cruz Roja. La baronesa von Suttner describía los mismos horrores que las mujeres italianas habían presenciado en la batalla de Solferino. Esta novela es un canto al pacifismo y al papel mediador de las mujeres en los conflictos bélicos.

Antígona de Sófocles

Interrumpo la escritura y me levanto a buscar alguna de las ediciones de Antígona que pululan por mis estanterías. Me interesa esta tragedia para poder argumentar sobre unas raíces antibelicistas que nos vienen de lejos. Porque, desde que Antígona se enfrentó al poder político de Creonte y reclamó el derecho natural del fallecido a ser enterrado, y del vivo a ser atendido, las mujeres, “antígonas”, hemos seguido asistiendo a los heridos y enterrando a los muertos en las batallas.

Creo que podría citar de memoria, pero tengo miedo a que mi memoria me traicione. Así que busco entre los clásicos y saco, como un trofeo, el ejemplar de Antígona más manoseado. El que tengo lleno de anotaciones. Enseguida encuentro los pasajes que me interesan.

CREONTE. Eh, tú, la que inclinas la cabeza hacia el suelo ¿confirmas o niegas haberlo hecho?

ANTÍGONA. Digo que lo he hecho y no lo niego.

CREONTE. ¿Sabías que había sido decretado por un edicto que no se podía hacer esto? ¿Y, a pesar de ello, te atreviste a transgredir estos decretos?

ANTÍGONA. No fue Zeus el que los ha mandado publicar, ni la Justicia que vive con los dioses de abajo fijó tales leyes para los hombres. No pensaba que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Estas no son de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe de dónde surgieron. No iba yo a obtener castigo por ellas de parte de los dioses por miedo a la intención de hombre alguno.

Sonrío para mis adentros. Esta mujer, con tantos siglos a sus espaldas, me parece que está tan viva como yo. Me entran ganas de felicitarla por haber sido la primera voluntaria neutral que recogió el cadáver de un enemigo.

ANTÍGONA. No considero nada vergonzoso honrar a los hermanos.

CREONTE. ¿No era también hermano el que murió del otro lado?

ANTÍGONA. Hermano de la misma madre y del mismo padre.

CREONTE. ¿Y cómo es que honras a éste con impío agradecimiento para aquél?

ANTÍGONA. No confirmará eso el que ha muerto.

CREONTE. Sí, si le das honra por igual que al impío.

ANTÍGONA. No era un siervo, sino su hermano, el que murió

Las heroínas de los Sitios de Zaragoza

Me he quedado abstraída. Mi mente ha viajado, no sé cómo, desde Grecia hasta Zaragoza. Las heroínas de mi ciudad me reclaman su puesto en esta historia. ¡Vaya salto! La culpa ha sido de la dichosa televisión. De todas las formas, en un artículo breve no me cabrían todas, porque las mujeres nos hemos unido en muchos momentos de la historia para mediar en las guerras y asistir a los heridos. ¡Bueno, a lo que iba!

En los dos asedios de la Guerra de la Independencia (1808 y 1809), los zaragozanos se volcaron para defender la ciudad. Su actuación fue ejemplar y eficaz, gracias al gran protagonismo de las heroínas para organizar la atención a sus habitantes.

En 1870, cuando se fundó la Asamblea de la Cruz Roja de Zaragoza, las aragonesas se integraron con facilidad en un organismo que encauzaba sus experiencias y sus deseos de ayudar a los heridos de las Guerras Carlistas. Los ejemplos de la Condesa de Bureta y Josefa Amar y Borbón fueron estimulantes para formar el primer Comité de Damas en Zaragoza.

Josefa Amar y Borbón (1749-1833), antes de la invasión francesa ya colaboraba con la Hermandad de la Sopa. Todas las mañanas, a las seis en punto, servía un plato de sopa caliente a los enfermos del hospital. Cuando llegaron los franceses, se puso al servicio de la Madre Rafols. Después del Primer Sitio, actuó de mediadora en Pamplona entre las tropas francesas y las de Palafox.

Casta Álvarez, Agustina de Aragón, María Agustín, Juliana Larena, María Lostal y Manuela Sancho atendieron a los heridos, suministraron víveres y municiones a los soldados, colaboraron como “enfermeras populares” con las tareas del hospital, y organizaron grupos de mujeres que participaron activamente en la defensa de la ciudad. Todas ellas fueron ejemplos vivos para otras mujeres que comprometieron sus vidas en conflictos bélicos posteriores.

A la Madre Rafols (1781-1853), en un acta de 1945, la Asamblea Nacional, la Cruz Roja la declaró una de sus precursoras. Entre las balas y las ruinas, expuso su vida para salvar a los enfermos, atendió a los prisioneros e intercedió por ellos, y consiguió que la recibiera el mariscal Lannes, en pleno asedio de la ciudad. Fue al campo de batalla a pedirle víveres o cualquier cosa con la que alimentar a sus heridos. Su caridad en la guerra llegó a límites insospechados cuando los franceses incendiaron y bombardearon el hospital.

La Madre Rafols organizó los cuidados de manera muy eficaz y exigió una actuación profesional a las Hermanas de la Caridad de Sana Ana, que ella misma había fundado. Las monjas de Santa Ana fueron unas de las primeras que sustituyeron a los hombres en las tareas de enfermería.

¡Abajo las armas!

¡Un nuevo salto! Ya sé que algunos os estaréis preguntando por qué desordeno los acontecimientos. Es más, yo también me pregunto, ¿por qué guardaba ¡Abajo las armas! junto a Antígona? ¿Por qué se me ocurre hablar ahora de esta novela? Simplemente, porque fueron dos lecturas que marcaron mi espíritu pacifista cuando era joven. Y porque en la novela de Bertha von Suttner se recogen el clima y los acontecimientos que favorecieron la fundación de la Cruz Roja.

Su autora, además de secretaria de Alfred Nobel y Premio Nobel de la Paz, había sido enfermera voluntaria en los hospitales de campaña de la guerra ruso-turca (1877-1878), al poco tiempo de crearse la Cruz Roja.

