Tiempo de prodigios

Estoy alucinada, en el pleno sentido de la palabra. Con esta novela, he recibido una ráfaga de luz y conocimientos tan potente que me ha dejado deslumbrada.

El hilo conductor se basa en las vidas de Juan de Luna, morisco de Burbáguena, y su nieto, Román Ramírez, natural de Deza. Encontramos suficientes guiños para entender su valor simbólico: la necesidad de revisar la historia y de hacer justicia a la memoria histórica de ayer y de hoy.

Tiempo de prodigios es una enciclopedia completa del mundo morisco. Alguien podrá decir más –lo dudo- pero nadie podrá sugerir tanto.

¡Simplemente genial! Simeón inaugura un nuevo tipo de novela histórica. Mejor dicho, recrea la historia a la luz de las retóricas renacentistas. Como Umberto Eco, nos lleva de la mano por la jungla de una exhaustiva documentación en la que podríamos perdernos. Y siempre mirando a Burbáguena.

La novela abarca un siglo convulso. Un siglo de desasosiego para los moriscos. En 1501 comenzó la conversión en Granada. En 1502 en Castilla. Y en 1526 en el Reino de Aragón. La expulsión definitiva se produjo de forma escalonada entre 1609 y 1613.

Comienza in medias res. Don Juan de Luna, un médico famoso, conversa con su nieto de corta edad. La avidez de conocimientos del niño le lleva a recordar su vida y las de sus paisanos

Los recuerdos comienzan en 1526. El fatídico mes de febrero cuando llega a Daroca un correo del emperador Carlos I. Traía una orden de la Capilla Real de Granada que renovaba la Pragmática de Cisneros (1516) y que obligaba a todos los mudéjares de la Corona de Aragón a convertirse al catolicismo. Y los que ya se habían convertido tenían que abandonar los trajes, usos y costumbres moras.

“Los bautismos se llevaron a cabo sin instrucción religiosa y no borraron las diferencias, si es que las había, entre mudéjares y cristianos. Algo, no obstante, flota en el ambiente. Algo raro se avecina. Él que tan acostumbrado está a contemplar y analizar los fenómenos extraños, ha visto cosas raras, si no extraordinarias, en los últimos meses del año” (p. 27).

Aurelio Esteban, Carmen Romeo y Simeón Martín

Carmen Romeo vs Simeón Marín Rubio

Los moriscos añoran los tiempos mudéjares, como se llamaba a los musulmanes antes de la conversión. Una época de convivencia entre moros y cristianos que se rompió con las políticas centralistas españolas.

Desde 1526 hasta la expulsión, es una larga etapa en la que se rompe la convivencia pacífica. Son tiempos en los que no se toleran las diferencias, tiempos de persecución y torturas; tiempos de silencios y ocultamientos. Los “tiempos recios” de Santa Teresa, que dan título a una novela de Mario Vargas Llosa, Tiempos recios (2019), de Guatemala. Y nos recuerdan al Tiempo de silencio (1962), del franquismo, de Martín Santos.

C. Me han sorprendido el qué y el cómo de esta novela. ¿Cómo se te ocurrió contar esto?

S. Conocí a este personaje, fue el abuelo quien movió mi curiosidad, en Caro Baroja, Vidas Mágicas e inquisición. Luego lo vi en Gárgoris y Abidis de Sánchez Drago y en García Ballester, Los moriscos y la medicina. Después vino el proceso inquisitorial, la comedia Quien mal anda en mal acaba de Juan Ruiz de Alarcón. Fue todo eso lo que me llevó a imaginar cómo podía haber sido la vida del abuelo y del nieto. En el proceso de construcción son muchas las publicaciones que he encontrado que trataban sobre o hacían referencia a Román Ramírez. Todas hacían referencia a sus habilidades, tanto como sanador como memorioso, pero nadie hacía referencia a cómo fue su biografía. Supuso un verdadero reto inventar la conexión entre el abuelo y el nieto, ver cómo fue el proceso enseñanza aprendizaje. Comprobar la capacidad de asimilación de Román de cuanto le enseñaban.

C. Tiempo de prodigios se me ha revelado como una novela cervantina. Me han llamado la atención las dos partes evidentes: dos formas de novelar diferentes. La primera. Le dedicas tres largos capítulos a Juan de Luna, el famoso médico-sanador de Burgáguena. En la segunda, los seis capítulos siguientes, con centro en Deza, recreas la vida completa de Román Ramírez, el nieto. sanador como su abuelo y memorioso como su padre.

