El alguacil que todo lo zafumaba

Leyenda fragolina

Al alguacil de casa Moliné y al de casa Picos. Y a la alguacila de casa Calistro.

Evaristo, el alguacil, llegaba muy temprano al Ayuntamiento y todos los días se preguntaba lo mismo:

—¿De quién sería la idea de poner la Secretaría en este local con tan poca ventilación? —suspiró resignado—. Seguro que al mismo que se le ocurrió poner la escuela en un piso alto, y con las escaleras justo aquí al lado.

Sí, era cierto que estaba a piso llano con la plaza y que en invierno los hombres entraban a calentarse y a charlar un rato con él. Eso le gustaba porque estaba al tanto de todo lo que pasaba en el pueblo.

Lo que no le gustaba era encender aquella estufa que tiraba tan mal. El tubo de hierro no podía subir recto al tejado porque tenía que pasar por la Escuela de Niñas. Así estaba al principio hasta que un día comenzó a salir humo de la tarima. Y menos mal que no era hora de clase, si no, menudo chandrío.

—Esto se pasa de castaño oscuro —le dijo la maestra—. Y que sea la última vez que enciendes.

Evaristo se fue a ver al herrero y entre los dos se las ingeniaron para sacar el tubo directamente a la calle. Agujeraron el cristal de la ventana, lo atravesaron con un codo de hierro y empalmaron dos tubos en forma de L.

—Creo que no se ha visto un tiro como este en toda la redolada —le decía el herrero. Y miraba complacido su obra de arte.

Lo que no se esperaban era que el primer día que salió calmado una gran humareda llenara la plaza y bajara por la calle Mayor hasta El Terrao. Las mujeres se asomaban a las ventanas a ver de dónde venía, por si había que correr. Y el sacristán estaba preparado para tocar a fuego.

—No te preocupes, Evaristo, esto solo pasará hasta que se mueva un poco de aire.

A los pocos días, empezó a silbar el cierzo y un humo denso revocaba hacia adentro. Entonces el alguacil abría la puerta del pasillo y dejaba que subiera escaleras arriba. Al momento oía las toses de las niñas y los pasos de la maestra que bajaba los escalones de piedra de dos en dos. En un santiamén se plantaba en la puerta y parecía un fantasma en medio de aquella nube negra.

—Evaristo, no te das cuenta de que nos estás atufando. —Doña Simona se tapaba la nariz con un pañuelo de batista—. Además, estás ennegreciendo toda la fachada. Y hace menos de un mes que la blanquearon.

—¡Tranquila, mujer, tranquila! En cuanto se caliente el hierro todo se pasará.

Cuando se fue la maestra, Evaristo se quedó pensando cómo arreglar el asunto. “Tendré que madrugar más y encender antes de que ella se despierte”. Pero, como doña Simona dormía en la escuela y tenía el sueño ligero, tendría que andarse con cuidado.

Así fue como se acostumbró a salir de casa al rayar el alba. Subía por la cuesta de El Terrao, atravesaba el arco medieval y se asomaba a la barbacana. Aspiraba el aroma de los pinos mientras escuchaba el ajetreo de la herrería. Por mucho que madrugara, siempre le ganaba el herrero. Las caballerías no podían esperar.

En las paredes de la Placeta, el herrero había colocado varias argollas para atar a las mulas. Los días que había muchas, a Evaristo le daba miedo pasar cerca de las patas de los animales y se iba dando un rodeo por el Plano.

Esos días aprovechaba para ver salir el salir sol por el camino de Lacasta. Al llegar a La Cruz, se quedaba embobado mirando el manto rosáceo que cubría los campos del barranco de Cervera. Después daba la vuelta por el ábside de la iglesia y al enfilar la calle que llevaba al centro del pueblo le llegaba un olor agridulce. Tenía que andarse con cuidado y no pisar los vertidos de los orinales ni los excrementos de las cabras que estaban esperando al dulero.

Cuando llegaba a la plaza metía la llave en la cerradura del portón del edificio escolar, y procuraba no hacer mucho ruido para no despertar a la maestra. Entraba por el pasillo, casi a tientas, y abría la puerta de la derecha. Entonces se sacaba una caja de cerillas del bolsillo y encendía una vela que tenía preparada. Al momento salía con unos tizones hacia la Secretaría, que estaba justo enfrente del leñero. Cargaba la estufa y con la llama de la vela prendía las teas que había colocado en la parte baja. Abría el tiro y lograba que el fuego prendiera, pero controlar el humo era harina de otro costal. Y no tardaba en oír un grito ronco que bajaba por las escaleras:

—Ahora no moriremos de un incendio, pero con esas trazas de encender acabaremos todos zafumados.

Carmen Romeo Pemán

Evaristo, el alguacil, llegaba muy temprano al Ayuntamiento y todos los días se preguntaba lo mismo:

—¿De quién sería la idea de poner la Secretaría en este local con tan poca ventilación? —suspiró resignado—. Seguro que al mismo que se le ocurrió poner la escuela en un piso alto, y con las escaleras justo aquí al lado.

WhatsApp Image 2018-06-29 at 09.13.43 (1)Ilustración de Inmaculada Martín Catalán. (Teruel, 1949). Conocí a Inmaculada cuando llegó al Instituto Goya de Zaragoza. Venía con un buen currículo y con una excelente fama como profesora. Ha participado en numerosas exposiciones colectivas de escultura y pintura. Ya es una habitual colaboradora de Letras desde Mocade con la ilustración de mis relatos

Una buena noticia

En estos días han ocurrido dos cosas que me han hecho reflexionar, y quiero compartir con vosotros mi opinión. Una ha sido la celebración, el pasado 3 de diciembre, del Día Internacional de las Personas con Discapacidad. La otra, una noticia aparecida en la prensa local de mi ciudad, uno de cuyos protagonistas es mi hijo.

Compartí la noticia en mi Facebook y me ha emocionado recibir más de cien interacciones, con el consabido “me gusta” o “me encanta”. Y esa gran cantidad de respuestas me ha inspirado este artículo. Por una parte para agradecer el apoyo de todas esas personas. Y por otra para contribuir a seguir dando visibilidad a quienes tienen necesidades especiales y a toda la gente que trabaja para que su vida sea tan plena y feliz como la del resto de la humanidad.

En 1992 la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas (ONU) estableció una efeméride para informar y concienciar a la sociedad sobre la realidad de la vida de las personas con discapacidad, incidiendo no solo en sus necesidades, sino también en los beneficios que aporta su integración en todos los ámbitos de la sociedad, para ellos y para el resto de los que nos llamamos “normales”. En estos más de veinte años existen términos que todavía siguen generando confusión, y sobre ellos quiero hablar. La noticia cuya imagen comparto es un ejemplo magnífico para aclarar ideas sobre cuatro conceptos importantes: exclusión, segregación, integración e inclusión.

