Nueva maestra para El Frago

De las fragolinas de mis ayeres

Simona llegó sudorosa al salón de la Normal donde se estaban eligiendo las plazas.

—¿Adónde va usted, señorita? Ya ha comenzado el reparto y no se puede interrumpir. –Los botones dorados brillaban sobre el azul impecable del uniforme del ujier y su potente voz paralizaba a los jóvenes opositores.

— Es que, mire usted, vengo desde Zaragoza en el Canfranero. ¿Qué le voy a contar que usted no sepa? Hoy ha llegado con más retraso del habitual. Se lo pido, por favor, ¡déjeme pasar! ¡Me va la vida en esto! Además, como estoy al final de la lista, seguro que aún no me ha tocado el turno. –Mientras hablaba, Simona le enseñó su cédula de identificación personal para convencerlo de que su apellido era de los últimos.

—¡Ande, pase! ¡Ah! Y si le preguntan, dígale al presidente que se ha colado sin mi permiso. Que yo no la he visto, ¿estamos?

Sus pasos resonaron en el silencio del anfiteatro y, cuando se volvieron las cabezas de los más de treinta opositores, notó que le ardían las mejillas. Avanzó hasta la última fila, se sentó en la esquina de un banco y se recogió la falda debajo de las rodillas. Aún no se había acomodado cuando oyó su nombre.

—¡Presente! ––dijo con una voz entrecortada que apenas le salía de la garganta.

—Como llegue al pueblo con esa falta de autoridad, pronto será el hazmerreír de todo el mundo. Sepa que en un pueblo hay que entrar pisando fuerte. —El ambiente se inundó de carcajadas nerviosas. Y, tras una pausa para recuperar el silencio, el presidente continuó: Simona Uhalte. Destino definitivo: El Frago.

195650107. El Frago

El Frago, 1965. Foto: Carmen Romeo Pemán

Aún no había amanecido, cuando Lorenzo reconoció a Simona, que andaba un poco perdida por el andén de la estación de Ayerbe. La maestra se paseaba mirando a un lado y a otro entre los pasajeros que acababan de bajar del tren de Zaragoza

—¿Usted, no será la nueva maestra de El Frago?

—Sí, la misma. Entonces, ¿usted es Lorenzo, el mozo que me iba a mandar el alcalde?

—Lorenzo Luna, para servirla —y se inclinó a coger los bultos que Simona había dejado en el suelo–. Si no le importa, pu-puede seguirme, que tengo la ye-yegua atada en un árbol cercano.

Siempre que tenía que dar conversación a viajeros nuevos, se le acentuaba la tartamudez.

Lorenzo dobló la rodilla en forma de escalera y la ayudó subir a la silla. Antes de coger el desvío del camino, ya la vio cabecear, como les pasaba a todas esas señoritas poco acostumbradas a los madrugones. Por eso la había atado bien, que no quería sustos.

Cuando llegaron al recodo de las Eras del Palomar, apareció el pueblo encaramado en una roca y presidido por un gran ábside románico. Lorenzo sabía que allí estarían el alcalde y la gente que habría salido a esperarlos. Achicó los ojos, pero no pudo distinguir a nadie. Con el contraluz sus figuras se recortaban en el horizonte y se confundían con las siluetas de los pinos que llegaban hasta la iglesia. Entonces se volvió a Simona. La cabeza le colgaba hacia un lado, pero las manos sujetaban con fuerza el ronzal.

—Oiga, señorita, despierte, que ya estamos llegando.

No entendía cómo había cogido semejante sueño sentada encima de una yegua que iba dando traspiés en las piedras del camino. De las cuatro horas de viaje, llevaba dos con los ojos cerrados, como desmayada.

—Perdone que no le haya servido de compañía. Es que, como el tren iba lleno, he tenido que venir de pie todo el tiempo y he llegado hecha polvo.

—No, no se pre-preocupe —Lorenzo se puso rojo. No esperaba que una maestra le pidiera disculpas.

Simona que, más que durmiendo, había ido haciendo un balance de su vida, no sabía muy bien adónde la llevaba su tozudez por enseñar. Cuando Lorenzo le señaló el ábside de la iglesia, pensó en la parroquia de san Pablo y sintió una punzada en la boca del estómago. En sus oídos todavía resonaban los gritos de los tenderos mezclados con el tañido de las campanas. Acostumbrada al bullicio de la ciudad, no sabía cómo soportaría el silencio del pueblo. ¡Por nada del mundo querría volver a vivir con su tío! Aquí nadie se atrevería a gritarle ni a darle órdenes. Y no pensaba abandonar los zapatos de tacón, ni las medias con costura, ni las faldas de tubo. En la maleta traía polvos de colorete, bigudíes y unas tenacillas para arreglarse el pelo. En el bolso, se había guardado unas cuartillas y unos sobres para ponerse a escribir en cuanto se acomodara en la posada.

Mientras Lorenzo la desataba y la ayudaba a descabalgar, se le acercó un hombre que vestía calzones y llevaba una vara en la mano.

—¡Buenas, señora maestra! Yo soy el alcalde. Aquí me tiene para todo lo que usted necesite, siempre que yo lo considere bueno para el pueblo, claro está. Que por algo soy aquí el representante de la autoridad.

A Simona le sudaron las manos. De repente había notado que el alcalde la miraba como solía hacerlo su tío, el canónigo de la Seo de Zaragoza.

Carmen Romeo Pemán

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Imagen destacada. El Frago desde el Coto Escolar, 1945. Foto de Gregorio Romeo Berges.

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El Frago. Pajar y era de Melchor, donde recibieron a la nueva maestra. Detrás, iglesia, torre y las escuelas por la parte trasera. Foto: Carmen Romeo Pemán.

Aromas, esencias, fragancias, ¡olores!

Hace unos días pasé por una cirugía para conseguir respirar mejor y viví una experiencia bastante particular. Tuve la oportunidad de conectarme con el olfato, mi sentido más deficiente. Estuve seis días sin poder oler nada. ¡Sí! Nada. Y fue terrible. A mi alrededor todo parecía un poco muerto. Aunque podía maravillarme con colores vibrantes, deleitarme con formas atrayentes y degustar sabores únicos, me faltaba algo. Era como si mi experiencia de vida estuviera incompleta.

Cuando me sentaba en la mesa y veía humear la comida recién preparada, me resultaba frustrante no percibir ningún olor. Podía imaginarme que el cilantro con su aromática esencia me haría estornudar o que el olor dulce y suave de la piña madura me dejaría un gustillo azucarado en la punta de nariz. Pero solo podía imaginármelo. No podía percibirlo y mucho menos combinarlo con el resto de mis sentidos.

