Reseña de Dame mi nombre

Iciar de Alfredo, autora de la novela «Por qué lloras», nos deja hoy una emotiva reseña de la novela de Adela Castañón, «Dame mi nombre». Es una gran alegría compartirla hoy con todos nuestros lectores. ¡Gracias, Iciar!

Orcas en mi piscina

Conocí a Adela en la Escuela de Escritores de Madrid, donde cursamos juntas un itinerario de novela de varios años y algún otro curso. Semana tras semana, escribíamos los ejercicios y los compartíamos, con tanto miedo como vergüenza, con el profesor y los compañeros. Tengo que confesarlo: me encantaba que le tocase comentar el mío. Aparte de encontrar todos y cada uno de mis puntos flacos, siempre me arrancaba alguna carcajada. Adela es divertida y generosa a partes iguales. Dedica al ejercicio del compañero un montón de tiempo, lo destripa y le da la vuelta. Como ella misma dice, se pone sus gafas de bruja y se lanza al mar. La dulzura de sus palabras, la exactitud y originalidad de sus comparaciones hacen que tu corazón se abra en canal y que, según vas leyendo sus opiniones, pases de la emoción a la risa en un segundo y acabes con dolor de costillas y los ojos llenos de agua. Y, sobre todo, comprendes que tiene razón. Lo hace tan fácil que te preguntas: Pero ¿cómo no me he dado cuenta yo antes?

Tengo que confesarlo: no tengo la menor idea de cómo escribir una reseña, solo soy capaz de decir si algo que leo me gusta o no; no puedo más que hablar de lo que ha significado para mí Dame mi nombre, un proyecto que nació durante el segundo año del Itinerario de Novela y que se ha convertido en toda una novela. He visto brotar ese libro desde sus primeras páginas; Juan Luis y Verónica, Ana, Andrés y Pablo son también buenos amigos míos. Adela los creó, les dio vida y, después de que escribiera la palabra «fin», los hemos desmenuzado juntas hasta dejarlos bien guapos. Son personajes que pertenecen a dos familias normales que tienen problemas normales, que se meten en líos, discuten y también ríen. Entre ellos se va tejiendo una historia llena de ternura que se entrelaza, se une y se separa; una historia tan cercana que el lector podrá reconocerse en cada pasaje. Es una historia cotidiana con la que es muy pero que muy fácil identificarse.

Dame mi nombre es Adela en estado puro. Tiene su misma sensibilidad y, al mismo tiempo, su fuerza. Los personajes se deslizan por tu cabeza sin que te des cuenta. Las tramas son suaves y avanzan con precisión, como el mecanismo de un reloj, que se intuye pero que no se ve. Tal y como ella misma dijo en la presentación del libro, el lector no encontrará grandes misterios, una acción trepidante o una historia épica, sino otra sencilla, con personajes cercanos con los que podrá identificarse sin problemas. Además, está tan fenomenalmente escrita e hilada de forma tan sutil que te cogerá de la mano en las primeras páginas y no te soltará hasta que llegues al fin. Eso es lo que me ha ocurrido a mí. Lo he leído varias veces y esta última casi del tirón. No he tardado ni quince días en hacerlo, y eso, para mí, es un suspiro.

Por si eso fuera poco, tengo que reconocer que lo pasé pipa como lectora cero de este libro. Eso fue lo mejor de todo. Leer el borrador me permitió estar cerca de Adela y poner en práctica mucho de lo que aprendimos en la Escuela de Escritores año tras año. Y, es curioso, pero hemos tronchado de risa al darnos cuenta de que solemos cometer errores similares. Por ejemplo, las dos explicamos las cosas hasta la saciedad. Uno de nuestros profesores, el inolvidable Fernando, solía decirnos que, con tantas vueltas y revueltas sobre un mismo tema, no hacíamos más que tomar al lector por imbécil. Pues bien, si no fuera por las correcciones de Adela, en mi libro yo habría escrito unas tres o cuatro páginas para explicar lo que es un kraken y también para describir cómo nadan en la piscina los bichos buzo, aclaraguas, barqueritos, garapitos o como quieran llamarse. Nunca olvidaré su comentario: «Hija, ni que hubieras encontrado orcas en tu piscina».

Adela es así, tiene una forma muy original de convencerte de que algo no va bien. Y lo hace de inmediato. De verdad, creo que en Dame mi nombre ella sí que lo ha logrado. No he encontrado una sola orca en su piscina. Y, además, puedo decir que me ha entusiasmado su libro, más si cabe que la primera vez que lo leí.  

Si quieres conocer alguno de sus relatos, puedes hacerlo aquí: http://www.letrasdesdemocade.com

Si te apetece leer Dame mi nombre, puedes comprarlo aquí.

Iciar de Alfredo

Imagen: Pixabay

¡Gracias a todos!

Hoy mi artículo tiene los mejores protagonistas del mundo: vosotros.

Porque todos y cada uno de los que estáis leyendo esto sois mis héroes.

Porque no es fácil ganar una batalla en soledad.

Porque si he podido vencer a los demonios del cansancio, del desaliento, de la inseguridad y muchos otros, y he conseguido escribir y publicar mi primera novela, Dame mi nombre, ha sido gracias a vuestro apoyo.

Por esas y por mil razones más, hoy, como os digo en este artículo, merecéis brillar uno por uno y recibir mi más sincero y emocionado agradecimiento.

Cuando era pequeña, recuerdo que muchos cuentos terminaban con aquello de «y se casaron, fueron felices y comieron perdices». Si trasladamos eso a la vida real, ahora que ya no soy una niña, sonrío y me digo con amor y con humor que ningún autor añadió a esos cuentos un capítulo más que dijera: «Y, por cierto, también vinieron la hipoteca, los niños, levantarse con los pelos de punta, y alguna que otra cosita así que olvidé mencionar». Y no es que me queje, eso nunca, y menos ahora que estoy en una nube.

Porque lo que ha conseguido que estos días mis pies no parezcan tocar el suelo es como un cuento escrito al revés, y ahora os lo explico:

Empecé a trabajar en mi novela y comenzaron los tropezones, los ratos de bajón, las ganas de tirar la toalla, los bloqueos, los pensamientos de «ay, madre, qué birria de historia me está saliendo» y, luego, vinieron nuevas batallas cuando llegó el turno de corregir, revisar, buscar portada, booktrailer, pensar la frase gancho, redactar una sinopsis que no fuera un spoiler total… En fin, como si eso fuera la parte nunca escrita de la cruda realidad que va detrás del final feliz de un cuento.

Y, cuando pensé que la publicación de mi novela pondría la palabra «Fin» en mi cuento de escritora, resulta que descubro que no es un fin, sino un principio: ahora estoy en la página esa en la que toca ser feliz y comer perdices. La parte difícil, la más dura, ha venido antes que esta otra parte de ilusión y de felicidad. Y eso es, en buena parte, porque mi criatura ya no es solo mía, ahora es vuestra, os pertenece, es del mundo, de los lectores, y no podía soñar ni de lejos con la acogida que ha recibido, que hemos recibido, tanto la novela como la autora.

Estoy abrumada, ilusionada, asustada, emocionada y podría escribir muchos más adjetivos aunque seguro que me quedaría corta. Pero, sobre todo, hay uno que destaca sobre los demás: me siento infinitamente agradecida. Gracias por vuestras palabras de apoyo, por vuestros comentarios, por vuestro cariño que son para mí como el mejor Premio Planeta.

Quiero pediros, además, un favor: si leéis mi historia, me encantará saber qué os ha parecido. Sobre todo me gustaría que compartierais conmigo lo que no os haya gustado, lo que os haya dejado con las cejas fruncidas, lo que echéis en falta. Todo lo que se os ocurra. ¡Y sin anestesia, jeje! Tengo ya otro borrador en el horno, y aunque el «embarazo» será largo (Dame mi nombre ha tardado tres años en ver la luz), quiero seguir aprendiendo a mejorar. Y os necesito para eso. Todos los comentarios serán bienvenidos y agradecidos, porque, como escritora, considero que aprender de los errores es una herramienta que no se debe desaprovechar. Gracias también por eso.

La felicidad no tiene precio, y vosotros, todos vosotros, me habéis regalado felicidad a manos llenas.

Por eso, hoy, merecéis ser los protagonistas de este cuento mío que habéis contribuido a crear y a hacerse realidad. El cuento de alguien que soñó con ser escritora y que lo consiguió gracias a que muchas personas la auparon hasta hacerla tocar el cielo con las manos.

Os quiero.

Adela Castañón

Foto: de la autora y de su novela

Y mi novela alza el vuelo…

Hoy mi entrada no va de poesía, ni de cuentos, ni de relatos. O, al menos, no de relatos en el sentido tradicional. Porque, en realidad, sí que es un relato basado, como suele decirse, en hechos reales. Y, si me apuráis, afinaré un poco más: es un relato propio, absolutamente cierto, sobre una experiencia personal:

He terminado de escribir y corregir el borrador de mi primera novela.

Una docena de palabras que podrían ser el principio y el final de mi artículo. Y os lo digo así de claro porque, como lectores, os debo un respeto y un agradecimiento que crece día a día y merecéis que sea sincera con vosotros. Estaba haciendo otras cosas y, de pronto, me he dado cuenta de que anoche, por fin, había terminado de crear algo. ¡Uf! Ha sido una sensación comparable a la que tuve cuando aprobé la última asignatura de la carrera. Recuerdo que llegué a mí casa exultante y feliz y le dije a mi padre, médico también, «¡Papá, ya soy médico!». Entonces él, después de darme un abrazo, me contestó algo que hoy, muchos años después, me sigue pareciendo uno de los mejores consejos de mi vida: «Enhorabuena, hija, estoy orgulloso de ti, pero no te confundas. No eres médico. Tienes un título de licenciada en medicina que significa que sabes manejar síntomas, diagnósticos, tratamientos y cosas así. Pero eso es solo el primer paso. Serás de verdad médico cuando pienses en primer lugar que, en la camilla, o al otro lado de la mesa de la consulta, tienes a una persona. Ni siquiera un enfermo, fíjate bien. Una persona que necesita algo de ti. Si tienes eso siempre presente, entonces, solo entonces, serás médico”.