Movida por el rechazo a los conflictos armados y a sus consecuencias, publicó ¡Abajo las armas! (1889). Esta novela, escrita como las memorias de una mujer, se convirtió en un catalizador de las ideas antibelicistas y destacó el papel decisivo de las mujeres para aliviar el dolor en las contiendas bélicas

La protagonista, Martha Althaus, se cuestionaba las costumbres que rodeaban la guerra y lo militar. Fue una de las primeras figuras literarias que recreó, participó y sintetizó el espíritu que animó a las mujeres a preparar ropa blanca y paños, y a hacer hilas para curar a los heridos.

Tuve que pasar frente al edificio de la Sociedad Patriótica de Socorros para los Heridos. Entonces no existían ni la Convención de Ginebra ni la Cruz Roja. La Sociedad a que me refiero recibía donativos de toda especie: dinero, ropa blanca, hilas, vendas, etc., y los expedía al teatro de la guerra. Llegaban donativos en abundancia: disponía la Sociedad de inmensos almacenes, que se vaciaban y llenaban sin cesar. Tuve ocasión de ver, alineados sobre mesas larguísimas, innumerables bultos de ropa blanca, paquetes de vendas, cigarros, tabaco… pero, sobre todo, montañas de hilas.

Soy un antiguo soldado, y estoy en condiciones de apreciar el valor inmenso que tienen los esfuerzos hechos a favor de los infelices que se baten en Italia. Hice las campañas de 1809 y de 1813. No se conocían las sociedades patrióticas. Nadie cuidaba de enviar cajas repletas de hilas y vendas a los infelices heridos. Cuando se agotaban los repuestos de los botiquines, se dejaba morir a los hombres sin prestarles el menor socorro. Ustedes realizan una obra santa… ¡Ah, no saben ustedes… no pueden saber todo el bien que hacen! (pp. 27 y 28).

Las mujeres italianas de Castiglioni

Las páginas de ¡Adiós a las armas! me han llevado hasta la batalla de Solferino, el 24 de junio de 1859, en la que los ejércitos de Napoleón III de Francia y Víctor Manuel II de Italia derrotaron al de Francisco José I de Austria.

Ese día, vecinos de Castiglioni, el pueblo más cercano, en su mayoría mujeres, recogieron a los heridos y montaron un improvisado hospital en la iglesia. Por primera vez, un grupo de civiles, convertidos en sanitarios improvisados, atendieron a los heridos de guerra.

Henri Dunant, que supo ver la importancia del trabajo de estos voluntarios para aliviar los sufrimientos de los soldados de los dos bandos, creó el Comité Internacional de Socorros a los Militares Heridos. En 1880 pasó a llamarse se Comité Internacional de Cruz Roja.

El espíritu de Antígona, las heroínas, Bertha von Suttner y las mujeres italianas en la Cruz Roja

Con esos cuatro ejemplos quiero deciros que en la historia nunca partimos de cero. Que las mujeres siempre nos hemos unido para restañar las heridas de las guerras. Que la Cruz Roja tampoco nació de la nada. Y que el espíritu de las primeras socias sigue vivo en los conflictos actuales. Entre los equipos de salvamento y ayuda a los refugiados sirios vemos cómo muchas voluntarias de la Cruz Roja siguen arriesgando sus vidas.

En 1864 se fundó la Cruz Roja Española, impulsada por la Reina. Isabel II no tuvo tiempo para dedicarse a ella, porque los estatutos no se aprobaron hasta 1868, año en que ella fue destronada. En cambio, sí que muchas de sus camareras se comprometieron con la nueva institución.

El 6 de diciembre de 1870, nacía la Asamblea de Zaragoza en un terreno abonado por las defensoras de los Sitios. Ese mismo año, se creó la “Sección de Señoras”, en toda España, como auxilio a las “Comisiones de los Caballeros”.

Las aristócratas aragonesas apoyaron a la nueva institución y entraron en una fase muy activa durante la Tercera Guerra Carlista (1872-1876). No estuvieron en el frente de batalla ni en las tareas hospitalarias, pero su labor resultó clave en el canje de prisioneros, en la solicitud de indultos y en la organización de las primeras ambulancias. Recaudaban fondos, preparaban hilas y vendajes, recogían lienzos, ropa de cama y de vestir. Y todo lo que fuera útil para las ambulancias y para los hospitales de campaña. Asentaron las bases de lo que posteriormente sería el trabajo organizado de las mujeres en la Cruz Roja.

La “Sección de Zaragoza” se puso a las órdenes de su primera presidenta, Paula Orué (Vitoria, 1802-1880), condesa de Montenegrón, que recogía el testigo de las heroínas. Las primeras socias colaboraron en el socorro a los heridos de las campañas del Norte y en 1874 solicitaron el indulto para militares liberales y para carlistas.

En 1924, la “Sección de las Señoras”, organizada en “Juntas de Damas”, se independizó de la “Sección de Caballeros”. La primera presidenta zaragozana de esta nueva etapa fue la marquesa de Montemuzo, una descendiente de la Condesa de Bureta.

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María Asunción López de Heredia y Fernández de Navarrete (1859-1922), marquesa de Montemuzo. Retrato de la Sede de la Cruz Roja de Zaragoza. En Reinas, Señoras y Damas Enfermeras

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Antes de leer lo que he escrito, me asalta la duda de cómo se trata en la web a las primeras socias de la Cruz Roja. Busco a Concepción Arenal. ¡No puede ser! Faltan las referencias a sus trabajos más humanitarios. Otra vez han se olvidado de nuestro papel antibelicista. Escribo una nota y la envío a Wikipedia.

Concepción Arenal (1820-1893), secretaria general de la Cruz Roja Española en los comienzos, diseñó el funcionamiento de los hospitales, administrados por la “Sección de Señoras”, y, en 1870, puso su revista, La voz de la caridad, al servicio de esta sección.

Si hay crueles que se ensañan, / si hay seres que se pervierten, / si hay manos que sangre vierten, / hay manos que la restañan.

Estos versos del comienzo de “La caridad en la guerra”, nos devuelven la imagen de aquella Antígona inmortalizada en una tragedia del año 442 a. C.

Me arrellano en el sillón y me dispongo a ver el reportaje de los Sitios de Zaragoza. En mi mesilla me esperan “¡Abajo las armas! y la tragedia de Sófocles.