Pensé en El Perfume de Patrick Suskind. Estoy segura de que así se debían sentir las personas cuando estaban cerca del pequeño Jean Baptiste Grenouille que, en medio del hedor del pescado y la basura, no emanaba ningún olor. Al igual que a Jean Baptiste me obsesionan los olores. Como acabo de decir, el olfato es mi sentido más deficiente y podrán comprender que mi dificultad para captar los aromas me hiciera sentirme más sensible.

Como ha solido pasarme con otras experiencias, esta también me llevó a pensar en la importancia de incluir los cinco sentidos en mi escritura. Y en este artículo me gustaría hablar de la importancia del olfato.

Cuando estoy leyendo y me encuentro ante una escena en la que el personaje camina por una playa, soy consciente de que el narrador me muestra cómo la brisa le acaricia la piel y le deja un sabor salado en la boca. La arena se desliza entre sus dedos y en la planta de los pies le quedan pequeñas marcas. Veo cómo el mar se funde con un cielo azul resplandeciente que hace picar los ojos y el personaje necesita parpadear varias veces para calmar el ardor. Al final puedo imaginar una bandada de gaviotas que se lanzan en picada contra el agua y salen con un pez chapaleando entre la boca. Su aleteo se oye por toda la playa. Me doy cuenta de que puedo recrear perfectamente el escenario, pero algo me falta. El personaje hunde sus pies en la arena y sus pensamientos vienen y van en un atardecer perfecto. Y entonces hago una pausa y me pregunto: ¿A qué huele? ¿A qué huele en el momento en que camina sumergido en sus pensamientos? ¿Huele a pescado y mariscos? ¿A sal? ¿A mar? Pero, ¿a qué huele el mar? Puede que a una combinación de gases refrescados por la biodiversidad vegetal y animal del océano. O quizás puede que sea tonto preguntármelo porque todos sabemos a qué huele el mar. Pero, ¿sería suficiente si en la escena el narrador me contara que olía a mar? ¿Estaría la escena completa?

Me pregunto qué pasaría si el personaje viera a pocos metros a una joven que está tumbada en la arena con un bikini de flores y un sombrero de ala ancha que le cubre el rostro. Entonces me imagino la escena.

El personaje camina hacia ella y cuando está a unos pasos siente un olor almendrado. Ese potente aroma le entra por la nariz y le desgarra los pulmones. De repente recuerda esa fragancia, le resulta familiar. Ha convivido con ella durante más de veinte años. La joven usa el mismo bronceador que se aplicaba su esposa, fallecida hace unas semanas. Si cierra los ojos, le parece sentirla todavía a su lado, como cuando pasaban horas tendidos bajo el sol en esa misma playa.

Definitivamente el olor marca una diferencia en la narración porque es especifico. El olor a mar no es suficiente para esta escena, puesto que me permite recrear un momento cualquiera. Pero si hablo del olor a almendras que emana del cuerpo de una mujer, me conecta de una forma más personal y más profunda con la relación que tenía el personaje con el amor de su vida.

Sin la presencia de ese aroma concreto, puede que el personaje se encuentre con la joven, que pase de largo, que siga disfrutando del mar y de la brisa, y que más adelante nos enteremos de que hace unas semanas perdió a su esposa. Podríamos incluir otros sentidos como por ejemplo el tacto. O podríamos hacer una combinación de sentidos. Pero si no incluimos el olfato, ¿lograríamos el mismo impacto? Yo creo que no, porque los recuerdos que nos evocan olores tienen más fuerza y más carga emocional que los recuerdos que evocamos con otros sentidos.

Y todo esto se debe a que el bulbo olfativo es una parte de nuestro sistema nervioso central que se encarga de dar un significado a los olores que nos entran por la nariz. Cuando recordamos algo asociado a un olor, ese recuerdo tiene una amplia carga emocional. Hay una fuerte conexión entre en el sentido del olfato y nuestra memoria. Cuando olemos algo nos lleva a un momento concreto del pasado y, junto a los recuerdos, nos trae las emociones y los sentimientos del momento que estamos evocando.

Es fácil describir formas, porque cualquiera puede imaginarlas sin mucho esfuerzo. Pero les confieso que cuando se trata de un olor me parece muy difícil. No basta con decir que, mientras el personaje camina, la frescura del mar lo envuelve y se encuentra con un aroma conocido. El narrador debe ir más allá y conseguir que el lector pueda olfatear lo mismo que el personaje por unos segundos. Y que en ese instante le surja un recuerdo. Por eso debemos ser muy cuidadosos en las descripciones y relatar con gran fidelidad lo que está sintiendo el personaje.

Conectarme de una manera más íntima con mi sentido más deficiente me ha hecho darme cuenta de que en la escritura no es suficiente mostrar y no limitarnos a contar, sino que es muy importante dar un paso más: conseguir que el lector vibre con nuestra historia. Y esto solo lo lograremos si escribimos para que pueda experimentar cada escena con los cinco sentidos.

 

Mónica Solano

 

Imagen de PublicDomainPictures

Prejuicios

Carmen dejó caer sobre el platillo dos monedas de diez céntimos. El resto del billete lo había pagado con un muestrario de piezas de níquel pescadas una a una de su monedero. El gesto con el que el conductor cogió el dinero y le tendió el tique arrancó una tímida ovación entre los que estaban esperando para subir al autobús.

Sintió la tentación de sentarse ahí mismo y así silenciar los bufidos y aspavientos que se oían a su espalda pero lo descartó. Aquel sitio auguraba la cháchara de un hombre canoso, cuyo vello del pecho sobresalía por el cuello del polo y las bolsas de piel enrojecida se pegaban a sus gafas. La miraba anhelante, como si llevara todo el día esperando ese momento para poder entablar conversación con alguien. Carmen avanzó un poco, ante el evidente alivio del resto de viajeros, y se sentó al lado de una chica que le pareció demasiado joven para estar embarazada. Sin contestar a su saludo, Carmen juntó mucho las piernas y colocó el bolso sobre la falda para evitar que se le subiera y mostrara el dobladillo de sus medias calcetín.

Tres paradas más tarde la muchacha se levantó sin despedirse, y Carmen arrugó los labios. Un chico joven, con el pelo hacia atrás y una barba cerrada, ocupó el sitio que había dejado vacante. Su traje gris parecía bueno, de esos que caen con gracia y se ajustan ahí donde tienen que hacerlo.

—Buenas tardes —Le deseó Carmen, y relajó la presión de sus manos sobre el bolso.

—Hola —contestó él con voz profunda, como si estuviera hueco por dentro.

Sacó el móvil del interior de la americana, y empezó a mover lo dedos con agilidad por la superficie. Pasaba fotos rápidamente y de vez en cuando aparecían letras más o menos grandes que Carmen no llegaba a leer. Sacó las gafas de ver del bolso y se las ajustó sobre el puente de la nariz.

