Como un girasol ciego

Un girasol ciego es un girasol que no busca el sol, un girasol inmóvil, un girasol derrotado. Alberto Méndez, «Los girasoles ciegos».

Mi mujer murió antes del parto. Yo estaba en el patio desaparejando las caballerías cuando oí gritos en la cocina. Eran las riñas de cada día. ¡Qué casualidad! Se quedaron embarazadas las dos cuñadas casi a la vez y siempre andaban con las manos en las greñas.

Mi hermano, que era el segundo, se había casado unos días antes que yo y reclamaba el derecho a quedarse con la casa, contra la costumbre de la primogenitura. Pero mi madre no dio el brazo a torcer y así se lo hizo saber a sus nueras cuando estaban enzarzadas en una de sus riñas:

—Aquí se cumplirá la ley de la sangre. En esta casa se quedará el primogénito con su mujer y su descendencia.

Cuando la mujer de mi hermano oyó esto, se salió de sus casillas. Desde el patio escuché los insultos: “Puta, ladrona, has venido a robarme lo que era mío, no te saldrás con la tuya”. Entonces yo me apresuré a descargar. Quería subir a poner paz. Pero no me dieron tiempo a acabar. De repente vi a mi mujer rodando por las escaleras. En el centro de su vientre, asomaban los ojos de unas tijeras. Rodó y rodó hasta mis pies. Estaba desmadejada y con unos estertores de mal presagio.

Me agaché para insuflarle vida. El corazón cada vez le palpitaba más despacio. En cambio el mío me había subido a las sienes. Acerqué la oreja a su vientre y oí los latidos del niño. Si pensarlo dos veces le rasgué su carne tersa con la navaja que llevaba en el bolsillo. Limpié al niño con mi chaqueta y lo coloqué al lado de su madre, arropado en una arpillera. Entonces levanté la vista. Las mujeres, que unos minutos antes discutían en la cocina, contemplaban en silencio al niño mudo junto a su madre inexpresiva, con una cara como de porcelana. “No es justo que llegue la muerte antes de que se dé la vida por nacida”, pensé. Y la película de nuestra vida pasó rápidamente por mi frente.

Desde niño me cautivaron unas trenzas rubias que saltaban a la comba. En la clase de lectura, pensaba en ella, cada vez que llegábamos al elogio que un arcipreste le hacía a una chica de la que se había enamorado: “¡Qué gracia y qué donaire!”. Luego vinieron las rondas. Yo cantaba debajo de su ventana, pero ella nunca se asomaba. Me hacía el encontradizo cuando bajaba a lavar al río. Por las tardes le subía los cántaros de la fuente. Así, poco a poco, entramos en relaciones y formalizamos nuestro noviazgo con algún beso robado.

Nuestros padres firmaron las capitulaciones matrimoniales. Estaban encantados de unir las dos mejores haciendas del pueblo. Mi novia, la primogénita de casa Puyal, trajo una de las mejores dotes. Allí sábanas de hilo fino de Holanda, bordadas con hebras de seda; toallas de lino con sus iniciales; sayas de mudar y mantillas de blonda. No faltaba la taza de plata con el nombre de la novia ni la vajilla de la Cartuja de Sevilla. Más de dos días estuvieron los criados de casa Puyal trayendo baúles hasta la nuestra.

Nos fuimos a vivir con mis padres, como me correspondía, pero la casa era muy bulliciosa y con poca intimidad. Todavía vivía mi abuela paterna que, a sus casi cien años no había dejado de mandar desde su silla de anea junto al hogar. Mi madre decía que a ellos se les estaba pasando la vida sin ser dueños de nada, a pesar de que llevaba muchos años rezando: “Gloriosa santa Ana, dale buena muerte y poca cama”. También estaban mis tres hermanas exigiendo la dote. Y mi hermano, el recién casado, con su mujer.

Es que, como mi hermano había dejado preñada a su novia, se casaron deprisa, sin amonestaciones, y se refugiaron en casa. Con el embarazo de mi mujer todo se complicó. ¡Dos embarazadas juntas reclamando los mismos derechos para sus hijos!

