La manga larga

Cuando era joven solía preguntarme por qué mi madre siempre llevaba manga larga. No sé cuando me fijé en eso por primera vez, pero sí que recuerdo su respuesta cuando la interrogué:

—Manías mías, Libertad.

Quizá el tema hubiera quedado ahí de no ser porque, antes de contestarme, hizo una pausa y me miró de una forma extraña. Sus ojos estaban fijos en los míos, pero era como si me atravesaran, como si yo me hubiera vuelto invisible y mamá estuviera viendo algo, otra cosa, no sé qué. Fueron apenas unos segundos, pero el momento duró lo suficiente como para intrigarme. Lo hablé con mi hermano Justo y también él fracasó al tratar de averiguar el motivo. Como a los dos nos podía la curiosidad, le preguntamos a papá un día y su respuesta fue decirnos que le preguntáramos a ella.

—Ya lo hemos hecho, papá —explicó Justo—. Y dice que es solo una manía suya.

—Pues si vuestra madre dice eso, eso será.

Miré a Justo, y él a mí. Papá también había tardado unos segundos de más en contestarnos, pero, lo mismo que mamá, se limitó a repetir su respuesta. Nos dedicamos entonces a analizar álbumes de fotos y en todos aparecía mamá con ropa de manga larga. Había instantáneas de los abuelos paternos, de papá cuando niño, de tíos y primos, pero mamá solo aparecía cuando ya era novia de papá. Antes de eso era como si no existiera. Aquello espoleó nuestra curiosidad todavía más, y volvimos a la carga con las preguntas.

—Papá —le dije un día—, ¿por qué no hay fotos de mamá cuando era chica?

—Es que parece que fue una niña invisible —añadió Justo—. ¿Qué pasa? ¿Es que no tuvo vida hasta que te conoció?

—¡Qué dices! —Papá le revolvió el pelo y sonrió con la mirada perdida—. Claro que tuvo vida, hijo, todos la tenemos. Es verdad que llegó al pueblo dos años antes de que nos casáramos y no era muy habladora. Pero no hacía falta que dijera nada, era muy delgada, muy guapa, siempre tan callada… Y trabajadora como la que más. El hombre más rico del pueblo, un militar guapetón, que hacía suspirar a todas las mozas, le tiró los tejos casi desde el principio y nadie, ni siquiera yo mismo, sé por qué al final se casó conmigo, un agricultor del montón.

—¿Y tú no le preguntaste nunca por qué te eligió? ¿O por qué nunca se pone manga corta? —Yo no me imaginaba a mi madre de joven. A mi padre sí, pero a ella me costaba trabajo representármela.

—Claro, Libertad. No creas, lo hice cuando ya estaba embarazada de ti y a punto de dar a luz. Hasta entonces no me atreví, me parecía un milagro. ¿Y sabes qué me contestó? —Papá se echó a reír—. Que me quería, que éramos felices, y que eso era todo lo que hacía falta saber. Y lo de las mangas… —Papá vaciló un poco y la risa se le convirtió en una media sonrisa—: Ya lo ha dicho ella. Manías suyas.

El tema de las mangas largas de mamá terminó por perder interés para Justo y para mí. La vida siguió, yo terminé la escuela primaria. Papá montó un vivero de aguacates que iba muy bien, y quiso matricularme en el elitista colegio de las monjas. A mí me entusiasmaba la idea, allí las alumnas llevaban unos uniformes preciosos, con faldas de cuadros rojos y grises y unos jerséis azules monísimos, pero mamá dijo que no y fue inflexible pese a mis ruegos y lloros. Traté de convencerla hablándole de las actividades extraescolares, y me dijo que yo podía hacer lo mismo sin tener que ir a ese colegio. Cumplió su palabra, no me faltaron clases de baile, de equitación y de música; tuve todo lo que quise.

También Justo se apuntó a lo que le apeteció. Mis padres nos negaron muy pocos caprichos. El mío del colegio fue uno de ellos. Y, cuando Justo dijo que quería hacer la primera comunión vestido de almirante, tropezó también con una negativa rotunda de mamá. No sé cómo logró convencerlo, imagino que lo sobornaría con algún regalo, pero al final mi hermano consintió en hacerla con un traje de chaqueta.

Cuando yo estaba a punto de empezar la universidad, mamá enfermó. Pasé el verano cuidando de ella, me obligué a maquillarme con una sonrisa cada vez que entraba en su cuarto porque sabía que, pese a los terribles dolores que tenía, siempre me recibía sin una sola queja.  Al acercarse el final, me pidió que, para enterrarla, le pusiéramos cualquier traje de calle, de manga larga. Le dije que sí, y antes de que pudiera preguntarle por qué, me sonrió y me guiñó un ojo:

—Ya sabes, Libertad. Manías mías.

El cáncer se la llevó demasiado pronto. Quise lavarla y prepararla yo, y al descubrir su brazo derecho tuve la sensación de que una garra apretaba mi garganta. Una serie de números tatuados ocupaban casi toda su longitud.

Al día siguiente vi a papá quemando algo en la chimenea. Me acerqué a él, pero no notó mi presencia. Miré por encima de su hombro y vi retorcerse varias fotos en blanco y negro. En algunas se veían al fondo unos hornos gigantescos y, en primer plano, militares rubios de pelo cortado al cepillo y uniformes impecables. Y en otra alcancé a ver un amasijo de sombras borrosas por mis lágrimas. Me sequé los ojos con el dorso de la mano y, desde las llamas, vi convertirse en cenizas a un rebaño de esqueletos, vestidos todos con harapos de un sucio color gris. Me acaricié los antebrazos desnudos, mi piel sin ninguna historia escrita, di la vuelta y salí sin hacer ruido dejando a solas a mi padre para que terminara de despedirse de su amor.

Adela Castañón

Imagen: un-perfekt en Pixabay

8 comentarios en “La manga larga

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