Bueno, pues esta mañana, como os decía, he vuelto a sentirme igual como escritora. No quiero menospreciar mis relatos, mis poemas, mis artículos, ni que se sientan ninguneados si los comparo con mi primera novela, porque no van por ahí los tiros. Ellos han sido y seguirán siendo siempre mi primer amor en el sentido literario, ¿y quién de nosotros no sabe que el primer amor es algo inigualable y único? Pues eso: cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa. Porque si mis escritos previos han sido las herramientas que me han ayudado a escribir un cuento, ahora, con mi novela, me adentro en un terreno desconocido que es, ni más ni menos, que lo que viene detrás de “Y fueron felices y comieron perdices”. Ese es el final de los cuentos clásicos. Y, en la vida, cuando los novios salen de la iglesia o del juzgado pletóricos de felicidad, no son perdices lo que aguardan en la calle. Son las hipotecas, los hijos, el levantarse con los pelos de punta y mal aliento, y también, claro está, el detalle de un desayuno en la cama, o el placer de compartir un café en bata y zapatillas sin salir de casa en un día de lluvia.

Por eso he dejado de hacer lo que estaba haciendo y me he puesto a escribir como loca esta entrada. Porque acabo de bajar los escalones del templo del brazo de mi novela, jeje.

Me siento, a partes iguales, feliz y asustada. Y necesito compartirlo con vosotros.

Mi libro de cuentos seguirá creciendo sin límite. Durante todo este tiempo he repartido las horas, como una buena madre, entre mi novela y los demás. Y así pienso seguir. Pero le he mandado mi borrador a mi hija, a mi hermana, a mis primas, a tres amigas y a un amigo, y a mi correctora, que se lo va a pasar a su lector cero. Y siento muchas cosas.

Uno de mis talones de Aquiles como escritora es mi amor desmesurado por las metáforas. Lo saben los magníficos compañeros de mis cursos de escritura a los que tanto debo y que ahora sonreirán cuando lean que me siento como un piloto en su primer vuelo, cuando toma conciencia de que ahora es aire, y no suelo, lo que tiene debajo de los pies.

Y es que, como dice el título, que he cambiado varias veces, dicho sea de paso, acabo de darme cuenta de que mi novela ha alzado el vuelo. Y me toca quedarme en tierra, esperando a que regrese con anotaciones al margen, con críticas constructivas y cariñosas que me ayudarán a dar ese último retoque. Pero es que, y sigo con las metáforas, es igual que si se hubiera casado un hijo o una hija: mi novela, mi criatura, ya no me pertenece del todo. Va a conocer a otras personas, va a cambiar, a evolucionar… y eso me da tanta alegría como miedo, ¿verdad que me comprendéis?

En fin, todo este artículo no es más que para eso, para contaros que he terminado de escribir mi primera novela. Que ahora me encuentro en un punto de inflexión y me adentro en territorio desconocido después de salir de la zona de confort que eran y siguen siendo mi ordenador y mi sillón. Y que, como en los cuentos, la protagonista se enfrenta mejor al bosque si se siente acompañada.

Me encantará contaros lo que queráis saber, responder a cualquier pregunta, por superficial o intrascendente que parezca, recibir vuestros comentarios, vuestras aportaciones, que me deis ideas o sugerencias. Estoy abierta a todo.

Porque solo saber que habéis leído hasta aquí, ya me ha hecho sentirme arropada. Y ha aumentado mi alegría y ha disminuido un poco mi miedo. Que por algo el título lo he puesto con puntos suspensivos, porque representan la incertidumbre de lo que pasará a partir de aquí.

Mi novela ha despegado, empieza a alzar el vuelo, aunque todavía nos faltan algunos pasos para llegar al destino. Y sin vosotros, lectores, yo no escribiría, así que gracias por haber sido y seguir siendo el combustible que impulsa mis dedos sobre el teclado.

Gracias. Os quiero.

Adela Castañón

Imagen de Mystic Art Design en Pixabay 

Letra de médico. La ilusión de un relato publicado

¿Sabéis aquello que se siente cuando se tienen quince años y el chico que te gusta te mira a los ojos y te dice que estás muy guapa? ¿O cuando un test de embarazo da positivo después de meses de intentar tener un hijo? ¿O si un décimo de lotería resulta premiado con el gordo? Yo sí lo sé. Al menos las dos primeras cosas, que la tercera es pura ficción, aunque todas las Navidades lo siga intentando. Y, a pesar de que sea una frase tópica, he vuelto a sentir esas mariposas en el estómago que siempre desprenden felicidad cuando se ponen a mover sus alas. Y os voy a contar por qué.

Leo desde que tengo memoria. No recuerdo una época de mi vida en la que no haya estado leyendo algo, lo que fuera. Y escribo desde hace unos cuantos años, aunque el gusanillo me estuviera mordiendo mucho tiempo antes. Pero lo de escribir siempre lo conjugaba en futuro, ya se sabe, lo típico de “algún día escribiré”. Sin embargo, gracias a mi amigo Curro, al que nunca se lo agradeceré lo bastante, comencé a escribir como quien no quiere la cosa. Todo empezó al intercambiar emails sobre distintas cuestiones, tanto médicas como legales. Yo soy su médico y él es mi abogado, pero pronto esa relación profesional se convirtió en una amistad sincera. En cierto momento, cuando le escribí algo humorístico en alguno de nuestros correos, empezó a preguntarme que por qué no me decidía a escribir. Le dije que era uno de mis proyectos, y en nuestros correos, o mejor dicho en los suyos, empezó a aparecer siempre una graciosa coletilla de despedida: “¡Escribe, leches! ¡Escribe!” Medio en serio, medio en broma, no dejó de chincharme y pincharme hasta que le hice caso y empecé a hacer pinitos y a tontear con la literatura. Me matriculé en un curso on line de escritura, y ahí me perdí. O, mejor dicho, ahí me gané a mí misma la partida contra mis aplazamientos. El gusanillo logró, por fin, hincarme los dientes y la escritura se hizo un hueco en mi vida.

A ese primer curso siguieron otros. Tengo que mencionar con especial cariño los que he realizado con la Escuela de Escritores, donde conocí a tres amigas, Carmen, Carla y Mónica, con las que comparto el blog, “Letras desde Mocade”, que creamos para mantenernos en contacto y seguir avanzando juntas en nuestro hacer como escritoras. Allí compartí también aprendizaje con más compañeros y compañeras y estoy segura de que en algún curso futuro volveremos a coincidir. Dos de ellas, Mila e Iciar, ya han hecho realidad sus novelas, y yo estoy trabajando en la corrección del borrador de mi primer proyecto largo. Mientras tanto he acumulado un buen montón de relatos, cuentos, artículos y poesías que he ido publicando en Letras desde Mocade.

La Escuela de Escritores realiza todos los años un encuentro de fin de curso y publica anualmente un libro con la recopilación de relatos de los alumnos. Yo he participado ya en cinco, además de haber resultado finalista en algún concurso y de tener en los libros de otras escuelas mi rinconcito de gloria, como los demás compañeros. También me siento orgullosa de haber traducido el libro “Habla signada para alumnos no verbales”, publicado por Alianza Editorial.

¿Y por qué os cuento todo esto? Pues muy sencillo: porque acabo de recibir los ejemplares de cortesía de un libro, “Letra de médico”, en el que también colaboro como autora de un relato. Y este libro es especial porque, por primera vez, me llamaron para pedirme que colaborase con un escrito mío. Un compañero médico que me sigue y me lee en el blog me pidió permiso para darle mi teléfono a otro médico jubilado que escribe y que ha sido el promotor del libro. Y este médico, el Dr. Ángel Rodríguez Cabezas, me llamó y me pidió que le enviara algunos relatos para ver si daba el perfil y lo incluían en la obra. Lo hice así, y el resultado ha sido que una de mis historias sea parte de este libro recopilatorio de relatos escritos por médicos que, como yo, aman la literatura.

Una cosa, bien linda por cierto, es tener en mi biblioteca varios libros en los que figuro como una de las autoras. Pero que, por primera vez, me hayan venido a buscar para un proyecto literario, ha conseguido que vuelva a sentir en el estómago esas mariposillas de emoción que os mencionaba al principio al ver ese proyecto convertido en realidad. El próximo 26 de noviembre tendrá lugar la presentación de la obra en el Colegio de Médicos de Málaga, y me siento feliz y emocionada al asistir por primera vez a un acto así como protagonista junto a los demás autores.

Y como me gusta compartir mi felicidad siempre que puedo, he querido dedicar hoy mi publicación en el blog a contaros esa buena noticia. Abrir el paquete y ver la obra impresa es leña que aviva la hoguera de mi deseo de seguir creando historias. Continuaré escribiendo más relatos, mi novela, más poesías… Y todo lo que escriba será siempre un homenaje y un agradecimiento a vosotros, lectores.

Os dejo el enlace al relato incluido en Letra de Médico, La mirada equivocada, puesto que es uno de los que publiqué en su día en Letras desde Mocade. Y espero que lo disfrutéis como lo he hecho yo al poder saborearlo en letra impresa, aunque sea bastante más legible que la tradicional letra de médico.

Así que aprovecharé también para daros a todos las gracias. Porque la escritura no sería lo que es si no contara con lectores. Y en ese sentido me considero afortunada porque he tenido el apoyo de todos vosotros, los que me leéis o me comentáis, desde el principio de mi andadura. No estaría aquí sin eso, de modo que sois parte de mi éxito y de mi satisfacción de hoy al ver publicado este libro.

Y, cómo no, agradecer también al Grupo Editorial 33, y a todos los que han hecho posible que el libro Letra de Médico sea una realidad, por haber querido contar conmigo para este precioso proyecto.

A todos, gracias. Os quiero.

Adela Castañón

 

 

 

Imágenes tomadas por la autora

El pregón de Irene Vallejo

 

Irene, tuve la suerte de escucharte en directo y en primera fila. No se me escapó ni una de tus palabras aladas, que volaban raudas en el corcel del cierzo zaragozano. Con tu mirada, tus gestos y tu discurso llegó la magia. De tu mano conocimos los entresijos de muchos libros relacionados con Zaragoza. Y volamos con Clavileño hasta mundos imposibles.