Segundos después se abanicaba con furia, primero con la mano y, cuando vio que no tenía suficiente, con un folleto del supermercado que rescató de su abrigo. Desvió la vista de la pantalla, donde seguía la  progresión de imágenes de úlceras y otras heridas supurantes, y observó al chico con una mueca de asco. Además de las uñas mordidas y rodeadas de pieles secas y arrancadas, lo que más llamaba su atención por encima de aquella barba espesa eran sus ojos, redondos y salidos como los de un sapo. El accesorio perfecto a su nariz grande y curva.

El teléfono del chico sonó con una melodía que invitaba a la audiencia a alzarse en armas y conquistar un país pequeño.

—¡Juan! —exclamó el chico. Carmen agudizó el oído—. Sí, mejor que bien. Las pocas preguntas que me han hecho han sido muy sencillas.

Carmen suspiró. Después de cinco minutos de espionaje casero había descubierto que el chico acababa de presentar un proyecto de doctorado, así que supuso que aquellas fotos tan extrañas debían formar parte de su tesis. No entendió las palabras técnicas pero estaba claro que el muchacho era médico.

Carmen se soltó el último botón de la blusa al imaginárselo ante ella en la consulta, con la bata blanca abierta sobre una camisa de raya diplomática y una corbata verde, a juego con sus ojos. El estetoscopio colgaría de aquel cuello ancho y masculino y le dedicaría una sonrisa, que quizá no haría zarpar barcos pero sí subir la fiebre cuando firmara sus recetas. Casi podía ver un destello de película en sus dientes. Casi podía oír el “clinc”.

—Podríamos ir a celebrarlo a nuestro restaurante. Yo invito— Continuó el doctor.

Carmen echó para atrás los hombros, esperando el desenlace de la conversación y el momento en el que pudiera preguntarle dónde pasaba consulta o cuándo podrían volver a verse.

—Te cuelgo, que estoy a punto de bajar del bus. Te quiero, vida mía.

El muchacho se despidió de Carmen. Ella ni siquiera lo miró.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Matthew Henry

The good doctor

Hace unas semanas una compañera me envió un whatsapp para decirme que estaba viendo una serie que me iba a encantar. Confío mucho en su criterio, así que, aunque no soy muy dada a ver televisión, y mucho menos series, decidí dar una oportunidad al primer capítulo. Me hechizó. Claro que tenía todas las papeletas para conquistarme, y lo entenderéis al final. Semana a semana he ido viendo los siguientes episodios. Y hace pocos días, cuando terminé de disfrutar del cuarto, lo tuve claro: acababa de entrar por la puerta grande la idea para un artículo.

Lo que nos muestra la serie

El protagonista es un joven que quiere ser cirujano y se incorpora a la plantilla de un hospital para hacer allí la residencia y obtener su especialidad. Hasta ahí, todo bien. O no tan bien, porque su candidatura estuvo a punto de ser rechazada por un pequeño detalle: tiene autismo.

El comienzo de la serie es genial. El protagonista, Shaun Murphy, sale de su casa para coger el avión que lo llevará a la ciudad donde vivirá. Desde que cruza el umbral y pone el pie en la calle, vemos que delante de sus pies se va dibujando una línea blanca continua sobre la que empieza a andar. Camina igual que si estuviera en un desfile militar, sin desviarse ni un milímetro del centro de la acera, como si en su mente hubiera una especie de GPS invisible a los ojos de los demás.

Cuando llega al aeropuerto de San José, un cristal de gran tamaño se rompe por accidente. Un chico resulta herido y comienza a sangrar por el cuello. Hay un médico allí que suelta su maleta y empieza a comprimir la herida para contener la hemorragia. Shaun está de pie, entre el público, en actitud expectante, pero sin intervenir. Las primeras palabras que le escuchamos pronunciar hacen que todos los presentes fijen la atención en él, y dejen de mirar al médico y al niño herido:

–Lo está matando.

La cara del médico y de los asistentes son todas iguales: ojos y bocas abiertos de par en par, clavados en el protagonista. El médico es el primero en reaccionar:

–Le salvo la vida. Se desangra.

–No está apretando en el lugar correcto.

–Recuerdo los principios de anatomía y sé dónde está la vena yugular.

–Lo habría hecho bien si fuera un adulto, pero no lo es. Es un niño, así que también está presionándole la tráquea y ahora no está respirando. Tiene que presionar un poco más arriba.

Shaun se agacha junto al otro médico y comprime en un punto cercano. El tórax del niño empieza a moverse y en ese instante todos se dan cuenta de que, en efecto, el herido no estaba respirando.

Ese episodio será decisivo para que admitan a Shaun en el hospital. Mientras él viaja, la junta directiva del hospital está reunida. Casi todos sus miembros se cuestionan la decisión de aceptar a un residente con autismo. Temen las dificultades a las que se tendría que enfrentar el hospital si la condición autista de uno de sus profesionales le hiciera cometer errores en el desempeño de su trabajo. Cuando todo parece perdido, alguien mira en su teléfono y ve que YouTube está inundado con videos que han colgado los que han asistido al episodio del aeropuerto. En todos se repite la escena de la intervención de Shaun.

Una ambulancia traslada al hospital al chico herido. Shaun viaja también en ella, y va vigilando el monitor de electrocardiografía. Al llegar a la puerta de urgencias Claire, una residente a la que han asignado el caso, está esperando. Shaun acompaña a la doctora y a los otros sanitarios que corren empujando la camilla hasta el quirófano. Y no deja de repetir que hace falta pedir un ecocardiograma. Claire, nerviosa ante la urgencia, apenas le presta atención y le responde de modo brusco. Entran a quirófano y, cuando todo parece ir bien, surge una complicación. La doctora se acuerda de lo que le ha dicho el médico nuevo, y pide la prueba. El ecocardiograma muestra que un minúsculo fragmento del cristal se había quedado atrapado. Estabilizan al chico y, ya sin tantos nervios, Claire habla de nuevo con Shaun, admirada ante el acierto clínico de su futuro compañero.

Algo más tarde, en la cafetería del hospital, Claire y Shaun se sientan frente a frente. Ella, que ya está relajada, entabla un diálogo con ese colega que ha despertado su curiosidad:

­–Eres nuevo en la ciudad.

–Si.

–Tendrás muchas preguntas.

–No.

–Ya… No sé, sentirás curiosidad por este sitio, por la gente…

–El doctor Glassman me dio un mapa del hospital y descargué un mapa de San José de internet.

–Vale. Genial.

Como Shaun no dice nada más, Claire se levanta para marcharse. Pero no ha dado ni dos pasos cuando el médico vuelve a hablar.

–Sí que tengo una pregunta. ¿Por qué me has tratado tan mal al principio, mejor la segunda vez y ahora quieres ser mi amiga? ¿En cuál de esos momentos fingías?

