El gafe

Eleuterio es gris. Ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni guapo ni feo. Tampoco se ha sentido nunca especialmente feliz o desgraciado, al menos hasta el día en el que escuchó una conversación entre sus compañeros de trabajo y una paloma se cagó en la hombrera derecha de su mejor chaqueta al salir de la oficina, mientras corría hacia el metro bajo un diluvio que le pilló sin paraguas.
Ahora, tres semanas después de aquel día, en la habitación del hospital en el que está, piensa que ni siquiera ha sabido morirse. Hasta para eso ha sido un fracasado. Lleva cuarenta y ocho horas ingresado y acaban de traer a otro paciente que ocupa la cama que hay junto a la suya. Parece una momia, con toda la cara vendada, ojos incluidos. Eleuterio, desde el anonimato que le da la ceguera del vecino, lo mira con curiosidad. Indeciso, carraspea para hacer notar su presencia y el otro responde solo con un sobresalto.
Eleuterio recuerda cómo se desdobló el color de su vida tres semanas atrás. Como el agua del aceite, el blanco se separó y se esfumó, y solo quedó una tristeza negra que se adueñó de él. Estaba en uno de los baños de su oficina, peleando como siempre con un estreñimiento pertinaz que convertía sus almorranas en alfileres. Dos colegas entraron a orinar y Eleuterio los escuchó bromear a su costa.
—Es que es un pupas, te lo digo yo —comentó el de contabilidad—. ¿Te acuerdas de su baja hace un par de meses? No fue gripe, oye, ¡fue porque tuvieron que darle no sé cuántos puntos en el culo!
Eleuterio se sujetó con las manos a las paredes del baño. Se sentía mareado. ¿Cómo se habían enterado de…?
—Ya, ya lo sabía —contestó el de personal—. Es un desgraciado de libro. En confianza… creo que en el próximo recorte de plantilla va a caer.
—¡Ostras!
—Pero guárdame el secreto ¿vale? ¡Uf! De verdad, no entiendo cómo alguien puede querer vivir así.
La última frase se le quedó grabada a Eleuterio. La cagada de la paloma y el remojón le parecieron señales divinas de que su vida no tenía sentido, lo del próximo despido se lo veía venir, y la idea del suicidio se instaló en su mente para quedarse.
Lo intentó primero tomándose la caja y media de Lexatin que el médico le recetó cuando Virtudes se fue. Mezcló las pastillas con una botella de ginebra que ella había dejado en el aparador, porque había leído que eso era más efectivo, pero, como no estaba acostumbrado a beber, a los diez minutos le dieron unas arcadas incontenibles. Apenas tuvo tiempo de llegar al váter y, mientras vomitaba ginebra y lexatines, el susto le soltó la barriga y por una vez en su vida una diarrea incontenible empapó sus pantalones y llegó hasta las zapatillas de paño. Tiró de la cadena y las pastillas, el alcohol y su intento de suicidio se perdieron en las alcantarillas.
A los pocos días dejó abierta la llave de butano de la hornilla y se sentó en un sillón con los ojos cerrados. El sonido del timbre de la puerta le hizo dar un respingo. Trató de ignorarlo, pero quien fuera no quitaba el dedo del botón y no tuvo más remedio que abrir. Su vecina entró a la carrera, olfateando como un conejo, y fue directa a la cocina.
—¡Debería tener cuidado, Eleuterio! Menos mal que olí el gas al salir del ascensor, que si no… ¡es usted un irresponsable! —Lo miró de arriba abajo y se fue, no antes de que él la oyera murmurar un “No me extraña que Virtudes se largara con la niña, ¡menudo inútil!”.
El tercer intento se quedó a medias. Estaba en el baño, con la radio puesta por pura inercia, mientras contemplaba una cuchilla de afeitar nuevecita, cuando escuchó un programa sobre los asesinatos por encargo. Dejó la cuchilla, prestó atención y, a los pocos días, gracias a Internet y a Google, acudió a una cita con un desconocido en una cafetería anónima.
—Entonces, ¿acepta el trabajo?
A Eleuterio le sudaba la frente. Al final era verdad que los sicarios existían. Este tenía ojos de hielo. Era un hombre alto, con sombrero de fieltro, que vaciló unos segundos antes de responder. Había visto de todo y todo le daba igual mientras el cliente pagase.
—Sí, pero, ¿está seguro? —le preguntó. Este era un encargo tan raro que prefería confirmarlo—. Siempre cumplo mis encargos, tengo una reputación intachable. Cuando salga de aquí ya no podrá volver a contactar conmigo, aunque lo intente. Entiéndalo, son medidas de seguridad. En mi trabajo, toda precaución es poca, así que, repito: ¿está seguro?
—Por completo. —Eleuterio se retorció los dedos—. Solo temía que usted no me tomara en serio.
