Ni un pelo de tonto

Andrés abrió y cerró los ojos. Intentó refugiarse en la consoladora idea de que todo era un sueño. Tragó saliva y los abrió de nuevo. Su peor pesadilla se había hecho realidad: su peluca había desaparecido.

En su estómago nació un gemido que se ahogó antes de alcanzar la garganta. Cogió con las dos manos el embozo de la sábana y se cubrió la cabeza, tratando de usar la tela como sustituto de su tesoro capilar. Respiró hondo y se aferró a un último retazo de esperanza. Bajó la sábana hasta la nariz, y asomó los ojos por el borde. Entonces vio la ensaladera redonda, la que, puesta del revés, usaba todas las noches para acomodar la peluca. Le pareció que se reía de él con el brillo rutilante de su calva de porcelana. Levantó el cuello y miró por el suelo a sabiendas de que sería inútil. Dormía con la ventana cerrada, y siempre ponía todo el cuidado del mundo en dejar la peluca bien colocada.

¿Para qué querría alguien una peluca que llevaba con él casi cuarenta años? ¿Quién habría descubierto su secreto? El gemido mudo logró escapar por sus ojos dejando un rastro de sal que le escocía en las mejillas. Aquel accesorio había sido lo más duradero y estable de su vida. Desde que abandonó a su mujer y a su hijo, tan anodinos e insignificantes, nadie, absolutamente nadie, había descubierto su calvicie. O eso creía él. Sin su peluca, estaba desnudo frente al mundo.

Su mente se puso en marcha a toda velocidad. Tenía que pensar en algo para que los demás residentes del asilo de ancianos no descubrieran su secreto. Nadie debía ver su cráneo estéril, donde la única nota de color eran las manchas que le quedaron como recuerdo de la tiña. ¡Maldito gato! El bicho también le pegó la enfermedad a su hijo, pero eso nunca lo consoló. Al fin y al cabo, el gato era del crío. Y, aunque lo sacrificó cuando empezó a verle las calvas en la piel del lomo, ya fue tarde. Las cabezas del padre y del hijo quedaron igual de peladas cuando las costras tiñosas desaparecieron.

Andrés se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño como un cordero al matadero. Cerró los ojos, apretó el puño derecho y se golpeó el pómulo con todas sus fuerzas. Si no hubiera tenido la precaución de agarrarse al filo del lavabo, se habría caído de espaldas.

Respiró hondo y repitió el puñetazo. Satisfecho, comprobó que el ojo empezaba a cerrarse poco a poco y a cambiar de color. Se felicitó por ser tan hipocondríaco. En su armario tenía casi de todo. Cogió un rollo de venda y se envolvió la cabeza de forma metódica. Diría que se había caído de la cama y se había golpeado con el pico de la mesilla de noche. Eso le serviría de momento.

Para dar más credibilidad a su historia, llamó a la recepción del asilo y preguntó si el monitor de su planta podría acompañarlo al comedor a desayunar. Se justificó con la historia de la caída, y se sentó a esperar a Manuel.

Antes de cinco minutos llamaron a la puerta.

–¡Adelante! –dijo Andrés.

La hoja se abrió un poco y la cabeza de Manuel, con su eterna gorra gris, asomó por el hueco mientras preguntaba:

–¿Se puede pasar?

Andrés suspiró. Ese hombre no era más tonto porque no podía. ¿A qué venía preguntar eso, cuando ya le había dado permiso? Abrió la boca para soltar un exabrupto, pero recordó a tiempo que se suponía que había tenido un accidente. Se tragó su genio, y puso cara de doliente. No le resultó difícil porque parecía que tenía un volcán en erupción en el lado derecho de la cara.

Manuel era de edad indefinida. En ese mundo de ancianos, parecía un residente más. Su físico era como un retrato robot de cualquiera de ellos con un montón de años menos. Tenía una cara amorfa, sin ningún rasgo distintivo que le otorgara un poco de personalidad. De todos los monitores, era el más callado. No podía decirse de él nada malo. Ni tampoco nada bueno. Porque, sencillamente, pasaba desapercibido casi siempre, como si fuera invisible. Se movía sin hacer ruido, no tenía apenas cejas ni pelo, y jamás decía una palabra más alta que otra. En medio de tanto sonido a vejez, Manuel era la única nota monocorde.

El monitor no pareció extrañarse al ver el atípico tocado de Andrés. Se limitó a acercarle la bata y a ofrecerle el bastón antes de ir hasta la puerta, que mantuvo abierta para que el anciano saliera del cuarto.

Andrés, camino del comedor, empezó a temer que su camuflaje no fuera suficiente para ocultar la pérdida del pelo, que todos creían que era suyo. Pero pronto comprendió que ese día se iban a fijar poco en él. Faltaba la mitad de los comensales habituales de esa hora, y en el pasillo de la planta baja, donde había otra fila de dormitorios, se escuchaba bastante algarabía. El alboroto subió de tono cuando el timbre de la puerta empezó a repicar, y no paró hasta que el conserje abrió para dar paso a dos policías de uniforme.

De uno de los cuartos del pasillo salió la directora dando el brazo a María, la anciana de la tercera habitación, que parecía caminar con dificultad. Se llevaba la mano a la cabeza, completamente llena de rulos, mientras hablaba a toda velocidad. Las dos mujeres llegaron al comedor, donde acababan de entrar los policías. Durante un par de segundos, reinó el silencio. Y, de pronto, pareció que se desataban todas las furias del infierno. María descubrió a Andrés, con la venda en la cabeza, y paró de hablar, conteniendo la respiración.

–¡Dios mío!

María señaló a la cabeza de Andrés y los presentes volvieron la vista hacia el recién llegado. La anciana se llevó la mano al pecho, y empezó a gritar como loca:

–¡Ha tenido que ser él! ¡Seguro! ¡Ha sido él! ¡Valiente poca vergüenza!

Todo el mundo hablaba a la vez, y la mayoría de los presentes miraba a Andrés con fijeza. Volvió a temerse que la historia de la caída de la cama hiciera agua por alguna parte. Aun así, ¿por qué gritaba tanto la histérica esa? Entre el guirigay de voces, Andrés vio acercarse a los policías. Uno de ellos le pidió con amabilidad que lo acompañara al despacho de la directora. Empezó a sudar y a pensar que podía haber ocurrido algo peor que la pérdida de su peluca. Echó mano al bolsillo de la bata para coger su pañuelo y enjugarse la cara. Al sacarlo, un objeto cayó al suelo con un tintineo. De nuevo se hizo un silencio repentino. Uno de los policías se agachó, y cogió una pulsera de varias vueltas de brillantes y la sostuvo en la mano abierta. El otro policía tosió y cruzó una mirada de entendimiento con su compañero. Los dos volvieron la vista a Andrés. El que había recogido la pulsera, habló.

