Delirios de un amante imaginario

Soy un montón de líneas dibujadas en un pedazo de papel pegado a la pared. Tengo una supuesta vida entre los límites de una hoja vieja y desgastada. No decido aún si odiar a mi creador o amarlo. Es una decisión difícil que no puedo tomar a la ligera.

Ahí está ella. Encima de la repisa, tan callada, mirando fijamente a cualquier parte. Sus alas color rosa y el vestido ajustado me hacen alucinar. La envidio. Codicio su libertad, su gracia, su color de piel. Yo solo estoy aquí, encerrado en un mundo en blanco y negro. ¿Por qué soy un topo? Mi creador pudo haber dibujado un caballero de brillante armadura, un león, un castillo. Pero no, tenía que ser un maldito topo. Un animal subterráneo, con ojos diminutos cubiertos de piel, pequeñas patas, grandes uñas y un apetito insaciable. ¿Cómo puede alguien darle vida a un ser con semejantes características?

Revoloteando en mi cárcel de cuatro paredes, desespero por conocer el mundo más allá del papel, por mirar fijamente a mi amada y confesarle mi devoción. Escaparnos juntos de esta habitación de recuerdos inútiles y esperanzas perdidas. Soy un ser nacido en cautiverio, ¿cómo puede ser eso posible?

Quiero llamar su atención ¡Está tan lejos! Mis sonidos insignificantes son un eco en la habitación. Necesito que escuche mi voz para que pueda verme. Pero ¿cómo es posible ver el alma cuando los ojos se confunden con la piel? Creerá que estoy ciego, que soy nada. Eso soy: nada. Clay, el topo, atrapado por su creador desde el primer momento que lo concibió como su obra maestra. Un ser imaginario. Eso no es verdad, soy tan real que duele.

Heme aquí en el cuadro de honor, pegado como un recuerdo más. Confundido con la decoración, solitario, perdidamente enamorado de lo imposible, cautivo en múltiples deseos. Creado por un demente que destruye todo lo que su imaginación puede construir. Nadie sabe que vivo en este pedazo de papel inerte. No pueden imaginar que estoy aquí, ansiando salir por ella, deseando tocar una realidad diferente a la que soporto día tras día.

Todo en esta habitación es inútil. Si consiguiera ser algo más que un topo, saldría de mi cárcel y llegaría hasta ella para declararle mi absoluta devoción a todo lo que representa. ¿Qué puedo hacer? En el dilema de la existencia está mi escapatoria.

Ahí está él, dibujando de nuevo. Parece que solo yo seguiré sobreviviendo a sus incontrolables ataques de odio a su talento. Tengo que hacer que la traiga hacia mí, tan cerca que pueda tocarla. Ahora me mira. Es el momento de enviar una señal. Soy un dibujo, pero también soy un topo; puedo cavar muy profundo, llegar hasta su conciencia y sembrar una idea. “Mírame, Aidan. Mira fijamente a tu creación. Libérame de este castigo”. No ha funcionado. Solo soy una serie de puntos sin sentido. Quizá, ni siquiera soy un topo. Estoy alucinando, todo es producto de la imaginación de alguien más que juega conmigo, que quiere darme vida sin tener el poder. No existo, nada de esto existe. Soy un ente viviendo en un pedazo de papel, atrapado en el ataque repentino de locura de un desconocido. Seducido por el hada de la repisa.

Ahí estás, como todos los días a la misma hora. Caminando de lado a lado en tu cárcel de papel. Desearía estar contigo. Descubrir qué te inquieta. Todo es tan solitario en la repisa, tan inerte. Solo tú y yo tenemos vida en esta habitación denigrante. Somos tan iguales y a la vez tan distintos, compartiendo la insensatez de nuestro creador. Obras de arte exhibidas para el regocijo de un maniaco. ¿Cómo podríamos cambiar lo que somos? Resulta inútil pensarlo. Nada puede cambiar cuando eres una marioneta que tantos mueven a su antojo. Ninguno conoce lo que anhelas, quién eres, a qué estarías dispuesto. Solo juegan contigo.

Cuando eres un objeto inanimado todo pierde importancia. El tiempo es lento, veloz e impredecible. El polvo deja marcas imborrables. El encierro, delirios incontenibles. Los pensamientos vuelan sobre tu cabeza, ninguno parece tener sentido. Te envidio, Clay. Estás en el cuadro de honor, todos te admiran y respetan. Codicio tus pequeños ojos que difícilmente ven la crueldad del encierro al que estamos sometidos, tu piel peluda que te protege del frío implacable que inunda la habitación, tus largas uñas con las que podrías viajar a cualquier parte… No entiendo por qué aun no lo haces. Desearía estar a tu lado, declararte mi admiración insana y escaparme contigo. Estoy delirando. Solo somos objetos perdidos en una habitación, rodeados de recuerdos inservibles. El chiste de alguien sin corazón que nos dio vida para hacer menos miserable la suya.