Lo que nos enseña la serie

Siento cerrar el párrafo con ese cliffhanger que nos deja, con la miel en los labios, preguntándonos qué vendrá a continuación, pero no hacen falta más spoilers para pasar al meollo de la cuestión: ¿por qué esa serie ha triunfado tanto? Una de las respuestas la podemos encontrar en un artículo de El Mundo en el que la autora se plantea una interesante cuestión: ¿puede una persona que no tiene la habilidad de relacionarse con las personas salvar sus vidas?

No seré yo la que responda a esa pregunta, porque mi interés va más allá de ese tema. Salvar vidas está muy bien, pero no todo el mundo es residente de cirugía. Sin embargo, lo de relacionarse con las personas es algo que sí que nos toca a todos mucho más de cerca, y sobre eso quiero reflexionar.

Me consta, porque el autismo es parte de la vida de mi hijo y, por tanto, de la mía, que las dificultades de relación de quienes tienen esta condición son evidentes e indiscutibles. Pero no debemos confundir “dificultad” con “ausencia de necesidad”. Es decir, las personas con autismo llevan a cuestas el sambenito de no querer o necesitar relacionarse con el resto de los mortales, de estar aislados en su propio mundo, pero eso no es así en absoluto. No se relacionan, o les cuesta muchísimo, eso es cierto. Pero no porque no quieran, sino porque no saben cómo hacerlo. A su manera se preocupan por nosotros, por los demás, por los que nos llamamos a nosotros mismos “normales”.

Si el primer capítulo de la serie me gustó, el cuarto, como os decía al principio, me ha acabado de conquistar. Porque no se me ocurre una manera más entrañable de mostrar lo que os acabo de decir. En esta ocasión Shaun y Claire tienen que ir a recoger un hígado para un paciente pendiente de trasplante. Y cuando hacen entrega del hígado a los compañeros que se harán cargo de él, Shaun, al darles el contenedor, les dice:

–Se llama Oliver.

Cuando la unidad se marcha, Claire mira a Shaun con expresión sorprendida. El paciente que espera el trasplante se llama Jack. Claire cree que Shaun se ha confundido y le dice que el nombre del paciente es Jack. Shaun, mirando hacia la unidad que se aleja, vuelve a decir lo mismo:

–Se llama Oliver.

Lo pilláis, ¿verdad? Desde que empieza el capítulo hasta casi el final, el papel del hígado en la historia es secundario. Pero una persona, solo una persona, supuestamente con una discapacidad, es la única que va más allá del aspecto técnico, o médico, y piensa en el donante, en ese Oliver que, con su hígado ya fuera del cuerpo, parece que muere todavía más, que desaparece, que ya no es nada ni nadie.

¿Quién sería aquí el ganador en eso de la empatía o de relacionarse con los demás? ¿Eh? ¿Quiere alguien responderme?

Podríais decirme que la serie es ficción, y os contestaría que vale, que de acuerdo. Pero el modo de ser del protagonista no es ficticio. Y os voy a contar una pequeña anécdota que me ocurrió con mi hijo no hace mucho, por si aún tengo que convencer a alguien de algo. En mi casa yo soy algo así como el Fogo, Bloom, o cualquier aparato anti mosquitos. Si yo estoy en casa, el resto de la humanidad está a salvo porque solo me pican a mí. Bueno, pues el otro día mi hijo se acercó a mí y me dijo: “Mamá, he matado un mosquito dando una palmada”. No me acuerdo bien qué le contesté. Supongo que le diría algo como “vale” o “qué bien”. Javi, que así se llama mi hijo, se giró para irse. Pero pareció recordar algo de golpe, y se volvió. Sus palabras todavía me hacen sonreír cuando las recuerdo: “Pero quiero que sepas que lo he hecho por ti. Porque a mí no me pican”.

Después de veintiséis años viviendo con él, puedo decir que lo conozco bastante. Y aunque esas dos frases os pueden sonar banales, yo sé que rebosan amor. Que son fruto de años de trabajo que le han dado a mi hijo la capacidad de expresar sus emociones. Que, para Javi, matar un mosquito es un acto que no está justificado en sí mismo. Porque, además, a él no le hacen ningún mal. Pero a pesar de su autismo es capaz de algo tan difícil para él y los que son como él como es empatizar con alguien. Y por eso mismo, porque me quiere, porque le gusta hacer cosas por mí, mata un mosquito de una palmada. Y viene a contármelo. Y eso es una de las declaraciones de amor más bonitas que se puedan escribir.

A veces alguien catalogado como “paciente” puede resultar ser el mejor doctor del mundo. Por eso no está de más escribir de vez en cuando sobre ese tema tan trillado de las relaciones entre las personas con y sin discapacidad. Que siempre se acaba aprendiendo algo bueno.

Yo, desde luego, hace tiempo que llegué a la conclusión de que en mi casa vive “The best doctor”. Y, aunque soy médico, no hablo de mí. Que quede claro.

Adela Castañón

Imagen: Tomada de Internet

Hoy es un buen día para ceder ante los caprichos

Dejas de teclear en el celular y tomas el libro que te está esperando desde hace días. Lo abres y notas cómo se escapa un poco de arena. Acaricias una de las hojas y los granos que estaban escondidos se te pegan en la piel. Entonces te pasas la mano por la nariz y aspiras el olor del papel. Cierras los ojos y te transportas a aquel instante en el que leías el libro, sentada en la playa. De repente puedes ver el mar agitándose y escuchar el sonido de las olas golpeando contra la arena. Te estremeces al sentir los pies sumergidos en el agua. Se te escapa el aire de los pulmones, se te secan los labios y ahuyentas el estupor que te embarga con una sonrisa. Cuando abres los ojos, te decides a leer unas páginas y te encuentras la frase que tanto te emocionó en aquel momento: “Amanece y el tiempo transcurre despacio y silencioso entre la bruma. Mis pies eligen el destino, no tengo prisa, solo curiosidad”. Sientes cómo revolotean las ideas en tu mente, y piensas que hoy es un buen día para ceder ante los caprichos, para abandonarte al deseo de vivir a tu manera, sin prejuicios ni temores. Cierras el libro, te levantas de la silla, sales a la calle y dejas que el viento te despeine.

 

Mónica Solano

 

Imagen de StockSnap

CARMEN GARCÍA ROYO, IN MEMORIAM

REMONTANDO… a ras del suelo, apenas el volumen de una hormiga.

Remontando… tras unos días como si no existieras pero la búsqueda de una brizna de bienestar o los restos de un maná que te devolverán tu ser te hace revivir por un rato.

Remontando… porque los que me rodean me llevan entre sus alas ante los desperfectos de las mías.

Remontando… porque allá en el fondo tienes un espíritu de supervivencia, que no sabes de donde sale, pero que te pone en el disparadero de a ver quién puede más: él o tú.

Remontando… porque en este sinvivir arrastrándote, sabes que también hay gente en la distancia en ese duro caminar.