–Será mejor que se vista y nos acompañe a la comisaría, señor.

Los residentes del asilo recordarían durante muchos meses ese día repleto de sucesos que quebraron la monótona rutina diaria. María fue durante unas semanas protagonista absoluta relatando su aventura a todo el que la quisiera escuchar. Había oído ruidos en su habitación, y a la escasa luz de la luna que entraba por la ventana había visto una silueta escarbando en su joyero. De joven era una moza valiente, y la edad no le había restado valor, así que se había tirado de la cama para darle un bastonazo al asaltante. Y cuando el ladrón intentó huir, ella lo agarró por los pelos… para encontrarse de pronto con que lo único que su mano sostenía era una peluca.

Andrés mantuvo su inocencia delante de todos, pero en sus momentos de mayor debilidad se preguntaba si no habría sufrido un ataque de sonambulismo.

Manuel aprovechó su día libre para ir, como siempre, al cementerio. Llevaba su mochila colgada del hombro derecho, porque el izquierdo todavía le dolía del bastonazo. Llegó hasta donde se encontraba la tumba de su madre y sacó del bolsillo una foto color sepia. En la imagen, una mujer y un niño posaban junto a un Andrés con sombrero y con cuarenta años menos. Manuel rompió la foto en pedacitos y se agachó para besar la lápida donde estaba grabado el nombre de su madre.

Un gato que solía merodear por el cementerio se acercó confiado y se restregó contra las perneras del pantalón de Manuel. El hombre sacó una lata de comida para gatos, y la dejó abierta a los pies de la tumba de su madre mientras veía al minino relamerse. Le recordaba mucho a su gato de niño. Incluso en las calvas de la piel del lomo. Pero ya le daba igual, porque la tiña no podía robarle más pelo. Y a este gatito no lo iba a matar nadie. Manuel le acarició la cabeza, se quitó del pantalón una brizna de hierba y se puso en pie. Antes de marcharse, sonrió y habló a la lápida.

–Descansa en paz, mamá. El cabrón ya lo ha pagado.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

Las primeras mujeres de la Cruz Roja de Zaragoza: Señoras de.

A Consuelo Peláez Sanmartín, de cuya mano recorrí los archivos de la Cruz Roja, y a Gloria Álvarez Roche, que me acompañó en los primeros pasos de este recorrido.

Una mañana de mediados de febrero de 1871, sobre las seis, se encienden las primeras velas del salón de doña Paula Orué, condesa de Montenegrón. Poco a poco van llegando las señoras de la Cruz Roja. Se sientan en las sillas, como todos los días, y comienzan con la sesión de costura.

Toda la estancia está llena de cajones con hilas, vendajes, lienzos, camisas, mantas y abrigos.

En una esquina Amalia Corso, la secretaria, cuenta y vuelve a contar el dinero de los donativos y colectas y piensa en voz alta:

—Es muy poco. Con esto no tenemos ni para empezar.

Mientras todas se afanan en la confección de hilas, se oye la voz de doña Paula:

—Ayer, como todas las semanas desde hace tres meses, enviamos cuatro cajones llenos de hilas y otros menesteres al Ejército del Norte, pero cada herido necesita hilas durante semanas, meses o años. Nuestros esfuerzos se pierden como una gota en el océano. Nos faltan manos.

rayaaaaa

Escasas noticias sobre las primeras mujeres de la Cruz Roja de Zaragoza

El seis de diciembre de 1870 se fundó la Asamblea de Zaragoza. Ese mismo año se creó la Sección de Señoras y doña Paula Orué y Bajos, I condesa de Montenegrón fue su presidenta. Nació como ayuda y complemento a la Sección de Caballeros. Como no tenían un boletín propio, solo conocemos algunos nombres, y no todos, mezclados con los de los socios, en las listas que publicaba La caridad en la guerra, la revista oficial de la Cruz Roja.

Además, en las Memorias de los Caballeros se contaban algunas andanzas de las damas. La prensa recogía las actuaciones de carácter extraordinario.

Desde el año 1874, La voz de la caridad, propiedad de Concepción Arenal, Secretaria General de la Cruz Roja, fue el órgano oficial de la Sección de Señoras de Madrid. Y allí fueron apareciendo noticias de las socias de las provincias.

Recuperar la memoria de estas mujeres no es fácil, porque a la escasez de documentos, tenemos que añadir lo difícil que es identificar a unas mujeres que siempre aparecen como “señoras de”. Y resulta paradójico que unas damas, que tanto brillaron en su tiempo, se quedaran en el anonimato, sepultadas bajo el apellido de unos maridos aristócratas y burgueses. En muchos casos, militares de alta graduación, médicos y farmacéuticos.

En los primeros momentos resultó clave la figura de Concepción Arenal (1820-1893), que diseñó el funcionamiento de los hospitales, en los que otorgaba un gran protagonismo a la Sección de Señoras.

Esta defensora de los heridos en las campañas, de los presos y de los pobres, animó a las mujeres a participar en la nueva institución. En La mujer del porvenir (1869), las alentaba a salir de sus casas, a ser útiles en la sociedad, educando a otras mujeres y atendiendo a los pobres. Y criticaba a las que se limitaban a los trabajos domésticos.

Los primeros nombres

He rescatado un puñado, pero estoy segura de que hubo más y de que alguien, con mayor tesón que el mío, o si el azar lo acompaña, podrá ampliarnos esta lista y aportar más datos a las biografías.

En junio de 1872, en La caridad en la guerra, aparecía la primera mujer de la Asamblea de Zaragoza: Ramona Lausín Cortés.

En marzo de 1873, entre los socios de número figuraban siete:

Excma. Señora Paula Orué de García, condesa de Montenegrón, presidenta y Vicenta Corso de Moreno, secretaria. Y además: Luisa García de Valero, Amalia Corso de Ortiz, Josefa Cartié de Villarroya, Martina Mur de Pérez y Manuela Ibáñez de Ríos.

En 1876, La caridad en la guerra añadía bastantes más. A continuación copio la lista en el orden que aparecía y respeto las erratas.

Silvestra Lascar (sic) de Marín, Mercedes San Juan de Fernández, Amada Jordán de Lisa, Presentación Abad de Heredia, Melitona de los Ríos Sánchez, Josefa Abad de Díez(sic), Justa Lisa de Santiago, Juana Aguirre de Coneja, Narcisa de Gorrochaves (sic), Pilar Lloscos (sic) de Cañizal, Marquesa viuda de Villafranca de Ebro, Teresa Moreno de Bueno, Ramona Oyarri (sic)de Iriarte, Teresa Lassala de Aberlí (sic), Condesa de Parcen (sic), Prisca San Martín, Concepción Biesa de García, Francisca Luzas de Valero, Marta Sanz de Ruiz, Dolores Ligre viuda de Escarraga (sic), Josefa Cartier de Villarroyo (sic).