Dos ritmos y dos estructuras narrativas. Si las novelas están vivas, como esta, oímos su respiración. Aquí el respirar lento de la primera parte, con fragmentos autónomos, responde al patrón narrativo yuxtapositivo de la Edad Media. En la segunda, con una respiración entrecortada, subordinas los acontecimientos al personaje, como en la segunda parte del Quijote. En esta parte das entrada a las técnicas de la novela moderna. En la primera el sedentario don Juan de Luna y en la segunda el andariego Román Ramírez.

Y, como por azar, todo nos lo cuenta Cervantes, que en esos momentos estaba ensayando este tipo de técnicas, a punto de cristalizar en el Quijote.

S. Uno no puede quitarse de encima “el pelo de la dehesa”. Quiero decir que la formación de uno y cuanto ha leído se convierten, aunque no quiera, en elementos básicos de todos los constructos intelectuales, sean del tipo que sean. Este proceso que dices ver y que, seguro estará, no lo pretendí en ningún momento. Simplemente se impuso. Nos pasa en nuestras biografías: lo lentos que discurren los primeros años y “cómo se pasa apriessa”, como un sueño, después. Por otra parte, la necesidad forzosa en unos casos y en otros casos buscada, obliga a Román a ser un “caballero” bastante andante. Siempre el camino encuentra la justificación y supone un paso más en su definición.

C. Antes de seguir adelante, nos vamos a detener en el diálogo de Juan de Luna y su nieto. Ese diálogo con el que estructuras la primera parte.

“Años más tarde, Juan de Luna se lo comentaba a su nieto.

—¿Sabes de qué me estoy acordando, Ramón?

—¿Cómo lo voy a saber, abuelo?

—De los bautismos de Daroca. Bajamos desde aquí porque había que hacer bulto.

Se calla. Los recuerdos se le amontonan, acaricia la cabeza de su nieto y deja viajar a la memoria” (p. 23).

Aparte de traerme a la memoria “La sonrisa etrusca” de José Luis Sampedro, yo he querido ver allí la ficcionalizacion de un proceso real que estás viviendo con tu nieto.

S. Hay todo eso y más. Tú lo has podido reconocer porque partes con ventaja. Nos conoces a los dos, al nieto y al abuelo, y a las particulares circunstancias de ambos. Te puedo decir que todos los niños que aparecen en ese camino tienen un poco de mi nieto. También te puedo asegurar que no tenía presente en la redacción, la maravillosa novela de Sampedro. Pero sí, hay muchos elementos iguales o muy parecidos.

C. Los elementos narrativos universales que todos llevamos dentro. Nadie copia a nadie. Como diría Mijail Bajtin, todos participamos en el mismo diálogo, somos criaturas dialógicas.

Tras este inciso, volvamos a la retórica. No sé si son unas biografías noveladas o una novela histórica. Lo que sí sé es que es una novela renacentista en el fondo y en la forma. Que está documentada con muchísimo rigor y cariño. Es más, si leemos con atención Tiempo de prodigios, entenderemos muy bien cómo era una novela del XVI. De paso, te ha salido la vena didáctica: es una clase perfecta de retórica literaria.

A medida que vamos leyendo, nos damos cuenta de la cantidad de rasgos literarios y lingüísticos del XVI que quedan repartidos, como al azar, por estas 375 páginas, de letra menuda.

Aquí está todo medido y pesado, como en la prosa de Fray Luis de León.

S. Tan medido y pesado que esta historia me ha llevado ocupados casi veinte años. Eso no quiere decir que estuviese todos y cada uno de los días de ese tiempo sin hacer otra cosa. No. Pero es cierto que la redacción me ha llevado, con más o menos dedicación, diez años. La documentación ha sido muy laboriosa. Tu sabes bien que, en nuestra formación, no ha sido importante conocer las virtudes de las sustancias que guardaban en las boticas,  sí que hemos trabajado con las novelas de caballería, no en la tradición de vivir de su recitado.

Yo tampoco sé si una novela histórica, parece que sí pues ocupa casi todo el siglo XVI, o una biografía novelada, que lo es indudablemente. Partí de dos nombres, Juan de Luna y Román Ramírez, y a partir de ahí me inventé las biografías que suponen el elemento importante de la novela. Hay de todo. Personajes históricos, muy conocidos unos, menos otros, y muchos inventados, pero muy precisos para entender y dar sentido a esas vidas.

C, Muchos guiños a Cervantes y al Lazarillo. Háblanos de la carta. Y de esos papeles del final que sirven de marco narrativo y dan sentido a toda la novela.