En todo momento nos sentimos cobijados por un manto de amor que ibas tejiendo con cada palabra. Porque amabas lo que decías y nos amabas a los que estábamos contigo. Nos cautivaste. Me cautivaste. Y me sentí como una madre anciana que se convierte en la hija de su hija más querida. Me sentí tu discípula. Te admiré como se admira a una gran maestra. Me emocionaste hasta la lágrima.

“No la toques más, que así es la rosa” es el consejo de nuestro bien amado Juan Ramón. No la voy a tocar. No seré yo quien se atreva. El mejor regalo son tus palabras. Así que aquí las dejo, amarradas a la tinta, para que no se las vuelva a llevar el viento. Así podré ir y venir a ellas. Me recrearé y las recrearé. Y, conmigo, otros lectores las disfrutarán y las atesorarán. Memorizaremos algunas y las difundiremos todas.

Irene. Hablando

Irene pregonando las venturas de los libros.

Buenas tardes. Bienvenidos todos y cada una.

Feliz feria, autoridades. Feliz feria, autores, autoras, autónomos, autoeditores, autodidactas, autoestopistas (un poco de todo eso somos las gentes del libro). Felices quienes estáis aquí porque los libros os llaman con sus voces silenciosas, con su invitación muda, con su bullicio inaudible.

A los libreros, editores, escritores e instituciones que han confiado en mí, quiero expresarles mi asombrada gratitud. Me hace inmensamente feliz pregonar la alegría de esta Fiesta en mi ciudad natal, junto al río Ebro y el río de libros que en estas casetas fluye y corre y serpentea.

El viejo nombre de Cesaraugusta incluye la palabra “gustar”. Zaragoza, la palabra “gozar”. No hace falta decir más: somos la ciudad de los placeres. Y eso incluye el gusto de leer y hacer libros.

Si, como dice el refrán, las palabras se las lleva el viento, aquí tenemos cierzo para todos los relatos del mundo.

Nuestra ciudad ha estado desde siempre en el atlas de las letras viajeras, de los encuentros aventureros, de los mestizajes literarios, de las posibilidades infinitas.

Abrid un antiguo libro y podréis beber vino añejo en la mesa del poeta Marcial, que hace un par de milenios inventó el epigrama junto al Moncayo, y se convirtió sin saberlo en el padre de todos los tuiteros de hoy.

Acompañaréis al viajero egipcio Al-Qalqasandí que describió Zaragoza (o, para ser exactos, Saraqusta) con palabras rebosantes de poesía: “La ciudad parece una motita blanca en el centro de una gran esmeralda –sus jardines– sobre la que se desliza el agua de cuatro ríos transformándola en un mosaico de piedras preciosas”.

Escucharéis por un momento los versos del rey poeta al-Muqtadir, el Poderoso, constructor de la Aljafería, a la que llamó “Palacio de la Alegría”.

Sentiréis que el suelo zaragozano vibra bajo el galope de los caballeros de laChanson de Roland y el caballo del Cid. Podréis espiar al Marqués de Santillana, cuando se fijó en una moza atractiva cerca de Trasmoz y quiso camelarla con versos. El poema nos cuenta cómo ella, chica recia, muchos siglos antes del Me Too, le amenazó con una pedrada si se propasaba.

Voces de otros tiempos os hablarán de esta tierra sedienta, tierra de río grande, de frontera, de puentes y pasarelas, de mestizos y traductores. La frontera es el lugar donde se escuchan las voces procedentes del otro lado, donde se forja el entendimiento, donde convive lo extranjero junto a lo propio. Somos el eco del musulmán Avempace; del judío Ibn Paquda –que tituló su libro Los deberes de los corazones–; de los traductores de Zaragoza y Tarazona: Hermán el Dálmata, Hugo de Santalla; de los artistas mudéjares, que crearon belleza en el umbral de dos civilizaciones.

Acariciad libros y os transportarán a aquella Zaragoza donde aterrizó la imprenta, una de las primeras capitales europeas en conocer el invento que cambiaría el mundo. Desembarcaron en la ciudad artesanos flamencos y alemanes, como Mateo Flandro y Jorge Cocci, que editó aquí algunos de los libros más bellos del siglo xvi. La fiebre de la letra impresa invadió el territorio. En el siglo xvii hubo 20 libreros y 63 impresores en Aragón, cifra asombrosa en España. Algunas maravillas de la literatura, como La Celestina de Rojas o el corrosivo Buscón de Quevedo, vinieron a nacer entre nosotros. Las imprentas zaragozanas publicaban libros prohibidos en Castilla, libros perseguidos, libros deslenguados, libros que ardían fácilmente. Los rebeldes, los inconformistas, lo tenían un poco más fácil aquí.

Quizá por eso Don Quijote puso rumbo a Zaragoza, y se miró en el Ebro, y soñó una ínsula, y soñó Sansueña. En Pedrola, el caballero y su escudero volaron hasta las estrellas a lomos de un caballo de madera con una clavija en la cabeza, y todo para auxiliar a unas doncellas barbudas. Es una de las aventuras más surrealistas del libro y, si no, que baje Buñuel y lo vea. Cervantes comprendió que la nuestra es una ciudad imaginaria, una ciudad que cabalga entre constelaciones, una ciudad soñada.

A estas tierras vino Quevedo para casarse a la tierna edad de 53 años. Poco duró el matrimonio pero no se puede decir que el escritor no conociese aquí una gran pasión. Se enamoró para siempre de las salchichas de Cetina; de ellas dijo que eran ‘celestiales’.

María de Zayas, la primera mujer que firmó una novela en nuestra lengua, vivió en Zaragoza y por sus calles imaginó un frenesí de pasiones terribles y oscuras. Aquí situó alguna de sus ficciones, como El jardín engañoso, que es un enloquecido menàge à quatre con posesiones diabólicas incluidas.

Nuestra montaña mágica podría ser el Moncayo, que acunó a Gracián, como a Marcial, y sedujo a Machado.

Hubo una vez un ilustrado polaco que imaginó el Manuscrito encontrado en Zaragoza, con sus sueños de la razón y sus monstruos. Y hubo también un seductor llamado Giacomo Casanova, que se decía descendiente de un tal Jacobo Casanova, zaragozano aventurero que ya apuntaba maneras, pues de él se cuenta que raptó a una monja de un convento y huyó con ella a Italia.

Y Goya, Bécquer, Verdi, Víctor Hugo, Galdós, Baroja.

Galdós nos dedicó varios episodios: el nacional patriótico y otro más erótico en la novela Fortunata y Jacinta, cuando imaginó a Jacinta y Juanito persiguiéndose para besarse en la boca por los rincones solitarios de una traviesa Zaragoza durante su viaje de novios.

También en su luna de miel, algún oculto magnetismo trajo a Virginia Woolf a una pensión zaragozana. Desde esa habitación (que no era propia) escribió una larga carta a una lejana amiga inglesa. Dijo que estaba leyendo con ferocidad. Más adelante diría a su biógrafo que la desnudez y la belleza del paisaje la dejaron atónita.

Cuántas veces pasearía por esta ribera la inolvidable María Moliner, bibliotecaria asombrosa, jardinera de palabras, discreta hortelana del idioma, que cultivó a solas un diccionario entero. Y en el párrafo final de su enorme obra, se despidió diciendo: “La autora siente la necesidad de declarar que ha trabajado honradamente”.

Cuántas veces se detendría aquí el cronista del alba, Sender, que nos contó la historia de la Quinta Julieta y de su primer amor, Valentina. Y así cartografió para la literatura Torrero y Tauste.

Y cuántas veces miraría esta perspectiva de cielo abierto Miguel Labordeta, que desde el Café Niké fundo la “Oficina poética internacional”, donde hizo famosas sus pipas y el carnet de ciudadano del mundo. Leemos en sus versos que quería agarrar la luna con las manos, que dudaba a menudo, que solo estaba seguro de llamarse Miguel y de no haber aprobado ninguna oposición honorable al Estado. Cincuenta años después de su muerte lo seguimos añorando, como él mismo dijo: con sus pelos difíciles, con su ternura polvorienta, con su piojoso corazón.

Todos ellos, también ellas, han tejido nuestros sueños. Y los escritores vivos, demasiados para nombrarlos uno a una, aún siguen imaginando historias que se adhieren a la ciudad como rocío, como los espejismos del sol o como la hierba esmeralda entre las grietas del cemento. Estad tranquilos, aquí siempre hay algún juntapalabras de guardia, para inventar mares y lejanías que ensanchen nuestros horizontes.

La risa de Marcial, Jorge imprimiendo belleza, Baltasar en su Moncayo mágico, María en su jardín de palabras, el poeta Miguel intentando abrazar la luna, y otros tantísimos, han demostrado que aquí los libros nos importan. Que se puede viajar al País de las Maravillas y al Fin de la Noche desde cualquier sitio, también desde la Plaza de los Sitios. Que las historias flotan a nuestro alrededor, son un cierzo que nos acaricia, nos revuelve el pelo y nos arrastra con su fuerza invisible.

Gracias a las palabras sobrevivimos al caos de vendavales que es el mundo. Aquí nos bebemos el viento, lo hacemos vibrar en las cuerdas vocales, lo acariciamos con la lengua, el paladar, los dientes o los labios: y de esa operación tan sensual nacen nuestras palabras. Los libros son nuestra manera de cabalgar huracanes.

En esta ciudad yo recibí el regalo del lenguaje y de los cuentos. No recuerdo la vida antes de que alguien me contase el primer cuento. Antes de que me enseñasen a bucear bajo la superficie del mundo, en las aguas de la fantasía. Durante esos años olvidados tuvo que ser duro –supongo– seguir una dieta tan estricta, solo realidad. El caso es que, cuando descubrí los libros, por fin pude tener doble, triple, séptuple personalidad. Y ahí empecé a ser yo misma.

