Recuerdos enredados

Me puse a ordenar fotos antiguas, sí, de esas en papel, y tropecé con una imagen que no esperaba. Un poco a contraluz, con mis quince años, unas manoletinas azules, y con el pelo recién cortado, tenía el brazo derecho levantado y, en la mano, sujetaba las dos trenzas que la peluquera me había dado antes de salir. Abrí y cerré los ojos y me vino a la memoria la pregunta que más me hicieron durante aquel mes de junio: ¿por qué te has cortado el pelo?

Recuerdo mis respuestas, al menos las dos o tres que tenía preparadas y de las que echaba mano según quién fuera el interlocutor: para estar más fresquita, por cambiar un poco de imagen, para poder mojarme la cabeza en la playa sin pasar luego el día con la espalda mojada… Todo mentira.

Las notas de tu guitarra, las que dejabas escapar en los ensayos de coro, se enredaban en mi pelo aunque yo me sentara en la otra punta del salón. Se hacían nudos con mis trenzas y, por la noche, se enroscaban en mi garganta como una bufanda de esparto, tejida con mi miedo a no gustarte, a que no supieras de mi existencia, a que no te fijaras nunca en mí. Otras veces, sin embargo, cuando te sentabas a mi lado o me pedías que te sujetara la partitura mientras tocabas, mis trenzas alrededor del cuello eran caricias, plumas de cisne que me hacían volar hasta un país imaginario en el que una historia, la nuestra, era posible.

Usabas la colonia Varón Dandy, la misma que mi padre. Por las mañanas, al hacer la cama, le daba la vuelta a mi almohada para que ni mamá ni nadie se dieran cuenta del olor que la impregnaba. Me llevaba el bote de colonia de papá a mi cuarto, a escondidas, y rociaba la funda por el centro, allí donde de noche descansaban mi mejilla y mis labios. Si ese día no te había visto, o si te había visto pero no me habías hablado, la humedad de mis lágrimas hacía reverdecer el olor, y entonces yo tocaba la tela y era como tocarte a ti, y el vello de mis brazos se erizaba, apretaba las piernas, llevaba las rodillas a mi pecho, me enroscaba en posición fetal como si así pudiera mantener prisioneras las imágenes que veía con total claridad a pesar de tener los ojos cerrados.

Cada vez te sentabas más cerca de mí, me pedías más a menudo que me pusiera a tu lado, me acompañabas cada vez más a mi casa al salir de los ensayos. Así desde enero hasta junio.

Y en junio se metió por medio Conchi. Con sus suspiros, con esas llamadas de atención cada vez que tú entrabas en el salón donde solíamos reunirnos, con sus mareos que hacían que todos, y tú entre ellos, claro, acudieran a su lado para hacerle aire, para interesarse por ella.

Y un día que ojalá no hubiera existido, su mejor amiga me dijo que quería hablar conmigo. Me contó que Conchi te gustaba, que habías empezado a salir con ella. Que me lo advertía porque yo le caía bien y porque no quería verme hacer el ridículo. Me dijo que tú te habías dado cuenta de mis miradas de reojo, de mis rubores incontrolables, y que te daba pena hacerme sufrir.

¡Qué tonta es la inocencia! Todo lo que me habían contado era mentira, pero yo la creí a pies juntillas, quise morirme, no sé si de vergüenza, de pena o de las dos cosas.

Unos días después, por sorpresa, me dijiste que me invitabas a una Coca Cola. Después del ensayo del coro me llevaste a una cafetería que los demás no solían frecuentar. Por el camino te cambiabas la guitarra de mano cada dos por tres y carraspeabas tanto que pensé que igual habías forzado la voz o que estarías incubando un resfriado. Cuando nos sentamos y pedimos, me desconcertaste al decirme que querías preguntarme algo.

—Dime una cosa, yo… —Tu carraspeo alcanzó su máximo—. ¿Cómo te caigo yo? Es que a veces pienso que igual te… bueno, supongo que te caigo bien, pero…

Me quise morir. Creía que podría sobrevivir al desamor, pero tu compasión me mataría. Al menos salvaría mi orgullo, no te regalaría mi dolor, no, no después de aquello, no te lo merecías. No sé si querías echar sal en la herida o hacer conmigo una obra de caridad al consolarme, pero no iba a sufrir una humillación así ni por ti ni por nadie.

—Me caes muy bien, hombre. ¡Mira que quedar conmigo para preguntarme una tontería así! Para mí eres uno más de mis amigos, como Paco, o Julián, o Salva… ¿Eso era todo?

No quise seguir, saqué brillo a mi armadura y planté en mi cara la sonrisa más falsa del mundo, la que me costó la vida.

Años después, cuando nuestros relojes sonaban a destiempo, supe que mis palabras te habían herido de muerte. Lo supe por casualidad, tropecé con tu mejor amigo y me lo contó todo durante el tiempo que tardamos en tomarnos un café.

Supe por él que todos esos meses, mientras yo fantaseaba con tus dedos en los trastes de la guitarra, tú soñabas con mis trenzas y con enredar tus dedos en mi pelo. Que aquel día habías quedado conmigo para decirme lo que yo llevaba deseando escuchar todo el verano. Que yo, tonta de mí, te había dejado hecho polvo. ¡Qué tarde me enteré de todo aquello! ¡Qué pena! Con lo que pudo haber sido…

Abandoné el coro sin dar explicaciones, le pedí a mis padres pasar el verano con mi madrina, en la otra punta de España. No llegué a saber que tú también dejaste el coro poco después.

Mis trenzas eran tuyas, pertenecían a tu música, eran el pentagrama en el que deberían haberse escrito las notas de nuestra historia, de nuestro primer amor. Sentir el pelo junto a mi cuello era como tener una cuerda de seda que me ahogaba al recordarme lo que había perdido.

Por eso, ese mes de junio, dejé de quitarle la colonia a papa y me corté las trenzas.

Adela Castañón

Imagen: Aritha en Pixabay

Tiempo de prodigios

Estoy alucinada, en el pleno sentido de la palabra. Con esta novela, he recibido una ráfaga de luz y conocimientos tan potente que me ha dejado deslumbrada.

El hilo conductor se basa en las vidas de Juan de Luna, morisco de Burbáguena, y su nieto, Román Ramírez, natural de Deza. Encontramos suficientes guiños para entender su valor simbólico: la necesidad de revisar la historia y de hacer justicia a la memoria histórica de ayer y de hoy.

Tiempo de prodigios es una enciclopedia completa del mundo morisco. Alguien podrá decir más –lo dudo- pero nadie podrá sugerir tanto.

¡Simplemente genial! Simeón inaugura un nuevo tipo de novela histórica. Mejor dicho, recrea la historia a la luz de las retóricas renacentistas. Como Umberto Eco, nos lleva de la mano por la jungla de una exhaustiva documentación en la que podríamos perdernos. Y siempre mirando a Burbáguena.

La novela abarca un siglo convulso. Un siglo de desasosiego para los moriscos. En 1501 comenzó la conversión en Granada. En 1502 en Castilla. Y en 1526 en el Reino de Aragón. La expulsión definitiva se produjo de forma escalonada entre 1609 y 1613.

Comienza in medias res. Don Juan de Luna, un médico famoso, conversa con su nieto de corta edad. La avidez de conocimientos del niño le lleva a recordar su vida y las de sus paisanos

Los recuerdos comienzan en 1526. El fatídico mes de febrero cuando llega a Daroca un correo del emperador Carlos I. Traía una orden de la Capilla Real de Granada que renovaba la Pragmática de Cisneros (1516) y que obligaba a todos los mudéjares de la Corona de Aragón a convertirse al catolicismo. Y los que ya se habían convertido tenían que abandonar los trajes, usos y costumbres moras.

“Los bautismos se llevaron a cabo sin instrucción religiosa y no borraron las diferencias, si es que las había, entre mudéjares y cristianos. Algo, no obstante, flota en el ambiente. Algo raro se avecina. Él que tan acostumbrado está a contemplar y analizar los fenómenos extraños, ha visto cosas raras, si no extraordinarias, en los últimos meses del año” (p. 27).

Aurelio Esteban, Carmen Romeo y Simeón Martín

Carmen Romeo vs Simeón Marín Rubio

Los moriscos añoran los tiempos mudéjares, como se llamaba a los musulmanes antes de la conversión. Una época de convivencia entre moros y cristianos que se rompió con las políticas centralistas españolas.

Desde 1526 hasta la expulsión, es una larga etapa en la que se rompe la convivencia pacífica. Son tiempos en los que no se toleran las diferencias, tiempos de persecución y torturas; tiempos de silencios y ocultamientos. Los “tiempos recios” de Santa Teresa, que dan título a una novela de Mario Vargas Llosa, Tiempos recios (2019), de Guatemala. Y nos recuerdan al Tiempo de silencio (1962), del franquismo, de Martín Santos.

C. Me han sorprendido el qué y el cómo de esta novela. ¿Cómo se te ocurrió contar esto?

S. Conocí a este personaje, fue el abuelo quien movió mi curiosidad, en Caro Baroja, Vidas Mágicas e inquisición. Luego lo vi en Gárgoris y Abidis de Sánchez Drago y en García Ballester, Los moriscos y la medicina. Después vino el proceso inquisitorial, la comedia Quien mal anda en mal acaba de Juan Ruiz de Alarcón. Fue todo eso lo que me llevó a imaginar cómo podía haber sido la vida del abuelo y del nieto. En el proceso de construcción son muchas las publicaciones que he encontrado que trataban sobre o hacían referencia a Román Ramírez. Todas hacían referencia a sus habilidades, tanto como sanador como memorioso, pero nadie hacía referencia a cómo fue su biografía. Supuso un verdadero reto inventar la conexión entre el abuelo y el nieto, ver cómo fue el proceso enseñanza aprendizaje. Comprobar la capacidad de asimilación de Román de cuanto le enseñaban.

C. Tiempo de prodigios se me ha revelado como una novela cervantina. Me han llamado la atención las dos partes evidentes: dos formas de novelar diferentes. La primera. Le dedicas tres largos capítulos a Juan de Luna, el famoso médico-sanador de Burgáguena. En la segunda, los seis capítulos siguientes, con centro en Deza, recreas la vida completa de Román Ramírez, el nieto. sanador como su abuelo y memorioso como su padre.

Dos ritmos y dos estructuras narrativas. Si las novelas están vivas, como esta, oímos su respiración. Aquí el respirar lento de la primera parte, con fragmentos autónomos, responde al patrón narrativo yuxtapositivo de la Edad Media. En la segunda, con una respiración entrecortada, subordinas los acontecimientos al personaje, como en la segunda parte del Quijote. En esta parte das entrada a las técnicas de la novela moderna. En la primera el sedentario don Juan de Luna y en la segunda el andariego Román Ramírez.

Y, como por azar, todo nos lo cuenta Cervantes, que en esos momentos estaba ensayando este tipo de técnicas, a punto de cristalizar en el Quijote.

S. Uno no puede quitarse de encima “el pelo de la dehesa”. Quiero decir que la formación de uno y cuanto ha leído se convierten, aunque no quiera, en elementos básicos de todos los constructos intelectuales, sean del tipo que sean. Este proceso que dices ver y que, seguro estará, no lo pretendí en ningún momento. Simplemente se impuso. Nos pasa en nuestras biografías: lo lentos que discurren los primeros años y “cómo se pasa apriessa”, como un sueño, después. Por otra parte, la necesidad forzosa en unos casos y en otros casos buscada, obliga a Román a ser un “caballero” bastante andante. Siempre el camino encuentra la justificación y supone un paso más en su definición.

C. Antes de seguir adelante, nos vamos a detener en el diálogo de Juan de Luna y su nieto. Ese diálogo con el que estructuras la primera parte.

“Años más tarde, Juan de Luna se lo comentaba a su nieto.

—¿Sabes de qué me estoy acordando, Ramón?

—¿Cómo lo voy a saber, abuelo?

—De los bautismos de Daroca. Bajamos desde aquí porque había que hacer bulto.

Se calla. Los recuerdos se le amontonan, acaricia la cabeza de su nieto y deja viajar a la memoria” (p. 23).

Aparte de traerme a la memoria “La sonrisa etrusca” de José Luis Sampedro, yo he querido ver allí la ficcionalizacion de un proceso real que estás viviendo con tu nieto.

S. Hay todo eso y más. Tú lo has podido reconocer porque partes con ventaja. Nos conoces a los dos, al nieto y al abuelo, y a las particulares circunstancias de ambos. Te puedo decir que todos los niños que aparecen en ese camino tienen un poco de mi nieto. También te puedo asegurar que no tenía presente en la redacción, la maravillosa novela de Sampedro. Pero sí, hay muchos elementos iguales o muy parecidos.

C. Los elementos narrativos universales que todos llevamos dentro. Nadie copia a nadie. Como diría Mijail Bajtin, todos participamos en el mismo diálogo, somos criaturas dialógicas.

Tras este inciso, volvamos a la retórica. No sé si son unas biografías noveladas o una novela histórica. Lo que sí sé es que es una novela renacentista en el fondo y en la forma. Que está documentada con muchísimo rigor y cariño. Es más, si leemos con atención Tiempo de prodigios, entenderemos muy bien cómo era una novela del XVI. De paso, te ha salido la vena didáctica: es una clase perfecta de retórica literaria.

A medida que vamos leyendo, nos damos cuenta de la cantidad de rasgos literarios y lingüísticos del XVI que quedan repartidos, como al azar, por estas 375 páginas, de letra menuda.

Aquí está todo medido y pesado, como en la prosa de Fray Luis de León.

S. Tan medido y pesado que esta historia me ha llevado ocupados casi veinte años. Eso no quiere decir que estuviese todos y cada uno de los días de ese tiempo sin hacer otra cosa. No. Pero es cierto que la redacción me ha llevado, con más o menos dedicación, diez años. La documentación ha sido muy laboriosa. Tu sabes bien que, en nuestra formación, no ha sido importante conocer las virtudes de las sustancias que guardaban en las boticas,  sí que hemos trabajado con las novelas de caballería, no en la tradición de vivir de su recitado.

Yo tampoco sé si una novela histórica, parece que sí pues ocupa casi todo el siglo XVI, o una biografía novelada, que lo es indudablemente. Partí de dos nombres, Juan de Luna y Román Ramírez, y a partir de ahí me inventé las biografías que suponen el elemento importante de la novela. Hay de todo. Personajes históricos, muy conocidos unos, menos otros, y muchos inventados, pero muy precisos para entender y dar sentido a esas vidas.

C, Muchos guiños a Cervantes y al Lazarillo. Háblanos de la carta. Y de esos papeles del final que sirven de marco narrativo y dan sentido a toda la novela.

S. Ahí sí que debo decirte que los dos modelos han estado presentes desde el primer momento. La carta a Cervantes y su reacción. Luego vino lo demás. Como en el Lazarillo, también con carta de por medio, se da cuenta de las andanzas virtudes y adversidades del protagonista. El autor del Quijote echaba mano de cualquier papel que saliese a su encuentro. En este caso todo lo justifica una carta y un papel doblado que ha recibido Cervantes.

C. Háblenos de esa obsesión de Román Ramírez por las novelas de caballería.

S. Es claramente la herencia de su padre. Se trata de aunar las dos profesiones: la de memorioso y la de sanador. Román solo lee una novela que no ha leído su padre: Don Cristalián de España, la única novela de caballerías escrita por una mujer. En todo lo demás es un fiel seguidor de. qué libros y cómo contarlos, de su padre. Esa habilidad de su padre le ha permitido salir adelante y ganarse la confianza de los poderosos. No otra cosa hace Román. Del mismo modo en medicina, es un fiel seguidor de cuanto aprendió de su abuelo Juan de Luna y, como él, también llega a ser un sanador requerido por todos, desde el propio rey a numerosos personajes anónimos y nobles y poderosos de Castilla y Aragón.

C. Eso. Y que no se nos olvide la gran ironía de esta novela. La que la convierte en una carcajada valleinclanesca. A Román Ramírez lo denuncian ante la inquisición por su oficio de memorioso y no por su condición de morisco.

Sigamos. En esta novela aflora tu pasión por el teatro. Yo diría que hay una a punto del teatro español del siglo XVI y una constante teatralización en todo el texto.

