El abrigo rojo

La niña nunca había tenido un abrigo negro. Le extrañó que se lo pusieran, pero cuando llegó al cementerio no se encontró rara. Había poco más de una docena de personas, todas vestidas de negro, que sujetaban paraguas del mismo color. Hasta el día llevaba ropas oscuras. Una lluvia cansina se descolgaba del cielo, plomizo y cubierto de nubarrones enfadados. Las únicas notas de color la ponían dos o tres ramos de flores bastante mustias que yacían desmayadas sobre las lápidas, casi todas de un tono gris ceniciento y sucio, incluso las más cuidadas. Algunas tenían en la cabecera ángeles de piedra que parecían llorar cuando la lluvia resbalaba por sus rostros.

La pequeña iba de la mano de su madre. Al acercarse a la gente sintió que los dedos maternos apretaban más los suyos hasta casi hacerle daño. Levantó la cara para protestar, pero no se atrevió a decir nada. La mirada de su madre estaba fija en una mujer que aguardaba de pie junto a un agujero negro abierto en la tierra, solitaria y despegada del grupo que formaban los demás. La niña reconoció entonces aquella cara llena de ángulos, la boca apretada en una línea tan estrecha que parecía que no tuviera labios, y unos ojos tan grises como las lápidas y el cielo. Era su abuela. Aquella abuela a la que había visto pocas veces en su corta vida. Su madre casi nunca hablaba de ella y, cuando lo hacía, no decía nunca “tu abuela”, sino “la madre de tu padre”. Esa mañana, cuando su madre la vistió de negro, solo le dijo que tenía que ser buena y portarse bien, porque iban a ir al entierro de su abuelo.

Su madre empezó a caminar un poco más despacio hasta que se colocó junto a la anciana, pero sin rozarla. Hacía frío. La chiquilla metió la mano que tenía libre en el bolsillo de su abrigo y sus dedos se encontraron con un agujero que le resultaba familiar. Pensó que a lo mejor lo habían comprado en la misma tienda que el abrigo rojo que su padre le había regalado en su último cumpleaños, un mes antes de irse al cielo. Había sido el último regalo y el último secreto compartido con él. Su madre había protestado ese día y dijo que no podían permitirse tantos gastos, pero papá contestó que había sido un chollo. Luego, a solas, después de apagar las velas y de comer la tarta, cuando ella le preguntó que qué significaba lo de chollo, él le explicó que un chollo era algo así como un golpe de suerte.

–Verás, Isabel, el abrigo no me ha costado nada. En realidad, es un regalo de tu abuela porque lo ha pagado ella, pero mejor que no se lo cuentes a mamá.

–¿Por qué no, papi?

–Bueno, mamá y la abuela son buenas. Las dos. Pero no han sabido hacerse amigas, ¿vale? Y la abuela sabía que yo quería regalarte algo, y ha sido ella la que me ha dado el dinero.

Isabel había guardado ese secreto, igual que guardaba otros. El abrigo rojo se había convertido en su prenda favorita. Y ahora, al ver que su dedo encajaba perfectamente en el agujero del que llevaba puesto, sintió que en su interior se instalaba una terrible sospecha. Se fijó en los botones, con una flor pequeña grabada en el centro de cada uno de ellos, en la suavidad familiar de la solapa, y la tela empezó a picarle. Quiso preguntarle a su madre si tardarían mucho en volver a casa, pero no se atrevió. Necesitaba subir a su cuarto y abrir el armario para acariciar su abrigo rojo. Porque seguro que estaría allí. Tenía que estar. «Por favor, Señor», rezó en silencio, «que esté colgado en su sitio».

No prestó atención a las palabras del sacerdote. No le hacía falta. Ya sabía de sobra todo lo que le había pasado al abuelo. A estas alturas estaría en el cielo con papá y con Blacky. Cuando Blacky murió y lo enterraron en el jardín, papá le había explicado que en el cielo todos eran felices. Ella se sintió mejor al saberlo y preguntó si, mientras llegaba la hora de encontrarse con Blacky, podría tener otro perro, pero mamá dijo que no, y papá le dio la razón. Un perrito, le explicó, daba mucho trabajo, había que sacarlo, darle de comer, y ella tenía que ir al colegio durante muchas horas. Y ahora que él ya no trabajaba no podía ayudarle. Cada vez se cansaba más y apenas salía de casa, como no fuera para ir a sus revisiones en el hospital. Y, además, su padre le dijo que ella era ahora su mejor enfermera y que él se sentía bien cuando estaban juntos, así que aprovecharían el tiempo y él le leería todas las noches varios cuentos para compensarla de la falta de un perrito. Y había cumplido su promesa hasta que se fue al cielo con Blacky.

Poco tiempo después de que papá se reuniera con Blacky, Esteban empezó a ir de visita casi todas las tardes. La madre de Isabel sonreía de nuevo y la chiquilla volvió a pedirle un cachorrito, pero mamá le dijo que un cariño no se podía sustituir por otro y continuó sin tener una mascota. Isabel aceptó la explicación porque venía de su madre, aunque estuvo a punto de preguntarle por qué dejaba que Esteban pasara cada vez más tiempo con ella. Si a su madre no le parecía bien que ella tuviera otro perro, Isabel no entendía que ahora quisiera meter en casa a otro padre. Y, además, Esteban no se parecía en nada a su papá. Para empezar, se había adueñado del cuarto que papá le había construido a ella en el garaje, el cuarto donde había un montón de estanterías en las que vivían todas sus muñecas. Mamá le dijo que era mejor que se quedara solo con algunas y que se las llevara a su cuarto, y al poco tiempo todo el garaje quedó habilitado como una enorme pajarera para las aves que Esteban criaba. Cuando estaban los tres juntos, Esteban le decía cosas bonitas y le sonreía, pero si su madre no estaba en la habitación era como si ella, de pronto, se volviera invisible. Isabel sabía que Esteban no la quería, y pensaba que tampoco quería a su madre o, al menos, que la quería menos que a sus pájaros. Pero cuando pensaba en decirle eso a ella nunca encontraba el momento. Mamá, desde que Esteban acabó por mudarse a la casa, estaba bastante rara.

