The good doctor

Hace unas semanas una compañera me envió un whatsapp para decirme que estaba viendo una serie que me iba a encantar. Confío mucho en su criterio, así que, aunque no soy muy dada a ver televisión, y mucho menos series, decidí dar una oportunidad al primer capítulo. Me hechizó. Claro que tenía todas las papeletas para conquistarme, y lo entenderéis al final. Semana a semana he ido viendo los siguientes episodios. Y hace pocos días, cuando terminé de disfrutar del cuarto, lo tuve claro: acababa de entrar por la puerta grande la idea para un artículo.

Lo que nos muestra la serie

El protagonista es un joven que quiere ser cirujano y se incorpora a la plantilla de un hospital para hacer allí la residencia y obtener su especialidad. Hasta ahí, todo bien. O no tan bien, porque su candidatura estuvo a punto de ser rechazada por un pequeño detalle: tiene autismo.

El comienzo de la serie es genial. El protagonista, Shaun Murphy, sale de su casa para coger el avión que lo llevará a la ciudad donde vivirá. Desde que cruza el umbral y pone el pie en la calle, vemos que delante de sus pies se va dibujando una línea blanca continua sobre la que empieza a andar. Camina igual que si estuviera en un desfile militar, sin desviarse ni un milímetro del centro de la acera, como si en su mente hubiera una especie de GPS invisible a los ojos de los demás.

Cuando llega al aeropuerto de San José, un cristal de gran tamaño se rompe por accidente. Un chico resulta herido y comienza a sangrar por el cuello. Hay un médico allí que suelta su maleta y empieza a comprimir la herida para contener la hemorragia. Shaun está de pie, entre el público, en actitud expectante, pero sin intervenir. Las primeras palabras que le escuchamos pronunciar hacen que todos los presentes fijen la atención en él, y dejen de mirar al médico y al niño herido:

–Lo está matando.

La cara del médico y de los asistentes son todas iguales: ojos y bocas abiertos de par en par, clavados en el protagonista. El médico es el primero en reaccionar:

–Le salvo la vida. Se desangra.

–No está apretando en el lugar correcto.

–Recuerdo los principios de anatomía y sé dónde está la vena yugular.

–Lo habría hecho bien si fuera un adulto, pero no lo es. Es un niño, así que también está presionándole la tráquea y ahora no está respirando. Tiene que presionar un poco más arriba.

Shaun se agacha junto al otro médico y comprime en un punto cercano. El tórax del niño empieza a moverse y en ese instante todos se dan cuenta de que, en efecto, el herido no estaba respirando.

Ese episodio será decisivo para que admitan a Shaun en el hospital. Mientras él viaja, la junta directiva del hospital está reunida. Casi todos sus miembros se cuestionan la decisión de aceptar a un residente con autismo. Temen las dificultades a las que se tendría que enfrentar el hospital si la condición autista de uno de sus profesionales le hiciera cometer errores en el desempeño de su trabajo. Cuando todo parece perdido, alguien mira en su teléfono y ve que YouTube está inundado con videos que han colgado los que han asistido al episodio del aeropuerto. En todos se repite la escena de la intervención de Shaun.

Una ambulancia traslada al hospital al chico herido. Shaun viaja también en ella, y va vigilando el monitor de electrocardiografía. Al llegar a la puerta de urgencias Claire, una residente a la que han asignado el caso, está esperando. Shaun acompaña a la doctora y a los otros sanitarios que corren empujando la camilla hasta el quirófano. Y no deja de repetir que hace falta pedir un ecocardiograma. Claire, nerviosa ante la urgencia, apenas le presta atención y le responde de modo brusco. Entran a quirófano y, cuando todo parece ir bien, surge una complicación. La doctora se acuerda de lo que le ha dicho el médico nuevo, y pide la prueba. El ecocardiograma muestra que un minúsculo fragmento del cristal se había quedado atrapado. Estabilizan al chico y, ya sin tantos nervios, Claire habla de nuevo con Shaun, admirada ante el acierto clínico de su futuro compañero.