Notas

¡Abajo las armas!, Ramón Sopena, Barcelona, 1934. La modernización de la traducción es responsabilidad mía.

Fotografías

Imagen principal: Foto de Consuelo Peláez Sanmartín. Enfermera atendiendo a un soldado, 1925.  Grupo escultórico colocado en la entrada del Hospital de la Cruz Roja San José y Santa Adela, avenida Reina Victoria, Madrid. Está dedicado a la duquesa de la Victoria, pero fue concebido como un homenaje a todas las enfermeras de la Cruz Roja.

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Le dedico este artículo a Consuelo Peláez Sanmartín, Secretaria Provincial de Zaragoza (1991-2001 y 2003-1013), Secretaria Autonómica de Aragón (1991-2000), Delegada de la Cruz Roja Española en Guatemala (2001-2003) y Responsable de Comunicación (2009-2011), sin cuyo empeño no hubiera visto la luz el libro, La Cruz Roja y Zaragoza: 140 años conviviendo (CRE, 2011), en el que tuve el honor de participar, junto a Gloria Álvarez, con el capítulo, Reinas, Señoras y Damas enfermeras en la Cruz Roja de Zaragoza (1870-1986).

Carmen Romeo Pemán

La novela perfecta

Entreabrí los ojos. No veía nada. Hice ademán de tocarme la cara, pero no podía mover las manos. Fui consciente de dos cosas a la vez: una jaqueca que se me venía encima a la velocidad de la luz, y la certeza de que estaba esposado, amordazado y con una venda en los ojos. Una pregunta me sobresaltó.

–¿Ya estás despierto?

Era una voz femenina, pero no pude reconocer a su propietaria. Apreté los nudillos y la mandíbula e intenté moverme. Me hallaba tendido sobre algo blando.

–Siento mucho haber tenido que hacer esto, pero estoy segura de que lo comprenderás, Edward.

La voz se detuvo. ¿Qué puñetas había pasado? ¿Acaso creía que podría contestarle en ese estado? El bombeo en mi cabeza disparaba oleadas de miedo al resto de mi cuerpo. Oí un ladrido. Me pareció el de Killer. Pero, si era mi perro, ¿por qué demonios no hacía nada? ¿De qué me había servido gastar tanto dinero en su entrenamiento?

–Te estarás preguntando qué hacemos aquí.

Tragué saliva. La desconocida me había leído el pensamiento. Siguió hablando.

–Verás, cariño, no encontré otro modo de convencerte. Y mira que lo he intentado.

Un momento… esa voz… ¡Mierda! Había oído esa voz en alguna parte, pero era incapaz de asociarla a un rostro, a un lugar, a un acontecimiento. Escuché tratando de obtener alguna pista sobre lo que me estaba sucediendo.

–Tenías razón cuando me dijiste que en mis escritos faltaba acción. Que eran sosos y aburridos, y que así jamás conseguiría fama. Pero no debiste esperar a acostarte conmigo para desengañarme. Esas no son formas, Edward.

«¿Acostarme con ella? ¿Con quién?» Me esforcé en recordar las caras de las aspirantes a escritoras que habían acudido a mí para que fuera su editor. Buceé con desesperación en mi memoria, pero habían sido tantas mujeres a lo largo de los años que no lograba identificarla. Me arrepentí del poco caso que había hecho a mis conquistas. En el futuro prestaría más atención al tema.

–Pero eso ahora da igual, Edward. Voy a ser famosa. Y tú me vas a ayudar.

«¿Ayudarte?», pensé. «¡La llevas clara! Voy a seguirte la corriente hasta que me dejes salir de aquí. Luego me aseguraré de que nadie, nadie, en el mundo editorial te dirija la palabra. Eso suponiendo que des con un abogado que te saque de la cárcel, que lo dudo». Mi ritmo cardíaco empezaba a normalizarse. Le prometería cualquier cosa.

–Seré tan famosa como Amy Winehouse, Edward. Y, de paso, también crecerá tu fama. Porque los dos vamos a pasar juntos a la inmortalidad.

Empezó a tararear una melodía que me resultaba familiar, mientras yo me preguntaba qué habría querido decir. Otra vez pareció leer en mi mente y me sacó de la duda.

–He estado tantas horas en la sala de espera de tu despacho que al final me he hecho amiga de otra escritora, ¿sabes? Y a ella le contaste el mismo cuento. Bueno, a ella y a otras muchas. Y eso no está nada bien, Edward. No. No está nada bien. Como lo de acostarte con todas nosotras.

Oí el correteo nervioso de Killer. Comprendí que nos separaba una puerta cerrada.

–Verás, Edward, he escrito la novela perfecta –remarcó “la” de forma exagerada–. Y la he dejado en una empresa de mensajería para que se la lleven a mi amiga dentro de una semana. Es el tiempo que necesito para que todo se desarrolle sin complicaciones.

Seguía sin adivinar adónde quería llevarme esa loca. Algo en su tono hizo que se esfumara la frágil tranquilidad que había conseguido unos momentos antes.

–Te va a encantar el argumento, Edward. Una mujer con talento escribe una novela y la lleva a un editor. El editor es incapaz de apreciar su arte y le dice que la novela es anodina, que nadie pasaría del primer capítulo. Pero se lo dice después de haberle dado falsas esperanzas. Y todo para conseguir llevársela a la cama. La chica entonces escribe otra historia. Una basada en hechos reales, que todavía no se han producido, pero ella sabe que sucederán. Porque ha planeado todo lo que va a ocurrir. Y lo deja novelado para que le llegue a otra persona que se encargará de la publicación cuando todo acabe. ¿Verdad que es original, Edward?

Me dieron ganas de reír. ¿Original? Seguro que la novela era un topicazo de esos donde el secuestrado comprende que la secuestradora es el amor de su vida, o alguna gilipollez de ese estilo.