S. Ahí sí que debo decirte que los dos modelos han estado presentes desde el primer momento. La carta a Cervantes y su reacción. Luego vino lo demás. Como en el Lazarillo, también con carta de por medio, se da cuenta de las andanzas virtudes y adversidades del protagonista. El autor del Quijote echaba mano de cualquier papel que saliese a su encuentro. En este caso todo lo justifica una carta y un papel doblado que ha recibido Cervantes.

C. Háblenos de esa obsesión de Román Ramírez por las novelas de caballería.

S. Es claramente la herencia de su padre. Se trata de aunar las dos profesiones: la de memorioso y la de sanador. Román solo lee una novela que no ha leído su padre: Don Cristalián de España, la única novela de caballerías escrita por una mujer. En todo lo demás es un fiel seguidor de. qué libros y cómo contarlos, de su padre. Esa habilidad de su padre le ha permitido salir adelante y ganarse la confianza de los poderosos. No otra cosa hace Román. Del mismo modo en medicina, es un fiel seguidor de cuanto aprendió de su abuelo Juan de Luna y, como él, también llega a ser un sanador requerido por todos, desde el propio rey a numerosos personajes anónimos y nobles y poderosos de Castilla y Aragón.

C. Eso. Y que no se nos olvide la gran ironía de esta novela. La que la convierte en una carcajada valleinclanesca. A Román Ramírez lo denuncian ante la inquisición por su oficio de memorioso y no por su condición de morisco.

Sigamos. En esta novela aflora tu pasión por el teatro. Yo diría que hay una a punto del teatro español del siglo XVI y una constante teatralización en todo el texto.

S. Absolutamente cierto. Hay dos autores teatrales con quienes ha tenido repetidos contactos: Bartolomé Palau y Lope de Rueda. Las técnicas de “dramatización”, las ha recibido de la observación y de las lecciones de de su padre. Él tiene todo de teatral en sus “lecturas”. Hay numerosos ejemplos en toda la historia de este memorioso.

C. Hablemos del gusto por las enumeraciones, tan valoradas en la novela del XVI. Así, a bote pronto, me vienen escenas de La lozana andaluza.

Y muchas de las novelas de caballería tan presentes en todas las páginas. Recuerdo una entrevista a Martín de Riquer en la que defendía la necesidad de recrear esos mundos con minuciosidad. “Muchos lectores de hoy pueden considerar aburridas o prolijas las descripciones de torneos y justas. Pero ¿qué harían ellos si tuvieran que contar los partidos de futbol en una novela? Tengamos en cuenta que no había medios de comunicación como hoy. ¿Sería suficiente con contar solo un partido a los seguidores del Real Zaragoza?

S. Si, así es. El siglo XVI es el que va construyendo a mi Román. No he sabido, tampoco lo he pretendido, echar por la borda mi experiencia como lector interesado, profesional si quieres, de la literatura. Sí; hay alguna cosa que puede recordar la obra de Delicado.

C. Es un tópico conocido que los prólogos se escriben el final y se colocan al comienzo. Pues bien, siguiendo el orden de escritura, hablaremos de este prólogo tan complejo. Tres prólogos en uno. Si no son más.

Una confesión del autor a sus lectores. Un monólogo desdoblado en diálogo, un proceso dialógico, como diría Bajtín, que permite contar los procesos interiores con distanciamiento e ironía.

S. Absolutamente cierto, y eso sí que lo he buscado

C. Pues ya que he dado en el blanco, seguimos con el prólogo. Yo lo veo como una justificación del acto mismo de escribir. “Hoy, aquí, ante la provocación que supone un papel en blanco, has decidido poner manos a la obra e imaginar cuáles y cómo fueron las andanzas de Román Ramírez” (p. 11).

Una autoficción del proceso real de escritura y una crítica irónica al tópico falsa modestia: “Llevas mucho tiempo dándole vuelta a la historia y a su personaje. Nada hay de extraordinario en él ni en quienes lo acompañan” (p. 11).Todos sabemos que, por el mero hecho de ser el protagonista de una novela se convierte en extraordinario y en protagonista de un tiempo de prodigios.

También veo una justificación del estilo narrativo que has elegido: “Tienes claro que lo escrito hoy es de hoy, aunque los pobladores del papel sean de hace siglos. Quieres escribir como se escribe hoy, sin imitar el castellano del siglo XVI, solo algún texto. Escribir algo que bien pudo ser así” (p. 12).

Y así lo será en adelante. Porque en esta novela quedan definidas para siempre las raíces de quien la escribe. Y para traer las viejas raíces al presente necesitamos de la vieja técnica literaria del recuerdo dentro del recuerdo, o de los flashback, como se dice en esta época de anglicismos.