Ahí está Aidan, dibujando de nuevo. Otro intento más que terminará en la basura. Solo Clay, el topo, sobrevive a sus incesantes ataques perfeccionistas. Ahora me mira. Soy un hada de madera, no importa el material, lo que soy es lo que me define. Quizá, podría desear que nos dibuje juntos. Es una tontería ¿o no? Llevo años en esta repisa, solitaria, esperando el momento para habitar un pedazo de papel, junto a él. Este puede ser el instante perfecto.

Mónica Solano

Ilustración. www.instagram.com/spacomacaco

Que de imposturas se trata

Yo nací de la impostura. José Saramago

Pascuala Castán notaba que, con los años, sus clases se habían vuelto muy aburridas. “¡Basta ya de rollos! Desde mañana practicaré la creación literaria. Lo más eficaz será que mis alumnos piensen que soy experta en eso de los relatos”. Aunque todos se darían cuenta de la mentira, porque era sabido que doña Pascuala carecía de la imaginación necesaria para elaborar un relato.

Comenzó por inventarse la personalidad que habría deseado tener. Por la noche, mientras preparaba la clase del día siguiente, iba escribiendo su nueva biografía y la iba adaptando a lo que le habría gustado ser. Comenzó cambiando los datos de su DNI: la fecha y lugar de nacimiento, el nombre de sus padres, su estado civil y la dirección de su domicilio. Al llegar al apartado de los estudios cambió el colegio de monjas, donde había estado interna más de nueve años, por un instituto; la licenciatura en historia, por un doctorado en filología; y sus verdaderos gustos literarios por otros que estaban de moda. Se inventó una larga lista de publicaciones en las que firmaba con pseudónimos, para evitar que sus compañeros descubrieran sus imposturas.

Este apartado fue el más engorroso. Consultó muchas páginas de internet para hacerlo creíble. Buscaba títulos de críticos famosos y les introducía pequeños cambios, los suficientes para que no la acusaran de plagio. Después llegaba lo más difícil: encajar el nuevo título en una editorial real. Como no encontraba solución, decidió inventarse los nombres de las editoriales, pero como no tenía imaginación no le salía ninguno.

Doña Pascuala, que era un poco supersticiosa, cuando llegaba a la sala de profesores, se sentaba en un rincón, abría el periódico por la página del horóscopo y se ensimismaba soñando en aquellas predicciones. De repente pensó que si deformaba un poco los signos del zodiaco sonarían bien para nombres de editoriales eruditas. Así fue como comenzó a llenar páginas y páginas de bibliografía personal inventada: Florentina del Mar, “Por el camino sin mirar las orillas”, editorial Ariete, Murcia. María Barbeito, “Fiestas populares en la literatura gallega”, editorial Virginal, Padrón (La Coruña). Juana Abarca de Bolea, “Octavas de las horas místicas”, editorial Promesa, Huesca. Cuando acabó, imprimió su nueva biografía, y la miró con regocijo. ¡Así, sí! Así le gustaba más.

Una noche se puso muy nerviosa porque acababan de traerle una lavadora nueva. Una de esas que llevan programación electrónica y que no hay quién las entienda. Para colmo de males, tenía la ropa de una semana sin lavar y las clases del día siguiente sin preparar. “Bueno, iremos por orden. Primero la lavadora y mientras lava, la clase. Pero antes tengo que leerme las instrucciones”. Miró el reloj. Ya eran las doce. “No me da tiempo. Mañana tengo clase a las ocho. Bueno, pues aprovecharé las instrucciones de la lavadora para las clases. En el fondo tiene que ser lo mismo lavar los trapos sucios que escribir un relato”. Y comenzó a copiar las instrucciones de la lavadora. Después, igual que había hecho con el apartado de las publicaciones, iba cambiando los tecnicismos mecánicos por tecnicismos literarios. Al acabar, imprimió sus nuevos apuntes, los leyó y pensó: “Bueno, pues no están tan mal, pueden dar el pego”. Al día siguiente, leyó sus “instrucciones para escribir un relato” y, cuando acabó la clase, todos sus alumnos estaban convencidos de que doña Pascuala Castán era una escritora famosa.

A partir de ese momento, decidió abandonar sus textos basados en imposturas. Se matriculó en cursos de creación literaria, participó en tertulias de escritores y comenzó a escribir de forma compulsiva. Lo más sorprendente fue que aquellas primeras imposturas habían sido el origen del cambio. En ellas estaba el germen de sus mejores relatos.

Carmen Romeo Pemán

Imagen principal: Francisco de Goya, Aún aprendo. Hacia 1826. Lápiz negro, Lápiz litográfico sobre papel verjurado, agrisado, 192 x 145 mm. Era la imagen que doña Pascuala tenía colgada encima de la mesa de su despacho.