S. Absolutamente cierto. Hay dos autores teatrales con quienes ha tenido repetidos contactos: Bartolomé Palau y Lope de Rueda. Las técnicas de “dramatización”, las ha recibido de la observación y de las lecciones de de su padre. Él tiene todo de teatral en sus “lecturas”. Hay numerosos ejemplos en toda la historia de este memorioso.

C. Hablemos del gusto por las enumeraciones, tan valoradas en la novela del XVI. Así, a bote pronto, me vienen escenas de La lozana andaluza.

Y muchas de las novelas de caballería tan presentes en todas las páginas. Recuerdo una entrevista a Martín de Riquer en la que defendía la necesidad de recrear esos mundos con minuciosidad. “Muchos lectores de hoy pueden considerar aburridas o prolijas las descripciones de torneos y justas. Pero ¿qué harían ellos si tuvieran que contar los partidos de futbol en una novela? Tengamos en cuenta que no había medios de comunicación como hoy. ¿Sería suficiente con contar solo un partido a los seguidores del Real Zaragoza?

S. Si, así es. El siglo XVI es el que va construyendo a mi Román. No he sabido, tampoco lo he pretendido, echar por la borda mi experiencia como lector interesado, profesional si quieres, de la literatura. Sí; hay alguna cosa que puede recordar la obra de Delicado.

C. Es un tópico conocido que los prólogos se escriben el final y se colocan al comienzo. Pues bien, siguiendo el orden de escritura, hablaremos de este prólogo tan complejo. Tres prólogos en uno. Si no son más.

Una confesión del autor a sus lectores. Un monólogo desdoblado en diálogo, un proceso dialógico, como diría Bajtín, que permite contar los procesos interiores con distanciamiento e ironía.

S. Absolutamente cierto, y eso sí que lo he buscado

C. Pues ya que he dado en el blanco, seguimos con el prólogo. Yo lo veo como una justificación del acto mismo de escribir. “Hoy, aquí, ante la provocación que supone un papel en blanco, has decidido poner manos a la obra e imaginar cuáles y cómo fueron las andanzas de Román Ramírez” (p. 11).

Una autoficción del proceso real de escritura y una crítica irónica al tópico falsa modestia: “Llevas mucho tiempo dándole vuelta a la historia y a su personaje. Nada hay de extraordinario en él ni en quienes lo acompañan” (p. 11).Todos sabemos que, por el mero hecho de ser el protagonista de una novela se convierte en extraordinario y en protagonista de un tiempo de prodigios.

También veo una justificación del estilo narrativo que has elegido: “Tienes claro que lo escrito hoy es de hoy, aunque los pobladores del papel sean de hace siglos. Quieres escribir como se escribe hoy, sin imitar el castellano del siglo XVI, solo algún texto. Escribir algo que bien pudo ser así” (p. 12).

Y así lo será en adelante. Porque en esta novela quedan definidas para siempre las raíces de quien la escribe. Y para traer las viejas raíces al presente necesitamos de la vieja técnica literaria del recuerdo dentro del recuerdo, o de los flashback, como se dice en esta época de anglicismos.

Me gustaría contrastar mis impresiones lectoras con tu punto de vista, o con el del narrador que esto escribe.

S. ¿Qué quieres que te diga? Todo lo has dicho tú leyendo lo que he escrito yo. Ese ha sido, y voy a utilizar también un anglicismo, el leitmotiv de mi historia o de mi novela. Todo arranca con ese monólogo disfrazado en diálogo, por utilizar tus palabras. No quiero que nos extrañe nada en este tiempo de prodigios que justifica casi todo. Desde luego no justifica mis errores, que seguro que los hay y muchos.

C. Las escenas de Burbáguena rezuman una contención emotiva. Son los momentos en los que brillan las imágenes poéticas y el detallismo evocador.

“La vida en el lugar, Burbáguena, discurre pacíficamente, sin el menor sobresalto; cristianos y moros llevaban antes, según dicen, vidas separadas. Pero, en estos momentos, están completamente mezclados. Los moros, y ahora sus hijos, vivían en el Barrio Alto, junto a las eras, y en el barrio Moral. Los hijos han heredado los oficios de sus padres. Así, Miguel es zapatero, Juan, el molinero, hijo de Farag el molinero. El padre de Domingo, el blanqueador, era Yuce el blanqueador. Asensio y Ferrando, los cesteros, hacen lo mismo que su padre Ybraim el cojo. Brahem, el arriero, ha pasado el oficio y las caballerías a sus hijos, Fernando y Juan. Con esto hacen sus viajes a Zaragoza, a Barcelona y a Valencia. Cuando se trata de viajes de varias jornadas se juntan con los arrieros y carreteros de otros pueblos de la ruta” (p. 35).

Toda la novela mira a Burbáguena, a tu Burbáguea. ¿Cómo se vive esta experiencia literaria? ¿Es una especie de Macondo literario?

S. ¿Cómo la he sufrido? Muy intensamente. No solo lo de Burbáguena. Todos los lugares, todo ese mundo, me han tenido atrapado. Ha habido momentos  que dudaba de que llegase a cerrar la historia. A diferencia de Macondo, los casi cien años de soledad, son poco más de sesenta, no solo discurren en Burbáguena, tierra santa, lo llama su amigo Juan, cristiano viejo, sino que como en el Quijote o como en el Lazarillo, por citar los ejemplos que tú has traído, Román está casi siempre “en el camino”. Y no son de soledad. Sí de estar solo, pero siempre en intensa compañía.

C. Me gustaría cerrar nuestra charla con algunas citas en las que la magia de tu palabra va tejiendo un maravilloso tapiz.

Las páginas se van llenando de pequeños detalles que convierten la prosa en auténtica obra de arte. “Los desconchones de la pared se confunden con el ventanuco, menudo y tímido, abierto a la calle” (p. 85).

Descripciones emotivas y poéticas. ”Una cara se aproxima a la ventana, aplasta la nariz y las manos abiertas contra el cristal. El aliento dibuja círculos y la punta de la nariz parece una torta de manteca. Los ojos perdidos en el cielo buscan las estrellas familiares. En la cocina, el candil sueña caprichos en el techo, jugando las sombras y las llamas brillan en el hogar” (p. 85).

“Por el fondo de la calle se acercan unos puntitos luminosos, filas de cirios en manos de penitentes. El roce de los hábitos rasga el silencio, el contrapunto de los golpes de las matracas y la voz del cura… La fila discurre lenta, como una luciérnaga perezosa. Los Santos se elevan por encima de las cabezas de los penitentes” (p. 86).

S. Esa percepción es, pura y lisa, autobiográfica. Me gusta que se me escape la emotividad poética en esos momentos. Es más, te diré que, no solo en Burbáguena, sino en cualquier situación, cuando se escapa el lirismo emotivo, como dices tú, estamos próximos a la autobiografía o a la autoficción.

C. Y ahora, ¿cómo cerramos este encuentro?

S. En primer lugar dándote las gracias por tu lectura, espero que a los demás no les suponga ese esfuerzo, esa dedicación para sacar las sabias conclusiones con las que has adornado esta presentación del abuelo y su nieto y, uno vez muerto el abuelo, solo del nieto que lo va a tener presente mientras viva. Dar las gracias a cuantos han venido y a la editorial que ha creído que mi historia  merecía “ir a galeras.”

Pilar Nagore, Simeón Martín y Carmen Romeo. Feria del libro. Zaragoza, abril, 2023.

Simeón Marín Rubio (Burbáguena, Teruel, 1946)

Tengo el placer de presentaros a Simeón Martín Rubio. Y tengo tantas cosas que decir, que no sé por dónde empezar.

Conocí a Simeón cuando yo llevaba uniforme y calcetines blancos. Luego coincidimos en la Facultad, en esa época que tan bien refleja en su primera novela, Pintan Bastos. Profesionalmente nos fuimos pisando los talones. Yo llegué al Instituto Goya el mismo año que él se fue destinado a Borja, adonde también habían destinado a mi marido. Y la araña del destino nos fue envolviendo, fuimos haciendo amigos comunes, que llegan hasta hoy.

Simeón, Chimeneo en la Facultad y Chime para los amigos, nació y vivió su infancia en Burbáguena. Cuatro siglos antes había nacido allí Bartolomé de Palau, un importante autor de teatro de la escuela prelopista, y la familia del médico Juan de Luna: su mujer, partera y su hijo, Román Ramírez, un memorioso recitador de novelas de caballería. En el mismo siglo XVI, pasó su infancia el nieto de Juan de Luna, Ramón Ramírez junior, otro morisco sanador como su abuelo y recitador memorioso como su padre. Precisamente esta familia de cristianos de moro nos convoca hoy para que oigamos las confesiones del proceso inquisitorial de Ramón Ramírez. Y estas raíces, tan largas y tan hondas, han condicionado la vida y las aficiones de nuestro Chime, habitante del barrio del Moral, como la familia de Juan de Luna.

Simeón es catedrático de Lengua y literatura, escritor de poemas y novelas, autor, adaptador y director teatral,

Ha ejercido de profesor en el Instituto Goya de Zaragoza (1972-1977), en el Juan de Lanuza de Borja (1977-1983) y el Avempace de Zaragoza (1985-2011), donde fue uno de los impulsores de la REM; creador y mantenedor del grupo de teatro del instituto y un profesor de referencia.

Con la escritura nos ha dado tempranas y constantes alegrías. A su primera novela, Pintan bastos (1980, Ámbito Literario), le siguieron Aire de un momento (Bóveda de Borja, 1981) y los escritos nacidos al calor del buen yantar en el Instituto Avempace: Silva de varia cocción. (Cuadernos 1 y 2. 1996-1997), Cocer y contar. (Cuadernos del 3 al 8. 2005). Y, finalmente, Comer y contar (Cuadernos del 9 al 23, 2006-2021). En ello sigue cada viernes durante el curso, hasta hoy.

Pero su gran vocación es el teatro, como habréis notado en las páginas de Tiempo de Prodigios. Ha sido, y es, director, autor, adaptador y actor en varios grupos teatrales.

En 1978 fundó el grupo de teatro del Instituto de Borja que representó sus obras en los pueblos de la comarca, dentro de las actividades culturales.

Los alumnos de Borja, dirigidos por Simeón, fueron los primeros que representaron en España Proceso por la sombra de un burro de Friedrich Durrenmatt. A esta le siguieron otras. Con Yerma de Federico García Lorca obtuvieron el Primer Premio de Teatro Rural en Alfajarín. También representaron Las arrecogías del beaterio de Santa María Egipciaca, de José Martín Recuerda, escrita en 1970, inicialmente, prohibida por la censura.

En su etapa del Avempace (1985-2011), y como profesor jubilado (2011-2023) ha dirigido tres tipos de grupos teatrales: Sólo con alumnos. Con profesores y padres. Y, finalmente, solo con profesores, en lo que siguen hasta hoy, dentro de la Red de la Experiencia.

Han representado en Institutos y Centros Cívicos de todo Aragón. Muchas obras adaptadas por el propio Simeón y El derecho de la mujer al voto, de la que es autor. Una pieza única en su género que se representa cada año en varios centros y que ya es un clásico para la celebración del 8 de marzo.

Pero, por encima de los actos académicos, Chime es nuestro bardo de cabecera. Es el poeta que inmortaliza las hazañas de un grupo de amigos nacido al calor del instituto de Borja. Nosotros, sus amigos, hemos recogido esos poemas espontáneos, de gran frescura y calidad, en dos publicaciones; Cutorrimas, escritas en medio de las faenas de la matanza de unos cerdos en Maleján. Zaragoza. Y Pateando en las alturas, escrito en Espierba, Huesca, entre hígados y muslos de patos, salpimentados con abundantes partidas de guiñote.

Carmen Romeo Pemán

El tiempo es oro

Salió de la consulta con una sonrisa. Se acabó el peregrinar por los hospitales, las segundas opiniones, la incertidumbre sobre los posibles tratamientos.

El primer paso fue cortarse el pelo al cero. Horas robadas a la visita mensual a la peluquería para regalárselas a la literatura.

Lo siguiente estuvo fácil: comprarse un portátil ligero, de poco peso. Sus padres se lo regalaron encantados.

A continuación, vino la visita a la consulta, esa visita en la que ella sabía que se decidiría su futuro. Sus padres, como siempre, la acompañaron. Las palabras del doctor estuvieron llenas de cariño y de una sinceridad algo descarnada que ella agradeció. La única opción era el trasplante de riñón y, mientras tanto, diálisis tres días en semana. Tres o cuatro horas por sesión. Era mucho tiempo, claro, dijo el médico, pero…

—¿Tienes alguna pregunta, Eva?

—Sí, doctor…

Ella vaciló. Se lo jugaba todo.

—¿Hay internet? ¿Podré… podré llevarme el portátil?

Sus padres se miraron, miraron al doctor, los tres fijaron la vista en ella. Unos segundos interminables.

—Sí, claro, no habrá problema, criatura.

—Entonces todo irá bien.

Por fin tendría el tiempo necesario para escribir su libro.

Adela Castañón

Imagen: Bruno /Germany en Pixabay

La manga larga

Cuando era joven solía preguntarme por qué mi madre siempre llevaba manga larga. No sé cuando me fijé en eso por primera vez, pero sí que recuerdo su respuesta cuando la interrogué:

—Manías mías, Libertad.

Quizá el tema hubiera quedado ahí de no ser porque, antes de contestarme, hizo una pausa y me miró de una forma extraña. Sus ojos estaban fijos en los míos, pero era como si me atravesaran, como si yo me hubiera vuelto invisible y mamá estuviera viendo algo, otra cosa, no sé qué. Fueron apenas unos segundos, pero el momento duró lo suficiente como para intrigarme. Lo hablé con mi hermano Justo y también él fracasó al tratar de averiguar el motivo. Como a los dos nos podía la curiosidad, le preguntamos a papá un día y su respuesta fue decirnos que le preguntáramos a ella.

—Ya lo hemos hecho, papá —explicó Justo—. Y dice que es solo una manía suya.

—Pues si vuestra madre dice eso, eso será.

Miré a Justo, y él a mí. Papá también había tardado unos segundos de más en contestarnos, pero, lo mismo que mamá, se limitó a repetir su respuesta. Nos dedicamos entonces a analizar álbumes de fotos y en todos aparecía mamá con ropa de manga larga. Había instantáneas de los abuelos paternos, de papá cuando niño, de tíos y primos, pero mamá solo aparecía cuando ya era novia de papá. Antes de eso era como si no existiera. Aquello espoleó nuestra curiosidad todavía más, y volvimos a la carga con las preguntas.

—Papá —le dije un día—, ¿por qué no hay fotos de mamá cuando era chica?

—Es que parece que fue una niña invisible —añadió Justo—. ¿Qué pasa? ¿Es que no tuvo vida hasta que te conoció?

—¡Qué dices! —Papá le revolvió el pelo y sonrió con la mirada perdida—. Claro que tuvo vida, hijo, todos la tenemos. Es verdad que llegó al pueblo dos años antes de que nos casáramos y no era muy habladora. Pero no hacía falta que dijera nada, era muy delgada, muy guapa, siempre tan callada… Y trabajadora como la que más. El hombre más rico del pueblo, un militar guapetón, que hacía suspirar a todas las mozas, le tiró los tejos casi desde el principio y nadie, ni siquiera yo mismo, sé por qué al final se casó conmigo, un agricultor del montón.

—¿Y tú no le preguntaste nunca por qué te eligió? ¿O por qué nunca se pone manga corta? —Yo no me imaginaba a mi madre de joven. A mi padre sí, pero a ella me costaba trabajo representármela.

—Claro, Libertad. No creas, lo hice cuando ya estaba embarazada de ti y a punto de dar a luz. Hasta entonces no me atreví, me parecía un milagro. ¿Y sabes qué me contestó? —Papá se echó a reír—. Que me quería, que éramos felices, y que eso era todo lo que hacía falta saber. Y lo de las mangas… —Papá vaciló un poco y la risa se le convirtió en una media sonrisa—: Ya lo ha dicho ella. Manías suyas.