Exclusión

Según el Diccionario de Acción Humanitaria y Cooperación al Desarrollo, la exclusión social es el proceso mediante el cual los individuos o grupos son total o parcialmente excluidos de una participación plena en la sociedad en la que viven. El concepto surgió en Francia, en los años 70, y hacía referencia a un 10% de población que vivía al margen del resto y que incluía grupos como discapacitados, ancianos, niños víctimas de abusos y toxicómanos.

Es un concepto muy amplio, multidimensional, que no voy a desarrollar en profundidad, pero en esencia supone la marginación de una serie de individuos que, por decirlo de algún modo, se volverían semi invisibles para el resto de la sociedad.

Las personas excluidas carecerían así de los derechos, recursos y capacidades básicas que les darían acceso al mercado laboral, a la educación, a sistemas de salud y protección social y a todo aquello que hace posible una participación social plena.

En el contexto de la Unión Europea la exclusión social es un factor clave a la hora de abordar las situaciones de pobreza, desigualdad, vulnerabilidad y marginación que padece parte de la población y entre las que se incluye el grupo de personas con discapacidad o con necesidades especiales.

Segregación

Según la ONU, se puede considerar segregación a cualquier acción que pretenda de manera clara y contundente someter a personas a torturas, que les niegue el derecho a la vida y a la libertad, que divida a la población por razas, que impida que determinados grupos raciales participen en la vida social y que les imponga una serie de condiciones vitales que vayan destinadas a hacer desaparecer a aquellos.

Aunque la exclusión y la segregación tienen muchos puntos en común, uno de los matices que las diferencia es el de grupo. Si la exclusión se lleva a cabo de modo individual, la segregación se ejerce de modo más colectivo contra determinadas minorías, ya sean religiosas, sexuales o de otro tipo, aunque pueda darse a veces el caso inverso, como cuando la minoría blanca de Sudáfrica estableció las condiciones del apartheid contra la mayoría de color.

Integración

Esta palabra, de origen latino, conlleva la acción y el efecto de integrar o integrarse, es decir, de constituir un todo con muchas partes que pueden estar ausentes, o de hacer que algo o alguien pase a formar parte de un todo. Así entendida, la integración vendría a ser lo opuesto a la discriminación, es decir, la acción y el efecto que involucran a muchos factores con el fin de agrupar a personas pertenecientes a distintos grupos, colectivos o creencias, desarrollando la tolerancia para que toda esa diversidad tenga cabida en el todo. Así, en el proceso de integración, un determinado elemento se incorpora a una unidad mayor.

Hasta aquí, la cosa va mejorando. Y parecería que el paso siguiente, la inclusión, es casi un sinónimo de la integración. Pero si profundizamos un poco veremos que no es así, y conviene llamar la atención sobre ese dato.

Cuando se habla de integración del colectivo de personas con discapacidad, nos encontramos a veces con que hay niños con discapacidad que pueden estar en una clase, por ejemplo, pero no llegan a ser parte activa en muchas de las acciones que llevan a cabo sus compañeros sin discapacidad. Es decir, están “dentro” del aula, pero se les destinan espacios exclusivos o tareas diferentes. En ese sentido, lo que en principio podría parecer algo positivo, corre el riesgo de convertirse en algo que no lo es tanto porque en el fondo acabaría fomentando la discriminación.

Y eso me lleva al cuarto concepto que considero el más importante.

Inclusión

Aunque esta palabra se emplea a veces como sinónimo de la integración, tiene con ella diferencias importantísimas. Si la integración ponía el acento en el individuo diferente, la inclusión, por el contrario, persigue que todas las personas participemos y compartamos los mismos ámbitos. No se centra tanto en el individuo que se sale de la norma, como en adaptar el ambiente a las distintas personas. Porque si el que es diferente tiene problemas o dificultades para participar en las tareas, entonces es el ambiente el que debería modificarse o adaptarse llevando a cabo los ajustes necesarios.

La inclusión se centra en las capacidades de la persona en lugar de hacerlo en su diagnóstico o en su discapacidad. Y si nos referimos al ambiente educativo o laboral, no se dirige a la educación especial o a meras actividades ocupacionales, sino a la educación en general y al mercado laboral en toda su amplitud, aunque para eso no baste con algunos cambios superficiales y el sistema deba sufrir profundas transformaciones.

Si solo nos basamos en principios como la igualdad o la competición, estaremos abocados al fracaso. Hay que ir más allá e incorporar también los principios de solidaridad, cooperación y equidad, que no es lo mismo que igualdad. No se trata de dar a todos lo mismo, sino de dar a cada uno lo que necesita para disfrutar de los mismos derechos y oportunidades. Porque no es justo intentar cambiar o corregir a los que son diferentes, y sí lo es, en cambio, intentar enriquecernos y enriquecerlos en base a sus diferencias, ya que la inclusión no disfraza unas limitaciones que son reales. Lo que hay que modificar no es al niño o a la persona diferente, sino las barreras que impiden su acceso a participar en el ambiente educativo, social o laboral.

Para terminar

Si habéis leído hasta aquí, comprenderéis que la noticia que he compartido con vosotros es un ejemplo a seguir en cuanto a poner en práctica la inclusión. FUNDATUL es una fundación tutelar que contacta con empresas que ofrecen a personas con discapacidad la oportunidad de trabajar dentro de los mismos ámbitos que los demás. Las personas realizan entrevistas, aprenden a llevar a cabo las tareas de los distintos trabajos y se suman a actividades acordes a su perfil, para lo cual se realizan las adaptaciones necesarias en el ámbito laboral con apoyos y ajustes razonables.

Ojalá haya más organizaciones y empresas que se sumen a iniciativas como la de FUNDATUL. Mi hijo Javier está orgulloso de su oportunidad, y lo cito textualmente, para “prepararse para el mundo laboral”, gracias a las prácticas que realiza en Worten. Pero si faltaba una guinda para este pastel, os cuento que tengo una paciente que trabaja en esta empresa y el otro día, cuando vino a mi consulta, me dijo que ojalá muchos de los chicos se queden porque da alegría trabajar con ellos, y cito también textualmente, “por la buena disposición que tienen, lo pronto que lo pillan todo y las ganas de trabajar que demuestran”.

¿Verdad que el título del artículo le hace honor al texto? Para mí, al menos, que pasen cosas como esas es, rotundamente, una buena noticia.

Imagen tomada de Internet

Javier Plaza y su Canción de otoño al Pirineo

Javier Plaza, un alumno del Instituto Goya de Zaragoza, de mi instituto, hace unos meses llamó a mi puerta con su segunda novela.

—Hola, Carmen, me gustaría que me presentaras Canción de otoño.

—Por supuesto, cuenta conmigo.

Como profesora de literatura, no pude sentirme más emocionada.

—Podría ser la semana que viene.

—No, dame tiempo. Tendré que releerla con calma.

