La campana

No fue capaz de comerse todas las gachas que eran su cena de cada día. Llevaba unas semanas con el estómago revuelto. Le quedaba más de media escudilla y echó el resto en la lumbre. El crepitar de las llamas empezaba a menguar y ella se arrebujó un poco más en la toquilla. Miró hacia la cortina que separaba la habitación de una pequeña despensa donde almacenaba la leña, los calderos y el taburete que usaba para ordeñar a las vacas desde que algún vecino, aún más pobre que ella, entró de noche al establo y le robó el que tenía. Menos mal que Miguel, su Miguel, le había hecho otro poco antes de volver a embarcarse en el ballenero, hacía unos meses.

Dudó si echar otro leño al fuego, pero le pudieron la pereza y el cansancio. Sin quitarse la toquilla levantó la cobija de lana que cubría el jergón donde dormía junto a la lumbre y se sentó para quitarse los zuecos. A punto de sacarse el segundo, un ruido del exterior atrajo su atención. Una de las campañas de la iglesia había empezado a tañer. Supuso que debía ser la grande. Desde que ella había llegado al pueblo era la primera vez que la escuchaba.

Inquieta, removió el fuego con el atizador. Las llamas cobraron vida. Pero, en vez de calentarse, sintió el frio del suelo subir por sus piernas hasta asentarse en su vientre, donde las pocas gachas que había cenado se convirtieron en piedra.

Se puso de pie y se encaminó hacia la ventana. El crepitar de la lumbre se mezcló con el doliente tañido y elevó una plegaria silenciosa a la Virgen de Lourdes, patrona de los balleneros. Se tapó los oídos con las manos para concentrarse en su rezo, y, a pesar de que a mitad de la primera avemaría empezó a recitar en voz alta, cuando separó las manos del cuerpo los repiques, en lugar de detenerse, habían arreciado.

Ella no había escuchado nunca tocar a rebato, pero sus tripas le dijeron que lo que escuchaba era eso. Arrastró los pies por el piso. La suela del zueco derecho parecía quererse pegar a las losetas, mientras que el pie izquierdo, calzado solo con la media de lana, con el otro zueco olvidado junto al jergón, se empeñaba en avanzar. Se dio un golpe en el dedo meñique con la pata de la mesa, pero los tañidos y el rumor del fuego, convertido en un gruñido sordo, no dejaron que sintiera el dolor del golpe. En dos pasos alcanzó la ventana de la casucha.

Levantó la tranca que sujetaba las hojas de madera con las dos manos y a punto estuvo de darse otro golpe en el pie cuando la dejó caer al suelo sin miramientos. Apoyó la frente en el cristal, y alrededor de su boca el vidrio se empañó al instante. Quitó el vaho con el puño de su vestido e hizo visera con las manos a los lados de la frente para poder ver el exterior.

Donde esperaba oscuridad, había un resplandor que procedía de una de las playas del pueblo. Reinició su plegaria con voz temblorosa al comprender que los puntos de luz que confluían hacia ese punto eran los candiles de sus vecinos, alertados por el toque de arrebato. Y la luz más fuerte, la de la playa, no hacía sino aumentar. Ella cerró los ojos como si con eso pudiera hacer desaparecer la imagen de su cerebro. Sabía que era la playa de los muertos. La llamaban así porque casi todos los barcos que naufragaban acababan devolviendo en esa orilla sus despojos, sin importar que fueran cargamentos de aceite, de contrabando, o cuerpos de marineros destrozados por las rocas de las rompientes.

Las gachas en su estómago se removieron como el mar embravecido y el gruñido de sus tripas se mezcló con el del fuego, las campanas y los rezos. Miró al fondo del cuartucho. El zueco solitario parecía llamarla, pero se sentía incapaz de acercarse a la lumbre. Junto a la ventana, entre el resplandor del incendio de fuera y el estruendo de la lumbre de su chimenea, un fuego distinto, el de la bilis subiendo por su garganta, le provocó un escalofrío.

A punto de dar un paso escuchó unos golpes innecesarios. En el pueblo poca gente cerraba sus puertas, y una vecina entró, sin esperar respuesta, arrastrando con ella un revuelo de hojas y copos de nieve. Al ver a la joven parada junto a la ventana, se detuvo y cerró la puerta con el codo sin dejar de mirarla.

–Ay, Lucía, ay…

Se miraron en silencio unos segundos. Lucía quiso decirle que se callara, pero la bilis ocupaba el sitio donde debería haber estado su voz. La vecina se santiguó.