El tema de las mangas largas de mamá terminó por perder interés para Justo y para mí. La vida siguió, yo terminé la escuela primaria. Papá montó un vivero de aguacates que iba muy bien, y quiso matricularme en el elitista colegio de las monjas. A mí me entusiasmaba la idea, allí las alumnas llevaban unos uniformes preciosos, con faldas de cuadros rojos y grises y unos jerséis azules monísimos, pero mamá dijo que no y fue inflexible pese a mis ruegos y lloros. Traté de convencerla hablándole de las actividades extraescolares, y me dijo que yo podía hacer lo mismo sin tener que ir a ese colegio. Cumplió su palabra, no me faltaron clases de baile, de equitación y de música; tuve todo lo que quise.

También Justo se apuntó a lo que le apeteció. Mis padres nos negaron muy pocos caprichos. El mío del colegio fue uno de ellos. Y, cuando Justo dijo que quería hacer la primera comunión vestido de almirante, tropezó también con una negativa rotunda de mamá. No sé cómo logró convencerlo, imagino que lo sobornaría con algún regalo, pero al final mi hermano consintió en hacerla con un traje de chaqueta.

Cuando yo estaba a punto de empezar la universidad, mamá enfermó. Pasé el verano cuidando de ella, me obligué a maquillarme con una sonrisa cada vez que entraba en su cuarto porque sabía que, pese a los terribles dolores que tenía, siempre me recibía sin una sola queja.  Al acercarse el final, me pidió que, para enterrarla, le pusiéramos cualquier traje de calle, de manga larga. Le dije que sí, y antes de que pudiera preguntarle por qué, me sonrió y me guiñó un ojo:

—Ya sabes, Libertad. Manías mías.

El cáncer se la llevó demasiado pronto. Quise lavarla y prepararla yo, y al descubrir su brazo derecho tuve la sensación de que una garra apretaba mi garganta. Una serie de números tatuados ocupaban casi toda su longitud.

Al día siguiente vi a papá quemando algo en la chimenea. Me acerqué a él, pero no notó mi presencia. Miré por encima de su hombro y vi retorcerse varias fotos en blanco y negro. En algunas se veían al fondo unos hornos gigantescos y, en primer plano, militares rubios de pelo cortado al cepillo y uniformes impecables. Y en otra alcancé a ver un amasijo de sombras borrosas por mis lágrimas. Me sequé los ojos con el dorso de la mano y, desde las llamas, vi convertirse en cenizas a un rebaño de esqueletos, vestidos todos con harapos de un sucio color gris. Me acaricié los antebrazos desnudos, mi piel sin ninguna historia escrita, di la vuelta y salí sin hacer ruido dejando a solas a mi padre para que terminara de despedirse de su amor.

Adela Castañón

Imagen: un-perfekt en Pixabay

El niño jorobado

Martín decidió escaparse esa noche. Al día siguiente cumpliría seis años y la nueva mujer de su padre lo había preparado todo para que empezara a ir a la escuela. Echaba de menos a su madre. El año que habían pasado solos su padre y él había sido duro, la falta de mamá se notaba en todo, era como si hiciera más frío en la casa aunque encendieran la chimenea. Por las noches se inventaba conjuros y movía las agujas del reloj de cuco hacia atrás hasta quedarse rendido, esperando que al día siguiente hubieran regresado los tiempos en que se sentía como si siempre fuera verano porque, aunque nevara en la calle, su madre estaba junto a él. Pero el tiempo seguía avanzando pese a sus esfuerzos. Cuando su padre volvió a casarse, le dijo que sería bueno para todos tener otra vez a una mujer en casa, pero Martín no lo veía así. Papá le dijo que tenía que empezar a ir a la escuela, y él creía que la idea había sido de su madrastra. Ella quería librarse de él, y él estaba cansado de ella. Y por mucho que lo arropara por las noches y preparara sus comidas favoritas, él no pensaba dejarse engañar.

Esa noche no se molestó en hacer girar las agujas; tenía claro que eso no le iba a funcionar. Cuando escuchó roncar a su padre y su madrastra, se levantó y salió despacio y en silencio para adentrarse en el bosque.

Había paseado muchas veces entre los árboles con su madre cuando ella vivía, pero ahora parecían más grandes, más oscuros y, en lugar de cantar con el viento, emitían gruñidos sordos, como si les provocara urticaria ver a Martín paseando entre sus troncos. En el cielo, la luna miraba hacia abajo con unos cuernos de plata que le recordaron al niño la hoz con la que su padre arrancaba las malas hierbas del huerto. Los dientes le castañearon, pero no le importó porque eso tapaba algunos ruidos desconocidos que hacían que las rodillas le chocaran entre ellas y sonaran casi más fuerte que los dientes.

Empezó a caminar más deprisa y de pronto, al apartar unas ramas, se dio de bruces con un niño que tenía una enorme joroba en el lado derecho de la espalda. Gritó sin poder evitarlo, y el jorobado hizo lo mismo.

—¿Quién eres? —preguntaron los dos a la vez.

Guardaron silencio durante unos segundos eternos, y volvieron a hablar al mismo tiempo:

—Martín —respondieron.

El Martín que no tenía joroba se tocó la espalda y suspiró aliviado al ver que no le había crecido nada allí. Al otro, le bastó mirarse de reojo para reconocer su chepa.

—Me he escapado de mi casa —dijo uno, no importa cuál.

—Yo también —contestó el otro.

Intercambiaron una sonrisa y los dientes, al brillar, hicieron que la noche les pareciera menos oscura. A pocos metros de donde estaban vieron un árbol muy grande y se acercaron hasta él. En la base del tronco había un agujero enorme con dos hendiduras anchas. Los dos estaban cansados, así que, sin decirse nada, se acomodaron en ellas y empezaron a hablar y a contarse sus vidas. El jorobado le dijo que a él le hacían trabajar en la granja de su padre y que su ilusión era ir a la escuela. Al Martín que no tenía joroba le pareció que esa vida, rodeado de animales y pasando todo el tiempo al aire libre, debía de ser una aventura apasionante. Le habló al otro Martín de cómo echaba de menos a su madre, y le dijo que pensaba que ahora su padre y su madrastra querían tenerlo fuera de casa con la excusa de la escuela. Al terminar de charlar les entró sueño, así que suspiraron a la vez y se reclinaron cada uno en su hueco del tronco. Sus cuerpos se amoldaban a las hendiduras como si fueran nidos hechos a medida para los dos, y el sueño los venció pronto.

La salida del sol los despertó al mismo tiempo. Se pusieron en pie, se desperezaron y se miraron sorprendidos: El Martín jorobado tenía ahora la espalda recta del otro Martín, sus ojos y su cara. ¡Era una copia exacta! Y el otro, al mirar de reojo, descubrió en su espalda una joroba y vio que llevaba puesta incluso la ropa de su amigo. Se quedaron durante un buen rato sin saber qué hacer y, al final, decidieron que, puesto que al fin y al cabo tenían la posibilidad de vivir sus vidas soñadas, no iban a desaprovecharla.

Se despidieron con un abrazo y cada uno tomó el camino hacia la casa del otro. El Martín de ciudad se sentía extraño con la joroba, pero decidió ignorarlo. Se acercó a la granja justo cuando cantaba el gallo, y, con las prisas por entrar pronto en la granja para meterse en la cama que su amigo había dejado vacía, pisó una boñiga de vaca. Arrugó la nariz y escondió la cara en el codo para no hacer ruido con la carcajada que había estado a punto de soltar. Al poco rato escuchó ruidos junto a la chimenea de la cocina y supo que era hora de levantarse. Sabía lo que tenía que hacer, aunque no entendía muy bien cómo era posible eso. Se encogió de hombros, lo importante era que nadie había descubierto la suplantación.

Empezó la faena echando de comer a los pollos y a los patos y se llevó algún que otro picotazo por estar distraído pensando en cómo irían las cosas por su casa. Después tocó cepillar a los caballos, salir a varear aceitunas y acarrear abono desde el granero hasta uno de los campos. A mediodía le dolían todos los huesos del cuerpo y la joroba parecía haber aumentado de tamaño. Por la tarde la cosa no solo no mejoró, sino que le pareció que todas las labores eran todavía más pesadas que las de la mañana. Cuando se fue a la cama estaba tan cansado que no lograba conciliar el sueño. Esperó hasta que el granjero y su mujer estuvieron dormidos, y salió con el mismo sigilo con el que había salido de su casa la noche anterior. Anduvo por el bosque desorientado hasta que, a punto de echarse a llorar, encontró el árbol en el que había descansado con el otro Martín. Se hizo un ovillo y acomodó su joroba en el hueco donde había descansado su amigo y lloró hasta que lo venció el sueño.

Por la mañana lo despertó el frío. Debía de haberse movido mucho en sueños, porque tenía la camisa toda arremangada. Se puso de pie, la estiró y, movido por un impulso, giró la cabeza. ¡La joroba había desaparecido! Se frotó los ojos, ¡volvía a tener su ropa puesta! Parpadeó varias veces y al mirar al árbol no pudo creer lo que veía: el hueco donde habían descansado la noche antes su amigo y él había desaparecido. Solo quedaba una fina línea, como un óvalo, igual que si algo con forma de joroba hubiera rellenado la oquedad. Y en el centro del óvalo, había una hoja pegada al tronco como si una resina invisible la sujetara. Martín se acercó y agradeció que su madre le hubiera enseñado a leer antes de irse al cielo. Era una nota del otro Martín, lo supo porque la letra era igual de redonda que la suya, la que mamá le había enseñado con las caligrafías de Rubio, aunque la nota no llevara firma.

Martín se rascó la cabeza y alargó la mano para coger la hoja de papel, porque le pareció que había algo escrito por detrás. Pero nada más despegarla del tronco, la hoja voló y desapareció en el cielo.

Entonces Martín tomó aire muy despacio y recordó lo que su madre le decía a menudo: “piensa, hijo, que la cabeza está para algo más que para sujetar el pelo”. Sabía que el sol salía por el lado de su casa y se ponía por el lado del bosque, así que empezó a caminar decidido hacia donde amanecía, rezando para que saliera pronto el faro amarillo que lo devolvería a su casa.

Cuando llegó, su padre y su madrastra no se habían levantado todavía. Entró como se fue, sin hacer ruido, y pensando en qué explicaciones le daría al otro Martín cuando lo encontrara en su cama, pero cuando llegó a su dormitorio lo encontró vacío. El uniforme escolar, sus libretas dentro de la cartera, sus zapatos abrillantados… todo estaba igual que cuando se fue. Y del Martín jorobado no había ni rastro.

Se metió en la cama y cerró los ojos. Miró la foto de su madre que siempre tenía en la mesilla de noche, y le pareció que le guiñaba un ojo y le tiraba un beso con la mano.

Entonces sonrió y se durmió profundamente, sin llantos, ni sueños ni pesadillas. Al día siguiente, además de empezar a ir a la escuela, iba a cumplir seis años. Al despertarse, sería ya un niño mayor.

Adela Castañón

Foto de Eduardo Barrios en Unsplash

Y a la mujer buen marido

La desdicha por la honra. Novelas a Marcia Leonarda. Lope de Vega.

Al anochecer la metí en una talega, la coloqué encima de una mula y, tirando con fuerza del ronzal, emprendí la bajada que lleva de Montealto a Biel, por unas trochas cubiertas de maleza. Unas de esas por las que solo pasan los jabalíes. Nadie podría adivinar qué llevaba en la talega. Por si las pulgas, había echado judías alrededor del cuerpo, y lo coloqué encima del baste. La luna nos convertía en unas sombras alargadas, como las de la Santa Compaña.

Mi hermana Marcela siempre me había puesto en aprietos. Uno muy gordo fue el de su boda con un viudo de El Frago. Y el otro día me dio este soponcio. Sin más ni más, se me murió en el monte cuando íbamos a encerrar las ovejas. No la había visto en toda la tarde y, a la hora de encerrar, llegó sin aliento, sangrando de sus partes y farfullando incoherencias. Cuando la cogí se quedó muerta en mis brazos.

Menos mal que era muy tarde y los pastores, con los que compartíamos los pastos, no vieron nada. Así que, me apresuré a meterla en una talega y llevármela a escondidas, antes de que alguien avisara al médico. No quería que me metieran en líos con lo de la autopsia. Si lo llamaba yo cuando ya la tuviera amortajada, todo sería más fácil. Le diría que se había muerto de un cólico miserere y él se lo creería.

En las seis horas que nos costó bajar, no le quité ojo a la talega. Como no me podía olvidar de los chandríos que me había hecho pasar, le gritaba, y el silencio de la noche me devolvía el eco de mis palabras.

—Mira, Marcela, desde que se murió nuestro padre en la epidemia de tifus, soy el responsable de tu honra. Te quise prometer en una buena casa de Petilla, pero tú, erre que erre, que no te vestirías de finolis ni calzarías chapines. Fui tanteando posibles maridos entre los mejores pastores de Montealto y tú, que nones. Bueno, ¿es que te creías que era fácil colocar a una hermana que se las campaba sola? Pero en el fondo eras una asustadiza. Eso es lo que te pasaba, que te las dabas de libertaria pero tenías miedo.

Me callé un momento y escuché los gruñidos de unos jabatos que se habían perdido. Tenían tanto miedo como tú. Nos alejamos sin hacer ruido y yo volví a mi cantinela.

—Naciste con casi siete kilos y nuestra madre murió de sobreparto. Otra en tu lugar se había amilanado. Pero tú, nada. Que ella tenía la culpa por ser estrecha de caderas. Mira, Marcela, me saca de quicio que te hayas pasado la vida echando culpas a los demás. Es que me enciendo cada vez que pienso cómo me has truncado la vida.

Di tal suspiro que la mula dio un respingo. Menos mal que ni te canteaste.

—A mí no me convenía una hermana tan brava. A tus veinte años aún no habías tenido ningún pretendiente. No te dabas cuenta de que eras una boca más que alimentar ni de que yo me quería casar.

A medida que desembuchaba me iba calmando y comencé a recordar cómo había llegado a enrabietarme tanto contigo.

—Un día entré en tratos con el viudo de El Frago. Aunque un poco bullanguero, era el que tenía más cabezas de ganado en toda la redolada, pero la desgracia se había cebado con su primera mujer. A los pocos días de casados se le murió de difteria. Al viudo y a mí nos pareció bien el apaño y te apalabré. Decidimos que para San Gil Abad, cuando se acaban los pastos del verano, te casarías en Biel y celebraríamos las tornabodas en El Frago. Llegó la boda. Como te casabas con un viudo, los mozos te dieron una cencerrada con todas las esquilas del pueblo. Es que eso del viudo tenía su aquél. La misa tenía que ser a las cuatro de la mañana y teníamos que emprender el viaje de las tornabodas antes de amanecer. El madrugón no te importó cuando viste los preparativos. Antes de la misa ya habían llegado los hombres y las mujeres montados en caballos adornados para la ocasión. Una yegua te esperaba adornada con el pairón, es decir, con una manta especial bordada para esta ocasión y una silla de novia. Cuando te ayudé a montar, noté que te brillaban los ojos y me susurraste: “Hermano, siento un cosquilleo debajo del sayal. Las gentes de El Frago se van a enterar de lo que es capaz una moza enamorada”.  Yo moví la cabeza. Sabía que te casabas por interés. A mí, no me la colabas.

Al llegar a las Eras Badías, viste unas casas que parecían corrales alrededor de la torre. Te cambió la cara. No tenían nada que ver con las mansiones y los escudos nobiliarios de Biel. Entonces oí a una de las acompañantes que te decía:

—Marcela, por si no lo sabes, aquí no hay luz ni agua corriente. Las mozas tenemos que ir con cántaros a la fuente que está allá abajo, junto al río.

—¿Qué me dices? —Yo noté que te quedabas helada.

Los mozos descargaron la dote en la casa del viudo y comenzaron unas tornabodas que duraron hasta el anochecer.

A final, el viudo, que ya no podía aguantar las premuras de su sexo, te llevó a una alcoba, que aún conservaba el aroma de los membrillos de su primera mujer. Tú te pusiste el camisón de satén que habías bordado para la ocasión. Entonces él se desnudó y te tomó por la cintura enseñándote un colgajo tan grande que te dejó sin aliento. Te deshiciste de las garras de tu marido, sin pensárselo dos veces, saltaste por la ventana y huiste despavorida.