Me gustaría contrastar mis impresiones lectoras con tu punto de vista, o con el del narrador que esto escribe.

S. ¿Qué quieres que te diga? Todo lo has dicho tú leyendo lo que he escrito yo. Ese ha sido, y voy a utilizar también un anglicismo, el leitmotiv de mi historia o de mi novela. Todo arranca con ese monólogo disfrazado en diálogo, por utilizar tus palabras. No quiero que nos extrañe nada en este tiempo de prodigios que justifica casi todo. Desde luego no justifica mis errores, que seguro que los hay y muchos.

C. Las escenas de Burbáguena rezuman una contención emotiva. Son los momentos en los que brillan las imágenes poéticas y el detallismo evocador.

“La vida en el lugar, Burbáguena, discurre pacíficamente, sin el menor sobresalto; cristianos y moros llevaban antes, según dicen, vidas separadas. Pero, en estos momentos, están completamente mezclados. Los moros, y ahora sus hijos, vivían en el Barrio Alto, junto a las eras, y en el barrio Moral. Los hijos han heredado los oficios de sus padres. Así, Miguel es zapatero, Juan, el molinero, hijo de Farag el molinero. El padre de Domingo, el blanqueador, era Yuce el blanqueador. Asensio y Ferrando, los cesteros, hacen lo mismo que su padre Ybraim el cojo. Brahem, el arriero, ha pasado el oficio y las caballerías a sus hijos, Fernando y Juan. Con esto hacen sus viajes a Zaragoza, a Barcelona y a Valencia. Cuando se trata de viajes de varias jornadas se juntan con los arrieros y carreteros de otros pueblos de la ruta” (p. 35).

Toda la novela mira a Burbáguena, a tu Burbáguea. ¿Cómo se vive esta experiencia literaria? ¿Es una especie de Macondo literario?

S. ¿Cómo la he sufrido? Muy intensamente. No solo lo de Burbáguena. Todos los lugares, todo ese mundo, me han tenido atrapado. Ha habido momentos  que dudaba de que llegase a cerrar la historia. A diferencia de Macondo, los casi cien años de soledad, son poco más de sesenta, no solo discurren en Burbáguena, tierra santa, lo llama su amigo Juan, cristiano viejo, sino que como en el Quijote o como en el Lazarillo, por citar los ejemplos que tú has traído, Román está casi siempre “en el camino”. Y no son de soledad. Sí de estar solo, pero siempre en intensa compañía.

C. Me gustaría cerrar nuestra charla con algunas citas en las que la magia de tu palabra va tejiendo un maravilloso tapiz.

Las páginas se van llenando de pequeños detalles que convierten la prosa en auténtica obra de arte. “Los desconchones de la pared se confunden con el ventanuco, menudo y tímido, abierto a la calle” (p. 85).

Descripciones emotivas y poéticas. ”Una cara se aproxima a la ventana, aplasta la nariz y las manos abiertas contra el cristal. El aliento dibuja círculos y la punta de la nariz parece una torta de manteca. Los ojos perdidos en el cielo buscan las estrellas familiares. En la cocina, el candil sueña caprichos en el techo, jugando las sombras y las llamas brillan en el hogar” (p. 85).

“Por el fondo de la calle se acercan unos puntitos luminosos, filas de cirios en manos de penitentes. El roce de los hábitos rasga el silencio, el contrapunto de los golpes de las matracas y la voz del cura… La fila discurre lenta, como una luciérnaga perezosa. Los Santos se elevan por encima de las cabezas de los penitentes” (p. 86).

S. Esa percepción es, pura y lisa, autobiográfica. Me gusta que se me escape la emotividad poética en esos momentos. Es más, te diré que, no solo en Burbáguena, sino en cualquier situación, cuando se escapa el lirismo emotivo, como dices tú, estamos próximos a la autobiografía o a la autoficción.

C. Y ahora, ¿cómo cerramos este encuentro?

S. En primer lugar dándote las gracias por tu lectura, espero que a los demás no les suponga ese esfuerzo, esa dedicación para sacar las sabias conclusiones con las que has adornado esta presentación del abuelo y su nieto y, uno vez muerto el abuelo, solo del nieto que lo va a tener presente mientras viva. Dar las gracias a cuantos han venido y a la editorial que ha creído que mi historia  merecía “ir a galeras.”

Pilar Nagore, Simeón Martín y Carmen Romeo. Feria del libro. Zaragoza, abril, 2023.