–Dentro de poco te quitaré la mordaza y la venda. Podrás gritar si quieres, pero no te oirá nadie. No hay ni un pueblo ni una casa cerca de aquí. Si giras un poco el cuello a tu derecha, podrás notar que hay algo. Es un bebedero. No quiero que te mueras de sed. Tienes agua para una semana, igual que tu perro. Siento no haber hecho lo mismo con la comida. Lo siento sobre todo por Killer –la mujer se puso a tararear otra vez la misma musiquilla mientras parecía moverse por la habitación Y ahora te voy a contar el final de la novela. La escritora secuestra al editor y planea un crimen perfecto. Lo encierra en un lugar solitario y lo deja atado sobre una cama. Su perro está en la habitación de al lado. A ella no le ha costado trabajo drogarlos para llevarlos a ese sitio tan alejado.

Sentí un tirón en la cara y me chupé los labios, libres de la mordaza. Unas manos desataron la tela que me cegaba.

–El final es mejor que lo veas por ti mismo. ¡Te va a encantar!

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Eso fue hace dos días. Sigo atado a la misma cama. A la derecha está esa especie de bebedero. A la izquierda, el tic-tac de un temporizador acompaña a mis nervios. Ella lo giró para que yo no pudiera ver los números, pero sé que cuando suene se desbloqueará la cerradura de la puerta. Encima de mí veo una hamaca colgada cerca del techo. En el suelo, al lado de la cama, están tirados la escalera de mano que ella usó para llegar allá arriba y el cuchillo con el que se abrió las venas. Estoy bañado en su sangre. No sé bien en qué momento exacto ha muerto, pero ya da lo mismo. Oigo gimotear a mi perro en el cuarto de al lado.

Cuando suene el temporizador, la puerta se abrirá. Los coágulos que bañan mi abdomen huelen a óxido. De golpe me viene a la memoria la melodía que tarareaba esa loca. Era la sintonía de Juego de Tronos. Y las idas y venidas de Killer, como siempre que tiene hambre, son cada vez más frenéticas.

Adela Castañón

Imagen de Steve Bidmead. Pixabay

El poder de las palabras

La narrativa sufre un dilema ontológico: ¿las historias son reales o imaginarias?

Jerome Bruner

Cuando me lancé al mundo de la escritura, empecé a cuestionarme la veracidad de las historias más importantes de todos los tiempos. La narrativa es tan poderosa que puede transformar cualquier mentira en una verdad a medias o en una verdad irrefutable. Y es que los seres humanos tenemos una capacidad increíble para inventar historias en las que, la mayoría de las veces, es imposible diferenciar entre la realidad y la ficción. Además, nuestro cerebro está programado para disfrutar de los relatos porque influyen directamente en nuestras emociones y nos hacen revivir momentos del pasado.

Recuerdo cuando un amigo me comentó que se decía que no merecía la pena ver Birdman, del director mexicano Alejandro González Iñárritu. Yo acababa de verla y le dije: “¡No te la puedes perder, es buenísima!” Y, como no mostraba ninguna intención de verla, se la conté para animarlo. Mi amigo me respondió: “¿Sabes? Voy a ir a verla”. Al día siguiente me llamó y me dijo: “La película, efectivamente, es una completa basura, no me gustó”. Y cerró su intervención diciéndome que la había disfrutado mucho más cuando yo se la había contado. Puse tanta pasión en cada palabra que utilicé para recrearle las escenas, que le generé una expectativa que no logró superar la realidad, porque no todos tenemos los mismos gustos o nos apasionan las mismas cosas. Y la propuesta de Iñárritu no era del corte de mi amigo, así que ver la película solo podía terminar en una decepción para él. Somos muy buenos contando historias y, cuando tenemos argumentos, esas historias adquieren tanto poder que podemos cambiar el mundo con nuestras palabras.

Transporte narrativo

El concepto “transporte narrativo” ha sido propuesto como el principal mecanismo o proceso mediador para explicarnos el impacto persuasivo de la ficción. Es el que nos permite viajar por el tiempo. Imaginar que estamos en el preciso momento en que sucede la historia, involucrarnos con el personaje principal y entender por qué actuó de una forma y no de otra.

Cualquier texto actúa como medio de transporte. En el momento de la narración el lector entra en una especie de trance, que le provoca un impacto en las actitudes y creencias que tiene sobre el mundo. Cuando una persona viaja simbólicamente a otro lugar, cuando lee una novela o ve una película, se transforma algo en su interior que provoca consecuencias cognitivas palpables en su percepción del mundo. Se dice que el lector llega a experimentar el sentimiento de estar perdido en el relato.

En Experiencing Narrative Worlds: On the Psychological Activities of Reading de Richard J. Gerrig, el autor nos plantea cómo los contenidos narrativos inducen estados de inmersión, absorción y transporte narrativo. El lector, al sentirse arrastrado a otros mundos, retorna del mundo imaginario a la vida real con opiniones basadas en lo que, de alguna manera, ha experimentado durante su viaje.

En Persuasión narrativa: el papel de la identificación con los personajes a través de las culturas, Juan José Igartua Perosanz afirma que el transporte narrativo implica un efecto emocional. Las personas que han logrado quedarse absortas en la ficción pueden experimentar un cambio en sus creencias sobre el mundo que las rodea.

Un sujeto transportado en un relato de ficción experimenta una perdida de atención con respecto a la realidad física inmediata y, simultáneamente, una focalización de la atención en el relato y en la realidad que se describe en el mismo. Así, algunos aspectos del mundo de origen se vuelven inaccesibles, de ahí que se utilice en ocasiones el concepto de inmersión. A nivel físico el espectador inmerso en una ficción no será consciente de los cambios que se producen en su entorno cercano porque sus recursos atencionales están concentrados en el relato (P.119)

Para el psicólogo Jerome Bruner, contar es un acto interpretativo del pasado. Porque los recuerdos basados en evidencias visuales o en repentinas iluminaciones están al servicio de muchos patrones, no solo de la verdad. En su libro La fabrica de historias: Derecho, literatura, vida, asegura que nunca narramos con una “mirada desde el Olimpo” sino que lo hacemos desde perspectivas alternativas que nos dan la libertad de crear una visión correctamente pragmática de lo real. El narrador, y en particular el literario, debe tratar con reverencia aquello que le resulta familiar, si quiere ser verosímil: Reverenciar la vida corriente, venerar la vida menuda del día a día, he ahí una condición básica de un buen relato. O según el escritor James Joyce: Hacer de lo ordinario una epifanía de lo posible.