Él se quedó pasmado. Se asomó y ya no te vio. A lo lejos adivinó una larga cabellera movida por el cierzo. Pensó que la luna te había desorientado y te habías perdido por los montes. Se dio la vuelta y se tumbó en la cama con el vergajo apuntando al techo. Sabía que era famoso por tener un miembro que espantaba a las mozas casaderas. Se decía que su mujer había muerto con los embistes de un marido montaraz y no de la difteria como él había declarado en el juzgado.

En estas estaba yo, cuando la mula se paró delante de la entrada del corral de nuestra casa. Me cargué la talega al hombro, subí a Marcela a la sala grande y la enrollé con una sábana de lino. Hice un fardo bien atado con cordeles y salí a buscar al médico por la puerta principal. Allí me esperaba el viudo de El Frago, con el que Marcela había contraído un matrimonio ratum sed non consummatum. Nos miramos a los ojos y con voz ronca me dijo:

—Ahora el matrimonio de Marcela, como el de mi primera mujer, ya está consumado.

En ese instante, supe que tendría que seguir luchando por la honra de mi hermana muerta como mandaban las leyes ancestrales.

Carmen Romeo Pemán

Las cadenas

Alba sudaba, pese a que ese diciembre hacía más frío que otros años. O eso le parecía a ella. Entró en el dormitorio de su madre mirando a su alrededor en estado de alerta. Solo podía contar con sus ojos. En los oídos le retumbaba un redoble de tambor, como si mil caballos al galope estuvieran invadiendo el centro de su pecho. Ya sería mala suerte que justo esa tarde su madre regresara antes de la cita con Sombra. Así llamaba ella al amigo de su madre, Sombra. Porque se empeñaba en sentarse en el sillón de papá, en beber en el vaso de papá, en llamarla Peque, igual que la llamaba papá, pero lo único que conseguía con eso era oscurecerse, convertirse en una sombra frente la luz del recuerdo de su padre muerto.

Se acercó despacio al joyero que había sobre la cómoda y lo abrió. Allí estaba. La cadenita de oro que le habían regalado papá y ella a mamá la navidad anterior, aquella navidad tan lejana que parecía haber ocurrido hacía siglos y siglos. Salieron en secreto papá y ella para hacerse las fotos que luego, reducidas al tamaño de una moneda de cinco céntimos, llevaron a la joyería donde las colocaron dentro del colgante, un círculo también de oro, que al abrirse mostraba las dos imágenes.

Papá había bromeado cuando lo compraron. Camino a casa, con el paquete oculto en el bolsillo de su abrigo, le había dicho:

—A mamá le va a encantar el regalo, Peque, ya lo verás. En la vida hay muchas cadenas, ¿sabes? Unas se ven y otras no, pero todas son importantes. La que le vamos a regalar es una cadena de amor. Cuando la lleve puesta, será como si tú y yo estuviéramos abrazados a su cuello, dándonos besos sin que ella se dé cuenta, y será una manera de estar juntos los tres. Pero eso no se lo diremos, será nuestro secreto.

A Alba le había encantado oír a papá. ¡Tenían tantos secretos compartidos! Como que papá le estaba enseñando a montar en bicicleta. O que le ponía cuatro cucharadas de azúcar en el Cola Cao cuando mamá no miraba. O que se comía a escondidas el tomate de la ensalada, que ella detestaba, pero que, según mamá, estaba lleno de vitaminas que le venían muy bien. O que le dejaba tener chocolatinas en la casita del jardín sin que mamá lo supiera.

Alba se mordió el labio para ahuyentar esos recuerdos que ahora la distraían. Sacó el colgante del joyero. Le costó abrochárselo porque los dedos le temblaban, pero lo consiguió al fin. Bajó a la cocina, sacó un tomate del frigorífico y, con la nariz arrugada, lo partió en rodajas, igual que hacía siempre mamá. Abrió una lata de atún, otra de aceitunas, y picó una lechuga que mezcló con el resto de los ingredientes. Lo regó todo con un chorrito de aceite y unas gotitas de vinagre, lo justito, como decía papá siempre, porque él era el que preparaba siempre la ensalada. Eso era lo último que le quedaba por llevar a la mesa baja del salón. Ya había puesto un centro pequeño con un ramito de violetas, las galletitas saladas y el queso en cuñas que había comprado con sus ahorros. Mamá compraba el queso entero, pero Alba no había querido cortarlo porque siempre le salía torcido. También había fregado con mucho cuidado las copas de cristal que solo se usaban en ocasiones especiales y que brillaban en la mesa, entre el centro de flores y el cestito con las rebanadas de pan.

Fue al baño, se peinó y se puso un poco de colonia detrás de las orejas, como hacía mamá todas las tardes antes de salir. Alisó una arruga inexistente en su vestido de flores y se sentó en el salón a esperar. Mamá y Sombra siempre pasaban allí un ratito cuando volvían de esos paseos que se habían convertido ya en una costumbre diaria y que cada día se prolongaban más. El día anterior, cuando Sombra se marchó, mamá le había acariciado la cara antes de hablar:

—Alba, tesoro, deberías ser más cariñosa con Raúl. Ha sido muy bueno con nosotras desde que papá… desde lo de papá. Sé que lo echas de menos, vida mía, yo también, mucho, muchísimo, pero a las dos nos viene bien que alguien cuide de nosotras ahora que él no está, ¿no crees?

Mamá lo había dejado ahí. Pareció que quería añadir algo más, pero se limitó a darle un beso en la frente y a levantarse con un suspiro para ir a preparar la cena. Alba se había quedado pensando en lo que mamá le dijo y, sobre todo, en lo que no le dijo. Y por eso había decidido sorprender a mamá y a Sombra esa tarde con una merienda. Quería demostrarle a mamá que las dos podían cuidarse solas, quería que mamá la mirase a ella más que a Sombra, que se fijara en cómo iba vestida, en lo que llevaba puesto. Que la viera comerse el tomate sin protestar.

La cara de mamá al entrar al salón seguida por Sombra despertó una tímida llama de calidez en el pecho de Alba. Su sonrisa la arropó como el pijama blanco de felpa, se levantó de la silla y fue a la cocina para regresar con una botella de vino y el sacacorchos, que dejó sobre la mesa porque no quería ofrecérselo al tal Raúl. Eso era pedirle demasiado.

Merendaron hablando de varias cosas los tres: del colegio, del frío de diciembre, de planes imprecisos para la navidad, del trabajo de mamá, del coche de él…

Al terminar de merendar su madre le dio un beso en la mejilla y Sombra le acarició el hombro con la mano. Alba se levantó, recogió las cosas y las llevó a la cocina. Tiró las sobras a la basura y fregó los cacharros mientras pensaba en el tomate que se había tragado haciendo un esfuerzo sin que nadie dijera nada, en la cadenita que había oscilado todo el tiempo sobre su escote sin que su madre se diera cuenta, en que Sombra se había ido de la casa más tarde que ningún día.

Esperó a que su madre se acostara. Cuando pensó que se había dormido, Alba se levantó en silencio, cogió la mochila que había dejado preparada, besó la miniatura de su padre en el colgante que no se había quitado del cuello y salió a la calle. Abrió la puerta del garaje y se acercó a la bicicleta de papá. Ya le llegaban los pies al suelo. Revisó que la cadena estuviera bien engrasada, como le había enseñado a él y, con la mochila colgada a su espalda, subió a la bicicleta y empezó a pedalear alejándose de su casa. Papá tenía razón. Había muchas cadenas que era mejor romper.

Adela Castañón

Imagen: Rudy and Peter Skitterians en Pixabay

Tiburcio el Zurdo

Tiburcio representaba a la tercera generación de los Zurdos. Eran tontos como Dios manda, no de esos que tiene que decirlo el médico. Todo el mundo lo sabía, pero nadie lo comentaba. A  las pocas horas de nacer, la partera lo llevo a que lo bautizaran y dijo al cura que, como venía de cruzado, había tenido que sacarlo tirando del brazo derecho. Y que además tenía la cara envuelta en una telilla. Así que sería zurdo y tendría el don: sería uno más del clan de los Zurdos. Cuando creció presumía de que no podía ser tonto cualquiera, que eso era cosa de los Tiburcios de su familia.

Siempre caminaba con la cabeza gacha. Por encima del cuello de la zamarra le asomaban una nuca corta y unos hombros fornidos. En lugar de pasos daba unas zancadas y balanceaba los brazos como los simios. No tenía cara de bobalicón, pero en la escuela no consiguió aprender a firmar.

—Venga, Tiburcio, que casi lo hemos conseguido.

—Imposible, señor maestro. Es más fácil conocer a las cabras por las caras que las letras de mi nombre.

Era el primero que se apuntaba a jugar a eso de A la una andaba la mula y, cuando le tocaba saltar, daba coces y tiraba al suelo a sus compañeros. Entonces no le perdonaban su tontez y entre todos lo molían a palos.

 —-Si te atreves, vuelve —-le decía uno de los más pequeños.

En las fiestas de Carnaval corría entre las chicas, gritando enloquecido:

—A remangar que es Carnaval.

Y todas huían atemorizadas, que si no andaban listas les bajaba las bragas. Entonces se montaba un jolgorio al que acudían otros mocetes.

Lo malo fue cuando decidió buscarse novia. Que una cosa era ser tonto y otra tener que aliviar las necesidades con las cabras. Con estas aficiones había cogido mala fama y no se le acercaba ninguna la moza. Solo Marcela, pariente lejana de los Zurdos, que tampoco andaba en sus cabales, iba a verlo cuando encerraba el ganado en el corral de las Eras Badías.

— ¿Qué haces danto vueltas por aquí? ¿No sabes que este corral es mío? —gruñó la primera tarde que la vio merodeando por el aprisco.

—Ya —le contestó Marcela—. Es que me gusta ver cómo encierras el rebaño. Se ve que tienes dotes de mando. Te  hacen más caso a ti que a los perros.

—Es que estos no son buenos mastines. Se los encontró mi padre de recién nacidos y no aprendieron bien. Aunque asustan a la gente, están como atontados. Pero no me importa, que los Zurdos nos valemos solos para todo. Hasta los perros me sobran.

—Ya veo que me he equivocado. Yo solo venía a preguntarte si me dejarías venir a ayudarte por las tardes. —Titubeó antes de dar un paso hacia adelante.

—No te acerques mucho. Si espantas a las cabras y luego me falta alguna por tu culpa, te sacaré el fiemo de las tripas con esta horca.

Marcela se quedó quieta mirando al suelo. Cuando lo vio entrar detrás del rebaño gritó:

—Me quedaré aquí hasta que acabes y después subiremos juntos al pueblo.

Dio vueltas alrededor de la empalizada hasta que Tiburcio salió con dos cántaros de leche. Se notaba que además de ordeñar había tetado. Por las comisuras de los labios le caían churretones blancos de olor ácido.

—Igual vienes a verme porque te piensas que llevo monos en la cara. Pues no. Soy como todos los demás. Lo que pasa es que se me da bien hacer muecas y hacer reír a la gente

—¡No te enteras de nada, Tiburcio! Me gustaría ordeñar contigo. Todas las tardes le ayudo a mi padre, que cuida el rebaño de casa Pinseque. Y luego me da un premio. Me deja que me harte con la leche de la última cabra.

—Pues en mi corral nunca ha entrado nadie. Ni siquiera el veterinario. Y menos una mujer. Que no quiero que me lleven en lenguas. Así que si me quieres ayudar nos tendremos que casar —le contestó mirándola a la cara.

Era la primera vez se fijaba en los ojos verdes de Marcela. Aquella tarde que subieron juntos la cuesta del Peñazal.

Antes de medio año los amonestaron en misa mayor. Y, después se casaron en la misa del alba. No se lo podían creer, la iglesia estaba a rebosar. Si lo hubieran sabido se habrían casado en misa mayor.

Al la salida, las mozas les echaron peladillas. Enseguida se formó una comitiva que los  acompañó hasta la Punta de la Carretera.

—Ayer le dije al secretario que nos pidiera un taxi para irnos de luna de miel como los ricos —le dijo Tiburcio al alcalde, en voz alta para que lo oyeran todos. El secretario no dijo nada. Solo él sabía que aquello era mentira.

Esperaron hasta mediodía y, como el taxi no llegaba, fueron a casa y aparejaron la burra. Tiburcio se sentó encima sujetando una maleta vacía. Era la maleta de cartón que los Zurdos guardaban en la falsa por si los llamaban a la mili. Marcela tomó el ronzal y comenzaron a subir la cuesta que llevaba al Corral de Coles. Cuando llegaron, a Tiburcio se le achicaron los ojos, nunca había conocido ninguna oveja tan dócil como Marcela. Además tenía las carnes prietas.

Antes de un año, estaban encerrando el ganado en el Corral de la Eras Badías  y a Marcela le vinieron los dolores de repente. Cuando llegó el momento de los empujones, se acostó en un camastro de paja. Enseguida asomó la mano derecha del niño, que venía de cruzado. Tiburcio tiró y al momento salió la cara cubierta con una telilla, como las de los entresijos de los corderos. Lo recogió del suelo, le ató el ombligo y lo limpió con la zamarra. Luego intentó sacar la placenta, pero no pudo. Tenía unas raíces muy hondas.  Con el niño en los brazos vio cómo Marcela se acurrucaba. Poco a poco, a su alrededor, se fue formando un charco de sangre.

Con dos palos hizo una cruz y la puso en el borde de la era, junto a la de su madre y su abuela.

Carmen Romeo Pemán

El intruso

Cuentas los días para matarlo a sangre fría. Mientras tanto, intentas vivir, en silencio, mirando a la cara a los tuyos para disimular. Pero cuentas los días. Esperas. A veces, solo a veces, consigues dormir.

Vigilo tu sueño, tus ojos danzan como locos y hacen que tus párpados se muevan y vibren a toda velocidad. Entonces sé que estás en ese mundo gris en el que has ido un paso más allá, lo sé porque cuando estás despierta nunca sonríes, pero, cuando duermes, bajas la guardia y el inconsciente olvida cerrar una grieta por la que tu sonrisa se asoma a tu rostro, desesperada por una bocanada de oxígeno que le recuerde que aún existe. Y esa sonrisa me cuenta lo que tus labios se empeñan en callar y en negarme por mucho que te lo pida de mil maneras sin hablar, sin descubrirte que lo sé todo acerca de ese invitado no deseado que se ha colado en tu vida.

Cuando te despiertas, siempre lo haces boqueando, como un pez fuera del agua. ¿Dónde te sumerges mientras sueñas? ¿Compartes acaso con él o con ella ese líquido amniótico en el que reina el silencio? ¿Le hablas? ¿Te habla? ¿Qué os decís?

No sabes que los del laboratorio llamaron por teléfono antes de que llegara la carta con el resultado de la analítica. Dijeron tu nombre y yo me limité a responder “Sí”, como siempre que llaman al fijo para dejarte algún recado desde que los chicos del instituto se empezaron a fijar en ti. No necesité más para imaginarlo todo. Entendí de pronto tu interés por mirar el buzón de la casa, tu esfuerzo por disimular el asco cuando te pongo de comer cosas que siempre te han encantado. A mí me pasó igual contigo durante los tres primeros meses, y luego me ocurrió también con tus dos hermanos. Después se pasaba, gracias a Dios. Pero, aunque los nueve meses hubieran sido igual de malos, me habría dado igual. Los tres sois lo mejor que tengo. Quisiera decírtelo, pero tengo miedo de descubrirme, de que sepas que lo sé, de que eso te impulse a tomar la decisión equivocada.

Yo también conté los días para matarte a sangre fría, también disimulé, también vomité a escondidas, sobre todo a escondidas de mi padre. Creía que la solución de aquello solo pasaba por matar a alguien, que tenía que elegir entre tú y yo. O tú desaparecías, o yo dejaba de pertenecer a mi familia, qué cosas, ¿verdad? Iba a decirte que eran otros tiempos, que mi familia era mucho más intransigente, pero no sé si te serviría. Creo que, ante una encrucijada como la tuya, todo sigue siendo más o menos igual de confuso, igual de amenazante, igual de difícil.

Suspiro de alivio cada vez que arranco una hoja del calendario. El tiempo juega a mi favor. Y al tuyo, y al suyo, aunque tú no lo sepas. Espero que él o ella siga agarrado al cordón invisible que estáis tejiendo. Aunque lo ignores. El alimento le llega por el cordón umbilical, pero el amor va por el otro, por el invisible, por el que rezo para que no se rompa.