¿Sabemos quién se ocultaba detrás de estos nombres?

Con estas listas confeccionadas de oído y llenas de errores y erratas, he intentado recuperar los dos apellidos y algún dato de sus biografías o de las de sus maridos. En muchos casos ni he llegado a documentarlos a ellos. Por lo tanto, tampoco a sus mujeres.

Era muy habitual que se inscribieran juntas madres e hijas, como Paula Orúe y su hija Luisa García. Amada Jordán de Lisa y su hija Justa Lisa de Santiago. Hermanas como las Corso o las Abad. Primas como Josefa Cartié y Teresa Lassalle Cartié. O amigas unidas por los mismos intereses, como las mujeres de los que habían participado en el pronunciamiento carlista de 1860 con el general Jaime Ortega Olleta.

Abbad de Orteu de Heredia, Presentación. (Estadilla, Huesca, 1826-¿?) Era hija de Teótimo Abbad y Escudero, IV barón de Torre de Arias, y de Josefa de Orteu y Altemir.

En 1846, se casó con Salvador Heredia y Godino, coronel, señor de La Penilla, natural de Graus. Vivieron en Estadilla, en la llamada casa Heredia. Tuvieron seis hijos, Vicente, Teótimo, militar y pintor, Salvador, Josefa, Concepción y Pilar. En 1868 se quedó viuda y por el testamento de su marido conocemos su gran patrimonio y el gran poder político social de esta familia.

Abbad de Orteu de Torrecilla, Josefa. (Estadilla, Huesca, 1835-Zaragoza, 1900). Entró en la Cruz Roja con su hermana Presentación. Se casó en primeras nupcias con Ángel Díaz Blanch, un viudo, propietario y vecino de Zaragoza que falleció en 1869. Josefa se volvió a casar con Antonio Torrecilla de Robles Burrero y no tuvieron descendencia.

Aguirre Goneaga de Coneja, Juana. Era la mujer del general Bernardo Coneja, destinado en Zaragoza.

En 1878 el general Coneja y don Serapio de Pedro y Heredia dispararon los cañones cuando Alfonso XII presenció las maniobras militares del campo de San Gregorio de Zaragoza. En 1896, le concedieron una pensión a su viuda, Juana Aguirre Goenaga.

Biesa de García, Concepción.

Cartié de Villarroya, Josefa. (1824-1887). Estaba casada con Juan Francisco Villarroya Millán (1807-1878), empresario zaragozano procedente de Pitarque, sobrino de Gaspar Villarroya. Estos dos Villarroya se convirtieron en la primera generación de una de las familias más influyentes en la vida zaragozana de la segunda mitad del siglo XIX.

Los descendientes de estos dos primeros Villarroya emparentaron con los de su socio, Tomás Castellano Sanz, y crearon una tupida red de parentescos. Las mujeres de esta familia, es decir, las Castellano, las Villarroya y las Sorogoyen ocuparon puestos importantes en la Cruz Roja hasta después de la Guerra Civil.En 1904 era socia Cecilia Casas, casada con Francisco Villarroya Cartié, presidente de la Cruz Roja. En 1919 María Jesús Sorogoyen Castellano fue secretaria de la Junta de Damas. Y en 1923 era presidenta la marquesa del Jaral, casada con Tomás Castellano Echenique.

Corso Sulikowski de Ortiz, Amalia. Amalia y Vicenta eran hermanas de los militares Alejo, Genaro y José María Corso Sulikowski. Los hermanos Corso Sulikowski, de Cariñena, estaban emparentados por línea materna con Tadeo Sulikowski, que en 1836 era un coronel defensor de la causa carlista.

Corso Sulikowski de Moreno, Vicenta. Primera secretaria de la Sección de Señoras de la Asamblea de Zaragoza.

SSMM han recibido en audiencia privada a la señora doña Vicenta Corso, esposa de don Antonio Moreno, ayudante del ex general Ortega y actualmente preso en Tortosa. La desolada señora fue a pedir por la vida de su esposo en caso de serle impuesta la última pena. (La Iberia, Madrid, 18/04/1860).

En 1860, detuvieron en Calanda al exgeneral Jaime Ortega Olleta, al magistrado don Tomás Ortega, a don Antonio Moreno y a don Francisco Cavero, el hijo de los condes de Sobradiel, por su participación en la conspiración carlista de San Carlos de la Rápita, conocida como la Ortegada. De Calanda los llevaron presos al castillo de Alcañiz y después a la cárcel de Tortosa.

García de Valero, Eugenia Luisa, II condesa de Montenegrón. (¿? Zaragoza-Zaragoza, 1899). Era hija de Paula Orué y Luis García. A su vez, su hija Rosario Valero y García heredó el título y fue la III condesa de Montenegrón. En lo sucesivo el condado siguió la línea masculina.

Luisa se casó con Ángel Valero de Bernabé y Algora (Épila, 1830-Madrid, 1897), de una de las familias nobles de Aragón. Con este matrimonio pasó a ser conde Montenegrón y se relacionó con lo más exquisito de la sociedad aragonesa. En 1873, él y su mujer se hicieron socios de la Cruz Roja.

En 1888 Luisa García de Valero asistió con un vestido de raso blanco al té que los señores Castellano ofrecieron en su casa con motivo del viaje de Cánovas del Castillo a Zaragoza. (Cfr. La época, 22/10/1888).

Rosario Valero de Bernbé y García

Rosario Valero de Bernabé, III Condesa de Montengegrón Rev. Actualidades, 19/10/1902. Foto: J. Aguado

En la cabecera de la esquela de Ángel Valero figuraba una larga lista de títulos: conde de Montenegrón, senador vitalicio, gentilhombre de cámara de SM con ejercicio, caballero de gran cruz de Isabel la Católica, maestrante de Zaragoza, exdiputado a cortes, expresidente de la Diputación Provincial de Zaragoza, exdirector de la Sociedad Económica de Amigos del País de Zaragoza, licenciado en derecho.

Conocemos bien las biografías de los varones consortes de las condesas de Montenegrón, pero sabemos muy poco de ellas, cuyas vidas se quedaron en la sombra de sus maridos.

Gorrochaves, Narcisa de o Gon Dollonder, Narcisa.Puede haber una errata en el nombre. “Se ha concedido la pensión de viudedad a doña Narcisa Gon Dollonder”. (El Correo Militar, 02/01/1892). Es la única Narcisa que aparece en las pensiones militares de esos años.

Ibáñez de Rios, Manuela. Era la mujer de Ramón Ríos y Blanco (Benabarre, Huesca, 1834-Zaragoza, 1897), el fundador, en 1854, de la Farmacia Central de Aragón, con sede en el Coso número 33. Fue una de las primeras farmacias centrales de España. En la década de los 70, Ramón Ríos impartió clases a Santiago Ramón y Cajal.

