Lo veo todos los domingos en el segundo banco del parque que hay frente a nuestro bloque, cuando abro la ventana de mi dormitorio para que ventile y lo espío escondida detrás del visillo. Vivo en un segundo piso, y lo único que se interpone entre él y yo es el aire. Un aire espeso y húmedo en el que flotan el olor de mi deseo y un silencio que asciende desde el banco hasta mi dormitorio y retumba en mis oídos como un trueno.
Se mudó a mi edificio hace dos meses. Los cotilleos de la portera, por una vez, en lugar de molestarme me alimentan. Carmela me ha dado todo lujo de detalles: que vive solo, que teletrabaja en casa, que se ocupa de todo porque no va ninguna mujer a limpiar, que debe de hacer la compra por internet porque se la traen a domicilio, que apenas recibe cartas, solo alguna del banco y poco más.
Y que hace tres meses que su único hijo, de la edad del mío, murió atropellado.
Era un chiquillo precioso, me dijo Carmela, un sol de niño. Listo, cariñoso, guapo. El niño que cualquiera querría tener. Dijo eso último mientras miraba con pena a Ángel, con su manita aferrada a la mía, y me di prisa en despedirme. No soporto su compasión, ni la de nadie. Llevé a mi niño al colegio y me quedé en la puerta hasta que lo vi entrar en su aula de educación especial. Sonreí orgullosa, aunque nadie me veía. El año pasado tenía que acompañarlo hasta la clase y dejarle a la monitora un par de pañales. Ahora los pañales son historia y él es capaz de recorrer solo esos pocos metros de pasillo que hace unos meses debían de parecerle el Everest como poco.
Podría poner el reloj en hora con las rutinas de mi vecino. Todos sus días son iguales. Cuando Carmela me contó lo del niño me alegré de que tengamos horarios distintos. Un pudor extraño, al que no le encuentro explicación, hace que me alegre de que Ángel y yo no nos crucemos con él. Algo me dice que miraría a mi niño con envidia, en vez de con pena, por el simple hecho de que está vivo. No sé de dónde he sacado ese pensamiento tan absurdo. ¿Del modo en que se hunden sus hombros cuando se sienta en el banco del parque? ¿De su quietud de estatua durante los veinte minutos que está allí, sin moverse?
¿Cómo sería su hijo? ¿Cómo será estar sin su hijo?
Junto a su banco hay un rosal. Mañana me acercaré cuando él no esté, para ver si las rosas tienen aroma. O quizá no, porque, si lo tienen, será a corona fúnebre. ¿Cómo olerá ese hombre? ¿Quedará en el banco algún resto de su olor?
Cada vez que lo espío me doy de bruces con la realidad. Con la suya y con la mía. No sé en qué momento exacto entendí, de golpe, que mi vida que ahora encuentro tan llena no fue, en el pasado, el agujero negro que yo creía que era. Y me arrepiento por haberme sentido estafada por la vida al principio, cuando me di cuenta de que mi niño era mi niño y no lo era. Cuando nadie me entendía. Cuando estábamos solos, tan solos, Ángel y yo, y nadie más. Cuando me tocó vivir mi soledad con su única compañía.
Ahora yo tengo un hijo y él no. Sentir eso me escuece, como debió escocer la hiel en la garganta del crucificado. Lo mío no era vacío, nunca lo fue. Lo del hombre del banco es un grito absoluto ante la nada, una nada espantosa.
La vida, como un buen maitre de hotel, me dejó elegir menú. ¡Cómo pude pensar que con Ángel me había robado opciones! A él sí que le ha robado.
Alcanzo a ver una tira de piel entre el cuello de su abrigo y donde termina el pelo, y me rozo la frente con la mano. Me acaloro. Los labios se me secan. Paso la lengua por ellos y se me pone el vello de los brazos de punta. Es como si no fuera mi lengua, como si fuera la de otra persona. Como si fuera la suya. Siento un ligero mareo y me doy cuenta de que estoy respirando demasiado deprisa.
Quiero tocar esos centímetros de piel. Pasar por ellos la yema de mis dedos. Decirle que abra los ojos, aunque tenga los párpados cerrados, y mire hacia adelante. Convencerlo de que habrá un momento en que podrá dejar de manotear en el mar, de pelear con las olas. Que podrá salir a flote. Que ahogarse no es la única opción.
Quiero que suba a bordo de mi barca, de esa barca donde Ángel y yo, grumete y timonel, somos los únicos tripulantes.
Quiero hablarle, que sus ojos me miren, que me contemplen como hacen a diario los míos cuando lo veo en el banco del parque. Quiero que me acaricie. Dejar de ser solo “la madre de” para volver a ser yo misma, una mujer. Explicarle que él siempre será padre, aunque su hijo no esté. Que sigue vivo.
¡Tiene tanto en común ese hombre con mi Ángel! Creo que sus brazos han olvidado cómo abrazar, que su boca, hecha de dientes mudos, no recuerda cómo decir “te quiero”. Y a mi memoria vuelve, como un volcán, el recuerdo de algo que alguna vez sentí y que había olvidado. Las piernas se me aflojan. En mi vientre ruge un mar embravecido.
Quiero quererlo. Que me quiera. Acostarme con él. Despertarme con él cada mañana. Y lo único que se interpone entre él y yo es ese aire espeso y húmedo hecho de su silencio y mi deseo.
Sigo mirándolo. Entreabro mi bata y me acaricio el cuerpo. Hay fuego en mis dedos. Y el aire que se cuela por los visillos aviva las llamas.
Adela Castañón
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