Hoy, mientras dormías, he tenido esperanza por primera vez. Tu mano derecha ha ido hasta tu vientre, todavía plano, y lo ha acariciado. He cruzado los brazos con fuerza para no tocarte yo también, para resistir el deseo de comprobar si eso significa lo que creo que significa. Sí, seguro que sí. Tiene que ser eso. Mis oraciones tienen que haber dado fruto.

Hija mía, ojalá abrieras ahora mismo los ojos. Entonces lo entenderías todo, sabrías cuál es la decisión correcta sobre la vida o la muerte de ese intruso. Lo sabrías con la misma certeza absoluta que yo sentí la primera vez que noté que te movías en mi interior.

Adela Castañón

Imagen: Sergei Tokmakov Terms.Law en Pixabay

La mejor arma

Por fin me había llegado el turno del campamento de iniciación. Mi padre y mi madre fueron, en sus respectivos años, campeones de su promoción y yo me sentía a la vez exaltado y acobardado. Ser el hijo de dos altos cargos de la realeza no era un peso fácil de llevar, pero por otro lado tenía la necesidad de no decepcionarlos, de superarlos, incluso. Yo había temido no poder ir, la amenaza de la guerra con otros países, que antes solo era una posibilidad remota, se había convertido en algo cada vez más próximo y el campamento estuvo a punto de cancelarse. Hasta última hora mis compañeros y yo no tuvimos la seguridad de poder asistir.

El acceso al lugar donde se ubicaba el campamento estaba siempre vigilado. No en vano era el lugar más sagrado de nuestra civilización, el jardín de los secretos. Estaba en el fondo de un valle. Desde arriba, al cruzar un paso de montaña, mis compañeros y yo lo vimos a nuestros pies, como una enorme serpiente de cuerpo sinuoso que delimitaban un montón de cabañas a cada lado, como si fueran escamas de piel. Lo que hubiera sido la cabeza de la serpiente se perdía dentro de una gruta con la entrada sellada por una cortina de agua cuyo rumor se escuchaba incluso desde nuestro mirador.

Nadie había contado nunca cuáles eran las pruebas que allí se planteaban. Lo único que trascendía al público era que todos salíamos cambiados de aquel lugar, con una profesión ya marcada que iba en función del resultado que obteníamos.

Aquel verano todos nos quedamos como estatuas al escuchar al monitor que nos recibió a nuestra llegada con estas palabras:

Las reglas de este año son sencillas. Hay una profecía que dice que en algún lugar de este campamento está el arma que puede evitar la guerra. Aquel de vosotros que la encuentre, será designado como futuro gobernante de la coalición de naciones que necesitamos formar para alejar definitivamente ese tipo de conflictos que acabarían por eliminar a la humanidad de la faz de la tierra. Hizo una pausa solemne y terminó diciendo: Eso es todo lo que van a escuchar de mí. Ahora, comiencen.

Mis compañeros y yo nos dirigimos a las cabañas. Todas estaban equipadas de la misma manera, solo se distinguían por el número de la puerta. Dejamos nuestros enseres y empezamos a explorar. Durante dos semanas descubrimos por los bosques circundantes todo tipo de armamento, pero ninguno tenía nada que lo hiciera parecer distinto de los demás. Pistolas y rifles con increíbles velocidades de disparo, más precisión en algunas automáticas, escudos que resistían proyectiles casi tan grandes como ellos…

Pensé en el desconocimiento que teníamos sobre las costumbres de los demás países que nos rodeaban, pensé en los motivos que podían haber provocado la chispa que prendió el incendio mundial, pensé en los muros que se alzaban entre las distintas fronteras, pensé que hacía falta tener una visión global, de conjunto, de muchas cosas que estaba fuera de mi alcance comprender.

Entonces miré al cielo. Entre el verde de las ramas de un árbol enorme, casi milenario, entreví algo de color más oscuro que se agitaba con la suave brisa de la tarde. Empecé a trepar y encontré algo que solo había visto en algunas ilustraciones antiguas en el desván de mi casa: un libro distinto al resto de los libros. Me acomodé en lo alto de la rama, lo cogí y me lo puse sobre las rodillas. Se me ocurrió que quizá en algún lugar de otro país habría en este momento otro chico leyendo un libro parecido.

El título del libro era “Diccionario multilingüe” y supe con total seguridad que allí estaba la mejor arma del mundo. Bajé del árbol con el libro entre mis brazos.

Aquel campamento marcó mi futuro y ahora soy el gobernante de mi país. La guerra nunca llegó a estallar, y hoy solo se la puede encontrar en los textos de historia.

Adela Castañón

Imagen: Walter Böhm en Pixabay 

Amor fraterno

Me gusta ser el primero de mi clase. Me gusta liderar el equipo de baloncesto del instituto. Me gusta destacar en el club de judo. Me gustan la mecánica y los coches. Me gusta saber que las chicas me encuentran atractivo. Me gusta caerle bien a la gente. Pero, sobre todo, me gusta ser el hermano mayor de Ada.

El diminutivo se lo puse yo. Cuando ella nació, yo tenía cinco años y me pareció lo más bonito del mundo. Siempre me han gustado las historias de fantasía, aquella criatura era la encarnación de todas las hadas de mis cuentos favoritos, y nuestros padres estuvieron encantados de ponerle el nombre que yo elegí para ella, Inmaculada, aunque desde que salió del hospital, a los dos días de nacer, ha sido Ada para todos.

Le enseñé a montar en bicicleta. Curé todos sus rasguños. Le ayudé con los deberes del colegio. Una vez llegué hasta hablar con su profesora de historia sin que lo supieran ni ella ni mis padres. Ada me dijo que le había salido mal un examen importante, ese año compartíamos instituto: ella estaba en primero, y yo en el último curso. En el recreo me restregué los ojos con jabón hasta que me escocieron y luego me hice el encontradizo con su profesora. Ella, al verme, preguntó qué me pasaba y le conté, con expresión de absoluta inocencia, que la migraña llevaba varios días atacándome, que Ada me había estado cuidando y que me preocupaba que eso le hubiera robado tiempo de estudio. Mi hermanita sacó un notable alto. Y cuando tuvo problemas de sueño por culpa del perro del vecino, que ladraba de noche a todo lo que se moviera, le quité a mamá un montón de pastillas de Orfidal y un pegote de carne picada de la que usaba para preparar albóndigas. Y Ada durmió sin problemas desde entonces.

Éramos dos contra el mundo. Yo hacía lo que fuera por proteger a mi hermana, por verla siempre feliz.

Llegó su adolescencia, empezó a tontear con chicos y me hizo cómplice de sus andanzas. Eso me ayudó a encargarme de que sus novietes la trataran bien. Con algunos tuve que mantener conversaciones que no fueron precisamente cómodas, pero siempre eran críos más pequeños y débiles que yo. Y si veía que no le convenían a mi hermana siempre encontraba la manera de que se portaran de forma que ella tomara la decisión de romper. El asunto funcionó hasta que llegó Mario al instituto. Se incorporó a mitad de curso, su familia se había mudado tras la muerte de un hermano y querían empezar en otra ciudad. A pesar de la tragedia, o quizá por ella, Mario no tuvo problemas de adaptación en su nuevo instituto. Me recordaba a mí mismo con unos años menos y eso me provocaba sentimientos ambivalentes. Mario se fijó en Ada y ella en él, era casi inevitable. Pronto se convirtieron en los reyes de las fiestas adolescentes, dos personajes de cuento de hadas, su historia hacía que mi hermana brillara como nunca. Seguíamos estando unidos, claro que sí. Yo empecé a salir con Laura e incluso tuvimos algunas citas dobles los cuatro. Todo iba bien, en serio, yo era y soy un tipo maduro, y si mi hermana era feliz, yo también. Así de sencillo.

Al cabo de unos meses empecé a notar cierta tensión entre ellos. Ada insistía en decirme que todo iba bien y yo quería creerla. Tardé en darme cuenta de mi error porque el problema era, precisamente, que todo iba demasiado bien. Estaban de acuerdo en cualquier tema, les gustaban las mismas cosas, lo hacían todo juntos. Y la consecuencia fue que los dos empezaron a desdibujarse, dejaron de ser Ada y Mario para ser la pareja perfecta. Mi hermana se había convertido en la mitad de una entidad. Era como si pasara el día mirándose a un espejo donde el cristal era Mario, y viceversa. A los ojos del mundo podía parecer que se desvivían el uno por el otro, pero en realidad se estaban fagocitando sin darse cuenta.

Aproveché que Ada tuvo que ingresar en el hospital para una operación de urgencia de apendicitis y manipulé los frenos del coche que le acababan de regalar a Mario sus padres. Era un conductor novato, apenas hacía dos meses que se había sacado el carnet de conducir, y me pareció una irresponsabilidad que le compraran un BMW tan potente. Pero eso jugó a mi favor, nadie se extrañó del accidente ni de sus fatales resultados.

Después del entierro de Mario, Ada empezó a apagarse. Nada la hacía reaccionar, ni mis mimos, ni nuestros padres, ni sus amigas. Solo hablaba a veces con Laura, con la que desde el principio había congeniado mucho. Le pedí ayuda a mi novia, necesitaba saber cómo ayudar a mi hermanita, cómo sacarla del pozo en el que cada vez se hundía más. Por fin, después de varias semanas, Laura me contó algo que me hizo concebir esperanzas. Quizá habría una manera de ayudar a Ada.

Laura me dijo que Ada se sentía vacía. Mi pequeña le había confesado a mi novia que con Mario se sentía útil, sabía que él la necesitaba, que ella era la persona más importante en la vida de su chico, y no podía vivir así, sin nadie a quien entregarse, sin nadie a quien dar apoyo, sin nadie que la necesitara cada día para seguir viviendo. Mario, a pesar de su aparente fortaleza, había llegado a Ada con el corazón roto, y solo ella supo adivinar el dolor que arrastraba el muchacho. Y sanar ese dolor había sido el faro definitivo en la vida de mi hermana.

Laura me contó todo eso la noche que salimos a cenar para celebrar nuestro aniversario. En el restaurante, mientras ella compartía conmigo las confidencias que Ada le había hecho, la quise más que nunca. Durante toda la cena le dediqué caricias en las manos, miradas de amor, y luego, al despedirnos en la puerta de su casa, la besé una y mil veces agradecido por su ayuda.

Al día siguiente aproveché que Laura estaba en el trabajo para pasarme por el garaje donde guardaba su coche. Era un Fiat de segunda mano, bastante antiguo, y los frenos me dieron menos problemas que los del BMW a pesar de que las lágrimas empañaban mis ojos y no me dejaban trabajar en condiciones. Pero no podía evitar llorar y sonreír a la vez. Sabía que el día siguiente sería duro para mí. Me derrumbaría.

Pero también sabía que habría ayudado a Ada y que ella sería el hada que acudiría en mi ayuda. Porque lo mejor de mi vida, lo que mejor se me da, lo que más me gusta, siempre ha sido y será ser el hermano mayor de Ada.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

Venecia y yo

Hay quien sueña con historias, o con personas, o con quimeras. Yo sueño con todo eso. Y con ciudades. Sobre todo, con Venecia.

Recuerdo una época dura de mi vida hace algo más de diez años. Recuerdo estar al borde del precipicio de la desesperación, caminando por una delgada línea, como la cuerda de un funambulista, que separaba la cordura de la locura. El trabajo me desbordaba. El tiempo me faltaba. El autismo de mi hijo, empeorado, me superaba. Llegaba el momento de mis vacaciones anuales y, por primera vez, me daba absolutamente igual tener que ir a trabajar o quedarme el mes entero encerrada en casa. Incluso había empezado a plantearme la opción de empezar con medicación, no sé si para mi hijo, para mí, o para los dos. Ignoro qué fue lo que sacó a flote las pocas fuerzas que aún me quedaban y que me hicieron pensar, antes de rendirme del todo, en entonar el último canto del cisne.

Siempre había querido hacer un crucero y siempre había soñado con conocer Venecia, así que, diez días antes de que comenzaran mis vacaciones, me detuve al salir del trabajo en la primera agencia de viajes que encontré y me limité a decirle a la persona que me atendió:

Quiero hacer un crucero. Quiero zarpar en dos semanas como mucho. Y solo quiero que una de las escalas sea Venecia.

Así, sin anestesia ni nada. Puesta a ahogarme, ¿qué mejor sitio que ese?

Pero la vida me tenía preparada una sorpresa y en Venecia aprendí a nadar.

Perderme de noche en sus callejuelas y esperar toparme, a la vuelta de cualquier esquina, con un caballero embozado en su capa, con una espada al cinto y un sombrero de ala ancha con pluma que cubriría una melena negra y brillante. Alzar los ojos al cielo y descubrir que las estrellas me regalaban guiños de luz que espantaban a mis sombras interiores. Embutirme en el disfraz de turista tópica y típica y darme cuenta de que ese papel, que nunca creí que fuera para mí, me sentaba tan bien como una segunda piel. Pasear en góndola, escuchar la melodía de la voz del gondolero recorrer el pentagrama de las rayas blancas y negras de su camiseta mientras desgranaba para nosotros historias al ritmo de sus remadas. Respirar un aire puro, desprovisto de los malos olores que, según decía todo el mundo, podían esperarse en pleno verano en esa ciudad serenísima. Cruzar el Gran Canal, de orilla a orilla, paseando por el Puente de Rialto. Llorar al escuchar la historia del Puente de los Suspiros, donde los condenados, al cruzarlo para ir a la prisión en un viaje sin retorno, suspiraban de pena. Sentir el arrullo de las palomas de San Marcos como acordes de una canción de esperanza. Saborear el helado más dulce y medicinal de toda mi vida durante un paseo. Detenerme en el escaparate de una tienda de máscaras y pensar que detrás escondían lágrimas o sonrisas, tan bellas las unas como las otras…

Vivir todo eso y mucho más bajo la luz del milagro de mi hijo, que caminaba junto a mi madre y junto a mí con una sonrisa que recogió no sé ni cuándo ni dónde, pero que se quedó a vivir en su cara. Ver la luz en los ojos de mi madre, esa abuela, hada particular de mi Javi, que llenaba de magia con su varita invisible cada instante que compartíamos cuando nuestras miradas se cruzaban…

Si digo que Venecia me robó el corazón, os mentiría. Me lo devolvió. Y, a mi regreso, me traje en mi maleta los tesoros que yo sí que le robé: el color de su cielo, el brillo de sus canales, las manchas y los desconchones de sus paredes, las leyendas de su historia, el susurro de los remos de los gondoleros, el sonido de la vida y mil cosas más que no tienen nombre.

Y con todo eso me vestí de colores, de ilusión y de energía. Le dije adiós a las pastillas que ni Javi ni yo llegamos a tomar nunca y empecé a coser este traje de escritora que ahora luzco para presentarme ante vosotros.

En Venecia renací. Volví dos años después y regresé a España más enamorada de ella. Y ojalá el futuro me regale otra oportunidad para vivir con esa ciudad mágica una tercera historia de amor.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

Lluvias

Miro por la ventana. Llueve.

Llueven los pensamientos. Salpican como gotas mi cerebro. Caen sin prisa y sin pausa, con un ritmo monótono y anárquico. ¿Por qué cansa el pensar? Carece de sentido, pensar es casi, casi, igual que respirar, debería suceder sin más complicaciones y no causar agobio.

Llueven también reproches que estaban escondidos. Gritos y discusiones sobre quién puso más en cada historia retumban como truenos. Jaqueca, vieja amiga, me robarás la fuerza si me alcanzas, el cansancio no me dejará huir y volverá a entrar “Él”. El que quise tener y nunca tuve. El que me dio la paz y me llevó a la guerra, al cielo y al infierno sin tener que hacer nada, solo por existir. Recuerdo mis pecados y los suyos. Por acción y omisión. Lo que debió decirme y nunca dijo. Lo que debí callarme y no callé. ¡Se conjuga tan mal el verbo amar en primera persona! Da como resultado un texto malo, frases con recriminaciones, faltas de ortografía en el diccionario del cariño, signos de puntuación mal colocados que desgarran la piel como cuchillos y producen heridas en el alma por las que la tristeza sale a chorro, enturbiada por muchos desengaños.