Una narración modela, no solo el mundo, sino también las mentes que intentan darle significado.

Jerome Bruner

No se puede verbalizar la experiencia sin asumir una perspectiva. Los seres humanos jugamos con las posibilidades, hacemos apuestas y, al hacerlo, nos guía la capacidad de narrar historias posibles. Porque contar historias nos prepara para imaginarnos qué podría ocurrir de esa manera. En Realidad mental y mundos posibles, Bruner plantea cómo el lenguaje impone una perspectiva en la cual se ven las cosas y una actitud hacia lo que miramos. Porque el mensaje en sí puede crear la realidad que encarna y predisponer a quienes lo oyen a pensar de un modo en particular. Todas las historias se crean para generar una reacción especifica en las personas. Algunas solo buscan entretener y otras pueden llegar a limitar el análisis racional y crítico para apelar a las emociones básicas con la intención de persuadir.

La persuasión se define como un proceso en el que un comunicador intenta inducir un cambio en las creencias, actitudes o conductas de otras personas, a través de la transmisión de un mensaje y en un contexto en el que los receptores del mismo tienen la posibilidad de aceptar o rechazar. Las teorías más actualizadas sobre persuasión intentan comprender a través de qué procesos se produce el cambio de actitudes. Según las teorías del procesamiento sistemático, el cambio de actitud está determinado por el grado de reflexión o elaboración cognitiva consciente que se realice de la información y la evaluación que se haga de ella. La probabilidad de que se produzca dicha elaboración depende de la motivación y de la capacidad del receptor para procesar el mensaje.

Cuando las personas consideran que los argumentos del mensaje son inverosímiles no se ven persuadidas por él. La persona trasladada a un mundo de ficción no efectuará una reflexión profunda, sistemática o exhaustiva sobre los argumentos del relato. El transporte narrativo hace posible la influencia persuasiva incidental. Y esta es la causa del impacto persuasivo.

Manipulación mediática

Según Noam Chomsky, hacer uso del aspecto emocional es una técnica clásica para disminuir el sentido crítico de las personas y permite implantar ideas o inducir comportamientos. Los medios de comunicación son muy eficientes para moldear la opinión pública hasta el punto de que incentivan unas corrientes ideológicas sobre otras. La manipulación mediática surge del interés de ciertos grupos por conformar una conciencia colectiva.

La función de los medios de comunicación es entretener e informar, actúan como un transmisor de mensajes para la comunidad. El cumplimiento de este papel requiere de filtros que permitan clasificar la información que es apta para cierto tipo de audiencia. Según Chomsky, las noticias que se difunden en los diferentes medios son “cuidadosamente seleccionadas” atendiendo a los intereses de ciertas élites y acallan cualquier tipo de información que vaya en contra de sus intereses particulares, siendo realmente su principal tarea, realimentar las ideologías y pensamientos de estos grupos en la población.

Como decía en el inicio de este artículo, cuando empecé a escribir me cuestioné la veracidad de las historias más importantes de todos los tiempos. Y la verdad, es imposible no cuestionarme, porque ya tengo consciencia del poder que pueden ejercer las palabras. La forma en que se narran los acontecimientos puede cambiar radicalmente la opinión de un grupo de personas respecto a un tema, justificar guerras e incluso incentivar la estupidez.

Mónica Solano

Imagen de Michael Schwarzenberger 

De la alfarería de Biescas

De la tradición oral fragolina

Me hizo un alfarero de Biescas del siglo XVI, por eso tengo sólo tres asas y entre ellas me bajan unas trenzas como las de las vaqueras del Pirineo.

Hace más de un siglo que la abuela Engracia me trajo a esta casa, desde Ayerbe, entre los objetos más preciados de su dote. Durante muchos años conservé la mejor miel de las abejas, hasta que una epidemia acabó con los enjambres y me arrinconaron en una falsa con los trastos viejos.

Un día, Engracita, la nieta de Engracia, que estudiaba arqueología, me descubrió por azar y puso el grito en el cielo por la incultura de sus padres.

–¿Cómo habéis podido abandonar, así, una de las piezas más apreciadas de la cerámica del Pirineo?

Y yo me dije sonriendo:

–¡Ella sí que es inculta! No sabe que he sobrevivido tantos años gracias a que me abandonaron en un rincón y nadie se acordó de mí. Ni los ratones, que ya no guardaba nada que les gustara en mi panza. Gracias a que todos me olvidaron he podido ser testigo de todos los acontecimientos de la familia.

Engracita se emocionó tanto con mis orígenes que me llevó a una exposición del museo del Serrablo. Allí me limpiaron, me acariciaron y fui la reina por un año. A la vuelta, esa nieta intrépida no me envolvió bien, y en un bache de la carretera sufrí un gran golpe. No llegué a partirme del todo pero necesité muchas lañas para reparar las rajas de mis costados y perdí parte de mis trenzas.

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 Ahora que Engracita está muy mayor ha decidido deshacerse de mí. Ha llamado a un anticuario que le ofrece una fortuna. “¡Una pieza del siglo XVI y con lañas!”. Esta Engracita siempre ha sido un poco atolondrada. ¿Por qué no me ha donado a un museo para que me acaricie la gente?

Ya veo que me voy a pasar el resto de mi vida en casa de un coleccionista que no conocerá mi pasado. Ni sabrá que un famoso alfarero de Biescas nos dio vida a mí y a muchas de mis hermanas que todavía andan arrinconadas por las falsas de las casas del Pirineo.

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Fotografías: Víctor Arenzana Hernández. El Frago (Zaragoza), septiembre de 2016.

Una tinajica de la alfarería de Biescas sobre un toallón de lino en la terraza de Casa Melchor. El racimo de uva, de la viña de Barbé. Mi abuela Antonia (El Frago, 1885-1950) le compró la escudilla a un quincallero de la plaza, a cambio de unas herraduras viejas. El toallón fue tejido, a principios del siglo XX, por el Benito Ángel Biescas (El Frago, 1882-1956), de Casa el Tejedor. Continuarón el oficio sus hijos Julián y Alfredo. A todos ellos les dedico este relato.