–Es el Princesa de Loreto, hija.

Lucía se tapó la boca con las manos. Maldijo el tañido de las campanas por no ahogar la frase de la pobre mujer, nombrando el barco de Miguel, como si por no escucharlo no hubiera ocurrido. Volvió a mirar afuera. El incendio en la playa había arreciado tanto que creyó que amanecía, aunque sabía que era imposible.

Las piernas se le volvieron agua. Apoyó la espalda en la pared y su cuerpo se deslizó hasta quedar sentada en el suelo donde permaneció varios minutos mientras oía hablar a la otra sin enterarse de lo que le decía. Vomitó sobre el delantal todo su dolor y su miedo, y eso hizo reaccionar a la vecina que acercó y la sujetó por las axilas para ayudarla a llegar al jergón.

Mientras la mujer trajinaba buscando un trapo con el que limpiarle la cara, Lucía notó algo caliente que le corría entre las piernas. Fijó la mirada en el sitio donde había estado sentada. En el suelo había hilillos de sangre mezclados con los restos de bilis.

Lucía puso las manos en su vientre y se echó a llorar. Había perdido lo único que le quedaba de Miguel.

Adela Castañón

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Imagen cabecera: Chris Barbalis on Unsplash

Imagen cierre: czu_czu_PL en Pixabay

Santa Isabel, el barrio con más calles de mujeres

A mediados de marzo Vanesa Rodríguez Pascual y Mar Hevia Díaz nos invitaron a presentar nuestro libro La Zaragoza de las mujeres en el club de lectura del Centro Cívico. Y allí fui con Inocencia Torres y Concha Gaudó. Pero no pudieron acompañarnos ni Gloria Álvarez ni Cristina Baselga, las otras dos autoras.

Mar Hevia, la bibliotecaria, nos guardaba una sorpresa. Nos esperaba con Pilar Almenar Bases, una maestra nacida en Santa Isabel, que tiene dedicada una calle en el cercano barrio de Movera. No podía comenzar nuestro encuentro con mejor augurio. De la mano de Mar y de Pilar, y con la animada participación de los tertulianos, hablamos y hablamos de las calles con nombres de mujeres y de mucho más. Sobre todo de la activa participación de las mujeres en la vida socio cultural, animadas por la Asociación de Mujeres Río Gállego, que desde el año 2010 tiene dedicada una calle.

El caso de Pilar Lapuente

La intensa y extensa conversación comenzó por nuestros primeros pasos hacia lo que acabó siendo La Zaragoza de las mujeres. Les contamos que empezamos haciendo una lista con las calles dedicadas a las mujeres y que nos parecía que esos inicios iban a ser pan comido, pero que enseguida surgieron las dificultades.

Los callejeros al uso escribían las iniciales en lugar de los nombres propios completos. Y nos surgían preguntas de este tipo: «¿Quién se esconde detrás de una P?» Pues nada más ilustrativo que el caso de Pilar Lapuente, una profesora universitaria, nacida en Santa Isabel.

Pilar Lapuente

Pilar Lapuente Mecadal, 1959.

En unos callejeros encontrábamos P. Lapuente y en otros Pedro Lapuente. Un día, por casualidad, alguien nos comentó que hacía unos años que le habían dedicado una calle a Pilar Lapuente. ¿Cómo era posible que en Zaragoza no se le hubiera ocurrido a nadie que detrás de una P había más Pilares que Pedros? Así comenzamos una búsqueda, casi policial, hasta que llegamos a Pilar. Cuando le contamos nuestras aventuras, nos respondió que ella tuvo que escribir varias veces al Ayuntamiento hasta que logró que apareciera su nombre.

Pilar Lapuente estuvo muy dispuesta a colaborar con nosotras y nos escribió su biografía, en la que resaltó que pertenecía a la familia de los Esquiladores. También hablaba de sus logros académicos y del orgullo que sintieron sus vecinos cuando le concedieron una medalla de joven investigadora. Tanto que insistieron en que le dedicaran una calle.

El magisterio de Agustina Rodríguez

Pilar Almenar se llenaba de gozo cada vez que hablaba de su maestra, Agustina Rodríguez, que había nacido en una familia de labradores de un pueblo de Zamora. Después de varios destinos, llegó a Santa Isabel donde se jubiló.

Agustina Rodríguez

Agustina Rodríguez, 1915.