Llueven muchos recuerdos que llegan de la mano junto a los pensamientos y reproches. Deslumbran como rayos, fogonazos que de pronto iluminan verdades del pasado y dan luz a las sombras de todas las mentiras que yo dije y también, por qué no, de las que me dijeron.

Llueven los sentimientos. Que la lluvia, sin ellos, sería como una partitura inacabada, un libro al que le faltan varias páginas. Y yo, pobre escritora, no puedo permitir que eso suceda. Revuelvo entre mis letras para ver qué me encuentro y salen del bolsillo varias cosas: el dolor y el deseo, la dicha ya vivida, las deudas no pagadas. Decisiones y dudas. Y todo con la D, como Dios y destino. Y como dejadez. Y es que estoy muy cansada.

¿Y qué más da que llueva? Al fin y al cabo, la lluvia solo es lluvia. Debería descolgar del armario las ganas de vivir, calzarme los zapatitos rojos de la ilusión, o, mejor aún, enfundar mis pies en unas botas de siete leguas que me alejen de lo que me hace daño. Y así, armada de valor, sentirme invencible y salir a pisar con fuerza los charcos de la vida, igual que hacen los niños.

Llueve, pero no dejaré que esas lluvias levanten en mi alma tempestades que no me llevarán a ningún puerto.

Me voy a fabricar un paraguas con folios de papel que me protegerá para que no me moje. Mi pluma será el mango del paraguas. Ya solo necesito unas cuantas varillas que lo mantengan firme. “Vamos”, me digo, “vamos, valiente, vamos”. Y el alfabeto me presta otra letra, ahora es la V, la de mi vocación para ser escritora. Y me lanzo a la arena con todo lo que puedo: Voluntad y victoria. Valor para volar. Y volver a vivir, día tras día, la historia que yo elija.

Lo haré sola, sin él, lo haré sin nadie. Y así, conmigo misma, siendo yo mi aliada, encontraré mi gloria.

Miro por la ventana. Ya no llueve.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

Divagaciones

Beber de tu aliento,

bañarme en tus ojos,

sentir lo que siento.





Pensar en besarte,

soñarte de noche,

pasar por tu calle.





Seguir a tu sombra,

querer ser el aire

que aspira tu boca.





Escribirte eso

con una sonrisa,

mirando hacia el cielo.





Y, así, divagar

para que mi alma

no grite «Te quiero».

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

A orillas del Rin

Por Vanesa Sánchez Martín Mora

Vanesa Sánchez Martín Mora es nuestra invitada de hoy con un precioso relato: A orillas del Rin.

Este relato lo publicó, hace dos años, en la antología solidaria «Canfranc. Relatos de ida y vuelta», en beneficio de la Asociación AlMa, que trabaja en favor de los niños con discapacidad física e intelectual severa, y de sus familias.

Vanessa, bienvenida de nuevo a Mocade, y gracias por compartir este relato con nuestros lectores.

A orillas del Rin

Por fin mamá fue valiente y me compró el libro, sabiendo que le iba a costar una disputa con papá porque no le gustaba que me consintiera. Yo no lo consideraba un capricho. Les decía mil veces que eran referencias para cuando yo escribiera mis propias obras literarias, pero la realidad era que escuché a una profesora que lo había leído y no se había enterado de nada; me entró curiosidad.

Durante la cena, papá nos puso al día de todos los soldados que se había encontrado en la ciudad, que la gente estaba preocupada porque no pintaba nada bien la cosa. Se escuchaba, ya entonces, que a los judíos los estaban llevando a campos de concentración, y papá decía que acabaríamos abandonando Praga algún día.

Me subí a mi cuarto sin tomar postre. Le dije a mamá que el puré me había dejado la barriga bastante llena, pero era mentira.Subí porque estaba deseando leer “La Metamorfosis» de Franz Kafka. Estaba tan ansiosa por saber de qué trataba, que no pude comer el pastel de zanahorias, con todo lo que me gustaba. Hasta mi hermana Sophie se extrañó. Siempre nos estábamos peleando por comer un poco más.

A la mañana siguiente, después de leer el relato de Kafka, me desperté con ganas de ir al nuevo cementerio a visitar su tumba y decirle, al pobre, que me había gustado mucho y que sí que la había entendido, pero, al poner los pies en la calle, vi una avalancha de gente que venía en mi dirección. Varios soldados estaban reclutando a judíos, y sabía que lo eran porque nos obligaban a llevar, desde hacía unos años, una estrella amarilla de seis puntas cosida a la altura del pecho. Había gente que temía llevarla y que les pudiese pasar algo. A mí, en cambio, me gustaba. Estaba muy orgullosa de mi familia y de ser judía.

El caso es que no pude ir al cementerio. Papá tiró de mi brazo con tanta fuerza que casi me lo disloca. Dijo que no se podía salir de casa, pero él salió con la excusa de que iba a buscar una vía de escape. No entendía entonces para qué queríamos escapar, si en Praga se vivía muy bien.

Unas horas más tarde entró en casa como un cachorrillo asustado, y menos mal, porque, de no ser así, se habría dado cuenta de que había cogido uno de sus libros que me tenía prohíbo leer porque era para adultos.

—Tenemos que hacer las maletas, pero coged solo cosas necesarias. Martha, nada de libros, son muy pesados y ocupan mucho espacio.

—Pero papá, yo no puedo vivir sin los libros, me moriré si no leo y también me moriré si me voy de Praga. ¿Por qué tenemos que irnos tan rápido?

—No puedo deciros mucho más ahora. Haced las maletas. Nos vamos en dos horas.

No estaba dispuesta a salir de allí sin libros, y menos a no llevar conmigo mi cuaderno verde y la pluma que me trajo de España la abuela en su última visita.

—Martha, cariño, —dijo mamá al entrar en mi cuarto—. ¿Te ayudo a cerrar la maleta? —Pero no quería que viera lo que llevaba y me senté encima para terminar de cerrarla.

—No, gracias.

La estación de tren estaba llena de gente. Había muchos niños llorando y asustados. Muchas personas despidiéndose de sus seres queridos. No entendía por qué se despedían y no se iban todos juntos si era cierto que corríamos tanto peligro.

De repente, se oyó un silbido muy fuerte, a continuación, la gente empezó a chillar y a correr como loca. Sin sentido. Papá dijo que no entráramos en pánico, que nos agarrásemos fuerte de las manos para no perdernos entre la multitud. Avanzamos unos pasos, pero era imposible no chocarse con la gente. Un señor alto sujetó a Sophie del brazo.

—¡Suelta a mi hermana, imbécil!

—Aparta, mocosa. Tenemos ordenes de enviaros a Auschwitz y vais a venir todos conmigo.

Papá tiró de nosotras y echamos a correr hacia el pelotón de gente que se estaba concentrando en el medio.

—Pero papá, yo no quiero que ese soldado nos lleve a Auschwitz.

—Mezclaos con la gente mientras busco un sitio por el que no nos vean abandonar la estación, ya veremos luego a donde nos dirigimos. Lo que está claro es que estos trenes solo tienen un destino.

Papá se dio la vuelta, buscando con desesperación y, justo cuando un señor levantó la mano llamándolo, el soldado vino de nuevo, pero esta vez con refuerzos.

—Suban todos al tren, es una orden.

—¿Y quién lo ordena? —le solté de golpe.

—Cariño —dijo mamá mientras me tapaba la boca—, no seas desobediente.

—Suban todos al tren, es una orden. —Y esa vez estaba mucho más enfadado.

Caminamos en dirección a los vagones y no dejé de mirar a papá. No comprendía como él se había podido quedar callado, y por qué no estaba buscando esa vía de escape.  Era muy extraño verlo hacer caso de lo que decía un soldado nazi, pero no quise decir nada por si era parte de su plan para escapar.

Los vagones eran oscuros, no tenían ninguna ventana. El suelo estaba lleno de paja y olía a pis de rata, como en aquella granja que visité en una excursión del colegio. No dejaba de subir gente, aunque apenas cabían más personas. Cuando entramos, algunos estaban sentados en el suelo, pero empezaban a pisotearlos y era mejor ir de pie.

—Papá, ¿qué hacemos aquí, a donde nos llevan? —preguntó Sophie.

—No te preocupes, cariño, cuando lleguemos a ese sitio podremos coger otro tren a donde queramos. ¿Dónde os gustaría ir?

Intentaba que no tuviésemos miedo, yo sabía que estaba mintiendo porque siempre que lo hacía se daba pequeños pellizcos en la barba. Mamá se quedó muda con nosotras, solo hablaba bajito al oído de papá y asentía de vez en cuando, eso sí, casi me rompió la mano de tanto apretármela.

Junto a nosotros había un señor que no me quitaba ojo desde que subió al vagón, de vez en cuando se le caía una lágrima. Sí, solo una lágrima, parecía como si el otro ojo no le funcionase. Me daba un poco de vergüenza preguntarle si necesitaba algo, no quería ser impertinente otra vez y que papá me regañase, pero es que me daba tanta lástima…

—¿Está enfermo, señor? —solté de repente y sin poder evitarlo.

—Te pareces mucho a mi nieta, ¿sabes? Ella murió hace unos meses mientras jugaba en el parque. Un soldado le disparó por intentar proteger a su madre. Quisieron enviarla a un campo de concentración y ellas se negaron. Tenía solo nueve años.

—Lo siento mucho.

—Ojalá tú tengas más suerte, pequeña.

—Disculpe —dijo papá—, no va a morir nadie. Deje de asustar a las niñas.

—Ojalá todos tengamos más suerte —dijo el señor mientras nos daba la espalda.

El camino se nos hizo mucho más largo de lo que realmente fue. Era asfixiante tantísima gente en un vagón para ganado y sin ventilar. Los inviernos en Polonia eran muy duros, lo pudimos comprobar durante el viaje, ya que íbamos mirando por una ranura que había en el suelo del vagón, por la que entraba un frio horrible.

Papá no habló durante el trayecto, y tampoco separaba sus pies de aquella ranura del suelo, pero entonces no sabíamos de sus intenciones.

—Tengo muchísima sed, me muero de sed —dije de repente— si no paramos pronto se me va a quedar la garganta tan pegada que me asfixiaré de todos modos porque no entrará aire a mis pulmones.

—Sirves para el teatro —dijo Sophie, cruzándose de brazos. Estaba graciosa cuando fruncía el ceño—. Eres una teatrera.

No pude más que reírme, aun corriendo el riesgo de que se me pegase la garganta, pero entonces papá sacó una cantimplora de su macuto y me dio un sorbo.

Papá seguía callado y eso ya me estaba pareciendo demasiado extraño. Me di cuenta de que mamá lo miraba por el rabillo del ojo, pero ella tampoco se atrevía a decir nada. De pronto, el tren se paró y se escuchaba cómo los soldados de fuera daban voces a los pasajeros que iban bajando. Les decían a los hombres que se pusieran a un lado y a las mujeres y niños, en el otro. No tenía ni idea de porque los separaban. En ese momento papá arrancó la madera por la que habíamos estado mirando todo el camino y nos ordenó que saliéramos por ahí.

—Rápido, chicas. No sé dónde estamos exactamente, pero si no nos reunimos aquí en el día de hoy, nos encontraremos en París. En este macuto lleváis todo lo que necesitareis para llegar a Francia.

No me lo podía creer. Con apenas doce años que yo tenía y los quince de mi hermana, nos vimos solas en aquella situación. No sabíamos que hacer, si mis padres conseguirían escapar pronto o deberíamos refugiarnos cerca de aquel lugar para no perdernos. ¿Cómo íbamos a llegar nosotras solas hasta París, si nunca habíamos salido de Praga? Pero saltamos. No consiguieron atraparnos, estuvimos escondidas en el hueco de una tubería de la que salía un hilo de agua. Sophie dijo que allí no nos buscaría nadie, que por el mal olor que desprendía no buscarían ahí. Y acertó.

En el macuto que nos dio papá en el último momento, justo antes de escurrirnos por entre aquellas maderas, había provisiones, agua y algunas chocolatinas por si nos daban bajadas de azúcar, era lo que siempre llevábamos durante las excursiones. Y eso fue lo que comimos durante esos dos días que estuvimos escondidas. También llevábamos el dinero de papá y una foto donde salíamos los cuatro. Es el único recuerdo que tenemos de aquella época.

Ya nos habíamos planteado salir de aquella tubería cuando Sophie arranco a llorar:

—¡Calla boba!, que nos puede escuchar alguien.

—Me da igual, Martha, tengo mucho miedo. No sabemos qué les han hecho a nuestros padres ni qué nos harán a nosotras cuando se enteren de que nos hemos escapado.

—Saldremos de aquí cuando caiga el sol. Nadie nos verá porque nadie sabe que estamos aquí.

Tardé un rato en tranquilizarla, parecía yo su hermana mayor. Yo también tenía muchísimo miedo, sobre todo después de escuchar a escondidas una conversación entre mis padres en las que papá decía que en sitios como aquel solo llevaban a las personas para exterminar la raza judía, que las metían en una cámara de gas y acababan con miles en unos minutos.

—Ten más cuidado al pisar, si sigues haciendo tanto ruido nos acabarán descubriendo y nos matarán —dijo Sophie cuando nos pusimos en marcha.

—No puedo andar de otra manera, parece que todas las ramitas que hay en el suelo me tocan a mí, ¿acaso crees que lo hago queriendo?

—Pues mira bien donde pisas, Martha.

—Mira bien donde pisas, mira bien donde pisas… por qué no vas tú la primera, listilla.

—Porque tú eres quien sabe a donde tenemos que ir.

—Para eso sirve la geografía que estudiamos en el colegio, se nota que no eras aplicada en esta materia.

—Vale ya, Martha. Estamos muy cerca de algunas casas y nos podemos topar con alguien. Tal vez hayan dado aviso de que dos niñas andan solas por el mundo y nos estén buscando.

El frio de noviembre en Polonia era demoledor. Aun quisimos caminar un poco más y alejarnos lo suficiente para buscar un sitio seguro donde dormir cuando empezase a amanecer. Habíamos decidido que avanzaríamos también de noche para no correr riesgos. En mi cuaderno, tracé una línea y anoté todos los sitios que recordaba del mapa que nos encontraríamos entre Polonia y Francia, era la única forma que se me ocurrió para saber hacia dónde dirigirnos sin perdernos; añoré mi casa por un momento. Habíamos sido unas niñas tan felices allí que aún duele pensar en la forma que tuvimos que abandonar nuestras vidas.

Estuvimos durmiendo en graneros, nos acurrucábamos cerca de las gallinas para entrar un poco en calor y por la mañana cogíamos uno de sus huevos para desayunar. No estaban tan ricos como las tortitas de maíz con cacao de mamá, pero nos mantenía nutridas. Nos encontramos con varias personas que nos ayudaron, e incluso nos dieron prendas limpias. Corrieron riesgos ocultando en su propiedad a niñas judías que los nazis buscaban, pero sabían que era lo correcto, que el mundo estaba de nuestro lado, aunque la voz de los nazis se hiciera notar mucho más.

Dos semanas después de lo que les pasó a nuestros padres, llegamos a la frontera entre Alemania y Francia. Estábamos en Khel y teníamos que cruzar el Rin en barca, era la única manera viable de entrar en Francia, pero entonces sucedió algo: cuando inspeccionábamos el puerto, por si encontrábamos a algún marinero que nos ayudase a cruzar el río, alguien nos sorprendió por detrás. Era la policía alemana, soldados de la SS.

Nos ataron las manos y nos metieron a la fuerza en la parte de atrás de una camioneta. Yo me quedé bloqueada, sin saber qué hacer o decir. Poco importaba ya todo lo que habíamos conseguido, y por mucho que Sophie llorase no iban a soltarnos. Nos habían capturado.

El lugar a donde nos llevaron era mucho más siniestro y oscuro que el vagón que nos transportó a Auschwitz. Había barro por todas partes, la gente vestía con un pijama de rayas solamente y estaban esqueléticos; si no morían de hambre morirían de frio —aquello era una locura—.  Nadie podía aguantar mucho tiempo en esas condiciones.

Sophie estaba muda desde que habíamos llegado, no conseguí sacarle ni una palabra, tampoco la gente que se acercaba a nosotras para ayudarnos. Nos destinaron a un barracón donde había adultos y niños. Eran familias enteras o casi enteras, nosotras estábamos solas en el mundo. Solas y atrapadas en un campo de concentración del que no recuerdo su nombre porque solo estuvimos un día. Nuestro destino final era el campo de exterminio de Treblinka, o eso era lo que nos decían los soldados de la SS cuando nos capturaron.