 

Alumnos  en la clase de un instituto

LA CIGÜEÑA

 A mi padre. El mejor del mundo

La casa de mi infancia era un edificio de dos plantas, majestuoso y solitario. Construida en un terreno elevado, estaba rodeada de una enorme terraza por donde solía corretear con mis hermanos. Aquel día, a pesar del frío, la tata Rosarito nos llevó a todos allí. Ellos paseaban en bici mientras yo vigilaba el balcón del dormitorio de mis padres. La tarde se me hizo eterna. Los ojos me dolían de tanto mirar al cielo, pero me mantuve alerta. No hacía mucho que había descubierto que los Reyes Magos eran los padres. Y el tema de la cigüeña también me planteaba bastantes dudas.

En el pueblo, en la década de los sesenta, aún no existía confianza entre padres e hijos para hablar de todo y sin tapujos. Hoy día cualquier niño hubiera abordado a su papi para acorralarlo en busca de una respuesta sobre el origen de los bebés, pero en mi infancia todavía no se había inscrito lo de «papi» en el diccionario. Papá era eso: Papá. Con mayúscula. Imponía respeto. Y no me quejo. Mis hermanos y yo nos sentíamos queridos por nuestro padre; en cambio, algunos amigos nuestros solo podían dirigirse a su progenitor con el solemne término, aún más estremecedor, de «Padre» (con la misma mayúscula inicial). Pensar en abordar a papá para preguntarle sobre el origen de los niños me hacía sudar en pleno invierno, así que preferí vigilar el sospechoso aumento del perímetro abdominal de mamá para ir sacando mis propias conclusiones. Y, por culpa de ese misterio sobre los nacimientos, yo estaba en el banco, muerta de frío, en vez de entrar en calor pedaleando como mis hermanos. ¡Si existía la cigüeña, ese día la pillaría in fraganti! Pero no pensaba bajar la guardia ni desfallecer en mi labor de vigilancia. A ratos me preguntaba si alguna vez podría bajar el cuello para volver a verme los pies.

Casi de noche, papá se asomó al balcón del dormitorio y nos llamó sonriente.

—¿Todo bien, don José? —preguntó la tata.

—Todo bien, Rosarito. ¡Otro niño!

Mis hermanos y yo subimos con la tata al dormitorio de mis padres. Yo tenía un mosqueo de campeonato. ¿Otro niño? ¿De dónde había salido aquel trocito de carne con ojos? Mamá estaba tapada en la cama, y el bulto de su barriga se había reducido a menos de la mitad. Entre los brazos tenía un bebé lo suficientemente grande como para que yo lo hubiera visto llegar en el pico de la cigüeña. Por no hablar de que el tamaño de aquellas aves no era el de los gorriones, y de que por el balcón no había entrado ni una mosca en esa tarde interminable. ¡Mucho menos un pajarraco con la envergadura y la fuerza necesarias para haber dejado aquel amasijo llorón en los brazos de mamá!

La desesperación es un buen combustible para el valor, y yo necesitaba salir de dudas. Cogí a papá en un aparte y le planteé la cuestión entre tartamudeos. Aunque hacía frío, los dos sudábamos. Papá se secó la frente y se quedó pensando durante unos segundos. De pronto se le iluminó la cara y me dijo que rezara el Avemaría. Aunque no entendía el motivo de su petición, obedecí. Empecé a recitar de forma mecánica, sin prestar atención al significado de las frases, con el mismo soniquete monótono de las tablas de multiplicar que aprendíamos con un ritmo parecido. Con esa entonación de cantinela, propia de niñas de colegio de monjas, llegué a la parte de: «Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús». Realmente, en aquella frase alusiva a la maternidad de María, lo que dije fue: «Y bendito es el fruto, de tu vientre Jesús» (siempre me acuerdo de esto cuando leo acerca de la importancia de la colocación de las comas). Aunque las palabras de mi plegaria eran perfectas, esa coma trastocada solo sirvió para confundir en lugar de ayudarme a dar sentido a la frase. Pero papá no debió pensar lo mismo y dio por supuesto que aquello lo aclaraba todo. Me sonrió muy ufano y me dijo:

—Ahí tienes la respuesta. Ese es el origen de los niños.

Sonreí como tonta y me quedé más confusa que al principio. No quise desilusionarlo diciéndole que seguía con el misterio sin resolver. ¡Me sorprendió que mi padre me inspirara una extraña ternura! Como si yo fuera la adulta y él un niño intentando explicar algo. Esa noche, al acostarme, decidí que no solo no tenía la respuesta, sino que lo único que había sacado en claro de aquella extraña tarde era un montón más de preguntas.

Los días que siguieron fueron reveladores para mí, gracias a mi tata Rosarito, que todavía no tenía ni veinte años, pero había escuchado las explicaciones de papá y se compadeció de mi desamparo. En pequeños apartes, y con aquella sencillez de muchacha sana de pueblo, me descubrió con cariño el misterio de la vida. Meses después fue mi cómplice y mi modelo cuando empecé a fijarme en los chicos y no sabía a quién plantearle las dudas que me acosaban y me robaban el sueño.