En el año 1948 Agustina Rodríguez obtuvo el traslado a Santa Isabel. Cuando llegó no tenía local para dar clases ni tampoco vivienda. Construyó, con su marido, una casa escuela y la alquiló al Ayuntamiento. Dedicaron la planta baja a vivienda y usaron la primera como aula. Agustina fue un ejemplo más de los muchos maestros que dejaron lo mejor de sus vidas enseñando a los niños, aunque para ello tuvieran que realizar actos heroicos que nada tenían que ver con su profesión. Pero es que, además, la labor de Agustina dio grandes frutos. Desde su escuela unitaria preparó a muchas niñas para estudiar bachillerato. Con su buen hacer se convirtió en la maestra carismática del barrio.

El peso de la educación en Santa Isabel

Avelina Tovar

La semilla de Agustina germinó pronto y los vecinos quisieron rendir un homenaje a más maestras en sus calles. Entendieron lo importantes que son las genealogías para que la enseñanza cale en las gentes con buenos resultados. Por eso eligieron dos maestras de dos generaciones anteriores a Agustina.

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Concpeción Gimeno Gil, 1850

Concepción Gimeno Gil, nacida en Alcañiz en 1850, estudió Magisterio en Zaragoza. Ya era una periodista famosa cuando le dedicó un gran elogio a su maestra, doña Gregoria Brun.

Avelina Tovar, una maestra de maestras, nació en Pontevedra en 1878, pero pronto arraigó en Aragón. La labor de esta directora de la Escuela Normal de Huesca fue decisiva para las generaciones siguientes.

Mujeres de otros campos culturales

Ana Belén Fernández

Ana Belén Fernández, 1974

El barrio de Santa Isabel, volcado en la cultura, eligió mujeres significativas de varios campos.

Rosa María Aranda representa a las escritoras aragonesas y Pilar Delgado a las mujeres que se han dedicado al teatro.

Ana Belén Fernández, una joven judoca, es un modelo de deportividad y esfuerzo para los jóvenes del barrio.

La acción y el compromiso social

Rigoberta Menchú

Rigoberta Menchú, 1959

Santa Isabel, un barrio joven y dinámico, se caracteriza por su compromiso social y lo refleja en el nombre de dos de sus calles. Una dedicada a la pacifista Rigoberta Menchú, nacida en Guatemala en 1959,  y otra a la Asociación de mujeres del barrio.

Las santas

En los callejeros tradicionales no faltaban las santas, que eran excelentes modelos de comportamiento para las mujeres católicas. Sus biografías las escribieron varones cultos, casi siempre clérigos, con la intención de exaltar y salvaguardar los valores y las leyes del patriarcado.

Por eso, en La Zaragoza de las mujeres, hemos reescrito sus vidas desde un punto de vista no androcéntrico. Y hemos comprobado que sus modelos siguen siendo válidos, porque advierten de los excesos que se cometieron con ellas y que se siguen cometiendo, siempre por las mismas razones.

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Santa Alodia y Santa Nunila. Detalle del retablo de San Salvador. Leyre (Navarra)

Aquí, además de Santa Isabel de Aragón, tenemos a dos santas mudéjares: las hermanas Alodia y Nunila, hijas de un musulmán y una cristiana.

Santa Isabel, princesa de Aragón y reina de Portugal, es la santa por excelencia y el modelo para mujeres mediadoras y pacifistas. El barrio debe su nombre a la estancia que pasó en un palacio de la zona. También le han dedicado una avenida y una urbanización. Y una calle como Reina de Portugal.

Alodia y Nunila fueron dos santas oscenses, nacidas en Adahuesca y martirizadas en Alquézar. Como no aceptaron el matrimonio que les impusieron sus padres, las encerraron en una casa de prostitución, donde se mantuvieron vírgenes. Rechazaron la religión musulmana, que les imponía la ley, y las decapitaron por apostasía. Fueron víctimas de malos tratos y de la intolerancia religiosa. Las castigaron ejemplarmente para que otras mujeres no se rebelaran contra las leyes ni contra los pactos androcéntricos.

Para terminar

En estas líneas me he limitado a subrayar los valores de las moradoras en las placas de las calles de Santa Isabel. Sus biografías ocupan un largo capítulo en nuestro libro La Zaragoza de las mujeres.

Pilar Almenar

Pilar Almenar, 1953

Santa Isabel es el barrio periférico que tiene mayor número de calles con nombres femeninos.

La sensibilización con la cultura y la gran labor social de las mujeres hunde sus raíces en los tiempos de Agustina Rodríguez y creció con sus alumnas. Buen ejemplo es Pilar Almenar, una hija de agricultores, que, como su maestra y como Pilar Lapuente, se esforzó en sacar lo mejor de sí misma y entregarlo a sus alumnos.