Simeón Marín Rubio (Burbáguena, Teruel, 1946)

Tengo el placer de presentaros a Simeón Martín Rubio. Y tengo tantas cosas que decir, que no sé por dónde empezar.

Conocí a Simeón cuando yo llevaba uniforme y calcetines blancos. Luego coincidimos en la Facultad, en esa época que tan bien refleja en su primera novela, Pintan Bastos. Profesionalmente nos fuimos pisando los talones. Yo llegué al Instituto Goya el mismo año que él se fue destinado a Borja, adonde también habían destinado a mi marido. Y la araña del destino nos fue envolviendo, fuimos haciendo amigos comunes, que llegan hasta hoy.

Simeón, Chimeneo en la Facultad y Chime para los amigos, nació y vivió su infancia en Burbáguena. Cuatro siglos antes había nacido allí Bartolomé de Palau, un importante autor de teatro de la escuela prelopista, y la familia del médico Juan de Luna: su mujer, partera y su hijo, Román Ramírez, un memorioso recitador de novelas de caballería. En el mismo siglo XVI, pasó su infancia el nieto de Juan de Luna, Ramón Ramírez junior, otro morisco sanador como su abuelo y recitador memorioso como su padre. Precisamente esta familia de cristianos de moro nos convoca hoy para que oigamos las confesiones del proceso inquisitorial de Ramón Ramírez. Y estas raíces, tan largas y tan hondas, han condicionado la vida y las aficiones de nuestro Chime, habitante del barrio del Moral, como la familia de Juan de Luna.

Simeón es catedrático de Lengua y literatura, escritor de poemas y novelas, autor, adaptador y director teatral,

Ha ejercido de profesor en el Instituto Goya de Zaragoza (1972-1977), en el Juan de Lanuza de Borja (1977-1983) y el Avempace de Zaragoza (1985-2011), donde fue uno de los impulsores de la REM; creador y mantenedor del grupo de teatro del instituto y un profesor de referencia.

Con la escritura nos ha dado tempranas y constantes alegrías. A su primera novela, Pintan bastos (1980, Ámbito Literario), le siguieron Aire de un momento (Bóveda de Borja, 1981) y los escritos nacidos al calor del buen yantar en el Instituto Avempace: Silva de varia cocción. (Cuadernos 1 y 2. 1996-1997), Cocer y contar. (Cuadernos del 3 al 8. 2005). Y, finalmente, Comer y contar (Cuadernos del 9 al 23, 2006-2021). En ello sigue cada viernes durante el curso, hasta hoy.

Pero su gran vocación es el teatro, como habréis notado en las páginas de Tiempo de Prodigios. Ha sido, y es, director, autor, adaptador y actor en varios grupos teatrales.

En 1978 fundó el grupo de teatro del Instituto de Borja que representó sus obras en los pueblos de la comarca, dentro de las actividades culturales.

Los alumnos de Borja, dirigidos por Simeón, fueron los primeros que representaron en España Proceso por la sombra de un burro de Friedrich Durrenmatt. A esta le siguieron otras. Con Yerma de Federico García Lorca obtuvieron el Primer Premio de Teatro Rural en Alfajarín. También representaron Las arrecogías del beaterio de Santa María Egipciaca, de José Martín Recuerda, escrita en 1970, inicialmente, prohibida por la censura.

En su etapa del Avempace (1985-2011), y como profesor jubilado (2011-2023) ha dirigido tres tipos de grupos teatrales: Sólo con alumnos. Con profesores y padres. Y, finalmente, solo con profesores, en lo que siguen hasta hoy, dentro de la Red de la Experiencia.

Han representado en Institutos y Centros Cívicos de todo Aragón. Muchas obras adaptadas por el propio Simeón y El derecho de la mujer al voto, de la que es autor. Una pieza única en su género que se representa cada año en varios centros y que ya es un clásico para la celebración del 8 de marzo.

Pero, por encima de los actos académicos, Chime es nuestro bardo de cabecera. Es el poeta que inmortaliza las hazañas de un grupo de amigos nacido al calor del instituto de Borja. Nosotros, sus amigos, hemos recogido esos poemas espontáneos, de gran frescura y calidad, en dos publicaciones; Cutorrimas, escritas en medio de las faenas de la matanza de unos cerdos en Maleján. Zaragoza. Y Pateando en las alturas, escrito en Espierba, Huesca, entre hígados y muslos de patos, salpimentados con abundantes partidas de guiñote.

Carmen Romeo Pemán

El tiempo es oro

Salió de la consulta con una sonrisa. Se acabó el peregrinar por los hospitales, las segundas opiniones, la incertidumbre sobre los posibles tratamientos.