Fui una niña a la que contaban cuentos antes de dormir. Mi madre o mi padre me leían todas las noches, sentado el uno o la otra en la orilla de mi cama. El lugar, la hora, los gestos y los silencios eran siempre los mismos: nuestra íntima liturgia. Aquel tiempo de lectura me parecía un paraíso pequeño y provisional –después he aprendido que todos los paraísos son así, humildes y transitorios.

Y yo me preguntaba ¿cómo caben tantas aventuras, tantos países, tantos amores, miedos y misterios en un fajo de páginas claras manchadas con rayas negras, con patas de araña, con hileras de hormigas? Leer era un hechizo, sí, hacer hablar a esos extraños insectos negros de los libros, que entonces me parecían enormes hormigueros de papel.

Después aprendí yo misma la magia de leer patas de araña. Qué maravilla entonces acompañar a mis padres a las librerías y elegir mis propios libros: flores de papel, cordilleras plegables, letras minúsculas, mares mayúsculos, planetas portátiles.

No había ya vuelta atrás. Desde entonces tengo que zambullirme a diario en el océano de las palabras, vagar por los anchos campos de la mente, escalar las montañas de la imaginación.

Como escribió Ana María Matute: “El mundo hay que fabricárselo uno mismo. Hay que crear peldaños que te saquen del pozo. Hay que inventar la vida porque acaba siendo de verdad”.

Los gatos, con sus famosas siete vidas, son solo principiantes, meros aprendices. Quien lee, tiene a su disposición cientos, miles de vidas. Varias en cada libro.

Esta feria del libro que hoy empieza quiere acogernos a todos (incluidas nuestras vidas paralelas en otras dimensiones). Acoger a la gran comunidad que formamos los viajeros y las exploradoras del universo mágico de las ficciones.

Acoger a las librerías, claro: las que resisten, las nuevas -también cobijar el recuerdo de las que han cerrado-.

Acoger por supuesto a la gente lectora. La que curiosea, la que colecciona marcapáginas, la que pregunta, la que pide una dedicatoria. La que se tiene que rascar el bolsillo y por eso compra libros de bolsillo. La gente menuda y grande que, además de bocadillos de jamón, merienda bocadillos de tebeo.

Sin olvidar a los hombres y mujeres (cada vez son más las mujeres) que vuelcan su talento en todos los oficios del libro: novelistas, poetas, ensayistas, editoras, traductoras, ilustradoras, maquetadoras, distribuidoras, libreras, críticas literarias, bibliotecarias, bibliófilas, cuentacuentos y narradoras orales, amigas de los clubs de lectura.

Acoger a los niños de todas las edades. A los zaragozanos de todo el mundo. A los que aquí nacen o pacen. A los viajeros que recalan en esta tierra de paisajes inhóspitos y gente hospitalaria. A las personas de palabra. A los ciudadanos de varios universos.

Disfrutad, cesaragustaos, zaragozad. Aquí encontraréis páginas donde bullen historias, versos, conocimiento, anécdotas, esperanzas, laberintos, desengaños, misterios, sueños. Es decir, placeres a nuestro alcance. Como escribió un poeta argentino, los libros se pulen como diamantes y se venden a precio de salchichón. O, como diría Quevedo, al precio de las celestiales salchichas de Cetina.

Y acabo ya, con unas últimas palabras y una memoria emocionada.

Es maravilloso encontrar los libros en la calle, los lunes y los martes y los viernes al sol. Durante muchos siglos permanecieron guardados en los palacios de los ricos, en los grandes conventos, en las mansiones más suntuosas, en los pisos principales de las casas nobles. Eran emblema de lujo y privilegio. Las bibliotecas solían ser estancias en mansiones con techos pintados y escudos heráldicos. Exigían un conjunto de accesorios básicos: muebles de madera con volutas y puertas acristaladas, escaleras de mano, atriles giratorios, enormes mapamundis, mayordomos con plumero.

Hoy hemos quitado los cerrojos a los libros y les hemos calzado zapatos cómodos. Los hemos traído a la plaza, donde nadie tiene negado el acceso.

Esto no ha sucedido por arte de magia. Es la cosecha de años de educación y transformaciones sociales. En escuelas. En institutos. En universidades. En bibliotecas ciudadanas y rurales. Desde las Misiones Pedagógicas a los clubs de lectura. Desde las instituciones públicas a los dormitorios donde los niños cierran los ojos acunados por un cuento de buenas noches. Ha sido un gran esfuerzo colectivo.

Tres de mis abuelos fueron maestros rurales. Conocieron una época en la que no todos aprendían a leer, y mucho menos podían tener libros.

Ellos, mis dos abuelos y mi abuela, se ganaron la vida humildemente enseñando las letras, las cuatro cuentas y muchos cuentos.

Quiero recordar a la gente de esa generación, que vivió los años duros de guerra y posguerra, y tuvo que trasplantar sus esperanzas a la vida de sus hijos y nietos.

Nos quisieron más listos, más libres, más sabios, más lectores, más viajeros, con más estudios que ellos. Nos enseñaron que la cultura no es adorno sino ancla. Se vieron obligados a podar sus ilusiones, pero regaron las nuestras. Nos animaron a crecer, a leer y a levantar el vuelo. Somos su sueño.

Por eso, por ellos, por nosotros, por el futuro, bienvenidos todos, bienllegadas todas, a la feria de las dobles y las triples vidas. A la feria de los libros y de los libres.

Gracias.

Irene. Ferial del Libro. 20190531

Irene paseando por las casetas.

¡Gracias a ti, Irene!

Después de agradecerte este magnífico pregón con el que tanto nos deleitaste, solo me queda decirte que cada día te superas a ti misma. Y que en ti permanecen los ojos de aquella niña asombrada a la que todo le interesaba. Aquellos ojos que volví a ver en  la mirada de un niño en de la Plaza del Pilar.

Carmen Romeo Pemán

rayaaaaa

A Irene Vallejo le dediqué un artículo en el Hacedor de sueños, el blog del Instituto Goya de Zaragoza, donde estuvimos juntas.  http://elhacedordesuenos.blogspot.com/2015/12/caminos-que-confluyen-irene-vallejo.html

Irene Vallejo Moreu (Zaragoza, 1979), una escritora aragonesa, joven y de gran calado, fue la pregonera de La Feria del Libro, que se alojó del 31 de mayo al 9 de junio de 2019 en la Plaza del Pilar.

Pregón de la feria del libro de Zaragoza 2019. Pronunciado el jueves 21 de mayo de 2019 a las ocho de la tarde. Editado el sábado 1 de mayo de 2019, por Aragón Cultura, en la página web de la Feria, con la entradilla: “La literatura, la vida y el talento femenino se juntan en un pregón tan personal como erudito”.

https://www.cartv.es/aragoncultura/nuestra-cultura/el-pregon-integro-de-irene-vallejo

El año 2020, le concedieron el Premio Nacional de Ensayo por su obra El infinito en un junco. Gracias, Irene, por citarme en los agradecimientos como una de tus maestras. 

https://elpais.com/cultura/2020-11-04/irene-vallejo-premio-nacional-de-ensayo-por-el-infinito-en-un-junco.html

Este premio fue el inicio de muchos premios posteriores y de su lanzamiento como la escritora del año, con una promoción nacional e internacional

 

#MOLPEcon. Un cuento de hadas del siglo XXI

La #MOLPEcon, un evento organizado por Ana González Duque, se celebró en Madrid el pasado 17 de noviembre. Marketing On Line Para Escritores. Doce ponentes de lujo y cuarenta y cuatro asistentes con muchas ganas de aprender y de interactuar. Eso, dicho de modo conciso. Pero este híbrido entre relato y artículo no va a ser breve porque trata de mi experiencia personal como escritora en ese encuentro del que tengo mucho que contar. Sobre las ponencias, los ponentes, los contenidos y el evento ya hay un montón de entradas, tuits y artículos de Facebook. Así que prefiero contaros aquí las cosas desde un punto de vista diferente y personal.

Crónica de los hechos

Allá por septiembre me llegó la información sobre un evento que Ana estaba organizando. Los ojos se me pusieron como bolillas de gaseosa, pero lo primero que escuché fue la vocecita de mi yo comodón susurrándome aquello de “ni mires el almanaque, que será entre semana y no vas a pedirte un día libre para eso”, “seguro que es muy caro”, “no te preocupes, que luego encontrarás toda la información en las redes sin moverte de casa”, y cosas así.

Empecé por mirar el calendario y se esfumó el primer obstáculo: el 17 de noviembre caía en sábado. El segundo asalto también lo perdí por KO: había un precio reducido que, además, daba opción a apuntarse a una comida con los asistentes. ¿Hace falta que os cuente que el punto tres ya ni me lo planteé? Y eso que Ana lo tenía todo calculado y había pensado también en los que no pudieran asistir. Para ellos estarían disponibles las charlas y videos cuando la #MOLPEcon se clausurara. Y, hasta el 17 de diciembre, podéis encontrarlas aquí. Pero a esas alturas yo tenía muy claro que iría. Necesitaba ir. Y fui.

Me apunté, hice mi reserva de hotel y saqué los billetes del AVE con mucha antelación. Y tan relajada estaba al tenerlo todo previsto que, a punto de entrar en la autopista, me di cuenta de que me había dejado en casa la documentación: billetes, localizador de hotel… y como siempre pienso que puedo perder el móvil, todo lo tenía impreso, claro. Di media vuelta, lo recogí todo, y no perdí el tren por poco.

Llegué a Madrid la noche del viernes 16, con la hora justa para acudir a una cena que Ana había organizado. Mi autoestima subió puntos porque me tocó una taxista algo novata, pero conseguí no retrasarme demasiado a costa de ir guiándola con el navegador de mi móvil. Me dejó en la misma puerta del restaurante El Buey, donde cené como una mula. Y entre el buey, la mula, y la cantidad de figuras que había allí reunidas, me sentí como si estuviera en un Belén viviente y mi Navidad acabara de empezar en ese instante.

La cena… ¿cómo os contaría yo la cena? No es que me falten palabras, eso nunca, y ya lo sabe todo el que me conoce. Pero no siempre es fácil dibujar las emociones o describir voces, gestos, chascarrillos, comentarios, olores… A estas alturas ya sé que mostrar es mejor que contar, pero a veces la cosa se pone dificililla. De todos modos, ahí os van unas cuantas pinceladas.

