#relatoaragonés
De las fragolinas de mis ayeres
Todos los días, a las cinco de la tarde, cuando las pequeñas salíamos de clase, la señora Gregoria de Michela, hila que te hila, apuraba los últimos rayos del sol en el banquero de la puerta de la escuela. Le gustaba estar sola. Y no iba al carasol.
A todos los críos nos decía algo sobre todo a mí, que me sentaba a su lado y me ensimismaba viendo cómo daba vueltas el huso.
—Cuando sea mayor, ¿me enseñará a hilar? —le pregunté.
—Entonces yo ya me habré muerto.
—Usted nunca se morirá. Yo lo sé —le contesté.
Ella me miró, soltó el huso y apretó mi mano con la suya.
Es que la vida de la señora Gregoria se había convertido en un misterio. Hacía muchos años que era viuda y pocos se acordaban de su marido. Unos decían que una tormenta lo había despeñado por un barranco. En cambio las mujeres del carasol decían que nunca se había casado, que siempre había estado amancebada.
—Me parece que sois un poco lenguaraces —dijo una que estaba haciendo jersey.
—¿Es que no sabéis que los hombres no se fían de las mujeres que se pasan la vida hilando? Dicen que se parecen a las mujeres de la muerte, a esas que hilan nuestras vidas —contestó otra.
—¿Qué te sabrás tú? —replicó la que hacía jersey.
—Pues mucho. Aún me acuerdo de que nos lo contaba doña Simona en la escuela. Creo que las llamaba las parcas o algo parecido.
En cambio, mis amigas y yo pensábamos que la señora Gregoria llevaba allí desde siempre y que no se moriría mientras hilara. Nuestra maestra nos explicó que las parcas, que ese era el nombre de las que hilaban, eran inmortales.
Como hacía varios días que la señora Gregoria no daba señales de vida, su sobrina llamó al alguacil y echaron la puerta abajo. Subieron a tientas y la encontraron en un camastro de paja con sudores fríos y delirando. Al momento la sobrina volvió a la calle gritando:
—Solo la puede salvar un milagro. Que venga el cura con la unción.
Yo estaba sentada en el banquero esperándola. Así que, cuando oí a su sobrina, salté como un resorte y fui corriendo a buscar a mosén Teodoro que estaba jugando al guiñote.
—Mosén, venga conmigo. —Yo le tiraba de la manga de la sotana.
—¿Qué pasa, Felisa?, ¿qué te ocurre?
—Que la señora Gregoria se está muriendo.
—Anda, vete a jugar. Seguro que son cosas de mujeres. Que son un poco exageradas.
—Mosen, tiene que dejar las cartas. —le dije con la voz entrecortada—. Dicen que le han puesto una vela delante la nariz y que la llama casi no se mueve.
—Pues tendrían que haberme avisado antes de empezar la partida.
El cura tiró las cartas encima de la mesa y se levantó.
Como yo seguía plantada delante de él, me dijo:
—Anda, muévete. Vete a buscar a los dos monaguillos y diles que corre prisa.
Al poco rato salieron por la puerta de la iglesia dos monaguillos. Uno llevaba la cruz procesional y el otro, el acetre y el hisopo en una mano y la campanilla en la otra. Detrás iba el cura revestido con roquete, estola morada y sobrepelliz. Entre las manos llevaba una crismera de plata con el aceite de los enfermos. Para darle más solemnidad, la había cubierto con un paño blanco de lino, seguramente hilado por la señora Gregoria.
Las mujeres lo esperaban arrodilladas en dos filas, con mantillas negras y velas encendidas. Los hombres estaban de pie con las boinas en la mano. Y todos los críos íbamos detrás.
Mosén Teodoro entró en el patio y comenzó a dar hisopazos, a la vez que gritaba:
—¡Afuera, Satanás!
Subió por unas escaleras empinadas y yo me las apañé para ponerme a su lado. En la habitación, habían colocado una mesa con un crucifijo. El cura dejó allí la urna de los óleos y acercó la cruz a los labios de la enferma. Pero se encontró con un esqueleto desdentado.
Entonces, sin querer, se me escapó un “¡ooh!”, cuando vi aquellas manos, tan ágiles con el huso, convertidas en una gavilla de venas y nervios, envueltos en una piel acartonada.
La señora Gregoria, que ya no oía nada, agitaba las manos y roncaba fuerte. Entonces el cura mojó el dedo pulgar en el aceite y le hizo cruces en la orejas, en la nariz, en la boca, en las manos, en los pies y en el ombligo.
Para acabar, le puso la estola en los labios. Y, justo en ese momento, a la señora Gregoria le vino una arcada y le manchó el roquete al cura con un vómito sanguinolento. A mosén Teodoro se le escapó un juramento y se fue escaleras abajo.
Las mujeres colocaron velas alrededor de la cama y echaron esencia de espliego para matar la pestilencia.
Yo me fui a casa y me senté en el hogar al lado de mi madre. Sin venir a cuento, le pregunté:
—¿Por qué los muertos no pueden cerrar los ojos ni la boca?
—¿De dónde has sacado eso?
—No, nada, es que lo quería saber.
—Anda, cómete la tostada y deja de pensar en esas cosas.
—Es que… la alcoba de la señora Gregoria huele peor que la cuadra.
—Felisa, ¿a qué viene todo esto?
—Pues, ¿a qué ha de venir? A que he acompañado a mosén Teodoro a llevar la unción.
—Este cura se las tendrá que ver conmigo. ¿Qué es eso de llevar a los críos a esos sitios?
Le supliqué que no se enfadara, que él nos dejaba ir. Que yo me colé. Y que no era para tanto, que ya tenía diez años y era la primera vez que había visto a un muerto. Que fui porque pensaba que todos mentían y yo creía que la señora Gregoria no se podía morir.
—¡Basta ya! Y que no se vuelva a repetir —me contestó mi madre muy seria.
—Pues mañana pienso subir al cementerio a ver cómo bajan la caja a la fosa. Y me pondré en primera fila.
Foto del inicio sin recortar. Julio Pablos. Tarjeta postal de Biel. Sin fecha. Sobre los años cincuenta.
Julio Pablos Gomez (¿?-Zaragoza, 21/07/1991), pasaba los veranos en Biel, hacía las fotos oficiales del pueblo, retrataba a las gentes en el huerto de casa el Santo, en la Caudevilla. Y dejó una colección de postales del pueblo, de los años cincuenta.
Carmen Romeo Pemán