La ventana del cuarto de la pequeña daba a la parte de atrás de la casa, donde estaba el garaje, y muchas noches se despertaba varias veces por culpa de los ruidos que hacían los pájaros. Escuchaba los aleteos, el piar de algunos, y pensaba que quizá le habrían gustado si los hubiera visto volando en libertad. Pero verlos allí así, tan apelotonados, solo le producía pena.

El graznido de unas aves que revoloteaban en círculos sobre el cementerio, y el apretón de la mano de su madre para que empezara a caminar, la sacaron de su ensoñación. Mientras ella se perdía en sus recuerdos, habían tapado el agujero, y ahora estaba todo cubierto de tierra. Las demás personas se dispersaron y ellas dos volvieron a la casa caminando al lado de la abuela, pero sin llegar a tocarla. Entraron, y la chiquilla se soltó y empezó a subir corriendo las escaleras hasta que la detuvo la voz de su madre.

–¡No corras, Isabel! Ten un poco de respeto.

Terminó de subir y abrió el armario. El abrigo rojo no estaba allí. Vio sobre la cama una maleta abierta en la que había parte de su ropa, pero no el abrigo. Empezó a hacer pucheros, cogió su muñeca favorita y salió de la habitación sin hacer ruido. Desde lo alto de la escalera escuchó las voces. Sujetó la mano de la muñeca y se asomó a la barandilla.

–…no tiene corazón. Pero veo que no ha cambiado de opinión. –La que hablaba era su madre–. Sabe de sobra que su marido me ayudaba con los gastos de Isabel, y pensé que usted tendría la decencia de seguir haciéndolo.

–Mi marido era un santo, igual que mi hijo, que no sé lo que vio en ti.

–No tiene derecho a…

–Tengo todo el derecho del mundo. Mi marido, que en paz descanse, os dio esta casa como regalo de bodas. La casa donde ha vivido su familia desde hace muchas generaciones, así que dale gracias al cielo de que yo respete su voluntad y deje que sigas aquí con ese inútil que te has buscado y…

–¡No le consiento que me falte al respeto!

–Más le has faltado tú a mi hijo. Que a saber si ya andabas con ese novio antes incluso antes de enterrarlo. Y llamarlo inútil es hacerle un favor. Que el que ni es rico ni trabaja y vive así de una mujer tiene otro nombre más feo. Mi marido quería a mi hijo y a mi nieta con toda su alma, y por eso no quise amargarle lo que le quedara de vida malmetiendo cizaña y dejé que siguiera dándote dinero todos los meses. Pero tú sabes de sobra lo que yo pensaba de eso. Y lo sigo pensando. Tú y ese novio tuyo vivís a cuerpo de rey mientras que, a la niña, si le llega algo, serán las sobras.

–¡Eso es mentira…!

–Puede que sí, o puede que no. A lo mejor de momento tu chulo está adorando al santo por la peana, pero eso no durará siempre.

–Su marido se revolvería en la tumba si supiera lo que pretende hacernos a Isabel y a mí. Sé que nos quería y no le hubiera gustado que…

–La única que se está revolviendo eres tú, Mercedes. Le prometí a mi marido que cuidaría de nuestra nieta, y eso es lo que voy a hacer. Si no quieres que se cierre el grifo del dinero, Isabel vivirá conmigo. Te puedes quedar con la casa. Y podrás venir a visitarla cuando quieras. Por supuesto, sola.

Isabel dio media vuelta y volvió a su cuarto. Se sentó sin quitarse siquiera el abrigo. Empezó a rascar la tela con la uña, tratando de ver aunque fuera una hebra roja, pero no lo consiguió. Escuchó en la escalera unos pasos y su madre entró en la habitación

–Vamos, nena. –Empujó la ropa y metió un par de prendas más en la maleta–. Vas a pasar unos días con la m… con tu abuela.

Mercedes cerró la cremallera y volvió a bajar la escalera con la maleta en una mano y la niña cogida con la otra. Se agachó para besar a Isabel.

–Hazle caso y sé buena, ¿de acuerdo?

Se levantó y abrió la puerta de la calle sin mirar atrás. La anciana cogió la maleta y salió, seguida de la niña. Isabel esperó a que la puerta se cerrara, y miró hacia el garaje. Su abuela se dio cuenta.

–¿Hay algo ahí que quieras coger? –le preguntó.

Isabel negó con la cabeza. La voz de la anciana tenía un tono distinto, nuevo, que impulsó a la niña a contestar.

–Ahí no hay nada mío.

Isabel volvió a rascar el abrigo sin darse cuenta. La anciana, entonces, se fijó en los botones, en la solapa, y en el luto que llevaba su nieta en los ojos, y no solo en el abrigo. Sintió que el corazón se le retorcía dentro del pecho, pero se forzó a sonreír.

Dejó la maleta en el suelo y, por primera vez, le dio la mano a su nieta, que no la rechazó. Era cálida y suave, igual que la de su hijo cuando era un bebé. La abuela y la nieta se acercaron al garaje. La puerta no tenía llave y una algarabía de aleteos y piar de pájaros las recibió.