Jordán y López de Lisa, Amada. (Zaragoza, ¿?-1883). Estuvo casada con Gregorio Lisa Balduque. Fueron padres de Jacinta Lisa y Jordán, fallecida en 1889 y Justa Lisa y Jordán de Santiago, que entró en la Cruz Roja con su madre.

Lascar (sic) de Marín, Silvestra.

Lassalle Cartié de Averly, Matilde (¿?-Zaragoza, 1903). Era la mujer de Antonio Averly Francón (Lyon, Francia, 1831-1910) un ingeniero civil y famoso industrial aragonés, procedente de una saga de empresarios de Lyon y tuvieron dos hijas: Ana que se casó con el marqués de Morella, hermano del duque de Espartero, y Luisa con el IV duque de la Victoria.

Desde su establecimiento en Zaragoza se relacionó con los empresarios aragoneses y con las instituciones económicas. Se preocupó por mantener una presencia activa en la Cámara de Comercio y en los casinos. Las construcciones metálicas decorativas le sirvieron para afianzar su prestigio y para relacionarlo con el mundo de los artistas.

Lausín Cortés, Ramona. (Puebla de Híjar, 1832-Escatrón, 1891). Era hija de Matilde Cortés (1808-1835) y Mariano Lausín García (Zaragoza, 1806-Ricla, 1866), administrador del ducado de Híjar  y secretario de Ricla. En 1872:

Se nombró socia de mérito y delegada a la señora doña Ramona Lausín y Cortés para formar en ese punto de la provincia de Zaragoza una Subcomisión de Señoras de la Caridad. (La Caridad en la Guerra, julio, 1872).

Ramona se casó con Inocencio Díaz natural de Alcañiz, de quien se divorció en 1862. Después vivió con Luis Olazo. En 1866 ya residía en Escatrón. No tuvo descendencia. En 1883 otorgó testamento ante el notario de Sástago don Pantalión Loctal.

Ligre, viuda de Escárraga, Dolores.

En el padrón de 1892, figuraban Mariano y Tomás Escárraga Galindo, que podrían ser sus cuñados.

Lisa Jordán de Santiago, Justa. (Zaragoza, ¿?-Ídem. 1917). Entró en la Cruz Roja con su madre, Amada Jordán. Se casó con un militar, probablemente con Leonardo de Santiago y Moreno, entonces destinado en Zaragoza. Esto me lo sugiere el apellido Moreno, que la emparentaba con Teresa Moreno de Bueno y con Amalia Corso de Moreno.

Loscos Atué de Cañizal, Pilar. (Zaragoza, ¿?-Ídem, 1880). Era una dama de la burguesía adinerada de Zaragoza. Su madre, María Atué, viuda de Loscos, figuraba entre los compradores más importantes de grano y paja de la ciudad. Pilar se casó con Francisco Cañizal Olavaria ( -1872), un brigadier que luchó en Cuba, a quien debían su nombre los Tercios de Cañizal. Su hermana, Teresa Olavaria de Orué, era pariente de Paula Orué,

Luzas Montfort de Valero, Francisca. Era hija de Pantaleón Luzás de Forton (Albelda, 1804-¿?), un abogado de Fraga que llegó a ocupar altos puestos políticos, y de Francisca Montfort Barber, del noble abolengo fragatino. Se casó con Francisco Valero de Bernabé, militar. Por lo tanto, Pilar Luzas era cuñada de la II condesa de Montenegrón,

Moreno de Bueno, Teresa. Hermana de Antonio Moreno, el ayudante de Ortega, y cuñada de Vicenta Corso.

Mur de Pérez, Martina. No he encontrado ninguna noticia que hable de ella. Pero sí de sus dos hijas, Pilar Pérez Mur (Zaragoza, 1870-1886), que falleció a los dieciséis años, y de Fermina Pérez Mur, que se casó con el periodista Juan Sancho y Serrano, redactor del Diario de Zaragoza.

Orué y Bajos, Paula, I condesa de Montenegrón. (Vitoria, 1802–1880). Era hija de Bernabé Orué y de Juliana Bajos. Fue la primera presidenta de la Sección de Señoras de Cruz Roja de Zaragoza y se rodeó de damas de su círculo familiar y social.

Desde 1861, perteneció a la Orden de Damas Nobles de la Reina María Luisa. Estuvo casada con José de Goicoechea, intendente del ejército de Castilla y teniente coronel en Valencia, que luchó en la Primera Guerra Carlista.

Cuando se quedó viuda se casó con Luis García y Miguel de la Calle (El Ferrol, 1802-Barcelona, 1863), que también participó en la Primera Guerra Carlista. Además fue Capitán General de Aragón y Jefe de Estado Mayor del Ejército en África.

En una necrológica que publicó la prensa nacional, se decía que el señor García Miguel había sido enterrado en Épila en el panteón de la familia Valero, que dejaba una hija y que estaba casado con una señora vascongada, digna por sus virtudes, finura y amabilidad de tan excelente compañero. (La España, La Época, El Lloyd Español, La Correspondencia de España).

Desfile de los cuerpos militares

Desfile de los cuerpos del ejército de África por delante de SS. MM. Entre otros Luis García Miguel, firmante de la Paz de Tetuán. Grabado: El Mundo Militar, 1860. Hemeroteca BNE

 

En 1963 Paula Orué recibió el título de I condesa de Montenegrón, por la hazaña militar de su marido que forzó el paso de Monte Negrón después de la batalla de Castillejos (1860). Además había sido uno de los firmantes de la Paz de Tetuán. Los caballeros de la Orden de San Juan de Jerusalén, encargados de fundar la Cruz Roja en Zaragoza, le regalaron, “al general negociador” una corona de plata que llevaba los símbolos de la victoria y de la paz. Dada la controversia que suscitó la Primera Guerra de África, este título fue alabado por unos y muy criticado por otros.

En 1874, en el curso de la Tercera Guerra Carlista, la condesa de Montenegrón acudió a una entrevista con Sagasta para solicitar el canje de prisioneros en las Guerras Carlistas. Entre todas las presidentas de España llevaban más de dos mil firmas que las respaldaban. (La Correspondencia de España, 21/12/1874, y La Discusión, 30/12/1874).

Oyarvide de Iriarte, Nicolasa Ramona Fernanda de. (San Nicolás de Burguete, Navarra, 1866-1880). Fue la segunda mujer del brigadier carlista Remigio Iriarte Ugalde (Pamplona, 1820-1888), que en primeras nupcias había estado casado con su hermana María. Remigio era hijo de Martina Ugalde y de León Iriarte, un coronel isabelino que se pasó al bando carlista y que 1837 fue fusilado en la ciudadela de Pamplona por el general Espartero.