Algo más tarde, en la cafetería del hospital, Claire y Shaun se sientan frente a frente. Ella, que ya está relajada, entabla un diálogo con ese colega que ha despertado su curiosidad:

­–Eres nuevo en la ciudad.

–Si.

–Tendrás muchas preguntas.

–No.

–Ya… No sé, sentirás curiosidad por este sitio, por la gente…

–El doctor Glassman me dio un mapa del hospital y descargué un mapa de San José de internet.

–Vale. Genial.

Como Shaun no dice nada más, Claire se levanta para marcharse. Pero no ha dado ni dos pasos cuando el médico vuelve a hablar.

–Sí que tengo una pregunta. ¿Por qué me has tratado tan mal al principio, mejor la segunda vez y ahora quieres ser mi amiga? ¿En cuál de esos momentos fingías?

Lo que nos enseña la serie

Siento cerrar el párrafo con ese cliffhanger que nos deja, con la miel en los labios, preguntándonos qué vendrá a continuación, pero no hacen falta más spoilers para pasar al meollo de la cuestión: ¿por qué esa serie ha triunfado tanto? Una de las respuestas la podemos encontrar en un artículo de El Mundo en el que la autora se plantea una interesante cuestión: ¿puede una persona que no tiene la habilidad de relacionarse con las personas salvar sus vidas?

No seré yo la que responda a esa pregunta, porque mi interés va más allá de ese tema. Salvar vidas está muy bien, pero no todo el mundo es residente de cirugía. Sin embargo, lo de relacionarse con las personas es algo que sí que nos toca a todos mucho más de cerca, y sobre eso quiero reflexionar.

Me consta, porque el autismo es parte de la vida de mi hijo y, por tanto, de la mía, que las dificultades de relación de quienes tienen esta condición son evidentes e indiscutibles. Pero no debemos confundir “dificultad” con “ausencia de necesidad”. Es decir, las personas con autismo llevan a cuestas el sambenito de no querer o necesitar relacionarse con el resto de los mortales, de estar aislados en su propio mundo, pero eso no es así en absoluto. No se relacionan, o les cuesta muchísimo, eso es cierto. Pero no porque no quieran, sino porque no saben cómo hacerlo. A su manera se preocupan por nosotros, por los demás, por los que nos llamamos a nosotros mismos “normales”.

Si el primer capítulo de la serie me gustó, el cuarto, como os decía al principio, me ha acabado de conquistar. Porque no se me ocurre una manera más entrañable de mostrar lo que os acabo de decir. En esta ocasión Shaun y Claire tienen que ir a recoger un hígado para un paciente pendiente de trasplante. Y cuando hacen entrega del hígado a los compañeros que se harán cargo de él, Shaun, al darles el contenedor, les dice:

–Se llama Oliver.

Cuando la unidad se marcha, Claire mira a Shaun con expresión sorprendida. El paciente que espera el trasplante se llama Jack. Claire cree que Shaun se ha confundido y le dice que el nombre del paciente es Jack. Shaun, mirando hacia la unidad que se aleja, vuelve a decir lo mismo:

–Se llama Oliver.

Lo pilláis, ¿verdad? Desde que empieza el capítulo hasta casi el final, el papel del hígado en la historia es secundario. Pero una persona, solo una persona, supuestamente con una discapacidad, es la única que va más allá del aspecto técnico, o médico, y piensa en el donante, en ese Oliver que, con su hígado ya fuera del cuerpo, parece que muere todavía más, que desaparece, que ya no es nada ni nadie.

¿Quién sería aquí el ganador en eso de la empatía o de relacionarse con los demás? ¿Eh? ¿Quiere alguien responderme?