En la cena me senté al lado de Jaume Vicent. Lo imaginaba más mayor, no sé, más en plan intelectual, y me encantó descubrir a un chaval divertido y muy sociable que al día siguiente me sorprendió por sus conocimientos técnicos y por lo bien que supo transmitirlos. Solo el hecho de conversar así, en plan distendido y relajado, con personas como él, de carne y hueso, que para mí eran blogs anónimos de consulta y aprendizaje hasta esa noche, ya hizo que valiera la pena el viaje a Madrid.

No fui la última en llegar al restaurante. A los pocos minutos de sentarme, entró Mariana Eguaras y se colocó justo frente a mí. Me quedé enamorada con su acento, porque como solo la conocía a través de las redes me la imaginaba, no sé por qué, con una dicción de Madrid o de Barcelona. Solo me costó medio segundo hacer los ajustes de mi disco duro mental: ahora pienso que Mariana solo puede hablar y expresarse tal y como lo hace. Tiene una personalidad arrolladora y un magnetismo más inmenso que el dibujo de Argentina en cualquier mapa. Es grande entre las grandes.

A la derecha de Mariana estaba Yolanda Barambio. No la reconocí por el nombre, pero cuando habló de El Tintero Editorial, me encantó ponerle cara a la persona que hay detrás de un sitio web al que me he asomado más de una vez porque siempre he encontrado cosas que valen la pena. Aprendí un montón de cosas charlando con ella. Y le pedí una tarjeta, que me parece que hablaremos más de una vez. Porque si no hubiera estado convencida de la importancia de contar con alguien que corrija nuestros textos, en ese momento me habría hecho cambiar de opinión.

A mi derecha se sentó Pilar Navarro Colorado y a su lado estuvo Mavi Pastor. No las conocía antes de nuestro encuentro en la #MOLPEcon, pero algo hizo click en mi interior mientras hablábamos. Porque, a pesar de ser para mí personas anónimas, descubrí en ellas el mismo fuego, el mismo entusiasmo, la misma pasión por la escritura, en suma, que la que presuponía y confirmé en los ponentes a los que ya admiraba y seguía por las redes. Y de ese click, que merece un apartado para él solito, os hablaré en la última parte del artículo. Sigamos ahora con los hechos.

En la cabecera de mi mesa estaba David Generoso. Lo reconocí por la gorra. Bueno, por lo que había debajo de la gorra, para ser más exactos. En el AVE, camino de Madrid, había empezado a leerme D.I.O.S., su libro de relatos y me encantó tenerlo tan a mano. Hoy ya me he leído el libro entero y estoy terminando el segundo, Crohnicas, con H, que me está haciendo disfrutar con la misma intensidad.

En el restaurante había dos mesas alargadas porque todos no cabíamos en una. En la otra mesa, además de Ana, se sentaban más personas a las que yo estaba deseando conocer y que tengo que nombrar aquí porque, si no lo hiciera, mi relato estaría inacabado. Allí vi a David Olier, el Celestino que consiguió que mi relación tóxica con Scrivener se transformara en romance. Y a Pablo Ferradas, que me ha hecho pasar tan buenos ratos cuando me he asomado a su web. Reconocí a Mónica Gutiérrez Artero, que me enamoró con su libro “Un hotel en ninguna parte” y a Victor Sellés, otro personaje al que estaba deseando ponerle cara y que no me defraudó en absoluto. También tuve la alegría de saludar a Chiki Fabregat, un encanto de persona a la que conozco desde hace tiempo gracias a la Escuela de Escritores.

Hubo copas después de esa cena del viernes 16. Y, aunque el 17 el acto empezó con una puntualidad británica, tengo que decir en honor a los que estuvimos de picos pardos que cumplimos como los buenos a la mañana siguiente.

Todo empezó a su hora. Hay que felicitar a Ana González Duque por una perfecta organización. Los ponentes se ciñeron a su tiempo. Las charlas, tal y como se había anunciado, fueron breves, dejando mucho margen a las preguntas, que no faltaron y que fueron tan interesantes como las propias ponencias. Aprendí mucho con las cuestiones que planteó Valeria Marcon. Y del contenido técnico podéis encontrar información por las redes, tal y como os he dicho antes.

Ya he mencionado a alguno de los ponentes. Con  Ana Bolox, a la que estaba deseando conocer para hablar de su Sra. Starling, compartí charla en la pausa de café, en la que también puse voz y cara a María José Moreno, en cuyo blog he encontrado mucho material útil. Apenas crucé un saludo con Lluvia Beltrán, cuyo blog pienso visitar. Quedé impresionada por la energía que desprendía Alberto Marcos, y disfruté con la exposición de otros como Óscar Feito o J.C. Sánchez con los que no tuve tiempo de hablar. Pero mi crónica sobre ese encuentro es diferente, porque creo que el mejor granito de arena que puedo aportar es, precisamente, esa visión personal y subjetiva que añada una pincelada de color a lo que resultó un cuadro precioso, un puzle donde todo encajó como la seda.

Cuando concluyó la última ponencia de la jornada nos fuimos de cañas. ¡Más placer para el cuerpo y para la mente! Entre cervecita y cervecita pude hablar con Gabriella Campbell y José Antonio Cotrina. Me saqué una espinita porque, aunque vivo a menos de cincuenta kilómetros de ella, hasta ahora siempre que había organizado algún acto me pillaba de viaje como si el destino se empeñara en que no llegáramos jamás a vernos las caras. Nos las vimos, y me encantaron las de los tres: la de Gabriella, la de José Antonio y la de Radar, una cabra de personalidad apabullante que merecería un artículo aparte.

Para rematar, después de las birras, todo el que quiso se apuntó a otra cena comunitaria. Frente a mí se sentó Jaume Vicent y todavía me entra la risa al acordarme de cómo nos contó las mil y una versiones de su nombre que se ha encontrado por todos lados. Que si Vincent, Vincesc, y no sé cuántas variantes más. Algo parecido, aunque en menor escala, a lo de Víctor Sellés con sus encuentros y desencuentros con la tilde y con las batallas entre la “ll” y la “y” según qué fuente se consultara. Y disfruté a rabiar con el fino humor de Víctor y su exquisita diplomacia al comentar algún libro o película como “muy bueno” o “apoteósico”. Os prometo que, dichos por él, esos apelativos tienen un profundo significado. Pero hay que verlo y escucharlo para captar los matices. Ejem.

Me encantó que a esa cena no fueran solo Ana y la mayoría de los ponentes, sino que también estuviéramos otros asistentes anónimos que nos sentimos absolutamente integrados. A mi derecha estaba Iñigo Tabar Lusarreta que pareció pasarlo tan bien como yo, y con el que me encantó cambiar impresiones.

Lo que me traje de allí

En esas cenas y copas, hablando de igual a igual con desconocidos como Pilar, Mavi o Iñigo, con medio conocidos como Yolanda o M.J. Moreno y con conocidos, aunque fuera unilateralmente y de modo virtual, como Mariana, David, Jaume, Víctor, Gabriella, o la propia Ana, tuvo lugar una metamorfosis privada en mi persona: el capullo se convirtió en mariposa. Vale. Igual me he pasado. Pero las metáforas eran el 90% de mi producción literaria cuando empecé a escribir, y de vez en cuando dejo que alguna se escape del arcón de siete llaves donde tanto me costó encerrarlas. Lo que quiero deciros es que, en principio, yo iba muy metida en mi papel de alumna que va a conocer a todos aquellos a los que admira y sigue. Pero cuando esa primera velada terminó, salí del restaurante El Buey sintiéndome parte de una comunidad de escritores.

Mariana Eguaras, toda una señora, no tuvo reparo en resolverme una duda que ahora me produce tanta hilaridad como vergüenza, pero no me importa contarlo aquí como prueba del “buen rollito” del encuentro: En su ponencia mencionó de pasada algo sobre la tipografía y los remates y yo, novata todavía en tantas cosas, descubrí gracias a ella que lo de Sans Serif no es un tipo de letra como la Helvética, o Times New Roman, sino que alude a si la fuente lleva o no el “remate”, esa curvita final que puede facilitar o dificultar la lectura. Hasta ese día yo estaba convencida de que Sans Serif era un modelito más de grafología. Igual otra persona se hubiera reído de mi pregunta, pero ella me respondió como si le hubiera hecho una consulta sesuda.

A mi lado, durante las ponencias, estaba David Generoso y le conté con humor mi descubrimiento sobre la Sans Serif. Mis comentarios debieron resultarle simpáticos y hace unos días me sentí levitar al verme mencionada en un artículo suyo, donde dice que se queda, entre otras muchas cosas, “con el arte de Adela Castañón y sus ganas de aprender”. Gracias, David. Y sí, ganas de aprender tengo a toneladas.

Después de lo de David, y en mi continuo atracón de leer todo lo que he visto publicado sobre ese magnífico día molpeconiano, he tropezado con mi nombre y apellido en una entrada de Yolanda Barambio que menciona mi “maravillosa efusividad”. Gracias, Yolanda.

Alguno que otro se carcajeó cuando dije, sin pensarlo demasiado, que la #MOLPEcon había sido para mí como la Boda Roja de Juego de Tronos, con la nada despreciable diferencia de que allí corrió el tinto en lugar de la sangre. Ver reunidos a todos los “grandes” era una tentación a la que no me pude resistir y me siento feliz por haber sucumbido a ella.

Porque ahora han dejado de ser para mí personajes para convertirse en personas. Personas que puede que estén a años luz de mí, o quizá no, pero me da igual porque la distancia, si es que existe, se ha convertido en algo horizontal. Yo estoy dentro de ese mundo. Me siento parte de un universo lleno de magia donde todos orbitamos y, por lo mismo, nadie está por encima de nadie en cuanto a un orgullo de clases mal entendido.

Supongo que cuando Mónica Gutierrez Artero habló de la Comunidad del Anillo no se imaginaba que estaba haciendo una especie de apostolado mucho más amplio de lo que pensó. He vuelto a casa con la sensación de que todos los que allí estuvimos hemos tenido una vivencia parecida.