Remontamos… porque tenemos las ilusiones adheridas a nuestra piel día a día y esperan de nosotros ese saber estar por encima de las miserias humanas.

Remontamos… porque nunca debemos dejar de soñar, aunque bien sepamos que es una utopía.

Carmen García Royo, “El hilo de tender”, el 1 de julio de 2017. Etiquetas: cáncer, imágenes.

Hilo de tender

Carmen, Elvira y Teresa, las tres hermanas GARCÍA ROYO, fueron, y siguen siendo, un referente importante de mi etapa de profesora.

Carmen fue una de mis primeras alumnas del Colegio Universitario, una de mis compañeras de WILPF ESPAÑA, una de mis mejores amigas y una de las grandes personas que he conocido.

El día 28 de julio de 2017, se nos fue por una senda clara y nos dejó un grato recuerdo, una huella imborrable y un “hilo de tender” con el que ella había construido delicados tapices.

Conocí a Carmen en el año 1972. Estaba ejerciendo de maestra y se matriculó en el nocturno de Filosofía y Letras del Colegio Universitario, donde yo acababa de incorporarme como profesora al Departamento de Literatura. Los primeros días noté que llegaba con mucho deseo de saber y de abrir su mundo a nuevas corrientes de acción y de pensamiento. Al poco tiempo se me reveló como una persona defensora de la paz, la libertad, la justicia social y los derechos de la mujer. Descubrí que nos contagiaba a todos su vitalidad y entusiasmo.

En su blog, “El hilo de tender”, hace realidad aquellos anhelos iniciales y su pasión por la lectura y por la escritura, que nunca la abandonaron. Allí encontraréis la sensibilidad y la verdad profunda de lo que era Carmen. Y la energía y el coraje con los que se enfrentó a la enfermedad que se la llevó.

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Hace unos días llegó a mis manos un artículo “Es difícil encontrar…”, del Diario de Teruel, donde se rinde homenaje y se recoge la trayectoria vital de Carmen. Y no puedo por menos que parafrasear y ampliar algunas frases que sintetizan, mejor de lo que podría hacerlo yo, la huella que Carmen dejo entre todos los que la conocimos.

Es difícil encontrar pacientes que se enfrenten con entereza y valentía a su enfermedad como lo hizo Carmen García Royo.

Es difícil encontrar a una persona que ordene por escrito que el dinero de las flores de su funeral se entregara la “Asociación contra el Cáncer”.

Es difícil encontrar una profesora tan comprometida con sus alumnos y que haya dejado una profunda huella en todos sus destinos: Portalrubio, Fuentes Claras, Monreal del Campo y el Instituto de Teruel, “Segundo de Chomón”.

Es difícil encontrar una docente tan entregada a la formación crítica de sus alumnos. Carmen educaba en valores: la paz, la igualdad de género y la igualdad entre las personas, la defensa de la democracia, la solidaridad con los desfavorecidos.

Es difícil encontrar a una turolense tan activa y tan participativa en los actos culturales de su ciudad: era miembro del club de lectura de la UNED y de la coordinadora de “Teruel existe”.

Es difícil encontrar una persona que reúna tan altas condiciones humanas e intelectuales como mi alumna Carmen García Royo.

Si la vida es un laberinto de senderos que confluyen, Carmen confluyó, e influyó, en mi vida. Y se quedará para siempre en mi recuerdo, en mis sueños y en mi ilusión, porque la amé y la sigo amando. Con estas líneas le he querido dejar mi pequeño homenaje para que los que la conocisteis la sigáis amando. Y para que los que no la conocisteis aprendáis a hacerlo y que este artículo os lleve a su obra.

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El día 16 de octubre de 2017, en el blog “El hilo de tender”, su hermana Elvira publicó la carta de condolencia que yo le mandé en nombre de WILPF (Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad).

Desde WILPF, a la que ella se sentía muy orgullosa de pertenecer, sus compañeras queremos resaltar su compromiso con el feminismo pacifista y manifestar que las organizaciones se engrandecen cuando cuentan con miembros como Carmen García Royo.

La respuesta de Elvira, emocionante y emotiva, destaca el compromiso de su hermana con los movimientos sociales, es especial, con la defensa de la paz y de los derechos ce las mujeres.

Enviado: martes, 17 de octubre de 2017 17:39

Para: Coordinación WILPF

Asunto: Agradecimiento por la carta de condolencia

Estimada Carmen Magallón: hace unos días recibí la carta de condolencia que en nombre de WILPF escribió Carmen Romeo Pemán, con motivo del fallecimiento de mi hermana Carmen.

En primer lugar muchas gracias, pues os agradezco un montón que hayáis querido acompañarnos en estos momentos que han sido y son duros y dolorosos.

Mi agradecimiento aún es mayor al ver que la encargada de escribir la carta ha sido Carmen Romeo, una de las mejores profesoras, si no la mejor, que mis hermanas y yo hemos tenido y con quien además nos unen lazos de afecto y amistad.

Mi hermana Carmen ha sido una persona defensora de la paz, la libertad y la justicia social y ha luchado siempre por los derechos de la mujer, habiéndolo demostrado tanto en su profesión como profesora como en su vida personal, difícilmente separables. Por ello, pertenecer a WILPF fue una consecuencia lógica en su línea de actuación y pensamiento.

Carmen Romeo dice que WILPF se siente orgullosa de haber tenido entre sus miembros a una persona como mi hermana Carmen. Yo sólo puedo añadir que yo también me siento afortunada y orgullosa de ser la hermana de Carmen García Royo, una gran mujer luchadora hasta el final.

De nuevo te doy las gracias que me gustaría que hicieras extensivas a todas las integrantes de WILPF, algunas de las cuales ya manifestaron su sentimiento por medio de whatsapp el día del fallecimiento de mi hermana.

Un abrazo,

Elvira García Royo

Esquela. 1

 

C. García Royo. 2

 

Carmen Romeo Pemán

La vida sigue igual

Rosa escuchaba la discusión desde la cocina. Su hija y su nieta estaban tan enzarzadas en la disputa que no se daban cuenta de cómo estaban levantando la voz. Y eso que el salón estaba al otro lado del pasillo. Aun así, las palabras se oían con total claridad. La anciana agachó la cabeza y siguió pelando las patatas. Solo detenía el movimiento para enjugarse alguna lágrima furtiva con la punta del delantal. No pudo evitar un pensamiento obsesivo: “La historia se repite”. Suspiró, y con el pelador de patatas como vehículo de su memoria, emprendió un viaje de cuarenta años hacia su pasado. De espaldas a la puerta del patio, y perdida entre recuerdos y mondaduras de patatas, no se enteró de la entrada de Luis, su compañero desde hacía casi cincuenta años.