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Santa Isabel, 08/06/2019

Como prometimos en nuestra visita de marzo, cuando salió nuestro libro Paseos por la Zaragoza de las mujeres volvimos a Santa Isabel. Ahora el encuentro con las mujeres iba a ser en las calles, haciendo un paseo por las huellas que las mujeres han dejado en los espacios públicos del barrio.

En la plaza de Serrano Berges nos esperaban Vanesa Rodríguez Pascual, de la Junta Municipal, y Mar Hevia Díaz, la bibliotecaria, acompañadas por sus compañeras del club de lectura. Me gustaría nombrarlas a todas, porque ellas fueron la clave del éxito del nuestro paseo, pero no tengo todos sus nombres. Por supuesto, no faltaron ni Pilar Almenar Bases ni Pilar Gea García, dos maestras que ya están inmortalizadas en el callejero.

Desde aquí les doy las gracias. Todas ellas hicieron posible el milagro, todas consiguieron que esa  mañana de junio fuera inolvidable y  entrañable.

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Poco a poco íbamos llegando a la plaza de Serrano Berges

Asistimos Cristina Baselga, Concha Gaudó, Carmen Romeo e Inocencia Torres. Por distintos motivos no pudieron acompañarnos ni  Gloria Álvarez ni Aurora Verón, las otras autoras del libro.

Con paso sosegado y hablar menudo, recorrimos todas las calles, disfrutamos de los olores de una naturaleza primaveral, y nos calentó un sol que ya anunciaba el  verano.

Concha Gaudó dirigía el recorrido. Las otras, es decir, las demás, escuchamos atentas sus explicaciones sobre los tipos de urbanismo que iban apareciendo y sobre la transformación de un barrio de origen rural.  Nos paramos delante de las placas dedicadas a mujeres. En esos momentos de descanso, unas a otras nos quitábamos la palabra en una animada charla de preguntas y respuestas.

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Santa Isabel, 17/06/2019

Y como dice el refrán: «no hay dos sin tres». A los pocos días de presentar Los paseos por la Zaragoza de las mujeresTelevisión Aragón nos propuso participar en la serie La primera mujer, en el capítulo dedicado a las maestras. Y nosotras decidimos grabar nuestra colaboración con las maestras que tienen su protagonismo en Santa Isabel.

¿Por qué elegimos este barrio? Simplemente, porque es un caso paradigmático. En sus calles están representadas todas las generaciones de maestras.

Delante de la placa de Concepción Gimeno Gil (Alcañiz, 1850–Madrid, 1919), maestra, periodista y escritora, leímos un capítulo de su obra La mujer española (1877) en el que alababa a su primera maestra, Gregoria Brun Catarecha (1833-1885), que también fue la primera directora de la Escuela Normal de Maestras y la primera maestra que regentó una escuela del Ayuntamiento. Fue un momento oportuno para hablar de las primeras maestras.

A continuación nos dirigimos a la calle de Avelina Tovar y Andrade (Pontevedra, 1878-Huesca, 1973), una maestra gallega que tuvo gran peso en la formación de las maestras aragonesas. Fue directora de la Escuela Normal de Huesca y estuvo un tiempo en la de Zaragoza.

Y de allí, con paso sosegado, a la calle de Agustina Rodríguez Rodríguez (Quintana de Sanabria, pedanía de Coberos, Zamora, 1915-Barcelona, 2008), de la generación siguiente a la de Avelina. De la vida de Agustina y de su significado en el barrio nos habló Pilar Almenar. Ella y Pilar Gea nos acompañaron durante todo el recorrido.

Pilar Almenar Bases, nacida en Santa Isabel en 1953 y Pilar Gea García en Zaragoza, en 1953, son dos maestras que representan a las nuevas generaciones y que tienen dedicadas sendas calles en el barrio de Movera, muy cercano al de Santa Isabel.

Acabamos la grabación con una visita al parvulario que, desde mayo, lleva el nombre de Patrocinio Ojuel Pellejero (1876-1961), la primera parvulista que introdujo el método Montessori en Zaragoza. El parvulario pertenece al grupo escolar Guillermo Fatás Montes (Huesca 1869-Zaragoza, 1941), el que fue marido de Patrocinio y que que tiene dedicado el grupo escolar desde hace cincuenta años.

A medida que íbamos hablando de las maestras de Santa Isabel íbamos recordando a las de sus mismas generaciones. A otras que, como ellas, se habrían merecido placas en las calles y en las escuelas.