Y llego al final de este cuento maravilloso sobre escritura, o mejor, sobre escritores. Porque la escritura no es nada sin nosotros. Y, aunque escribir sea algo solitario, siempre se enriquecerá si estamos rodeados de una comunidad.

Para mí ese fin de semana ha sido como un cuento dentro de otro cuento del que me he sentido coprotagonista. Así que solo puedo acabar diciendo que ojalá haya una #MOLPEcon II.

¡Y que nos veamos allí!

Adela Castañón

Imagen tomada del grupo de Facebook #MOLPEcon

Una historia de súper héroes

Hace unas semanas asistí a una jornada sobre autismo organizada por la Asociación Principito. Me emocionó tanto la intervención inaugural de Rosa María Benítez que le pedí permiso para compartir sus palabras. No solo me autorizó, sino que también tuvo la generosidad de enviarme el texto de su intervención. Y ese texto viste hoy de gala nuestro blog. Os dejo con Rosa y con su historia. No necesita más presentación.

*****

UNA HISTORIA DE SÚPER HÉROES

Como decía, soy Rosa y soy mamá y soy maestra y mi mundo es azul.

Si me lo permitís os voy a robar unos minutos para contaros una historia. No una de príncipes y princesas sino de superhéroes, pero de esos sin capa ni antifaz, sólo con su incansable espíritu de lucha como bandera. Os voy a contar una historia de papás y mamás luchadores.

Había una vez una hermosa pareja con un hermoso proyecto en común: querían tener un bebé. Después de nueve largos meses de espera llegó a casa… llamémosle Juan e iluminó a todos con su presencia.

Juan crecía en una preciosa familia llena de amor, cariño y comprensión. Todos admiraban lo grande que era, cómo sonreía o incluso cómo comenzaba a balbucear:

—Cualquier día se nos arranca con una palabra— decían felices los abuelos.

Pero ese día no llegaba.

Mamá y Papá mostraban con orgullo lo listo que era su retoño. Tanto que, apenas comenzó a comer purés, cogía su cuchara y comía solo y se enfadaba si Papá intentaba dársela. Y por supuesto el biberón también se lo tomaba solo, porque era un bebé súper independiente.

No anduvo de los primeros en el grupo de amigos, pero al final lo hizo y era un experto en dar vueltas alrededor del columpio en el parque.

Pero Juan todavía no se arrancaba a hablar.

—Ya verás que cuando menos lo esperes se arranca, tú tampoco fuiste el más rápido entre tus primos— comentaba la abuela, orgullosa con Juan en los brazos.

Una tarde, mientras Juan jugaba a hacer torres y filas de colores con sus bloques, Mamá lo llamó para darle su merienda y ni se inmutó. Lo volvió a llamar, se acercó y lo tocó y Juan la miró con una mirada perdida, como si fuera una extraña.

Ya habían pasado unos dieciocho meses desde que lo pusieran por primera vez en sus brazos. Y la sonrisa brillante de Mamá se puso un poco gris. Porque Juan:

  • No habla.
  • Le gusta correr dando vueltas.
  • Lo llamas y no te mira.

La sonrisa de Mamá es gris y decide consultarlo con Papá:

Le dice que exagera, que no es nada. Pero Mamá que siempre duda pregunta a la abuela:

Le dice que exagera, que no es nada. Pero Mamá que siempre duda pregunta al pediatra:

Le dice que exagera, que no es nada. Pero Mamá que siempre duda pregunta a Google:

Y lo que ve le da miedo, tanto, que un frio helado entra por sus pies y lentamente le recorre todo el cuerpo y la paraliza. Y por un tiempo deja de preguntar.

Todos la aconsejan, todos le dicen que ve fantasmas. Las personas más mayores incluso le dicen que de tanto nombrar a la calamidad le va a llegar. Pero Mamá sabe que pasa algo.  No le pone etiqueta, pero pasa algo.

Por no escuchar más consejos, porque tiene que volver a trabajar, o porque cree que estando con otros niños se disiparán todos los fantasmas decide llevarlo a la guardería. Y con esa experiencia conoce una nueva faceta de Juan.

Siempre tienen que ir por las mismas calles y, si eligen otra, le entra una cólera incontrolable. Entonces el sentimiento de culpa invade a Mamá porque piensa que esa rabieta es de niño malcriado.

Cuando entra en la guarde, aunque Mamá pone la más alegre de sus sonrisas, Juan se agarra a ella como si entrar en aquel lugar fuera una tortura para todos sus sentidos. Y el sentimiento de culpa de Mamá crece porque siente que lo está abandonado en manos de unas extrañas.

Y así día a día con infinita paciencia. Y nada cambia. Pero un día Papá se acerca con sigilo a Mamá y le comenta con voz preocupada que ve algo extraño en Juan, que hay veces que está en su propio mundo, que se evade del de ellos.

Mamá suspira aliviada, ya no está sola en su lucha interna. Y, como un torbellino, le cuenta de nuevo a Papá todas sus preocupaciones. Deciden ir a la guarde y hablar con su seño. Quieren compartir con ella sus desvelos y la seño les confirma sus sospechas. Y en ese momento descubren que en su vida hay un monstruo.

Un monstruo enorme contra el que tienen que luchar. Además saben que cuanto antes lo identifiquen más fácil será su lucha, porque solo así:

  • Podrán ponerle ojos y cara.
  • Podrán mirarlo de frente.
  • Y podrán buscar herramientas para combatirlo.

Ahora sí que vuelven al pediatra con la fuerza suficiente para no aceptar un no, con la seguridad de que necesitan buscar ayuda, y finalmente salen de la consulta con una derivación al Centro de Atención Temprana.

Preparados para esa primera cita Mamá y Papá toman de la mano a Juan y, aunque tiemblan como hojas, llevan su sonrisa puesta. La sonrisa de lo transitorio, la sonrisa que cree que allí está la solución a todos sus problemas, la sonrisa que les da la esperanza de que en un par de meses todo se arreglará.

Pero, como en las horas anteriores al alba, salen de allí con un destino más oscuro. Después de una hora de intensas preguntas y de un continuo cuestionarse si lo que han hecho hasta ahora con Juan está bien, les entra la duda de si allí está la solución a todos sus problemas, si van a ser capaces de afrontar todos los retos que les han planteado. Aunque salen con unas energías desbordantes para comenzar a trabajar con Juan porque quieren ver ya los resultados.

Pero, como en las horas anteriores al alba, sigue estando todo muy oscuro y trabajar con Juan no es tan sencillo, “traerlo a nuestro mundo” o “conectar con el suyo” no es posible todos los días. Y Mamá y Papá siguen luchando.

Pero, como en las horas anteriores al alba, la oscuridad persiste y al final se ve al monstruo.

Un día, después de varios meses de evaluación, de numerosas sesiones, pautas y de mucho trabajo, la psicóloga del Centro los llama a su despacho. Un despacho de paredes blancas y muebles claros, un despacho con muchas imágenes colocadas de forma estratégica en cajas, en la pared, en la mesa,… y se sienta y les habla y de repente comienza a hablar de su monstruo:

  • Le pone ojos cuando dice que Juan no fija la mirada.
  • Le pone boca cuando habla del escaso desarrollo del lenguaje de Juan.
  • Le pone manos cuando habla de la hipersensibilidad al tacto.
  • Le pone cuerpo cuando habla de la necesidad de Juan de llevar ropa holgada.
  • Le pone pies cuando explica por qué Juan a veces corre y se balancea de manera descontrolada.
  • Y le pone nombre cuando lo llama AUTISMO.

Entonces dejan de escuchar, vuelven a casa con un sueño roto, con una pesadilla en sus manos y comienzan su duelo porque se les ha caído ese castillo de naipes que era su futuro idealizado.

Llegados a este punto debo pararme. Cuando empecé a hilar este cuento, no quería que fuera una historia triste, porque yo, hoy, ya no estoy triste con mi cuento, ni creo que nadie deba estarlo. Pero sí creo que para sentir una alegría plena primero se ha tenido que carecer de ella. De este modo podremos saborearla cuando está cerca. Sentirla y disfrutarla cuando nos llega. Por eso creo que este cuento no estaría completo si hubiera obviado la parte triste, ya que, aunque no nos guste, la tristeza también es necesaria.

Como os iba contando, aunque en las horas anteriores al alba todo es oscuro, siempre llega el alba y detrás de ella también la luz radiante de un nuevo día. Esto también les pasó a la Mamá y el Papá de Juan. Les llegó el alba y con ella todo un trabajo enorme: leyeron, se informaron, iniciaron terapias (algunas más fructíferas que otras) y empezaron a ser muy críticos con toda la información que les llegaba, porque no todo vale, porque cada persona es única porque nadie mejor que ellos conoce a Juan y sabe lo que realmente le funciona.

Poco a poco Mamá y Papá iban dominando al monstruo, porque sabían que solo trabajando con Juan lo mantendrían a raya. Juan cambió, aunque no fue sencillo ni inmediato. Un día, así sin pensarlo, Juan miró a Mamá a los ojos y le regaló una sonrisa. Otro día, Juan señaló a Papá el coche con el que quería jugar aquella tarde. Y otro día, los cogió de la mano y mirándolos a los ojos les dijo MAMÁ y PAPÁ.

Durante este tiempo Mamá y Papá aprendieron que la vida era como una montaña rusa, unas veces estaban arriba disfrutando y otras abajo luchando, pero siempre juntos sentados en la misma vagoneta. Mamá y Papá también aprendieron que el monstruo muchas veces cambia de cara y hay que volver a identificarlo:

A veces es una entrevista en la USMI, a veces una cita en el neurólogo, a veces toda la burocracia que hay que vivir para solicitar una beca, una ayuda o llegados al caso la Ley de Dependencia o la tramitación de la Discapacidad (que ya la palabra es horrible de por sí).