Recuerdo el misterio resuelto de la cigüeña como uno de los últimos pasos en el camino que me llevaba desde mi infancia hacia la nueva y emocionante aventura de la adolescencia. El nacimiento de mi hermano tuvo otra consecuencia: la mayúscula de Papá se transfiguró en minúscula, aunque no tuve el valor de compartir con nadie ese descubrimiento. Pero aquel clon de Dios, dueño de todas las respuestas y soluciones de nuestros problemas infantiles, me descubrió ese día que también tenía su talón de Aquiles. Mi padre, como médico, era genial, y había atendido los partos de mi madre y casi todos los de las mujeres del pueblo desde que llegamos allí. Y menos mal que se dedicó a ser médico generalista. Porque como psicólogo infantil, creo que no hubiera hecho carrera.

Adela Castañón

Foto: Flickr

Enciende el hábito de la escritura

Adoramos escribir. Cuando nos sentamos frente a la hoja en blanco, algunos con más sufrimiento que otros, y vemos emerger las palabras que hasta entonces solo estaban en nuestra cabeza, nos recorre un cosquilleo que da tanto gustito como el primer baño del verano.

Sin embargo, ponerse a escribir no es fácil. Igual piensas, tú que me lees, que solo a ti te cuesta ponerte a escribir. Pues no. A todos nos pasa, especialmente si no es nuestro medio de sustento. El día a día con el trabajo, los niños y la cervecita en la terraza nos absorbe, y no encontramos el momento para dedicarnos a este bello oficio que quizá en un futuro podría pagarnos el yate de tres pisos y piscina.

Entonces, ¿cómo lo hacemos para escribir? Pues aquí quiero explicaros algunas cosas que pueden empujarnos a dejar de jugar al Candy Crush y coger el boli, metafórico o no.

Compromiso y falta de tiempo

No nos engañemos. La escritura es un compromiso, un compromiso contigo mismo. Igual que hay que tener una enorme fuerza de voluntad para no picar patatas fritas del plato del vecino cuando estás a dieta, hay que tenerla para enfrentarnos a la hoja en blanco. Escribir es satisfactorio pero requiere un esfuerzo que, después de un día lleno de jefes y/o clientes molestos, atascos y demás molestias de la vida moderna, no nos apetece hacer.

Yo he sido un buen ejemplo de falta de compromiso con la escritura, y tengo matrícula de honor en buscar y encontrar excusas. Durante mucho tiempo, mi charla interna para disculparme el no escribir ha sido la siguiente:

“Debería coger el portátil. Pero qué pereza, ¿no? Si es que lo acabo de cerrar, que me han dado las mil haciendo esa práctica tan chunga. Uy, y Valeria se está moviendo en la cuna, seguro que va a echarse a llorar de un momento a otro. Y aún tengo que cenar, y después planear las llamadas de mañana.

Anda, alguien me está hablando por WhatsApp. Bueno, pues lo miro un segundito y me pongo a escribir, que así voy descansada mentalmente.»

Error.

Oblígate, o búscate algo que te obligue

Está claro que no puedo dejar de trabajar, porque tengo que comer. Tampoco puedo dejar de estar con mi hija, porque es ella la que tiene que comer. Ni parar de estudiar, porque quiero que comamos mejor el día de mañana. Y por eso, durante mucho tiempo, he dejado de lado lo único que, en mi cabeza, no suponía una obligación: la escritura. Hasta que he buscado algo que me ayude a abrir el Word o, si no tengo el ordenador a mano, la libreta que siempre llevo en el bolso. ¿Queréis saber qué es?

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Mi libreta y los bolis del Muji van conmigo a todas partes. Y por eso llevo bolsos tan grandes.

Obligación interna: Créate un hábito con seis pasos

Ahora parece que vengo a hacer un Cristóbal Colón y decir que he descubierto algo que ya conocen montones de personas, pero no. Es decir, esto no es nada nuevo pero no está de más recordarlo.

Y es que dicen que solo necesitas seis pasos para crear un hábito. Así que, tengas o no algo que te mueva a escribir (luego veremos eso), solo tienes que seguir estos seis pasos para tatuarlo en tu rutina:

  1. Busca el momento

¿Cuándo tendrás calma suficiente para coger el boli? ¿Después de cenar, al ir y volver al trabajo en transporte público? Igual llegas antes que el resto a la oficina y ese momento de calma es idóneo para escribir. O en la cama, media hora antes de dormir. Tú conoces mejor tus horarios. Revísalos, y cuando encuentres ese momento en el que te echas en el sofá a jugar con el móvil, igual es el momento de ponerse a escribir.

  1. Empieza con calma

Esto es básico. No pretendas escribir mil palabras por sesión o acabarás harto a los dos días y decidiendo que mirar cómo crecen las pelusas del sofá es más divertido. En Internet hablan de escribir 500 palabras: si te va bien, adelante. Si no, escribe menos. Lo importante es crear el hábito, no la cantidad.

  1. Ritualízalo

Es que el ser humano es místico y hay que ver lo que nos gusta ponerle florituras a las cosas. Pero igual te va bien un pequeño ritual que te haga sentir que es un momento de calma y bienestar que te anime a repetirlo cada día: sírvete un buen café, ponte música relajante… Lo que te haga sentir en tu oasis personal.