Podríais decirme que la serie es ficción, y os contestaría que vale, que de acuerdo. Pero el modo de ser del protagonista no es ficticio. Y os voy a contar una pequeña anécdota que me ocurrió con mi hijo no hace mucho, por si aún tengo que convencer a alguien de algo. En mi casa yo soy algo así como el Fogo, Bloom, o cualquier aparato anti mosquitos. Si yo estoy en casa, el resto de la humanidad está a salvo porque solo me pican a mí. Bueno, pues el otro día mi hijo se acercó a mí y me dijo: “Mamá, he matado un mosquito dando una palmada”. No me acuerdo bien qué le contesté. Supongo que le diría algo como “vale” o “qué bien”. Javi, que así se llama mi hijo, se giró para irse. Pero pareció recordar algo de golpe, y se volvió. Sus palabras todavía me hacen sonreír cuando las recuerdo: “Pero quiero que sepas que lo he hecho por ti. Porque a mí no me pican”.

Después de veintiséis años viviendo con él, puedo decir que lo conozco bastante. Y aunque esas dos frases os pueden sonar banales, yo sé que rebosan amor. Que son fruto de años de trabajo que le han dado a mi hijo la capacidad de expresar sus emociones. Que, para Javi, matar un mosquito es un acto que no está justificado en sí mismo. Porque, además, a él no le hacen ningún mal. Pero a pesar de su autismo es capaz de algo tan difícil para él y los que son como él como es empatizar con alguien. Y por eso mismo, porque me quiere, porque le gusta hacer cosas por mí, mata un mosquito de una palmada. Y viene a contármelo. Y eso es una de las declaraciones de amor más bonitas que se puedan escribir.

A veces alguien catalogado como “paciente” puede resultar ser el mejor doctor del mundo. Por eso no está de más escribir de vez en cuando sobre ese tema tan trillado de las relaciones entre las personas con y sin discapacidad. Que siempre se acaba aprendiendo algo bueno.

Yo, desde luego, hace tiempo que llegué a la conclusión de que en mi casa vive “The best doctor”. Y, aunque soy médico, no hablo de mí. Que quede claro.

Adela Castañón

Imagen: Tomada de Internet

6 comentarios en “The good doctor

  1. Rosalia Ayala Franco dijo:

    Amiga, estoy totalmente enganchada a la serie y cada vez que la veo pienso en Javi y en tí. Cuando le expliqué a mi marido el contenido de la serie y vió un capítulo, también se enganchó. Tenemos una pequeña sobrina nieta que también necesita que el mundo la comprenda y pienso que el hecho de que se hayan jugado por éste tema en una serie de TV dá una esperanza para que el mundo empiece a comprender a estos seres tan especiales.Un abrazo amiga

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    • Adela Castañón dijo:

      Muchas gracias, Rosalía. Comparto todas y cada una de tus palabras. El mundo es de todos, y no solo de los que nos llamamos «normales», aunque habría muuuuucho que matizar… jejee. Un beso enorme, amiga. 🙂

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  2. Mónica Solano dijo:

    Amiga. Me voy a ver la serie. Me dejaste enganchada y con ganas de saber más. La historia de tu hijo me llenó de muchos sentimientos. Es tan increíble la relación que tienes con él y todo lo que día a día haces para que su vida sea perfecta. Puedes decirme que la perfección no existe, pero para mí sí, porque lo veo cada vez que nos compartes estas historias tan personales, que nos muestran y nos enseñan que hay circunstancias que pueden ser muy difíciles, pero que también pueden estar llenas de bendiciones, porque todo depende de nosotros y de cómo afrontemos estas circunstancias. Y el solo hecho de mirarlas desde otra perspectiva las hace perfectas. Gracias amiga por abrirnos tu corazón y por convertir la experiencia de una serie que te atrapó en un artículo maravilloso. Besos.

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  3. Adela Castañón dijo:

    Gracias a ti, Moni. Y a Carmen y a Carla. Porque también vosotras habéis abierto vuestro corazón para mi Javi y para mí. Y gracias a todos los que nos leen y permiten que entremos en los suyos. Millones de besos, amiga.

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