Carmen Romeo Pemán

Un breve relato de terror: el corrector

Juan miró el pasillo. El olor pestilende del orín se mezclaba con el de la humedad de las paredes y con el de la comida descompuesta. El techo, que casi se podía tocar con los dedos si se levantaba la mano, tenía desconchones y bolsas de agua, además de diez ojos de buey. Algunos estaban rotos, otros fundidos y, el único que funcionaba, titilaba.

Miró a su criatura, a la que sujetaba con fuerza con la mano. Intentaba engañarse y creer que la estaba tranquilizando, pero él era quien necesitaba valor y consuelo. Su niña bonita había sido el fruto de su amor y, aunque sabía que lo que iba a hacer era lo mejor para ella, se estremecía al pensar en dejarla a solas con un desconocido. ¿Cómo la trataría? ¿Tendría con ella la consideración que se merecía? ¿Sobrevivirían a esta intervención?

Se concentró en la meta que apenas entreveía al final del pasillo. Dio un paso, luego otro. A medida que se acercaba, se hacía más claro el lugar en el que todo cambiaría. Era una puerta de madera con un gran sobre de cristal opaco que empezaba a media altura y ocupaba toda la parte superior. Detrás, una luz moribunda resaltaba unas letras desgastadas que apenas se leían. El mensaje sobresalía por entre las salpicaduras de sangre de sus clientes anteriores:

“Hacemos correcciones de textos literarios”

Os estaréis preguntando qué hace Carla publicando un relato un lunes, si los lunes, en Mocade, son días de artículo. Y tenéis razón.

Quizá, cuando leáis mi relato , pensáis que exagero. Que el autor no ve a los correctores como terribles mutiladores de su obra y, por tanto, de su ingenio. Quizá. Pero, cada vez que me pongo a bucear entre los ebooks publicados en Amazon por escritores indies, me acaban sangrando los ojos con sinopsis plagadas de faltas y de puntuación creativa.

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Un ejemplo de puntuación creativa. Amazon.

Llamadme quisquillosa pero, como lectora, solo pido un mínimo de respeto por la lengua en la que intentamos comunicarnos. Y por mis ojos, que sufren mucho.

Uno de esos días en los que lloraba sangre con profusión después de una búsqueda de lectura nueva, y teniendo en mente la preparación de este post, se me ocurrió examinar qué era lo que los escritores noveles hacían antes de (auto)publicar un libro. Si lo corregían o qué. Como formo parte del grupo de Facebook “Libros, lectores, escritores y una taza de café”, aproveché para preguntarlo:

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Las respuestas cubren todas las opciones que tiene un escritor:

“¿Corrección? ¿Qué corrección?”. Escribí esta opción con los dedos cruzados, incluso los de los pies, temiendo que alguien la eligiera. No fue así, por suerte.

“Solo lo he corregido yo”. Pienso que esta opción es casi lo mismo que no corregirlo. Porque es muy difícil ver los errores propios (si lo escribiste mal, ¿seguro que vas a verlo? ¿No lo habrías escrito bien a la primera?) y posiblemente el texto cojee más que Claudio.

“He pasado mi libro a otros escritores para que corrigieran”. Pensaba, de verdad, que esta opción tendría más acogida. Porque es de suponer que un escritor conoce los trucos del oficio y te puede decir qué cosas son las que fallan: si las tramas cuajan o aburren, si los personajes son más planos que un folio o si tienen más curvas que la Pedrera. Dejar tu novela a un escritor es una buena idea, pero no es imprescindible que tenga la misma formación específica que un corrector, por lo que pueden obviar muchas cuestiones de estilo y ortográficas.

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La Pedrera. Porque Gaudí odiaba las líneas rectas. Wikipedia.

“He pasado mi libro a lectores de confianza para que corrigieran”. Como veis, esta es la opción preferida, de lejos. Y yo soy partidaria de dar a leer el texto antes de publicarlo, pero para ver si funciona, no para corregirlo Porque, ¿qué formación tienen esos lectores? ¿La que se imparte en primaria y secundaria? No olvidemos que conocer la lengua no es garantía de hacer un buen trabajo de corrección, hace falta algo más. Y recordemos que hay lectores que devoran libros y que, misteriosamente, son impermeables al conocimiento de la ortografía básica como saber que “a ver” y “haber” no se usan indistintamente, aunque suenen igual. Y que “aver” no existe.

“He pasado mi libro a un corrector”. La verdad, me esperanzó que fuera la segunda opción más votada, aunque rivalice por el puesto con los que se autocorrigen.

Las respuestas a la encuesta me acabaron de convencer para escribir este post. Me gustaría desmitificar el papel de los correctores y traductores. Siempre han sido necesarios pero, hoy, que cualquiera puede escribir un texto de menor o mayor calidad y ponerlo a disposición de quien lo quiera leer, más aún.

El punto de vista del corrector

Creo que una buena manera de desmitificar el trabajo del corrector es hablando con uno de ellos. Por eso me puse en contacto con Mariola Díaz-Cano, filóloga inglesa, traductora y correctora ortotipográfica y de estilo.

Carla – Muchos escritores nóveles aún no conocen el trabajo de los correctores. ¿Podrías explicarnos brevemente cuál es vuestra labor?

Mariola – Nuestra labor consiste en revisar que la forma de un texto sea correcta, independientemente de su contenido. Es decir, que ese texto cumpla las normas básicas ortográficas, gramaticales, sintácticas y de léxico que permitan su claridad y comprensión. En definitiva, «limpiarlo» de errores o erratas que puedan tener. Por ejemplo, ese «nóveles», que es incorrecto. El adjetivo es novel y el plural es noveles, sin tilde. Para ello, contamos con varias herramientas lingüísticas como la norma académica que dicta la RAE y otras muchas (diccionarios, manuales, etc.). Más simple: hacemos que un texto esté correcto, pero puede que ese texto no sea bueno. La calidad la juzgan los lectores.

C – Aunque el trabajo de corrección es imprescindible aún hay muchos autores, especialmente los noveles, que son reacios a contratar vuestros servicios. ¿Cuáles crees que son los motivos?