  1. Apúntatelo o ponte alarmas

No sirve de nada que tu cita con la escritura esté en tu cabeza, porque te puedes despistar. Apúntatelo y, si puede ser, en el móvil, con un pitido bien fuerte y un aviso que diga: “¡A escribir! ¡No te escaquees!”.

  1. Enséñalo

No lo guardes en un cajón, que es una pena, hombre. Además, como verás más adelante, seguro que encuentras a alguien que, a) disfrute y te anime a continuar, cosa que te dará un subidón y, b) que te aporte correcciones o ideas que a ti no se te han ocurrido.

No temas por enseñarlo y pensar que alguien te va a robar la idea. Se ha publicado sobre cualquier idea que se te ocurra, y lo importante no es el tema, sino cómo está escrito. Y la forma de escribir es propia de cada cual, así que nada puede igualarlo. Como las huellas dactilares, oye.

  1. Ponte metas y prémiate

Solo o con gente, brinda cada vez que llegues a donde quieres. No se trata de convertirlo en un juego de beber (¡chupito de Tequila por cada cien palabras!) que quiero que tus neuronas sigan funcionando después del primer capítulo de tu novela. También puedes dejar de lado el alcohol, pero lo importante es que lo celebres, que te premies, porque has hecho algo importante y lo mereces..

Yo me voy de tiendas. Pero shhh.

Obligación externa: búscate una comunidad que te exija

No sé qué dice exactamente la RAE sobre la palabra Comunidad (aunque yo soy más de María Moliner), pero cuando hablo de ello, me refiero a dos o más personas que quieran leer lo que tú escribes. Puede ser tu madre, tu mejor amigo y la loca de los gatos del quinto: da igual. Lo importante es que alguien espere y te dé feedback de tus textos. ¿Por qué? Porque, que alguien te lea, anima. Si encima te dedica un puñado de palabras amables, te dará cosquillitas en el estómago y te entrarán ganas de escribir otra vez para volver a sentirlo. Si tienes suerte, te querrá tanto o le gustará tanto lo que escribes, que se convertirá en una fan y estará deseando leer todo lo que sale de tu pluma.

Si sospechas que la opinión de tu madre no es muy objetiva y ya no te sirve, tienes herramientas a tu alcance para ampliar esa comunidad. Internet es la clave. Puedes crearte un blog con tres amigas (ejem, ejem), publicar tus textos en Facebook (pero ten en cuenta que, lo que dejes en tu muro, deja de ser tuyo aunque pongas un aviso diciendo que lo que tú publicas es tuyo) o apuntarte a plataformas de escritores. Ahora vamos a ello.

Cursos de escritura

No solo de amigos y familiares vive el escritor vago, también puede encontrar su comunidad en la infinidad de cursos de escritura que hay en Internet. Entérate bien, y escoge uno en cuya dinámica esté la de comentar a los compañeros. De esa manera, encontrarás a personas que se interesan por lo mismo que tú y que no solo te leerán sino que te ayudarán a crecer con sus aportaciones.

Redes sociales para escritores

No hablo de Facebook o Twitter que, aunque se utilizan (y bastante, por cierto) para promocionar libros, su finalidad no es esa. Me refiero a webs como Megustaescribir, de la editorial Penguin Random House, o Falsaria. Pero, sin duda, una de las más grandes es Wattpad. Que merecería un capítulo a parte.

Ya sabéis que Internet es como ese mercado sucio y desordenado donde puedes encontrar un puesto de grillos fritos junto a otro que expone las joyas del último Zar. Con Wattpad pasa lo mismo: para encontrar algo que esté fuera de las categorías fanfiction y literatura juvenil hay que rebuscar con tesón. Pero también hay adolescentes con ganas de gritarte a la cara lo mucho que te quieren por haber escrito esa historia de amor con la que tienen sueños húmedos y gente que disfruta de la literatura y te comenta y anima a escribir porque quiere que sigas haciéndolo.

Y si la petición de un fan no hace que escribas cuando tengas un rato es que, en vez de corazón, tienes un gran y arisco trozo de hielo. O que eres aún más vago que yo.

Además, en este link tenéis un listado de 47 redes sociales, por si con 3 no tienes suficientes.

Bonus: Nanowrimo

Ahora me diréis que sí, que todo eso está muy bien, pero que si no dejas de dormir no hay tiempo para nada. Y lo entiendo, no en vano se me conoce como la mujer con las ojeras más oscuras del mundo. Por eso os traigo este reto: escribir un proyecto literario en un mes. Gana quien lo acaba, y se considera que debería de tener unas 50.000 palabras.

Suele celebrarse en Noviembre, y este año voy a intentarlo. Si te apuntas conmigo dímelo que lloraremos juntos de desesperación y falta de descanso.