Luis supo por el movimiento de los hombros que su mujer estaba llorando. Comprendió que lo que hacía sufrir a Rosa era la discusión que mantenían su hija y su nieta en la habitación de al lado. Las voces de Laura y de Estrella llegaban con claridad, porque las dos hablaban casi a gritos. Prestó atención a lo que decían, y lo entendió todo. Estrella, su nieta, su Estrellita, se había hecho una mujer. Y Laura le repetía una y otra vez que, como madre suya, no podía aceptar que quisiera irse a vivir con su novio. El anciano sonrió. Se acordó de cuando “el novio” era él, con casi cincuenta años menos, mucho antes de soñar con su actual estado de “el abuelo”. Y miró con ternura la silueta encorvada que pelaba las patatas.

***

Rosa y Luis se habían conocido en una escuela de baile, cuando ella tenía veinte años y él no llegaba a los treinta. Las amigas habían apuntado a Rosa a unas clases de baile de salón para sacudirle la morriña en la que la había sumido el abandono de su novio. Todas le decían que había sido una suerte que ese bala perdida la hubiera dejado, porque jamás habría sido feliz con él. Y Rosa, por no oírlas y porque quería dejar de llevar esa pena a cuestas, se dejó arrastrar a las clases de baile con ese profesor extranjero tan guapo y buen bailarín. Pronto surgió una química especial entre la novia abandonada y el maestro de danza. Empezaron a salir, y él le contó que se había divorciado hacía poco y que tenía dos hijas de corta edad. Y ahí estuvo a punto de terminar la historia de amor de la pareja. Porque don Ramón, el padre de Rosa, se negaba a que su hija se juntara con un hombre que, como él decía, ya le había destrozado la vida a otra, y encima después de hacerle dos barrigas. Además, su hija tenía que casarse de blanco y delante de un cura. Luis había iniciado los trámites para solicitar la nulidad, pero nadie se esperaba que, ante la oposición paterna y ante el retraso del proceso de anular el matrimonio de Luis, la tímida y ejemplar Rosa se liara la manta a la cabeza y se fuera a vivir con él incluso antes de que pudieran casarse por la Iglesia.

***

En la cocina, Luis se pasó la mano por la cabeza, con bastante menos pelo de lo que tenía el día de su boda. El roce de los dedos con su calva y la visión de la espalda vencida de Rosa, coronada por su eterno rodete de pelo blanco recogido en un moño apretado, le devolvieron al presente. Dio un paso adelante y a Rosa le llegó el olor de su hombre antes de sentir su mano sobre el hombro. Llevaban casados medio siglo y se seguían presintiendo el uno al otro incluso antes de verse. Luis cogió la punta del delantal para secar las lágrimas de su mujer.

–Rosiña, no llores.

–¡Ay, Luis! Que no sé cómo nos ha salido una hija tan intransigente. Laura tiene que entender que Estrella se ha hecho mayor. Al fin y al cabo, cuando Laura tenía su edad ya estaba casada y embarazada de ella.

–Ya, Rosa, ya lo sé. ¡Pero es que nuestra Laura ha sido siempre tan conservadora…! No sé a quién habrá salido.

–¡Bobo! ¿A quién va a salir? ¡Si es igualita que tú! Anda que no me costó trabajo convencerte para que me dejaras irme a vivir en pecado contigo, Luis… Pero valió la pena. No entiendo que Laura se ponga así ahora. Ya sé que ella lo hizo todo bien. Que se casó como Dios manda y que Estrella no nació hasta después de un año de la boda, pero…

Rosa dejó la frase sin terminar y suspiró. Luis acercó un taburete y se sentó al lado de su mujer.

–¿Pero qué, Rosa?

–Acuérdate de nosotros, Luis. Y eso que eran otros tiempos y se vivía chapado a la antigua. Y mira, aquí estamos, tan felices.

Luis se inclinó para besar a Rosa en la frente, y los dos guardaron silencio recordando su pasado, cuando el principio de su noviazgo pareció una misión imposible.

***

Cuando el padre de Rosa supo que a su hija la pretendía un divorciado, puso el grito en el cielo. Le prohibió que se viera con ese hombre. Y Rosa, la tímida y callada Rosa, le plantó cara a su progenitor por primera vez en su vida. Luis no quería separar a Rosa de su familia e intentó poner fin al noviazgo, pero ella lo amenazó con escaparse de su casa a donde nadie, ni siquiera él, pudiera encontrarla. La solución, sin embargo, llegó por donde menos se esperaba. En medio de la tormenta familiar, la hermana de Rosa dio a luz, y cuando le pidió a Rosa que fuera la madrina del bautizo de su sobrina, porque era algo que las dos hermanas se habían prometido desde la infancia, Luis tuvo la ocasión de ganarse a su suegro. Rosa se negaba a ir al bautizo si Luis no iba también. Y don Ramón decía que no pensaba estar en la misma habitación que ese hombre, del que se negaba incluso a pronunciar el nombre. El bautizo se celebraría en el pueblo vecino, en casa de su hija y de su yerno, y el patriarca juró y perjuró que, si Luis asistía a la celebración en casa de su otra hija, él no aparecería por allí. Rosa y su padre estaban empecinados en sus respectivas posturas, y Luis dio con la solución.

–Rosa, escúchame. Viajaré contigo. Tú vas a la iglesia y amadrinas a tu sobrina, como está mandado. Y yo te espero en la urbanización de tu hermana. Me has enseñado fotos de la piscina, y debe ser un sitio precioso, así que me llevo un libro y aprovecho para tostarme un ratito –Rosa abrió la boca para protestar, pero Luis no le dio tiempo–. Y no pongas excusas. No tienes derecho a amargarle la fiesta a tu hermana. De vez en cuando, si quieres, te escapas cinco minutos y te acercas a darme un beso por buen comportamiento. ¡Rosiña! Que ni tu hermana ni la niña tienen la culpa de nada. Por no hablar de tu santa madre, que tampoco se merece que le des ese disgusto, mujer.

La hermana y la madre de Rosa querían comerse a besos a Luis cuando ofreció esa salida. Y de toda la familia, Rosa fue la más difícil de convencer. Su padre, cogido entre el fuego de su otra hija y su mujer, no quiso estropear el bautizo de su nieta y transigió puesto que no tendría que verle la cara a su futuro yerno. Y Rosa, a la que la solución no le convencía, cedió ante los argumentos y arrumacos de su Luis para que no aguara la fiesta familiar. Y todavía quiso más a su novio cuando lo escuchó defender al que sería luego su suegro: “Rosiña, no seas así. Tu padre tiene unos principios morales firmes, los está defendiendo, aunque le cueste enfrentarse a ti, y lo admiro por eso. ¡Que ya hace falta valor!  ¿O es que te crees que no sufre al pelear contigo, que eres la niña de sus ojos? Anda, mujer. Ya verás cómo cambia todo cuando me den la nulidad”.