Y ese fue el gran regalo. El tiempo para una relectura pausada. Tan pausada que en muchos pasajes me sorprendía a mí misma leyendo en voz alta. Entonces pensaba: ¡claro!, es una canción.

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Javier Plaza y Carmen Romeo en el Instituto Goya. Presentación de La urraca en la nieve

Me había puesto en plan lector y no tomé ni una nota. Pero me dejó una huella tan marcada que me ha permitido redactar estas líneas.

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Desde la primera página un narrador omnisciente nos acompaña hasta la mente atormentada de Rosa y entona una triste canción de amor y muerte. Un canto lírico a los Pirineos. Y todo transcurre en el final de la guerra de la Independencia, cuando los personajes aún tienen abiertas las heridas de unas batallas inútiles.

Empezamos luchando contra los ingleses, con los franceses de nuestro lado, y ahora nos tienen que ayudar los ingleses a echar a los franceses. Tal vez mañana se unan y se repartan el país (p. 123).

Javier Plaza, con la seguridad de un narrador que ya se hizo adulto en La urraca en la nieve, selecciona las técnicas narrativas que mejor convienen al tema y al entorno. Si en La urraca estaba asombrado por el mundo impresionista, en Canción de otoño inmortaliza los valles del Pirineo y a sus gentes con la estética de los impresionistas.

El otoño, en realidad, El otoño en Argenteuil, era el nombre de dos cuadros. Uno de Claude Monet y otro de Pierre-Auguste Renoir. Y, siguiendo la lección de estos grandes maestros, encontramos las pinceladas y los colores de la rivera del Sena en las tonalidades otoñales del Pirineo Aragonés.

La bruma, que se aferraba a los barrancos y se enraizaba en lo frondoso del bosque, ya no levantaría hasta la mañana siguiente y ocultaba, en gris, los amarillos, los ocres y los rojizos (p. 12).

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La bruma en el bosque del Señor de Fanlo. Foto de Javier Plaza, 2018.

El título

Canción de otoño parece un acortamiento de Canción de otoño en primavera, el título de un poema de Rubén Darío, incluido en Cantos de vida y esperanza (1905). Como en el poema, la voz narrativa se mueve entre la añoranza de los viejos amores del pasado y el desencanto de haber perdido los años jóvenes. La experiencia amorosa va de la inocencia al desengaño y a los excesos. El final, como el último verso de Rubén Darío, mas es mía el Alba de oro, se abre a la esperanza.

Canción de otoño es un título que sugiere más que dice. Es una canción poética que lleva el eco de los trovadores medievales. Aquí en el Pirineo, como allá en Provenza, los poetas hablan de amores truncados, de anhelos casi imposibles. Aquí y allá, las belles dammes sans merçi se pasean por escenarios bucólicos.

Cuestión de ritmo

Hay novelas que respiran como gacelas y otras que respiran como ballenas, o como elefantes. (Umberto Eco, Apostillas al nombre de la rosa).

La respiración lenta de Canción de otoño tiene que ver con su lirismo, con los abundantes pasajes descriptivos y con las reflexiones sobre la vida interior de los personajes que se cuelan en sus páginas.

El tiempo narrativo

El presente y el pasado de los personajes, las acciones paralelas y el tiempo detenido son fruto de un rico juego temporal.

Como en Doña Rosita la soltera de Lorca, la acción comienza y acaba en el prólogo. Durante toda la novela, la protagonista conserva un tiempo interior estático, tan real para ella como el tiempo externo.

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Foto de Javier Plaza.

En esta novela se narra un fragmento de la vida de Rosa, solo cinco años, desde 1810 hasta 1815. Y los acontecimientos de estos cinco años se combinan con los recuerdos de su pasado en el Valle de Vió y con los de los Sitios de Zaragoza. Y, a su vez, todo está recordado desde un tiempo posterior sin fechar. En el epílogo la voz de Alfonso, su marido, le pide que recuerde, que no olvide.

La disposición cronológica

Los capítulos se disponen como en una novela histórica y eso nos hace pensar en una narración lineal.

  1. Prólogo. Otoño. Rosa ha vuelto al valle.
  2. Primavera. Con los recuerdos de los Sitios de Zaragoza nace el conflicto dramático: la muerte de su hijo, Gabriel, y de su marido, Alfonso.
  3. Verano. Escenas del valle.
  4. Invierno, primavera y otoño. El tiempo detenido. Aparece Mateo.
  5. Primavera y verano. Viaje a Zaragoza. Mateo en un lugar relevante.
  6. Otoño. Una boda es el símbolo de la puerta a la esperanza.

Sin fecha. Epilogo. En un tiempo posterior. Desde allí se ha recordado toda la novela.

Todo en un tiempo recordado

El encaje temporal es fruto de una tupida red de recuerdos que se encadenan. El olor de los plateros en Zaragoza le trajo a la memoria a Gabriel y a las veces que lo había recordado en Fanlo.

El difuminado olor de la plata ardiente también le golpeó el corazón con la misma crueldad de aquella tarde en que creyó ver a su Gabriel entre los chiquillos de Fanlo (p. 181).

Le basta un detalle para evocar las costumbres ancestrales, la que aún forman una parte importante de la vida del pueblo.

La casa Quílez hacía las veces de taberna en la noche de los sábados, y en ella se reunían los hombres del pueblo, sólo los hombres (p. 241).

Elementos de composición: la trama y las subramas

Javier Plaza vuelve a una estructura clásica, como en La urraca. Comienza por el desenlace, sigue con el planteamiento, el nudo y el desenlace ampliado. Acaba con el cierre.

En el prólogo encontramos un aparente desenlace: Rosa ha vuelto al valle y pasea por el bosque acompañada de unos recuerdos que le humedecen los ojos. Una voz la saca de su ensimismamiento y la devuelve a la vida. En el planteamiento y el nudo, predomina el tiempo presente de la protagonista: su nueva etapa en el Pirineo y el viaje a Zaragoza. El desenlace lo ocupan las relaciones tormentosas con Mateo. Y el cierre, el epílogo, una voz del más allá para que sea feliz, sin olvidar su pasado.

Consigue mantener la tensión dosificando los acontecimientos. Adelanta las situaciones de forma sutil, pero no cuenta antes de tiempo. Por ejemplo, habla del viaje que prepara Rosa¸ pero en ningún momento sospechamos el motivo. Solo lo descubrimos al final. Y el lector se sorprende cuando Pedro María Ric explica cómo habían dispuesto todo con mucha antelación.

Los puntos de giro están estratégicamente calculados para seguir sorprendiendo al lector. Nadie podría pensar que Mateo fuera un viejo conocido de don Pedro María Ric. Y hasta el desenlace no entendemos la despedida de la condesa de Bureta cuando le dice a Rosa que es joven y que tiene que pensar en su vida futura, como hizo ella.