Mi obligación: E. Y. P. Daruma

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Cuando mi amiga Anna (¡hola!) fue a Japón me trajo un souvenir precioso: mi pequeño Daruma, esa bola blanca tuerta que veis en la cabecera de este post. Es el símbolo de un monje budista al que, de tanto meditar sentado, se le cayeron las piernas y los brazos. Era tan perseverante este buen señor que hicieron, a su imagen y semejanza, este amuleto representa los propósitos: cuando decides tomar uno, le pintas un ojo y no rellenas el otro hasta que lo cumples. Así, su mirada desigual es un recordatorio eterno de que no estás cumpliendo con tu propósito. Y de que eres una persona malísima si pierdes el tiempo en vez de devolverle la vista.

Cuando me lo regaló, le pinté un ojo con el propósito de acabar una de mis novelas y le puse nombre: E. Y. P. Daruma, que significa “Escribre Ya, Perra” Daruma. Como veis, tenemos una bonita relación pasivo agresiva. Pero a mí me funciona.

Dicen que después de 21 días haciendo una cosa, se vuelve un hábito y ya no se deja. Mis incontables matrículas del gimnasio son la prueba de que esto no es siempre cierto. Así que igual hay que echarle un poco más de ganas a esa práctica, y si la vida abruma y nos cuesta encontrar motivos internos que nos empujen a escribir, quizá hay que buscarse alguna que otra excusa que lo haga.

Y si lo hacéis me lo contáis, no vaya a ser que E. Y. P. Daruma pierda su autoridad moral sobre mi y deje de darme pena que me mire con un solo ojito.

Carla

@CarlaCamposBlog

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Imágenes propias de cabecera e imagen de la libreta.

Imagen del Daruma rojo, de aquí.

El día que Nicolasa rompió el hielo del Arba

–Mira,  José, te he dicho que esta niña me tiene muy preocupada. Es de esas que se las campa sola y no hace caso a nadie –le dice Ana a su marido, cuando llega del campo. Viene sudoroso, cansado y con pocas ganas de hablar de estas cosas, que para él no tienen importancia.

–¡Anda, no será para tanto! Se nota que, como es la pequeña, la tienes muy mimada y ella, ¡claro!, quiere soltarse un poco de tus sayas.

–¡Es que no te enteras de nada! Te parece que con trabajar y taparnos la boca con un poco de pan ya está todo arreglado. ¡Pues, no, José, que las cosas no son así! No tendrías que ser tan cachazudo. Tendrías que esforzarte en conseguir un jornal mejor. Y tendrías que enterarte qué es lo que pasa en casa con nuestros hijos.

–¡Ya estamos como siempre! –gritando mientras le quita los aparejos al burro–. ¡Tendrías, tendrías! ¿Y tú? Más te valdría trabajar y dejarte de tantos remilgos con los críos. Mira, precisamente esta mañana me he enterado que los de casa Fontabanas están buscando una mujer que les lave la ropa en el Arba. Y dicen que en esa casa pagan bien.

–Pues aquí nos apretaremos el cinturón. Pero no pienso dejar a los críos solos todo el día. Y menos a Nicolasa. ¡Lo que le faltaba! Entre lo flaca que está, lo mal que come y esa tos perruna, si yo me pongo de lavandera, ella no pasará el invierno.

–Lo que tendría que hacer es dejar de una vez tantas fantasías. Anda que no ha dado que hablar con aquello que leyó el cura en misa el otro día –Y se planta delante de su mujer esperando que le conteste algo.

–¿A qué te refieres? ¿Al diario que le robó su amiga y se lo entregó al cura?

–A las cochinadas que se le ocurre poner por escrito. Que tenga cuidado y no me ponga nervioso que igual se me va la mano. ¡Y no es mi voluntad!

–José, ¡por favor!, que todo fue una mala intención del cura y la envidia de una niña que va peor que ella en la escuela.

–¡No la justifiques, Ana! Que esa será su perdición. Que no se puede escribir, ni siquiera para uno mismo, como tú dices, lo que anda haciendo Damiana por los pajares con otros chicos. Que eso es calumniar ¡y mucho!

–¡Pero si ella solo lo escribía para no caer en la tentación!

–¡Vale, ya! ¿Me oyes? Con eso nos ha deshonrado a todos. Así que tú, ¡a lavar y a recuperar la honra de la familia con el trabajo! –levantando el tono de voz.

–¡Joseee! Que lo estás mezclando todo.

–Yo no mezclo nada y sé muy bien lo que digo. A esta cría hay que ponerle las peras a cuarto. Lo mejor que podrías hacer es sacarla de la escuela y llevártela al río contigo. Seguro que todos saldríamos ganando.

–¡Buenas tardes, padre! ¿Qué tal el día? –dice Nicolasa, que en esos momentos llega sofocada de la calle.

–¿Se puede saber de dónde vienes a estas horas? Hace rato que tendrías que estar en casa ayudándole a tu madre.

–Es que se me ha hecho un poco tarde jugando en la plaza.

–No te digo nada porque es el último día –le contesta su padre, mientras se levanta la boina y se rasca la cabeza con unas uñas renegridas–. Desde mañana irás a lavar con tu madre para los de casa Fontabanas.