El primer paso fue cortarse el pelo al cero. Horas robadas a la visita mensual a la peluquería para regalárselas a la literatura.

Lo siguiente estuvo fácil: comprarse un portátil ligero, de poco peso. Sus padres se lo regalaron encantados.

A continuación, vino la visita a la consulta, esa visita en la que ella sabía que se decidiría su futuro. Sus padres, como siempre, la acompañaron. Las palabras del doctor estuvieron llenas de cariño y de una sinceridad algo descarnada que ella agradeció. La única opción era el trasplante de riñón y, mientras tanto, diálisis tres días en semana. Tres o cuatro horas por sesión. Era mucho tiempo, claro, dijo el médico, pero…

—¿Tienes alguna pregunta, Eva?

—Sí, doctor…

Ella vaciló. Se lo jugaba todo.

—¿Hay internet? ¿Podré… podré llevarme el portátil?

Sus padres se miraron, miraron al doctor, los tres fijaron la vista en ella. Unos segundos interminables.

—Sí, claro, no habrá problema, criatura.

—Entonces todo irá bien.

Por fin tendría el tiempo necesario para escribir su libro.

Adela Castañón

Imagen: Bruno /Germany en Pixabay

La manga larga

Cuando era joven solía preguntarme por qué mi madre siempre llevaba manga larga. No sé cuando me fijé en eso por primera vez, pero sí que recuerdo su respuesta cuando la interrogué:

—Manías mías, Libertad.

Quizá el tema hubiera quedado ahí de no ser porque, antes de contestarme, hizo una pausa y me miró de una forma extraña. Sus ojos estaban fijos en los míos, pero era como si me atravesaran, como si yo me hubiera vuelto invisible y mamá estuviera viendo algo, otra cosa, no sé qué. Fueron apenas unos segundos, pero el momento duró lo suficiente como para intrigarme. Lo hablé con mi hermano Justo y también él fracasó al tratar de averiguar el motivo. Como a los dos nos podía la curiosidad, le preguntamos a papá un día y su respuesta fue decirnos que le preguntáramos a ella.

—Ya lo hemos hecho, papá —explicó Justo—. Y dice que es solo una manía suya.

—Pues si vuestra madre dice eso, eso será.

Miré a Justo, y él a mí. Papá también había tardado unos segundos de más en contestarnos, pero, lo mismo que mamá, se limitó a repetir su respuesta. Nos dedicamos entonces a analizar álbumes de fotos y en todos aparecía mamá con ropa de manga larga. Había instantáneas de los abuelos paternos, de papá cuando niño, de tíos y primos, pero mamá solo aparecía cuando ya era novia de papá. Antes de eso era como si no existiera. Aquello espoleó nuestra curiosidad todavía más, y volvimos a la carga con las preguntas.

—Papá —le dije un día—, ¿por qué no hay fotos de mamá cuando era chica?

—Es que parece que fue una niña invisible —añadió Justo—. ¿Qué pasa? ¿Es que no tuvo vida hasta que te conoció?

—¡Qué dices! —Papá le revolvió el pelo y sonrió con la mirada perdida—. Claro que tuvo vida, hijo, todos la tenemos. Es verdad que llegó al pueblo dos años antes de que nos casáramos y no era muy habladora. Pero no hacía falta que dijera nada, era muy delgada, muy guapa, siempre tan callada… Y trabajadora como la que más. El hombre más rico del pueblo, un militar guapetón, que hacía suspirar a todas las mozas, le tiró los tejos casi desde el principio y nadie, ni siquiera yo mismo, sé por qué al final se casó conmigo, un agricultor del montón.

—¿Y tú no le preguntaste nunca por qué te eligió? ¿O por qué nunca se pone manga corta? —Yo no me imaginaba a mi madre de joven. A mi padre sí, pero a ella me costaba trabajo representármela.

—Claro, Libertad. No creas, lo hice cuando ya estaba embarazada de ti y a punto de dar a luz. Hasta entonces no me atreví, me parecía un milagro. ¿Y sabes qué me contestó? —Papá se echó a reír—. Que me quería, que éramos felices, y que eso era todo lo que hacía falta saber. Y lo de las mangas… —Papá vaciló un poco y la risa se le convirtió en una media sonrisa—: Ya lo ha dicho ella. Manías suyas.