Las subtramas

La línea argumental está enriquecida con los recuerdos de los personajes y las subtramas que la prolongan. De esta forma el tejido narrativo se densifica y se amplía el horizonte social de la novela.

Tronco de una navata

Los troncos de una navata. Foto de Javier Plaza

La relación de Rosa con la condesa de Bureta es una subrama importante. A través de la Condesa entran los personajes ilustres. Y Rosa se convierte en una heroína de los Sitios. De su mano conocemos los horrores de la guerra. Unos horrores como los de las pinturas negras de Goya, como los de la Zaragoza de Galdós y como los de La Artillera de María Ángeles de Irisarri.

La boda de Simón y Cecilia, la vida y el arte de los navateros, la subida de los rebaños a puerto, la bajada a la Hoya de Huesca y los episodios de las gentes del valle son subtramas que interesan por sí mismas y que aportan mayor sentido a la vida de Rosa.

Una historia de vida

En las primeras páginas ya percibimos que es una historia de vida, enmarcada y amplificada con digresiones ornamentales. Las digresiones o epífrasis consisten en ir abriendo unas anécdotas dentro de otras. En ir formando una tupida red de relaciones entre muchos personajes del valle hasta crear una especie de marasmo. Casi nos mareamos con las peripecias de los habitantes de las casas del valle. Los familiares que se acercan desde los pueblos vecinos a darle el pésame a Rosa la hilvanaban con su familia, con su casa, con su valle y con su vida (p. 29). Así afloran las relaciones ancestrales entre las familias. La novela se puebla de abundantes personajes que van configurando la epopeya del valle.

Los niños de la casa Barrau, pelirrojos, andaban siempre apedreando a los gatos y no había anciano en el pueblo que no les hubiera dado con el bastón, y los niños de la casa Borruel eran los más listos del valle y habían bajado a Boltaña a estudiar con un tío, que era jesuita, y hacía poco se habían ido con él a Italia, y los de la casa Clara, pastoreaban ya antes de andar y conocían todas las plantas, y por eso decían que su abuela, Anselma, era bruja (p. 247).

También sabemos de la crecida del río Bellós que se llevó la rueda del molino de Ansó e hicieron falta tres bueyes y una docena de hombres para que de nuevo la muela moliera (p. 14).

Poco a poco se van encadenando los acontecimientos como en los cronicones medievales. A final todo alcanza una dimensión épica en la que es imposible distinguir lo real de lo ficticio.

Una novela histórica

Los hechos históricos son el cañamazo sobre el que se teje la vida de Rosa. La originalidad descansa en el nuevo enfoque de los Sitios de Zaragoza y de las partidas de guerrilleros en todo Aragón. También la historia está recordada. Las batallas se cuentan desde el final del dominio napoleónico en España. Y redime la historia con la ironía.

En el fondo no somos tan buen negocio, este es un país arruinado. Nos invadieron casi por casualidad, porque se lo encontraron hecho (p. 28).

Un drama de amor y muerte

Canción de otoño es también un drama de amor y muerte. Un conflicto entre la tradición hispánica del amor más allá de la muerte y el instinto de la sangre. Un drama poético que nos trae a la memoria el soneto de Quevedo, Amor más allá de la muerte, y los versos del Romance de la Fontefrida:

—Si tú quisieses, señora, yo sería tu servidor.

—Vete de ahí, enemigo, malo, falso, engañador, que ni poso en ramo verde,  ni en prado que tenga flor.

Rosa, como la tortolica viuda del romancero, es un personaje dramático. Está azotada por el dolor del pasado y atormentada por el nuevo amor que llama a la puerta:

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Las escaleras de la casa de la Pardina del Señor de Fanlo. Foto de Javier Plaza

Rosa caminaba ya escaleras arriba, asfixiada, agotada, escuchando a aquella voz angustiada que la perseguía y la golpeaba (p. 243).

Como doña Rosita de Lorca es mansa por fuera y requemada por dentro, y se deshace en un mar de dudas y contradicciones.

Su mayor crisis personal coincide simbólicamente con la muerte de Napoleón, con el final de una etapa. En esta novela la historia y la vida van paralelas.

Una novela costumbrista

Canción de otoño es una novela costumbrista que supera el baturrismo. Cambia el punto de vista folclórico por el antropológico. Por los poros de sus páginas respira una documentación concienzuda y un conocimiento exhaustivo del Pirineo y de sus costumbres. Y todo está hecho con un gran amor a la tierra y a sus gentes.

Con vocación de antropólogo describe una pardina casi abandonada. La casa está en condiciones, tuve que retejar y tapar una grieta, pero el resto, muy abandonado. En el granero entra el agua, sobre todo en la parte de atrás, y el muro del corral se vendrá abajo cualquier día. La ermita está algo mejor, pero también con grietas (p. 143).

Bosque de la Pardina del Señor de Fanlo. Por Javier paza

Bosque de la Pardina del Señor de Fanlo. Foto de Javier Plaza

Rescata el mundo de los tratantes de madera y de los navateros. Tratantes viejos y resabiados, astutos como hurones y curtidos en generaciones de negociar con las serrerías, con los peones, con el Cinca y con el bosque (p. 124).

Este costumbrismo montañés nos trae a la memoria escenas de José María de Pereda y de los mejores realistas del siglo XIX.

Los leñadores no se quejan de su suerte porque ven a los navateros entrelazar los troncos con las sargas, en las playas del río, y subirse sobre ellos para empaparse durante días en las aguas heladas (p. 140).

Una novela romántica

Como en el Romanticismo, el paisaje deja de ser un telón de fondo y subraya los sentimientos de los personajes. Los elementos de la naturaleza se convierten en una metáfora de situación continuada.

Salieron a su encuentro las hojas redondeadas que el otoño hacía volar (p. 117).

Rosa, una hoja otoñal, también pondrá su mirada en un álamo frondoso.

Ruinas románticas

Edificios  propios del Romanticismo. Ruinas de la casa de la Pardina del Señor de Fanlo. Foto de Javier Plaza

De gusto romántico son las leyendas y mitos de los Pirineos, muy explicitadas en un pasaje en el que cuenta que Pyrene fue amada por el poderoso Heracles, que las Tres Hermanas se convirtieron en roca. Que Rolando huyó herido de Roncesvalles y que Mandrónius era  el gigante bueno de Garós (p. 162).

Como Javier Reverte, conoce el presente y el pasado de los paisajes que pisa. Los personajes de carne y hueso conviven con los héroes legendarios. Así los héroes y el paisaje cobran vida y las vidas se inmortalizan.

La importancia del paisaje

El paisaje se personifica y llega a detener el avance narrativo.

Caía una nieve perezosa, monótona e indiferente que con su constancia escondía los matices de cada tejado y de cada casa (p. 79).

Otras veces las descripciones enmarcan anécdotas narrativas breves, pero importantes.