Isabel y la anciana se miraron. La niña acarició uno de los botones de su abrigo y escuchó a su abuela decirle algo que la sorprendió:

–Tengo una idea, Isabel. Mañana, si quieres, tú y yo iremos de compras. Sé de una tienda donde tienen los abrigos rojos más bonitos del mundo.

Ella sonrió por primera vez desde que salió de la cama esa mañana. Entonces su abuela la soltó, avanzó dos pasos y abrió de par en par la puerta de la pajarera. Dio media vuelta, volvió a darle la mano, cogió la maleta, y echaron a andar.

Y, cuando Isabel levantó la mirada, su abuela le guiñó un ojo. Y sonreía.

Adela Castañón

Imagen: tomada de Internet. Fotograma de «La lista de Schindler»

La bisabuela del doctor Simón era hija de una partera de Biel

A don Fernando Simón Soria, portavoz del Ministerio de Sanidad en esta pandemia de coronavirus.

Estimado doctor Simón:

Hemos estado confinados, como nunca lo estuvimos antes. Ya, desconfinados. Y aún seguimos dando vueltas por nuestras casas sin saber qué hacer. Todavía nos sentimos atemorizados por la cólera de los dioses. Durante la cuarentena, de forma automática encendíamos las televisiones con ansias de conocer algo del virus que nos azotaba sin piedad. Cuando aparecía usted en la pantalla, nuestra actividad se paralizaba y nuestra esperanza pendía del hilo de su quebrada voz.

Detrás de esa voz, ronca y pausada, se escondía la figura de un hombre que quería pasar desapercibido. Pero ya no era posible. Usted se había convertido en un personaje público, se había metido en nuestras mesas de comedor. Y ya que había llegado hasta nuestras cocinas, queríamos saber quién era usted. Las noticias de su familia han cundido en blogs y revistas. Los periodistas afanaron en reconstruir su genealogía y su trayectoria profesional.

Biel. General con Casa Marieta
Biel, años 20. Vista desde la Corraliza, encima de los lavaderos de la Mina. Foto de la familia Marco, publicadas en FB. Abajo a la izquierda, cerca del Arba, casa Mariquita junto a otra blanqueada. Delante se aprecia el antiguo hospital.

Pues aquí entro yo. No voy a repetir los artículos de prensa ni voy a glosar su currículum. Solo traigo una notas mal hilvanadas de sus ancestros relacionados con  la villa de Biel. Me refiero a los antecedentes de su bisabuela Carmen Muñoz Salias, hija y hermana de las dos parteras más famosas de Biel. Carmen, a su vez, era nieta de un maestro de Biel, nacido en Ferrol, Galicia, hijo de un Salias de Cádiz y de una Miguel de Burgos.

Hace años que conocí a sus familiares cuando desempolvaba legajos en los ayuntamientos de El Frago y Biel. Buscaba maestros. Mis abuelos y mis padres habían sido maestros de Biel. Y quería reconstruir la vida de unas escuelas, ya desaparecidas, en las que estudié hasta mis trece años.

Como los archivos son adictivos, a la vez que iba descubriendo maestros, seguí algunas sagas familiares, entre otras, la mía. Me cautivaron dos parteras, María Salias y Dionisia Muñoz Salias, madre e hija. María Salias fue partera y testigo del bautismo de mi abuela Pascuala Marco Castán. Me encariñé con ella y quise saber más.

Mariquita, como entonces se llamaba a las Marías, ayudó a venir al mundo a muchos niños y niñas de Biel, inscribió en el registro a los hijos naturales o de padres desconocidos, que no fueron pocos. Y siempre luchó con los párrocos. Los persuadía para que inscribieran a los “hijos del pecado” en los libros parroquiales y para que los bautizaran.

Estas parteras me sedujeron tanto que les escribí un relato. Como entonces yo no lo conocía a usted, por reglas de convención literaria, las unifiqué en un solo nombre y me las bajé a El Frago, donde ya habitan Las fragolinas de mis ayeres. Así nació Gregoria la partera, una fragolina que en realidad era de Biel, como mi madre. Si hoy volviera a escribir ese relato lo llamaría Mariquita la partera, la bisabuela que el doctor Simón no conoció.

Casa Marieta parcelada. Mejor calidad
Casa Mariquita, detras del hospital.

Mariquita tuvo una personalidad tan destacada que dio nombre a su casa. Lo normal era que llevaran el nombren de los varones.

Hoy todavía existe casa Mariquita y pocos saben que debe su nombre a una mujer popular y muy querida. La casa sigue en el barrio de la Torre, 14, entre la torre y el Arba, está junto al hospital. Aunque las mujeres y los animales domésticos, a los que también atendían las parteras, daban a luz en las casas, Mariquita quiso estar cerca de los enfermos.

El hospital de Biel

En Biel, desde el siglo XII hasta el XIV hubo un hospital de peregrinos relacionado con el de Santa Cristina de Somport, en el que sus rectores pusieron en funcionamiento un sistema de cofradías que ayudaban en la financiación del hospital.  La cofradía de Biel existía ya en 1314. Los cofrades, en vida, ofrecían su apoyo y bienes materiales a cambio de los servicios perpetuos y espirituales que esperaban después de la muerte.

Con el desuso y el paso del tiempo el edificio se deterioró. Lo restauraron en la segunda mitad de siglo XIX, aprovechando el momento en que se construian dos obras de nueva creación: el lavadero y la de la fuente los caños, al otro lado del Arba.

Hospital de Biel
Hospital reconstruido en el siglo XIX.