M – Posiblemente por el precio, pero hay que tener en cuenta que a veces no están seguros o desconocen qué tipo de correcciones hay o necesitan. No es lo mismo una corrección ortotipográfica superficial que una corrección profunda de estilo, mucho más especializada, o una corrección profesional que incluye ambos servicios. Pero lo fundamental es el tiempo que puede llevar ese trabajo. De nuevo, no es lo mismo la corrección ortotipográfica de un folleto, la revisión de una bibliografía, o la de estilo de una novela de 300 páginas. Y todos sabemos que el tiempo tiene un valor importante.

C – ¿Qué es lo más difícil de vuestra labor?

M – Tal vez darte cuenta de que puedes dudar de lo más mínimo o que, en varias ocasiones, la lengua puede ser tan flexible que todo está permitido. Pero sobre todo, en particular en la corrección de estilo, hay que intentar por todos los medios no perderle el respeto al texto. Eso, a veces, es un verdadero esfuerzo, pero ayuda ser capaz de ponerse en el otro lado. Y dado que en mi caso también soy escritora trato de mantener ese equilibrio.

C – Como ya sabemos, un autor debe construir una voz que hable al lector. Aunque, en un mundo ideal, el narrador debería de ser diferente al autor, está claro que es complicado librarse de ciertos modismos o formas del habla. ¿De qué forma interviene aquí el corrector de estilo? ¿Se deben cambiar los modismos o formas de hablar del narrador en pos de un lenguaje más normativo? 

M – El corrector de estilo (y el tipográfico menos) no tiene nada que ver con la voz que decida utilizar el autor. Que este quiera escribir en primera o tercera persona no influye a la hora de usar recursos o figuras según su conveniencia o para construir personajes. O sea, un personaje tendrá la forma de hablar que quiera el autor, independientemente a su voz. El corrector de estilo puede hacer sugerencias o comentarios para mejorar la construcción o comprensión de determinadas expresiones (concordancias, coherencias, pleonasmos, barbarismos, etc.), pero no debe alterarlas más que en el grado que afecte a la norma más básica y fundamental. Siempre será el autor el que tenga la última palabra, él es quien acepta o no los cambios o sugerencias propuestos. Y aquí vuelvo a hablar desde los dos lados. Además, el autor también puede pedir que se mantengan esas características especiales. Donde actúa el corrector de estilo es por ejemplo en mantener la coherencia con el contexto. Si el autor crea un personaje del hampa criminal en una novela negra ambientada en los Estados Unidos de los años 50, en teoría, debe saber hacerlo hablar como tal. Si el corrector de estilo observa que ese personaje habla con giros lingüísticos del siglo XXI, es cuando le llama la atención al autor sobre ello. Eso sí, le corregiría sin dudarlo un «pegale un tiro» o «me ha robado doscientos pabos», porque eso forma parte tanto de la corrección ortotipográfica como de la estilística.

El punto de vista del corrector que también es escritor

Para esta parte de la entrevista he escogido a Gabriella Campbell, a la que muchos conoceréis por ser una de las blogueras literarias más importantes en lengua hispana.

Carla – Como escritora y correctora, ¿qué significó para ti que otra persona tocara tu trabajo la primera vez? ¿Fue traumático? (doy por hecho que tus libros pasan por otra correctora por aquello de que cuatro ojos ven más que dos).

Gabriella – Pues es un problema, si te soy sincera. Cuando otros correctores han revisado mis textos ha sido un poco desastre, por la sencilla razón de que si dos correctores no están de acuerdo en algo, se inicia un largo proceso de consultas a Fundeu, citas de la RAE y debates sobre el manual de estilo que use la editorial. Así, una corrección sencilla se alarga mucho más de lo necesario.

Debido a esto, para obras autopublicadas prefiero tirar de buenos lectores de confianza que no son correctores profesionales, pero que saben cómo trabajo y dónde suelo meter la pata. Cuando publico con editoriales, intento no intervenir demasiado en la corrección, pero confieso que me cuesta mucho (y he sido editora y maquetadora también, así que te puedes imaginar lo pesada que puedo llegar a ser).

Insisto siempre en la necesidad de otro par de ojos (¡o más!): ya sea un corrector si eres escritor a secas o un lector excelente si ya tienes experiencia como corrector profesional y no te apetece entrar en el bucle que ya he descrito.

C – ¿Qué pasa si tienes un punto de vista diferente ante una corrección? ¿Qué criterio consideras que vale más, el tuyo como autora o el suyo como corrector?

G – Creo que cualquier corrector te dirá que el criterio del cliente acaba pesando más, por la sencilla razón de que es quien paga. Siempre he dicho que, con la excepción de fallos garrafales de ortografía, todas las modificaciones de estilo son sugerencias que el cliente puede aceptar o no. Y en alguna ocasión he tenido que dejar pasar, también, algún fallo garrafal, porque el cliente se empecinaba y no había manera de hacer que cambiara de opinión.

Cuando trabajo como escritora con otro corrector, mi perspectiva ya no es de autora, sino también de correctora. Así que se trata, como ya he mencionado antes, de un debate entre colegas.

 C – ¿Crees que el trato que dispensas a obras y autores como correctora ha cambiado desde que te pusiste al otro lado?

G – Creo que me he vuelto más diplomática, desde luego. Entiendo ahora mucho mejor lo duro que es recibir una corrección (sobre todo de estilo); para muchos autores es una crítica, una manera de decir que no hacen bien su trabajo (cuando no es así, para nada). Así que he cambiado mi forma de comunicarme con autores: presento las correcciones como sugerencias y el lenguaje que empleo con ellos es muy distinto. Está enfocado a que entiendan mis correcciones como maneras de sacarle el máximo potencial a su texto, no como correcciones de algo que ellos han hecho mal. Corregir es, como tantos otros oficios, un aprendizaje constante de trato con el cliente.

El punto de vista del traductor

Si ya es difícil mandar un libro a corregir, imaginaos lo que tiene que ser dejarlo en manos de alguien que habla otra lengua que no sea la tuya. ¡Cuántos miedos! ¿Lo corregirá bien? ¿Sabrá transmitir en inglés, sueco o suajili cómo se siente mi protagonista amado? ¿Por qué no podrán todos hablar la misma lengua que yo, eh? ¿EEEEHHHH?