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De izquierda a derecha: Mar Hevia Díaz, Vanesa Rodríguez Pascual, Encarna Nuez García, Pilar Gea García, Concha Gaudó Gaudó, Carmen Romeo Pemán, Inocencia Torres Martínez, Cristina Baselga Mantecón y Lidia Pérez Oliveros.

Terminamos nuestra visita en la plaza de Serrano Berges, donde la habíamos comenzado, con las siguientes consideraciones.

En los barrios de Zaragoza se han dedicado once calles a maestras de escuelas unitarias. A unas maestras que además de enseñar a las niñas, prepararon a muchas jóvenes para que salieran a estudiar y animaron la vida cultural de los barrios.

En el centro de la ciudad no se han dedicado calles a las maestras, porque desde que en 1913 comenzaron a desaparecer las escuelas unitarias, las maestras pasaron a formar parte de los claustros de los grupos graduados, su función social cambió y perdieron el protagonismo.

Hasta 1914 las escuelas unitarias llevaban el nombre de la calle en la que se ubicaban. Pero ese año comenzó la costumbre de dar un nombre propio a los grupos escolares. Y se eligieron nombres de maestros famosos, como Marcelino Lopez Ornat o Cándido Domingo.  Otras veces se prefirió el nombre de algún personaje célebre, como Gascón y Marín.

Al lo largo de cien años, solo seis maestras, todas directoras, han merecido el nombre de un grupo escolar. Andresa Recarte Amezqueta, Eulogia Lafuente Querejeta, María Díaz Lizardi, Rosa Arjó Pérez, Ana Mayayo Salvo y Gloria Arenillas Galán. A ellas se suma desde este año Patrocinio Ojuel Pellejero.

Todas se merecen que hablemos de ellas con más detenimiento en una nueva ocasión.

Carmen Romeo Pemán

Enlace para entrar al capítulo «Las primeras maestras» de la serie «La primera mujer» en TVA.

http://alacarta.aragontelevision.es/programas/la-primera-mujer/cap-6-mujeres-maestras-14072019-1311

 

El amor y los celos

Hace mucho, mucho tiempo, en un mundo infinito, mil veces mayor que el que todos conocemos, poblado por míticas criaturas de todas clases, nacieron dos pequeños, un niño y una niña, que crecieron juntos desde su más tierna infancia.

Sol, que así se llamaba el chico, poseía la magia del fuego. Todo el que se acercaba a él podía notar su calor y hasta las almas más frías hallaban consuelo si Sol andaba cerca.

La magia de Luna, su amiga, era la luz. Cuando Luna paseaba por ese mundo, cobraban vida muchas criaturas menores que, alimentadas por su brillo, se convertían en estrellas que comenzaban a tener su propio resplandor. Luna era modesta, sencilla, y todos la querían.

Sol y Luna compartían juegos y risas, y los dioses de aquel mundo antiguo disfrutaban mientras veían cómo crecían en armonía y cómo desarrollaban sus dones cada vez más. Cuando Luna se acercaba a Sol, en su interior crecía un calor que dejaba pequeño al que emanaba de su amigo. Nada le gustaba tanto como tomar su mano para, con los dedos entrelazados, seguirlo en todas sus aventuras. Y Sol se descubría pensando cada vez más en cuánto le gustaba compartir con Luna cada instante. La felicidad de las dos criaturas crecía a la vez que lo hacían sus dones, y era tan intensa y pura que se contagiaba a todos cuantos los rodeaban.

Un buen día, cuando Sol y Luna eran todavía muy jóvenes, apareció una joven desconocida que hizo de aquel universo su hogar. Se llamaba Tierra, y tenía el don de crear vida. Su aspecto, muy diferente del de Sol y del de Luna, cambiaba con el tiempo, vestía un traje de mil colores donde el azul de los océanos formaba dibujos maravillosos al combinarse con el oro de las arenas del desierto o el verde de sus bosques infinitos. Llegó sola, y Sol y Luna la adoptaron enseguida como compañera de juegos y aventuras.

Todo parecía ir bien entre los tres, hasta que en la superficie de Tierra empezaron a crecer unos puntitos minúsculos, casi invisibles, que solo ella percibía como una especie de picor interior. A veces era un picor agradable, pero con el paso del tiempo se fue convirtiendo en algo mucho más complejo. Había ocasiones en que sentía algo dulce y cálido y otras en las que un sentimiento incómodo, como el rumor de una colmena, la hacía encontrarse mal.