Su hijo, Ciriaco Iriarte Oyarvide ocupó importantes cargos militares, sobre todo en la la dictadura de Primo de Rivera. Su hija Rafaela Iriarte Oyarvide se casó con Santiago Díaz de Ceballos.

Parcent, Condesa de. Peregrina Juana Cortés y Valero (Valencia 1822-Ávila, 1891), fue la segunda mujer José de la Cerda y Gand (1817-1870), octavo conde de Parcent, grande de España. Estaba emparentado con la casa de Medinaceli, con los condes de Bureta y con los Palafox.

Peregrina Juana brilló en las relaciones sociales. En su palacio se hospedaron los reyes y el obispo de Ávila, Fue madre de tres hijos: Luis, conde de Ribagorza y de Gurrea, Juan, vizconde de Gand, y Constantina Inocencia, marquesa de Fuente el Sol.

Prisca San Martín. Pudo ser la mujer del conservador Gregorio San Marín.

Ríos Sánchez, Melitona de los. En 1912 aparecía su nombre en una lista de suscriptores para pagar la bandera del Acorazado España. El uso de los dos apellidos nos hace suponer que en esa fecha estaba soltera. En 1860 Fernando de los Ríos Acuña, sobrino de Antonio Ríos Rosas, era gobernador civil de Zaragoza.

San Juan de Fernández, Mercedes.

Sanz de Ruiz, Marta.

Villafranca de Ebro, Marquesa viuda de. En la Guía Oficial de España de 1876, figuraba como marqués de Villafranca de Ebro, Francisco Lorieri e Iñiguez. Su mujer pudo ser una Latorre, de la familia de los Montemuzo.

Primeras mesas petitorias

Una de las primeras mesas petitorias de la Cruz Roja. La Ilustración Española y Americana. Madrid, 01/05/1873.

Para terminar

No deja de sorprenderme que las primeras mujeres de una institución tan solidaria fueran de alta cuna, procedieran de un núcleo restringido y pertenecieran a una clase social de ideas conservadoras. Estas primeras damas estaban muy unidas entre ellas por una tupida red de parentescos y de cercanía social. En su ambiente no tenían cabida las mujeres de la clase media ni las trabajadoras.

Estas señoras aristocráticas y mujeres de militares de alta graduación entendieron la caridad como una actividad apropiada para su alcurnia y como una prolongación de sus prácticas religiosas. Además era un medio para relacionarse con las de su clase e incluso para su lucimiento personal.

Estas socias de mérito estuvieron muy activas en la retaguardia de la Tercera Guerra Carlista. No fueron al frente de batalla ni participaron en las tareas hospitalarias, pero su labor resultó decisiva en la organización de las primeras ambulancias, en el canje de prisioneros y en la solicitud de indultos. También consiguieron noticias de soldados desaparecidos y los pusieron en contacto con sus familias.

Me he propuesto rescatar sus nombres, porque asentaron las bases de lo que después fue el trabajo organizado de las mujeres en la Cruz Roja.

Desde unasposturas muy lejanas a las nuestras, abrieron el camino que lleva a tantas y tantas mujeres anónimas que entregaron, y siguen entregando, lo mejor de sus vidas al servicio de los demás. El voluntariado femenino comenzó con las que se dejaron la piel atendiendo heridos en los hospitales de campaña y continúa con las voluntarias que se la siguen dejando en los conflictos actuales.

Carmen Romeo Pemán

Imagen principal. Cruz Roja: señoras del club católico 1897 (Montevideo, Uruguay) image hosted on flickr

En la sala del tifus

De las fragolinas de mis ayeres

A don Valero de Arbigosta, el médico que consiguió una sala de aislamiento en la epidemia de tifus que se llevó a casi todos los fragolinos.

Antes de acostarse, doña Pascuala se pasó por la sala de los enfermos para ver si podía echar una mano a la que se encargaba de las noches. Quería ayudarla a sacar al sereno los baldes con la ropa sucia para que Máxima los tuviera preparados antes del canto del gallo y se los llevara a lavar al Arba.

El Ayuntamiento había aprovechado el desván del horno público como sala de aislamiento. Así no tenían que andar encendiendo fuegos y los humos no aumentaban el concierto de toses.

A esas alturas ya había muchas niñas afectadas. A doña Pascuala no le extrañaba que los piojos camparan a sus anchas. Sus alumnas no paraban de rascarse y, por mucho que les insistiera, no se cambiaban de ropa, incluso algunas dormían vestidas, amontonadas con toda su familia en unos camastros de paja que cambiaban de año en año.

—¡Escuchadme todas! —les decía en clase—. Es muy importante que os lavéis el cuerpo y la ropa. Y que vuestras madres limpien la casa y frieguen la vajilla con jabón.

Cada día una madre tenía que llevar un cántaro de agua a la escuela y doña Pascuala les obligaba a lavarse las manos en un barreño descascarillado que había colocado en la entrada. Luego las sentaba en la puerta que daba a la calle y les iba pasando una peineta para despiojarlas. Pero algunas familias protestaron al alcalde.

—Es que no se da cuenta que con esas cosas nos está llamando guarros a todos.

Esa tarde, al entrar en la sala, oyó llorar a una niña de seis años que llevaba dos días aislada. El médico saludó a la maestra desde el fondo y se acercó.

—Buenas noches, doña Pascuala. Usted siempre tan preocupada por sus chicas.

Antes de responderle, se le achicaron los ojos, se le hundió el hoyuelo y comenzó a temblarle la barbilla.

—Buenas, don Valero. Lo mismo le digo a usted con sus enfermos. Estas no son horas de pasar visita. A no ser que haya algún caso de extrema gravedad.

—No, no. Por lo menos por ahora. Hemos tenido suerte de que sean casos de tabardillo, y no de fiebres tifoideas, como los del año pasado.

—No entiendo bien la diferencia, la verdad.

—Pues si no le importa, la acompañaré hasta su casa, que están las calles como boca de lobo, y se la explicaré por el camino.

Doña Pascuala enrojeció tanto que parecía que sus mejillas se habían contagiado con las erupciones de los enfermos.

—Será un honor, don Valero. Pero no tiene que molestarse por mí. No tengo miedo a la oscuridad y me protejo bien para no contagiarme.

—Bueno, en cualquier caso, la acompañaré.

Esa noche doña Pascuala estuvo muy atorada. No se puso guantes ni encontró el balde de zinc para echar la ropa. Tampoco acertó a ponerles a sus alumnas los trapos mojados en agua fría para bajarles la fiebre. Cuando le tocó la frente a la más pequeña para ver cómo andaban sus calenturas, oyó que le decía en voz muy baja:

—Doña Pascuala, no se ponga tan colorada, que todos sabemos lo de usted y don Valero.

