Carta a mi madre

Hay que ver cómo eres, mamá. Desde luego has vivido noventa y cuatro años alucinantes, oye. Yo, si me dejas en herencia tus genes y tu alegría, me doy por muy bien servida.

Nunca hubiera creído que se podía elegir la manera de dejar este mundo, pero resulta que sí. Por lo menos en tu caso. Has tenido una despedida a la carta, como el que pide platos en un restaurante. Siempre dijiste que tú no querías irte de golpe, sin enterarte, ni acostarte y no despertarte a la mañana siguiente. No, para nada. Con lo que te gusta y te ha gustado el teatro, decías que querías saber con tiempo tu fecha aproximada de caducidad para tener la oportunidad de despedirte de tu gente y de organizarte, y vaya si ha sido así. Desde que empezaste a decir que se te hacía un nudo en la garganta, y en noviembre le pusimos al nudo el nombre de cáncer de esófago, has hecho exactamente lo que siempre dijiste que harías: prepararte y disfrutar hasta el último minuto.

Has sido un ejemplo. No puedo escribir que has sido una enferma ejemplar porque no nos has mostrado para nada la enfermedad, ni te hemos visto en baja forma en ningún momento. La víspera de tu partida todavía ibas caminando del salón al dormitorio, aunque fuera con ayuda, porque solo podías tragar líquido o papillas muy blanditas y eso, con lo que te ha gustado comer siempre, te debilitaba. Lo que no se debilitó nunca fue tu sentido del humor. Ni tu coquetería. Decías que te gustaría volver a tener tu peso de soltera, y hace pocos días te pesaste y te echaste a reír diciendo que habías conseguido que la báscula te diera ese capricho. Y eso que llevabas el collar y las pulseras puestas. La oncóloga que te vio no podía creer cómo eras. Menuda cara puso cuando trataba de decirte que no era operable, y le contestaste que tú no querías eso de “quirófano a vida o muerte, como en las películas”, y que tampoco querías quimio ni radio porque no te iban a ayudar, y lo único que iba a pasar, muy probablemente, sería que te caerían encima de golpe los noventa y cuatro años que, hasta ese día, no te habían pesado nada. ¡Si este verano, como todos los veranos, nos hemos hartado de reír en la playa cada vez que te metías y tragabas agua al venir una ola!

Tuve tiempo de llegar a ver esa sonrisa tuya tan hermosa, y esa cara de sorpresa y alegría que ponías cada vez que nos presentábamos en Murcia sin avisar. Tuve tiempo de decirte que tu nieto Javier estaba allí, contigo, y que tu nieta Marta llegaría desde Londres en menos de cuarenta y ocho horas. Tuve tiempo de pasar la última noche en el sofá cama de tu salón, junto a tu cama articulada, y ver que descansabas tranquila.

Y a tu nieto Pablo se le ocurrió que nos juntáramos todos, hijos y nietos, para rezar el rosario junto a ti, que sabía que eso te gustaría, y así lo hicimos el sábado. Respirabas tranquila, ningún estertor, con una expresión que no podía ser más serena. Había familia hasta en el pasillo, que hay que ver la que liasteis papá y tu… seis hijos, quince nietos… ahí es nada. Y, añadidos, nueras, yernos, novias y novios de los nietos y nietas… Creo que si hubiera pasado un policía y se le hubiera ocurrido mirar hacia el balcón, habría subido pensando que allí estábamos tramando, como poco, un golpe de estado. Y fue decir el “Amén” final del rezo, y escucharte dar un suspiro más profundo, ver la sombra de una sonrisa en tu cara, y comprobar que habías dejado de respirar.

Hubo tiempo de que viniera Abel, que si hay un cura “apañao” en el mundo, es él. Vino la semana anterior, te dijo una misa en casa, te dio los óleos… Y el domingo, como a ti no te gustaba el tanatorio de Murcia, se te dijo la misa de corpore in sepulto como tú querías, en tu parroquia del Padre Joseico, oficiada por Abel, y entrando tú como la reina que eras y que eres a hombros de tus hijos y de tus nietos. Y con un coro que te cantó como los ángeles…

Lo que yo te digo: una muerte a la carta, a tu gusto hasta el último detalle. Y es que tú no te merecías menos.