Cerraron el trato. Eleuterio pagó y se fue a su casa. Por el camino paró en el estanco a echar la bono loto a pesar de lo absurdo de mantener esa rutina que solo llevaba a cabo porque Virginia le obligaba cuando vivían juntos y, a partir de ahí, los acontecimientos que lo llevaron al hospital se precipitaron.
Pasó el fin de semana encerrado limpiando el piso, consciente de que era una tontería porque a partir del lunes, cuando saliera a la calle, moriría en cualquier momento. Encargar su propia muerte había sido caro, pero al menos así se aseguraría el éxito y ya le daba igual el saldo de su cuenta bancaria.
Tres semanas después, en la cama de hospital, movió la cabeza, que era lo único que podía mover, y empezó a sollozar sin importarle la presencia de su vecino de habitación. Preso de una crisis nerviosa, empezó a hablar a toda velocidad.
—¿Sabe qué, amigo? La vida es una mierda. Mi mujer, Virginia, me abandonó sin dejarme ni siquiera una nota. Yo siempre estuve enamorado de Estrella, mi cuñada, pero cuando las conocí ella estaba loca por otro, aunque yo no lo sabía. Estrella me citó en un hotel y me dio la llave de una habitación. Cuando llegué la luz estaba apagada y solo cuando acabamos de… de… ya sabe… de hacerlo… me dejó encender la luz, y la que estaba en la cama, sin bragas, era Virginia. Y en la puerta de la habitación, mi suegro… «La primera que tiene que casarse es la mayor». Eso dijo. Y eso pasó.
—¿Por qué me cuenta eso? —preguntó la momia.
—Porque necesito contarlo. A usted le da igual. Y le aseguro que es una historia sorprendente. En tres semanas he tenido tres intentos de suicidio, ¿sabe?
—Oh. —El otro no supo qué añadir—. Pues… bueno, siga, si quiere.
—Me casé con Virginia, claro. Cuando se quedó embarazada pensé que era un milagro, porque después de la encerrona y de la boda, casi no me dejaba tocarla. Mi niña era mi alegría, aunque fuera pelirroja y no se me pareciera en nada. Mi mujer me engañaba, lo sé, pero yo quería a mi hija. E incluso a su madre, con el tiempo, le había tomado cierto cariño. Pero me abandonó y se llevó a la niña. Entonces fui a un psiquiatra y en pocos meses empecé a mejorar.
—¿Entonces por qué trató de suicidarse?
—Espere y lo entenderá. Me costaba horrores desahogarme, y el día que conseguí contarlo todo en el diván del psiquiatra me extrañó que no me interrumpiera en todo el rato. Miré el reloj, pasaban quince minutos de mi hora y ¿sabe qué? Pues que el psiquiatra, el tipo que se suponía que debía curarme y al que pagaba cada minuto a precio de oro, estaba dormido. No pude más. Creí que me ahogaba. Me levanté y me acerqué a la ventana para abrirla, pero estaba atascada. Me caí de espaldas con el pomo en la mano, rompí una mesita de cristal y me hice una herida en el culo. Tuvieron que darme no sé cuantos puntos. Y cuando la enfermera entró al escuchar el ruido, se echó a reír en mi cara.
—Lo siento.
—Yo no había dicho nada en mi trabajo y cuando me dieron el alta descubrí que en la oficina todos sabían lo que había pasado, que yo había sido un cornudo, que mi mujer me había dejado… Me enteré también de que me iban a despedir, y ya no pude más. Contraté… no me va a creer, pero da igual. Mis intentos de suicidarme fracasaron y contraté a alguien para que me matara. —Esta vez el otro no dijo nada—. Eso fue hace tres semanas, ¿sabe?, un viernes, y el domingo supe que me había tocado el euromillón. ¡El euromillón! ¿Se imagina? Eso lo cambiaba todo. Me encerré en mi piso porque no daba con el tipo al que le encargué mi muerte y el primer día que abrí la ventana para ventilar… bueno, me picó un bicho en la oreja y me moví, claro. Y el tipo debía estar vigilando, porque recibí un balazo que en lugar de matarme me ha dejado tetrapléjico. ¿Qué le parece? Pasar de ser un desgraciado sano y arruinado a convertirme en un paralítico millonario en poco más de una semana. ¿Cómo lo ve?
El enfermo de la otra cama se levantó la venda de los ojos. Se acercó a la puerta de la habitación con una agilidad inesperada y la cerró con pestillo. Eleuterio, con los ojos abiertos de par en par, le vio quitarse el resto del vendaje mientras se acercaba a los pies de su cama.
—Le dije que mi reputación era intachable y vine aquí para terminar mi trabajo. Pero ahora, después de escucharle, estaría dispuesto a hacer una excepción por primera y única vez en mi vida. Así que… usted dirá.
Eleuterio abrió la boca y se echó a reír y a llorar a la vez.

Adela Castañón

Imagen: Ryan McGuire en Pixabay

2 comentarios en “El gafe

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