—¿Sois las fugitivas de las que habla todo el mundo? —Aquel niño rubio de ojos verdes, tenía en su mirada una chispa de esperanza—. Tenéis que enseñarnos a escapar de aquí.

—¿Has venido con tus padres o tampoco sabes lo que les ha pasado, como a los nuestros? —pregunté con rapidez.

—¡Discúlpate, Martha! —hablo por fin la muda de mi hermana—. No tienes ningún derecho a ser tan bruta con la gente, no aprendes a mantener la boca cerrada ni en los peores lugares del mundo. Perdónala, su nombre debería ser impertinente —se dirigió al chico.

—El mío es Noah, y mi mamá ha muerto. Fue hace unos meses, justo antes de que nos capturasen los soldados de la SS. Ella tenía una enfermedad del corazón, y un día no despertó…, sin más. En parte mi padre y yo nos alegramos de que muriese en nuestra casa, pudimos enterrarla en el cementerio, no como a la gente de aquí. A ellos, cuando mueren, los amontonan en una fosa y cuando hay muchos directamente los queman. He visto como lo hacen…

—¡Venga ya! Nadie hace eso…

—Te lo puedo enseñar si quieres —contestó nada orgulloso.

Después de comprobar que Noah no mentía, me dieron ganas de asesinar a aquellos soldados con mis propias manos.

Aquella noche, después de haber visto la fosa de personas derretidas, no podía sacarme esa imagen de la cabeza, eso y el hedor a carne chamuscada que se respiraba a todas horas.

—Tenemos que escapar de aquí, Sophie, antes de que nos lleven a Treblinka. Si aquí queman a las personas después de dejarlas morir, que no nos harán donde quieren llevarnos.

—Eres muy ignorante a veces, Martha. ¿Crees que alguien puede escapar de un sitio así?

—Pues seremos las primeras. Ya casi lo conseguimos una vez.

No sabíamos cuando seria nuestro traslado a Treblinka, por lo que no podía desperdiciar ni un minuto sin trazar un plan para escapar de allí. Fui hasta la cama de Noah y le pregunté si podíamos salir para ver las estrellas. No se me ocurrió otra cosa.

—Pero si en invierno no se ve el cielo, siempre hay nubes o está lloviendo.

—¡Venga, vamos, quizás tengamos suerte esta noche!

Aquel niño era mucho más inocente de lo que podía parecer yo, y me siguió sin rechistar. Estaba casi segura de que se conocía el terreno mejor que nadie y le dije que me enseñase el lugar más fácil por el que escapar.

—¿Lo dices en serio?

—No puedo seguir aquí ni un segundo más, necesitamos escapar antes de que acaben con nuestras vidas. Dime, ¿algún agujero en la alambrada por el que salir sin que nos vean?

—¿Bromeas?, ¿un agujero? Perdona, pero yo no buscaría nada de eso. Hay un camión que viene cada día y se lleva las pertenencias de los que mueren. Se escucha que lo venden en mercados clandestinos. Yo, si fuese vosotras, me subiría a uno de esos camiones para salir de aquí sin ser vistas. Es un plan que he pensado muchas veces, pero mi papá está muy débil y nos pillarían a la primera. Por eso seguimos aquí, no quiero abandonarlo.

Lo interrogue durante los siguientes veinte minutos. Necesitaba toda la información posible para saber cómo y cuándo actuar; después, salí corriendo a decírselo a Sophie, quien tardó demasiado en darse cuenta de que iba totalmente en serio.

Eran las siete de la mañana cuando aquel trasto viejo que Noah llamaba camión entró humeando y paró justo donde dormían los soldados de la SS, en la parte de atrás de la cocina donde guisaban para ellos. Nuestra cocina estaba en el propio barracón y allí solo se preparaba un puchero con caldo caliente para todo el mundo.

El caso es que solo contábamos con unos minutos para hacernos hueco en aquel montón de chatarra. Noah estaba vigilando para que nos diese tiempo de subir al camión o entretener a los soldados si era necesario. Echamos a correr una vez se bajó el conductor y nos escondimos tras unos sacos de patatas mientras cargaban la mercancía que saldría de allí con nosotras. Sophie me agarraba de la mano tan fuerte que por fin pude sentirla caliente en muchos días.

—No te vayas a echar a llorar que te conozco, y nos van a pillar si te oyen.

—No, no voy a llorar, solo estoy nerviosa y orgullosa a la vez. Eres muy valiente —me dijo—. Ojalá nuestros padres pudieran vernos. Estarían orgullosos de nosotras, sobre todo de ti, Martha.

Y entonces me eché a llorar yo. Los echaba tanto de menos… Y me dolía, me dolía pasar por todo aquel sufrimiento y no tener la recompensa de volver a abrazarlos algún día.

—Deja de llorar, renacuaja, y corred a ese camión a la voz de ya si queréis salir de aquí vivas. —Se me quedaron los ojos como platos al escuchar esa voz tan potente y desconocida. Era la cocinera, había salido a fumar un cigarrillo y no nos habíamos dado cuenta de ella, en cambio, aquella señora había captado nuestras intenciones con solo un gesto.

Y al mirar hacia la chatarra de color verdoso que empezaba a rugir como un tractor, supe que era el momento de echar a correr. Le hice señas a Noah para que se decidiese a venir con nosotras, pero negó una vez más con la cabeza, rechazando una plaza hacia la libertad.

Subimos de un salto a la parte trasera de aquel camión y nos ocultamos detrás de unos sacos de tela. Aún no habían terminado de cargar la mercancía, pero la cocinera entretuvo a los soldados pidiéndoles fuego para que nosotras pudiésemos asegurar nuestra plaza en aquel trasporte.

Y, de pronto, oímos el portazo que dieron al cerrar el camión y pudimos sentir el fuerte traqueteo por los baches que se habían formado por la lluvia que horas antes habíamos sufrido al llegar allí.

—Ya queda poco, hermanita. Pronto estaremos de camino a París y allí decidiremos que hacer.

—¡Alto! —oímos de pronto—. Abran de nuevo las puestas del camión. —Y frenó en seco. Sentimos como se abrían las puertas y el peso de que alguien había subido. Era nuestro fin—. Maldita sea, menos mal que esta aquí, enganchado en un saco. Si llego a casa sin el reloj mi mujer me mata. Dice que le costó carísimo y yo no lo pongo en duda…, ni me atrevo. —Todos rieron al unísono y las puertas del camión se cerraron de nuevo. Ahora sí, nos íbamos de verdad.

No sabíamos cuál era el destino de aquella mercancía, pero no tardamos más de tres días en descubrirlo. Nuestras fuerzas eran mínimas, si no salíamos para beber y comer algo moriríamos allí mismo, sin testigos.

Estábamos en el puerto de Somport, en la frontera entre Francia y España, fue lo primero que leí cuando salimos de aquel cubículo que nos había mantenido ocultas todo el viaje, y en el que tuvimos que hacer nuestras necesidades a pesar de la vergüenza. De nuevo echamos a correr hacia la parte abandonada de aquellas vías de tren.

—¡Alto, niñas! —oímos a nuestra espalda—, ¿no querréis que os pillen?

—Usted…, ¿no va a delatarnos?

—¿Delataros?, no. Llevo semanas esperando vuestra llegada. Perdí la esperanza cuando os capturaron en la frontera de Alemania con Francia; pero, hace tres días, mis compañeros me dijeron que las niñas que habían sido atrapadas a orillas de Rin habían logrado escapar de nuevo en un camión de la SS, y supe que vendríais hasta aquí. Venid conmigo, soy amigo de Gabriel, vuestro difunto padre,

No sé aun si fue el miedo a continuar solas o escuchar el nombre de nuestro padre lo que nos hizo seguir a aquel señor, pero lo hicimos. Un rato después, ya a salvo de miradas, nos dijo que a nuestros padres les habían disparado en cuanto alguien les contó a los soldados de la SS que habían ayudado a huir a dos niñas, y que él era la vía de escape de papá, que nos sacaría de aquella tortura que entonces llamaron guerra, pero que sin duda era lo que hoy en día se conoce como Holocausto.

Resultó que aquel camión transportaba oro que los alemanes ofrecían a los españoles a cambio de Wolframio, y aquel señor era participe de aquel trapicheo solo como tapadera. Su misión desde hacía mucho tiempo era ayudar a los judíos a viajar hacia la estación de Canfranc, hacia la libertad. Y nosotras llegamos allí el 31 de diciembre de 1942, en el tren de la seis de la tarde. Allí estaban nuestros abuelos, esperándonos para llevarnos a casa.

Vanesa Sánchez Martín Mora

Imagen: Pixabay

La alondra y el búho

Se veían todos los días durante un trayecto de siete paradas, cuando viajaban en la línea 12 de metro, entre las ocho y las ocho y media de la mañana. Si sus miradas se cruzaban, la timidez que compartían sin saberlo hacía que los ojos de ella volaran hacia el techo y los de él se refugiaran tras los párpados cerrados, fingiendo dormir.

Uno de los pocos días que los dos libraban en sus trabajos coincidieron en la fiesta de cumpleaños de un conocido común. Se reconocieron. Dudaron. Terminaron por acercarse casi a la vez. Se sonrieron. Al final, hablaron sin hacer caso de los demás invitados.

A partir del día siguiente, se sentaron juntos en el metro. Ella cogía esa línea para ir a su trabajo diario. Pasaba más de doce horas cuidando a una persona mayor que vivía sola. Él cogía la misma línea cuando salía de servir copas y pinchar discos en un local de moda durante toda la noche, cuando terminaba su jornada y regresaba a su casa para descansar.

La alondra y el búho, como el sol y la luna o como la noche y el día, vivieron su historia en momentos que duraron lo que tarda en amanecer o en ponerse el sol. Porque a veces basta con eso y una historia se escribe en capítulos cortos, aunque cada uno de ellos dure solo media hora.

Adela Castañón

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Reseña de Dame mi nombre

Iciar de Alfredo, autora de la novela «Por qué lloras», nos deja hoy una emotiva reseña de la novela de Adela Castañón, «Dame mi nombre». Es una gran alegría compartirla hoy con todos nuestros lectores. ¡Gracias, Iciar!

Orcas en mi piscina

Conocí a Adela en la Escuela de Escritores de Madrid, donde cursamos juntas un itinerario de novela de varios años y algún otro curso. Semana tras semana, escribíamos los ejercicios y los compartíamos, con tanto miedo como vergüenza, con el profesor y los compañeros. Tengo que confesarlo: me encantaba que le tocase comentar el mío. Aparte de encontrar todos y cada uno de mis puntos flacos, siempre me arrancaba alguna carcajada. Adela es divertida y generosa a partes iguales. Dedica al ejercicio del compañero un montón de tiempo, lo destripa y le da la vuelta. Como ella misma dice, se pone sus gafas de bruja y se lanza al mar. La dulzura de sus palabras, la exactitud y originalidad de sus comparaciones hacen que tu corazón se abra en canal y que, según vas leyendo sus opiniones, pases de la emoción a la risa en un segundo y acabes con dolor de costillas y los ojos llenos de agua. Y, sobre todo, comprendes que tiene razón. Lo hace tan fácil que te preguntas: Pero ¿cómo no me he dado cuenta yo antes?

Tengo que confesarlo: no tengo la menor idea de cómo escribir una reseña, solo soy capaz de decir si algo que leo me gusta o no; no puedo más que hablar de lo que ha significado para mí Dame mi nombre, un proyecto que nació durante el segundo año del Itinerario de Novela y que se ha convertido en toda una novela. He visto brotar ese libro desde sus primeras páginas; Juan Luis y Verónica, Ana, Andrés y Pablo son también buenos amigos míos. Adela los creó, les dio vida y, después de que escribiera la palabra «fin», los hemos desmenuzado juntas hasta dejarlos bien guapos. Son personajes que pertenecen a dos familias normales que tienen problemas normales, que se meten en líos, discuten y también ríen. Entre ellos se va tejiendo una historia llena de ternura que se entrelaza, se une y se separa; una historia tan cercana que el lector podrá reconocerse en cada pasaje. Es una historia cotidiana con la que es muy pero que muy fácil identificarse.

Dame mi nombre es Adela en estado puro. Tiene su misma sensibilidad y, al mismo tiempo, su fuerza. Los personajes se deslizan por tu cabeza sin que te des cuenta. Las tramas son suaves y avanzan con precisión, como el mecanismo de un reloj, que se intuye pero que no se ve. Tal y como ella misma dijo en la presentación del libro, el lector no encontrará grandes misterios, una acción trepidante o una historia épica, sino otra sencilla, con personajes cercanos con los que podrá identificarse sin problemas. Además, está tan fenomenalmente escrita e hilada de forma tan sutil que te cogerá de la mano en las primeras páginas y no te soltará hasta que llegues al fin. Eso es lo que me ha ocurrido a mí. Lo he leído varias veces y esta última casi del tirón. No he tardado ni quince días en hacerlo, y eso, para mí, es un suspiro.

Por si eso fuera poco, tengo que reconocer que lo pasé pipa como lectora cero de este libro. Eso fue lo mejor de todo. Leer el borrador me permitió estar cerca de Adela y poner en práctica mucho de lo que aprendimos en la Escuela de Escritores año tras año. Y, es curioso, pero hemos tronchado de risa al darnos cuenta de que solemos cometer errores similares. Por ejemplo, las dos explicamos las cosas hasta la saciedad. Uno de nuestros profesores, el inolvidable Fernando, solía decirnos que, con tantas vueltas y revueltas sobre un mismo tema, no hacíamos más que tomar al lector por imbécil. Pues bien, si no fuera por las correcciones de Adela, en mi libro yo habría escrito unas tres o cuatro páginas para explicar lo que es un kraken y también para describir cómo nadan en la piscina los bichos buzo, aclaraguas, barqueritos, garapitos o como quieran llamarse. Nunca olvidaré su comentario: «Hija, ni que hubieras encontrado orcas en tu piscina».

Adela es así, tiene una forma muy original de convencerte de que algo no va bien. Y lo hace de inmediato. De verdad, creo que en Dame mi nombre ella sí que lo ha logrado. No he encontrado una sola orca en su piscina. Y, además, puedo decir que me ha entusiasmado su libro, más si cabe que la primera vez que lo leí.  

Si quieres conocer alguno de sus relatos, puedes hacerlo aquí: http://www.letrasdesdemocade.com

Si te apetece leer Dame mi nombre, puedes comprarlo aquí.

Iciar de Alfredo

Imagen: Pixabay

Mia

La niña que no tenía nombre ni tenía casa era muy pequeña. Tan pequeña, que cabía dentro de una pompa de jabón.

La pompa de jabón le servía para viajar por su universo, donde había enormes rascacielos de libros apilados, separados por avenidas planas formadas por muchos folios en blanco. De vez en cuando se desataban tormentas repentinas en las que gotas de tinta caían desde el cielo y manchaban las calles. Tras las tormentas, llegaban rachas de viento que levantaban los folios del suelo, haciendo que formaran remolinos y que terminaran uniéndose por uno de los bordes como si un imán invisible orquestara su danza. Así muchos folios, después del vendaval, formaban un nuevo libro que venía a posarse en la terraza de alguno de los rascacielos, o sobre el suelo, dando lugar a una nueva casita de planta baja.

La pompa de jabón era bastante cómoda, pero el tiempo pasaba y la niña se aburría de estar allí. Estaba cansada de no ser nadie y de vivir en una esfera vacía, así que decidió empezar a hacer paradas en su viaje sin paradas para ir explorando el mundo que había a sus pies. Su plan era conseguir un nombre y una casa, aunque para eso tuviera que meterse dentro de cualquier personaje que viviera allí abajo. Era tan pequeña que no le costaría nada hacer algo así, y por fin sería alguien con nombre y tendría un lugar donde vivir.

La primera escala fue en uno de los rascacielos. La niña atravesó la pared de la pompa, apartado el jabón como quien abre una cortina, y se dejó caer sobre el libro más alto de la pila que formaba el edificio. Más que dejarse caer, se dejó flotar. Aunque saltara desde una gran altura, era tan pequeña que nunca se hacía daño porque el descenso era tan suave que, como mucho, lo que sentía eran cosquillas en la tripa.