Tierra aprendió a escuchar el murmullo de esos miles de criaturas y descubrió el significado de palabras que hasta entonces habían sido desconocidas para ella. Supo lo que era el amor, y la dulzura, pero también averiguó que todo tenía su contrapunto, y los celos se adueñaron de ella.

Porque Tierra comprendió que Sol y Luna se amaban.

Loca de rabia, Tierra empezó a girar sobre sí misma para arrancar de su interior esa negrura. Pero su envidia era tan fuerte que cada vez daba vueltas a más velocidad. Tanto giró que a su alrededor se formaron remolinos de viento que separaron a Sol y a Luna que, por más que lo intentaban, no conseguían acercarse el uno al otro.

Entonces Tierra, al ver que su giro mantenía a los amantes separados, se propuso no parar de dar vueltas y consiguió que Sol y Luna no lograran encontrarse.

Los dioses contemplaban impotentes la tragedia porque sus normas no les permitían interferir en los actos de sus criaturas. Pero el dios del Amor, compadecido de Sol y de Luna, esperó con paciencia. Sabía que llegaría un momento, alguna vez cada muchos, muchos años, en que Tierra tendría que dar la espalda a sus amigos para tomar aliento.

Y llegó el día en que Tierra se detuvo unos segundos, mientras miraba hacia otro lado. Entonces el dios Amor creó un eclipse.

Y, durante unos minutos, Sol y Luna pudieron volver a besarse antes de regresar cada uno al destierro de su eterno día y de su noche eterna.

Y la Tierra, impotente, contempla cada muchos años como, en toda su superficie, miles de ojos se alzan al cielo para admirar el beso de dos amantes que se vuelven a encontrar.

Adela Castañón

Imagen: Guillaume Preat en Pixabay

Doña Patro

A Natalia Sanmartín, una niña de la guerra

Todos los días me despertaba con la sirena que anunciaba la llegada de los obreros a la fábrica de maderas. Entonces acercaba la máquina de coser al balcón y abría las contraventanas. Sin dejar de darles a los pedales, respondía a los saludos de las vecinas.

—Hala, hala, Patro, que a ti no se te pegan las sábanas —me dijo un día la del piso de arriba.

—Es que corren malos tiempos y tengo tres bocas que alimentar.

Me levanté a cerrar el balcón y me pasé la mano por la frente, como para despejarme, pero en realidad necesitaba sacar fuera todo lo que me torturaba. Entonces acaricié la Singer de forma voluptuosa y comencé a hablarle, como si fuera mi marido.

¡Ay, mi Arturo! ¡Cuánto me ha costado levantar cabeza! Y todo por culpa de aquellos cabrones insaciables. Esos que se creían los dueños del pueblo y si hubieran podido nos habrían arrancado las entrañas. ¿Te puedes creer que a los cuatro años del chandrío seguían mandando malos informes de tu comportamiento como si estuvieras vivo? ¿Para qué? Al principio no me aclaraba, pero luego comprendí que lo que intentaban era destruir tu memoria y aniquilarnos a todos.

—¡Acabaremos con la semilla de Caín! —gritaban con voz engolada.

¿Qué sabían ellos de Caín? Si solo habían visto estampas pintarrajeadas en las que, como una mancha de carmín, yacía al lado de su hermano Abel. Ellos, como las aves carroñeras, lo único que querían era apoderarse de nuestros despojos.

Bueno, Arturo, que de una me voy a otra. Es que me cuesta mucho reconstruir los hechos y aún lo mezclo todo.

Cuando nos fuimos del pueblo se montó mucho alboroto. Lo sé porque un día vino a verme la mujer del alcalde, que también se quedó viuda en el treinta y seis. Unos decían que todos los vecinos confiaban en ti. Y otros que solo te relacionabas con los de la ugeté y que fuiste el verdadero apoyo del Frente Popular. Y que tu carácter reservado aún te hacía más sospechoso. Anda que decir eso. ¡Con lo famoso que eras en las rondas con tu violín!

Intentaba darle al pedal, pero no podía dejar de confesarme con Arturo. ¡Cuántas horas había pasado cosiendo a su lado mientras él preparaba trabajos para la escuela! La Singer era como una prolongación de su cara.

No sé si te conté que el otro día una de las alcahuetas del carasol se presentó en casa a darme el pésame y me dio un soponcio cuando escuché lo que me dijo. Óyelo bien, que no te lo vas a creer.