–¿Y la escuela, José? La niña tiene que ir a la escuela. Es menor de edad y, si no la llevamos, nos denunciarán.

–Pues que me vengan a mí con la denuncia –le contesta, a la vez que levanta una horca amenazante.

Nicolasa se acurruca detrás de las sayas de su madre, comienza a llorar. Su madre no mueve ni un músculo. Aprieta los dientes y dice con voz ronca:

–Vamos a cenar, que la sopa está caliente –y continua, volviéndose hacia Nicolasa–. Mañana nos levantaremos temprano y pondremos a hervir un caldero de agua para llevarlo al Arba. Así nos podremos calentar las manos cuando tengamos que romper el hielo antes de empezar a lavar

Carmen  Romeo

Imagen: El Arba a su paso por El Frago. Foto de María José Romeo Berges.

Lavandera. Harresi

Lavandera camino del río, “Cuando no había lavadoras”, publicada en Harresi Kulturala Elkartea, 28/04/2013.

PIDO LA PALABRA

Si quieres escribir y no sabes dónde hacerlo, pide la palabra. En Mocade te ofrecemos este espacio.

Nuestro Letras desde Mocade nació como una plataforma donde las autoras, que nos conocimos haciendo cursos de escritura por Internet, decidimos continuar juntas ese aprendizaje compartido, pero sin fecha de caducidad.

Mocade es nuestro rincón ficticio, nuestro universo literario, el patio de recreo al que nos asomamos para disfrutar. Es un asteroide más que aterrizó en la galaxia de la escritura hace apenas un mes, pero que está creciendo a la velocidad de la luz.

La presentación de nuestro blog acababa así:

Y, por último, conocer a todas aquellas personas que quieren leer cosas nuevas, compartir sus historias y aprender juntos.

Personas que aún no lo saben pero que son habitantes de Mocade.

¡Bienvenidos!”  

https://wordpress.com/post/letrasdesdemocade.wordpress.com/6

Pues bien, nos hemos dado cuenta de que, para invitar a alguien a nuestra casa, debemos procurar que se sienta cómodo, así que hemos pensado preparar un sillón desde el que nuestros amigos se puedan expresar. Un sitio acogedor para que quien nos visite pueda pedir la palabra. Y ese lugar es «Pido la palabra».

¿Quieres participar con nosotras desde este lado de la pantalla? ¿Te apetece compartir algo con nuestra comunidad? Escríbenos. Mándanos tu artículo, tu relato, y hablamos delante de un café (virtual, claro está). Danos permiso para revisarlo, porque mimamos mucho a nuestro Mocade, y a todos se nos puede colar una errata. Y, una vez revisado, y si estás de acuerdo con las correcciones (en caso de que las haya), podrás verte aquí, en este apartado de “Pido la palabra” que hemos creado para hacer que Letras desde Mocade sea un poco más de todos y para todos.

Empezaremos con una publicación al mes; tenemos un calendario programado ya que pensamos que es importante la regularidad y la seriedad. Al principio hay que mantener las manos lejos del teclado porque la primera idea es lanzarnos al espacio y publicar, publicar y publicar. Pero no se puede gastar el sueldo de un año en solo un mes, así que preferimos garantizar la continuidad de este precioso proyecto. El primer viernes de cada mes tendrás en nuestro Letras desde Mocade un folio en blanco a tu disposición.

Tampoco podemos dar cabida a obras con una extensión similar a la del Quijote en nuestro blog. Mocade es todavía un bebé de pecho, y darle de comer un solomillo podría resultar hasta indigesto. En principio aspiramos más a calidad que a cantidad. Así que, como aperitivo, vamos a ensayar con escritos limitados a un máximo de mil palabras.

De momento, esto es todo. Si alguna vez quieres hablar (escribir), además de escuchar (leer), ya lo sabes: Pide la palabra, que nosotras te ofrecemos el escenario y el micrófono virtual. Comenta en este post o envíanos un mail a letrasdesdemocade@gmail.com. ¡Bienvenido!

Adela Castañón

Imagen: Unsplash

Muralla de piel

Yago miró boquiabierto las molduras de los techos altos como los de una fábrica. A la derecha, tres escalones de piedra en forma de concha daban paso a un pequeño rellano que invitaba a subir por la escalera imperial hasta el entresuelo. Sintió la tentación de acariciar el desgastado cubre peldaños dorado, pero una huella marrón le hizo desechar la idea. ¿Y si subía a pie? Intuía que se sentiría como una novia llegando al altar. Sin embargo, el despacho de la vidente estaba en el cuarto piso, un quinto contando el entresuelo. No quería llegar sudado, aunque desde que había entrado en el portal sentía la punta de la nariz fría.