En Zuera en la casa de Domingo Used supieron de la rendición del fuerte de Benasque; apenas quedaban ya algunos franceses por Cataluña (p. 179).

Casi todos los capítulos comienzan por una ambientación espacio-temporal. Se sirve de cualquier detalle para evocar un paisaje completo.

Desmenuzó entre sus dedos una diminuta rúsula que había asomado entre el mar de hojas porque quiso sentir el calor en su tallo. El aroma amargo y húmedo se impregnó en su piel (p. 11).

El paisaje y el ambiente humano se funden y se confunden. Florecen los cerezos y vuelven los mozos de las partidas aprovechando el privilegio de Palafox que les permitía regresar al valle a defender el boquete de Góriz cuando se derretían las nieves. Los pastores suben los rebaños al puerto y con ellos se mezclan los chicos que llevan munición a las partidas de guerrilleros.

La verosimilitud de los nombres propios

Los nombres propios nos acercan a un mundo familiar y conocido. El narrador lleva toda la geografía y todas las casas del valle en la cabeza. Muchos párrafos son dignos de figurar en las guías del Pirineo. Porque, aunque no sean reales, son verosímiles.

Se desbordaba el barranco de Comairal, el de Cortaravalle y el del río Chate, (…) El uno hablaba de los llanos de Planduviar, del batán de Lacor y de las tierras de Jánovas y Boltaña, y el otro de sus cabriolas bajo la ermita de San Úrbez, de los farallones del cañón de Añisclo y de Laspuña (p. 16).

Para terminar

Canción de otoño es una novela rica y polisémica. No se deja constreñir en un género ni adscribir a un estilo. De todos participa y en ninguno se encasilla.

Es difícil distinguir lo real de lo ficticio. No sabemos dónde acaba lo histórico ni dónde comienzan las leyendas de lo local. De esta forma lo local se transforma en universal de forma natural y verosímil.

El narrador, sin prisa, ha ido adaptando su discurso a los acontecimientos del valle y de la guerra. Y todo en una estructura musical que produce gran deleite cuando el oído se acostumbra al ritmo narrativo.

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Foto de Javier Plaza

  • Las hayas parecen celebrarlo y comienzan a colorear sus hojas en amarillo y anaranjado, y a volarlas como cometas para que desciendan diminutas hasta el río, rodando sobre el musgo (p. 133).

Maravillado por la naturaleza y la vida del Pirineo, adapta su discurso a las texturas, a los colores y a los olores de la naturaleza. El resultado es un bel canto que nos llena de emoción.

De balada la califica Antón Castro en el prólogo que precede a la novela.

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Francisco Javier Plaza Beiztegui (Pamplona, 1974) estudió bachillerato en el Instituto Goya de Zaragoza. Se licenció en Derecho y se diplomó en Ciencias Empresariales, en la Universidad de Zaragoza.

Es autor de varios relatos cortos: La otra noche, Ya me olvidé de ti y El germen. Con este último, ganó el III concurso de relatos cortos en contra de la violencia machista del Ayuntamiento de Terrassa.

Es colaborador habitual de dos webs literarias, La boca del libro y Lecturas Sumergidas.

Ha publicado dos novelas:

La urraca en la nieve. Ediciones Hades, 2014.

Canción de otoño. Autoedición, 2018.

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Imagen principal: Bosque del Señor de Fanlo en otoño. Fotografía de Pablo Pérez Álvarez, publicada por Javier Plaza en su página de Facebook.

Carmen Romeo Pemán

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Cartel Alagón

¡Buenas tardes!

Antes de comenzar quiero dar las gracias a Javier Plaza y a Inma Callén, por haber pensado en mí como acompañante en esta presentación.

Estoy encantada de volver a esta biblioteca con este grupo de lectores tan motivados. Y con una bibliotecaria tan dinámica. Aquí me siento como en mi casa. Recuerdo con mucho agrado vuestra cariñosa acogida de hace dos años cuando vine a presentar a Teresa Garbí.

Y antes de seguir quiero daros la enhorabuena por todos esos premios y reconocimientos que vais cosechando sin cesar. Sois un orgullo para las Bibliotecas Aragonesas.

También estoy encantada de volver a presentar a Javier Plaza, a quien ya le presenté su primera novela, La urraca en la nieve.

—¡Javier! No sabes la alegría que me diste el día que me escribiste para ver si quería venir contigo.

Conocí a Javier en el Instituto Goya a finales de los años 80. Pero no tuve la suerte de ser su profesora de Literatura. ¡Lo que me perdí!

Su profesor, Luis Gómez Egido, me hablaba de él y de sus aficiones literarias. Hoy me gustaría tener un recuerdo para este gran profesor, que hace más de dos años que se nos fue de repente.

 Fui su compañera de curso en la Facultad y treinta años compañera de Departamento en el Instituto Goya, de él y de su mujer, Francisca Soria. Sea este mi reconocimiento y mi homenaje.

En el instituto veía a Javier por los pasillos y, además, frecuentaba el Departamento de Lengua y Literatura. Solía venir con una compañera de curso, Clara Fuertes, hoy también escritora. Dos alumnos con clara vocación literaria, que orientaron sus estudios en otra dirección.

Javier es abogado. Y algo se nota en el estilo de sus novelas. Sobre todo, en el gusto por el detalle preciso junto al circunloquio de gusto ciceroniano. En algunos párrafos sus oraciones hacen nidos, y consigue un ese estilo envolvente que tanto le gusta a Muñoz Molina.

Javier, además, es una firma nueva, una firma aragonesa que promete mucho. Hace solo cuatro años, publicó su primera novela, La urraca en la nieve, que no dejó a nadie indiferente. Después leer La urraca, un paseo por el París de finales del siglo XIX, a través de los ojos de los pintores impresionista, nos acercamos a estos pintores con otra mirada. Las descripciones de los cuadros salpican todo el libro. Yo las leía con los cuadros delante. Y me sorprendía la capacidad que tiene Javier para repetir un cuadro con palabras. En su novela se hacía realidad la máxima de Horacio: Ut pictura poesis (Como la pintura, así es la poesía)

Y algo de esto habréis notado en Canción de otoño. Nunca los paisajes aragoneses se habían descrito con una sensibilidad semejante. Vemos los paisajes del Pirineo aragonés cambiantes con la luz, los tonos del otoño y los detalles están seleccionados como si fueran los trazos del puntillismo. Las descripciones, de una gran voluntad poética, son los momentos en los que la novela remansa su ritmo y nos invitan a la relectura. Y, después, cuando vemos las magníficas fotografías de Javier, entendemos que en su retina la pintura y la vocación poética se funden.

La estructura de La urraca, esa mezcla de diario evocado, con un encuadre histórico, está detrás de la nueva estructura de Canción de otoño.