Mi hermano, desde que se casó, ya no fue el mismo. Hasta entonces nunca tuvimos problemas. Él cuidaba el ganado, como todos los segundones, y yo me encargaba de las tierras. Una noche, como siempre, después de cenar nos fuimos juntos a la taberna y, en el camino, sin venir a cuento, me soltó:

—Mira, no veo justo que tú te quedes con todo y que los demás seamos tus criados. —Tragó saliva—. Y dile a tu mujer que no presuma tanto delante de la mía. Que si ella es de casa rica la mía también lo es. Y que aún no ha traído su dote por no mezclarla con la de tu mujer. Es que, si no, luego diréis que todo lo que hay en la casa es vuestro.

Al oír esto, se me hinchó la vena y le contesté de malos modos.

—A ver, no te equivoques. Vosotros estáis en casa de paso. Te guste o no, yo soy el heredero. Y, cuando te vayas a tu casa, no pienses que vamos a seguir trabajando a medias. Si quieres cuidar el rebaño, será a jornal, como todos los pastores que tenemos.

Al día siguiente la mujer de mi hermano montó una zapatiesta sin motivo. Como la abuela estaba adormilada, mi madre le dijo que se le tenían que bajar los humos, que las cosas no eran como ella pensaba y que las leyes ancestrales no se podían cambiar con la voluntad de las personas. Aprovechando, el parlamento de mi madre, terció mi mujer:

—Eso, así es, mala pécora. Ya te puedes ir metiendo en la cabeza que aquí vas a durar poco y que lo que llevas en la tripa no heredará nada de esa casa. Entérate de una vez, todo será para mi hijo.

En ese momento la mujer de mi hermano, que tenía las tijeras de coser en la mano, se levantó con un gesto amenazante. Y la mía, muy asustada, echó a correr, pero, antes del primer peldaño, le alcanzaron unas tijeras, con tan buen acierto, que se le clavaron en la barriga.

Cuando llegó el juez, yo no estaba en condiciones de declarar y lo hizo mi hermano por mí: “Elena de Isuerre ha fallecido de hemorragia postparto”. En ningún momento mencionó a mi hijo ni que había vivido unas horas.

Los metieron a los dos en el mismo ataúd y yo me quedé mirando al suelo, como los girasoles ciegos, atenazado por el dolor y por la culpa.

Carmen Romeo Pemán

Foto: freepik

Recuerdos enredados

Me puse a ordenar fotos antiguas, sí, de esas en papel, y tropecé con una imagen que no esperaba. Un poco a contraluz, con mis quince años, unas manoletinas azules, y con el pelo recién cortado, tenía el brazo derecho levantado y, en la mano, sujetaba las dos trenzas que la peluquera me había dado antes de salir. Abrí y cerré los ojos y me vino a la memoria la pregunta que más me hicieron durante aquel mes de junio: ¿por qué te has cortado el pelo?

Recuerdo mis respuestas, al menos las dos o tres que tenía preparadas y de las que echaba mano según quién fuera el interlocutor: para estar más fresquita, por cambiar un poco de imagen, para poder mojarme la cabeza en la playa sin pasar luego el día con la espalda mojada… Todo mentira.

Las notas de tu guitarra, las que dejabas escapar en los ensayos de coro, se enredaban en mi pelo aunque yo me sentara en la otra punta del salón. Se hacían nudos con mis trenzas y, por la noche, se enroscaban en mi garganta como una bufanda de esparto, tejida con mi miedo a no gustarte, a que no supieras de mi existencia, a que no te fijaras nunca en mí. Otras veces, sin embargo, cuando te sentabas a mi lado o me pedías que te sujetara la partitura mientras tocabas, mis trenzas alrededor del cuello eran caricias, plumas de cisne que me hacían volar hasta un país imaginario en el que una historia, la nuestra, era posible.