La maestra creyó que estaba delirando.

Carmen Romeo Pemán

Imagen principal. El Frago, el huerto de la Barbera: la mujer del barbero y practicante, ayudante de don Valero.  Foto de Chesus Asín.

Halcones nocturnos

Quedaron en un bar cochambroso junto a la autovía, el único sitio abierto un domingo invernal en un pueblo costero. Julián estaba en el coche decidiendo si debía entrar. Se preguntaba si aún tenía alguna oportunidad o si ya era demasiado tarde.

Se sentía tan cansado que empapó otro cigarro en ketamina. Llevaba despierto más de treinta y seis horas. Tenía el pelo sucio y despeinado, y los ojos tan secos que casi podía oír su propio pestañeo. No se había cambiado de ropa desde la noche anterior y apestaba a sudor. Le dolía la mandíbula de los espasmos del éxtasis. Había sido una buena noche y una mejor madrugada. Llegó a casa a las siete de la tarde, y entonces encendió el móvil y recordó su cita con Adriana.

En el interior del café, sentada ante una mesa de un material barato que imitaba la madera, Adriana intentaba no apoyar los brazos para evitar quedarse pegada. Daba vueltas a una cucharilla y sujetaba un libro del que no llegaba a pasar página. Estaba ensimismada, tanto como los halcones nocturnos de Hopper. ¿Aparecería esta vez? Y si no lo hacía, ¿tendría la desfachatez de darle alguna excusa? Hacía una hora, después de dejarla plantada y sin noticias, que le había dicho que se había dormido. Al cabo de un par de minutos se contradijo, todavía desorientado por lo último que se había metido.

Adriana no podía creer lo que estaba viviendo otra vez. ¿En qué momento había vuelto a drogarse? Hacía justo un año habían tenido una conversación sobre aquel tema. Ella le dio un ultimátum y él le prometió que se mantendría limpio. Adriana quiso creerlo.

Julián se encendió otro cigarrillo. La droga le amargaba la garganta. Se preguntaba por qué le costaba tanto desengancharse si le había resultado tan fácil dejar otras cosas. Recordaba el día que su padre se enteró de que había abandonado el atletismo. Fue después de varios meses de simular que seguía yendo a entrenar. Su padre lo sentó en el salón y sin poder mirarlo a la cara, le dijo que sabía que no lo habían admitido en el equipo olímpico y que desde entonces no estaba entrenando. No quiso escuchar ninguna justificación, ni siquiera cuando Julián intentó explicarle el daño que ese fracaso le estaba causando. No solo en el deporte, sino también en su autoestima.

—Nunca pensé que un hijo mío me avergonzaría tanto —dijo.

Empezó a consumir poco después para intentar borrar esa frase de su mente. Pero la decepción de su padre lo acompañaba todo el tiempo, también cuando se acostaba con alguna chica de la que nunca recordaría el nombre. Cada vez que quedaba con su camello podía ver el dolor en la cara de su padre.

Hasta que conoció a Adriana y el orden, lentamente y con esfuerzo, volvió a su vida. Ya salían juntos cuando ella se enteró de que él consumía y, cuando le confesó que quería dejarlo, ella le ayudó. Incluso perdió un semestre por apoyarlo. Cada vez que resistía la tentación sentía que, de alguna manera, estaba homenajeando a su novia hasta que, después de casi diez meses limpio, pensó que, por una vez, no iba a pasar nada.

El tintineo de la campana anunció la llegada de Julián. El dueño lo saludó con un movimiento de cabeza y volvió a la noble tarea de seguir ensuciando la barra con un trapo que en otros tiempos había sido blanco.

—Hola —dijo él.

Adriana dobló cuidadosamente la esquina de la hoja en la que se había quedado y acarició la página antes de cerrar el libro. Se levantó y, después de un breve amago que ilusionó a Julián, lo besó en la mejilla.

—Lo siento —dijo él.

—Yo también —contestó ella.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

Imagen de Nighthawks de Edward Hooper de Wikipedia

Añadir vida a los años

Está claro que el envejecimiento es un fenómeno predecible e inevitable que va en aumento. Pondré dos ejemplos, aunque existen miles. Los niños que nacieron en Brasil en 2015 han podido aspirar a vivir veinte años más que los que vinieron al mundo cincuenta años antes. Y, en Irán, la proporción de habitantes mayores de sesenta años pasará a uno de cada tres en lugar de uno de cada diez, que era la que había en 2015. Por eso vale la pena meditar un poquito sobre las implicaciones de envejecer en el siglo XXI.

La OMS define el envejecimiento activo como el proceso de optimización de las oportunidades de salud, participación y seguridad con el fin de mejorar la calidad de vida a medida que las personas envejecen. Es bueno aplicar el concepto de envejecimiento activo tanto a los individuos como a los grupos de población, porque nuestra sociedad actual ha ganado la batalla a la longevidad. Pero cada día que pasa nos vamos dando cuenta de que hace falta algo más que añadir años a la vida. Tenemos que actualizar nuestra percepción de la última etapa del ciclo vital. Hay que redescubrir a nuestros mayores y mirarlos con otros ojos. No como una carga para el sistema político, sanitario o social, sino como una población activa que todavía nos puede aportar y enriquecer con sus valores, que son muchos.

Tenemos que despojar a la palabra vejez del sentido peyorativo que se le ha dado en los tiempos modernos. Hay que volver la vista atrás, a la cultura clásica o nuestra historia más antigua y redefinir esa etapa de la vida. Envejecer no es un declive. O, al menos, no debería serlo. Me quedan pocos años para jubilarme y quizá por eso pienso ahora en esto mucho más que cuando era más joven, claro está. Iba a escribir “que cuando era joven”, pero la verdad es que me sigo sintiendo así, salvo por el pequeño detalle de la fecha de nacimiento impresa en mi D.N.I. Considero que me aproximo a una etapa de mi ciclo vital llena de oportunidades. Allí me está esperando la escritura, entre otras cosas. No siento que el final de mi vida laboral sea la puerta de entrada a un periodo de pérdidas o de decadencia. Más bien al contrario: tendré más tiempo libre para llevar a cabo proyectos que hasta ahora no he tenido ocasión de emprender.

El que fuera director del programa de la OMS “Envejecimiento y Ciclo de Vida” hasta 2008, Alexandre Kalache, en una de sus declaraciones decía: “la edad cronológica ha dejado de ser un instrumento útil para medir la vejez y tras la jubilación se tienen por delante fácilmente alrededor de treinta años de vida. No se puede pretender pasar esos años tejiendo”.