Mamá y Papá siempre recuerdan uno de los monstruos que más miedo les dio: El día que Juan entró al cole. Además este monstruo tenía muchos brazos. Brazos como tentáculos que los atrapaban:

  • El dictamen de escolarización previo, con el rosario de nuevas entrevistas con psicólogos para volver a contar como era Juan, el rosario de fotocopias de todos los informes que había que adjuntar, el rosario de medidas que iban a poner a Juan en el cole.
  • El no saber cómo iba a estar Juan en el cole: ¿Lo comprenderá su seño? ¿Tendrá amiguitos? ¿Sabrán dejarle su espacio cuando lo necesite? ¿Sabrán animarlo para unirse al grupo? ¿Soportará bien el ruido de una clase con más niños? ¿Estará preparado para recibir tantos estímulos?
  • ¿Se habrá planteado todas estas cuestiones algún docente cuando le ha llegado un niño autista a su aula?

A pesar de todo, finalmente Mamá y Papá le pusieron cara también a este monstruo. Aunque siempre con el pellizquito, hoy respiran y disfrutan nuevamente de la subida de la montaña rusa. Juan es feliz en su cole. Juan tiene amigos. Juan se relaciona con los niños, Juan es Juan, es Valentina, es Adrián, es Amir, es Álvaro, es Pablo, es José, es Carlos, es Víctor, es Nico, es Myriam, es Lucía.

Y en esa subida de la montaña rusa Mamá y Papá pasan tres años, cuatro años, cinco años en esa vagoneta siempre juntos y con esa barra de seguridad que es la psicóloga del Centro de Atención Temprana, sus terapias y sus desvelos para que Juan y su familia siempre avancen, nunca se rindan y continúen dentro de la montaña rusa que es su vida.

Un día, así como en un suspiro, llega el sexto cumpleaños de Juan y lo que debería ser una semana frenética de preparativos para la fiesta se convierte en algo lúgubre y triste porque, no se sabe bien por la decisión de qué experto, después de cumplir los seis años Juan tiene que salir del CAIT. Y para ese monstruo a día de hoy nadie tiene herramientas con las que ayudar a ponerle cara. Y contra ese monstruo nadie puede luchar…

O puede que ya no sea así, puede que en esa montaña rusa Mamá y Papá ya no estén solos en su vagoneta. Es que, poco a poco, esa montaña rusa se ha ido convirtiendo en un punto de encuentro. En un hermoso tren azul lleno de ilusiones y esperanzas.

En ese tren todas las Mamás y los Papás se sienten acompañados en este nuevo camino. Al fin y al cabo, van en un tren azul donde las familias que se suben se sienten seguras y comprendidas, entendidas y apoyadas.

Para finalizar, me gustaría citar un fragmento de “El Principito”, de Antonie de Saint-Exupéry.  Ese libro nos ha enseñado muchas cosas a mis hijas y a mí:

—Adiós— dijo el Principito.

—Adiós— dijo el zorro—. He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.

—Lo esencial es invisible a los ojos—. Repitió el principito, a fin de acordarse.

*****

Creo que sobran comentarios. Solo me queda una cosa por decir: Gracias, Rosa.

Adela Castañón

Imagen: Asociación Principito

Cinco cosas que sé gracias al NaNoWriMo

Un mes escribiendo sin parar. Un mes para conseguir plasmar una historia que no cuente, sino que muestre; que entretenga y, a la vez, que emocione hasta la lágrima o hasta la carcajada. Y todo con palabras. Cincuenta mil palabras, exactamente. Esperad, que lo pongo en números, que es más impresionante. 50.000.

50.000 palabras.

A principios de noviembre os hablé del NaNoWriMo, ese reto internacional que nació en Estados Unidos y que propone a los escritores noveles que se demuestren a sí mismos que son capaces de escribir el borrador de su novela en un mes.

Os confieso una cosa: no terminé el borrador de Dioses impíos, mi primera novela. Resulta que cincuenta mil palabras no fueron suficientes, cosa que ya suponía. Sin embargo, completé el reto y, al hacerlo, sentí un subidón emocional porque había conseguido algo de lo que no sabía si era capaz.

Nunca me importó equivocarme pero, ante algo así, me encantó haberlo hecho. Porque participar en el NaNoWriMo (NaNo a partir de ahora, por acortar) me enseñó muchísimas cosas, sobre mí y sobre la gente que me rodea.

Este es mi resumen.

NaNoWriMo Winner 2017  Dioses impíos Carla Campos

Puedo escribir prácticamente cada día

Ser una mujer independiente, con inquietudes y que no vive de rentas hace muy complicado esto de escribir. Sería muy guay tener una entrada de dinero mientras estoy en casa delante de la pantalla en blanco, lo reconozco. ¿Os imagináis? Me pasaría ocho horas escribiendo o, quizá, seis escribiendo y dos documentándome.

Sin embargo, para bien o para mal trabajo en algo que me gusta y, además, lo necesito, así que no tengo tantísimo tiempo. O eso creía.

Pensaba que no sería capaz de encontrar más tiempo para escribir que las tres horitas semanales que le dedicaba antes del NaNo.

Y era mentira. Solo hubo un día durante el mes de Noviembre en el que no pude escribir: el que pasé en Pompeya inspirándome para mi novela. Solo uno y, bueno, no se podía decir que no estaba trabajando en mi novela.

Como veis, todo lo que creía y me decía era puro autoengaño.

Escribir me ayuda a desconectar

Antes del NaNo, solía ponerme muchísimas excusas: “¿Escribir ahora que Valeria hace la siesta? Uff, no, mejor me tiro en el sofá y veo Netflix un ratito, sigo leyendo este libro o le doy caña al Candy Crush. Que, jo, yo también necesito descansar”.

Era cierto. En la época previa al reto, me sentía agotada por todas las cosas que tenía en la cabeza (el trabajo, la niña, la casa que me estoy intentando construir, la universidad…) y creía que el esfuerzo mental de escribir lo empeoraría. Gracias al NaNo, descubrí que todo lo que me quitaba el sueño y me acompañaba siempre desaparecía en cuanto me enfrentaba a mi novela. No solo no empeoraba mi cansancio mental sino que lo disipaba.

Creo que es el mes que me he sentido más relajada en últimos… no sé, ¿cinco años? ¿Diez?

La planificación es imprescindible para poder trabajar

Definitivamente, soy escritora de mapa. O una “Planster”, una escritora que ha encontrado el punto intermedio entre lanzarse a lo loco y tenerlo todo organizado al detalle. Para no quedarme en blanco necesito saber de dónde vengo, qué quiero decir y adónde voy. En caso contrario, me paralizo y no puedo aprovechar el poco rato que he conseguido arañar del resto de quehaceres diarios.

Con el NaNo aprendí que, teniendo un punto de partida y un pequeño esbozo de lo que debía pasar, no necesitaba saber exactamente qué recursos iba a usar aquí o allá porque la historia me pedía cómo desarrollarla para no atascarme. Le pateé el culo, con fuerza y saña, al bloqueo del escritor.

National_Novel_Writing_Month NaNoWriMo 2017 Badges Planster

Necesito presión para avanzar

Sé que mis obras no son perfectas, que no lo serían ni aunque le dedicara una hora a cada párrafo y que estoy muy lejos de conseguir la calidad que me gustaría. Es absurdo, por tanto, buscar esa perfección en el primer borrador, ¿no os parece?

Pues bien. Antes del NaNo, podía estar dos días para llenar media página porque escribía, me releía, reescribía, volvía a releer y lo borraba todo porque me parecía una mierda soberana.

Con el NaNo, debía llegar a las mil seiscientas sesenta y seis palabras al día para alcanzar las cincuenta mil, sin presiones y sin sprints. Eso me obligó a hacerlo sin pararme a revisar y dejar que las letras fluyan con calma pero sin pausa.

¡Qué bien me sentó! Fue muy liberador escribir una palabra tras otra sabiendo que aún había muchísimo tiempo para releerlo, dejarlo madurar, reescribirlo y corregirlo. Y decidí que, a partir de ahora, iba a trabajar así.

Tengo una familia que no me merezco

Aunque siempre intentaba escribir mientras mi hija dormía, no siempre era posible y, menos aún, entre semana. Y, los sábados y los domingos, escribir mientras dormía implicaba no aprovechar ese tiempo para estar con mi marido. Él, que estaba bastante acostumbrado (los dos lo estábamos, de hecho) a que estuviera ocupada haciendo otras cosas, aceptó perfectamente que pasara aún menos tiempo con él para poder escribir. Además de hartarse de verme delante de la hoja en blanco, me apoyó, me ayudó cuando tuve alguna duda y me escuchó mil veces hablarle de “Dioses impíos” hasta que tuvo que pedirme que parara porque se lo quería leer y, claro, se lo estaba destripando todo.

Además, aunque él llegara cansado o tuviera trabajo o le apeteciera, simplemente, estar a lo suyo con sus cosas, ha dejado de hacerlo para entretener a nuestra hija y regalarme lo único que no se paga con dinero: tiempo. Cada día.

En resumen

El NaNoWriMo fue una experiencia absolutamente fantástica, que me sirvió para conocerme mejor como persona y como escritora. Fue agotador, lo reconozco. Un par de veces, incluso, llegué a escribir tres mil palabras al día y, aunque en el momento me sentí muy bien, al terminar pensaba que el cerebro me caería hecho papilla por las orejas.

Sin embargo, recomendaría esta experiencia a cualquiera que le guste escribir. Más aún si tiene la suerte de rodearse de gente maravillosa (como el grupo que formamos para competir en el reto de La Maldición del Escritor para ver quién escribía más. ¡Hola, Brujulillas!) que comparten el reto.

El año que viene repetiré, seguramente con otra novela de fantasía que ya tengo en mente. Sin embargo, primero, debo acabar “Dioses impíos”. Reescribirla, corregirla. Pero de eso ya hablaremos.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

tumblr_inline_nlrm2cmZco1scgxmd_250-2

 

 

NaNoWriMo: un mes para escribir el borrador de mi novela

NaNoWriMo 2017

En 1999, veintiuna personas sin nada mejor que hacer decidieron crear un grupo de escritura que diera que hablar. Según sus propias palabras, era un punto intermedio entre un club literario y una fiesta, y descubrieron que, en un mes, se podía escribir una novela.

