Giré el pomo para entrar al dormitorio y me quedé clavada en el suelo, como una estatua de sal. Parpadeé una, dos, tres veces. Paco estaba en la cama, en nuestra cama, con alguien que no era yo. Al oír el ruido de la puerta, se dio la vuelta con un sobresalto. Su movimiento fue tan brusco que tiró al suelo el edredón. Entonces me di cuenta de dos cosas a la vez. Que la otra persona no era una mujer y que Paco estaba casi desnudo. Casi. Porque lo único que tenía puesto era un par de medias negras. De rejilla. Con costura posterior. Rematadas por ligueros de encaje que, como una burda caricatura de la boca de un sátiro, parecían reírse de la expresión de total idiotez que debía reflejar mi cara. Una cara con tres círculos, mis ojos y mi boca, como tres lunas llenas de incredulidad. De pronto, todo encajaba. Su paciencia al acompañarme cuando iba de compras. La sensación de que mis barras de labios, a veces, no estaban exactamente como yo las dejaba. Las intempestivas reuniones de trabajo. Su comprensión, esa comprensión que tanto envidiaban mis amigas, cuando yo me escudaba en mi jaqueca premenstrual para irme a la cama antes que él. ¿Cómo pude estar tan ciega? En un segundo comprendí que lo que habíamos vivido hasta entonces era como el negativo de las fotos antiguas: los colores, las imágenes, las luces y las sombras… todo estaba del revés. Igual que esos negativos, las escenas de nuestra vida en común aparecían y desaparecían en mi retina con la brevedad de unos fuegos artificiales, y con unos claroscuros que jamás antes supe que estaban allí.
A los pocos días, Paco se fue de casa. No tuve valor para contárselo a nadie. Ni siquiera a mi mejor amiga. No sabía cómo le iba a explicar a Ángela que mi marido me había sido infiel con otro hombre. Me asustaba pensar en su reacción, imaginaba mil respuestas, o no imaginaba ninguna. Me montaba escenas mentales para descolgar el teléfono y quedar con ella, anticipaba lo que le contaría o le dejaría de contar, delante de una taza de café. Ponía en su boca palabras que ni siquiera sabía si existirían en el diccionario de sus sentimientos. La imaginaba consolándome de mil maneras ante la traición de ese Paco que nunca, jamás, le había caído bien a ella.
Finalmente fueron mi soledad y mi cobardía las que me abrieron los ojos. Comprendí que en nuestro matrimonio yo había sido la más impostora. Desde que cerré la puerta del dormitorio, dejando tras ella a ese extraño con el que me había casado, intenté sentir asco sin lograrlo. Porque, desde ese instante, desde que lo vi abrazado a aquel hombre, lo único que me invadía era la envidia. Envidia de no ser yo la que estaba en esa cama. Porque hubiera querido estar allí, y que las medias de encaje no las llevara Paco. Ni yo. Que las medias estuvieran en las piernas de Ángela, como dos serpientes negras, intentando alcanzar la negrura más intensa de su pubis, de ese pubis espeso, rizado, que yo miraba a hurtadillas en la sauna, en el gimnasio, en los vestidores de la piscina del club, soñando con enredar ahí mis dedos. Envidia de que Paco le hubiera regalado a nuestra cama un verdadero acto de amor. Envidia de esas sábanas, gélidas cuando nos cobijaban a nosotros, que parecían desprender fuego cuando acunaban a Paco y a su amante. Envidia de no haber tenido el valor, o la destreza, de llevar a Ángela conmigo a ese punto sin retorno que mi marido había logrado alcanzar.
Un reflejo de lucidez me hizo comprender que Paco y yo estábamos predestinados a casarnos. Éramos almas gemelas. Dos farsantes. Dos personajes en busca de un escondite. Solo la suerte quiso que él se quitara el disfraz antes que yo. Porque yo continúo dentro de ese armario privado que por fin mostró al mundo su rostro. Y sigo sin saber en qué lado de la puerta vive Ángela. Tal vez no llegue a averiguarlo nunca. Eso es, y me temo que será para siempre, mi esperanza y mi castigo.
Adela Castañón
Imagen. Unsplash
Muy buena historia, con final inesperado.
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Vaya, eso si es un cambio de estilo, pero la verdad es que me ha sorprendido casi tanto como el final de la historia, porque veo una madurez y una seguridad en el relato propios de un escritor de primera. Precisamente expresarme nunca ha sido mi fuerte pero vamos, que mi cara tambien son 3 circulos pero de admiración y tambien siento envidia (sana) porque ya me encantaría escribir como tu lo estas haciendo. Felicidades amiga
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¡Muchas gracias, Marisol! Con comentaristas como tú, aprietan las ganas de seguir escribiendo e intentar hacerlo cada vez con más ganas para que salga mejor. Un beso grande, amiga. 🙂
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Gran relato de perdon y condena, magnifica lirica, una oda a las cumbres borrascosas de los bajos instintos (para nada bajos).
Disfrute leerte como siempre
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¡Gracias, Yen! Sabes que tu opinión es para mí muy valiosa. ¡Abrazos, amigo!
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