Coincido con esa afirmación porque no espero que mi vida después de jubilarme sea una cuesta abajo hacia una etapa de tercera categoría. En varios talleres de escritura he aprendido mucho sobre los estereotipos que definen a las personas con unos cuantos rasgos que no siempre son verdaderos. Me niego a dejar que me encasillen y a que encasillen a otras personas mayores en esa “tercera edad” estereotipada, ficticia y nada agradable.

Se trata de que no solo los avances tecnológicos añadan años a la vida, sino de que nosotros añadamos vida a esos años. Lo contrario sería un verdadero desperdicio. Y no es un objetivo demasiado difícil, o eso creo yo. Basta con tener metas, planes, deseos que alcanzar, y llevarlos a cabo con estrategias que están al alcance de todos: pasar tiempo con amigos, hacer ejercicio, mimar nuestro cuerpo… La lista podría ser mucho más extensa, pero cada persona debe realizar la suya con arreglo a sus gustos, preferencias y prioridades.

Yo ya tengo en el primer puesto de mi lista la escritura. Porque desde que empecé a hacer cursos y talleres, siento que rejuvenezco en cada cumpleaños. Quizá se lo debo a los jóvenes con los que me he relacionado, o a que dejé de pensar en futuro para empezar a hacer cosas en presente.

Es estimulante comprobar que me falta tiempo para estos proyectos prejubilares. Que vuelvo a estresarme porque no llego a una entrega de tarea de escritura, o se me echa encima el plazo para escribir un artículo. Entonces me pongo a teclear como una loca, que es justo lo que estoy haciendo. Por eso mismo tengo que terminar con un consejo para aquellos que están paralizados por el miedo y a los que no se les ocurren ideas: Para añadir vida a los años es importante crear grupos de relación, ya sean de escritura o de otros intereses. A mí me motiva mucho este blog, que tanta vidilla nos ha dado a sus creadoras. Aunque a veces haya que escribir contra reloj. Vale la pena.

Adela Castañón

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Imagen inicio: Pixabay. Imagen final: Pixabay

El jardín de Sofía

Oculto en el universo, crece un jardín de colores sobre un meteorito. Hace algunos años, después de una fuerte tormenta espacial, la vida surgió en una de estas rocas áridas. Muy cerca de la Luna gira alrededor de la Tierra, sumergido entre las estrellas.

Criaturas aladas y brillantes brotaron de su centro, junto a plantas exóticas, de hojas verdes alargadas, con bordes redondeados y flores granate. Crecieron bajo el amparo de una pequeña niña de cabello negro y ojos como el chocolate. Sofía llegó al jardín un 8 de marzo, día terrestre. Muy temprano, en la madrugada. A pocos días de que la tormenta espacial se desatara cerca de nuestro planeta.

La pequeña se aferró con fuerza a la roca y, después de girar y girar por semanas, un día se detuvo. Permaneció despierta por meses. Su canto opacó el silencio y le dio vida al jardín espacial.

El tiempo ha pasado silencioso. Los árboles y arbustos han crecido frondosos en el jardín. Hoy la pequeña Sofía continúa cuidándolo. Durante el día, juega con las criaturas, riega las plantas y corretea de un lado a otro persiguiendo a las luciérnagas de color purpura como su vestido. En la noche, camina hasta un extremo del jardín y recuesta sus manitas sobre una nebulosa. Con sus dedos le da algunas vueltas a la Tierra y busca a sus papitos y a su hermanita que a esa hora se preparan para ir a dormir.

Cuando los ve juntitos, acurrucaditos en la cama, tapados con la misma frazada, se une a las sonoras carcajadas que provocan las historias fantásticas de su hermanita Camila que, una vez más, hizo unas cuantas travesuras en el colegio.

Al llegar el momento de dormir, las luces se apagan en la habitación y todo queda en silencio. Sofía se cubre con un manto de flores y cierra los ojos. Las luciérnagas apagan las luces y se disipa el esplendor del jardín para entregarse a la noche.

En el mundo de los sueños Sofía se encuentra con sus papitos que la llenan de besos y caricias, y la acunan en sus brazos mientras cantan un arrullo para eclipsar su desvelo.

Sofía duerme en el calor de los brazos de su madre y cobijada por el amor de su padre. Le velan el sueño mientras le pasan los dedos entre el cabello negro azabache y contemplan con ternura la carita redondita de pómulos rosados que dibuja una tenue sonrisa.

Sofía extiende sus brazos para estirarse. Sacude el manto de flores con los pies y abre los ojos. Cientos de luciérnagas con sus alas encendidas revolotean a su alrededor. Mira hacía la Tierra, les manda un cálido beso a sus papitos y recibe con alegría el nuevo día.

Mónica Solano

 

Imagen de PIRO4D , Yuri_B

La danza de los estorninos en el cielo de Huesca

Los estorninos dibujan un murmullo fractal en el cielo. “Danza del amor y la muerte. Cuento fantástico”, Aleph Sturning.

Los estorninos habían elegido el Parque Grande como dormidero. Con las primeras nieblas otoñales, a primera hora de la mañana, las bandadas de estorninos, que salían en buscade comida, oscurecían el cielo. La ciudad se despertaba cubierta con un manto blanco de excrementos de estos pájaros, negros y picudos, que no paraban de graznar. Un penetrante olor fétido se expandía por todos los rincones de las casas. Llegaba hasta las cocinas, se agarraba a las gargantas, entraba en los estómagos y producía náuseas y vómitos.

Durante el día invadían las cosechas de los campos. Entre los sembrados, se veían miles de puntos negros pirateando las semillas. Los que tenían el buche lleno se colgaban, como notas de solfeo, en el pentagrama de las líneas telefónicas y en los cables de la luz.

Las autoridades trataron de echarlos con grandes hogueras y mucho humo, pero fracasaron. Tampoco lo consiguieron con fuegos artificiales. Ni lo lograron los vecinos que intentaban espantarlos imitando sus graznidos. Los cazadores, con batidas a tiro limpio, provocaron una mayor algarabía de estorninos.

Entre todos consiguieron que se alejaran durante el invierno. Aunque, en realidad, eso se debía a su instinto migratorio.

Los del Ayuntamiento instalaron en la copa del pino más alto del parque un robot con apariencia humana. En 1995 sustituyeron los tradicionales espantapájaros por un estorninator que los oscenses bautizaron como Tordokoph. Es que eso de estorninos era un nombre muy reciente.

—¿Adónde vamos a parar? Mira que llamar estornino a lo que siempre hemos llamado tordo? —le comentaba una vecina a otra de ventana a ventana.

El estorninator era un artilugio del diseñador Julio Luzán, el mismo que creó las rupertas de Chicho Ibáñez Serrador para el programa “Un, dos, tres…”. Este robot de apariencia humana se movía como un hábil cazador.

—He elegido la forma de un humanoide cazando porque los pájaros tienen muy interiorizada la figura del cazador —así lo explicó Luzán a la prensa.

