Cuentas los días para matarlo a sangre fría. Mientras tanto, intentas vivir, en silencio, mirando a la cara a los tuyos para disimular. Pero cuentas los días. Esperas. A veces, solo a veces, consigues dormir.
Vigilo tu sueño, tus ojos danzan como locos y hacen que tus párpados se muevan y vibren a toda velocidad. Entonces sé que estás en ese mundo gris en el que has ido un paso más allá, lo sé porque cuando estás despierta nunca sonríes, pero, cuando duermes, bajas la guardia y el inconsciente olvida cerrar una grieta por la que tu sonrisa se asoma a tu rostro, desesperada por una bocanada de oxígeno que le recuerde que aún existe. Y esa sonrisa me cuenta lo que tus labios se empeñan en callar y en negarme por mucho que te lo pida de mil maneras sin hablar, sin descubrirte que lo sé todo acerca de ese invitado no deseado que se ha colado en tu vida.
Cuando te despiertas, siempre lo haces boqueando, como un pez fuera del agua. ¿Dónde te sumerges mientras sueñas? ¿Compartes acaso con él o con ella ese líquido amniótico en el que reina el silencio? ¿Le hablas? ¿Te habla? ¿Qué os decís?
No sabes que los del laboratorio llamaron por teléfono antes de que llegara la carta con el resultado de la analítica. Dijeron tu nombre y yo me limité a responder “Sí”, como siempre que llaman al fijo para dejarte algún recado desde que los chicos del instituto se empezaron a fijar en ti. No necesité más para imaginarlo todo. Entendí de pronto tu interés por mirar el buzón de la casa, tu esfuerzo por disimular el asco cuando te pongo de comer cosas que siempre te han encantado. A mí me pasó igual contigo durante los tres primeros meses, y luego me ocurrió también con tus dos hermanos. Después se pasaba, gracias a Dios. Pero, aunque los nueve meses hubieran sido igual de malos, me habría dado igual. Los tres sois lo mejor que tengo. Quisiera decírtelo, pero tengo miedo de descubrirme, de que sepas que lo sé, de que eso te impulse a tomar la decisión equivocada.
Yo también conté los días para matarte a sangre fría, también disimulé, también vomité a escondidas, sobre todo a escondidas de mi padre. Creía que la solución de aquello solo pasaba por matar a alguien, que tenía que elegir entre tú y yo. O tú desaparecías, o yo dejaba de pertenecer a mi familia, qué cosas, ¿verdad? Iba a decirte que eran otros tiempos, que mi familia era mucho más intransigente, pero no sé si te serviría. Creo que, ante una encrucijada como la tuya, todo sigue siendo más o menos igual de confuso, igual de amenazante, igual de difícil.
Suspiro de alivio cada vez que arranco una hoja del calendario. El tiempo juega a mi favor. Y al tuyo, y al suyo, aunque tú no lo sepas. Espero que él o ella siga agarrado al cordón invisible que estáis tejiendo. Aunque lo ignores. El alimento le llega por el cordón umbilical, pero el amor va por el otro, por el invisible, por el que rezo para que no se rompa.
Hoy, mientras dormías, he tenido esperanza por primera vez. Tu mano derecha ha ido hasta tu vientre, todavía plano, y lo ha acariciado. He cruzado los brazos con fuerza para no tocarte yo también, para resistir el deseo de comprobar si eso significa lo que creo que significa. Sí, seguro que sí. Tiene que ser eso. Mis oraciones tienen que haber dado fruto.
Hija mía, ojalá abrieras ahora mismo los ojos. Entonces lo entenderías todo, sabrías cuál es la decisión correcta sobre la vida o la muerte de ese intruso. Lo sabrías con la misma certeza absoluta que yo sentí la primera vez que noté que te movías en mi interior.
Adela Castañón
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