Y vaya si cambió, porque Rosa no estaba dispuesta a esperar quién sabía cuánto tiempo.  Después del bautizo de su sobrina, Rosa y Luis se fueron a vivir juntos. Y don Ramón tragó bilis y mantuvo las distancias hasta que llegó la esperada nulidad del anterior matrimonio de Luis, pero el tiempo acabó por limar asperezas.

Cuando Luis y Rosa pudieron casarse por la iglesia, casi tres años después, nadie dio importancia al modo en que el novio había llegado a formar parte del clan. El día de la boda, los botones del traje de don Ramón amenazaban con estallar cuando pudo llevar por fin a su hija de blanco al altar, para entregarla a ese hombre que, hacía tiempo, se había convertido en Luis.

***

Medio siglo después, en la cocina de su casa, vestidos de canas, Rosa y Luis se miraron a los ojos. Y sus miradas se decían que los dos recordaban los mismos hechos.

–Anda, Rosa –Luis le quitó el cuchillo de la mano para ponerlo en la mesa–, deja de pelar patatas, que a este paso vamos a tener que comer lo mismo todo el mes. Va siendo hora de que le contemos a nuestra hija un poquito de la historia familiar.

 

Adela Castañón

Foto: Pinterest.

NaNoWriMo: un mes para escribir el borrador de mi novela

NaNoWriMo 2017

En 1999, veintiuna personas sin nada mejor que hacer decidieron crear un grupo de escritura que diera que hablar. Según sus propias palabras, era un punto intermedio entre un club literario y una fiesta, y descubrieron que, en un mes, se podía escribir una novela.

No fueron los primeros en darse cuenta de eso. Muchos autores sacan novelas cada año, incluso aquellos que escriben alta literatura o Literatura en mayúsculas.

Otros, en cambio, ni escribimos (aún) alta literatura ni somos rápidos escribiendo.

Desde entonces, aquel grupo de escritores fue creciendo hasta que fundaron el National Novel Writing Month o NaNoWriMo. Como casi todo lo que nace en Estados Unidos, no tardó mucho en sobrepasar sus fronteras y, ahora, ya son muchos los escritores que se apuntan cada año a este reto.

Sin ir más lejos, los participantes españoles escribimos 3.974.109 palabras en tres días. La meta es escribir 50.000 palabras en un mes. Eso es más de 1.600 palabras al día. Impresionante, ¿verdad?

¿Por qué me he apuntado al NaNoWriMo?

Suelo ponerme metas elevadas y, en un futuro, me gustaría que mi nombre se asociara a literatura de alta calidad. Para conseguirlo es necesario estudiar y practicar. Lo primero ya lo estoy haciendo. Lo segundo, menos de lo que me gustaría. Y es frustrante porque escribir no solo me gusta, sino que es mi válvula de escape cuando me siento estresada por el trabajo, la carrera o el día a día.

La primera vez que escuché hablar del NaNoWriMo todavía estaba al principio de mi formación como escritora y no me sentía con ánimos ni con fuerzas. Pensaba: “¿Escribir una novela en un mes? ¿Estamos locos o qué?” Tenía una idea para un libro pero no creía que fuera capaz de cumplir el reto.

Este año, sin embargo, ha sido distinto. Gracias a las redes sociales leo y conozco a un montón de escritores que me inspiran cada día para encontrar la mejor versión de mí misma. Sé que estoy lejos de ella, pero ver que otros luchan por la misma meta me ha inspirado y, sobre todo, picado. Si ellos lo hacen, ¿por qué no yo? Al fin y al cabo, se trata de esforzarme, y de eso sé un rato.

El 31 de octubre me metí en la página del NaNoWriMo y me di de alta. Inmediatamente después, sentí una alegría que no esperaba. ¡Un nuevo reto! ¡Uno relacionado con la escritura! Y, además, una meta que me va a ayudar a escribir aquella primera novela que me llevó a estudiar técnicas narrativas y demás. El culmen de cuatro años de esfuerzo.

Si esto no es emocionante ya me diréis qué puede serlo.

¿Cómo encarar el NaNoWriMo? La preparación

Para algunos nos es imprescindible tener planeado qué vamos a escribir para alcanzar las cincuenta mil palabras en un mes. Muchos Wrimos (así nos llaman a quienes seguimos este reto) preparamos previamente una escaleta o pequeños resúmenes antes de empezar.

En mi caso he de confesar que he hecho trampas. Más o menos. No pensaba apuntarme al NaNoWriMo así que no preparé nada expresamente para ese reto. Sin embargo, tenía una idea que maduré a lo largo del año pasado. La penúltima semana de octubre preparé una escaleta con un pequeño resumen de las tramas por capítulos y escribí algunas páginas para pillar la voz y el tono de la novela. Con todo eso, me sentía preparada para enfrentarme al mes de escritura.

National_Novel_Writing_Month Letras desde Mocade

El logo del NaNoWriMo es lo que necesita todo escritor: algo para escribir y café. Montones de café.

Los inicios: el encuentro con compañeros.

Como ya explicó Mónica en este artículo, nosotras somos lobas de manada. Por eso, cuando decidí convertirme en Wrimo, no quise hacerlo sola. Pronto vi que Coral y Rafa, los jefes del blog “La maldición del escritor”, animaron a todos sus seguidores a que hiciéramos grupos para compartir experiencias y competir entre nosotros para ver quién o quiénes escribíamos más en un mes. La verdad es que el hecho de ganar a los otros equipos me importa mucho menos que vivir la experiencia y hacerlo acompañada por personas tan locas como yo. Gracias a Twitter, nos juntamos diez escritores en un grupo que hemos llamado “Brújulas locas”, por aquello de ser escritores de brújula o de mapa, ya sabéis. Está siendo muy divertido compartir esta aventura con Laura, Carla, Elsa, Marta, Dalila, Bea, CeMonA, José de la Sierra y Lorena. Cada uno tenemos proyectos muy interesantes, ambición, ganas de escribir y de disfrutar. Además, nos pedimos ayuda, nos damos consejos e intentamos alcanzar a Marta o, al menos, escribir entre nueve tantas palabras como ella sola.

La experiencia, mi deseos y mis metas.

Por un lado, el NaNoWriMo me está obligando a escribir sin revisión. Para una persona como yo, muy dada a la autocrítica extrema y a pararme a reescribir lo mismo mil veces antes de pasarlo a corregir, es un ejercicio muy interesante. Es la primera vez que me dejo llevar sin releer el mismo párrafo cuarenta veces. Ya solo por esto es una experiencia que me merece la pena.

Por supuesto, no significa que lo que salga de esto merezca ser publicado. No. Aquí estamos trabajando todos en un borrador. Después hará falta reescribir, revisarlo, corregirlo, volver a reescribir algunas cosas y revisarlo de nuevo. Sin embargo, tener listo un borrador en un mes me parece un ejercicio fantástico.