Quizá es soñar un poco, pero la puesta en marcha del viejo hospital pudo estar motivada por las calamidades del siglo XIX.  En 1812 y, después, se pasó hambruna y murieron muchas personas, sobre todo casadas. Se refleja en la frecuencia de matrimonios de viudos y viudas en el registro civil.

En la epidemias, sobre todo en la del cólera de 1885, resultó muy importante como sala para aislar a los enfermos

¿Que cómo llegue hasta usted? Pues por azar

Mariquita era hija de uno de los primeros maestros de Biel y de Ramona Gastón, natural de Ansó. Su padre, Francisco de Paula de Salias, fue el padrino de bautismo de José Castán Luna, uno de mis  antepasados. Y María Salias, la madrina de mi abuela Pascuala Marco Castán (Biel, 1877-1926).

José Castán Luna, nació el 6 de febrero de 1825. Era hijo de Manuel Castán y Juana Luna. Sus abuelos paternos, Manuel Castán y Josefa Giménez. Y los maternos, Valentín Luna, de Fuencalderas, y Francisca Marco de esta villa. Fueron sus padrinos de Bautismo, Francisco de Paula de Salias Natural de El Ferrol y Francisca Marco, su abuela. (Archivo Diocesano de Jaca).

Más tarde, en 1854, José Castán Luna (Biel, 1825-1901) se casó con Salvadora Aguas Iriarte (Petilla, 1823-Biel, 1899), una hija de Ana María Iriarte (Isuerre, 1792-Biel, 1873), la madrina de bautismo de don Santiago Ramón y Cajal (Petilla, 1852-Madrid, 1934). Cfr. partida de nacimiento de Santiago Felipe Ramón y Cajal en el Archivo diocesano de Jaca.

Con esta sobredosis, seguí estudiando las conexiones de mis ancestros con los de este maestro de El Ferrol. Y, un día, por casualidad, al final de la cuarentena del coronavirus, leí en el grupo de Facebook Pelaires de Biel que usted era descendiente de Carmen Muñoz Salinas. Entonces caí. Había una errata en el apellido, no era Salinas, era Salias. Y ese nombre me resultaba muy familiar. Carmen era hija de Juan Muñoz Arenaz y María Salias Gastón.

De sus antepasados de Biel

Libro de los ganaderos. Portada

Pues, bien, partiendo de esos datos, intentaré reconstruir esta rama a la que también llegué por casualidad. En un documento de 1820 encontré a Francisco Salias, que ejercía de maestro en Biel, y que además era el secretario de la Casa de Ganaderos de Biel.

Según dos documentos del Archivo Histórico de Zaragoza, su padre, Inocencio Salias, natural de Burgos, en 1801 era notario de Uncastillo y solicitaba poder formar parte de la curia. En 1819, estaba destinado en Jaca y tuvo un pleito por su conducta política.

En 1828 se abrió el libro de la Casa de Ganaderos de Biel y Francisco de Paula Salías figuraba como primer secretario. En 1833 dejó de escribir, quizá fue el año que murió. Tenía cuarenta cabezas de ganado, de la dote ansotana de su mujer.

Libro de los Ganaderos. Final
Primera página del libro en la que firma Francisco Salias.

En 1820 llegó a Biel con su muj con su hijo Fermín, que más tarde sería maestro de Salinas.

Al año siguiente nació en Biel su hija María de la Merced, la que llegaría a ser una de las parteras más famosas de la redolada.

Le siguieron Matea y Petra, que, según el padrón de 1857, estaba casada en Ejea de los Caballeros.

Segundas nupcias de Ramona Gastón

Francisco Salias falleció joven y su mujer se volvió a casar con el viudo Ramón Arenaz. Así consta en un listado del Archivo de Biel que transcribo a continuación.

1939. Listado de Biel
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En 1839, Ramona y su nueva familia vivían en la calle San Juan, 18. Al lado de la Casa de la Villa. En reformas posteriores la puerta se cambió de sitio.

Ramón Arenaz, de 45 años, casado, natural de Biel, de oficio pelaire. Ramona Gastón de 38 años, casada, natural de Ansó. María Salias, de 16 años, soltera, natural de Biel. Matea Salias, de 14 años, soltera, natural de Biel. Petra Salias, de 12 años, natural de Biel. Fermín Salias, de 19 años, natural de Ansó y maestro de Salinas Jaca.

Nuestra partera

Según el decir de las gentes, Ramona aprendió el oficio cuando se quedó viuda. Pero yo no lo he podido documentar. En cambió sí que sigue viva en la memoria de algunas gentes, su hija Mariquita. Y he podido localizar sus partidas de nacimiento, matrimonio y defunción.

María de las Mercedes Salias Gastón, (1814-1904) conocida como María Salias y Mariquita, era hija de Francisco de Paula Salias y de Ramona Gastón. Aquel de El Ferrol de Galicia, maestro, y esta de Ansó. Sus abuelos paternos: Inocencio Salias, de Cádiz, y Petra Miguel, esta de Burgos. Y los maternos: Joaquín Gastón y Engracia Añaños, naturales y vecinos de Hecho. Sus padrinos eran los dueños de casa el Marqués. Miguel Ramón Acín Jiménez,  y Ana Navarro Longás. (Archivo Diocesano de Jaca).

El 22 de septiembre de 1843, en la iglesia de San Martín de Biel, se casaron el viudo Juan Muñoz Arenaz y la viuda María Salias Gastón.

Casa Marieta Ahora. Mejor calidad
Casa Mariquita hoy. Ha cambiado de propietarios y los actuales quizá desconozcan el origen del nombre y la historia de la casa.