El tema de las mangas largas de mamá terminó por perder interés para Justo y para mí. La vida siguió, yo terminé la escuela primaria. Papá montó un vivero de aguacates que iba muy bien, y quiso matricularme en el elitista colegio de las monjas. A mí me entusiasmaba la idea, allí las alumnas llevaban unos uniformes preciosos, con faldas de cuadros rojos y grises y unos jerséis azules monísimos, pero mamá dijo que no y fue inflexible pese a mis ruegos y lloros. Traté de convencerla hablándole de las actividades extraescolares, y me dijo que yo podía hacer lo mismo sin tener que ir a ese colegio. Cumplió su palabra, no me faltaron clases de baile, de equitación y de música; tuve todo lo que quise.

También Justo se apuntó a lo que le apeteció. Mis padres nos negaron muy pocos caprichos. El mío del colegio fue uno de ellos. Y, cuando Justo dijo que quería hacer la primera comunión vestido de almirante, tropezó también con una negativa rotunda de mamá. No sé cómo logró convencerlo, imagino que lo sobornaría con algún regalo, pero al final mi hermano consintió en hacerla con un traje de chaqueta.

Cuando yo estaba a punto de empezar la universidad, mamá enfermó. Pasé el verano cuidando de ella, me obligué a maquillarme con una sonrisa cada vez que entraba en su cuarto porque sabía que, pese a los terribles dolores que tenía, siempre me recibía sin una sola queja.  Al acercarse el final, me pidió que, para enterrarla, le pusiéramos cualquier traje de calle, de manga larga. Le dije que sí, y antes de que pudiera preguntarle por qué, me sonrió y me guiñó un ojo:

—Ya sabes, Libertad. Manías mías.

El cáncer se la llevó demasiado pronto. Quise lavarla y prepararla yo, y al descubrir su brazo derecho tuve la sensación de que una garra apretaba mi garganta. Una serie de números tatuados ocupaban casi toda su longitud.

Al día siguiente vi a papá quemando algo en la chimenea. Me acerqué a él, pero no notó mi presencia. Miré por encima de su hombro y vi retorcerse varias fotos en blanco y negro. En algunas se veían al fondo unos hornos gigantescos y, en primer plano, militares rubios de pelo cortado al cepillo y uniformes impecables. Y en otra alcancé a ver un amasijo de sombras borrosas por mis lágrimas. Me sequé los ojos con el dorso de la mano y, desde las llamas, vi convertirse en cenizas a un rebaño de esqueletos, vestidos todos con harapos de un sucio color gris. Me acaricié los antebrazos desnudos, mi piel sin ninguna historia escrita, di la vuelta y salí sin hacer ruido dejando a solas a mi padre para que terminara de despedirse de su amor.

Adela Castañón

Imagen: un-perfekt en Pixabay

Las estampas de la hermana Gregoria

. Los primeros días estuve como alelada. Ya llevaba una semana en el internado y no podía dejar de pensar en mis amigos en el pueblo. Me aburrían las compañeras del colegio. Todas vestidas iguales. Por las mañanas nos cardábamos el pelo unas a otras y nos hacíamos moños altos. Se acabaron los rodetes de trenzas encima de las orejas. Y los cortes de chico cuando los piojos entraban en nuestras cabezas. Ahora teníamos que convertirnos en verdaderas señoritas con olor a santidad.

Cuando salíamos del desayuno, caminábamos en fila recta por un pasillo estrecho y largo que llevaba a nuestra clase. Al fondo, se adivinaba un bulto negro con niñas revoloteando alrededor. A medida que nos acercábamos el bulto se convertía en la hermana Gregoria, regordeta y sentada en una sillica de anea. Un mantón negro la envolvía entera. Solo se le veían unos pies muy hinchados, tanto que se le salían de las zapatillas y los dedos de las manos cubiertos por unos mitones tan negros como el manto. De la cintura le colgaban el rosario y la faltriquera, muy abultada.

Mi primer día me sorprendió que mis compañeras se salieran de la fila y corrieran hasta ella. Yo bajé la cabeza y seguí en la fila hasta mi pupitre.

—¡Hola! ¿Cómo te llamas? —me preguntaron dos chicas que entraron detrás de mí. Una, la que llevaba coletas, me puso la mano en el hombro, y la otra me miraba sin dejar de jugar con la melena rubia que le caía por la cara.

—¡Hola! Pues no sé qué contestaros. En los papeles me llaman de una manera y en mi casa de otra. Y en el pueblo todos tenemos apodos.

—Mira, pues eso me gusta. Invéntate un nombre para el colegio y así no te acordarás de tu familia ni de tu pueblo. Que aquí todas pasamos cariños —me dijo la de las coletas

Cuchichearon entre ellas y decidieron llamarme Alodia, como la santa que nació en Adahuesca, un pueblo cercano al mío. A mí me pareció un apodo. Nunca había oído ese nombre.

