Las cadenas

Alba sudaba, pese a que ese diciembre hacía más frío que otros años. O eso le parecía a ella. Entró en el dormitorio de su madre mirando a su alrededor en estado de alerta. Solo podía contar con sus ojos. En los oídos le retumbaba un redoble de tambor, como si mil caballos al galope estuvieran invadiendo el centro de su pecho. Ya sería mala suerte que justo esa tarde su madre regresara antes de la cita con Sombra. Así llamaba ella al amigo de su madre, Sombra. Porque se empeñaba en sentarse en el sillón de papá, en beber en el vaso de papá, en llamarla Peque, igual que la llamaba papá, pero lo único que conseguía con eso era oscurecerse, convertirse en una sombra frente la luz del recuerdo de su padre muerto.

Se acercó despacio al joyero que había sobre la cómoda y lo abrió. Allí estaba. La cadenita de oro que le habían regalado papá y ella a mamá la navidad anterior, aquella navidad tan lejana que parecía haber ocurrido hacía siglos y siglos. Salieron en secreto papá y ella para hacerse las fotos que luego, reducidas al tamaño de una moneda de cinco céntimos, llevaron a la joyería donde las colocaron dentro del colgante, un círculo también de oro, que al abrirse mostraba las dos imágenes.

Papá había bromeado cuando lo compraron. Camino a casa, con el paquete oculto en el bolsillo de su abrigo, le había dicho:

—A mamá le va a encantar el regalo, Peque, ya lo verás. En la vida hay muchas cadenas, ¿sabes? Unas se ven y otras no, pero todas son importantes. La que le vamos a regalar es una cadena de amor. Cuando la lleve puesta, será como si tú y yo estuviéramos abrazados a su cuello, dándonos besos sin que ella se dé cuenta, y será una manera de estar juntos los tres. Pero eso no se lo diremos, será nuestro secreto.

A Alba le había encantado oír a papá. ¡Tenían tantos secretos compartidos! Como que papá le estaba enseñando a montar en bicicleta. O que le ponía cuatro cucharadas de azúcar en el Cola Cao cuando mamá no miraba. O que se comía a escondidas el tomate de la ensalada, que ella detestaba, pero que, según mamá, estaba lleno de vitaminas que le venían muy bien. O que le dejaba tener chocolatinas en la casita del jardín sin que mamá lo supiera.

Alba se mordió el labio para ahuyentar esos recuerdos que ahora la distraían. Sacó el colgante del joyero. Le costó abrochárselo porque los dedos le temblaban, pero lo consiguió al fin. Bajó a la cocina, sacó un tomate del frigorífico y, con la nariz arrugada, lo partió en rodajas, igual que hacía siempre mamá. Abrió una lata de atún, otra de aceitunas, y picó una lechuga que mezcló con el resto de los ingredientes. Lo regó todo con un chorrito de aceite y unas gotitas de vinagre, lo justito, como decía papá siempre, porque él era el que preparaba siempre la ensalada. Eso era lo último que le quedaba por llevar a la mesa baja del salón. Ya había puesto un centro pequeño con un ramito de violetas, las galletitas saladas y el queso en cuñas que había comprado con sus ahorros. Mamá compraba el queso entero, pero Alba no había querido cortarlo porque siempre le salía torcido. También había fregado con mucho cuidado las copas de cristal que solo se usaban en ocasiones especiales y que brillaban en la mesa, entre el centro de flores y el cestito con las rebanadas de pan.

Fue al baño, se peinó y se puso un poco de colonia detrás de las orejas, como hacía mamá todas las tardes antes de salir. Alisó una arruga inexistente en su vestido de flores y se sentó en el salón a esperar. Mamá y Sombra siempre pasaban allí un ratito cuando volvían de esos paseos que se habían convertido ya en una costumbre diaria y que cada día se prolongaban más. El día anterior, cuando Sombra se marchó, mamá le había acariciado la cara antes de hablar:

—Alba, tesoro, deberías ser más cariñosa con Raúl. Ha sido muy bueno con nosotras desde que papá… desde lo de papá. Sé que lo echas de menos, vida mía, yo también, mucho, muchísimo, pero a las dos nos viene bien que alguien cuide de nosotras ahora que él no está, ¿no crees?