En el censo de 1869 en la calle La Torre, 14, en casa Mariquita, vivían: Juan Muñoz Arenaz de 46 años, casado. María Salias, de 46 años, su mujer. Y sus hijos: Francisco Muñoz, de 17 años. Ramón Muñoz, de 12 años. Carmen Muñoz, de 10 años. Y Mónica, de 7 años.

El día 29 de septiembre de 1894, falleció María Salias Gastón a los 80 años. Compareció su hija Dionisia Muñoz Salias casada, que vivía con sus madre en la calle La Torre 14. Su señora madre María Salias Gastón falleció en el referido domicilio de una hemorragia cerebral. Era hija legítima de los difuntos Francisco Salias, maestro de instrucción primaria, y Ramona Gastón. Era viuda de Juan Muñoz de oficio labrador de cuyo matrimonio tuvieron cinco hijos llamados Francisco, Ramona, Carmen, Mónica y Dionisia Muñoz Salias. (Archivo Diocesano de Jaca).

El nueve de septiembre de 1885, hubo un accidente que conmovió a todos los vecinos de Biel. Juan, un hijo de María Salias murió ahogado en el Arba. Por eso no consta entre los descendientes de la partida de defunción.

Juan Muñoz Arenaz, labrador, calle La Torre 14, manifestó que su hijo Juan Muñoz Salias, natural y vecino de esta villa de Biel, se había caído a un pozo. La autoridad lo encontró ya cadáver en el sitio llamado el Taconar, término y jurisdición de esta villa y partida de la Arbolera de Raimundo Longá. (Archivo de Biel)

Dionisia se quedó en Biel y siguió el oficio de su madre. Pero pronto se trasladó a Ejea de los Caballeros, donde viven sus bisnietos, entre otros Fernando Ciudad Lacima, nieto de Jorja, hija de Dionisia.

Y Carmen, la bisabuela del doctor Simón, se fue a Zaragoza.

Y llegamos a nuestra pista inicial

Carmen Muñoz Salias, (Biel, 1859-Zaragoza, 05/03/1942) era nieta, hija y hermana de las parteras de Biel. En 1886 se casó en Zaragoza con Ángel Simón San Clemente (Zaragoza, 1855-1924), de oficio dorador. En 1890 vivian en la calle de la Verónica, 29; en 1892, en la plaza de Santa Marta y en 1910 en la plaza del Pilar 13. Están enterrados juntos en el mismo nicho de Torrero.

José Simón Muñoz (Zaragoza, 29/10/1896-19/02/1989), de profesión veterinario, se casó con Antonia Ramiro Lancina (Zaragoza, 06/11/1899-27/01/2000). Regentaron un comercio en la calle Heroísmo, 25. Con ellos vivía Ángeles Simón Muñoz, soltera, de 40 años, que falleció en Zaragoza en 1974.

Antonio Simón Ramiro (Zaragoza 1931) y la primera de sus tres mujeres, María Luz Soria Ruiz (Vera de Moncayo, ¿?-Zaragoza, 18/04/1972), fueron los padres del doctor Fernando Simón Soria (Zaragoza, 1963), casado con María Romay-Barja. Son padres de tres hijos.

Simón y su mujer

Para terminar

María Salias, la bisabuela del doctor Simón, fue la partera más famosa de Biel. Todas eran mujeres sabias y bien experimentadas que acompañaban, o sustituían, a los médicos en los partos. Solía ser un oficio heredado de madres a hijas. Eran las que inscribían a los expósitos y a los hijos de padres desconocidos en el registro. En 1898, a los ochenta años, falleció Mariquita, la primera de la que tenemos noticia en el Registro Civil. En 1892, su hija Dionisia Muñoz Salias ya figuraba en algunos partos como sustituta de su madre. Y en los años cuarenta, una de las últimas fue Melchora de Matiero.

Carmen Romeo Pemán

Poema travieso

Al querer retomar algún poema

que dejé inacabado

me ocurre algo terrible en ocasiones:

¡las ideas se han fugado!

Entonces considero mis opciones:

¿dejarlo en tal estado?

¿estrujarme la mente hasta que duela?

¿tirar para otro lado?

Y me pasa una cosa bien curiosa:

si programo mi estado

de adulta natural, seria y juiciosa,

y le doy a “apagado”

consigo que se encienda mi otra parte,

la de espíritu libre y alocado.

Entonces la razón se va a dormir,

el corazón se siente afortunado

y derrama en mis dedos lo perdido

y la emoción se vuelca en el teclado.

Y así, como quien no quiere la cosa,

ya está el poema acabado,

y la autora, dichosa

por haberlo logrado. 

Adela Castañón

Imagen: Eric Dunham en Pixabay 

De la peste al coronavirus

#relatoaragonés  #cuentomaravilloso

De las fragolinas de mis ayeres

A finales de marzo llevábamos encerrados casi un mes en casa por culpa del coronavirus. Cerraron la escuela y la maestra se marchó a Zaragoza. Los mayores hablaban en voz baja para que los niños no nos enteráramos. Al anochecer apagaban las televisiones y todas las luces de las casas, por si aquel bicho era como las mariposas.

Una noche, ya estaba acostada con mis hermanas en el cuarto de arriba cuando oí el susurro de la conversación de mis padres. Noté que subía por las grietas de la tarima.

Me arrastré hasta la rendija que caía encima del hogar y ajusté la oreja para escuchar lo que decían.

—Mira, Antonia, ya has oído al alcalde. Aquí el peligro está en los niños, que no enferman, pero nos contagian a todos.