El domingo después de la misa, ya en tu casa, empezaron a pasar cosas por la noche: en el flexo de la ducha se debió de picar la goma, y aquello parecía una fuente. Menos mal que lo apañamos hasta la mañana siguiente con cinta aislante hasta que compramos uno nuevo. El wifi se fue de paseo, inexplicablemente, y hasta llamé a mis hermanos por si habían dado ya de baja tu teléfono. No lo habían hecho, y apagando y encendiendo el router varias veces acabó por regresar el internet. Y luego tu yerno, que se iba en el autobús nocturno porque yo, que soy la que conduce el coche, decidí quedarme en Murcia, decidió mirar no se qué en su maleta y la trajo al salón “porque hay más luz que en la entrada”, dijo. Y fue decirlo, y quedarnos a oscuras. Ya te imaginas la carcajada que se nos escapó a todos. Tenías que habernos visto, con las linternas de los móviles, tratando de encontrar el cuadro eléctrico, que nadie sabía dónde estaba. Y luego, cuando dimos con él, buscando una escalera porque la dichosa caja de fusibles estaba casi en el techo… Por suerte tu nieta Marta encontró una escalera, pudo subirse a ella, tocar no sé qué cosa, y volvió a hacerse la luz. ¿Y sabes qué? Pues que Marta me dijo algo que va a hacer que te mueras de risa cuando lo leas (además de reír allí arriba con lo de “morirte” de risa, que me ha salido así, del tirón, y no lo voy a borrar, claro, que te privaría de una carcajada). Tu nieta me cogió del brazo con aire misterioso y me dijo al oído:

 —Mami, yo creo que como a la abuela le gusta tanto hablar por teléfono y poner Whatsapps, y allí arriba no debe tener cobertura, está mandándonos señales para que nos marquemos unas risas a su salud…

¿Y sabes, mamá? Estoy de acuerdo con mi niña. Nos sentimos reconfortados, te sentimos, sentimos tu cariño, tu alegría, tus ganas de juerga, de pasarlo bien, de inventar cosas absurdas y sorprendentes.

Y ya está. Ni he empezado con un encabezamiento ni voy a terminar con una despedida. Porque físicamente han sido noventa y cuatro años plenos, pero en el alma vas a estar siempre.

Voy a copiar ahora el último párrafo de algo que ha escrito mi sobrina Patricia, tu nieta, en Facebook. La que tiene fama de escritora en la familia soy yo, pero Patri me deja en mantillas con lo que te ha escrito ahí, que la niña pone los pelos de punta y calienta el corazón con cada frase. Esto es lo que tu nieta pone al final de su publicación, y no se me ocurre un final mejor para esta carta:

“Gracias, gracias y gracias. Dejas el mayor legado que se pueda imaginar, una familia maravillosa, un poco cuadriculada y peculiar, pero unida y que te quiere con locura. Dale recuerdos al abuelo y a las titas. Id preparando una ración de pescaíto. Nosotros nos quedamos aquí, juntos, cuidando de tía Trini y cantando “Como una ola”, “Marinero de luces” y “La gata bajo la lluvia”.

Eres eterna, abuela, te queremos.”

Adela Castañón Baquera

Deseos confusos

Quiero volver a estar a solas

con mi locura y mi libro favorito.

Quiero alejarme del fuego del verano,

cobijarme en un lecho dorado

hecho de hojas de otoño,

buscar incluso abrigo

en las nieves del tiempo.

Regresar al refugio de una vida pasada

donde no exista él.

Volver a ser yo misma,

y volar sobre historias que pueda disfrutar

sin tener que pagar un alto precio

empleando el dolor como moneda.

Quiero recuperar el color de los días,

el brillo de las noches,

la música que acunaba mis sueños,

el aroma del alba en mi ventana,

volver a ser capaz de alzar el vuelo

sin que me pese el alma.