Usabas la colonia Varón Dandy, la misma que mi padre. Por las mañanas, al hacer la cama, le daba la vuelta a mi almohada para que ni mamá ni nadie se dieran cuenta del olor que la impregnaba. Me llevaba el bote de colonia de papá a mi cuarto, a escondidas, y rociaba la funda por el centro, allí donde de noche descansaban mi mejilla y mis labios. Si ese día no te había visto, o si te había visto pero no me habías hablado, la humedad de mis lágrimas hacía reverdecer el olor, y entonces yo tocaba la tela y era como tocarte a ti, y el vello de mis brazos se erizaba, apretaba las piernas, llevaba las rodillas a mi pecho, me enroscaba en posición fetal como si así pudiera mantener prisioneras las imágenes que veía con total claridad a pesar de tener los ojos cerrados.

Cada vez te sentabas más cerca de mí, me pedías más a menudo que me pusiera a tu lado, me acompañabas cada vez más a mi casa al salir de los ensayos. Así desde enero hasta junio.

Y en junio se metió por medio Conchi. Con sus suspiros, con esas llamadas de atención cada vez que tú entrabas en el salón donde solíamos reunirnos, con sus mareos que hacían que todos, y tú entre ellos, claro, acudieran a su lado para hacerle aire, para interesarse por ella.

Y un día que ojalá no hubiera existido, su mejor amiga me dijo que quería hablar conmigo. Me contó que Conchi te gustaba, que habías empezado a salir con ella. Que me lo advertía porque yo le caía bien y porque no quería verme hacer el ridículo. Me dijo que tú te habías dado cuenta de mis miradas de reojo, de mis rubores incontrolables, y que te daba pena hacerme sufrir.

¡Qué tonta es la inocencia! Todo lo que me habían contado era mentira, pero yo la creí a pies juntillas, quise morirme, no sé si de vergüenza, de pena o de las dos cosas.

Unos días después, por sorpresa, me dijiste que me invitabas a una Coca Cola. Después del ensayo del coro me llevaste a una cafetería que los demás no solían frecuentar. Por el camino te cambiabas la guitarra de mano cada dos por tres y carraspeabas tanto que pensé que igual habías forzado la voz o que estarías incubando un resfriado. Cuando nos sentamos y pedimos, me desconcertaste al decirme que querías preguntarme algo.

—Dime una cosa, yo… —Tu carraspeo alcanzó su máximo—. ¿Cómo te caigo yo? Es que a veces pienso que igual te… bueno, supongo que te caigo bien, pero…

Me quise morir. Creía que podría sobrevivir al desamor, pero tu compasión me mataría. Al menos salvaría mi orgullo, no te regalaría mi dolor, no, no después de aquello, no te lo merecías. No sé si querías echar sal en la herida o hacer conmigo una obra de caridad al consolarme, pero no iba a sufrir una humillación así ni por ti ni por nadie.

—Me caes muy bien, hombre. ¡Mira que quedar conmigo para preguntarme una tontería así! Para mí eres uno más de mis amigos, como Paco, o Julián, o Salva… ¿Eso era todo?

No quise seguir, saqué brillo a mi armadura y planté en mi cara la sonrisa más falsa del mundo, la que me costó la vida.

Años después, cuando nuestros relojes sonaban a destiempo, supe que mis palabras te habían herido de muerte. Lo supe por casualidad, tropecé con tu mejor amigo y me lo contó todo durante el tiempo que tardamos en tomarnos un café.

Supe por él que todos esos meses, mientras yo fantaseaba con tus dedos en los trastes de la guitarra, tú soñabas con mis trenzas y con enredar tus dedos en mi pelo. Que aquel día habías quedado conmigo para decirme lo que yo llevaba deseando escuchar todo el verano. Que yo, tonta de mí, te había dejado hecho polvo. ¡Qué tarde me enteré de todo aquello! ¡Qué pena! Con lo que pudo haber sido…

Abandoné el coro sin dar explicaciones, le pedí a mis padres pasar el verano con mi madrina, en la otra punta de España. No llegué a saber que tú también dejaste el coro poco después.

Mis trenzas eran tuyas, pertenecían a tu música, eran el pentagrama en el que deberían haberse escrito las notas de nuestra historia, de nuestro primer amor. Sentir el pelo junto a mi cuello era como tener una cuerda de seda que me ahogaba al recordarme lo que había perdido.

Por eso, ese mes de junio, dejé de quitarle la colonia a papa y me corté las trenzas.

Adela Castañón

Imagen: Aritha en Pixabay