—Mira, Patro, acabemos de una vez. Tu marido se metió en muchos líos y de una manera tan secretuda que mereció que lo fusilaran.

Le contesté que no tenía entrañas y la puse de vuelta y media.

—¡Sois todos unos mentirosos! —Y la empujé para que saliera de nuestra casa—. Todos sabéis que a mi marido no lo fusilaron. Pero os calláis la verdad y decís que no sabéis nada. ¡Claro que sabéis!

—¡Zorra, eres una zorra! Así agradeces a los que te venimos a compadecer. —Bajaba las escaleras y de vez en cuando volvía la cabeza para escupirme.

Arturo, cuando se llevaron tu cadáver creí que sería para hacerte la autopsia. Pero, cuando tu cuerpo no apareció por ninguna parte, caí en la cuenta de que así serías un desaparecido. Que yo nunca sería tu viuda ni tus hijos huérfanos. Y después, vino la patraña de hacerte un expediente de responsabilidades políticas como si estuvieras vivo. Y todo el pueblo declaró en el juzgado. Unos no se atrevieron a defenderte. Solo dijeron que no sabían si estabas afiliado a la ugeté. Otros fueron más duros y te acusaron de llenar las paredes de la escuela con carteles de propaganda política y de no atender a los alumnos. ¡Menos mal que no te enteraste!

Pero lo que más revuelo montó fue la radio. Dale que te pego con que todos venían a casa a oír los mítines de Indalecio Prieto y las emisoras rojas.

El peor de todos fue el cura. Llamaron al párroco de Salcedo, que no nos conocía de nada. Y no quieras saber lo que largó. Que no aparecíamos por la iglesia y que incitábamos a la gente a que no fuera a misa. Es que me pongo mala, Arturo. Que en los libros parroquiales consta que bautizamos a nuestros tres hijos.

Y, después del proceso contra ti, arremetieron contra los que quedábamos. Como no me encontraron a mí, buscaron a tu madre, que ya se iba de la cabeza y no supo darles razones seguras. En cambio, ellos le dijeron que, al comienzo de la Guerra, nos habíamos escapado por la noche y nos dejamos la puerta abierta. Que por eso entraron los del pueblo y vaciaron la casa.

Pero se callaron lo principal. No le dijeron que a los pocos días de llegar del pueblo nos localizaron en Calcedonia.

Que derribaron la puerta con machetes y te acuchillaron por la espalda, delante de los niños. Yo me quedé alelada. Y tardé más de cuatro años en escribir esta carta:

Patrocinio Cañada, de 32 años, viuda del maestro Arturo Samper, ante el Tribunal de Responsabilidades Políticas, expongo:

Que el Alzamiento Nacional me sorprendió en Aguilar, donde residía con mi difunto esposo y mis hijos.

Que a los pocos días de morir mi marido me embargaron dos mesas y seis sillas, varias camas con los colchones, un violín, un gramófono, un aparato de radio Philips, una máquina de coser Singer y todos los utensilios de la casa.

Ruego que me devuelvan esas pertenencias, el único patrimonio que tienen mis hijos, que ahora se hallan en la indigencia.

Mira, Arturo, todo fue muy difícil. No sabes lo que tardé en recuperar esta máquina que nos regalaron tus padres el día de nuestra boda.

Carmen Romeo Pemán

Imagen principal. Una postal antigua.

El nombre del olvido

A mis pacientes y a sus familias.
Y a mi padre, que me enseñó a amarlos como personas
antes que a verlos como enfermos.

–¡Mamá! ¿Otra vez? –le grita Maribel. Las ganas de llorar y la impotencia la invaden cuando sorprende a su madre con el teléfono pegado a la oreja.

Juana mira a su hija, aprieta los labios y agacha la cabeza. Baja la mano despacio y deja que Maribel le quite el auricular sin ofrecer resistencia. Al otro lado del hilo se ha repetido el mensaje de siempre, aunque Juana no se acuerde de un día a otro: “El número marcado no existe”. Y luego, también como siempre, solo silencio.

Juana se sabe ese número de memoria. Los lunes, miércoles y viernes Andrés, su novio, la llama por teléfono, pero los martes, jueves y sábados es ella la que le telefonea. Los domingos no hace falta. Es el día que se ven y pasean del brazo por la plaza del pueblo. Él camina muy erguido y ella taconea con fuerza. Al fin y al cabo, Andrés ya ha hablado con sus padres y se casarán en verano.