—¿Qué quieres decir, Martín?

—Pues eso. Que les van a buscar un sitio seguro lejos del pueblo. Y, como son listos, se las arreglarán.

Entonces pensé que igual era una trampa. Que a lo mejor nos llevarían a un sitio donde moriríamos muchos, como pasó con los animales del Arca de Noe.

Me esperé hasta que se fueron a la cama. Y, a tientas, me puse las sayas y el abrigo, cogí los zapatos en la mano, bajé las escaleras y, sin hacer ruido, salí a la calle. Casi no podía respirar, no me entraba el aire en los pulmones y se me nubló la cabeza. Al llegar al Terrao, me dirigí a la ermita de las Cheblas, en la que había estado algunas veces cuando íbamos a segar espliego. Ese sí que era un lugar escondido. Como estaba cerca del Arba, no me faltaría agua. Además, siempre había algo que comer en los huertos cercanos.

Caminé por las trochas a la luz de la luna. Cada vez que volaba una lechuza o se movían los árboles me acurrucaba en el suelo. Cuando vi la ermita eché a correr, pero de repente desapareció. Y para no perder el rumbo, caminé por el lecho del río. Al poco, volvió a aparecer la misma ermita en lo alto de otra colina.

Capitel, médico de la pese.

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Era como una iglesia fantasma colgada del cielo. Al final, subí por una ladera en la que los enebros y las zarzas no me dejaban avanzar. Llegué con los pies destrozados y me tumbé en un banco de piedra, justo debajo de un capitel en el que sobresalía un monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de pájaro.

Me estaba venciendo el sueño, cuando la cabeza del capitel se me acerco y yo comencé a gritar:

—¡Chist!; ¡chiss!; ¡chsss —Cruzó el dedo índice delante del pico.

—¿No eres el monstruo del capitel? —Me incorporé temblando

—Tú lo has dicho. Llevaba esperándote más de quinientos años.

—¿Qué dices? No entiendo nada.

—No te preocupes. Pronto lo entenderás. —Me acercó un botijo—. Anda, bebe un poco que te hará bien.

Médico de la peste. 2

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Antes de sentarse a mi lado, se quitó un abrigo de cuero encerado que le llegaba hasta los pies, lo dobló y lo dejo en el banco. Encima colocó una vara que acababa  en tiras de badana, como si fuera un látigo. Se quedó en mangas de camisa. Era una camisa de piel fina, arremetida en unos pantalones de la misma piel. Unas calzas altas, de cuero marroquí, le recogían los pantalones, de tal forma que no quedaba ninguna parte de su cuerpo al descubierto.

Con parsimonia se quitó unos guantes de cabritilla y el sombrero. En la parte de la nuca le sobresalían las hebillas que sujetaban una mascarilla hecha por un guarnicionero. Llevaba incorporados unos anteojos y debajo dos orificios, tapados con una especie de gasa, que le permitían respirar. Encima de la boca le salía una nariz, larga, larga, como la de Pinocho, y puntiaguda como el pico de un ave. Cuando se la quitó se le cayeron unas hierbas que rellenaban el pico. La guardó entre sus manos y me llegó un aroma tan intenso que me hizo estornudar.

Máscarilla hecha por un guarnicionero. Buena

Mascarilla hecha por un guarnicionero. nuevatribuna.es

Me contó que lo llamaban el médico de la peste. Porque solo él, y los que iban vestidos como él, atendían a los enfermos contagiosos, a los que era muy peligroso acercarse. Y los que se acercaban morían antes de una semana.

—Anda, pues eso mismo dicen ahora. Que los médicos necesitan trajes y mascarillas para defenderse del coronavirus.

—Lo sé, lo sé. Y más cosas que te iré contando. Ahora tenéis mucha suerte los niños. En cambio la peste se cebó con ellos.

—Sí, pero ahora se quieren deshacer de nosotros. —Me quedé un momento pensando—. Dicen que los pequeños somos los culpables de que todos se pongan malos.

—¿Por ese te has escapado?

—Sí, claro.

Se echó a reír, acercó un poco más a mí y me contó que cada vez que un cometa se acerca mucho a la Tierra, su cola deja grandes desgracias. Que desde hacía quinientos años ninguno se había acercado tanto. Y que justo antes de llegar el coronavirus pasó un cometa que tenía una cola. Como la estrella que guió a los Reyes Magos que venían de Oriente.

—¿De allí viene lo de la corona? —Me di una palmada en la frente—. ¡Anda! El coronavirus también viene del Lejano Oriente.

Antes de dormirnos, hicimos un pacto. Por el día, él se ocuparía de los enfermos y de cómo sacar a los niños del pueblo. Mientras tanto, yo tendría que esperar allí y encargarme de buscar agua en el río y comida en los huertos cercanos.

—Mira —me dijo—, somos muchos médicos, pero por las noches cada uno se va a su casa, menos los que se quedan de guardia. —Señaló con el dedo los huecos de los capiteles—. Yo vivo allí desde que se construyó la ermita. Uno de los canteros me hizo un sitio y me concedió el don de convertirme en piedra cuando no tuviera que acudir a ninguna desgracia.

—¿Y por eso has dejado de ser piedra ahora?

—Veo que lo has entendido muy bien. Cuando todo termine volveré a mi sitio hasta que se acerque otro cometa a la Tierra.

Me cubrí con el abrigo y me dormí profundamente junto al rescoldo de las brasas de la hoguera, recién apagada.