Por otro lado, estaba bastante segura de que al segundo día pincharía. “¿Escribir mil seiscientas sesenta palabras en cada sesión?”, pensaba. “Ni de coña”. Bien, la realidad es que llego a las mil setecientas sin despeinarme, y paro porque también tengo otras cosas que hacer durante el día. Sin embargo, igual que esos veintiún locos que se juntaron en 1999, he descubierto que se puede hacer. Que lo puedo hacer. ¿No es maravilloso?

Dicen que solo hacen falta tres semanas para asumir un hábito. ¿Me ayudará el NaNoWriMo a consolidar el hábito de la escritura? Eso espero. En todo caso, el 4 de diciembre os lo contaré.

Carla Campos

@CarlaCamplosBlog

 

Y SE LO COMIÓ EL TABARDILLO

En la noche de ánimas.

De la tradición fragolina, en las Altas Cinco Villas.

Acababan de dar las doce en el reloj de la torre, cuando unos aldabonazos, que casi echaban la puerta abajo, me hicieron saltar de la cama. Como era el tiempo de las heladas, me había acostado con calzoncillos marianos y camiseta de felpa. Cogí el tapabocas que guardaba en una silla de enea, me lo eché por los hombros y bajé las escaleras con cuidado para que los crujidos de la madera carcomida no despertaran a los huéspedes. Dejé el candil en el suelo y quité la tranca con las dos manos. El golpe del vendaval abrió la puerta y me dejó a oscuras.

A través de los carámbanos, la luna iluminaba una silueta apoyada en el quicio. Me costó reconocer a Eustaquio, un tratante de carbón vegetal que solía hospedarse aquí. Llevaba unas greñas que le tapaban la cara y tenía los brazos cruzados delante de la boca del estómago, como si quisiera atemperar los temblores que lo sacudían.

—¿Qué horas son estas, señor Eustaquio?

—Ya ve, desde que salí de aquí, y ya va para dos semanas, no pude pasar del puente de Cervera. Y eso que está a menos de una legua.

—La verdad, pensábamos que ya estaba usted en otros pueblos.

—Cada vez que intentaba ponerme en camino, una gran desazón me corroía por dentro y el dolor de cabeza me taladraba los sesos. —Sin acabar la frase, vomitó un líquido verduzco que me salpicó en las abarcas.

—Pues podía haber venido antes —le dije, mientras lo sostenía del brazo.

—Es que no me podía poner de pie. Y menos andar —me contestó entre estertores.

—Ande, pase, que por esta noche le daremos cobijo. No tengo ninguna cama libre, pero el veterinario duerme en una de matrimonio y, en un caso así, no creo que le incomode compartirla. Además, si se acuesta en una orilla, igual no se entera, que ha venido un poco aguardentoso y lleva un sueño muy profundo.

Como conocía bien a don Gregorio, sabía que no le iba a sentar mal, al contrario, era un buen hombre, amigo de hacer favores a todo el mundo.

—¡Bien! Además, como los que andamos por los montes tenemos algo de animales, igual se le ocurre algún remedio para estas calenturas —me contestó con sorna, a la vez que se apoyaba en mi hombro para entrar.

Con gran apuro subimos hasta la cocina, cuando le estaba sirviendo unas sopas de ajo que nos habían sobrado de la cena, me percaté de que tenía los ojos rojos, como de conejo, y unas pintas negruzcas en el cuello, igual a las que me contaba mi padre que se habían llevado a la tumba a muchos soldados de Cuba y Filipinas.

—¡Ay, señor Eustaquio! Igual le ha entrado el tabardillo. Yo no he visto a ninguno, pero todos los soldados que han vuelto vivos de las colonias dicen que mataba más que la pólvora.

—¡Por Dios, Ignacio! ¡Qué dices de soldados! Si yo solo me junto con carboneros que viven en el monte —me dijo haciendo un gran esfuerzo.

Seguimos hablando un poco mientras entraba en calor, y, en tono cómplice, como quien cuanta una vergüenza, me dijo que él nunca se había juntado con gentes de otras tierras. Ni siquiera se había mezclado con los carboneros. Que, aunque le había tocado dormir alguna noche con ellos en las parideras, cada uno dormía envuelto en su manta. Que esas gentes eran muy austeras y no compartían nada. Ni el pan ni la ropa, que siempre usaban la misma y no la lavaban

Cuando estábamos charlando, vi que no se quitaba ojo de las ronchas rojas que le habían salido en los brazos. Mientras me daba esas explicaciones, tenía la mandíbula apretada.

—Señor Eustaquio, igual le ha picado algún piojo o alguna chinche, que cuando tienen hambre son peores que las pulgas. Pero, no me haga mucho caso, porque, ¡qué sabré yo de tabardillos! Si no he salido del pueblo en mi vida —le dije.

En el momento que se terminó la sopa, recogí la escudilla y apagué las brasas que se habían avivado con el aire que bajaba por la chimenea.

—Bueno, ahora a la cama. Mañana será otro día —le dije mientras le ayudaba a levantarse de la cadiera.

Lo acompañé hasta la alcoba de don Gregorio, apreté la mecha del candil con los dedos y lo colgué junto a la chimenea. Sabía que Bernarda me esperaba con las sábanas calientes.

A la mañana siguiente, me desperté sobresaltado. Había soñado con un mozo que hacía pocos días que se había muerto en una paridera. Se corrió por el pueblo que se lo había comido el tabardillo.

Fui corriendo a la alcoba de don Gregorio, que aún dormía la mona. El señor Eustaquio tenía los ojos muy abiertos y la cara llena de ronchas. Por la comisura del labio inferior le salía un hilillo como de hiel. También a él se lo había comido el tabardillo.

Tabardillo. Instrucciones.jpg

El Frago, 1871. El tabardillo pintado, que así se llamaba entonces al tifus exantemático, se llevó a ochenta y siete personas. Murieron el maestro don José Sánchez, el veterinario don Gregorio Sampietro y el posadero Ignacio Beamonte, que andaban todo el día atendiendo a los enfermos.

Durante muchos años se creyó que volverían en una noche de ánimas, un día dos de noviembre, con un saco lleno de piojos de tabardillo.

Carmen Romeo Pemán

 

Imagen principal. Dibujo de Inmaculada Martín Catalán (Teruel, 1949). Profesora, escultora, dibujante y pintora. Comenzó su preparación inicial en Zaragoza, con Alejandro Cañada. Estudió Bellas Artes en Barcelona y Madrid, donde se licenció en la especialidad de Escultura.

Además de su reconocida carrera artística, es una experta en carteles y trabaja con varios grupos de dibujo: Urban Sketchers, Flickr, Group Portraits in your art, Group with Experience.

Inmaculada es una colaboradora importante de Letras desde Mocade.

20170209. Inmaculada en el Pablo Gargallo

Inmaculada Martín dibujando en el museo Pablo Gargallo de Zaragoza