No fueron los primeros en darse cuenta de eso. Muchos autores sacan novelas cada año, incluso aquellos que escriben alta literatura o Literatura en mayúsculas.

Otros, en cambio, ni escribimos (aún) alta literatura ni somos rápidos escribiendo.

Desde entonces, aquel grupo de escritores fue creciendo hasta que fundaron el National Novel Writing Month o NaNoWriMo. Como casi todo lo que nace en Estados Unidos, no tardó mucho en sobrepasar sus fronteras y, ahora, ya son muchos los escritores que se apuntan cada año a este reto.

Sin ir más lejos, los participantes españoles escribimos 3.974.109 palabras en tres días. La meta es escribir 50.000 palabras en un mes. Eso es más de 1.600 palabras al día. Impresionante, ¿verdad?

¿Por qué me he apuntado al NaNoWriMo?

Suelo ponerme metas elevadas y, en un futuro, me gustaría que mi nombre se asociara a literatura de alta calidad. Para conseguirlo es necesario estudiar y practicar. Lo primero ya lo estoy haciendo. Lo segundo, menos de lo que me gustaría. Y es frustrante porque escribir no solo me gusta, sino que es mi válvula de escape cuando me siento estresada por el trabajo, la carrera o el día a día.

La primera vez que escuché hablar del NaNoWriMo todavía estaba al principio de mi formación como escritora y no me sentía con ánimos ni con fuerzas. Pensaba: “¿Escribir una novela en un mes? ¿Estamos locos o qué?” Tenía una idea para un libro pero no creía que fuera capaz de cumplir el reto.

Este año, sin embargo, ha sido distinto. Gracias a las redes sociales leo y conozco a un montón de escritores que me inspiran cada día para encontrar la mejor versión de mí misma. Sé que estoy lejos de ella, pero ver que otros luchan por la misma meta me ha inspirado y, sobre todo, picado. Si ellos lo hacen, ¿por qué no yo? Al fin y al cabo, se trata de esforzarme, y de eso sé un rato.

El 31 de octubre me metí en la página del NaNoWriMo y me di de alta. Inmediatamente después, sentí una alegría que no esperaba. ¡Un nuevo reto! ¡Uno relacionado con la escritura! Y, además, una meta que me va a ayudar a escribir aquella primera novela que me llevó a estudiar técnicas narrativas y demás. El culmen de cuatro años de esfuerzo.

Si esto no es emocionante ya me diréis qué puede serlo.

¿Cómo encarar el NaNoWriMo? La preparación

Para algunos nos es imprescindible tener planeado qué vamos a escribir para alcanzar las cincuenta mil palabras en un mes. Muchos Wrimos (así nos llaman a quienes seguimos este reto) preparamos previamente una escaleta o pequeños resúmenes antes de empezar.

En mi caso he de confesar que he hecho trampas. Más o menos. No pensaba apuntarme al NaNoWriMo así que no preparé nada expresamente para ese reto. Sin embargo, tenía una idea que maduré a lo largo del año pasado. La penúltima semana de octubre preparé una escaleta con un pequeño resumen de las tramas por capítulos y escribí algunas páginas para pillar la voz y el tono de la novela. Con todo eso, me sentía preparada para enfrentarme al mes de escritura.

National_Novel_Writing_Month Letras desde Mocade

El logo del NaNoWriMo es lo que necesita todo escritor: algo para escribir y café. Montones de café.

Los inicios: el encuentro con compañeros.

Como ya explicó Mónica en este artículo, nosotras somos lobas de manada. Por eso, cuando decidí convertirme en Wrimo, no quise hacerlo sola. Pronto vi que Coral y Rafa, los jefes del blog “La maldición del escritor”, animaron a todos sus seguidores a que hiciéramos grupos para compartir experiencias y competir entre nosotros para ver quién o quiénes escribíamos más en un mes. La verdad es que el hecho de ganar a los otros equipos me importa mucho menos que vivir la experiencia y hacerlo acompañada por personas tan locas como yo. Gracias a Twitter, nos juntamos diez escritores en un grupo que hemos llamado “Brújulas locas”, por aquello de ser escritores de brújula o de mapa, ya sabéis. Está siendo muy divertido compartir esta aventura con Laura, Carla, Elsa, Marta, Dalila, Bea, CeMonA, José de la Sierra y Lorena. Cada uno tenemos proyectos muy interesantes, ambición, ganas de escribir y de disfrutar. Además, nos pedimos ayuda, nos damos consejos e intentamos alcanzar a Marta o, al menos, escribir entre nueve tantas palabras como ella sola.

La experiencia, mi deseos y mis metas.

Por un lado, el NaNoWriMo me está obligando a escribir sin revisión. Para una persona como yo, muy dada a la autocrítica extrema y a pararme a reescribir lo mismo mil veces antes de pasarlo a corregir, es un ejercicio muy interesante. Es la primera vez que me dejo llevar sin releer el mismo párrafo cuarenta veces. Ya solo por esto es una experiencia que me merece la pena.

Por supuesto, no significa que lo que salga de esto merezca ser publicado. No. Aquí estamos trabajando todos en un borrador. Después hará falta reescribir, revisarlo, corregirlo, volver a reescribir algunas cosas y revisarlo de nuevo. Sin embargo, tener listo un borrador en un mes me parece un ejercicio fantástico.

Por otro lado, estaba bastante segura de que al segundo día pincharía. “¿Escribir mil seiscientas sesenta palabras en cada sesión?”, pensaba. “Ni de coña”. Bien, la realidad es que llego a las mil setecientas sin despeinarme, y paro porque también tengo otras cosas que hacer durante el día. Sin embargo, igual que esos veintiún locos que se juntaron en 1999, he descubierto que se puede hacer. Que lo puedo hacer. ¿No es maravilloso?

Dicen que solo hacen falta tres semanas para asumir un hábito. ¿Me ayudará el NaNoWriMo a consolidar el hábito de la escritura? Eso espero. En todo caso, el 4 de diciembre os lo contaré.

Carla Campos

@CarlaCamplosBlog

 

Que de imposturas se trata

Yo nací de la impostura. José Saramago

Pascuala Castán notaba que, con los años, sus clases se habían vuelto muy aburridas. “¡Basta ya de rollos! Desde mañana practicaré la creación literaria. Lo más eficaz será que mis alumnos piensen que soy experta en eso de los relatos”. Aunque todos se darían cuenta de la mentira, porque era sabido que doña Pascuala carecía de la imaginación necesaria para elaborar un relato.

Comenzó por inventarse la personalidad que habría deseado tener. Por la noche, mientras preparaba la clase del día siguiente, iba escribiendo su nueva biografía y la iba adaptando a lo que le habría gustado ser. Comenzó cambiando los datos de su DNI: la fecha y lugar de nacimiento, el nombre de sus padres, su estado civil y la dirección de su domicilio. Al llegar al apartado de los estudios cambió el colegio de monjas, donde había estado interna más de nueve años, por un instituto; la licenciatura en historia, por un doctorado en filología; y sus verdaderos gustos literarios por otros que estaban de moda. Se inventó una larga lista de publicaciones en las que firmaba con pseudónimos, para evitar que sus compañeros descubrieran sus imposturas.

Este apartado fue el más engorroso. Consultó muchas páginas de internet para hacerlo creíble. Buscaba títulos de críticos famosos y les introducía pequeños cambios, los suficientes para que no la acusaran de plagio. Después llegaba lo más difícil: encajar el nuevo título en una editorial real. Como no encontraba solución, decidió inventarse los nombres de las editoriales, pero como no tenía imaginación no le salía ninguno.

Doña Pascuala, que era un poco supersticiosa, cuando llegaba a la sala de profesores, se sentaba en un rincón, abría el periódico por la página del horóscopo y se ensimismaba soñando en aquellas predicciones. De repente pensó que si deformaba un poco los signos del zodiaco sonarían bien para nombres de editoriales eruditas. Así fue como comenzó a llenar páginas y páginas de bibliografía personal inventada: Florentina del Mar, “Por el camino sin mirar las orillas”, editorial Ariete, Murcia. María Barbeito, “Fiestas populares en la literatura gallega”, editorial Virginal, Padrón (La Coruña). Juana Abarca de Bolea, “Octavas de las horas místicas”, editorial Promesa, Huesca. Cuando acabó, imprimió su nueva biografía, y la miró con regocijo. ¡Así, sí! Así le gustaba más.

Una noche se puso muy nerviosa porque acababan de traerle una lavadora nueva. Una de esas que llevan programación electrónica y que no hay quién las entienda. Para colmo de males, tenía la ropa de una semana sin lavar y las clases del día siguiente sin preparar. “Bueno, iremos por orden. Primero la lavadora y mientras lava, la clase. Pero antes tengo que leerme las instrucciones”. Miró el reloj. Ya eran las doce. “No me da tiempo. Mañana tengo clase a las ocho. Bueno, pues aprovecharé las instrucciones de la lavadora para las clases. En el fondo tiene que ser lo mismo lavar los trapos sucios que escribir un relato”. Y comenzó a copiar las instrucciones de la lavadora. Después, igual que había hecho con el apartado de las publicaciones, iba cambiando los tecnicismos mecánicos por tecnicismos literarios. Al acabar, imprimió sus nuevos apuntes, los leyó y pensó: “Bueno, pues no están tan mal, pueden dar el pego”. Al día siguiente, leyó sus “instrucciones para escribir un relato” y, cuando acabó la clase, todos sus alumnos estaban convencidos de que doña Pascuala Castán era una escritora famosa.

A partir de ese momento, decidió abandonar sus textos basados en imposturas. Se matriculó en cursos de creación literaria, participó en tertulias de escritores y comenzó a escribir de forma compulsiva. Lo más sorprendente fue que aquellas primeras imposturas habían sido el origen del cambio. En ellas estaba el germen de sus mejores relatos.

Carmen Romeo Pemán

Imagen principal: Francisco de Goya, Aún aprendo. Hacia 1826. Lápiz negro, Lápiz litográfico sobre papel verjurado, agrisado, 192 x 145 mm. Era la imagen que doña Pascuala tenía colgada encima de la mesa de su despacho.

 

Alumnos  en la clase de un instituto