Entonces Pepa, que así se llamaba la de las coletas, se volvió a la de la melena rubia.

—Oye, Clara, pero con ese nombre vamos a tener un problema. La hermana Gregoria no tendrá estampas de una santa tan rara.

—Pues aún sería peor si la llamáramos Nunilo, que era la hermana de Alodia.

A ellas les entró la risa floja. En ese momento no sabía si se reían de mi o de las santas..

—Es verdad, no habíamos caído en que la santa del nombre es la que más aprobados consigue —dijo Clara.

Levanté la cabeza y las miré de arriba abajo y me tapé la cara con las manos.

Al momento entraron casi cuarenta chicas montando un gran barullo. Una gritaba que no le había llegado la estampa que quería. La que no había abierto el libro de Matemáticas se comió casi todas las de san Alberto Magno y no dejó ninguna para las demás.

Cuando entró la hermana que nos daba latín, todas nos pusimos de pie y nos callamos. Al acabar la clase, las compañeras se arremolinaron alrededor de mi mesa. Todas hablaban a la vez para contarme lo de las estampas. Pero Pepa, que era mi compañera de pupitre, levantó la voz:

—Callaos, por favor. Así la vais a asustar aún más. Yo se lo contaré y si me dejo algo importante vosotras añadiréis más detalles.

Pepa tenía desparpajo y enseguida la obedecieron.

—Mira, Alodia, mi primer día me pasó lo mismo que a ti. Esto no me cabía en la cabeza. La maestra de mi pueblo me decía que solo podría aprobar si estudiaba mucho. Y me lo creí hasta que probé las estampas de la hermana Gregoria.

—No entiendo nada de nada

Le contesté en voz muy baja y, sin decir nada más, me eché a llorar. Entonces intervino Clara.

—Venga, vamos a dejar las estampitas ya. Ahora nos vamos a presentar todas.

Ese noche, Pepa, que dormía en la camarilla de al lado, me contó que en ese colegio no tendría que sufrir por los exámenes ni por las notas. Que la hermana Gregoria vendía unas estampas milagrosas a perrica y perra gorda, dependiendo del poder del santo. Que, aunque estudiara, si un examen me resultaba difícil, bastaba con que me comiera varias estampas de un santo abogado de esa asignatura. Y que era muy importante que conociera bien a los santos y sus poderes. Por ejemplo, Santa Teresa valía a perra gorda para los exámenes de Lengua y literatura. Es que, además de santa había sido gran escritora y doctora de la Iglesia. En cambio, las vírgenes costaban a perrica. Esas no eran especialistas en nada, pero ponían muy buena voluntad y siempre ayudaban un poco. Y la fundadora de la congregación, como le rezábamos todos los días, nos echaba una mano en lo que fuera. Así que por ella se pagaba una perra gorda y la voluntad.

—Y, una vez que las has elegido y pagado, te las tienes que comer delante de la monja.

Entonces, me tapé las orejas, me dio una arcada y vomité la cena. Mientras llegaba una de nuestras fámulas a limpiarlo, Peoa intentó calmarme.

—No te preocupes, eso nos ha pasado a todas. Al principio cuesta un poco, pero enseguida te acostumbras. Antes tienes que hacer mucha saliva y tragártelas de golpe. Tienes que cerrar los ojos y concentrarte en pasar la bolita.

—¿Cómo?, ¿en seco? Sin un poco de agua es imposible.

—Es que no nos deja ir a beber a los lavabos. Así se convence de que no hacemos trampas.

—Pero a mí se me ponen los dientes blandos si chupo papel.

—Anda ya —dijo Clara, que la habíamos despertado con tanto jaleo—. Ni te vas a enterar. Son muy pequeñas y más blandas que los sellos.

Con el tiempo me volví una voraz comedora de estampas. Con mis horas de estudio y la ayuda de los santos y santas de la corte celestial, me estaba convirtiendo en una alumna sobresaliente.

Al curso siguiente, llegó una niña nueva. Al principio le pasó como a todas, pero luego pilló tal atracón de estampas que le subió la fiebre con grandes dolores de barriga. Cuando llegó al hospital ya tenía el apéndice perforado y los intestinos forrados de papelitos de colorines.

Nosotras nos pasamos la noche rezando en la capilla. Por la mañana habían desaparecido la silla baja y la faltriquera de la hermana Gregoria. La niña no volvió al colegio y nadie supo decirnos qué había pasado con ella.

Carmen Romeo Pemán

Foto CaLina Burana. Publicada en FB el 25/03/3015