Al cerrar la puerta de madera, forja y cristal, también notó un olor a humedad, que se intensificó al dejar atrás la escalera y dirigirse al ascensor. Para llegar, debía cruzar un arco de piedra que imitaba las formas sinuosas y ajardinadas de la barandilla y la puerta, a juego con el alicatado de suelo y paredes. Los colores verdes de las baldosas, amplificados por la última luz de la tarde, se combinaban con el olor a tierra mojada. Se sentía como en una marisma. Sin duda, el edificio debía formar parte de la ruta modernista de Barcelona, y eso hizo que le temblaran un poco los bolsillos. Si aquella bruja podía permitirse un despacho ahí, posiblemente él dejaría de comer carne los siguientes tres meses.

Cerró la boca de un golpe al percatarse de la mujer que esperaba el elevador. Solo podía verle la melena oscura a media espalda; los brazos caían a los costados, el pulgar de la mano derecha frotando insistentemente las uñas del resto de dedos, y el abrigo de verano de manga francesa que acababa justo encima de sus rodillas desnudas. Estaba rematado por un fino encaje, en mangas y bajos, que había perdido lustre. Parecía una pieza muy usada, posiblemente por alguna generación anterior dado el corte y el estilo.

—Buenas tardes —saludó. La mujer ni se inmutó. Seguía acariciándose los dedos mientras miraba el agujero a través de la muralla de acero forjado que los protegía de caer por el hueco del ascensor. Frente a ella, el botón de llamada permanecía apagado. Yago musitó un «perdón» y pasó el brazo por delante de ella para llamar al ascensor. Un «clonc», seguido del ruido de engranajes del motor, anunció su funcionamiento, y no tardó en llegar.

Hizo un ademán para dejarla pasar, y ella no caminó, se deslizó al interior. Al moverse el aire, el hedor a tierra mojada y madera podrida se hizo más intenso, y Yago arrugó la nariz.

—¿A qué piso va? —preguntó, ya con la mano preparada para picar en el botón que le indicara. Sentía los dedos helados.

—¿A qué piso va usted? —contestó ella.

Era una voz profunda y, aunque sus oídos le decían que era armoniosa y juvenil, algo en el fondo de su cerebro, una parte animal y poco evolucionada, hizo que el vello de su nuca se erizara.

—Al cuarto.

—¿Va a ver a la señora Folch? —Yago asintió—. Yo también. Aunque ella no me atenderá si me ve, ¿sabe?

Se oyó un clic cuando Yago oprimió el botón del panel dorado y el movimiento brusco y seco del ascensor hizo que su campo de visión se llenara de destellos blancos. Cerró los ojos, deseando que no fuera el inicio de una de sus migrañas, y respiró hondo. Notó un aire húmedo y frío que llenaba sus pulmones y aguijoneaba su tráquea. Su cuerpo convulsionó una, dos veces.

El ascensor llegó al cuarto piso con otro parón repentino. Volvió a abrir los ojos y salió. Ante la puerta de la pitonisa, el dedo gordo de la mano derecha de Yago acarició sus uñas antes de llamar al timbre.

Carla

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Casa Manuel Felip

De la receta a la mesa

Si te estás planteando escribir, estás en el lugar adecuado. Llevo un par de años tomándome en serio esto de la escritura. Mi interés y mi dedicación han ido aumentando de modo exponencial. Hasta ahora iba paseando cuesta arriba, disfrutando del paisaje, pero de pronto he llegado a una pared y me he puesto a hacer escalada libre hacia la cumbre.  Y es que me he dado cuenta de que, si quiero dejar de leer sobre aprender a escribir, lo que tengo que hacer es pasar a la acción, arremangarme, y coger la pluma (o el ordenador).

En mi afán de aprender me he convertido en “blog-adicta”, “Facebook-adicta”, o algo similar. No sé si los términos están inventados, o existen otros que no conozco para llamar a lo que me ocurre. Pero, para calmar el hambre de aprender que hace rugir a mis neuronas, no hago más que pasearme y saltar, como en el juego de la oca de mi infancia, de blog a blog, de página a página, buscando consejos, orientaciones, recetas mágicas que me ayuden a cocinar esa gran NOVELA que todos estamos convencidos de que vamos a escribir algún día.

He encontrado muchas entradas sobre diversos aspectos de este tema, pero aquí os dejo el enlace a uno que me ha parecido práctico e interesante: http://ateneoliterario.es/dudas-de-escritor/ . Porque está muy bien que, antes de invitar a comer a nuestros mejores amigos, demos un vistazo al libro de recetas de Arguiñano. Pero una cosa está clara: si en algún momento no cerramos el libro y nos metemos en la cocina con el delantal y los ingredientes, al final nos quedaremos todos con hambre.

Por eso, he dejado el libro y he venido aquí, a mi cocina particular. ¿Qué os estoy ofreciendo un bocadillo de mortadela? Vale. Lo admito. Pero por algún sitio tenía que empezar. Y como lo mejor es predicar con el ejemplo, y ya os he dejado una receta magistral con ese enlace, espero que, al menos, la degustéis si mi modesto aperitivo os ha abierto el apetito.

¿A qué esperáis? Venga, dejad de leer un ratito, y haced vuestra aportación a la merienda. ¡Escribid, aunque solo sean veinte líneas diarias! ¡Buen provecho!

Adela Castañón

Imagen: Unsplash