En fin, podría ir señalando más rasgos de unas novelas que me he leído con atención y pasión. Con estos que he señalado, quiero apuntar al arte literario de Javier. Creo que ya ha encontrado su voz y su estilo. Su coherente mundo narrativo y sus sólidos recursos literarios le dan una personalidad de escritor, que ya se ha consolidado en estas dos novelas.

Pero hoy hemos venido a hablar de Canción de otoño.

Poco nuevo os puedo decir. Ya apunté lo fundamental en el artículo que le dediqué la semana pasada en Letras desde Mocade, el que precede a esta presentación.  Ese que veo, para mi sorpresa, que todos lo lleváis fotocopiado. ¡Gracias!

Allí, para no hacer de spoiler (destripar la novela), no hablé del desarrollo narrativo. Mantuve una complicidad con los silencios del autor. Así que, hoy que todos habéis leído la novela, apuntaré algo que me callé. Para situarnos todos en el mismo punto, comenzaré contando el argumento de forma sucinta.

Rosa, la Señora de Fanlo, en el otoño de 1810, a sus 33 años, al año de su vuelta a Fanlo, en un paseo por el bosque evoca los acontecimientos que habían cambiado su vida. A partir de ese momento intentará reordenar de forma intercalada los acontecimientos desde 1811 hasta 1815. Es decir, los cuatro años, que corresponden a la retirada de las partidas, al final de la guerra de la Independencia.

Rosa evoca su vida en el valle de Vió, la reciente y la lejana. Y su vida en Zaragoza, sobre todo las batallas de los Sitios. En el primer Sitio murió su hijo Gabriel de 12 años y en el segundo su marido Alfonso. Después se cuenta el viaje que hizo Rosa a Zaragoza, en 1914, para desenterrar a su hijo y a su marido. Iba acompañada por el tío Ramón, una figura entrañable y paternal, y el joven Mateo. Se alojaron en casa de los condes de Bureta. A la vuelta se produjeron el enamoramiento y beso con Mateo, lleno de remordimientos y culpas.

A final, vence el nuevo amor. Rosa siente la paz cuando desde la ultratumba Alfonso le pide que sea feliz, pero que lo recuerde. En realidad, la novela ha sido una confesión a raíz de las palabras de Alfonso.

El motivo del viaje de Rosa a Zaragoza, que se desvela muy tarde en la novela, nos hace pensar en el tema romántico de las Noches lúgubres de Cadalso.

Las escenas de los Sitios, yo diría que tienen un punto naturalista que las lleva más allá del realismo de Galdós. Pero no falta el guiño a Galdós y a su Episodio de Zaragoza. Gabriel el hijo de Rosa es un personaje galdosiano. Si Gabriel de Araceli era un muchacho que llevaba el hilo conductor de la primera serie de Episodios Nacionales, en Canción de otoño, Gabriel conduce permanentemente el pensamiento y la narración de su madre.

Los otros nombres de los personajes principales también tienen raíces literarias. Son simbólicos y evocadores. Y están en relación directa con la progresión temática.

Rosa. Nos recuerda a doña Rosita de Lorca. Y su propio nombre nos remite al carpe diem (vive la vida, vive el momento) de Garcilaso. Eso es precisamente lo que le dice Alfonso desde la ultratumba. A la vez es el símbolo de la delicadeza en el tosco mundo rural.

Alfonso. Nos hace pensar en todos los Alfonsos que protagonizaron gestas épicas, como el Poema de Alfonso Onceno, o las gestas de Alfonso VIII el vencedor de las Navas de Tolosa. Y por encima de todos, Alfonso el Batallador, rey aragonés por todos bien conocido. Pero aquí, de forma irónica, Alfonso murió entre una multitud, como un héroe anónimo. De hecho, en la novela constituye un largo episodio la búsqueda del cadáver. Uno de los momentos de mayor impacto.

Mateo. Aquí no puedo por menos que recordar la Escena VI de Valle Inclán en Luces de Bohemia. El paria catalán le dice a Max que se llama Mateo. Y en un juego de equívocos Max le dice: Yo te bautizo Saulo.

Javier, que conoce muy bien nuestra literatura, hace un guiño a ese hombre nuevo con el que se va a iniciar una nueva vida.

Precisamente, Rosa, atraída por Mateo se comporta como una belle dame sans merçi o bella dama sin piedad. Su actitud altiva y despótica, como la de las damas a las que contaban los trovadores de Provenza, es un recurso para esconder la atracción por este adolescente. Al final, como en Lorca, vence el instinto y se entrega.

Pero, dentro de la tradición hispánica, de la viuda que debe ser fiel a su marido más allá de la muerte, el tema clave de esta novela, tiene grandes remordimientos.

Creo que con estas pinceladas y con las palabras de Inma Callén y las de Javier Plaza, el debate va a ser animado y fructífero.

¡Y así lo fue! Aprendí muchísimo de esos lectores que habían llegado a todos los rincones de la novela. ¡Gracias a todos!

Carmen Romeo Pemán

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Biblioteca de Alagón, diciembre, 2018. Javier Plaza y Carmen Romeo

Presentación de «Canción de otoño» de Javier Plaza

El viernes pasado tuvimos el placer de recibir en la Biblioteca de Alagón a Javier Plaza para presentarnos y charlar sobre la última novela que ha publicado: Canción de otoño. Lo acompañó Carmen Romeo Pemán, catedrática de Lengua y Literatura, a quien admiramos y queremos desde que la conocimos hace dos años cuando estuvo con nosotros presentando a la escritora, Teresa Garbí.

Carmen hizo un análisis preciso de la novela de Javier. Ambientada durante la Guerra de la Independencia, Rosa, la protagonista de la novela, tras haber sobrevivido al infierno de los Sitios de Zaragoza, regresa al pueblo del Pirineo que la vio nacer para intentar rehacer su vida. Allí se reencuentra con la familia y los amigos que quedaron en las montañas. También tendrá que hacerse cargo de la casa y la hacienda de su familia, sin poder olvidar en ningún momento a los que no pudieron acompañarla en aquel regreso, su marido y su hijo.

 Canción de otoño describe de una forma maravillosa los paisajes del Pirineo, concretamente de Fanlo y el Valle de Vió, sus bosques y pueblos, en los que el autor demuestra el amor que siente por esos paisajes.

Inmaculada Callén

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Biblioteca de Alagón, diciembre, 2018. Inmaculada Callén, Javier Plaza y Carmen Romeo.

Que no nos habíamos ido del todo, que no. Que ahora volvemos a prensentar juntos Canción de Otoño en la Universidad de la Experiencia en Zaragoza.