Por eso he contado con Roberto Correcher. Roberto es muchas cosas: traductor de holandés, danés, alemán e inglés (¡ahí es nada!), pero es que además es guionista y actor. Seguro que muchos lo conocéis por sus papeles en teatro y televisión. Ya, yo también me pregunto cómo tiene tiempo para todo. ¡Hasta para contestar a mi entrevista!

Carla – Una de las cosas más importantes para el autor es encontrar una voz única. ¿Es fácil mantener esa voz en el proceso de traducción?

Roberto – Lamento ser taxativo, pero la respuesta es no. Al leer tu pregunta se me agolpan varias ideas en la cabeza a las que me gustaría dar salida. El mero hecho de hablar un idioma no lo convierte a uno en traductor. La traducción es un «arte de interior» que rara vez se aplaude, es un trabajo solitario y desmedido que no se reconoce. Los traductores literarios preparan su labor mucho antes de ponerse a traducir un libro o una novela, como poco leen obras anteriores de ese autor para familiarizarse con el estilo, el tono —no solo las obras originales, sino también las traducidas—, el contexto social en el que se ha escrito la obra, el contexto social del momento en el que el autor escribió la obra y un sinfín de cosas más que prepararán al traductor para la tarea. Los autores pueden tardar días en dar por buena una frase, el traductor no puede pasar por alto ese trabajo. Es su obligación ser fiel al autor y empaparse hasta la médula, lo cual puede resultar agotador; sin mencionar los plazos de las editoriales, pero ese es otro cantar.

C – ¿Cuál es la relación del autor con el traductor? ¿Le da algún tipo de directriz de cómo quiere la traducción, etc.?

R – Pues varía todo lo que puede variar una relación. Hay traductores que son los «titulares» de ciertos autores. Con el tiempo y el trabajo han ido fomentando una relación, han canalizado empatías y la tarea es mucho más fácil. El autor siempre puede clarificar matices, imágenes, etcétera. Por supuesto, esto no siempre se da, de hecho, no es lo habitual. Lo normal es que se reciba un encargo de un autor que no conoces ni conocerás y al que empezarás a vislumbrar a través de su escritura, algo que también es muy enriquecedor, sin duda. Una buena relación con la editorial basada en la profesionalidad también es indispensable. Habrá correcciones, notas, cambios que uno mismo debe defender y argumentar para honrar el trabajo del autor.

C – ¿Qué recomiendas a un autor independiente que quiera traducir su obra sin el apoyo de una editorial?

R – Hay algunas plataformas (http://www.babelcube.com) en las que los autores tienen sus libros para que traductores que quieran empezar a desenvolverse en el campo hagan sus primeros pinitos y cuyo destino suelen ser plataformas como Amazon, donde la calidad de los libros a la venta no siempre es satisfactoria. Naturalmente, estas traducciones son gratuitas y la recompensa se «traduce» en potenciales y precarios derechos de autor que se compensan con la satisfacción de haber traducido el primer libro.

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Creo que la conclusión que podemos sacar de estos grandes profesionales es que la corrección es necesaria y que no supone ningún trauma acudir a un corrector para que deje nuestro texto tan limpio como se merece.

Desde aquí, quiero dar las gracias a Mariola, Gabriella y a Roberto, y desearles muchísimos éxitos (que ya tienen) a los tres. Dejadme un huequito en vuestra agenda para cuando tenga lista mi novela, que os voy a necesitar.

Para los más curiosos, os dejo las biografías de los tres entrevistados. Seguro que os gustará saber un poco más de ellos.

Mariola Díaz-Cano Arévalo es filóloga inglesa, correctora ortotipográfica y de estilo y traductora, además de escritora desde la infancia. Con casi innato interés por el mundo de las letras y el lenguaje en general, empezó más oficialmente en el mundo de la corrección al participar en un blog literario donde escribía y corregía textos de otros colegas escritores, que empezaron a hacerle encargos. Así que, como correctora ortotipográfica y de estilo, ya son diez libros publicados.

Como escritora tiene varias influencias literarias, con preferencia por el género negro y el más clásico de aventuras, sobre todo las que transcurren en el mar, quizás por contraste con sus orígenes de tierra adentro. Tiene pendientes de publicación un par de novelas y también escribe relatos de varios géneros (RINCÓN LITERARIO – IATA – MDCA CORRECCIONES).

Entre sus escritores favoritos destacan Robert Louis Stevenson, Jane Austen, Walter Scott, Alejandro Dumas, Edgar Allan Poe, Julio Verne o Patrick O’Brian, y más contemporáneos, Arturo Pérez-Reverte, James Ellroy y Jo Nesbø, entre otros muchos.

Gabriella Campbell es licenciada en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y tiene un experto en Comunicación. Fue cofundadora y dirigió durante siete años la editorial Parnaso, ha sido correctora y lectora profesional, y en la actualidad se dedica a escribir y a ayudar a otros escritores.

Tiene dos poemarios publicados (El árbol del dolor, Happy Pills) y un libro de relatos de fantasía oscura: Lectores aéreos. Ha colaborado como redactora en diversas revistas y páginas web, entre las que destaca la red literaria Lecturalia.com y su propia web para escritores: www.gabriellaliteraria.com.

También publica libros para autores (70 trucos para sacarle brillo a tu novela), y ha escrito El fin de los sueños y El día del dragón con José Antonio Cotrina.

Roberto Correcher  es graduado en Comunicación y Criminología. Compagina el trabajo de traductor con su gran pasión, la actuación. Además de participar en Yo soy Bea o Perdona bonita, pero Lucas me quería a mí, podemos verle a menudo por los teatros de Madrid.

Su gran pasión por las artes no se quedan ahí. Además de su formación como guionista y escritor, es un entusiasta de la novela negra y policíaca, especialmente la novela escandinava. Disfruta leyendo a Caleb Carr, Dean Koontz o Edgar Allan Poe.

Cuando se jubile lo encontraréis haciendo yoga junto al mar.

Carla

@CarlaCamposBlog

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