Los días siguientes, en un rincón junto al altar, fue guardando bellotas que encontraba por el monte, patatas y acelgas de los huertos. Un atardecer oí un griterío que subía del Arba. Por si acaso, me escondí en una grieta de la pared. Estaba muy encogida, conteniendo la respiración, cuando entraron todos los niños del pueblo seguidos del médico con cara de pájaro.

Carmen Romeo Pemán

Ishiro y el rey del mar

 

Hace mucho tiempo, en una isla de China, vivía Ishiro, un joven pescador, que soñaba con conocer tierras lejanas desde que era un niño. Pero su padre falleció pronto y él tuvo que seguir pescando para mantener a su madre y a sus hermanas. A menudo pensaba que la juventud se le escapaba entre los dedos como el agua del mar por los agujeros de su red, y suspiraba mientras se decía que ojalá hubiera alguna manera de seguir siendo siempre joven para tener tiempo de alcanzar sus sueños.

Todos los habitantes del pueblo querían a Ishiro. El joven siempre estaba dispuesto a ayudar a arreglar una red, o a reparar un tejado, o a compartir algo de su pesca cuando algún padre de familia regresaba a la playa con su barca vacía. Pero el cariño de todos ellos no era suficiente para calmar sus anhelos de aventuras.

Un día regresó a tierra más tarde que el resto de los pescadores. Se había alejado bastante mar adentro porque los peces escaseaban. Y, además de volver casi de vacío, se le había enganchado la red en unas rocas y se había agujereado hasta el punto de quedar casi inservible. Cuando llegó a la orilla de la playa vio que unos muchachos maltrataban a una tortuga a la que habían volteado sobre su caparazón. Ishiro sintió lástima del pobre animal y echó mano de las últimas monedas que tenía, y que le hubieran servido para comprar una red nueva. Total, se dijo, podría remendar la vieja para que aguantara un poco más, y era una pena que una criatura tan hermosa tuviera ese triste final. Los muchachos aceptaron venderle el animal, y las monedas y la tortuga cambiaron de manos. Ishiro la cogió en brazos, le dio la vuelta y la depositó en la orilla, donde rompían las olas. Y, cuando la vio alejarse mar adentro, regresó a su casa.

La pesca seguía escaseando e Ishiro se alejaba cada vez más del poblado para buscar nuevos bancos de peces. Un día, cuando estaba en alta mar, un vendaval lo sorprendió. Las olas movían su barca como si fuera una brizna de paja y una de ellas la hizo zozobrar. Nadó durante un rato y cuando estaba a punto de ahogarse sintió que algo duro le levantaba el pecho y lo mantenía a flote. Giró el cuello y descubrió que era una tortuga.

–Ishiro, ¿me reconoces?

El pescador, asombrado, recordó lo que había ocurrido hacía varias semanas y, sin fuerzas para hablar, afirmó con la cabeza. Entonces la tortuga volvió a dirigirse a él.

–Tengo una deuda contigo y ha llegado el momento de pagarla. Si quieres, puedo llevarte directamente hasta la playa de tu poblado. Pero también podrías acompañarme al fondo del mar. Soy la consejera del rey del mar, y sé que estaría encantado de agradecerte en persona que me salvaras la vida.

–Eso es imposible, amiga tortuga –dijo Ishiro. Iba recuperando las fuerzas y la voz–. Nada me gustaría más, porque siempre soñé con conocer otros lugares y vivir alguna aventura antes de llegar a viejo, pero no puede ser. Aún soy joven y aguanto mucho la respiración, pero dudo que lograra resistir tanto tiempo bajo el agua. Terminaría ahogado, ¿y quién cuidaría entonces de mi madre y mis hermanas?

–Te equivocas, Ishiro. La magia de mi rey es poderosa y sus invitados pueden respirar bajo el agua sin problemas. Además, mientras seas su huésped, nada le faltará a los tuyos. Él puede hacer eso y mucho más, pero tú eres libre de elegir. Te llevaré donde me ordenes, a la playa o a ver a mi rey. ¿Qué decides?

Ishiro no lo pensó más. No tenía motivos para desconfiar de la tortuga que, al fin y al cabo, le había salvado la vida como él hizo con ella, así que aprovechó la oportunidad.

–Vayamos con tu príncipe.

Se agarró al caparazón y contuvo la respiración. Al poco de sumergirse notó que respiraba como si estuviera en tierra. Se relajó, abrió mucho los ojos y descubrió maravillas increíbles: bosques de corales de todos los colores que despedían un brillo mágico cuando algunas medusas luminosas pasaban entre ellos, caballitos de mar jugando a perseguirse, un coro de sirenas de voces armoniosas… Y la tortuga seguía su ruta hacia el fondo, con él a las espaldas.

Después de un viaje que tanto pudo durar horas como segundos, la tortuga se detuvo por fin. En un coral gigantesco con forma de trono se sentaba un hombre de elevada estatura. Tenía barba y bigote, y el pelo no se le veía porque sobre la cabeza llevaba una enorme corona dorada que se apoyaba sobre dos orejas puntiagudas. Un camino recto, hecho de estrellas de mar, avanzaba hasta el trono. El rey hizo una seña a Ishiro para que bajara de la tortuga y se acercara a él. El pescador miró hacia el suelo y, en lugar de andar, se aproximó al trono nadando para no pisar a las estrellas, que se apartaron cuando él llegó junto al rey.

–Veo que mi consejera no me engañó al hablarme de tu bondad, Ishiro –dijo el príncipe, y señaló la alfombra de estrellas–. No has querido lastimar a mis pequeñas amigas. Sé bienvenido a mi reino.