Mamá lo había dejado ahí. Pareció que quería añadir algo más, pero se limitó a darle un beso en la frente y a levantarse con un suspiro para ir a preparar la cena. Alba se había quedado pensando en lo que mamá le dijo y, sobre todo, en lo que no le dijo. Y por eso había decidido sorprender a mamá y a Sombra esa tarde con una merienda. Quería demostrarle a mamá que las dos podían cuidarse solas, quería que mamá la mirase a ella más que a Sombra, que se fijara en cómo iba vestida, en lo que llevaba puesto. Que la viera comerse el tomate sin protestar.

La cara de mamá al entrar al salón seguida por Sombra despertó una tímida llama de calidez en el pecho de Alba. Su sonrisa la arropó como el pijama blanco de felpa, se levantó de la silla y fue a la cocina para regresar con una botella de vino y el sacacorchos, que dejó sobre la mesa porque no quería ofrecérselo al tal Raúl. Eso era pedirle demasiado.

Merendaron hablando de varias cosas los tres: del colegio, del frío de diciembre, de planes imprecisos para la navidad, del trabajo de mamá, del coche de él…

Al terminar de merendar su madre le dio un beso en la mejilla y Sombra le acarició el hombro con la mano. Alba se levantó, recogió las cosas y las llevó a la cocina. Tiró las sobras a la basura y fregó los cacharros mientras pensaba en el tomate que se había tragado haciendo un esfuerzo sin que nadie dijera nada, en la cadenita que había oscilado todo el tiempo sobre su escote sin que su madre se diera cuenta, en que Sombra se había ido de la casa más tarde que ningún día.

Esperó a que su madre se acostara. Cuando pensó que se había dormido, Alba se levantó en silencio, cogió la mochila que había dejado preparada, besó la miniatura de su padre en el colgante que no se había quitado del cuello y salió a la calle. Abrió la puerta del garaje y se acercó a la bicicleta de papá. Ya le llegaban los pies al suelo. Revisó que la cadena estuviera bien engrasada, como le había enseñado a él y, con la mochila colgada a su espalda, subió a la bicicleta y empezó a pedalear alejándose de su casa. Papá tenía razón. Había muchas cadenas que era mejor romper.

Adela Castañón

Imagen: Rudy and Peter Skitterians en Pixabay

Tiburcio el Zurdo

Tiburcio representaba a la tercera generación de los Zurdos. Eran tontos como Dios manda, no de esos que tiene que decirlo el médico. Todo el mundo lo sabía, pero nadie lo comentaba. A  las pocas horas de nacer, la partera lo llevo a que lo bautizaran y dijo al cura que, como venía de cruzado, había tenido que sacarlo tirando del brazo derecho. Y que además tenía la cara envuelta en una telilla. Así que sería zurdo y tendría el don: sería uno más del clan de los Zurdos. Cuando creció presumía de que no podía ser tonto cualquiera, que eso era cosa de los Tiburcios de su familia.

Siempre caminaba con la cabeza gacha. Por encima del cuello de la zamarra le asomaban una nuca corta y unos hombros fornidos. En lugar de pasos daba unas zancadas y balanceaba los brazos como los simios. No tenía cara de bobalicón, pero en la escuela no consiguió aprender a firmar.

—Venga, Tiburcio, que casi lo hemos conseguido.

—Imposible, señor maestro. Es más fácil conocer a las cabras por las caras que las letras de mi nombre.

Era el primero que se apuntaba a jugar a eso de A la una andaba la mula y, cuando le tocaba saltar, daba coces y tiraba al suelo a sus compañeros. Entonces no le perdonaban su tontez y entre todos lo molían a palos.

 —-Si te atreves, vuelve —-le decía uno de los más pequeños.

En las fiestas de Carnaval corría entre las chicas, gritando enloquecido:

—A remangar que es Carnaval.

Y todas huían atemorizadas, que si no andaban listas les bajaba las bragas. Entonces se montaba un jolgorio al que acudían otros mocetes.

Lo malo fue cuando decidió buscarse novia. Que una cosa era ser tonto y otra tener que aliviar las necesidades con las cabras. Con estas aficiones había cogido mala fama y no se le acercaba ninguna la moza. Solo Marcela, pariente lejana de los Zurdos, que tampoco andaba en sus cabales, iba a verlo cuando encerraba el ganado en el corral de las Eras Badías.