El Tordokoph llevaba una armadura de hierro, como los caballeros de las cruzadas. Debajo de la celada, unos altavoces con sonidos de disparos y otros con graznidos de estornino. Con esos irritantes chillidos que emiten estos pájaros cuando sienten un peligro cerca. En la cota de malla se enredaban unos cables que acababan en potentes focos, como los del teatro. De vez en cuando,emitían unas ráfagas de luz en forma de lenguas de fuego para incomodar a esta plaga de okupas.

En menos de una semana, este espantapájaros moderno, equipado con motor, escopeta y altavoces, se había convertido en una de las mayores atracciones de Huesca. Y en menos de un mes, en la entrada del parque se formaban largas colas con turistas de todo el mundo. El Tordokoph había hecho tan famosa a la capital oscense como el Ecce Homo a Borja.

Las opiniones sobre el Tordokoph estaban divididas. Los ecologistas decían que rompía las vías naturales de la migración. Los políticos discutían si la cibernética podría llegar más lejos que la cinegética. Los del Ayuntamiento creían que iba a ser un método muy eficaz porque el cerebro de las aves había evolucionado tanto que ya era casi como el de los humanos. Por eso resultaba cada vez más difícil asustarlas con los medios tradicionales. Las amas de casa llamaban a la radio local para protestar por un artilugio que provocaba estrés y agresividad a sus mascotas.

Y no todos estaban de acuerdo en que los estorninos fueran una plaga molesta. Para los científicos los “murmullos de estorninos” eran un ejemplo de “inteligencia del enjambre”, como la de los grandes cardúmenes de peces.

Para las matemáticas del caos, además de volar con perfecta coordinación, dibujaban en el cielo la figura de un estornino gigante, el autorretrato del que cada uno de ellos era un fractal.

Para los músicos y poetas, el susurro de estas nubes negras era un momento extraordinario. Mozart llegó a vivir tres años con un estornino. Cuando murió, lo enterró en el jardín y le escribió un poema: “Aquí descansa un querido y pequeño loco: mi estornino”.

Mientras tanto, el pastor del Arrabal, furioso porque se le comían el pienso de su rebaño, en pocas horas cazó más de diez mil con el método tradicional de las redes. Él, como sus antepasados, sabía que, en otoño, las densas nubes de estorninos volaban muy bajo y bailaban una danza coordinada y misteriosa. Y también sabía que esa danza era un momento muy oportuno para la caza.

Carmen Romeo Pemán

Imagen destacada. Huesca. Una bandada de estorninos al amanecer.

Este año de 2018 se cumple el 25 aniversario de la llegada de los estorninos a Huesca.

Almas gemelas

Giré el pomo para entrar al dormitorio y me quedé clavada en el suelo, como una estatua de sal. Parpadeé una, dos, tres veces. Paco estaba en la cama, en nuestra cama, con alguien que no era yo. Al oír el ruido de la puerta, se dio la vuelta con un sobresalto. Su movimiento fue tan brusco que tiró al suelo el edredón. Entonces me di cuenta de dos cosas a la vez. Que la otra persona no era una mujer y que Paco estaba casi desnudo. Casi. Porque lo único que tenía puesto era un par de medias negras. De rejilla. Con costura posterior. Rematadas por ligueros de encaje que, como una burda caricatura de la boca de un sátiro, parecían reírse de la expresión de total idiotez que debía reflejar mi cara. Una cara con tres círculos, mis ojos y mi boca, como tres lunas llenas de incredulidad. De pronto, todo encajaba. Su paciencia al acompañarme cuando iba de compras. La sensación de que mis barras de labios, a veces, no estaban exactamente como yo las dejaba. Las intempestivas reuniones de trabajo. Su comprensión, esa comprensión que tanto envidiaban mis amigas, cuando yo me escudaba en mi jaqueca premenstrual para irme a la cama antes que él. ¿Cómo pude estar tan ciega? En un segundo comprendí que lo que habíamos vivido hasta entonces era como el negativo de las fotos antiguas: los colores, las imágenes, las luces y las sombras… todo estaba del revés. Igual que esos negativos, las escenas de nuestra vida en común aparecían y desaparecían en mi retina con la brevedad de unos fuegos artificiales, y con unos claroscuros que jamás antes supe que estaban allí.

A los pocos días, Paco se fue de casa. No tuve valor para contárselo a nadie. Ni siquiera a mi mejor amiga. No sabía cómo le iba a explicar a Ángela que mi marido me había sido infiel con otro hombre. Me asustaba pensar en su reacción, imaginaba mil respuestas, o no imaginaba ninguna. Me montaba escenas mentales para descolgar el teléfono y quedar con ella, anticipaba lo que le contaría o le dejaría de contar, delante de una taza de café. Ponía en su boca palabras que ni siquiera sabía si existirían en el diccionario de sus sentimientos. La imaginaba consolándome de mil maneras ante la traición de ese Paco que nunca, jamás, le había caído bien a ella.

Finalmente fueron mi soledad y mi cobardía las que me abrieron los ojos. Comprendí que en nuestro matrimonio yo había sido la más impostora. Desde que cerré la puerta del dormitorio, dejando tras ella a ese extraño con el que me había casado, intenté sentir asco sin lograrlo. Porque, desde ese instante, desde que lo vi abrazado a aquel hombre, lo único que me invadía era la envidia. Envidia de no ser yo la que estaba en esa cama. Porque hubiera querido estar allí, y que las medias de encaje no las llevara Paco. Ni yo. Que las medias estuvieran en las piernas de Ángela, como dos serpientes negras, intentando alcanzar la negrura más intensa de su pubis, de ese pubis espeso, rizado, que yo miraba a hurtadillas en la sauna, en el gimnasio, en los vestidores de la piscina del club, soñando con enredar ahí mis dedos. Envidia de que Paco le hubiera regalado a nuestra cama un verdadero acto de amor. Envidia de esas sábanas, gélidas cuando nos cobijaban a nosotros, que parecían desprender fuego cuando acunaban a Paco y a su amante. Envidia de no haber tenido el valor, o la destreza, de llevar a Ángela conmigo a ese punto sin retorno que mi marido había logrado alcanzar.

Un reflejo de lucidez me hizo comprender que Paco y yo estábamos predestinados a casarnos. Éramos almas gemelas. Dos farsantes. Dos personajes en busca de un escondite. Solo la suerte quiso que él se quitara el disfraz antes que yo. Porque yo continúo dentro de ese armario privado que por fin mostró al mundo su rostro. Y sigo sin saber en qué lado de la puerta vive Ángela. Tal vez no llegue a averiguarlo nunca. Eso es, y me temo que será para siempre, mi esperanza y mi castigo.

Adela Castañón

Imagen. Unsplash