Sueños enredados

Recostada en la playa,

mis codos en la arena,

la cabeza dejándose vencer

por el peso del pelo

para que así mi cara

reciba sin problemas

esos rayos de sol transformados en besos

que acarician mi piel.

Mis párpados cerrados

y mi memoria abierta.

La brisa sopla suave

y, al rato, se convierte en un viento

que enreda mis cabellos

y enreda mis recuerdos.

Y la arena, y el sol,

y mi pelo y el viento

van trenzando

las historias que fueron

con las historias que pudieron nacer

y no nacieron.

Y respiro muy hondo

a la vez que sonrío.

Por fin me he dado cuenta

de que todo,

tanto lo que he vivido

como lo que he soñado

y lo que aún sueño

consiguen el milagro

de que, quieras o no,

tú sigas siendo mío.

Porque ya no hace falta

que estés aquí, a mi lado.

Porque es mejor quererte siendo libre

que tenerte si te sientes atado.

Y, en lugar de pensar que te he perdido

comprendo de repente

dónde estuvo mi error.

El premio no eras tú ni tu cariño,

porque el premio era yo

y hoy, por fin, me he ganado.

Y sigo sonriendo.

Mis párpados cerrados

y mi memoria abierta.

Y el corazón

deja de ser un pájaro enjaulado.

Mis sueños y mi vida,

lo mismo que mi pelo,

se han trenzado.

Y es hermoso sentir que soy feliz

estés o no a mi lado.

Adela Castañón

Imagen: Marcin Jozwiak en Unsplash

Poema travieso

Al querer retomar algún poema

que dejé inacabado

me ocurre algo terrible en ocasiones:

¡las ideas se han fugado!

Entonces considero mis opciones:

¿dejarlo en tal estado?

¿estrujarme la mente hasta que duela?

¿tirar para otro lado?

Y me pasa una cosa bien curiosa:

si programo mi estado

de adulta natural, seria y juiciosa,

y le doy a “apagado”

consigo que se encienda mi otra parte,

la de espíritu libre y alocado.

Entonces la razón se va a dormir,

el corazón se siente afortunado

y derrama en mis dedos lo perdido

y la emoción se vuelca en el teclado.

Y así, como quien no quiere la cosa,

ya está el poema acabado,

y la autora, dichosa

por haberlo logrado. 

Adela Castañón

Imagen: Eric Dunham en Pixabay 

La historia de un súper héroe

Escuché los pasos de mamá por la escalera mientras gritaba su frase favorita. Me estiré en la cama y me tapé las orejas con los puños, pero sus pulmones son capaces de despertarnos a mi hermano y a mí, aunque nos llame desde la cocina.

–¡Pedrooooo! ¡Levanta, dormilóóóón!

Abrí los ojos y noté algo raro. Al principio, como todavía estaba un poco dormido, no supe bien qué ocurría. Pero cuando mamá empujó la puerta y entró, di un bote. Tenía el tamaño de un globo aerostático y estaba muy lejos de mí. Miré hacia los pies de la cama y vi que la sábana era tan larga que no llegaba a verle la punta. Chillé con todas mis fuerzas y ella, en lugar de contestarme, se puso a hablar sola, como si yo no estuviera allí.

–¿Dónde se habrá metido este crío?

Pasó de largo junto a mi cama sin hacer caso de mis gritos y abrió la puerta del baño. Asomó la cabeza, dio media vuelta, se agachó a mirar debajo del colchón. Me mosqueé. ¡El que suele esconderse debajo de la cama para no ir al colegio es mi hermano! Yo soy demasiado mayor y nunca he hecho esas tonterías. Vi apoyarse su mano de giganta en el filo de la cama y su cabeza apareció en mi campo de visión como si fuera una enorme nave espacial. Suspiré aliviado al ver que me miraba, pero se puso en pie de un salto y gritó. Antes de que yo pudiera hacer o decir algo, cogió la sábana por las esquinas y se acercó a la ventana.

–¡Maldito bicho! ¿Cómo habrá entrado?

La tela me tapó los ojos y me agarré a ella sin comprender por qué no me caía. Noté unas sacudidas peores que las de la montaña rusa de la feria, perdí mi asidero y empecé a caer. Pensé que me estrellaría contra el suelo del jardín y cerré los ojos, pero los entreabrí intrigado por lo mucho que tardaba en chocar. Entonces, de golpe, los abrí de par en par.