En realidad, no sé bien lo que quiero,

porque, sin él, por mucho que me duela,

sé que tampoco alcanzaré consuelo.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

Como un vilano de la primavera

#relatoscovid

Redondo, picudo, una veces rojo, otras verde y otras blanco como un vilano que sale de la nada. Nadie lo ha visto. Pero inunda las calles y lleva armas letales. Mata sin cuchillos ni navajas. No tiene bombas ni arsenales de armas. Tampoco señales de alarma. Basta con un suspiro de la persona que tengo sentada a mi lado en un banco del parque para que empiece una guerra cuerpo a cuerpo. Pero, ¿una guerra?, ¿contra quién? Nadie lo sabe y todos lo sabemos. Me aparto de la gente, me cubro la cara con una máscara y busco con desespero un grifo donde lavarme las manos. Como si hubiera cometido un crimen. Cuando alguien se acerca, me sube un sofoco que me impide respirar. Huyo corriendo. Me acerco al  banco más solitario del parque, en un rincón oculto por el ramaje. Miro en los alrededores. No veo nada. No lo encuentro. Pero puede estar agazapado en cualquier grieta. A lo mejor entre las hojas de los árboles. Decido no sentarme y volver a mi casa.

Nadie lo conoce ni sabe cómo se mueve entre nosotros. No es un ninja ni un gnomo. Tampoco tiene efectos mágicos, aunque lo parece.

Aún es pronto para comer. Enciendo la televisión y veo a un mago que dibuja curvas y habla del número de muertos. Entonces empiezo con las llamadas de teléfono.

—¿Qué hago? ¿Qué vas a hacer? —le pregunto a mi hermana

—Nada. Yo me quedo en casa. Y tú quédate en la tuya. ¡Ah!, y no abras a nadie —me contesta con un temblor en la voz.

Doy vueltas por las habitaciones. Miro los vasos. Nada. Entonces me pregunto: “¿Nos estaremos volviendo locos?” Pero no. Los muertos son reales. Se apilan en bolsas de plástico negro en un palacio de hielo, como si estuvieran dispuestos a patinar. Nadie se atreve a enterrarlos.

Cierro las ventanas. Coloco mantas y toallas enrolladas en las rendijas. Convierto mi casa en un fuerte, como los refugios antiaéreos. Entonces empuño la antigua máquina de Flit, pero está vacía. Ya no venden Flit ni DDT. Cojo una palangana y voy rociando la casa con gotas de lejía, como hago en Semana Santa con el agua bendita: Asperges me, Domine. No sé por qué pienso que el olor de la lavandina ahuyentará a mi enemigo para siempre. Entonces, con calma disuelvo jabón en un tarro y comienzo  a hacer pompas detrás de los cristales. Son mi bandera contra el miedo.

Por la tarde me coloco un yelmo con barbuta y, como don Quijote, salgo a buscar aventuras en las calles vacías. Acaricio las estatuas. Me tumbo junto a la Mujer dormida de una avenida y pierdo el conocimiento. Sin saber cómo, unos extraterrestres me cogen y me meten en una nave espacial que lleva puesto el ¡uuuuh, uuuuh! ensordecedor de una sirena. Al final del túnel, me despiertan los  borboringos de mis entrañas. ¡Puajj!, ¡puajj! Los tubos que me atraviesan la garganta solo dejan escapar algún ¡bzzz!, como si me hubieran metido mosquitos molestos. Unas luces de colores se encienden y apagan como en un festival de cabaret. Cuando se encienden todas a la vez se me acercan unos ojos gatunos que me miran desde dentro de una máscara de carnaval. Poco a poco voy entrando en un sopor. De momento la partida se queda en tablas. Y yo me siento encapsulada por un vilano invisible, por un vilano de la primavera cuyas plumas vuelan hacia la nada.

Carmen Romeo Pemán

Fotografía principal, la que encabeza el artículo: VILANO DE SENECIO. Del blog de Montse. Botanic Serrat. Propiedad de la autora. Disponible en: https://letrasdesdemocade.files.wordpress.com/2022/01/6ed0b-botanic2bserrat2bvilano2bsenecio1.jpg