El rey, visto de cerca, impresionaba todavía más. En la mano derecha tenía un tridente y en la izquierda sujetaba un escudo que parecía hecho de espuma de mar mezclada con estrellas y corales. Ishiro, abrumado, pensó si no habría sido una locura aceptar la invitación de la tortuga. Recordó entonces a su madre y sus hermanas y se preguntó que pensarían al ver que no regresaba. El rey volvió a hablarle:

–No temas por tu familia ni por tus amigos. Mi consejera no mentía cuando te dijo que velo por mis invitados y por los suyos.

Ishiro, asombrado, se preguntó cómo había sabido el rey lo que él estaba pensando. Entonces el rey se levantó, caminó hasta aproximarse al pescador y dio dos golpes en el suelo con el tridente. Las aguas parecieron separarse y el joven vio al fondo una imagen de su poblado. Los habitantes, incluidas su madre y sus hermanas, parecían felices. Se sintió algo más tranquilo y la imagen se disolvió.

–En agradecimiento por lo que hiciste, te invito a permanecer con nosotros todo el tiempo que quieras y a que explores mi reino todo cuanto desees. Y, cuando tú lo pidas, mi consejera te llevará de nuevo a tu pueblo.  

Ishiro aceptó la invitación y el tiempo pasó volando. Todas las criaturas marinas lo amaban y se mostraban siempre deseosas de complacerlo. Pero llegó el día en que Ishiro empezó a echar de menos su mundo, y así se lo dijo al rey del mar.

–Majestad, habéis sido muy generoso conmigo. No quiero ofenderos, pero creo que debería volver con los míos. Estoy seguro de que me habrán echado de menos.

–No temas por eso, Ishiro –contestó el rey–. Nadie ha sufrido por tu ausencia. Cuando viniste a mi reino lancé un hechizo sobre tu poblado para que se olvidaran de que habías existido. No todos los mortales tienen la oportunidad de vivir dos vidas, pero eres libre de elegir. Si te marchas, todos te echaremos de menos, pero no puedo negarme a tus deseos, amigo mío. Mi consejera te llevará a la superficie.

El rey, entonces, se puso en pie y arrancó algo de su escudo. Se acercó a Ishiro llevando en la mano una fina cadena de oro con una joya ovalada.

–He llegado a quererte como a un hijo, Ishiro, así que deseo hacerte un regalo antes de que te marches. –El rey colgó la joya alrededor del cuello de su amigo, y añadió–: Todos volverán a recordarte y será como si nunca hubieras estado lejos de allí. Y, si algún día quieres volver a mi reino, serás bienvenido. Solo te pido que nunca abras esta joya.  

–No lo haré, majestad. Os lo prometo. –Ishiro miró la joya por todos lados, y no logró ver ninguna cerradura, pero tampoco le importó porque pensaba cumplir su promesa y el estuche ya era hermoso por sí solo.

Así Ishiro regresó a su pueblo. Al principio todo fue bien, pero pronto la gente empezó a envidiar aquella joya que nunca se quitaba del cuello. Murmuraban que con el dinero que valía se podría alimentar a todo el poblado durante mucho tiempo. Pero, cuando un grupo de pescadores le propusieron venderla, Ishiro no quiso desprenderse de ella.

–Es el regalo de un amigo querido. Pedidme el fruto de mi pesca, mi trabajo, lo que queráis, pero no puedo daros esto.

La envidia creció y una noche algunos hombres entraron en la choza de Ishiro para intentar apoderarse de la joya. El pescador, que tenía el sueño ligero, los oyó acercarse y trató de huir hacia la playa. Pensó en la tortuga y, como si su mente la hubiera invocado, la vio en la orilla. Pero antes de llegar junto a ella unas manos lo agarraron del cuello, la cadena se rompió y la joya quedó en tierra. Ishiro quiso dar media vuelta, pero la tortuga lo llamó.

–¡Sube a mi caparazón, Ishiro, o será demasiado tarde!

El pescador no vaciló, e hizo lo que su amiga le pedía. Mientras se adentraban en el mar, Ishiro volvió la vista atrás y lo que vio hizo que se olvidara hasta de respirar. Los hombres habían abierto la joya, y un pájaro de mil colores había escapado de su interior y estaba alzando el vuelo en ese momento.

Ishiro vio entonces cómo las chozas del poblado empezaban a deshacerse como si fueran polvo, y los hombres que lo habían perseguido comenzaron a encorvarse a la vez que su pelo se volvía blanco. Los árboles perdieron las hojas y lo que había sido hasta entonces un vergel se convirtió en una playa escabrosa llena de piedras y de troncos muertos. Entonces la tortuga volvió a hablar:

–Ishiro, el regalo de mi rey fue la eterna juventud. Él sabía que era uno de tus deseos más preciados y, cuando quisiste marcharte, la encerró en esa joya para que fuera contigo. La única condición era que se mantuviera a salvo dentro del estuche.

Ishiro se preguntó cómo había podido escapar el pájaro maravilloso, y la tortuga le dio la respuesta sin necesidad de que él se lo preguntara.

–La llave para abrir el estuche no era otra que la envidia y la maldad. Y tus vecinos la han usado. Por eso vine a buscarte, para ponerte a salvo y que no siguieras su triste destino. Y no temas por tu madre y tus hermanas. Durante su sueño, mi rey ha enviado a otras compañeras mías para ponerlas a salvo, y te están esperando en mi mundo.

Ishiro miró sus manos y vio que seguían siendo jóvenes. Entonces volvió la vista hacia el mar, se abrazó con más fuerza al cuello de su amiga y sonrió mientras se sumergían juntos.

Adela Castañón

Imagen de currens en Pixabay