Mi cuerpo caía despacio, casi como si flotara. El aire me llevó hasta el borde de la piscina, toqué tierra junto a una gota de agua que tenía el tamaño de una pecera y entonces me vi reflejado. Di un salto hacia atrás y la bola peluda con ocho patas hizo lo mismo.

Algo se movió a mis espaldas. Me volví con rapidez y me encontré frente a un grillo de mi tamaño, con levita, chistera y un paraguas en la ¿mano? ¿pata? delantera derecha.

–Hola, criatura. –Con la otra extremidad levantó la chistera para saludarme–. ¿Necesitas ayuda?

Cerré la boca y descubrí que controlaba bien mi cuerpo arácnido porque me rasqué la cabeza sin problemas con una de mis manos. Bueno, con una de mis patas. El tamaño del grillo imponía, pero no parecía tener malas intenciones. Probé a hablar.

–Ejem… –La cosa no pintaba tan mal–. Pues la verdad es que sí. –Me acordé de las lecciones de mamá sobre ser educado–. Soy… me llamo Pedro. ¿Y usted es…?

–Grillo. Don José Grillo, a tu disposición.

Recordé mis primeros cuentos, que ahora eran de mi hermano pequeño. Parpadeé y me fijé más en la chistera y el paraguas.

–¿Usted es Pepito Grillo? ¿El de…?

–¡No!

Levantó la mano. Yo me encogí y guardé silencio. Él suspiró y habló alargando las frases.

–Sieeeempre la misma historia, Señor. ¡Qué aburridoooo! –Volvió a suspirar–. Dejé que usaran mi imagen en el cuento, sí, pero el personaje no es más que una mala copia mía. Pero vamos al grano.

Cogió un monóculo que yo no había visto hasta entonces y se lo puso delante de un ojo. Se inclinó y aproximó su cara a la mía. Yo retrocedí. No tenía miedo, pero me impresionaba el tamaño del ojo a dos palmos de mi nariz. Levantó una ceja y volvió a hablar:

–Supuse que te encontraría aquí, Pedro.

–¿Qué? ¿Por qué…?

–No disimules, mozalbete –me interrumpió–. Eso no te valdrá conmigo. Regalar lo que no quieres o lo que te sobra no tiene mérito. Por supuesto que eres ya muy grande para historias como la de Pinocho, pero ¿no se te ha ocurrido pensar que tu hermano también crece? A ver, ¿por qué no quisiste regalarle los comics de súper héroes que hace meses que no lees? ¿Eh?

–Yo… –callé y miré al suelo.

–Escucha, Pedro. Todavía puedes arreglar esto.

–Quiero arreglarlo, palabra –dije. Y no mentía. Haría cualquier cosa por salir del lío en el que me había metido–. Si me ayuda a volver a casa se los regalaré. Todos.

–Bien, bien, muy bien. Hazlo, y te recompensaré. Mmm… A ver… –Se rascó la barbilla con la mano–. ¡Lo tengo! Te convertiré en alguien tan famoso como yo. Serás un nuevo súper héroe. Y para que no te pase igual que a mí, cambiaremos un poco tu nombre. Pedrito no me parece apropiado, así que el protagonista se llamará Peter. Peter Parker. ¿Te gusta?

–Suena bien –contesté.

–Pues así será. Aunque modificaremos un poco los hechos, ya sabes cómo va esto.

–Claro. No hay problema.

Todo eso estaba muy bien, pero la idea de ser una araña eternamente no me gustaba nada. José Grillo supo lo que yo pensaba y sonrió.

–Toma. –Me entregó su paraguas y lo abrió–. Cierra los ojos y déjate llevar.

Obedecí y noté que me elevaba en el aire. Cuando sentí que me posaba sobre algo blando abrí los ojos. ¡Estaba en mi cama y había recuperado mi tamaño y mi forma de niño!

Al día siguiente le regalé mis comics a mi hermano y mamá, como premio, me compró uno nuevo que acababan de publicar. Se llamaba Spiderman. Iba sobre un chico que se convertía en araña.

Sonreí y empecé a leer.

Adela Castañón

Imagen de macrotiff en Pixabay