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La crónica completa de esta presentación está publicada en la página de la Universidad de Zaragoza en el siguiente enlace:

http://www.amuez.es/cronica-de-la-presentacion-del-libro-cancion-de-otono/

 

#MOLPEcon. Un cuento de hadas del siglo XXI

La #MOLPEcon, un evento organizado por Ana González Duque, se celebró en Madrid el pasado 17 de noviembre. Marketing On Line Para Escritores. Doce ponentes de lujo y cuarenta y cuatro asistentes con muchas ganas de aprender y de interactuar. Eso, dicho de modo conciso. Pero este híbrido entre relato y artículo no va a ser breve porque trata de mi experiencia personal como escritora en ese encuentro del que tengo mucho que contar. Sobre las ponencias, los ponentes, los contenidos y el evento ya hay un montón de entradas, tuits y artículos de Facebook. Así que prefiero contaros aquí las cosas desde un punto de vista diferente y personal.

Crónica de los hechos

Allá por septiembre me llegó la información sobre un evento que Ana estaba organizando. Los ojos se me pusieron como bolillas de gaseosa, pero lo primero que escuché fue la vocecita de mi yo comodón susurrándome aquello de “ni mires el almanaque, que será entre semana y no vas a pedirte un día libre para eso”, “seguro que es muy caro”, “no te preocupes, que luego encontrarás toda la información en las redes sin moverte de casa”, y cosas así.

Empecé por mirar el calendario y se esfumó el primer obstáculo: el 17 de noviembre caía en sábado. El segundo asalto también lo perdí por KO: había un precio reducido que, además, daba opción a apuntarse a una comida con los asistentes. ¿Hace falta que os cuente que el punto tres ya ni me lo planteé? Y eso que Ana lo tenía todo calculado y había pensado también en los que no pudieran asistir. Para ellos estarían disponibles las charlas y videos cuando la #MOLPEcon se clausurara. Y, hasta el 17 de diciembre, podéis encontrarlas aquí. Pero a esas alturas yo tenía muy claro que iría. Necesitaba ir. Y fui.

Me apunté, hice mi reserva de hotel y saqué los billetes del AVE con mucha antelación. Y tan relajada estaba al tenerlo todo previsto que, a punto de entrar en la autopista, me di cuenta de que me había dejado en casa la documentación: billetes, localizador de hotel… y como siempre pienso que puedo perder el móvil, todo lo tenía impreso, claro. Di media vuelta, lo recogí todo, y no perdí el tren por poco.

Llegué a Madrid la noche del viernes 16, con la hora justa para acudir a una cena que Ana había organizado. Mi autoestima subió puntos porque me tocó una taxista algo novata, pero conseguí no retrasarme demasiado a costa de ir guiándola con el navegador de mi móvil. Me dejó en la misma puerta del restaurante El Buey, donde cené como una mula. Y entre el buey, la mula, y la cantidad de figuras que había allí reunidas, me sentí como si estuviera en un Belén viviente y mi Navidad acabara de empezar en ese instante.

La cena… ¿cómo os contaría yo la cena? No es que me falten palabras, eso nunca, y ya lo sabe todo el que me conoce. Pero no siempre es fácil dibujar las emociones o describir voces, gestos, chascarrillos, comentarios, olores… A estas alturas ya sé que mostrar es mejor que contar, pero a veces la cosa se pone dificililla. De todos modos, ahí os van unas cuantas pinceladas.

En la cena me senté al lado de Jaume Vicent. Lo imaginaba más mayor, no sé, más en plan intelectual, y me encantó descubrir a un chaval divertido y muy sociable que al día siguiente me sorprendió por sus conocimientos técnicos y por lo bien que supo transmitirlos. Solo el hecho de conversar así, en plan distendido y relajado, con personas como él, de carne y hueso, que para mí eran blogs anónimos de consulta y aprendizaje hasta esa noche, ya hizo que valiera la pena el viaje a Madrid.

No fui la última en llegar al restaurante. A los pocos minutos de sentarme, entró Mariana Eguaras y se colocó justo frente a mí. Me quedé enamorada con su acento, porque como solo la conocía a través de las redes me la imaginaba, no sé por qué, con una dicción de Madrid o de Barcelona. Solo me costó medio segundo hacer los ajustes de mi disco duro mental: ahora pienso que Mariana solo puede hablar y expresarse tal y como lo hace. Tiene una personalidad arrolladora y un magnetismo más inmenso que el dibujo de Argentina en cualquier mapa. Es grande entre las grandes.

A la derecha de Mariana estaba Yolanda Barambio. No la reconocí por el nombre, pero cuando habló de El Tintero Editorial, me encantó ponerle cara a la persona que hay detrás de un sitio web al que me he asomado más de una vez porque siempre he encontrado cosas que valen la pena. Aprendí un montón de cosas charlando con ella. Y le pedí una tarjeta, que me parece que hablaremos más de una vez. Porque si no hubiera estado convencida de la importancia de contar con alguien que corrija nuestros textos, en ese momento me habría hecho cambiar de opinión.

A mi derecha se sentó Pilar Navarro Colorado y a su lado estuvo Mavi Pastor. No las conocía antes de nuestro encuentro en la #MOLPEcon, pero algo hizo click en mi interior mientras hablábamos. Porque, a pesar de ser para mí personas anónimas, descubrí en ellas el mismo fuego, el mismo entusiasmo, la misma pasión por la escritura, en suma, que la que presuponía y confirmé en los ponentes a los que ya admiraba y seguía por las redes. Y de ese click, que merece un apartado para él solito, os hablaré en la última parte del artículo. Sigamos ahora con los hechos.

En la cabecera de mi mesa estaba David Generoso. Lo reconocí por la gorra. Bueno, por lo que había debajo de la gorra, para ser más exactos. En el AVE, camino de Madrid, había empezado a leerme D.I.O.S., su libro de relatos y me encantó tenerlo tan a mano. Hoy ya me he leído el libro entero y estoy terminando el segundo, Crohnicas, con H, que me está haciendo disfrutar con la misma intensidad.

En el restaurante había dos mesas alargadas porque todos no cabíamos en una. En la otra mesa, además de Ana, se sentaban más personas a las que yo estaba deseando conocer y que tengo que nombrar aquí porque, si no lo hiciera, mi relato estaría inacabado. Allí vi a David Olier, el Celestino que consiguió que mi relación tóxica con Scrivener se transformara en romance. Y a Pablo Ferradas, que me ha hecho pasar tan buenos ratos cuando me he asomado a su web. Reconocí a Mónica Gutiérrez Artero, que me enamoró con su libro “Un hotel en ninguna parte” y a Victor Sellés, otro personaje al que estaba deseando ponerle cara y que no me defraudó en absoluto. También tuve la alegría de saludar a Chiki Fabregat, un encanto de persona a la que conozco desde hace tiempo gracias a la Escuela de Escritores.

Hubo copas después de esa cena del viernes 16. Y, aunque el 17 el acto empezó con una puntualidad británica, tengo que decir en honor a los que estuvimos de picos pardos que cumplimos como los buenos a la mañana siguiente.