Maribel se muerde el labio. No quería hablarle así a su madre, pero está cansada. No se ha sentado en toda la mañana y ha discutido otra vez con sus hermanos. Vale, ella está soltera y es la única que todavía vive en la casa familiar, pero no le parece justo que toda la tarea recaiga sobre sus hombros. Cuelga el auricular y le acaricia la mejilla.

–¡Ea, vamos! Que, aunque el médico suele llevar retraso, como se nos escape el autobús llegaremos tarde. –Eso último lo dice más para ella. No espera respuesta.

Echa sobre los hombros de su madre una toquilla tan antigua como el teléfono, como los muebles del salón, heredados de los abuelos, como los techos altos de la casa, impensables en cualquier piso moderno. Maribel, a sus cuarenta años no recuerda que su madre haya querido mover ni siquiera un cuadro de la pared. Un novio que tuvo le preguntó una vez cómo era capaz de vivir en un museo, y a ella le dio vergüenza contestarle. Aunque sabe que su madre necesita estar entre sus cosas para sentirse feliz, después de aquello pensó proponerle algún cambio en la decoración. Pero el momento quedó atrás y ahora ni se le pasa por la cabeza.

En la consulta, el doctor les estrecha la mano y empieza a hablar con Maribel como si Juana no estuviera delante. De todos modos, la anciana también lo ignora. Está mirando a la enfermera con su bata blanca mientras se pregunta qué hace ahí esa lagartona en lugar de estar despachando en la tienda de ultramarinos del pueblo. Sabe que tiene los ojos puestos en Andrés, pero su hombre es cabal. Más le vale a esa tipa no hacerse ilusiones, piensa Juana, porque yo seré la que esté junto a Andrés, de blanco delante del altar mayor, el día de la Virgen de Agosto cuando el cura nos eche las bendiciones.

El médico ha cogido unos papeles del cajón, y se los enseña a Maribel, aunque la pobre está más pendiente de la cara del doctor que de sus palabras. Juana, ajena a la conversación, se cansa de mirar a la enfermera y sus ojos se posan sobre el folio que hay encima de todos. De soltera fue maestra, y lee bien al revés. Y entonces la realidad llega en forma de un puñetazo de papel con la dureza del pedernal. La mano de Juana tiembla y busca el brazo de su hija. Maribel y el médico la miran a la vez, ven sus ojos fijos en el folio, y cruzan una mirada. Un segundo después, como niños cogidos en falta, hablan a la par.

–¿Se encuentra bien, Juana?

–¿Mamá? ¿Te pasa algo, mamá?

La anciana nota la boca seca y no responde. La enfermera no habla, pero se acerca y le pone una mano en el hombro. Juana, anclada al brazo de su hija, le dirige una sonrisa desdentada como desagravio por haber pensado que era la pelandusca de la tienda.

–¿Me dice dónde está el servicio, por favor? –Su voz suena cascada.

–Claro, señora. Acompáñeme.

Juana se levanta y camina hasta el baño del brazo de la enfermera. Cuando llegan a la puerta, le habla en tono más firme:

–Puedo volver sola, gracias.

La enfermera vacila, pero acaba por darse la vuelta. Juana entra, cierra con el pestillo y se sienta sobre el váter sin levantar la tapa. Se arrebuja en la toquilla y abre mucho los ojos cuando ve su imagen reflejada en un espejo. Es ella y no lo es. Levanta la mano derecha y su doble en el cristal hace lo mismo con la izquierda para atrapar un mechón de pelo. Al doblar el cuello para mirarlo de cerca comprueba que ya no es como el ala de un cuervo. Entre sus dedos se entrelazan hilos de ceniza y nieve.

Entonces mira de nuevo al espejo y, en un instante de lucidez, sonríe al reconocerse. Su reflejo le devuelve todo lo que ha perdido y piensa que sus cabellos grises son los archivos del pasado, que cada cana guarda una historia, cada arruga el recuerdo de una risa o de una herida. La memoria le duele, pero el dolor dura poco. Solo lo que tarda en regresar el olvido. Quizá mañana Andrés conteste cuando lo llame por teléfono. Aunque tendrá que esperar a que Maribel salga de casa.

En el despacho, el médico rodea la mesa y apoya la mano sobre el hombro de Maribel, que parpadea y traga saliva. Piensa que tendrá que hablar con sus hermanos y suspira. Le vienen a la mente los cuentos que su madre les contaba antes de dormir.

Nunca pensó que ponerle un nombre al olvido pudiera doler tanto. Pero duele.

Adela Castañón

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Imágenes cabecera y cierre: Gerd Altmann en Pixabay