Cuando sobrevolaba todos los edificios, había elegido ese porque el libro del tejado tenía un título que le gustó. Y había un agujero pequeñito en el punto de una letra “i” que le serviría como puerta de entrada a lo que hubiera detrás de la portada.

Al principio tuvo una sensación extraña. En aquel mundo había más rectas que curvas y echaba de menos la redondez infinita de las paredes de su pompa. Pero, por el contrario, había muchas más cosas que compensaban el vacío de su morada anterior. La niña empezó a recorrer despacio los senderos de letras y se sumergió en la historia de otra niña, casi tan pequeña como ella. Suspiró y sonrió feliz. El comienzo de sus exploraciones no podía ser mejor. Pero al adentrarse en ese mundo descubrió que la niña protagonista se metía en problemas que ya no le gustaron tanto. Y, además, tenía un nombre ridículamente largo para una niña tan pequeña: se llamaba Pulgarcita. La niña sin nombre y sin casa puso morritos, ni la casa ni el nombre le hacían ninguna gracia, y volvió a salir por donde había entrado. Se subió de nuevo a su pompa y buscó un nuevo sitio para explorar.

En otra avenida encontró que uno de los libros de un edificio estaba en vertical, y en la portada había un paisaje en el que unas niñas estaban en una barca, escuchando embelesadas a un hombre al que no se le veía la cara y que, al parecer, les narraba algo la mar de interesante. Nuestra niña sin nombre ni casa volvió a deslizarse y se coló en la escena con la esperanza aleteando dentro de ella. Una de las chiquillas que escuchaban le llamó la atención por el brillo de sus ojos, y pensó que sería una buena idea formar parte de alguien así. Aprovechó que su elegida abrió la boca para tomar aire en un momento de enorme sorpresa, y se coló dentro de ella. Vio que estaban dormidas, a los pies de un árbol, arrulladas por una brisa agradable y traviesa que agitó el pelo de esa niña grande que ahora también era ella. Un mechón se agitó con la brisa y le rozó las mejillas, haciendo que se despertara. Mientras se restregaba los ojos para espantar al sueño, un conejo blanco, vestido con un elegante chaleco rojo y con un reloj de cadena en la mano, pasó corriendo delante de ella gritando como loco: “¡Llego tarde, llego tarde!” La curiosidad hizo que la niña, porque ahora nuestra niña y la niña mayor eran una sola, echara a correr detrás del conejo blanco. La pequeña sin nombre ni casa escuchó cómo las otras niñas, las de la barca, le preguntaban impacientes al hombre: “¿Y qué le pasó a Alicia, Lewis?” “¿Dónde quería ir el conejo?” “¿A qué llegaba tarde?” A nuestra protagonista le gustó el nombre. Alicia. Sonaba bien. Y allí no había ogros, como en el barrio de Pulgarcita. Aunque es cierto que todos parecían un poco locos, pero, al fin y al cabo, se dijo la pequeña, tampoco era necesario alcanzar una perfección absoluta. Con esa buena disposición, abrió los ojos, los oídos y todos los sentidos y se dispuso a disfrutar de esa zona de la ciudad. Sin embargo, las cosas no tardaron en complicarse. Allí nada tenía ni pies ni cabeza, y, si eso hubiera sido todo, quizá nuestra niña habría hecho un esfuerzo para adaptarse. ¡Pero Alicia mordió una galleta y su tamaño empezó a cambiar! ¡Eso era horrible! ¡Intolerable! ¡Innegociable! ¡Nuestra pequeña no iba a abandonar su vida anterior para dar un salto al vacío a un mundo que la hiciera pasar de mosca a elefanta en apenas unos segundos! Escapó con toda la rapidez que pudo de ese país de los horrores, aunque en el libro pusiera que era el país de las maravillas, y volvió a subirse a su pompa de jabón.

La pequeña aventurera visitó muchos países porque el deseo de encontrar un lugar que pudiera llamar suyo crecía con el tiempo. No había zona que no estuviera dispuesta a explorar. Hizo incluso lo que nunca había hecho, sumergir su pompa en el mar que había en el límite sur de su universo, y solo consiguió un nuevo desengaño. La única criatura que hubiera sido una buena candidata se llamaba Ariel, pero tenía una cola de pez en vez de dos piernas, y la niña no estaba dispuesta a sacrificar esa parte de su anatomía. A estas alturas nuestra pequeña estaba cansada y había perdido bastante la paciencia, lo cuál era una pena porque, si se hubiera quedado un poco más, habría visto que al final Ariel se salía con la suya y conseguía unas piernas, pero… en fin, mis queridos oyentes, la impaciencia es una mala compañera de viaje, y nuestra niña sin nombre y sin casa perdió una buena oportunidad.

Llegó un momento en el que la niñita decidió tirar la toalla. Hizo que su pompa de jabón se posara en una de las avenidas de folios blancos y se bajó con desgana. Estaba tan triste que decidió esperar a la próxima tormenta de tinta, para ver si, con un poco de suerte, se ahogaba en los goterones y ponía así fin a sus sufrimientos. Daba pena verla así, tan pequeñita e indefensa, un puntito minúsculo entre montañas y montañas de libros donde otras niñas vivían en sus casas, y tenían sus nombres, y eran felices. La niña, desesperada del todo, alzó la barbilla y miró al cielo para ver si la tormenta llegaba de una vez. Y entonces…

¡Ah! No vais a creer lo que ocurrió entonces…

¡Me vio!

¡A mí!

No sé cuál de las dos se sorprendió más. Nos quedamos inmóviles y nos miramos fijamente. Entonces vi que la niña sin nombre y sin casa estaba moviendo los labios. ¡Trataba de decirme algo! Era tan pequeña que no conseguía escucharla. Me agaché muy despacio, para no asustarla, y conseguí interpretar sus palabras. Me preguntaba que quién era yo, y que si sabía si tardaría mucho en llegar la siguiente tormenta de tinta porque quería acabar con todo. Tapé mi pluma con mucho cuidado, ¡no quería ser responsable de la muerte por ahogamiento de una niña tan bonita y tan pequeña! Y entonces, de pronto, lo entendí todo. Cogí a la niña con mucho cuidado y la puse a salvo en la terraza de uno de los edificios de libros más altos. Destapé mi pluma, y empecé a escribir esta historia en los folios del suelo mientras que la niña sin nombre y sin casa se asomaba al borde de la terraza, con cuidado para no caerse, e iba leyendo lo que yo escribía. No puedo describiros lo grande que se iba haciendo su sonrisa, a pesar de ser una niña tan pequeña.

Escribí, escribí y escribí. Y al llegar a este punto vi que la niña hacía bocina con las manos para decirme algo importante. Me acerqué de nuevo a ella, y escuché la risa que había en sus palabras cuando me dijo lo siguiente:

¡Es mi historia! ¡Es mi casa! ¡Ahí sí que tengo un lugar de honor! ¡Lo he conseguido con tu ayuda! ¡Gracias, gracias!

La mirada de la niña tenía un brillo que eclipsaba todo lo demás. Pero, de pronto, fue como si una nube ocultara el sol y la niña dejó de sonreír.

Quiero quedarme aquí, en este sitio, en esta historia, pero todavía no tengo nombre, no sé de quién soy, ni cómo me llamo.

Está bien le respondí. Creo que puedo arreglar eso.

¿Siiii? ¿De verdad?

Afirmé con la cabeza. Tenía un nudo extraño en la garganta y tragué saliva para poder hablar. En realidad, bastaba con susurrar mis palabras porque a la niña debían retumbarle aunque no mostraba ni un signo de incomodidad. La cogí con suavidad y la deposité en los folios que acababa de escribir. Entonces, muy despacito, supe qué nombre debía tener la pequeña, tenía que ser algo pequeñito, como ella, y que le diera la seguridad de tener raíces, de pertenecer a alguien. Así que la miré a los ojos y pronuncié las palabras más importantes de esta historia.

Desde hoy, te llamas Mia.

Las gotas de tinta dejaron de llover de mi pluma. Soplé para secar lo que había escrito, y los folios revolotearon y se juntaron por un lado para formar un nuevo libro. Lo cogí con reverencia y con cariño y, antes de ponerlo sobre una de las pilas de libros, escribí en el primer folio, que había quedado en blanco, el título de este cuento:

“La historia de Mia”

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

Carta a mi madre

Hay que ver cómo eres, mamá. Desde luego has vivido noventa y cuatro años alucinantes, oye. Yo, si me dejas en herencia tus genes y tu alegría, me doy por muy bien servida.

Nunca hubiera creído que se podía elegir la manera de dejar este mundo, pero resulta que sí. Por lo menos en tu caso. Has tenido una despedida a la carta, como el que pide platos en un restaurante. Siempre dijiste que tú no querías irte de golpe, sin enterarte, ni acostarte y no despertarte a la mañana siguiente. No, para nada. Con lo que te gusta y te ha gustado el teatro, decías que querías saber con tiempo tu fecha aproximada de caducidad para tener la oportunidad de despedirte de tu gente y de organizarte, y vaya si ha sido así. Desde que empezaste a decir que se te hacía un nudo en la garganta, y en noviembre le pusimos al nudo el nombre de cáncer de esófago, has hecho exactamente lo que siempre dijiste que harías: prepararte y disfrutar hasta el último minuto.

Has sido un ejemplo. No puedo escribir que has sido una enferma ejemplar porque no nos has mostrado para nada la enfermedad, ni te hemos visto en baja forma en ningún momento. La víspera de tu partida todavía ibas caminando del salón al dormitorio, aunque fuera con ayuda, porque solo podías tragar líquido o papillas muy blanditas y eso, con lo que te ha gustado comer siempre, te debilitaba. Lo que no se debilitó nunca fue tu sentido del humor. Ni tu coquetería. Decías que te gustaría volver a tener tu peso de soltera, y hace pocos días te pesaste y te echaste a reír diciendo que habías conseguido que la báscula te diera ese capricho. Y eso que llevabas el collar y las pulseras puestas. La oncóloga que te vio no podía creer cómo eras. Menuda cara puso cuando trataba de decirte que no era operable, y le contestaste que tú no querías eso de “quirófano a vida o muerte, como en las películas”, y que tampoco querías quimio ni radio porque no te iban a ayudar, y lo único que iba a pasar, muy probablemente, sería que te caerían encima de golpe los noventa y cuatro años que, hasta ese día, no te habían pesado nada. ¡Si este verano, como todos los veranos, nos hemos hartado de reír en la playa cada vez que te metías y tragabas agua al venir una ola!

Tuve tiempo de llegar a ver esa sonrisa tuya tan hermosa, y esa cara de sorpresa y alegría que ponías cada vez que nos presentábamos en Murcia sin avisar. Tuve tiempo de decirte que tu nieto Javier estaba allí, contigo, y que tu nieta Marta llegaría desde Londres en menos de cuarenta y ocho horas. Tuve tiempo de pasar la última noche en el sofá cama de tu salón, junto a tu cama articulada, y ver que descansabas tranquila.

Y a tu nieto Pablo se le ocurrió que nos juntáramos todos, hijos y nietos, para rezar el rosario junto a ti, que sabía que eso te gustaría, y así lo hicimos el sábado. Respirabas tranquila, ningún estertor, con una expresión que no podía ser más serena. Había familia hasta en el pasillo, que hay que ver la que liasteis papá y tu… seis hijos, quince nietos… ahí es nada. Y, añadidos, nueras, yernos, novias y novios de los nietos y nietas… Creo que si hubiera pasado un policía y se le hubiera ocurrido mirar hacia el balcón, habría subido pensando que allí estábamos tramando, como poco, un golpe de estado. Y fue decir el “Amén” final del rezo, y escucharte dar un suspiro más profundo, ver la sombra de una sonrisa en tu cara, y comprobar que habías dejado de respirar.

Hubo tiempo de que viniera Abel, que si hay un cura “apañao” en el mundo, es él. Vino la semana anterior, te dijo una misa en casa, te dio los óleos… Y el domingo, como a ti no te gustaba el tanatorio de Murcia, se te dijo la misa de corpore in sepulto como tú querías, en tu parroquia del Padre Joseico, oficiada por Abel, y entrando tú como la reina que eras y que eres a hombros de tus hijos y de tus nietos. Y con un coro que te cantó como los ángeles…

Lo que yo te digo: una muerte a la carta, a tu gusto hasta el último detalle. Y es que tú no te merecías menos.

El domingo después de la misa, ya en tu casa, empezaron a pasar cosas por la noche: en el flexo de la ducha se debió de picar la goma, y aquello parecía una fuente. Menos mal que lo apañamos hasta la mañana siguiente con cinta aislante hasta que compramos uno nuevo. El wifi se fue de paseo, inexplicablemente, y hasta llamé a mis hermanos por si habían dado ya de baja tu teléfono. No lo habían hecho, y apagando y encendiendo el router varias veces acabó por regresar el internet. Y luego tu yerno, que se iba en el autobús nocturno porque yo, que soy la que conduce el coche, decidí quedarme en Murcia, decidió mirar no se qué en su maleta y la trajo al salón “porque hay más luz que en la entrada”, dijo. Y fue decirlo, y quedarnos a oscuras. Ya te imaginas la carcajada que se nos escapó a todos. Tenías que habernos visto, con las linternas de los móviles, tratando de encontrar el cuadro eléctrico, que nadie sabía dónde estaba. Y luego, cuando dimos con él, buscando una escalera porque la dichosa caja de fusibles estaba casi en el techo… Por suerte tu nieta Marta encontró una escalera, pudo subirse a ella, tocar no sé qué cosa, y volvió a hacerse la luz. ¿Y sabes qué? Pues que Marta me dijo algo que va a hacer que te mueras de risa cuando lo leas (además de reír allí arriba con lo de “morirte” de risa, que me ha salido así, del tirón, y no lo voy a borrar, claro, que te privaría de una carcajada). Tu nieta me cogió del brazo con aire misterioso y me dijo al oído:

 —Mami, yo creo que como a la abuela le gusta tanto hablar por teléfono y poner Whatsapps, y allí arriba no debe tener cobertura, está mandándonos señales para que nos marquemos unas risas a su salud…

¿Y sabes, mamá? Estoy de acuerdo con mi niña. Nos sentimos reconfortados, te sentimos, sentimos tu cariño, tu alegría, tus ganas de juerga, de pasarlo bien, de inventar cosas absurdas y sorprendentes.

Y ya está. Ni he empezado con un encabezamiento ni voy a terminar con una despedida. Porque físicamente han sido noventa y cuatro años plenos, pero en el alma vas a estar siempre.

Voy a copiar ahora el último párrafo de algo que ha escrito mi sobrina Patricia, tu nieta, en Facebook. La que tiene fama de escritora en la familia soy yo, pero Patri me deja en mantillas con lo que te ha escrito ahí, que la niña pone los pelos de punta y calienta el corazón con cada frase. Esto es lo que tu nieta pone al final de su publicación, y no se me ocurre un final mejor para esta carta:

“Gracias, gracias y gracias. Dejas el mayor legado que se pueda imaginar, una familia maravillosa, un poco cuadriculada y peculiar, pero unida y que te quiere con locura. Dale recuerdos al abuelo y a las titas. Id preparando una ración de pescaíto. Nosotros nos quedamos aquí, juntos, cuidando de tía Trini y cantando “Como una ola”, “Marinero de luces” y “La gata bajo la lluvia”.

Eres eterna, abuela, te queremos.”

Adela Castañón Baquera

Deseos confusos

Quiero volver a estar a solas

con mi locura y mi libro favorito.

Quiero alejarme del fuego del verano,

cobijarme en un lecho dorado

hecho de hojas de otoño,

buscar incluso abrigo

en las nieves del tiempo.

Regresar al refugio de una vida pasada

donde no exista él.

Volver a ser yo misma,

y volar sobre historias que pueda disfrutar

sin tener que pagar un alto precio

empleando el dolor como moneda.

Quiero recuperar el color de los días,

el brillo de las noches,

la música que acunaba mis sueños,

el aroma del alba en mi ventana,

volver a ser capaz de alzar el vuelo

sin que me pese el alma.

En realidad, no sé bien lo que quiero,

porque, sin él, por mucho que me duela,

sé que tampoco alcanzaré consuelo.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay