El gafe

Eleuterio es gris. Ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni guapo ni feo. Tampoco se ha sentido nunca especialmente feliz o desgraciado, al menos hasta el día en el que escuchó una conversación entre sus compañeros de trabajo y una paloma se cagó en la hombrera derecha de su mejor chaqueta al salir de la oficina, mientras corría hacia el metro bajo un diluvio que le pilló sin paraguas.
Ahora, tres semanas después de aquel día, en la habitación del hospital en el que está, piensa que ni siquiera ha sabido morirse. Hasta para eso ha sido un fracasado. Lleva cuarenta y ocho horas ingresado y acaban de traer a otro paciente que ocupa la cama que hay junto a la suya. Parece una momia, con toda la cara vendada, ojos incluidos. Eleuterio, desde el anonimato que le da la ceguera del vecino, lo mira con curiosidad. Indeciso, carraspea para hacer notar su presencia y el otro responde solo con un sobresalto.
Eleuterio recuerda cómo se desdobló el color de su vida tres semanas atrás. Como el agua del aceite, el blanco se separó y se esfumó, y solo quedó una tristeza negra que se adueñó de él. Estaba en uno de los baños de su oficina, peleando como siempre con un estreñimiento pertinaz que convertía sus almorranas en alfileres. Dos colegas entraron a orinar y Eleuterio los escuchó bromear a su costa.
—Es que es un pupas, te lo digo yo —comentó el de contabilidad—. ¿Te acuerdas de su baja hace un par de meses? No fue gripe, oye, ¡fue porque tuvieron que darle no sé cuántos puntos en el culo!
Eleuterio se sujetó con las manos a las paredes del baño. Se sentía mareado. ¿Cómo se habían enterado de…?
—Ya, ya lo sabía —contestó el de personal—. Es un desgraciado de libro. En confianza… creo que en el próximo recorte de plantilla va a caer.
—¡Ostras!
—Pero guárdame el secreto ¿vale? ¡Uf! De verdad, no entiendo cómo alguien puede querer vivir así.
La última frase se le quedó grabada a Eleuterio. La cagada de la paloma y el remojón le parecieron señales divinas de que su vida no tenía sentido, lo del próximo despido se lo veía venir, y la idea del suicidio se instaló en su mente para quedarse.
Lo intentó primero tomándose la caja y media de Lexatin que el médico le recetó cuando Virtudes se fue. Mezcló las pastillas con una botella de ginebra que ella había dejado en el aparador, porque había leído que eso era más efectivo, pero, como no estaba acostumbrado a beber, a los diez minutos le dieron unas arcadas incontenibles. Apenas tuvo tiempo de llegar al váter y, mientras vomitaba ginebra y lexatines, el susto le soltó la barriga y por una vez en su vida una diarrea incontenible empapó sus pantalones y llegó hasta las zapatillas de paño. Tiró de la cadena y las pastillas, el alcohol y su intento de suicidio se perdieron en las alcantarillas.
A los pocos días dejó abierta la llave de butano de la hornilla y se sentó en un sillón con los ojos cerrados. El sonido del timbre de la puerta le hizo dar un respingo. Trató de ignorarlo, pero quien fuera no quitaba el dedo del botón y no tuvo más remedio que abrir. Su vecina entró a la carrera, olfateando como un conejo, y fue directa a la cocina.
—¡Debería tener cuidado, Eleuterio! Menos mal que olí el gas al salir del ascensor, que si no… ¡es usted un irresponsable! —Lo miró de arriba abajo y se fue, no antes de que él la oyera murmurar un “No me extraña que Virtudes se largara con la niña, ¡menudo inútil!”.
El tercer intento se quedó a medias. Estaba en el baño, con la radio puesta por pura inercia, mientras contemplaba una cuchilla de afeitar nuevecita, cuando escuchó un programa sobre los asesinatos por encargo. Dejó la cuchilla, prestó atención y, a los pocos días, gracias a Internet y a Google, acudió a una cita con un desconocido en una cafetería anónima.
—Entonces, ¿acepta el trabajo?
A Eleuterio le sudaba la frente. Al final era verdad que los sicarios existían. Este tenía ojos de hielo. Era un hombre alto, con sombrero de fieltro, que vaciló unos segundos antes de responder. Había visto de todo y todo le daba igual mientras el cliente pagase.
—Sí, pero, ¿está seguro? —le preguntó. Este era un encargo tan raro que prefería confirmarlo—. Siempre cumplo mis encargos, tengo una reputación intachable. Cuando salga de aquí ya no podrá volver a contactar conmigo, aunque lo intente. Entiéndalo, son medidas de seguridad. En mi trabajo, toda precaución es poca, así que, repito: ¿está seguro?
—Por completo. —Eleuterio se retorció los dedos—. Solo temía que usted no me tomara en serio.
Cerraron el trato. Eleuterio pagó y se fue a su casa. Por el camino paró en el estanco a echar la bono loto a pesar de lo absurdo de mantener esa rutina que solo llevaba a cabo porque Virginia le obligaba cuando vivían juntos y, a partir de ahí, los acontecimientos que lo llevaron al hospital se precipitaron.
Pasó el fin de semana encerrado limpiando el piso, consciente de que era una tontería porque a partir del lunes, cuando saliera a la calle, moriría en cualquier momento. Encargar su propia muerte había sido caro, pero al menos así se aseguraría el éxito y ya le daba igual el saldo de su cuenta bancaria.
Tres semanas después, en la cama de hospital, movió la cabeza, que era lo único que podía mover, y empezó a sollozar sin importarle la presencia de su vecino de habitación. Preso de una crisis nerviosa, empezó a hablar a toda velocidad.
—¿Sabe qué, amigo? La vida es una mierda. Mi mujer, Virginia, me abandonó sin dejarme ni siquiera una nota. Yo siempre estuve enamorado de Estrella, mi cuñada, pero cuando las conocí ella estaba loca por otro, aunque yo no lo sabía. Estrella me citó en un hotel y me dio la llave de una habitación. Cuando llegué la luz estaba apagada y solo cuando acabamos de… de… ya sabe… de hacerlo… me dejó encender la luz, y la que estaba en la cama, sin bragas, era Virginia. Y en la puerta de la habitación, mi suegro… «La primera que tiene que casarse es la mayor». Eso dijo. Y eso pasó.
—¿Por qué me cuenta eso? —preguntó la momia.
—Porque necesito contarlo. A usted le da igual. Y le aseguro que es una historia sorprendente. En tres semanas he tenido tres intentos de suicidio, ¿sabe?
—Oh. —El otro no supo qué añadir—. Pues… bueno, siga, si quiere.
—Me casé con Virginia, claro. Cuando se quedó embarazada pensé que era un milagro, porque después de la encerrona y de la boda, casi no me dejaba tocarla. Mi niña era mi alegría, aunque fuera pelirroja y no se me pareciera en nada. Mi mujer me engañaba, lo sé, pero yo quería a mi hija. E incluso a su madre, con el tiempo, le había tomado cierto cariño. Pero me abandonó y se llevó a la niña. Entonces fui a un psiquiatra y en pocos meses empecé a mejorar.
—¿Entonces por qué trató de suicidarse?
—Espere y lo entenderá. Me costaba horrores desahogarme, y el día que conseguí contarlo todo en el diván del psiquiatra me extrañó que no me interrumpiera en todo el rato. Miré el reloj, pasaban quince minutos de mi hora y ¿sabe qué? Pues que el psiquiatra, el tipo que se suponía que debía curarme y al que pagaba cada minuto a precio de oro, estaba dormido. No pude más. Creí que me ahogaba. Me levanté y me acerqué a la ventana para abrirla, pero estaba atascada. Me caí de espaldas con el pomo en la mano, rompí una mesita de cristal y me hice una herida en el culo. Tuvieron que darme no sé cuantos puntos. Y cuando la enfermera entró al escuchar el ruido, se echó a reír en mi cara.
—Lo siento.
—Yo no había dicho nada en mi trabajo y cuando me dieron el alta descubrí que en la oficina todos sabían lo que había pasado, que yo había sido un cornudo, que mi mujer me había dejado… Me enteré también de que me iban a despedir, y ya no pude más. Contraté… no me va a creer, pero da igual. Mis intentos de suicidarme fracasaron y contraté a alguien para que me matara. —Esta vez el otro no dijo nada—. Eso fue hace tres semanas, ¿sabe?, un viernes, y el domingo supe que me había tocado el euromillón. ¡El euromillón! ¿Se imagina? Eso lo cambiaba todo. Me encerré en mi piso porque no daba con el tipo al que le encargué mi muerte y el primer día que abrí la ventana para ventilar… bueno, me picó un bicho en la oreja y me moví, claro. Y el tipo debía estar vigilando, porque recibí un balazo que en lugar de matarme me ha dejado tetrapléjico. ¿Qué le parece? Pasar de ser un desgraciado sano y arruinado a convertirme en un paralítico millonario en poco más de una semana. ¿Cómo lo ve?
El enfermo de la otra cama se levantó la venda de los ojos. Se acercó a la puerta de la habitación con una agilidad inesperada y la cerró con pestillo. Eleuterio, con los ojos abiertos de par en par, le vio quitarse el resto del vendaje mientras se acercaba a los pies de su cama.
—Le dije que mi reputación era intachable y vine aquí para terminar mi trabajo. Pero ahora, después de escucharle, estaría dispuesto a hacer una excepción por primera y única vez en mi vida. Así que… usted dirá.
Eleuterio abrió la boca y se echó a reír y a llorar a la vez.

Adela Castañón

Imagen: Ryan McGuire en Pixabay

Tejidos y confesiones de Carmen Castán Beamonte

PALABRAS DE BIENVENIDA. POR EL ALCALDE JOSÉ RAMÓN REYES LUNA

Buenos días a todos. Gracias por acompañarnos en la presentación del libro de Carmen Castán, “Tejidos y confesiones”.

En primer lugar, gracias a mis compañeros de la corporación municipal en esta andadura: Jesús Ángel Dieste, Jesús Beamonte Romea, Paloma García Pérez y Jesús Romeo Beamonte.

Tenemos el honor de presentar a una autora con la que compartimos raíces fragolinas. Yo tantas que, según parece. soy su sobrino. Si esto es cierto, antes de comenzar quiero pedirte la propina que me debes desde hace muchos años.

Además, tenemos vidas bastante paralelas. Tu padre, portero de fútbol del Cariñena y el mío, árbitro. Tu madre, también fue costurera, como la mía. O sea, que los dos hemos crecido entre agujas y balones.

He leído tu libro y me he identificado con gusto con la infancia que allí cuentas. Y muchos fragolinos de mi generación se van a ver allí retratados. Podría destacar muchas anécdotas que me han gustado y que van a ir saliendo en esta presentación.

Espero que todos disfrutéis la lectura tanto como yo.

En nombre del Ayuntamiento, y en el mío propio, le doy las gracias a Carmen Castán Beamonte, por venir hasta El Frago a presentar este libro entrañable.

TEJIDOS Y CONFESIONES. POR CARMEN ROMEO PEMÁN

Presentar un libro es siempre una alegría. Y mucho más si es una presentación en El Frago y de una autora con genes fragolinos.

Doña Isabel Peribáñez Sánchez ´(Teruel, 1883-Zaragoza, 1968). Estuvo en El Frago desde 1935 hasta 1940. Fue la maestra de Victoria y sus hermanas. Foto propiedad de Inés Laplaza Idoipe.

VICTORIA BEAMONTE BEAMONTE

Victoria y su hermana Elena. En la segunda fila de la foto de las niñas con doña Isabel Peribáñez.

Carmen Castán Beamonte es hija de mi prima Victoria Beamonte Beamonte y nieta de Mariano del Piquero (El Frago, 1904-Zaragoza, 1975) y Serafina de Garramplán (El Frago, 1904-Zaragoza, 1947). Es decir, está emparentada con casi todas las casas de El Frago.

A mí me viene el parentesco por dos casas. Por el Romeo que bajó de casa Melchor a casa el Piquero, Asi pues, soy sobrina de Mariano Beamonte Romeo. Y de Serafina por su Beamonte, procedente de casa Pablo, como el de mi abuela Antonia Berges Beamonte

Como curiosidad os diré que en casa el Piquero se celebró una boda doble. El mismo día se casaron María del Piquero con Celedonio Biescas de casa Guillén. Y María se fue a vivir a casa Guillén. Marianico del Piquero se casó con Serafina de Garramplán y se quedaron en casa el Piquero. Allí vivieron con Hermenegildo que entonces estaba soltero. Y allí nacieron sus hijas.

La costumbre era que las mujeres salieran de sus casas y fueran de nueras a las casas de sus maridos, donde tenían que convivir con suegras y hermanos solteros.

Retomando el hilo, vuelvo a Victoria, a la madre de Carmen Castán. En mi libro De las escuelas de El Frago, en la foto de doña Isabel con sus alumnas, entre las pequeñas, vemos a Victoria y a su hermana Elena. De la quinta del 28 y del 29.

En la portada de Tejidos y confesiones destaca una Victoria joven y guapa, detrás del mostrador de una de sus tiendas de Cariñena.

Y yo me pregunto, ¿quién es la protagonista de estos relatos? Y de veras que no lo sé. La narradora, un alter ego de Carmen, se impone con la primera persona y con el tono. Pero, en realidad, todo está tamizado a través de su madre.

Mi madre, como todas de su generación, la del 28, que todavía lo pueden contar, pasó su adolescencia en la época del estraperlo. Se dedicaba a coger puntos de media, cuando solo podían llevar medias las privilegiadas; les llamaban «medias de cristal». Bonitas y frágiles, supongo que de ahí venía el nombre. Eran capaces de transformar un mantel en una blusa y, con lo que sobraba, aún hacían pañuelos para todas las hermanas, que por cierto mi madre era la mayor de siete, y mi abuela Serafina murió cuando ella tenía 17 años.

La máquina de coser les salvó de muchos apuros, mi madre dice que fue la mejor compra de su vida; por esa época, sacaba humo.

Pasó de vivir con seis hermanas a tener cuatro hijas, lo cual explica su obsesión por comprar bragas y sujetadores (p. 42)

Las hermanas eran todas fragolinas, menos la pequeña: Victoria (El Frago, 1928-Cariñena, 2019), Elena (El Frago, 1929-Huesca, 2017), María Cruz (El Frago, 1932-Zaragoza, 2023), gemela, Crescencio (El Frago, 1932–1933), gemelo, Justiniana (El Frago, 1935-Zaragoza, 2022), Quinidia-Pilar (El Frago, 1937), por san Qunidio de Vaison, Saint Quenin, cuya festividad se celebraba el 15 de febrero. Mientras comentaba esto en la charla, escuché una voz del público que decía: «Y la llamaban Nidia». Gloria (Zaragoza, ca. 1939-Zaragoza, 2004), la pequeña, la que ya no nació en El Frago. Segun le contó ella misma a su prima Gloria Berges Romeo, llegó a ser costurera de Balenciaga y se hizo famosa por una foto en la que aparece probándole un vestido a Jacqueline Kennedy.

Victoria tuvo cuatro hijas: Belinda, Virginia, Chantal y Carmen, la pequeña, la que hoy está con nosotros.

BIOGRAFÍA DE CARMEN CASTÁN BEAMONTE

Nacida en el 4° piso sin ascensor, en la Calle Mayor 39 de Cariñena, un 7 de abril de cuyo año no quiere acordarse. Reza la biografía de su blog.

Pero, aunque ella tiene la coquetería de ocultarlo, nos lo revela en los acontecimientos de este libro.

Carmen está casada con el riojano Manolo Hernández y tienen una hija que se llama Violeta.

Estudió Trabajo Social en la Universidad de Zaragoza, entre 1986 y 1989. Después realizó un máster de Coaching grupal en la de Cantabria y otro de Trabajo Social y Salud Mental en Zaragoza.

Trabajó 18 años en Salud Mental. En estos momentos es Orientadora en el Instituto Aragonés de Empleo.

Entre sus galardones destaca el premio de valores humanos que le entregó el CERMI-Aragon en 2003, año europeo de la discapacidad, Para los no iniciados, el CERMI es el Centro Español de Representación de personas con discapacidad.

De ella dice su compañero Sergio Siurana: Es una grandísima profesional que consigue sacar lo mejor de cada uno en sus intervenciones.

Es colaboradora de las revistas  “Encuentro” de FEAFES (Confederación Salud Mental España) y “La cafetera estrés”.

Ha participado en numerosos cursos, ponencias y publicaciones profesionales.

Con el escritor Javier Aguirre, creó y promocionó el primer concurso de relatos para personas con enfermedad mental.

Hace más de 15 años que escribe en su blog Devaneos. En 2022, fue seleccionada en el II concurso de microrrelatos Iguales y diversas, del de DGA. En 2023, fue finalista del concurso internacional de relatos de Diversidad Literaria.

De izquierda a derecha. Carmen Romeo Pemán, Carmen Castán Bemonte y José Ramón Reyes Luna. En el Salón de Plenos del Ayuntamiento de El Frago, con vistas al Arba y a Santa Ana..

TEJIDOS Y CONFESIONES

Hoy presentamos su primer libro de creación literaria. Lo publicó hace menos de un año _noviembre de 2023_, y ya va por la tercera edición _marzo de 2024. Y por la tercera presentación. La primera en Cariñena y la segunda en la Librería General de Zaragoza. Las dos por el conocido periodista Antón Castro.

A nosotros nos corresponde el orgullo de acogerla en este Salón de Plenos del Ayuntamiento de El Frago, donde tiene profundas raíces.

NOTAS DE LECTURA

En Tejidos y confesiones, reúne 18 relatos. 12 de Tejidos y 8 de Confesiones, precedidos de una Acción de gracias, en la que presenta a los personajes que pueblan estas páginas, y de un prólogo, en el que, a la manera de Juan de Mairena, anticipa sus claves literarias.

Estos relatos están basados en la época de mi infancia en Cariñena, pequeñas historias en torno a la tienda de tejidos y confecciones que mi madre regentaba en el pueblo a principios de los setenta, en plena transición, cuando todavía las puertas de las casas estaban abiertas y las mujeres tomaban la fresca con sus sillas de anea haciendo corrillo con las vecinas en plena calle.

Tiempos en que las peluqueras te ponían los rulos azules y rosas y pasabas la tarde entera en la peluquería, porque el tiempo iba a otro ritmo mucho más lento.

Cuando los garbanzos y las lentejas estaban reposando en sus sacos, y te los vendían en cucuruchos de papel, no por moda, sino porque no se entendía de otra manera (p. 12).

Como Machado, siempre parte de un cronotopo, un aquí y un ahora, en inmediatamente levanta el vuelo a valores trascendentes. Y así lo vemos en Tejedora de alas, uno de los últimos relatos.

Ayer vi en la calle a una anciana sentada en su sillón de mimbre, rodeada como en una nube de un montón de plumas blancas casi transparentes. Cogía una a una minuciosamente y las iba tejiendo una tras otra. Cada pluma llevaba inscrita en color oro o en plata una palabra, me quedé asombrada.

Comencé a leer las plumas y ponían: Libertad, Paz, Tolerancia, Equidad, Amor, Amistad, Familia y Salud (p. 65).

En casi todos, de la mano de su madre, regresa a su infancia en la Cariñena de los años 70. Este puñado de páginas es un sentido homenaje a su madre, a su familia y a todo el pueblo.

Además, estos recuerdos que ella presenta como vivencias personales van mucho más allá. En su conjunto, constituyen un tratado de antropología social de la España del desarrollismo, como nunca antes se había hecho.

Las tiendas de su madre, las telefonistas, las mujeres escuchando novelas radiofónicas y todo lo que toca se repiten en todos los pueblos de España. Los lectores nos sentimos atrapados e identificados, aunque no sepamos dónde está Cariñena.

Esa Cariñena que, literariamente, funciona como El Frago de mis relatos, se convierte en un lugar simbólico y mítico en el que todo es posible y todo se convierte en verdadero, aunque sea producto de la imaginación de la autora.

¿Qué moza de los 70 no se reconoce en esta descripción hilarante?

Por entonces, las mujeres no se ponían a dieta, se apañaban con las superfajas Sorax de cuerpo entero, que les hacían las tetas como tiendas de campaña y la cintura de avispa. Esta faja era complemento indispensable de la muda del domingo, unido a las pantis y a los visos o combinaciones.

Vamos, que cuando volvían de misa y se quitaban la faja se debían de sentir como santa Teresa de Jesús cuando levitaba (p. 22).

O ¿qué niña de esos años no recuerda las braguitas de perlé?

Mi madre andaba ordenando cajas de braguitas de perlé, esas que cuando te sentabas se te quedaba clavado el diseño de los garbancitos al culo y te picaba durante todo el día. (…) Las odiaba tanto que, en alguna ocasión, estuve a punto de esconderlas para que mi madre no las pudiera vender (p. 23).

Y cuando habla de las telefonistas de Cariñena, en El Frago todos nos acordamos de que el.primer teléfono estuvo en casa el Piquero. Nuestras primeras telefonistas fueron Felicitas, mujer de Hermenegildo, y su hija Pili Beamonte Ángel. Por cierto, mucho más discretas que las de Cariñena. Y les siguió Matilde Giménez, amiga de Victoria, igual de servicial y discreta que Felicitas y Pili.

Todo el libro viene impregnado de un humor que nos arranca la sonrisa y hasta la carcajada, como la situación cómica del primer ascensor o el episodio de la cafetera. Un humor entre infantil y socarrón.

ALGUNAS TÉCNICAS LITERARIAS

Carmen hace alarde de gran habilidad en el uso de las técnicas literarias. Entraré en algunas de ellas, a partir de su arte para titular.

En muchos títulos parte de frases hechas de ritmo binario. Les cambia algún elemento y les da un nuevo significado. Es una técnica de gran tradición literaria, como aquel soneto de Quevedo en el que al cambiar el ¡Ah, de la casa! por el ¡Ah, de la vida! impregnó de sentido existencial a todo su decir poético.

Se trata de extrañar la lengua coloquial cotidiana y dotarla de un significado nuevo, es decir, de construir neologismos semánticos, esos que tan buenos resultados dieron en la pluma de Santa Teresa de Jesús.

Así funcionan: Tejidos y confesiones, Corto y cambio, De voces y altavoces, Retales y retazos, Abuelas con mandiles y abuelos con boina. O La tienda en casa, un slogan televisivo se emplea para una realidad muy distinta.

Otras veces recurre situaciones tópicas y ella se encarga de darle la vuelta al tópico: El mes de las flores, El primer ascensor, La maleta de los imperdibles, donde juega con el doble valor semántico. Los imperdibles, en este contexto, nos remiten a un tipo de agujas, pero en realidad son las cosas que no se pueden perder, las que representan toda una vida. Por cierto, esa era la maleta que el abuelo Mariano siempre tenía detrás de la puerta por si tenía que abandonar la casa de repente.

O sintagmas genéricos que se llenan de aventuras particulares: Un día de verano, Una tarde cualquiera, Madres de la posguerra, Tejedora de alas.

Incluso un estribillo, casi un poema, de ritmo ternario: Cosiendo el tiempo, zurciendo las penas, bordando la vida.

Siempre son títulos atractivos que nos conducen a una sorpresa. Cuando comenzamos a leer Mi viaje en tren, pensamos en un viaje cualquiera y resulta que no, que este es el viaje de la vida, el que convierte a todo el libro en un coming of age.

El coming of age es un género que se centra el crecimiento de la protagonista, una adolescente que realiza el paso a la vida adulta.

Carmen, en la primera parte, Tejidos, usa con un enfoque pseudo infantil. En la segunda, Confesiones, ya es un enfoque de una mujer madura que intenta recuperar los retazos importantes de su vida. Así la explica ella en el prólogo:

La segunda parte del libro son pequeños relatos que, tejidos como confesiones, nos muestran la mirada inocente de cómo una niña va construyendo su infancia. Una infancia llena de pequeños momentos cargados, sin saberlo, de felicidad en cosas cotidianas que, al recordar de adultos, nos atrapan con un abrazo balsámico al pasado (p. 12). No podemos negar su vitalismo optimista.

Al acabar de leer el relato Mi viaje en tren, como al acabar de leer el libro, apreciamos cómo la protagonista ha evolucionado en sus emociones y en su percepción de la realidad.

Precisamente esta evolución y el enfoque pseudo infantil los logra con un juego de narradoras. En la primera parte predomina la narradora niña, con acotaciones de la adulta. Y en la segunda, el enfoque de la adulta que intenta explicar las sensaciones de la niña. Un ejemplo manifiesto lo encontramos en el relato Sobre ruedas.

Las tramas de los relatos están muy pensadas. Y la disposición de los relatos en el conjunto del libro responde a esa evolución de la protagonista. Están dispuestos de tal forma, que, en conjunto, es como una novela fragmentada que nos lleva al autoconocimiento. Cada relato es un viaje a ese conocimiento interior y, a la vez, un viaje al conocimiento social de la España de la Transición.

Cuando acabamos el libro tenemos la sensación de haber visto un friso en la torre de Cariñena, en el que se disputan el sitio todas sus gentes. Esas gentes que forman parte del gran mosaico de la diversidad de los españoles.

PARA TERMINAR

Carmen, mi sobrina y tocaya, quiero darte las gracias por haber confiado en mí para esta presentación. Espero no haberte defraudado.

Me emociona que nos hayas traído estos relatos a El Frago, donde tienen sus verdaderos genes. Tu madre y sus hermanas forman parte del coro de las fragolinas de mis ayeres. Un coro que crece con las mujeres de Cariñena.

Y quiero darte la enhorabuena por haber comenzado tu escritura creativa de una forma tan hermosa.

A los fragolinos y los acompañantes que habéis llegado de fuera, gracias por estar aquí. Espero que estos relatos os gusten tanto como a mí.

RESPUESTA DE CARMEN CASTÁN BEAMONTE.

Gracias, fragolinos y fragolinas, por acudir a la presentación de mi pequeño libro “Tejidos y confesiones “.

Gracias a esa fortuna de embajadora cultural que es Carmen Romeo Pemán, que ilumina y embellece con su brillante  pluma y mente todo lo que concierne al Frago y sus gentes, porque lo hace también con alma y corazón.

Y gracias también al alcalde José Ramón Reyes Luna, por facilitarme que pueda realizar el acto en este magnífico salón de plenos.

Estoy realmente emocionada y no sé si voy a poder hablar. Veo en esta primera fila a mi tía Esther, recién salida del hospital, y aún convaleciente, haciendo el esfuerzo por venir a vernos. Este es el espíritu BEAMONTE y fragolino, no se nos pone nada por delante cuando nos lo proponemos. Por eso, mi tia Esther, cuando hablé de la fortaleza de mi madre, dijo que era la de una Piquera. Eso es, una Piquera como ella.

He venido a presentar mi libro, el que, como comprobaréis, es un homenaje a las madres, vecinas, amigas que se dan apoyo mutuo en el mundo rural, para que nada falte a todos los que están a su alrededor. Explica bien cómo resolvían todo esto en varios capítulos como por ejemplo el de “Madres de postguerra” o “La tienda en casa”.

Todo el libro es un pequeño canto a la vida y a la  mágica infancia en el mundo rural, en la que los días van pasando cargados de pequeños acontecimientos que configuran un micro mundo, lleno de ayuda mutua, amistad verdadera y esfuerzo por seguir manteniendo vivo el pueblo, los pueblos y sus gentes.

La voz narrativa es mi propia voz de niña, que observa con admiración a su madre detrás del mostrador de la tienda de telas, con paciencia infinita y una sonrisa que iluminaba la calle, esa calle en la que se sentaban a la fresca mis las vecinas, oyendo la radio. Y yo me sentaba en mi pequeña silla de anea, a contemplar el paso del verano, el paso de la vida.

Si ahora mis abuelos Mariano y Serafina, y mi madre y sus hermanas,  nos pudiesen ver, me los imagino satisfechos y con una gran sonrisa, sobre todo a mi tía Justi, que consiguió que las raíces siguieran dando frutos hasta el día de hoy, manteniendo la casa.

Bueno espero que os guste el libro y estoy segura de que en muchas de las cosas os vais a sentir reflejados y las vais a recuperar con melancolía. Recomiendo que el libro se lo lean las hijas a las madres y al revés, enriquecerá y ampliará el conocimiento sobre aquellos años 70/80 y estoy segura de que florecerán nuevas historias, dignas de ser recordadas y contadas.

Muchas gracias a todos y espero que no sea la última colaboración literaria, es más espero que sea el principio de otras muchas.

Gracias por vuestra atención.

Para no despedirme del todo, voy a compartir unas fotos de mi familia fragolina. Así, ellos servirán de mediadores y me unirán más a vosotros.

Mi abuelo Mariano (El Frago, 1904-Zaragoza, 1975), a la derecha, con su hermano Hermenegildo (El Frago, 1902-1977) . Al que está sentado y con un libro, no lo tengo identificado. También desconozco la fecha de la foto.

El Frago, 1929. Mi bisabuela Pascuala con mi madre.

Pascuala Martínez Bonaluque (1873-1966) era casa Mamés, aunque la conocían como Pascuala de Garramplán. Se casó con Gerónimo Beamonte Moliner (El Frago, 1873-1939), hijo de Manuel Beamonte Callau, de casa Pablo. Y fueron los padres de Casiano (El Frago, 1898-Zaragoza, 1971), soltero; Manuel (El Frago, 1901-¿?), carpintero; Serafina (El Frago, 1904-Zaragoza, 1947) y Daniel (El Frago, 1909-1955), el marido de Amadea Luna (El Frago, 1914-1971).

Mi abuela Serafina (El Frago, 1904-Zaragiza, 1947).

Zaragoza, 1953. La boda de mis padres. Mi madre, Victoria, al lado de su padre, ella de negro y él con corbata negra, por el luto de mi abuela. En el centro, mi bisabuela Pascuala, rodeada por sus nietas, las hermanas de mi madre. El alto, mi padre, Ricardo Castán, que después fue padrino de Ricardo Membrive, el hijo de Justi. Y detrás, tres primas, de las que yo solo identifico a mí tía Concha de casa Guillén.

Concha Biescas Beamonte (El Frago, 1930-Zaragoza, 2018).

Cinco horas con Julia

Tenía la esperanza de no llegar a tiempo, Julia. De que te hubieras muerto antes de mi llegada. Pero siempre se te dio bien fastidiarme y has conseguido hacerlo hasta el final. Te has salido con la tuya, aquí me tienes. Tu padre me ha estrechado la mano por compromiso cuando he entrado en la casa, en la que era nuestra casa, y tu madre me ha vuelto la cara. Se ha limitado a hacerle un gesto a tu padre y a decirle que deje la maleta en el recibidor. Supongo que es una indicación de que no soy bienvenido, que no voy a subir esta noche a dormir en el que fue nuestro dormitorio de matrimonio. Tampoco es que pensara hacerlo, pero por un momento se me ocurrió que igual me decían que me quedara. Por la niña, claro.

El interior de la casa está oscuro. Falta una hora para que anochezca, pero el cielo ha estado todo el día cubierto de nubes lentas, pesadas, grises igual que tu madre. Tu padre ha avanzado unos pasos por el recibidor, ha abierto la puerta corredera del salón y me ha hecho un gesto con la barbilla, imagino que conminándome a entrar. Había vecinos en el porche cuando llegué y, al bajar del coche con la maleta en la mano, las conversaciones se paralizaron. Hasta el aire, el poco aire que había estado soplando todo el día, se detuvo. Todo quedó en suspenso durante un minuto. El tiempo que tardó tu padre en salir hasta el umbral, sin pisar el porche, y hacerme con la cabeza el mismo gesto con el que ahora me ordena entrar a presentarte mis respetos, a cumplir con el deber de visitarte, de visitar a la mujer que se está muriendo, a la madre de mi hija, de esa hija en la que no he dejado de pensar ni un solo día desde que me echaron de esta casa.

Por lo poco que veo, todo está igual que cuando me fui. Menos el salón. Habrá sido idea de tu padre pegar la mesa de comedor a la pared para hacerle sitio a esa cama articulada en la que yaces ahora con la misma cara seria de siempre. Creo que es lo único nuevo que hay aquí. Qué poco te gustaban los cambios, Julia, qué poco… Cuando la niña pidió una cama nueva te negaste. Dijiste que la tuya estaba bien, que era una buena cama, que te había servido a ti y que tendría que servirle a ella. Dijiste que ni muerta te gastarías el dinero en comprar algo que no hacía falta, y mira… muerta, no, pero has tenido que llegar a estar así, casi muerta, y al final tus padres han comprado la puñetera cama. ¿Y sabes qué, Julia? Pues que me alegro.

Cuando he entrado en el salón, tu padre ha encendido la luz, ha salido y ha cerrado la puerta por fuera. Ya veo que en el techo sigue la misma lámpara aunque ahora, en vez de las cinco bombillas que tenía en cada tulipa en forma de flor, solo una intenta alumbrar, sin conseguirlo, hasta el último rincón. Y es de muchos menos vatios que las que había antes, Julia. O igual no, y es que me lo parece porque solo es una y antes había cuatro más.

Verás, Julia, iba preguntarle a tu padre que cuanto tiempo llevas durmiendo aquí, pero lo he dejado pasar, total, da lo mismo. Imagino que, para tu madre, ha sido más cómodo atenderte en la planta baja. El reuma de sus rodillas ya le daba la lata hace años, así que ahora debe de estar igual o peor. No sé dónde dormirá ella, no veo que el sofá esté hundido por ningún sitio. Tu madre es tan retorcida que no me extrañaría que por la noche se acostara en la cama, a tu lado. Qué asco, Julia. Te tienen bien limpia, eso siempre, pero no hay jabón de olor que enmascare el olor a muerta que ya te empieza a brotar por todos los poros de tu piel.

El timbre no para de sonar. Imagino que son los vecinos que vienen a interesarse por tu estado, ni siquiera esperan a que te mueras, es como si quisieran darle el pésame a tus padres por adelantado.

No sé por qué tu padre me ha metido aquí, a solas contigo. No sé si lo hace por tener un detalle o como castigo. Ha sido todo tan rápido, mi llegada y mi entrada en el salón, que ni me han dejado preguntar por la niña. ¿Cuántos años tiene ya? ¿Diez? No, espera, cumplió los once el mes pasado, aunque eso da igual. El día que se cayó a la piscina se plantó en los cinco años para siempre. El día que se cayó, que se cayó sola, porque no se me cayó a mí, por más que tus padres y tú me hayáis necesitado para el papel de culpable. Esas cosas pasan, Julia, quiero a nuestra hija tanto como tú, pero desde ese día no me has dejado quererla.

Le mandé una tarjeta de felicitación en su último cumpleaños, como todos los nueve de febrero de los últimos seis años, a pesar de que nunca me habéis contestado. Julia, ay, Julia… ese accidente doméstico truncó el futuro de la niña, la congeló en una infancia eterna, sí, pero tú decidiste que nuestro matrimonio siguiera el mismo camino y lo mataste sin piedad.

¿Sabes qué, Julia? Me voy a llevar a la niña. Yo no tuve la culpa de nada, aunque la asumí. Y verte ahí, callada por una vez en tu vida, me da el valor para decirte lo que debí decirte hace tanto tiempo. Lo mismo que ver tus ojos cerrados ha hecho que se abran los míos. Ni me había dado cuenta de que estoy hablando en voz alta, Julia, pero es así. Ojalá me estés escuchando, Julia, mi amor, mi mujer fuerte, dura, pero mía hasta que nuestro matrimonio hizo aguas por aquella fatalidad. Hizo aguas, Julia, y yo llevo seis años ahogándome en la misma piscina en la que se cayó la niña, ahogándome en mis lágrimas, en mi soledad, en mi pena.

Y esas lágrimas son ahora mi moneda de cambio, Julia. Te regalo las que ahora me corren por la cara, quédate solo con estas en memoria de lo que te quise. Las otras, las que llevo seis años guardando, son oro líquido de muchos quilates y van a servir para comprar de nuevo lo que siempre fue mío.

Julia, voy a cruzar esa puerta por última vez. Le diré a tus padres que me llevo a nuestra hija conmigo. Mi hija estará con su padre igual que tú estarás ya, para siempre, con los tuyos.

Descansa en paz. Yo acabo de hacerlo.

Adela Castañón

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Pido la palabra. Abrazada a los miedos

Mocade recibe una vez más a Vanesa Sánchez Martín-Mora que nos regala un nuevo relato suyo:

ABRAZADA A LOS MIEDOS

Escuché como la señora abría el postigo de la puerta que daba al patio; el suelo estaría encharcado por la tormenta que cayó durante la noche. No tenía reloj para ver la hora, pero no debía ser muy temprano. Los escasos rayos de luz ya se colaban acertados por las grietas de la madera que tapiaba la ventana, y eso solo sucedía en esa parte de la casa llegando el medio día.

Las tripas vibraban bajo mi piel desde hacía varias horas. La señora siempre aparecía después de ventilar la casa, me ponía un mendrugo de pan encima del retrete y esperaba para asegurarse de que me lo comía, supongo que no quería correr riesgos si mi madre aparecía por allí. Pero ese día no hubo nada que comer.

 Debí quedarme dormida un rato largo. Cando desperté, todo estaba sumido en una penumbra que seguramente avecinaba otra tormenta. No había rastro alguno de que la señora hubiese entrado para dejarme algo de comer, ni tampoco se escuchaba ruido alguno que me hiciese saber que no estaba sola. De pronto, un líquido caliente y ácido subió hasta mi garganta y lo vomité, pero no me asusté, conocía esa sensación.

Unos minutos después, escuché los pasos de la señora. De vez en cuando usaba zapatos con tacón y repiqueteaban al acercarse. Seguramente me escuchó vomitar, pero eso nunca lo he sabido. La maté unos días después. Los zapatos delataban su presencia tras la puerta del diminuto baño en el que perdí la cuenta de los días que estuve dentro, pero no llegó a entrar esa tarde. Creo que fue una especie de castigo.

La herida de la pierna estaba sangrando cuando me desperté de nuevo al día siguiente. Recuerdo el frio de la cerámica en mis muslos y la sangre bajando despacio hasta mi rodilla. Lo que no recuerdo es qué pasó ni quien cosió la herida, pero no se curaba. La piel de alrededor se veía más amoratada cada día.

Era otro día más en un cubículo de azulejos desconchados por donde salían cucarachas algunas veces. Al principio me daban miedo, pero después de varios días empecé a ignorarlas, a obviar su presencia. Hasta me sirvieron de entretenimiento mientras corría el reloj.

Estaba a punto de desvanecerme de la flojera cuando los zapatos de la señora sonaron cada vez más rápidos y más cerca. Una voz extraña se escuchó antes de que la puerta se abriese a trompicones por lo hinchada que estaba de la humedad. Será mi madre, pensé. Una joven con bata blanca y una cofia en la cabeza con el dibujo de una cruz roja se arrodilló al verme acostada dentro de aquella bañera oxidada. Del grifo que la coronaba siempre caía una gota de agua que yo bebía. En seguida me puso las manos en la frente y se dio cuenta de que estaba ardiendo. Empezó a discutir con la señora que permanecía inmóvil y de brazos cruzados con los labios muy apretados, como siempre. Unos minutos después de haber salido de mi guarida, la joven volvió con un maletín que tenía dibujada la misma cruz roja del gorrito de su cabeza. Sé que fue mi madre la que mandó a aquella joven, la conozco. Lo que no entendí nunca era porque mi madre no se ocupó de mí en lugar de mandar a alguien. Me dejó aquí cuando la nombraron líder de los revolucionarios. Según me contó antes de irse a defender nuestros derechos, la señora cuidaría de mí el tiempo que ella estuviese en el frente. Ojalá se diera cuenta de que corro menos peligro si me lleva con ella donde sea que tenga que estar.

La pierna me quemaba como si tuviese una vela encendida cerca de la piel, no sé qué clases de líquidos eran los que la joven vertió en mi herida, pero poco a poco, con el paso de los días, la pierna dejó de sangrar y de doler tanto. Ya no tenía ese color morado de antes.

Recuerdo que durante los días que aquella joven, que resultó ser una enfermera, venía a curar mi herida, la señora no falló ningún día con el mendrugo de pan y un pedazo de manzana renegrida que a veces tenía hormigas, pero que no me importaba porque el sabor dulce era un placer que jamás antes había disfrutado. Aquello duró apenas una semana. El ultimo día que vino, aquella joven enfermera se despidió de mi con un beso en la mejilla después de examinarme y cerciorarse de que había mejorado. Quise darle las gracias, pero desde que mis cuerdas vocales fallaron al gritar el día que me separaron de mamá, no he conseguido que mi voz se entienda, por eso preferí callarme. No quería ser mal educada y apreté su mano cuando ella borró el rastro de una lágrima de mi cara. Ese fue el último día que comería manzana dentro de aquel fúnebre baño.

Cuando la señora cerró la puerta, dejándome de nuevo a la suerte del tiempo, rodeada de las cucarachas que aparecían cuando no presenciaban ruido alguno y obviándome también a mí, me moví sigilosa hasta la puerta que separaba mi vida de la realidad. Apoyé mi oreja en la madera astillada y mal pintada para ver si lograba distinguir alguna palabra. Quería que aquella joven volviese de vez en cuando; sus caricias eran muy parecidas a las de mamá, y no quería que aquello dejase de suceder. Al volver a entrar en aquella bañera que me estaba dejando la espalda igual que un arco de flechas me mareé un poco, y fue al sujetarme en aquella cortina que desprendía un fuerte hedor a moho y que había adoptado un color verdecino como el de la verdolaga que crecía junto a la casa que mamá tenía antes, cuando algo plateado y metálico rodó hasta introducirse bajo un cojín mugriento que mi madre me puso un día que vino a verme. Nunca antes había visto aquel utensilio, pero era peligroso por lo afilado que estaba.

A la mañana siguiente, la señora empezó muy temprano a trastear cerca de mí, pero al otro lado de la puerta. Sé que era temprano porque los rayos de luz aparecieron bastante rato después. Sonaban ruidos de puertas y ventanas como si las abrieran y cerraran, con furia, y después, un silencio absoluto que me puso la piel de gallina. De pronto volví a escuchar el traqueteo de sus zapatos acercarse con ligereza a la puerta con una rapidez atípica en ella. Traía un mendrugo de pan en las manos y sonreía como jamás lo había hecho antes. No sé qué intención tenía con aquella sonrisa, solo puedo decir que me convertí en la asesina perfecta cuando se agachó a soltar el trozo de pan duro en la tapa de retrete. Me abalancé con agilidad sobre ella y le clavé aquel trozo afilado de metal en la garganta. Recuerdo que antes de irme del agujero en el que había mancillado mi dignidad, la dejé desangrándose y con fuertes espasmos, tirada en el suelo.

Vanesa Sánchez Martín-Mora

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Las palabras exactas

Recuerdo pocas guardias tan malas como la de aquel día de Reyes. Era mi primer contrato como enfermera de urgencias. Los avisos para la ambulancia llovieron durante todo el día y a las tres de la madrugada el coordinador del 061 movilizó nuestra UVI para atender a una paciente de quince años con una crisis de ansiedad en una gasolinera de la autopista hacia Cádiz.

Durante todo el trayecto, el conductor, el médico y yo lanzamos maldiciones y despotricamos contra todo y contra todos. Una paciente ansiosa con quince años no justificaba movilizar una UVI. ¡Era de locos!

Llegamos a la gasolinera pasadas las tres y media, sin cruzarnos casi con ningún vehículo. Un solitario Ford Fiesta, parado junto a un surtidor, parecía burlarse de nosotros. En la puerta del copiloto había un hombre, con los brazos sobre el techo y la cabeza apoyada en ellos.  

No llevábamos sirena, pero las luces debieron alertar al tipo y al empleado de la gasolinera, que salió desde dentro de la tienda. Él era el que había dado el aviso, pero no tenía demasiada información. El médico se acercó al del coche.

—¿Y la paciente?

El hombre levantó la cabeza. Una lágrima solitaria se deslizaba por la comisura de su ojo derecho. Abrió la puerta del copiloto, y señaló al hueco bajo el salpicadero sin hablar.

Allí, entre un amasijo de huesos y piel, dos ojos como carbones nos desafiaban desde el rincón. Los tres nos miramos perplejos. ¿Dónde estaba la crisis de ansiedad?

El siguiente minuto, el relato del hombre nos hizo sentirnos culpables y avergonzados. La chica tenía anorexia severa. Iban hacia Cádiz, dormirían en un hotel y, al día siguiente, la chica ingresaría en un centro. Los tratamientos ambulatorios habían fracasado y esa medida era su último recurso. Pero, durante el viaje, ella había intentado varias veces abrir la puerta del coche y tirarse en marcha. Desesperado, paró en el primer sitio que pudo, que resultó ser la gasolinera. Cuando intentó convencer a su hija para que saliera, la chica se atrincheró en el suelo. Le prometió que la llevaría de vuelta a Málaga, pero ni siquiera con la ayuda del empleado pudo hacerla salir.

Nos acercamos al coche y ella enseñó los dientes, como un animal acorralado:

—¡No voy a salir de aquí! —Nos miró, y le tembló la barbilla—. ¡No voy a dejar que me pinchéis ni que me hagáis nada! ¡No voy a salir de aquí! —repitió—. Tengo derecho a elegir.

El médico guardó silencio y dijo: “Dejadnos solos”.

Obedecimos, y no habían pasado ni tres minutos cuando, ante nuestro asombro, la chica salió por su pie y, seguida por el doctor, caminó hacia la ambulancia. Subí con ellos dos a la parte trasera. Ella se sentó en la camilla y permaneció quieta, con la cabeza baja. El doctor y yo nos sentamos delante de ella, en un pequeño banco del lateral del vehículo.

—¿Quieres hablar, Sofía? —El médico debió de preguntarle el nombre cuando se quedó con ella. El coordinador ni siquiera nos había dado ese dato.

Sofía se limitó a encogerse de hombros. Yo traté de echar una mano.

—Estamos aquí para ayudarte —le dije—. Todo va a ir bien, ¿vale? Confía en nosotros. Sé cómo te sientes y…

—No.

Era la voz del médico, y me quedé cortada, con los ojos muy abiertos. Sofía levantó la cabeza. Creí ver una chispa de curiosidad en su mirada. El doctor me miró, y me dijo con voz amable:

—No le mientas, Ester. Eso no ayuda. —Entonces miró a Sofía—. No creo que Ester sepa cómo te sientes. Es más, ni siquiera yo puedo saberlo.

La barbilla de la chica volvió a temblar como antes en el coche. De pronto, se echó a llorar y empezó a dar hipidos. Estuvimos así unos cinco minutos. Nosotros dos callados, ella llora que te llora. Por fin, se limpió los mocos con la manga de su sudadera y miró a los ojos del doctor.

—Llevo quince años esperando a que alguien me dijera eso.

—Pues recuerda también lo que te he dicho antes, en el coche.

Siguieron otros tres minutos de silencio. Yo no entendía nada. Sofía se levantó y le dijo al médico solo una frase:

—Lo voy a intentar.

Salimos los tres de la ambulancia. El padre de Sofía le preguntó al de la gasolinera dónde estaba el cambio de sentido más cercano y, antes de que le contestara, sintió en el brazo la mano de su hija.

—No, papá. Seguimos para Cádiz.

De vuelta al centro de salud, no pude evitar preguntarle al médico:

—¿Qué le dijo en el coche?

—Solo la verdad. Que podía elegir, que siempre se puede elegir. Salir de donde estaba por la fuerza, y saber que le inyectaríamos diazepam y otras cosas, o salir por su pie con mi promesa de no pincharle.

—¿Y qué más?

—Le dije que la anorexia era una guerra que tendría que librar a solas, pero que las guerras no se ganan solo en las trincheras, y que la victoria es para el que sabe buscar aliados.

—Pero luego, en la ambulancia… ¿Qué va a intentar?

—Ester, va a librar su guerra, como yo libré la mía. —Hizo una pausa—. Tengo una hija con autismo. El mundo podrá empatizar conmigo y ser comprensivo, pero de ahí a que alguien me diga que sabe cómo me siento… —Me miró y sonrió—. Solo puedes imaginar lo que es andar con los zapatos de otro, pero no es como sentir qué piedras se le clavan por el camino. Supongo que le dije lo que ella necesitaba escuchar. Ha elegido y ha tomado una decisión. Solo eso.

Llegamos al centro de salud y nos esperaba un aviso para atender a un niño con mocos. El médico soltó un resoplido y puso los ojos en blanco. El conductor, él y yo nos miramos, y los tres nos echamos a reír. ¡Menudos Reyes!

Adela Castañón

Imagen: amrothman en Pixabay

De mis horas canónicas

Un mes antes de profesar los votos me escapé del noviciado. Una cosa era ser alumna interna en un colegio de monjas y otra convertirte, de la noche a la mañana, en aspirante a religiosa o probante, que así nos llamaban por las pruebas que teníamos que superar antes de convertirnos en esposas de Jesucristo.

Cuando volví a mi casa, bien entrada la noche, me fui directa a la cama. Esperaba dormir con sosiego, pero aún me pesaba la costumbre reciente, y me fui despertando al ritmo de las horas canónicas. Bueno, no sé si me despertaba, si estaba en una agitada duermevela o en una sucesión de pesadillas.

Maitines

Entre las dos y las tres de la mañana llegó a mi celda el sonido de las tabletas de la madre de novicias. Me di la vuelta hasta que noté un pellizco retorcido en la mejilla.

—¡Ay!

—Pecadora. El demonio te tienta con la pereza.

Entonces me vino a la cabeza el cartelón de la escuela con un diablo  pintarrajeado con colores de carmín. Y me dio la risa floja.

—Todos los días igual. Hoy tendrás que confesarte. —Se sujetó la toca con unos alfileres. Y se santiguó—. Jesús, José y María, perdonadla.

Era la hora del canto de los gallos, justo al quebrar albores. Desde pequeña, cuando los oía cantar en el corral, pensaba en los brazos enredados de los amantes y en sus vigilias de besos apasionados. Y de mi pecho salía el canto de las mujeres enamoradas.

Al alba venid buen amigo. No traigáis compañía.

Laudes

Tres horas de insomnio desesperado, de añoranza por los besos perdidos.

Gerineldo, Gerineldo, mi caballero pulido, quién te tuviera esta noche, tres horas a mi servicio.

-Despiértate, Gerineldo, despierta si estás dormido, que la espada de mi padre de nuestro yerro es testigo.

Me levanté a oscuras. Descalza y sin hacer ruido, me aseguré de que todos dormían. Era el momento de salir sin que nadie se enterara.

Cada vez que me confesaba sobre eso de honrarás a tu padre y a tu madre, me subían los latidos del corazón hasta las sienes.

No podía ser bueno el Dios de barba blanca si, a través de mi padre, me mandaba aceptar el matrimonio con un viudo que ya tenía hijos casaderos.

Tercia

Sobre las nueve, me despertó el coscorrón de un puño cerrado. Tenía la cabeza apoyada en la mesa del escritorio y, con la manga del hábito, había desparramado el tintero sobre el manuscrito que estaba copiando. La madre de novicias pudo leer los primeros versos:

En una noche oscura, con ansias en amores inflamada, ¡oh dichosa ventura!, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada.

—Me has desobedecido. Yo te había dicho que no leyeras a San Juan de la Cruz. La noche oscura del alma no es una lectura apropiada para una probante. Sabías que estaba en tu índice de libros prohibidos. Ese que tú copiaste de tu puño y letra.

Cogió el papel emborronado y desapareció. Al momento volvió con un cilicio en la mano.

—Este te lo pondrás en el muslo, bien apretado, hasta que brote sangre roja, como la de las llagas del Señor.

Sexta

Al acabar de rezar el Ángelus, en la puerta del refectorio me esperaba la hermana portera.

—Su confesor le ha dejado esta nota en el torno.

La leí con sobresalto. Tenía que esperarlo en la celda de la enfermería después de las Vísperas.

Nona

Eran cerca de las tres y mi muslo seguía sangrando y la madre de novicias se había llevado la llave con que se abría su candado. Fui a la cocina. Con un cuchillo logré descerrajar aquella cadena de pinchos y enrollarme las heridas con un trapo.

Entre unas cosas y otras, llegué tarde a la iglesia para la hora Nona. En esa hora rezábamos unas oraciones que llamábamos la Coronilla de la Misericordia. Nos aseguraban que si no nos despistábamos pensando en otra cosa iríamos al cielo. Y que eso era cierto, que el mismo Jesucristo se las había dictado a santa Faustina en una aparición. Poníamos mucho empeño, pero era una repetición tan monótona que nos entraba un sopor del que nos sacaba la madre de novicias con los golpes de su bastón de mando contra el suelo de la capilla.

Como me vio entrar con retraso, se arrodilló a mi lado y, en un gesto disimulado, me toco el muslo. Me sobresalté tanto que casi no pude escuchar qué dijo en voz alta.

—Tengamos misericordia con esta pobre pecadora. Tiene la carne débil y el maligno que lo ha notado se le ha metido en el cuerpo..

Vísperas

Venid en su ayuda, oh Santos de Dios; salid a su encuentro, Ángeles del Señor.

Cuando la madre de novicias entonó la salmodia reponsorial, comprendí que me daba por muerta, que yo era una de las vírgenes necias a las que se le apagaría la lámpara por falta de aceite.

A la salida de la capilla, mientras yo iba camino de la enfermería, las vírgenes prudentes recorrían los pasillos del noviciado entonando el Magnificat, o las alabanzas de la Virgen, cuando se sintió elegida para ser la madre del Salvador. Yo no les tenía envidia. Mi corazón ya estaba ocupado.

El confesor me esperaba junto a la camilla y con hábito de monje. Llevaba una capucha tan grande que apenas podía verle la cara.

—Satanás ya nos ha enviado suficientes señales. Sabemos que ha encontrado un escondite en tu cuerpo. Y yo voy a intentar sacártelo antes de acudir a altos tribunales.

Sentí asco, cuando se inclinó a succionar mis pechos,

—Nada, no puedo hacer nada. Te tiene mucha querencia y no quiere salir. —Entonces vi sus ojos achicados por los que se le escapaba la lujuria—.Tendremos que insistir en otras partes y apurarlo con más cilicios.

Completas.

Yo no tenía que dar gracias a Dios, ni entonar el Yo pecador.

Había entrado en el noviciado contra la voluntad de mi padre, que me había prometido en matrimonio con un rico labrador.

El noviciado y mi casa me resultaron dos mundos llenos de patrañas en los que no se hablaba del amor carnal.

En susurros, como hablan los enamorados, canté una jarcha y me quedé dormida.

Al alba venid buen amigo. No traigáis compañía.

La reforma

Aquella Navidad, de manera inesperada, pudieron hacer realidad eso que todo el mundo dice cuando le preguntan: ¿qué harías si te tocara la lotería? Entre la multitud de respuestas tópicas y típicas, decidieron destinar los treinta mil euros del premio a tapar agujeros, tanto en sentido literal como metafórico. Su casa era antigua, llevaba años pidiendo a gritos una reforma y, por fin, podrían acometerla a lo grande.

Sus hijos tenían ya veinte y veintidós años. Pasaban con ellos solo los veranos y las vacaciones de Navidad, los dos estudiaban Periodismo y vivían en la capital, lejos del pueblo, en un piso compartido con otros dos estudiantes. Decidieron arreglar también sus dormitorios, total, la casa era grande, de las de antes, sobraban habitaciones. Y ahora tenían dinero de sobra hasta para lo que parecía imposible: acondicionar el enorme sótano que ocupaba los mismos metros cuadrados que la planta baja y el piso superior.

Papá Noel existía. Los Reyes Magos existían. La gente que salía en la tele el día del sorteo navideño existía. Los sueños, la posibilidad de hacer realidad los sueños, también existía en un pequeño rectángulo de papel, por solo veinte euros y con cinco números como cinco soles. El 22 de diciembre, un niño de San Ildefonso cantó esos cinco números con la música de fondo de un bombo en el que se apelotonaban miles de sueños como los reos de una cárcel luchando por su libertad. Y el preso indultado ese año llevaba en el orden correcto las cinco cifras del décimo que Mercedes compró en una administración de lotería solo porque le gustó la terminación.

—¿Por dónde empezaremos, Paco?

—No sé, Mercedes, no sé. Todavía no me creo que nos haya tocado. Será mejor que lo pensemos unos días, ¿no?

—Pues también tienes razón. —Mercedes se rascó la barbilla y sonrió a su marido—. Ahora no tendrás excusa para que le metamos mano de una vez al sótano, ¿eh?

—Mira tú por dónde te va a sonar la flauta, mujer. —Le devolvió la sonrisa—. Vas a salirte con la tuya. Pero no está mal pensado, oye. Mientras nos vamos haciendo a la idea podíamos empezar a revisar todo lo que hay abajo, ¿qué te parece? Antes de meternos en un pedazo de obra, lo más práctico es limpiar primero, tirar lo que no sirva… En eso sí que podemos empezar a adelantar.

—Pues no se hable más.

Aprovecharon que Paco tenía vacaciones hasta después de Reyes y, salvo los ratos que Mercedes dedicó a encerrarse en la cocina a preparar los menús navideños, pasaron horas en el sótano, en chándal y zapatillas, mientras compartían ataques de tos provocados mitad por el polvo y mitad por las risas cuando descubrían tesoros olvidados.

Aparecieron dos cajitas diminutas que habían comprado en el viaje de novios y que contenían el primer diente de leche de Pablo y de Laura, junto con sus chupetes; las mochilas raídas que llevaron cuando hicieron el Camino de Santiago, siendo novios; una caja olvidada con ropas de bebé de cuando los niños tenían meses. Paco sacó de una caja una carpeta llena de papeles. La abrió, y lo primero que encontró fueron dos entradas de cine de “Lo que el viento se llevó”. Las agitó en el aire y miró a su mujer:

—¡Merce! ¡Mira lo que ha salido por aquí!

—¿Qué es? —Ella estaba en la otra punta del sótano y no llevaba las gafas puestas.

—¿Qué te crees? Te doy una pista. La primera película que vimos en el cine fue…

—¡Lo que el viento se llevó! —dijo ella tras pensarlo unos segundos. Se echó a reír y repitió—: Lo que el viento se llevó… y…

—¡Y el culo no resistió! —Paco terminó la frase por ella y coreó sus carcajadas—. Las puedo tirar, ¿no?

—Sí… bueno… no sé… Déjalas en lo alto de la mesa de ping pong. Podemos poner ahí las cosas dudosas. No vayas a tirar nada sin consultarme, que te conozco.

—Vale, mujer. Que en la casa mandas tú.

—Ya, ya. ¡Y menos mal! Será en lo único que mando…

Las últimas palabras las dijo en voz baja y Paco no llegó a escucharlas. Tampoco es que hubiera diferencia si lo hubiera hecho. Delegaba en Mercedes todas las decisiones que correspondían al hogar o a los hijos, como debía ser. Para eso trabajaba mucho más de las cuarenta horas semanales de la mayoría, para tener a su familia atendida como Dios manda, con las necesidades cubiertas y con medios suficientes para hacer un viajecito al extranjero en vacaciones y costear las carreras de los niños. Y que a Mercedes no le faltara ni su gimnasio, ni su peluquería, ni nada de lo que las mujeres necesitan para ser felices.

Paco dejó las entradas sobre la mesa de ping pong y terminó de revisar la carpeta. Lo siguiente que había en la caja era un marco bastante grande boca abajo. Lo sacó, le dio la vuelta y sopló para quitarle el polvo, lo que le valió otro ataque de tos.

—¡Mercedes! ¿Qué hago con esto? Hay que ver la de trastos que llegamos a acumular…

—Espera, que desde aquí no sé lo que es.

Ella se acercó. Al reconocerlo, cogió el marco con mucho mimo de las manos de su marido y se le quedó mirando.

—¡Pero si es mi título!

—Como has dicho que te consulte… Ten en cuenta que si seguimos así no vamos a tirar nada, mujer. —Miró el título de Empresariales enmarcado con el nombre de Mercedes y añadió—: Lleva veinte años arrumbado y si lo guardamos se va a pasar otros veinte años igual.

—No estarás diciendo que lo tire, ¿no?

—A ver… Es como lo de las entradas. Las he puesto ahí por no contrariarte, pero se supone que estamos de limpieza, ¿no?

—Ya. Bueno, vale que las entradas las tiremos. Pero mi título…

—A ver… —repitió él. Señaló el título—. Eso y las entradas no son más que papeles. Pero el título abulta mucho más y lo que queremos es despejar el sótano y ganar espacio.

—Ay, Paco, pero es mi título.

—¿Y qué?

—Pues que entonces también podíamos tirar el tuyo, si te pones así.

—No digas bobadas, mujer. No es lo mismo.

—¿Por qué no?

—Porque no. Además, mi título no estorba. Ni siquiera está aquí. Está en mi oficina, lo sabes de sobra.

—Y este podía haber estado en la mía si yo hubiera seguido trabajando.

Mercedes fue a soltarlo en la mesa de ping pong, pero cambió de idea. Cogió una de las cajas vacías y, con el rotulador de trazo grueso que habían bajado para marcarlas, escribió en el cartón: “PARA GUARDAR”. Metió en ella el título, se cruzó de brazos y miró a Paco.

—Mi título se queda.

—Pues vamos bien —dijo él. Se cruzó también de brazos.

—¿Algún problema?

—No, no… Total, si tienes el capricho, se guarda. —Trató de no alterarse—. Yo solo lo decía porque no va a servir de nada.

—Eso nunca se sabe. Yo podría volver a trabajar.

—¿Tú? ¿Ahora? ¿Para qué? No digas tonterías, Mercedes. No nos hace puñetera falta que, a tu edad, te pongas a buscar trabajo. No irás a empezar otra vez con eso a estas alturas, ¿no?

—Pues mira, casi que lo estoy pensando. Ahora que los niños son mayores las cosas son muy distintas. Ya no me necesitan como cuando eran pequeños.

—¡Mercedes, por Dios, que eso ya lo decidimos hace años!

—¿Lo decidimos? Paco, Paco… lo decidiste tú en realidad. Yo solo me dejé convencer. Y no es que me arrepienta, de verdad, cariño. He criado dos hijos maravillosos y creo que he sido una buena madre y una buena esposa. Así que, ¿por qué no iba a poder empezar a trabajar de nuevo?

—¡Porque no nos hace falta! —repitió él, y esta vez subió el volumen.

—¡No te hará falta a ti! —dijo ella con el mismo tono de voz—. ¿Pero qué pasa si yo lo necesito? ¿Eh? ¿Qué hay de mí?

—¿Se te ha subido la sidra a la cabeza? ¡Vas a tener entretenimiento de sobra con la obra de la casa! Alguien tendrá que estar aquí y controlar a los albañiles, escoger las cortinas, resolver los imprevistos…

—Claro. Y ese alguien tengo que ser yo, ¿no es eso?

—Por supuesto. Yo tengo que trabajar. Lo lógico es que te encargues tú, como siempre.

Mercedes sacó el título de la caja y lo apretó contra su pecho. Miró a su marido.

—Paco, mi título y yo vamos a salir de este sótano. Nos han tocado treinta mil euros, Paco. Nos ha tocado la lotería. Un premio. Un buen premio. Si me apuras, te diría que nos ha tocado más de un premio. Por lo menos, a mí. Acabo de darme cuenta.

Volvió a dejar el título en la caja, se acercó a su marido y le puso las manos en el pecho.

—Paco, cariño, tira las entradas si quieres. De verdad. No me importa. Pero…

Dejó la frase sin acabar. Los ojos le brillaban y Paco supo que no era por el polvo del sótano. Recordó otra clase de polvos y descubrió, debajo de las patas de gallo de ella, el rostro de la joven empresaria de la que se enamoró. La que casi le pisó el ascenso. La que aceptó que la invitara al cine y le confesó, después de la boda, que había elegido aquella película porque era la que duraba más tiempo.

Tal vez ella tuviera razón. Tal vez les hubiera tocado algo más que los treinta mil euros de la lotería. Tal vez habría que desempolvar de aquel sótano muchas más cosas de las que pensaban.

Adela Castañón

Imagen de Peperet en Pixabay

El buitre de Puen del Diablo

Ese buitre voraz de ceño torvo. Miguel de Unamuno.

—¿Qué manía te ha entrado, José? —le espetó su mujer—. Hace más de un mes que no sales de casa. Ni siquiera vas a cortar leña a Puen del Diablo.

Puen del Diablo era un congosto franqueado por rocas muy altas. Un desfiladero en el que no cabían dos caballerías a la par: había que pasarlas en fila de a una. Algunos también lo llamaban el Paso de Roldán. Según una leyenda, Roldán habría colgado allí los cuerpos y las cabezas de sus traidores.

El caso era que, una tarde, José volvió del monte con el miedo metido en el cuerpo. Ya no salía al bar a echar la partida. Se quedaba quieto junto al hogar, envuelto en una manta marrón con una lista blanca, como las que les solía poner a sus caballerías.

—¿Se puede saber qué víbora te ha mordido? Así, sin más ni más, te levantas antes de salir el sol y me dices que no vas a ir más al monte. Pero tú, ¿qué te has creído? ¿Con qué les vamos a tapar la boca a nuestras cinco criaturas? —le insistía su mujer. Pero él, ni mú.

Ese mutismo la enfurecía más. Y cada vez levantaba más el tono.

—¿Qué pensará la gente, eh? Ya sé que a ti te da igual, pero yo no quiero ir en lenguas a todas las horas. Ni quiero pedir prestado en la tienda y que me lo nieguen porque mi marido es un vago. —José seguía callado con la cabeza entre las manos—. ¿Pero me escuchas o no?

Cuando su mujer salía a la calle, la gente se arremolinaba a su alrededor y la molían a preguntas, que ella no sabía contestar. Nadie entendía el cambio brusco de su marido. Había desaparecido el José dicharachero que gastaba bromas en todos los corrillos. El que todos los días se jugaba el café al guiñote. El que más días trabajaba a vecinal para el Ayuntamiento. El que había retejado la cubierta de la iglesia y había quitado las piedras del camino de la fuente por su cuenta. Florencia del Peñazal recuerda el día que le dio un patatús a su marido cuando estaba segando. José corrió a buscarlo y lo trajo moribundo encima de la yegua.

El otro día se presentaron varios hombres en su casa. Llevaban al cura con ellos. Pensaron que así les confesaría qué le pasaba. Ellos hablaban y hablaban, pero José cada vez se encerraba más en su silencio.

El pastor con el que solía compartir el camino del monte se sentó a su lado.

—Mira, José, me da lo mismo lo que sientas, pero hoy vas a venir conmigo. Iremos los dos montados en mi burra y no te pasará nada. ¡Te lo juro!

—¡Nooo! —El grito de José aterró a los presentes. Era tan largo que salió por la ventana y recorrió las calles. Llegó hasta el campanario y movió las campanas, como si tocaran a fuego.

Al momento acudió toda la gente del lugar. Las mujeres se quedaron en la casa con su mujer y los hombres se lo llevaron hasta Puen del Diablo. Estaban seguros de que algún animal lo había asustado. Si aparecía, entre todos lo cazarían.

La comitiva, armada de palos altos, hachas y escopetas, marchaba a paso lento. De todas las bocas salían comentarios parecidos.

—Ha tenido que ser algo extraño. —Era la voz ronca del Manco—. José es un hombre valiente y no es fácil amilanarlo. Y mucho menos dejarlo sin habla.

Cuando se acercaban al desfiladero, vieron una banda de buitres dando vueltas alrededor de las rocas. A todos les subió el corazón a las sienes. Los buitres eran señal de que había cadáveres y pensaron que igual eran los de los que le habían tendido una emboscada a José.

Entraron en el paso de uno en uno. Los buitres, en silencio, volaban muy bajo. Tan bajo que be podía oír el susurro de sus alas, pero no se atrevían a aterrizar. Estos bichos sienten pavor a las cañas y a las varas altas. Saben que si les rozan las alas los desarman y se quedan malheridos. A lo lejos oyeron el graznido de los cuervos que siempre iban a la zaga.

—Mala señal —dijo el Manco.

Todos a una se pusieron la mano a modo de visera y achicaron los ojos. El Manco no pudo reprimir un juramento. Vio a un buitre agarrado a una de las rocas más altas.

—¡Se está comiendo las entrañas de un hombre despeñado entre los riscos!

Se quedaron quietos sin dar crédito a lo que veían. A continuación tomaron el sendero de la parte trasera de las rocas. El Manco se asomó y reconoció al abuelo de casa Murillo. Como vivía solo y pasaba largas temporadas en el monte, nadie lo había echado en falta.

Entonces, mientras unos espantaban a las rapaces y otros intentaban descolgar al abuelo, de una cueva cercana salió una voz lúgubre, de alguien que se había tapado la boca con un trapo.

—Habéis llegado tarde. Si me hubierais traído el rescate a tiempo, no habría muerto.

A José se le mojaron los pantalones y recuperó el habla.

—Es la voz que me persiguió hasta la entrada del pueblo sin parar de decirme que a mí me pasaría lo mismo sino le traía el rescate. Yo sabía entre todos los del pueblo no conseguiríamos reunir los cien doblones de oro. Y, dentro de mí, se me metió un buitre que me corroe desde las entrañas hasta la garganta.

Carmen Romeo Pemán.

Anteriormente publiqué este relato en 2023, en Entre Picarazones, la revista cultural de El Frago.

Definitivo. Regalo de Navidad de una escritora para nuestros lectores

Hoy la Navidad trae un regalo a nuestro blog. El relato de una escritora, María Hidalgo Arellano, que ha querido compartir una historia con todos nosotros. Os dejo unas palabras suyas como presentación:

«Hace muchos, muchos años en un pueblo donde en invierno siempre huele a tierra mojada aunque no llueva nunca, un padre le dijo a su hija que no dejara de escribir. Ella fue profesora de lengua y literatura en el pasado. En el presente ayuda en la empresa familiar y es madre a tiempo completo. En el futuro, quizás, consiga escribir a rachas».

Adelante, amigos, y disfrutad de esta historia:

DEFINITIVO

El día que muera papá, mi casa dejará de oler a ralladura de limón. Se desmoronará la cal del patio blanco, poco a poco. Se resquebrajarán las baldosas por las esquinas y el suelo quedará como un mar de olas. Se nos olvidará que se vendimia a principios de septiembre el tinto fino, cuando la uva esté duz. Se acabarán los racimos, las viñas, los campos de olivos, los tomates maduros. No se recalará jamás el bizcocho. Nadie se atreverá a mezclar el sabor del flan de café con lágrimas. No se harán hogueras con sarmientos para asar chuletas de cordero ni veremos a nadie comerse la fruta con pan. No sabremos dónde se venderá el azúcar más barato ni compraremos huevos al por mayor. El día que muera papá, las puertas de mi casa empezarán un lamento de chirridos eternos. Nadie untará con aceite las bisagras. Los libros se volverán amarillos, casi de cartón-piedra. Seremos incapaces de releer Señora de rojo sobre fondo gris porque se nos escurrirán las palabras de las páginas. Seremos también incapaces de quemar los libros en un fuego devorador. Y los dejaremos en la estantería de siempre, de adorno. Vaciaremos el armario de cuatro jerséis, dos pantalones y un pijama de invierno. El mejor traje, supongo, se lo llevará a la tumba. El día que muera papá me quedaré vacía, como su habitación. Habrá eco entre los muebles desnudos, el espejo y el colchón marcado con la forma de su cuerpo. Habrá eco en mi cabeza porque solo escucharé su voz repetida. Y no la podré borrar. Y la oiré cuando esté lejos de allí y cuando vuelva. Y cerraré los ojos porque en el fondo lo que querré será oírlo cada día, cada hora. Y tendré mucho miedo a olvidar cómo sonaba su voz. El día que muera mi padre quizás comeremos lentejas. Un guiso insípido porque le faltará sal. Pero comeremos con prisas, por obligación, sin hambre y sin ganas. Nos sentaremos alrededor de una mesa triste e intentaremos agarrarnos al único pilar que quedará en pie: quizás será mi madre, quizás algún hermano. El día que enterremos a papá deberá ser un día lluvioso, plomizo. Necesitaré notar la humedad entrando por la punta de los dedos y recorrerá con escalofríos cada milímetro de mi piel. El día que entierren a papá veré a mi hija, por primera vez, llorar en serio. Se atragantará con sus propios fluidos y se le hará imposible imaginar el resto de su vida sin su abuelo. Y la abrazaré y notaré en ese momento que me echa en cara sin decírmelo toda una ristra de rencores que se resumirán en uno: “no te has dado cuenta de que se moría el abuelo, de que quizás estaba enfermo”. El día que entierren a papá cogeré a Jaime en brazos para que vea el cuerpo sin vida porque me pedirá al oído darle un beso al abuelo. Y después, en la oscuridad de la casa, al volver del cementerio, me confesará haber notado su cara como un trozo de mármol, “como las piedras del baño, mamá”. Y yo lo cogeré de la mano y lo llevaré al salón. Le enseñaré fotos antiguas y disimularé mis lágrimas. Él se dará cuenta de mis lloros y me dará un abrazo caliente. El día que muera papá llevaré un jersey que no me volveré a poner nunca más. Me prometeré a mí misma que no borraré su contacto del móvil y sabré, en ese momento, que llamaré el día veinticinco de cada mes durante el resto de mi vida. Me enfadaré si algún día me contesta alguien que no sea él. El día que enterremos a papá iré cerrando puertas. Primero la de su habitación. Me costará volver a entrar y tardaré meses en hacerlo. Y cuando lo haga veré a mi padre muerto en la cama, sin hablar, sin sentir, sin querer. Cogeré un pañuelo de su mesita y lo esconderé en mi bolsillo. Será mío para siempre. Después cerraré la salita, la trastera y el comedor.  Cogeré también un bote de cristal, un frasco pequeño e intentaré meter en él toda la esencia de mi vida: los abrazos en el sillón orejero, las comidas en el campo, el olor a lumbre, la mirada, el perdón, los rezos nocturnos, el sabor de las gachas o los cielos de verano. Lo taparé con un corcho y me dará pánico abrirlo más tarde por si me quedo vacía de golpe, por si me absorbe la vida. La noche que vendrá, cuando por la entrada de casa entre un viento helado y paralizador, bajaré a verlo morir. Le tocaré la mano todavía caliente y le susurraré que no tenga miedo, que se vaya tranquilo, que mis hijos, los otros, los muertos, lo esperarán en la entrada del Cielo. Pero no me contestará.

Mi casa quedará vacía, aunque llena de gente. Y se irá a otra casa para siempre. Y no me gusta como suena “siempre” porque cuando muera papá me daré cuenta de que la vida no es eterna, no ésta. De que el camino, es verdad, tiene un final y no lo querré ver. Y me encerraré en cualquier baño a gritar. Dejaré por la escalera un mechón de pelo detrás de otro. Y se formarán en los recovecos bolas de pelusas inmensas.

Mi padre morirá y mi casa solo olerá a él.

María Hidalgo Arellano

Imagen: Alejandra Hidalgo Arellano

Marcelo

Me llamo Marcelo. Tengo treinta y un años, dos meses y siete días. Eso es hoy. Nací el 6 de enero de 1992. Debo especificarlo porque no sé en qué fecha leerán esto, y mi edad no sería exacta.

Mi madre dice que fui un regalo de Reyes, pero yo creo que se equivoca. Cuando quieres regalar algo a alguien lo compras en una tienda, y cuando alguien te regala algo, igual. Las personas nacemos, no nos compran en tiendas, y por eso sé que no soy un regalo. No corrijo a mi madre cuando dice eso, porque siempre sonríe al hacerlo. Me gustan las sonrisas de mi madre. Las personas sonríen cuando son felices. Al menos casi siempre. Otras veces las sonrisas no son tan buenas. Eso es cuando se ríen de ti o cuando alguien quiere burlarse. Las burlas no me gustan porque no las entiendo muy bien. Las sonrisas de mi madre sí las entiendo. Nunca son de burla. Esa es una de las razones por las que me gustan.

Vivo en una casa con ascensor, en el tercer piso. Siempre subo por las escaleras, excepto cuando voy los jueves por la tarde a Mercadona a comprar lo que mi madre apunta en la lista. Cada tres jueves toca comprar el detergente Ariel de cinco litros y una bolsa de patatas de cinco kilos. Entonces subo en el ascensor, porque llevo mucho peso, pero me molesta que al pasar por el primer piso chirríe más fuerte que durante el resto del tiempo. Eso es porque tengo hipersensibilidad auditiva.

Empecé a ir al colegio con cinco años. Fui un alumno aplicado. Tuve muy buenas notas. Tuve muy pocos amigos. Los profesores eran agradables. En el instituto también tuve buenas notas. Allí no tuve amigos. Las sonrisas del instituto eran difíciles de entender, creo que casi todas eran de las de burla. No me gustó el instituto. Me gustó cuando terminé de estudiar allí.

Después del instituto me quedé con mi madre y vivimos los dos en nuestra casa durante ocho años. Yo le ayudaba. Le hacía la compra los jueves, igual que ahora. Jugaba con la Play Station. Mi juego preferido era y es el de Crash Bandicoot. Hace mucho que superé todos los niveles. Me gusta cuando supero el Gran Reto Final. Mi madre dice que debería jugar a otros juegos, pero no lo necesito.

Dos años después, a los diez años de terminar el instituto, llegó a casa Antonio. Antonio es el nuevo marido de mi madre. Me gusta Antonio. Es ordenado. No me dice que juegue a otros juegos distintos de Crash Bandicoot. Cuando vino a casa, el primer jueves que salí a comprar me pidió permiso para añadir algo a la lista de la compra. Le dije que sí. Me gustó que pusiera “Espuma de afeitar Gillette. 250 ml”. Eso me hizo sentirme seguro, porque hay muchas marcas de espuma de afeitar. Yo uso la Espuma de afeitar La Toja. Me gusta que Antonio use una espuma y yo use otra. Así no nos confundimos.

Cuando Antonio llevaba un año viviendo en casa me consiguió un empleo. Primero me preguntó si me parecía bien que buscara algo. Le dije que sí. Me contestó que entonces empezaría a buscar y que tardaría como mínimo unos cuatro meses en encontrar algo que me pareciera bien. Eso me gustó. Así supe a qué atenerme. Me gusta organizarme.

Al día siguiente de decirme lo del empleo empecé a ir con él a la biblioteca de mi barrio una vez a la semana, los viernes por la tarde. Antonio trabaja por la mañana y por la tarde de lunes a jueves, y los viernes solo trabaja por la mañana. Por eso íbamos a la biblioteca los viernes por la tarde. Allí me presentó a Eugenio. Eugenio es el bibliotecario jefe. Tiene gafas, el pelo blanco, y sesenta y cuatro años el día de hoy. Podéis hacer la cuenta de su edad. Es treinta y tres años, un mes y veintinueve días mayor que yo. Aprendí a rellenar las fichas para llevarme libros a casa, y a devolverlos. Cuando pasaron dos semanas, ya iba yo solo los martes. Los viernes, Antonio me acompañaba. Pero a veces leía un libro en menos de una semana y por eso empecé a ir los martes también.

Cuando pasaron cuatro meses, yo conocía muy bien la biblioteca. Antonio me preguntó si me gustaría trabajar allí y le dije que sí. Por eso ahora trabajo en la biblioteca de mi barrio, y porque Eugenio se jubilará dentro de dos años y necesita un ayudante.

Ya no juego a Crash Bandicoot. Ahora me gusta más leer libros que jugar con la Play Station. Por ser trabajador de la biblioteca puedo llevarme a casa libros durante más tiempo que nadie.

Antonio trabaja como psicólogo en un centro de salud. Hace poco empezó a aconsejarme algunos libros. Me gustan los libros que Antonio me ha recomendado. Sobre todo, el último que he leído. El autor se llama Birger Sellin.

Ahora tengo amigos. Antonio es mi amigo. Eugenio es mi amigo. Y Birger Sellin, aunque no me conoce, también es mi amigo. Mi libro favorito es uno de Birger Sellin que se llama “Quiero dejar de ser un dentrodemi”.

Por eso he empezado a escribir.

Adela Castañón

Imagen: MOM en Pixabay

Plácido, el Lelo

Plácido pertenecía a segunda generación de los Lelos. Y así lo pregonó la partera a las pocas horas de nacer.

—Nada, no he podido hacer nada. Igual que me pasó con su padre. Pues eso. Que venía de nalgas con el cordón enrollado y la cara tapada con una telilla. Una de esas que ocultan un don o una tontuna.

Era un lelo como Dios manda. Igual que su padre, tenía conocimiento, respetaba las costumbres del pueblo y era un poco presumido.

—Es que no puede ser Lelo cualquiera. Esto solo pasa en mi familia si te llamas Plácido.

No tenía aspecto de bobalicón, pero se embobaba con cualquier cosa. Lo volvían loco las mariposas. Cuando las miraba cruzaba los ojos, dejaba colgar el labio como un belfo y la paz se le escapaba en una sonrisa muy amplia.

El maestro se empeñó en que fuera a la escuela. Como era amigo de todos los niños del pueblo, pensaba que alguna letra se le pegaría. Cuando lo sacaba a la pizarra a dibujar las letras de su nombre, lo animaba.

—¡Venga, Plácido! Casi lo has conseguido.

—¡Imposible, señor maestro! Es más fácil conocer las caras de las cabras que las letras de mi nombre.

Era robusto y forzudo, así que los chicos no querían apostar a nada con él. Siempre ganaba y sus carcajadas sonaban potentes. Y lo volvían loco los Carnavales. Vestido de chica, corría con ellas y les gritaba:

—-A remangar que es Carnaval.

—No te aprovechas, Plácido, que te hemos conocido.

Entonces acudían los chicos y se montaba tal revuelo que tenía que mediar el alguacil.

Un día se puso muy serio y a los que estábamos sentados en el banquero de la plaza nos dijo que se iba a buscar novia, que una cosa era ser lelo y otra tener que aliviar las necesidades con las cabras. La noticia corrió como la pólvora y las chicas empezaron a rehuirlo. Ya no les hacían gracia sus carnavaladas. Solo Anastasia, una chica tan lela como él, por las tardes iba a verlo al corral de las Eras Badías, dónde encerraba las cabras.

—¿Qué haces dando vueltas por aquí? ¿Es que no sabes que este corral es mío? —Detrás de su silueta se veía el reloj de la iglesia que en ese momento estaba dando las siete.

—Ya, —contestaba Anastasia—. Es que me gusta ver que te hacen más caso a ti que a los perros. Tienes un don. Te comunicas con los sentimientos. —En la mano llevaba un ramo de margaritas que acababa de recoger en la era que rodeaba la paridera.

—Pues no te acerques mucho, que las conozco a todas —mientras hablaba clavaba la horca en el fiemo—. Con esta te sacaré las ensundias si me falta alguna.

Anastasia se alejaba, miraba al suelo y, de vez en cuando, cogía más margaritas. Dio varias vueltas alrededor del corral hasta que Plácido salió con dos cántaros de leche. Por las comisuras le caían chorretones blancos.

—¿Vienes a ver si llevo monos en la cara? —Se pasaba la lengua por los labios—. Pues no. Soy como todos los demás.

—Veo que no te has enterado de nada —le contestó Anastasia—. Me gustaría ordeñar contigo y al final hartarnos juntos con la leche de la última cabra.

—¡Imposible! En mi corral nunca ha entrado nadie. Ni siquiera el veterinario. Así que si quieres que ordeñemos juntos nos tendremos que casar. —Se lo soltó así, sin pensárselo dos veces. Era la primera que miraba a una moza a los ojos.

Antes de medio año los amonestaron y se casaron un domingo en la misa del alba. Se sorprendieron cuando encontraron la iglesia llena. Si lo hubieran sabido se habrían casado en misa mayor. Pero ellos pensaban que a las bodas de los lelos no iba la gente.

A la salida se dirigieron a la Punta de la Carretera, en la entrada del pueblo, hasta donde podían llegar los coches. Allí comenzaban las calles empedradas y llenas de barro.

—Ayer le dije al secretario que nos encargara un taxi para irnos de luna de miel como los ricos —dijo Plácido en voz alta para que lo oyeran todos.

El secretario no contestó. Solo él sabía que aquello era mentira.

Esperaron con las gentes hasta mediodía. Les pidieron se fueran, que ellos seguirían un rato más. Cuando se marcharon todos, aparejaron la burra y emprendieron el camino de la Cruz del Pinarón, cerca de Agüero, donde se juntaba el camino de El Frago con la carretera de Ayerbe. Plácido se sentó encima y sujetaba la maleta para que no se cayera. Aunque la llevaban vacía, no querían que se rompiera, que se la había prestado el alcalde. Una vez que se acomodó, Anastasia tomó el ronzal y caminaron hasta el Corral de la Pecha. Dejaron la burra atada a un árbol y ellos se tumbaron en un montón de paja al fondo de la paridera. A Plácido se le achicaron los ojos. Nunca había conocido ninguna oveja tan dócil y encima con muslos prietos.

Antes de un año, Anastasia abandonó el pueblo.

—No la busquéis —gritaba Plácido en el bar—. Parece una mosca muerta pero es una gripiona. Cuando llego cansado del monte me dice que huelo a cabra y que ella no es plato de segunda.

—Anda, Plácido, no te pongas chulo, que todos sabemos lo que cuesta arrancar según qué vicios. Al final la cabra siempre tira al monte —le contestó uno de sus amigos.

—Eso. Que el buey suelto bien se lame. —Soltó una carcajada—. ¡Toma ya! A letras me ganarás, pero a refranes no, que mi abuela decía muchos.

Carmen Romeo Pemán

Foto de la entrada. Una maleta de Pinterest.

Nadie

Margarita escucha sonar su móvil cuando está en el portal de su casa. Mira la pantalla, es Juanjo, su hijo.

—¿Otra vez has salido, mamá? No me cogías el fijo y me he preocupado.

—Sí, Juanjo. Me pillas en el portal.

—¿Pero a dónde vas con el calor que hace?

—A dar un paseo. Ya sabes que soy una friolera, la ola de calor es una bendición para mí.

—Ya hay que tener ganas… ¿Has quedado con alguien?

—Con nadie.

—No te entiendo. No me gusta que salgas sola, y encima con la plasta que hace…

—Anda, deja de preocuparte. Volveré antes de que anochezca, ¿de acuerdo? Te llamo cuando regrese para que te quedes tranquilo.

Juanjo menea la cabeza y cuelga el teléfono. Margarita sale a la calle maquillada con su mejor sonrisa. Mira el reloj de muñeca, va bien de tiempo. El autobús de la línea seis todavía tardará por lo menos quince minutos, y está solo a dos de la parada.

Abre el bolso y saca los dos papeles: el folleto de la residencia para personas mayores que sus hijos le dieron dos semanas atrás y el recorte de periódico con el nombre de algunas agencias de cuidadores a domicilio. Coge el móvil, que su nieta Iris le ha enseñado a usar, y marca el número de una de las agencias. La señorita que la atiende es muy agradable y no se extraña cuando Margarita le especifica el requisito más importante que debe tener la persona que quiera el empleo. La chica queda en que la llamará en un rato y la conversación termina justo cuando el autobús aparece por el final de la calle. Margarita se asegura de tener el bonobús en la mano y el bolso bien cerrado. Con ese calor no hay mucha gente por la calle, pero nunca se sabe. En eso tienen razón sus hijos, iría mucho más tranquila si paseara acompañada.

Se baja en la parada de siempre. El portero de la recepción la saluda por su nombre. Después de tantas visitas, ya se lo sabe y casi puede decirse que se han hecho amigos.

—Buenas, Margarita. ¡Menudo día tenemos! Se puede freír un huevo en el suelo.

—Ya, Damián, ya. Pero yo lo llevo bastante bien. ¿Cómo está hoy? ¿Lo has visto?

—Como todos, supongo. No he tenido tiempo de asomarme, me figuro que andará sesteando. Pero seguro que se espabila cuando la vea. Desde que viene a visitarlo ha empezado a comer mejor, la verdad es que parece otro.

Margarita sonríe sin contestar. No hace falta. Sabe que sí, está convencida de que él la recibirá con la sonrisa de siempre. Desde que se conocieron hace más de un mes, ha sido así: un cariño incondicional, una sonrisa que lo promete todo y un comportamiento que cumple a rajatabla esa promesa. Margarita lo quiere cada día más.

Cuando dobla la esquina del pasillo, él ya la está esperando. Los ojos le brillan más que el primer día y Margarita tiene la impresión de que es como dice Damián. Ella también se ve más guapa cuando se mira al espejo. Juanjo no lo ha notado, pero su hija Lola le preguntó el otro día medio en broma si se había echado novio.

—Mamá, parece que te has quitado años de encima últimamente. ¿No le habrás encontrado sustituto al pobre de papá, que en gloria esté?

—¡Ay, no, nena! Tu padre fue el hombre de mi vida. Y os prometí que nadie ocuparía su lugar.

—Vale, vale. Tampoco es que me importara, ¿sabes? Es más, si al final decides irte a la residencia puede que allí conozcas a alguien. El otro día salió la conversación con Juanjo, y él piensa como yo. No es bueno que estés sola, mamá. No sé por qué te empeñas en no querer considerar la idea. Ni que fuera una cárcel, mujer. En las residencias se puede salir y entrar. Y nos preocupa que vivas sola, los años se van notando, mamá…

—Bueno, nena, no te enfades.

La conversación quedó ahí, pero le abrió los ojos a Margarita. Hoy se ha puesto el perfume que le regaló su difunto marido, el de las grandes ocasiones. Porque ha decidido no esperar más.

El teléfono suena cuando va por la mitad del pasillo. Sigue avanzando despacito mientras escucha. Es la chica de la agencia.

—…

—¿De verdad? ¡Ay, señorita, es usted un amor!

—…

—¿Seguro? ¿Y cuándo podría empezar?

—…

—¡Qué alegría me da! Ahora mismo estoy con él, ¿sabe? Páseme el teléfono de esa señorita y la llamo desde aquí. Mi nieta me ha enseñado a hacer videollamadas —dice con un poquito de orgullo en la voz—. Así se lo puedo presentar y ella nos puede ver a los dos las caras. Que es importante que le caigamos bien, ¿verdad? Espere un momento, que voy a apuntar el número.

Margarita mira a su alrededor, no sabe dónde soltar el bolso para sacar su agenda, y vuelve a pegarse el móvil a la oreja.

—Mejor mándemelo por Whatsapp, no vaya a ser que me equivoque al escribirlo, ¿puede?

—…

—Mil gracias otra vez. Es usted un cielo.

Margarita oye el pitido del Whataspp y se cerciora de que es el mensaje que espera. Cuando lo confirma, ya ha llegado a la altura de donde él la espera siempre.

—¡Traigo buenas noticias! Por lo menos son buenas para nosotros. No sé cómo se lo tomarán mis hijos, pero me da igual. —Sonríe y le acaricia la cabeza. Su pelo es abundante y suave—. Voy a llamar ahora mismo a Conchita, la de la agencia me ha dicho que se llama así. ¡Seguro que vamos a congeniar los tres! Es más, si acepta el trabajo, le digo que venga a buscarnos aquí, y nos vamos los tres a casa.

Él la mira. No necesitan hablar para entenderse. Margarita hace la llamada de teléfono y Conchita le parece un regalo de Dios. La video llamada ha sido un éxito. Vuelve a acariciarle la cabeza.

—Espérame aquí, que no tardo nada. Voy a decirle a Damián que me prepare los papeles, los firmo y vuelvo. Le he dicho a Conchita que compre lo que vamos a necesitar de manera más urgente, y me ha contestado que no me preocupe, que ella se encarga de todo. Sé que mis hijos se enfadarán al principio, pero tendrán que respetar mi decisión. Y Conchita va a ser una aliada maravillosa, ya lo verás. ¡Se le ha visto hasta la última muela cuando le he dicho tu nombre! Lo ha entendido a la primera, es bueno que sepa desde el principio que yo nunca miento. Le prometí a mis hijos que Nadie ocuparía el lugar de su padre, y así va a ser.

Margarita sale en busca de Damián. El perro se sienta a esperarla, pero esta vez no tiene las orejas gachas. Hoy mueve el rabo, sabe que hoy es un día diferente. Esa criatura de dos patas y pelo blanco que viene a visitarlo huele hoy a libertad. El perro que ha aprendido a responder al nombre de Nadie se siente, hoy, alguien importante.

Sabe que ha encontrado un hogar.

Adela Castañón

Imagen: Sabine van Erp en Pixabay

Encrucijadas

Miguel eligió un viaje a Japón por dos motivos: era el sitio más alejado de Madrid que le ofertó la agencia, y la fecha del viaje coincidiría con la boda de Elena y Darío. Los imaginaba escribiendo los nombres de los amigos y familiares en los sobres de las invitaciones a la ceremonia. Podía verlos detenerse, mirarse a los ojos y preguntarse sin palabras qué hacer cuando llegaran a su nombre en la lista.

La boda era el treinta de abril. El viaje empezaba el dieciocho y duraba quince días. Tiempo suficiente para planear cómo hacer que pagaran por lo que le habían hecho. Desde que supo que los dos lo habían traicionado, tenía secos los ojos y el alma.

Darío, su único hermano.

Elena, su única novia.

Él, Miguel, cometiendo sin saberlo el mayor error de su vida al insistir en que Darío volara desde San Petersburgo hasta Madrid para conocer a su futura cuñada antes de la boda.

Su avión despegó del aeropuerto de Barajas a la hora prevista. El vuelo hasta Tokio duraba casi veinte horas, transcurrió sin incidencias, pero Miguel no logró conciliar el sueño durante el trayecto. Sonrió al pensar que, seguramente, sería porque tenía la cabeza en las nubes. Durante la noche, al mirar por la ventanilla solo veía el reflejo de su rostro, un rostro que le parecía el de un desconocido, con ojeras que nunca habían estado antes allí.

Pasó la noche en el hotel de Tokio. No quiso cenar nada. Se bebió media botella de vino en la habitación. Al día siguiente, con un vaso de agua y un par de aspirinas por todo desayuno, bajó a la recepción y contrató el primer tour que le ofrecieron sin prestar atención a los detalles.

El autobús turístico se detuvo en la estación de Shibuya. Miguel vio a un grupo de gente que hacía cola frente a una estatua, esperando para fotografiarse. Se acercó, más por indolencia que por curiosidad, para ver si reconocía al personaje al que habían inmortalizado y se sorprendió al descubrir que la imagen era una pequeña escultura de bronce que representaba a un perro de raza desconocida para él, sentado sobre sus cuartos traseros, con las patas delanteras estiradas y en lo que parecía una actitud de espera. La base de la estatua era una losa de piedra con algo escrito en vertical que no supo traducir. En la cola, había un japonés que debía de ser un guía. Miguel se acercó con disimulo y le escuchó narrar la historia en inglés. El perro, Hachiko, había ido durante años a la estación a esperar a su dueño, que murió de manera repentina. A pesar de eso, Hachiko continuó acudiendo a diario a su cita hasta su propio fallecimiento.

Miguel maldijo su idea del viaje, y su mala puntería al elegir precisamente ese tour. Lo que él necesitaba en ese momento era una historia lacrimógena, vaya, no se podía tener peor suerte. Trataría de cambiar el billete al día siguiente para volver a España cuanto antes. Había sido un imbécil al dejarse llevar por el impulso de poner tierra por medio, como si sus problemas no viajaran adheridos a su piel, igual que la etiqueta que adornaba su maleta.

El grupo de turistas había terminado la ronda de fotos. Miguel los siguió a corta distancia. El guía los condujo por la acera hasta el borde de la calzada y se detuvo levantando una ridícula banderita verde que actuó como reclamo para que todos se callaran y se agolparan a su alrededor. Estaban, dijo al grupo, a punto de pasar a la historia por dejar sus huellas en el cruce más transitado del mundo. Miguel se fijó entonces en el entorno y, durante un segundo, sintió un ramalazo de vértigo a pesar de estar a ras del suelo. Los pasos de cebra le parecieron un dibujo surrealista, el trazado de un laberinto de líneas blancas y grises que le recordaron a los barrotes de una prisión. Se agarró a una farola y respiró hondo tratando de calmar los latidos de su corazón, que se habían acelerado y tenían el mismo ritmo frenético de la gente que cruzaba a toda velocidad evitando, o eso le pareció a Miguel, chocar entre ellos en el último momento.

Volvió la vista atrás. Hachiko, desde su pedestal, lo contemplaba impasible. Cerró los ojos durante unos instantes y se enfrentó de nuevo al vértigo de los mil desconocidos que cruzaban con una seguridad que él había dejado atrás cuando embarcó en el avión.

Se soltó de la farola. Respiró hondo. Puso el pie al azar en el primer paso de cebra que le pilló al paso, y avanzó dejándose llevar por el ritmo de la marea humana.

No cambiaría el billete. No volvería a Madrid. El dinero no era problema, vivía de las rentas desde hacía mucho tiempo. Después de Japón, viajaría a otro sitio. Australia, quizá, o tal vez a California. Cualquier lugar le valdría.

Logró llegar sano y salvo a la otra acera, y le pareció una señal. Volvió la cabeza para dar una última mirada a la escultura de Hachiko y le pareció que el perro le dedicaba una sonrisa compasiva. A pesar de saber que aquello era una ilusión óptica, la figura de piedra logró lo que ni Elena ni Darío habían conseguido y Miguel, de pronto, recordó cómo llorar.  

Adela Castañón

Imagen: Foto de la autora

Con cartas de recomendación

Nos levantamos antes de rayar el alba y, zigzagueando por unas trochas empinadas, llegamos a Ayerbe con tiempo suficiente para coger el tren que bajaba de Canfranc a Zaragoza. Dejamos la burra con un posadero conocido y le pedimos que nos la guardara hasta el día siguiente. Así, cuando mi madre regresara, no tendría que caminar las siete leguas que separan Ayerbe de El Frago.

En la estación, mientras esperábamos el Canfranero, nos encontramos con una mujer de Lacasta que también llevaba a su hija a un internado. Por debajo de la toquilla le asomaban unas manos con quebrazas, como las de mi madre.

Subimos al tren y nos sentamos las cuatro juntas en vagón de tercera, en un compartimento con bancos de madera. Enseguida nos pusimos al corriente de nuestras vidas. La otra chica, Petronila, tenía mi edad y nuestros padres habían muerto cuando éramos muy niñas.

—¡Qué bonito! Tienes nombre de reina aragonesa —le dije.

—¿A qué te gusta? —terció su madre—. Pues ella no para de preguntarme que a quién se le ocurrió, que ni es el santo del día, ni de nadie de la familia. Y, encima, las chicas se ríen y le sacan motes.

Y, habla que te habla, nos fuimos tomando confianza, tanta que la madre de Petronila nos enseñó un sobre arrugado y manoseado.

—Con esta carta de recomendación de mosén Pedro, las monjas tratarán a mi hija mejor que si fuera la mismísima reina Petronila.

En ese momento sentí una arcada, como si me hubiera metido los dedos hasta la campanilla, y pensé: “Ese cura debe ser tan cabrón como el que se acostó con mi madre. Seguro que también intentó cepillársela, Y hasta le dejó el nombre: Petra, no, que cantaba mucho. Petronila resultaba más disimulado. ¡Todos iguales! Y luego, ¡hala!, nos quitan de en medio con una carta de recomendación. ¡Anda a saber si estos curas no habrán tenido también aventuras con las monjas! ¡No me extrañaría nada!”

Enfrente de nosotras, iba una señora adormilada. Justo encima de ella, en el portaequipajes, había dejado dos gallinas vivas, atadas por las patas. Se pasaron todo el viaje cacareando. Cuando llegamos a Zaragoza, todas estábamos envueltas en el plumón que habían ido soltando con sus aleteos. Antes de bajarnos, mi madre se encaró a la dueña:

—¿No se da cuenta de la faena que nos acaba de hacer? ¿Cómo nos vamos a presentar así en el colegio? ¡Qué pintas, Dios mío! Por su culpa igual no aceptarán a nuestras hijas, que las llevamos a un colegio de postín.

Nos sacudimos, pero no pudimos quitarnos todas aquellas pelusas blancas adheridas a las ropas. Con esa facha, nos plantamos delante de un portón de caoba y herrajes de bronce. Más que la puerta de un internado parecía la de un palacio renacentista. Llamamos al timbre y nos acercamos al torno las cuatro a la vez. Al ver semejante tumulto, salió la hermana portera, que nos había abierto tirando de una cuerda. Miró de arriba abajo los pañuelos anudados debajo de la barbilla, las sayas pardas y los delantales raídos de nuestras madres. No pudo reprimir un oh, cuando se vio los piojuelos de las gallinas que corrían por las telas.

—¡Buenos días! —dijo mi madre, tomando la delantera—. Venimos a traer a nuestras hijas con buenas cartas de recomendación.

—¡Lo siento! Pero las que vienen recomendadas no entran por aquí —cerró la puerta y nos siguió hablando por el torno—. Miren, sigan un poco adelante y en la esquina de la izquierda, se encontrarán un portal pequeño, por el que entra el servicio. Allí es.

Estaba claro. No nos iban a tratar como colegialas normales. Ni siquiera nos dejaban entrar por la misma puerta.

Antes de pasar a unos cobertizos, donde estaban nuestras habitaciones, una monja gorda, con pelos en la barbilla, se presentó como nuestra encargada. A continuación despidió a nuestras madres y nos leyó la cartilla. Nos dejaría asistir a las clases pero, sin hacer ruido, tendríamos que entrar las últimas y salir las primeras. Nos había reservado dos sitios una clase de primero de bachiller. Nos teníamos que sentar en la última fila, junto a la puerta. También nos advirtió que tendríamos atender en clase, que después no dispondríamos de tiempo para estudiar. Sólo algún rato libre de los fines de semana.

Dicho esto, nos entregó a cada una un uniforme negro, con cuello blanco de plástico y un cinturón negro. Así nos distinguiríamos de las internas de pago, que lo llevarían rojo.

En la primera ocasión que tuve, le encargué a una alumna externa que me comprara una linterna. Justo me llegaron unos dinerillos que me había dado mi abuela. Cuando apagaban las luces del dormitorio, hacía una especie de tienda de campaña con las sábanas. Sentada, me ponía el libro en las piernas cruzadas y lo alumbraba con la luz mortecina de la linterna. Así conseguí sacar buenas notas hasta que acabé Magisterio. De esa época, me queda la sensación de andar durmiéndome por los rincones.

El día que fui a recoger el título me ofrecieron una plaza de maestra en un pueblo del Pirineo Aragonés. Llegué en burra y me alojé en casa el Bastero, en una alcoba muy parecida a la de mi casa de El Frago. Cuando entré en la escuela pensé en mi maestra, y sonreí como lo hacía ella.

Una tarde, pasadas las Navidades, vino a verme la hija de la viuda de casa Satué. Como tenía que ir a lavar con su madre, había abandonado la escuela antes de cumplir catorce años, unos días ante de que llegara yo.

Me contó que, cuando volvía del río, me espiaba por la cerradura y le gustaban mucho mis clases. Se quedó un rato sin hablar, dando vueltas alrededor de la estufa. Hizo ademán de marcharse, pero se dio la vuelta:

—Mire, hoy me he atrevido a entrar. —Calló un momento—. Es que, en realidad he venido a pedirle un favor, que sé que está en sus manos.

—A ver si puedo. Dime.

—Solo puedo confiar en que usted me saque de este agujero.

A los pocos días, en la estación de Zaragoza, la viuda de Satué y su hija no lograron quitarse todas el plumón de gallina que se les habían adherido a sus ropas.

Carmen Romeo Pemán.

La tarea

—A ver, profesor, ¿me está diciendo que he tirado a la basura el dinero invertido en este curso? ¿Pretende colarme ese cuento?
—Leo, Leo… —El profesor mueve la cabeza de lado a lado— ¿Has olvidado uno de los axiomas más repetidos en nuestras clases? Muestra, no cuentes. No pretendo colarte nada. Me he limitado a responder a tus preguntas mostrándote los hechos. O, al menos, los hechos tal y como yo los veo.
—¿Insinúa que mi escritura es…?
Leo busca la palabra sin dar con ella. Eso le cabrea. Es como si le diera la razón a su profesor, al no encontrar el vocablo exacto. Ramón, ese Pigmalión que acaba de caer de su pedestal, o de bajarse, que Leo tampoco lo tiene claro, espera en silencio. No le da ni una mísera pista. Leo se estruja la sesera y termina la frase.
—¿…anodina?
—¿Yo he dicho eso?
—No. Por eso pregunto que si lo insinúa.
—¿Eso crees?
—¿Cómo llama responder a una pregunta con otra? —Leo levanta la barbilla y curva los labios hacia abajo
—Se le llama ser gallego, Leo. Nací en Orense.
Sin poderlo evitar, Leo siente que la curva de sus labios se invierte. El jodido profe tiene su gracia. Si no estuviera tan cansado, tan desmoralizado, habría soltado una carcajada. Se levanta, dispuesto a irse. Por lo que paga, lo menos que podía hacer Ramón era regalarle un poco el oído, piensa Leo. Camina despacio hacia la puerta. Muy despacio. Al final, se detiene con la mano en el picaporte y se da la vuelta.
—¿Piensa dejar que me vaya? —La curiosidad pierde la batalla frente al orgullo.
—Bueno, lo he dudado.
—¿En serio? ¡Quién lo diría! En fin… no le molesto más.
—Si no te hubieras vuelto, te habría llamado. Venga, hombre, no te lo tomes así. De vez en cuando, algún curso que otro, doy con algún alumno que hace que adore mi trabajo a pesar de los quebraderos de cabeza que me da. Ocurre muy rara vez, pero cuando ocurre… ¡ah! —La mirada del profesor tiene un brillo diferente—. Y ha ocurrido contigo.
Leo deshace el camino y vuelve a sentarse. ¿A qué juega este tío? ¿Acaso pretende ahora dorarle la píldora? Ramón ha despedazado su trabajo. Al comentar su relato le ha echado en cara que su texto tenga demasiado sentido. ¡Demasiado! Después de insistir tanto sobre la importancia de eso, de dar sentido a lo que se escribe… ¡no hay quien lo entienda! Y compara su escritura, su estilo, con los de un montón de autores de renombre, sí, pero solo para decir que no les llega a la altura del tobillo, que sus intentos son una mala copia de ellos. Leo no está seguro de haber entendido a Ramón, y no piensa irse del despacho sin tener las ideas claras.
—Pues no le encuentro sentido a sus palabras. —No puede evitar la pulla, aunque quizá se pase de listo con la alusión al comentario—. Ilumíneme, ande.
Ramón suelta una carcajada y se retrepa en el asiento. Leo, sorprendido, arruga la frente y piensa largarse. Pero solo lo piensa. No lo hace.
—Mira, ahí tienes una prueba, Leo. Has usado la palabra justa. Ya sabes, menos es más, ¿recuerdas?
A Leo se le escapa una sonrisa sin poder evitarlo. Cuando se da cuenta, vuelve a obligar a sus labios a convertirse en una línea horizontal. Ramón sigue hablando.
—Iluminar es la palabra exacta, Leo. Tu escritura es luz. A veces. Por ahora, solo a veces. Y hay compañeros tuyos que no alcanzarán eso jamás.
—¿Entonces…? —Leo no entiende nada—. Adoro escribir, es mi vida. Pero no sé…
—Has vuelto a poner el dedo en la llaga, Leo. Y has vuelto a usar la palabra exacta. La adoración no es buena, te devora, te anula. —Ramón mira por la ventana de su despacho, y su mirada parece ir más allá del tráfico, de la lluvia cansina de otoño que todo lo tiñe de gris—. ¿Sabes que estoy divorciado?
La boca de Leo se abre en un círculo perfecto, y ni se molesta en cerrarla. La vida privada de este profe es un absoluto misterio para todo el alumnado. Y ahora le suelta esto a él. Despegar el trasero del asiento queda descartado. Se envalentona, y lanza un anzuelo para enganchar la memoria de Ramón.
—¿Qué pasó? ¿Ella no pudo competir con la escritura?
—No. Fue al revés. La escritura no pudo competir con ella. Yo amo escribir, pero adoraba a mi mujer. Ella se había enamorado del escritor. Y cuando vio que el escritor era también un hombre enamorado se… ¿cómo te lo diría? Se desencantó.
—Ostras. —Leo no sabe qué decir. Sus creencias se tambalean.
—No pienses mal, Leo. Trató de ayudarme, me daba espacio para escribir, era, prácticamente, una mujer perfecta. Pero mi adoración por ella me devoró. Solo se puede adorar a Dios, o al diablo, o a Buda o al universo, qué más da. Pero hay que tener cuidado al elegir un objeto de culto, ¿sabes?
—Ya. —La cabeza de Leo es un hervidero de ideas—. Sin embargo, el índice de escritores que se han suicidado tampoco es tan alarmante, ¿no? Vamos, no me parece que escribir sea insalubre.
Ramón mira a su alumno y se sorprende al sentir admiración mezclada con envidia. A partes iguales, espera.
—Mira, Wallace, en una conferencia, contó la historia de dos peces jóvenes que se cruzan con otro pez más veterano. El pez mayor les dice: “Hola, chicos, ¿cómo está el agua?” Los jóvenes siguen nadando y, al rato, uno le pregunta al otro: “¿Qué diablos es el agua?”
Leo, durante un par de segundos, siente que esa frase le ahoga. Se le atraviesa en la garganta y, en un rapto de lucidez, adivina lo que el profesor va a decirle. Los ojos le brillan.
—Leo, tú sabes lo que es el agua, y aún así te preguntas de qué está hecha, qué hace que tenga ese color, por qué corre por tus venas de pez sabio…
—Pero la escritura de mis compañeros es valiosa. Al menos lo es para mí. Algunos escriben tareas magníficas, aunque muchas veces yo me cuestione que…
—Exacto. A veces te cuestionas hechos cuya interpretación es, en apariencia, obvia. Y al narrar esos hechos, en lugar de darles sentido, haces que el lector se pregunte por eso, por significados que nunca se le hubieran ocurrido antes. ¿Comprendes?
—Ya —Leo sonríe—. Yo no escribo para regalar luz. Quiero crear oscuridad, que mi lector busque a tientas el interruptor.
—Bueno, si hubieras puesto eso en la tarea, te habría dado una nota más alta.
Leo sonríe, ahora a conciencia y sin querer evitarlo. Se rasca la coronilla, hace un signo de victoria con el pulgar y se marcha.
Ramón imagina el aula como una sala de conciertos. Los alumnos son millones de lámparas encendidas, como luciérnagas, que iluminan su vida porque son muchas. Pero a veces, surge un foco, un rayo de luz entre las masas, que alumbraría el escenario, aunque estuviera solo.
Ramón sonríe. Esta vez, el sol se llama Leo.

Adela Castañón

Imagen de Elisa en Pixabay

De cabañeras y aliagas

No sabíamos por qué nos reíamos del miedo de nuestro padre a las aliagas. Lo que sí sabíamos era que todo le empezó para San Pedro. A los diez años ya acompañaba a los pastores que llevaban los rebaños a puerto, es decir, a los que subían desde la Tierra Baja hasta los altos del Pirineo.

En las comidas de los domingos nos contaba sus aventuras. La que más le gustaba era la de cruzar el puerto de Monrepós. Como repatán, que así llamaban a los niños que ayudaban a cuidar los ganados, su trabajo consistía en ir detrás de los últimos perros pastores y ayudar a las ovejas que se quedaban rezagadas. Lo peor estaba en los tramos en los que tenían que avanzar monte a través. Le resultaba muy penoso caminar entre los erizones, o cojines de monja, como llamaban a las aliagas marinas. Esas eran las peores. Esas crecían entre los pinos y en muchos tramos invadían la cabañera.

Le gustaba hablar de sus pies planos. De que no podía caminar deprisa por los pedregales. Y menos aún con las aliagas recién granadas, justo en el momento en el que se les endurecen las espinas y se le clavaban en las plantas doloridas y entre los dedos. De nada le servían los peduques de lana recién hilada, ni las correas altas de las abarcas. Cuando mi padre llegaba a este punto, mi madre gritaba:

—Basta ya, Andrés. No sigas por ese camino que siempre nos amargas la comida.

—Eso, saca el pan —contestaba él. Y seguía con su retahíla—. Por algo dice el refrán que cuando la aliaga florece no hallarás quien pan te deje.

—Pues ya han florecido. Y aún tenemos harina del año pasado. No nos faltará el pan en todo el año —respondía mi madre limpiándose los labios con la punta del delantal.

—Es que aún no hemos llegado a San Pedro. Entonces llegará la aliaga granada y no te dará pan ni tu hermana.

—Basta ya de refranes y sandeces. —Mi madre hacía el gesto de espantar una avispa—. Déjanos comer en paz.

Entonces mi padre se metía los dedos de la mano en la boca y se la restregaba. Decía que se le habían inflamado las encías y que llevaba ampollas por todo. Hasta en la lengua. Que se le abrían en carne viva cuando se metía algún bocado.

—Ya basta de cochinadas. —El enfado de mi madre aumentaba por momentos—. Al final nos harás vomitar a todos. —Con gesto de quitarle el plato—. Si no quieres comer, déjalo, que te sobran carnes.

A continuación le traía un pocillo con mejunje de hierbas que ella recogía en el monte.

—Anda, tómate esto y túmbate un rato en la cadiera. Verás cómo se te pasará la desazón de la boca si te callas un rato.

Por las noches, alrededor del fuego, cuando mi padre volvía de las parideras, me gustaba contemplar cómo le metía mi madre los pies en una palangana de agua templada con sal, vinagre y un cocimiento de hierbas. Ella se arrodillaba y le limpiaba las uñas con mucha paciencia. Después acercaba mucho los ojos por si llevaba algún pincho clavado en los repliegues acartonados.

—Mira bien a ver si se me ha hecho alguna ampolla blanca con pus —gruñía mi padre.

¡Qué estampa! Mi madre inclinada, con el moño deshecho. Una nueva Magdalena lavándole los pies a su Señor.

Entonces mi padre se repantingaba y levantaba unos pies tan grandes que le tenían que hacer las abarcas a medida. En ese momento miraba a ver si estábamos cerca y nos contaba que esos pies eran sagrados, que le habían dado comida cuanto era repatán y después lo habían librado de hacer una mili de más de dos años.

Lo malo fue el día que mi hermano mayor le dijo que habrían sido más útiles para apagar incendios en el monte que para guardar rebaños. Que al fin y al cabo todos sabíamos que la vida de los pastores era una vida de vagos. Que se pasaban las horas mirando al cielo y que el trabajo lo hacían los perros. Que siempre se había dicho, compra un buen perro y échate a dormir.

—¿Qué te sabrás tú? —Tomaba aliento—. Si nunca has ido con el rebaño ni has tenido un uñero.

—¡Ande va! —Como era el primogénito se atrevió a replicarle.

En un estallido de ira le contestó que esa era la maldición de los pastores. Que ni él ni muchos ignorantes conocían el suplicio de tener las uñas podridas y andar cojeando. Y, al final, no poder más y caer roto en el suelo. Que no sabían qué era perderlas y tener que caminar de rodillas, como los tullidos.

—Usted siempre nos ha dicho que su problema eran los pies planos. Pero muchos quisieran tener su planta y la fortaleza de sus piernas—le contestó mi hermano pequeño.

—Y tú, cállate, que aún no has salido de las faldas de tu madre. —Con su puñetazo en la mesa nos quedamos mudos.

Mis hermanos y yo sabíamos que, en la redolada, era el pastor que más horas aguantaba en el monte. Pero nunca supimos de dónde le venía la obsesión por las aliagas, hasta que lo descubrió nuestro hermano pequeño. Todo había comenzado un año para San Pedro, cuando, por primera vez, fue de repatán con unos ganaderos fuertes del pueblo que llevaban las ovejas a pastar al Pirineo. En la subida a puerto tomaron la cabañera que iba por Arguis, la que cruzaba el puerto de Monrepós por el Peñuzo, donde las plantas eran ralas y los erizones lo invadían todo. Él, por culpa de sus pies planos, iba rezagado y oyó el balido de una oveja. Era como un largo lamento. La buscó y se la encontró moribunda detrás de la única aliaga florecida entre las otras, que ya estaban granadas. Se la quedó mirando. Tenía las cuatro patas en carne viva y se le habían caído las pezuñas. Entonces oyó la voz del mayoral:

—No te acerques. Tiene patera, o glosopeda, o como se llame. Es un mal muy contagioso que lo producen las aliagas marinas.

Andrés oyó el batir de grandes alas hacían círculos sobre la oveja. Eran los buitres que esperaban su festín. Se le heló la sangre cuando pensó que eso mismo podría sucederle a él o a cualquier pastor.

Carmen Romeo Pemán.

El relato está ambientado en la Ciabañera de Monrepós, cerca de Arguis

Foto del principio. Aulagas marinas, cojines de monja o erizones en el Peñuzo. Puerto de Monrepós, Huesca.

Tocar fondo

Elena mira el almanaque a diario desde que cambió la domiciliación de su nómina. Traga saliva. Ya es día 27 y no puede tardar en decírselo a su marido. Si no lo hace, cuando él vea que no le ingresan su sueldo en la cuenta común será peor.

Lo estuvo meditando durante meses. Al principio solo era una idea, pero, cuando él dijo lo de las clases de la niña, se lanzó. Durante la comida, él le pidió una copia del DNI y de su última nómina para firmar otro préstamo pequeño, “solo para nivelar los gastos un poco”.

—No —se atrevió a decir ella—. Dijiste que el de hace dos meses sería el último…

—¿Esas tenemos? —Él se encogió de hombros y apretó los puños—. Entonces habrá que reducir gastos…

—Vale…

—Pues ve cortando la logopedia y la fisio. La niña no necesita tantas tonterías y esos cabrones cobran un huevo.

Al día siguiente de esa conversación, ella se abrió una cuenta bancaria en un BBVA que hay al lado de su oficina. Su empresa trabaja con esa entidad y en la sucursal son bastante amables. Luego subió a la oficina de personal y cambió la domiciliación de su nómina a la nueva cuenta.

Y ahora, a día 27, todavía no le ha dicho a su marido lo que ha hecho.

De pronto él, como si el pensamiento de su mujer fuera un imán, aparece en la cocina. Ella está sentada delante del portátil. Ha puesto una olla al fuego para preparar macarrones y, mientras el agua arranca a hervir, aprovecha para terminar unas cosas del trabajo. Suele hacerlo allí, para no molestar a Alberto con el ruido de las teclas mientras él ve la televisión en el salón.

—A ver si este mes cobráis pronto —dice él—. El mes pasado nos quedamos en descubierto dos días porque cargaron la VISA antes de que te ingresaran.

Ella calla. Él continua:

—Fue mala pata que el mes terminara en fin de semana y os pagaran el 31, en lugar del 28 o 29 como siempre.

Ella se encoge de hombros. Nunca sabe cuándo le pagan. Las cuentas las lleva él.

—Pregúntale mañana a algún compañero si ha cobrado ya. Que necesito organizarme.

—Pero hay saldo, ¿no? —Elena hizo muchas horas extra el mes pasado.

—Ya, pero este mes la VISA viene alta. —Ella lo mira sin decir nada y él resopla—. No pongas esa cara de pánfila. Hemos tenido muchos imprevistos.

Elena guarda silencio. Por lo visto, el móvil nuevo y el canal plus nuevo ahora se llaman imprevistos… Piensa en Luci, es ahora o nunca, la ocasión está ahí.

—Igual este mes cobro antes.

Él se sienta frente a ella y a su boca, que no a sus ojos, asoma un atisbo de sonrisa.

—¿Y eso? No me habías dicho nada.

—Te lo digo ahora.

—¿Y eso por…? —él repite la pregunta.

—Porque en el BBVA ingresan antes.

—No jodas. Eso ya lo sé. Anda qué… ¡Has descubierto la pólvora…! Pero nuestra cuenta está en mi banco, no en el BBVA.

Él trabaja en otra entidad bancaria y, desde que se casaron, las nóminas de los dos están domiciliadas allí y Alberto es el que lleva los números. Ella ni siquiera consulta los movimientos por internet, bastante ocupada está sacando adelante su trabajo, la casa, y a Luci. El neurólogo le dijo en la última revisión que estaba haciendo muchos progresos gracias a todas las terapias. Recordar eso le da la chispa de valor que necesita.

—Es que van a pagarme por el BBVA.

—¿Qué? Explícate, Elena, que no me entero. Algunas veces eres tan difícil de entender como la niña.

—He abierto una cuenta en el BBVA y he domiciliado allí mi nómina.

—¡Joder! Si al final va a resultar que hasta piensas, ¡se me tenía que haber ocurrido a mí! Mira por dónde has tenido una idea buena por una vez en tu vida. —Ella se envara y él arruga la frente—. Pero… a ver, ¿cómo has abierto la cuenta? Yo no he firmado nada.

—Está a mi nombre.

—¿Qué? ¿Qué está…? ¿Se puede saber qué has hecho?

Ella calla y aprieta los labios. Él se levanta y se pone a dar zancadas por la cocina.

—¡Que me digas qué coño has hecho! ¿Eres tonta o qué?

Ella sigue callada. Los labios se mantienen apretados, pero levanta la barbilla y le sostiene la mirada. Él apoya los puños encima de la mesa y acerca mucho la cara a la de ella, que hace un esfuerzo para no retroceder.

—A ver… Vamos a calmarnos un poco —dice él, con la voz una octava más baja—. Mañana mismo vamos al BBVA de los cojones y me pongo también de titular. Así podré hacer transferencias online cuando vea que te han ingresado, y disponemos antes del dinero. Todo tiene remedio.

—No —ella lo dice en voz baja, pero no tanto como para que él no la oiga.

—¿Qué? ¿Que no qué?

—Que no…

—¿A qué juegas?

—A nada… Cobraré antes… Y el mismo día que cobre, sacaré el dinero y te lo daré. Y tú lo ingresas en tu banco.

—Dirás en nuestro banco, ¿no?

—No. Sí. Es igual. Ya está hecho. —Traga saliva—. Y el dinero llegará antes, ¿no?

—¿Y a santo de qué semejante gilipollez? No tiene sentido una cuenta así, solo para eso.  

—Para mí, sí. —Ella da gracias por estar sentada. Es como si sus piernas no existieran y el suelo se hubiera esfumado debajo de sus pies—. —Todo seguirá igual. Tendrás el mismo dinero que hasta ahora.

—Que me digas la verdad, coño. Que para ese viaje no necesitábamos alforjas.

—He hablado con mi jefe. Le he pedido hacer más horas extras y ha aceptado la petición.

—Cojonudo. ¿Y qué tienen que ver la leche con las habas?

—Pues que lo que me paguen de más por esas horas se quedará en esa cuenta. —Él la mira como si no hubiera entendido sus palabras, y ella se obliga a añadir—. Ese dinero extra será para las terapias de Luci. De ahí no vamos a recortar ni un euro.

Él pone los brazos en jarras y suelta un gruñido.

—¿Conque esas tenemos? Me la tenías guardada, ¿no? Claro, como tú no tienes que preocuparte de controlar los gastos, ni la luz, ni el agua, ni… Manda cojones… ¿Así que ese dinero se va a ir a los bolsillos de unos comecocos, en lugar de servir de ayuda para que no falte agua caliente ni un plato de comida en esta casa?

Ella baja la cabeza, pero se mantiene en un silencio firme.

—Mira —sigue él—, no me cabrees… Seguro que no lo has pensado bien. Todos podemos equivocarnos. Mañana a la hora del desayuno me acerco a tu oficina y…

—No.

—Te digo que mañana vamos los dos al BBVA y arreglamos esto.

—No.

Él da dos o tres vueltas alrededor de la mesa. Ella no levanta los ojos del teclado. Siente las manos de su marido que le masajean los hombros.

—Nena…

El masaje es suave, pero hace que hombros de ella se tensen más en lugar de relajarse. Él, aunque lo nota, sigue masajeando. Siempre le ha dado resultado.

—Mira, Elena, no tienes que ponerte así. Si quieres que la niña siga con las dichosas clases, pues vale. Ya pensaré cómo ahorrar por otro lado. Pero en la cuenta nos vamos a poner los dos. Piensa un poco. ¿No te das cuenta de en qué lugar me deja eso a mí? ¿Eh? ¿Qué explicación iba a darles a mis compañeros del banco? Se preguntarían por qué, de pronto, la nómina de mi mujer deja de estar domiciliada allí. Y no puedo mentir o decir que te has quedado en el paro, porque verían luego el ingreso del dinero.

Ella, efectivamente, se da cuenta de que no ha pensado en eso. Quita las manos del teclado y las pone entre sus rodillas muy apretadas. Empiezan a asaltarla oleadas de algo que no sabe cómo llamar, pero le gusta cómo le hace sentirse. Él interpreta mal su silencio y sigue:

—No pasa nada, pero entiéndelo. Eso me pondría en ridículo delante de todos. Como hombre, tengo mi orgullo. Y lo que has hecho es un golpe bajo que dejaría la autoestima de cualquiera por los suelos. ¿Lo entiendes? —repite, como si ella fuera una niña pequeña.

Ella aprieta los dientes. Claro que lo entiende. ¡Cómo no lo va a entender! Mucho mejor de lo que él cree. Nota en el corazón dos latidos a destiempo y siente como si en su interior se hubiera abierto una jaula y un pajarillo asustado alzara el vuelo. Sacude los hombros y los libera de la prisión de las manos de él.

—La cuenta se quedará a mi nombre. Y si tu autoestima se queda para el arrastre, que salude a la mía, que lleva mucho tiempo bajo tierra.

Elena no puede creer que haya dicho eso, pero la cara de incredulidad de él es buena prueba de que sus labios han pronunciado esas palabras. Alberto hace un último intento:

—¿Es que no te has enterado de lo que te acabo de explicar?

—Sí. Perfectamente.

—¿Y…?

Ella se encoge de hombros.

—Me da igual.

El agua ha empezado a hervir y se desborda un poco. Igual que la alegría en el pecho de Elena, que se levanta y sale de la cocina. Le da igual la cena, le hará a Luci un bocadillo. Había olvidado lo que era ser la persona que pronuncia la última palabra. Se siente flotar.

Adela Castañón

Imagen de Claudio Szatko en Pixabay

Caraquemada

De las fragolinas de mis ayeres.

El carbón tenía que arder toda la noche a fuego lento. Cuando anochecía, echábamos a suerte quiénes nos quedaríamos vigilando la cabera. Hacían falta dos, por si uno se dormía. Es que, de vez en cuando salía una llamarada por algún agujero, nosotros teníamos que taparla con tierra y pisarla bien para que se apretara. Si se escapaba el humo detrás saldría el fuego y llegaría el desastre. ¡Eso era lo más difícil! Ese humo nos hacía toser sin parar y la mejor manera de no sentir cómo entraba en nuestros pulmones era con un cigarro de cuarterón y un trago de vino recio. Pues eso. Un día empiné tanto la bota que en lugar de pisar la tierra me caí de bruces encima del humo. Con el golpe se avivaron las llamas y me abrasaron la cara. Esa noche estaba con Hilario. En cuanto me vio caer, como no teníamos agua, apagó las llamas con la bota del vino. Yo aullaba como un perro rabioso y pensaba en Marcela. Hacía unos días que me había confesado que había tenido otros pretendientes, pero los dejó cuando se les quemaron las caras haciendo carbón.

Hilario me envolvió en barro hasta que me sacó el calor del cuerpo y me cubrió la cara con tierra batán, la que se empleaba para encalar.

—Ahora, en lugar de los ojos se te ven dos agujeros pequeños, otros dos en los orificios de la nariz y uno más grande en la boca.

Mientras se secaba la careta, unas hormigas voladoras se mezclaron con el barro, se me metieron en la piel quemada y, allí, quedaron atrapadas con las patas hacia afuera. Quería arrancármelas pero se me agarraban a las manos como un enjambre de abejetas. Cada vez venían más. Enseguida oímos cocear a una caballería y supimos que habían entrado en el corral. Otras se refugiaron en las orejas del gato que dormía junto a nosotros. De repente comenzó a maullar y a dar saltos como cuando le entró la sarna. Hilario lo agarró de la cola y lo echó dentro de la cabera.

—¡A cascala! No sea que le hayan metido en el cuerpo alguna bruja o el espíritu del Maligno.

Al poco rato me entró una tiritera y abandonamos la cabera. Encima de la mula, yo iba dando alaridos. Nada más llegar, Hilario encendió el fuego y se fue a buscar al médico. Con el calor del hogar, el barro y las hormigas atrapadas caían como chinches, apagaban las llamas y la humareda no cabía por la chimenea. Con gran esfuerzo me fui a lavar la cara en el barreño de la fregadera y me asomé a la ventana. Debajo estaban los carboneros a los que había avisado Hilario,

—Cagaos, que somos unos cagaos. La puta ama nos tiene a todos acojonados. A ver si un día os atrevéis a meterle las manos entre las tetas y le sacáis los billetes que nos roba. Ayer vi como escondía en el suelo los duros que le dieron los que le compran el carbón. Ni siquiera nos lava las mudas. Solo quiere solterones viejos. Y todo porque no quiere líos con las mujeres. Se las apaña como puede y hace desaparecer a las novias. A unas les busca casas para servir en otros pueblos, y ya no vuelven. En cambio, otras desaparecen sin dejar rastro. Y por más que salgan los pastores con perros no encuentran a ninguna. Mientras tanto, nosotros nos conformamos con una alforja llena de pan duro y algún polvo al mes. De sus partos se encarga la comadrona y entre las dos los llevan en secreto. Aprovechan los carros que bajan con carbón a Zaragoza. En medio meten los fardos que hay que dejar en la inclusa.

No sé dónde ni cómo me quedé dormido. Me desperté en plena noche cerrada. Oí unas carcajadas y salí a la calle con un cuchillo de degollar ovejas. Si no se hubieran ido todos los habría ensartado en un amén. Hasta se lo intenté clavar a un guardia civil que un día me quiso llevar al cuartel de Luna.

A los pocos días de estar aquí, yo daba vueltas alrededor de una columna y vi a un enfermero que se acercaba con la dueña del carbón. Me dirigí a ella echando azufre por los agujeros de los ojos.

—Hijaputa, vete de aquí. No quiero verte hasta que me digas en qué pozo ahogaste a Marcela el día que me vino a traer la comida a la cabera. Alguien te fue con el cuento de que nos queríamos casar y a ti se te hinchó la vena. Joder. Es que a ella no la podías camelar. Sabías que si te descubría te sacaría las entretelas. Que Marcela era mucha Marcela. Hijaputa, o como te llames, nunca vivirás en paz. Y el día que te entren las hormigas en las cuencas de los ojos aullarás y nadie te escuchará. Tu cuerpo carbonizado se enroscará a las carrascas y nadie te reconocerá. En cambio yo encontraré a mi Marcela. Estoy seguro de que me espera en alguna de las fuentes que manan agua fresca del Arba.

Sin contestarme, me miró con desprecio y vi cómo desaparecía detrás de la verja. Poco a poco se iba empequeñeciendo. Al final se arrastraba por el suelo mientras la envolvía un enjambre de moscas voladoras.

Carmen Romeo Pemán.

Fotografía. Cabera o carbonera de Mario. Blog del Colegio Público de Ujué. https://cpujue.educacion.navarra.es/blog/

Cabera o carbonera, un horno para elaborar carbón vegetal. Hasta la emigración de los años sesenta, siglo XX, fue un oficio muy importante en El Frago. Para más información sobre los carboneros de El Frago, ver el blog de Astún, pseudónimo de la erlana-fragolina Carmen Guallar Idoipe, en : http://astun47.blogspot.com/2011/11/el-carbonero.html?m=1,

El conseguidor

Me fijé en Demetrio porque su nombre empezaba por D y, además, tenía tres cosas que empezaban por esa letra que me apasiona: un Don, un Defecto y un Deseo.

Su Don era conseguir cosas de los demás. Y lo de “cosas” tenía un significado ilimitado, mucho más allá de su sentido literal. 

Su Defecto era que no tenía recuerdos. ¿Desde cuándo? Él no lo sabía, claro está. Ignoraba si era por haberlos perdido o por no saber atesorarlos. 

Su Deseo era poseer su pasado. Quería hacerlo para remediar su Defecto. Y trataba de lograrlo usando su Don.

Apasionante, ¿verdad?

Demetrio podía ver el aura de las personas, igual que yo, aunque en mi caso eso es lo más normal del mundo. Fue Divertido Descubrir que él ignoraba que no todo el mundo tenía esa habilidad. Estaba tan convencido de que eso era algo tan normal que nunca se le ocurrió plantear el tema en ninguna conversación.

Decidió estudiar las auras para construirse un pasado. En su primer intento probó a interactuar con la de un niño que vivía en su edificio y que siempre iba pegadito a su madre. Esperó a que un día estuviera solo y se hizo el encontradizo con él en el portal.

—Hola, Albertito —saludó—. ¿No va tu mamá contigo?

—Está haciendo la comida y no puede dejar solo al bebé. —Sonrió—. Me ha dicho que soy mayor y puedo ir solo a comprar el pan.

Mencionar a la madre provocó que el aura de Albertito brillara con fuerza. Demetrio acarició con suavidad la cabeza del niño a la vez que inspiraba con fuerza. Mil hormigas ascendieron por su brazo y en su cabeza se empezó a formar una nube que, poco a poco, se convirtió en la silueta de su vecina con muchos años menos y embarazada. Demetrio se sintió flotar dentro de una piscina cálida en la que, lejos de ahogarse, se encontraba seguro y feliz. El encuentro con Albertito duró menos de un minuto, pero fue la prueba de que aquello iba bien. Días después, escuchó quejarse a la madre de Albertito de que su niño se estaba volviendo más “Despegado”, pero lo ignoró. Seguro que solo se estaba haciendo mayor.

Demetrio siguió armando una biografía propia con los pasados ajenos. Al buscar recuerdos de más edad, aumentó la dificultad para robar parte de las auras, pero acababa por lograrlo y, además, su técnica mejoraba con cada nueva experiencia.

Yo, desde lejos, observaba interesado sus progresos. Me apasionaba ser testigo de cómo se iba convirtiendo en dueño de su vida. Dueño. Otra palabra con D. Empecé a pensar que esa letra nos uniría de algún modo. Acecharlo era toda una aventura y, aunque mi deseo por presentarme ante él iba en aumento, no quise echarlo todo a perder por forzar un encuentro. ¿Para qué correr riesgos? Mi paciencia es infinita y si algo me sobra es tiempo.

La soledad empezó a pesarle y quiso buscar vivencias más afectivas. Buscó a alguien de su edad para hacerse con un recuerdo importante y tomó una Decisión. ¡De nuevo la letra mágica! Lo interpreté como un presagio. Se acercó a Lucas, un joven cuya aura, dorada e intensa, le atrajo desde el principio. Demetrio se hizo amigo suyo, supo que su novia planeaba dejar el pueblo para irse a vivir con él en la ciudad y decidió dar un paso más. No le bastaba apropiarse del recuerdo y alejarse luego, así que, cuando Marisa se trasladó, Demetrio siguió frecuentando a la pareja. Los recuerdos de Lucas eran ahora suyos, y se convirtió en su confidente y amigo.  

—No entiendo cómo he estado tan ciego, Demetrio —confesó Lucas un día—. Me equivoqué al interpretar lo que siento por Marisa, nos conocemos desde niños y creo que confundí esa cercanía nuestra con amor. ¡Es tan complicado! Ella me quiere, lo ha dejado todo para estar conmigo…

—Tranquilo, Lucas, seguro que todo se arreglará.

Demetrio era sincero al decirle eso a Lucas. Quería resolver ese problema imprevisto. Necesitaba que Marisa se fijara en él, estaba tan enamorado de ella como lo había estado Lucas, claro, pero con su amigo allí no sabía cómo conseguir que ella lo amara

La chica, por su parte, estaba hecha un lío. Su novio, ese novio cuyo amor parecía sólido como el roble bajo el que se habían besado tantas veces en el pueblo, ahora era un extraño. Marisa se resistía a creer que el cariño hubiera muerto de repente, sin causa alguna. No conocía a nadie en la ciudad y empezó a desahogarse con Demetrio.

Me impacienté al cabo de unos meses. Aquello estaba en punto muerto y ninguno de los actores de esa obra que me intrigaba sabía cómo salir de aquella extraña parálisis sentimental. Decidí entonces darle un empujoncito a Demetrio, había llegado la hora de sacarlo de su inmovilidad, y contacté con él por internet. Me presenté como Dimas y nos hicimos amigos en las redes sociales. Nuestros intercambios de mensajes añadieron un aliciente a mi vida, y pronto conseguí que mis opiniones empezaran a calar en su interior. 

No quiero cansaros con los detalles, pero aquello precipitó el final de nuestra historia porque comprendí que mi experimento terminaría pronto. Me hubiera gustado que aquel colorido patchwork hecho a base de retales de recuerdos continuara hilvanándose, pero sé bien que la avaricia rompe el saco y tuve que tomar una Decisión:

Empecé a sembrar en la mente de Demetrio pequeñas semillas que llevaban mi marca y mi letra de fábrica con mucho disimulo. Me refiero a las Dudas Disfrazadas de consejos cuyo fruto, al germinar, superó mis expectativas.

Demetrio hizo un Descubrimiento.

Lucas tenía que Desaparecer.

Dije que no quiero cansaros. Los detalles no son relevantes. Solo os contaré que, cuando Demetrio se Deshizo del Difunto Lucas, decidí presentarme en persona en su casa.

Él no tenía ni idea de quién era yo. Me Desconocía por completo. Abrió y me presenté como su amigo de Facebook. Pude comprobar que estaba… ¿cómo os lo diría? ¿No lo imagináis? Venga, no me Decepcionéis. ¡Estaba Destrozado, Deshecho, Desesperado por haber hecho Desaparecer a su amigo! Mientras conversábamos, levanté poco a poco el velo que había mantenido oculta la verdadera naturaleza de nuestra relación. Empezó a darse cuenta de que yo no era alguien corriente. Era, sin Duda, Diferente, y trató de justificarse ante mí. A veces produzco ese efecto:

—Escucha, no sé cómo he llegado hasta aquí. ¡No soy un asesino!, ¡No sé cómo he podido hacer algo tan terrible! Solo quería una vida, recuerdos, y no tengo la culpa ser una especie de conseguidor. Está en mi naturaleza. ¡No sé por qué la vida me hizo ese regalo envenenado!

—¿Estás seguro de que es un regalo, Demetrio? —le pregunté. Me relamía de gusto con nuestra charla—. Nada es gratis. Nada. Todo tiene un precio.

—Pues ojalá fuera cierto. Daría todo lo que tengo por salir de esta situación, por poder cambiar las cosas.

—Yo puedo ayudarte.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Puedo otorgarte el olvido.

—¿Y lo harías?

—Sí. —Clavé mis ojos en los suyos. Aquello iba bien—. Siempre que pagues el precio, claro. Estarás en Deuda conmigo.

—Pues… —Demetrio vaciló solo unos segundos—. Hecho. Te daré lo que me pidas.

Lo miré intentando contener mi deseo.

—Quiero tu alma. —Hice una pausa—. Yo también soy un conseguidor, y mi Deseo es ser tu Dueño.

¡Ah! Adoro la D… ¿os lo había Dicho? Demetrio Dudó solo un minuto.

—Está bien. Seré tu siervo. Pero, al menos, quiero saber a quién voy a servir. Porque no te llamas Dimas, ¿verdad?

—No, claro. —Sonreí—. He tenido muchos nombres a lo largo de mi vida. Y muchos siervos. Ahora, Demetrio, tu Destino está en mis manos, tus Demonios serán míos.

Extendí la mano y, un instante antes de tocarlo para adueñarme de él, me mostré en todo mi esplendor:

—Querido, puedes llamarme Diablo.

Adela Castañón

Imagen de Jana V. M. en Pixabay

Días de internado

Después de la cena comenzábamos la hora de estudio y, a continuación, los rezos en la capilla. Luego subíamos en fila al dormitorio y cada una se metía en su camarilla: un cubículo rodeado sábanas blancas colgadas de barras de hierro. En aquel dormitorio me sentía como en una gran jaima sin techo. Cerraba los ojos, me imaginaba bajo un cielo estrellado y recordaba los cuentos de las Mil y una noches que tantas veces me había leído mi madre. Pronto empecé a mezclar unos con otros y a adobarlos con mis nuevas vivencias.

Nos desnudábamos con la Salve Regina, entonada por la hermana Anselma, la directora de un coro de ochenta voces desganadas. Cuando llegábamos al dulcis, virgo María, ya estábamos metidas en la cama con las cortinas corridas. No podíamos darnos la vuelta sin bambolear aquellas cortinas asabanadas. Cuando oíamos el frú frú de unos hábitos, conteníamos el aliento y nos hacíamos las dormidas hasta que la cara de la monja se asomaba a nuestra camarilla.

—Ave María Purísima

—Sin pecado concebida —le contestaba la niña en cuestión.

Así comenzada la ronda de la hermana Anselma. Revisaba las mesillas y nos quitaba los paquetes de comida que recibíamos de nuestras casas. Esos que nos permitían pequeñas juergas nocturnas. A continuación, de forma muy delicada, nos metía la mano debajo del camisón y comprobaba si nos habíamos quitado el sujetador y la braga.

—Es que sé que algunas no os desnudáis del todo para correr más por las mañanas. Las hermanas tenemos que vigilar vuestros malos hábitos y ayudaros a luchar contra la pereza.

Pero a mí, que era obediente, y ella lo sabía, eso no me gustaba. Tampoco me gustaba que los sábados, se paseara entre los cubículos de unas duchas de a doce y nos dijera cómo teníamos que enjabonarnos. Y, si creía que no nos quitábamos bien la roña, tomaba el jabón Heno de Pravia y con ayuda de una piedra pómez nos restregaba una y otra vez en las zonas íntimas.

A la mañana siguiente nos despertaba rezando a pleno pulmón el Ave María gratia plena. En un tiempo muy ajustado teníamos que hacernos la cama y peinarnos en los treinta lavabos del pasillo exterior. Allí nos empujábamos y nos disputábamos unas gotas de agua y un trozo de espejo. Unas a otras nos retocábamos los moños, salvados de la ruina por las redecillas nocturnas. Con frecuencia, la hermana Anselma, si solo habíamos estirado la cama o habíamos dejado ropa usada en la silla, nos sacaba de clase y nos llevaba a la madre superiora.

—Hija mía, tienes que obedecer a la hermana Anselma. Ella depositará en tu alma las semillas de una mujer de su casa con aroma de santidad.

Lo mejor llegaba el fin de semana. Los sábados y domingos, después de comer, en una larga fila de a dos, cogidas de la mano, y sin risitas, íbamos al Pilar y al parque Grande. Zaragoza se convertía en un gran hormiguero, con filas y filas de colegiales que hacíamos el mismo recorrido. Si coincidíamos con una fila de chicos, en la acera de enfrente, el revuelo y los castigos estaban asegurados. En ese momento, las hermanas bisbiseaban a nuestros oídos eso de “hombre-pecado”. Y a mí me daba la risa floja. ¿Cómo podía ser que mis amigos internos en otros colegios, de repente, pasaran a ser hombres y, encima, los representantes del pecado? Pero si el mosén de mi pueblo los confesaba todas las semanas y nos decía que eran más nobles que nosotras. Que ellos lo desembuchaban todo y nosotras nos callábamos nuestras cosillas.

—A ver, ¿se puede saber qué te ha hecho tanta gracia? —Era la voz de la hermana Anselma que se había convertido en mi sombra. Y yo:

—Nada, nada. Que no entiendo nada. —Me pellizcó fuerte en el carrillo y me dijo:

—Después de cenar te esperaré. Tenemos que aclarar muchas cosas.

Cuando crucé la puerta del comedor, allí estaba. Me cogió de la mano y me llevó por un pasillo largo, lleno de recovecos. En cada rincón se adivinaba un bulto negro. Al principio me parecieron estatuas sin iluminar. Me costó distinguir que eran monjas con niñas. Es que el largo velo negro casi las envolvía a las dos.

Cuando encontramos un sitio libre, la hermana Anselma me tomó por los hombros. Así te hablaré mejor al oído. La verdad es que me puse nerviosa y no me enteré bien qué me decía. Vagamente recuerdo eso de que estaba allí para estudiar y para despertar mi vocación de monja. Que no me preocupara si no sentía nada, que Dios se manifestaría pronto y me colmaría con su gracia. Y no sé cuántas cosas más. El caso es que, aunque ella quería acariciarme como mi madre, yo me sentía incómoda. De repente, di un respingo y me eché a correr hasta la sala de estudio. Debí estar mucho tiempo con la hermana Anselma porque enseguida tocó el timbre.

Al llegar a la capilla, ¡otra vez la hermana Anselma! En voz alta me llamó por mi nombre.

—Hoy dirigirás tú la letanía. Al acabar las alabanzas a la Virgen, tendrás que decir cincuenta veces, hombre-pecado, y las demás te contestarán a coro. Contarás las veces con las cuentas del rosario. Sin dejarme replicar, me puso en la mano su largo rosario de azabache.

Al día siguiente, antes de la misa de internas, me fui a confesar. Le conté todas mis tribulaciones al padre Soria y le pedí un cilicio. Al principio se resistió pero, como le insistí tanto, me dijo que hablaría con la hermana enfermera y que me colocaría uno en el muslo. Además, como no había cometido pecados mortales, podría quitármelo algún rato.

Por la noche, cuando fui al encuentro de la hermana Anselma, quiso comprobar mi buena disposición y me levantó el uniforme. No esperaba encontrarse con las púas al revés.

Sacó la mano chorreando sangre y comenzó a gritar. Perseguida por el grito que recorría todos los pasillos y salía por las ventanas, con el corazón en las sienes, corrí al estudio. Me senté en el último pupitre, saqué los libros. Me apreté la cabeza con las manos, pero no logré controlar el temblor que se iba apoderando de mí. No recuerdo cómo llegué a la cama. Pero sí que desde esa noche la hermana Martina se encargó de nuestro dormitorio.

Carmen Romeo Pemán