— ¿Qué haces danto vueltas por aquí? ¿No sabes que este corral es mío? —gruñó la primera tarde que la vio merodeando por el aprisco.

—Ya —le contestó Marcela—. Es que me gusta ver cómo encierras el rebaño. Se ve que tienes dotes de mando. Te  hacen más caso a ti que a los perros.

—Es que estos no son buenos mastines. Se los encontró mi padre de recién nacidos y no aprendieron bien. Aunque asustan a la gente, están como atontados. Pero no me importa, que los Zurdos nos valemos solos para todo. Hasta los perros me sobran.

—Ya veo que me he equivocado. Yo solo venía a preguntarte si me dejarías venir a ayudarte por las tardes. —Titubeó antes de dar un paso hacia adelante.

—No te acerques mucho. Si espantas a las cabras y luego me falta alguna por tu culpa, te sacaré el fiemo de las tripas con esta horca.

Marcela se quedó quieta mirando al suelo. Cuando lo vio entrar detrás del rebaño gritó:

—Me quedaré aquí hasta que acabes y después subiremos juntos al pueblo.

Dio vueltas alrededor de la empalizada hasta que Tiburcio salió con dos cántaros de leche. Se notaba que además de ordeñar había tetado. Por las comisuras de los labios le caían churretones blancos de olor ácido.

—Igual vienes a verme porque te piensas que llevo monos en la cara. Pues no. Soy como todos los demás. Lo que pasa es que se me da bien hacer muecas y hacer reír a la gente

—¡No te enteras de nada, Tiburcio! Me gustaría ordeñar contigo. Todas las tardes le ayudo a mi padre, que cuida el rebaño de casa Pinseque. Y luego me da un premio. Me deja que me harte con la leche de la última cabra.

—Pues en mi corral nunca ha entrado nadie. Ni siquiera el veterinario. Y menos una mujer. Que no quiero que me lleven en lenguas. Así que si me quieres ayudar nos tendremos que casar —le contestó mirándola a la cara.

Era la primera vez se fijaba en los ojos verdes de Marcela. Aquella tarde que subieron juntos la cuesta del Peñazal.

Antes de medio año los amonestaron en misa mayor. Y, después se casaron en la misa del alba. No se lo podían creer, la iglesia estaba a rebosar. Si lo hubieran sabido se habrían casado en misa mayor.

Al la salida, las mozas les echaron peladillas. Enseguida se formó una comitiva que los  acompañó hasta la Punta de la Carretera.

—Ayer le dije al secretario que nos pidiera un taxi para irnos de luna de miel como los ricos —le dijo Tiburcio al alcalde, en voz alta para que lo oyeran todos. El secretario no dijo nada. Solo él sabía que aquello era mentira.

Esperaron hasta mediodía y, como el taxi no llegaba, fueron a casa y aparejaron la burra. Tiburcio se sentó encima sujetando una maleta vacía. Era la maleta de cartón que los Zurdos guardaban en la falsa por si los llamaban a la mili. Marcela tomó el ronzal y comenzaron a subir la cuesta que llevaba al Corral de Coles. Cuando llegaron, a Tiburcio se le achicaron los ojos, nunca había conocido ninguna oveja tan dócil como Marcela. Además tenía las carnes prietas.

Antes de un año, estaban encerrando el ganado en el Corral de la Eras Badías  y a Marcela le vinieron los dolores de repente. Cuando llegó el momento de los empujones, se acostó en un camastro de paja. Enseguida asomó la mano derecha del niño, que venía de cruzado. Tiburcio tiró y al momento salió la cara cubierta con una telilla, como las de los entresijos de los corderos. Lo recogió del suelo, le ató el ombligo y lo limpió con la zamarra. Luego intentó sacar la placenta, pero no pudo. Tenía unas raíces muy hondas.  Con el niño en los brazos vio cómo Marcela se acurrucaba. Poco a poco, a su alrededor, se fue formando un charco de sangre.

Con dos palos hizo una cruz y la puso en el borde de la era, junto a la de su madre y su abuela.

Carmen Romeo Pemán