Todo empezó a su hora. Hay que felicitar a Ana González Duque por una perfecta organización. Los ponentes se ciñeron a su tiempo. Las charlas, tal y como se había anunciado, fueron breves, dejando mucho margen a las preguntas, que no faltaron y que fueron tan interesantes como las propias ponencias. Aprendí mucho con las cuestiones que planteó Valeria Marcon. Y del contenido técnico podéis encontrar información por las redes, tal y como os he dicho antes.

Ya he mencionado a alguno de los ponentes. Con  Ana Bolox, a la que estaba deseando conocer para hablar de su Sra. Starling, compartí charla en la pausa de café, en la que también puse voz y cara a María José Moreno, en cuyo blog he encontrado mucho material útil. Apenas crucé un saludo con Lluvia Beltrán, cuyo blog pienso visitar. Quedé impresionada por la energía que desprendía Alberto Marcos, y disfruté con la exposición de otros como Óscar Feito o J.C. Sánchez con los que no tuve tiempo de hablar. Pero mi crónica sobre ese encuentro es diferente, porque creo que el mejor granito de arena que puedo aportar es, precisamente, esa visión personal y subjetiva que añada una pincelada de color a lo que resultó un cuadro precioso, un puzle donde todo encajó como la seda.

Cuando concluyó la última ponencia de la jornada nos fuimos de cañas. ¡Más placer para el cuerpo y para la mente! Entre cervecita y cervecita pude hablar con Gabriella Campbell y José Antonio Cotrina. Me saqué una espinita porque, aunque vivo a menos de cincuenta kilómetros de ella, hasta ahora siempre que había organizado algún acto me pillaba de viaje como si el destino se empeñara en que no llegáramos jamás a vernos las caras. Nos las vimos, y me encantaron las de los tres: la de Gabriella, la de José Antonio y la de Radar, una cabra de personalidad apabullante que merecería un artículo aparte.

Para rematar, después de las birras, todo el que quiso se apuntó a otra cena comunitaria. Frente a mí se sentó Jaume Vicent y todavía me entra la risa al acordarme de cómo nos contó las mil y una versiones de su nombre que se ha encontrado por todos lados. Que si Vincent, Vincesc, y no sé cuántas variantes más. Algo parecido, aunque en menor escala, a lo de Víctor Sellés con sus encuentros y desencuentros con la tilde y con las batallas entre la “ll” y la “y” según qué fuente se consultara. Y disfruté a rabiar con el fino humor de Víctor y su exquisita diplomacia al comentar algún libro o película como “muy bueno” o “apoteósico”. Os prometo que, dichos por él, esos apelativos tienen un profundo significado. Pero hay que verlo y escucharlo para captar los matices. Ejem.

Me encantó que a esa cena no fueran solo Ana y la mayoría de los ponentes, sino que también estuviéramos otros asistentes anónimos que nos sentimos absolutamente integrados. A mi derecha estaba Iñigo Tabar Lusarreta que pareció pasarlo tan bien como yo, y con el que me encantó cambiar impresiones.

Lo que me traje de allí

En esas cenas y copas, hablando de igual a igual con desconocidos como Pilar, Mavi o Iñigo, con medio conocidos como Yolanda o M.J. Moreno y con conocidos, aunque fuera unilateralmente y de modo virtual, como Mariana, David, Jaume, Víctor, Gabriella, o la propia Ana, tuvo lugar una metamorfosis privada en mi persona: el capullo se convirtió en mariposa. Vale. Igual me he pasado. Pero las metáforas eran el 90% de mi producción literaria cuando empecé a escribir, y de vez en cuando dejo que alguna se escape del arcón de siete llaves donde tanto me costó encerrarlas. Lo que quiero deciros es que, en principio, yo iba muy metida en mi papel de alumna que va a conocer a todos aquellos a los que admira y sigue. Pero cuando esa primera velada terminó, salí del restaurante El Buey sintiéndome parte de una comunidad de escritores.

Mariana Eguaras, toda una señora, no tuvo reparo en resolverme una duda que ahora me produce tanta hilaridad como vergüenza, pero no me importa contarlo aquí como prueba del “buen rollito” del encuentro: En su ponencia mencionó de pasada algo sobre la tipografía y los remates y yo, novata todavía en tantas cosas, descubrí gracias a ella que lo de Sans Serif no es un tipo de letra como la Helvética, o Times New Roman, sino que alude a si la fuente lleva o no el “remate”, esa curvita final que puede facilitar o dificultar la lectura. Hasta ese día yo estaba convencida de que Sans Serif era un modelito más de grafología. Igual otra persona se hubiera reído de mi pregunta, pero ella me respondió como si le hubiera hecho una consulta sesuda.

A mi lado, durante las ponencias, estaba David Generoso y le conté con humor mi descubrimiento sobre la Sans Serif. Mis comentarios debieron resultarle simpáticos y hace unos días me sentí levitar al verme mencionada en un artículo suyo, donde dice que se queda, entre otras muchas cosas, “con el arte de Adela Castañón y sus ganas de aprender”. Gracias, David. Y sí, ganas de aprender tengo a toneladas.

Después de lo de David, y en mi continuo atracón de leer todo lo que he visto publicado sobre ese magnífico día molpeconiano, he tropezado con mi nombre y apellido en una entrada de Yolanda Barambio que menciona mi “maravillosa efusividad”. Gracias, Yolanda.

Alguno que otro se carcajeó cuando dije, sin pensarlo demasiado, que la #MOLPEcon había sido para mí como la Boda Roja de Juego de Tronos, con la nada despreciable diferencia de que allí corrió el tinto en lugar de la sangre. Ver reunidos a todos los “grandes” era una tentación a la que no me pude resistir y me siento feliz por haber sucumbido a ella.

Porque ahora han dejado de ser para mí personajes para convertirse en personas. Personas que puede que estén a años luz de mí, o quizá no, pero me da igual porque la distancia, si es que existe, se ha convertido en algo horizontal. Yo estoy dentro de ese mundo. Me siento parte de un universo lleno de magia donde todos orbitamos y, por lo mismo, nadie está por encima de nadie en cuanto a un orgullo de clases mal entendido.

Supongo que cuando Mónica Gutierrez Artero habló de la Comunidad del Anillo no se imaginaba que estaba haciendo una especie de apostolado mucho más amplio de lo que pensó. He vuelto a casa con la sensación de que todos los que allí estuvimos hemos tenido una vivencia parecida.

Y llego al final de este cuento maravilloso sobre escritura, o mejor, sobre escritores. Porque la escritura no es nada sin nosotros. Y, aunque escribir sea algo solitario, siempre se enriquecerá si estamos rodeados de una comunidad.

Para mí ese fin de semana ha sido como un cuento dentro de otro cuento del que me he sentido coprotagonista. Así que solo puedo acabar diciendo que ojalá haya una #MOLPEcon II.

¡Y que nos veamos allí!

Adela Castañón

Imagen tomada del grupo de Facebook #MOLPEcon