La niebla

La niebla empezó a invadir el mundo, y el mundo no se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde. Los primeros en notarlo fueron los animales, pero sus dueños no supieron darse cuenta de las señales y, si alguno lo hizo, tampoco le dio importancia. A gatos y perros se les erizaba el pelo del lomo, acudían a la voz que los llamaba desde las esquinas de una habitación, o buscaban refugio en el susurro que se escurría desde debajo de las camas y les siseaba que allí, tal vez, estarían seguros y la niebla no los alcanzaría.

Los humanos seguían cabalgando el calendario a lomos de sus coches, de trenes y autobuses, dentro de la gigantesca batidora del tiempo que los hacía girar sin que fueran conscientes de los cambios que los devoraban poco a poco. Eran cambios tan sutiles que no los relacionaban con la niebla.

Algunos empezaban a ver el mundo como a través de un velo desgastado. Los médicos les decían que seguramente tenían cataratas, y entonces ya no se extrañaban ni les asustaba esa ceguera progresiva, porque había pasado por la pila de bautismo de la ciencia y, al ponerle nombre, dejaba de ser una amenaza.

Otros se quejaban de una sensación molesta y poco definida, la tela de la ropa les molestaba, los ruidos del tráfico se paseaban por la piel de sus brazos y les provocaban un cosquilleo desagradable, como si arañas invisibles circularan por sus miembros igual que ellos hacían por las autopistas. A veces aparecía en alguna parte del cuerpo un sarpullido con un leve olor a ciénaga, pero también los médicos tenían un nombre para eso, alergia. Y, con el nombre, llegaba la parálisis mental, esa que apagaba el interruptor que el miedo mantiene encendido, y los afectados se relajaban y se atiborraban de antihistamínicos que, aunque no los curaban, aumentaban su sopor y su falsa seguridad.

En algunos casos la niebla se colaba por los oídos de la gente, que dejaba de escuchar tan poco a poco que, antes de llegar a darse cuenta, se habían dormido mecidos por las olas del silencio nebuloso en el que flotaban. La niebla empujaba a los recuerdos hacia atrás y terminaban por creer que de nuevo estaban inmersos en el líquido amniótico, y se iban quedando en sus casas, y en sus camas, y se enroscaban sobre sí mismos y así se quedaban, en posición fetal. Y a sus perros y a sus gatos se les erizaba más el pelo y huían de debajo de las camas porque ya no se encontraban seguros ni allí.

Cuando ya no quedaron criaturas vivas en las que hospedarse, la niebla empezó a apoderarse de las cosas. Lo hacía con más velocidad que cuando se nutría de personas y animales, porque las cosas no calmaban el hambre de la niebla con tanta facilidad. Primero fueron los bosques, luego la arena del desierto y, por último, las casas y los objetos que tanto enorgullecían a los hombres por haberlos creado.

La prisa tuvo un efecto sobre la niebla, y es que la volvió descuidada. Ya no era sigilosa, ni lenta, porque los objetos no se resistían a su encantamiento. Y entonces, un día, la niebla cometió su primer y único error: se coló entre las páginas de un libro escrito en braille. Estaba cansada por haber corrido tanto y aburrida porque ya le quedaba poco con lo que divertirse, así que decidió echarse una siesta y se durmió arropada por los folios. El libro era propiedad del único niño que quedaba en la tierra inmune a la niebla. El niño era ciego y sordo, y vivía en sus libros las vidas que los demás habían dejado escapar por no estar en guardia cuando la niebla llegó. Cuando la niebla se durmió, sus defensas se relajaron y sus sueños y su memoria empaparon los puntos y las rayas de las páginas. Así fue como el pequeño se enteró de lo que había pasado en el mundo.

El niño se quedó quieto durante mucho rato. Él sabía que la prisa no era buena, acababa de confirmarlo con lo que le había pasado a la niebla, así que no quiso precipitarse. Seguía leyendo con los dedos su libro, como hacía a diario, y comprobó que la niebla, confiada, se dormía allí noche tras noche. Entonces tomó una decisión.

Cada medianoche escribía una página con su máquina braille. Tecleaba con mucho cuidado puntos y letras para formar palabras y frases que luego imprimía. Llenó páginas y páginas con los encantamientos de muchos de los libros que había leído hasta entonces, y, cada noche, colocaba uno de los folios entre las páginas del libro en el que la niebla, ajena a todo, dejaba escapar ronquidos húmedos que sonaban como un chapoteo. Cuando el niño metía uno de sus folios, arrancaba con mucho cuidado otra de las páginas que la niebla utilizaba como abrigo y así, poco a poco, con paciencia y con constancia, consiguió ir cambiando la historia escrita.

Un día de tormenta cayó un rayo cerca de la casa y la niebla despertó antes de tiempo por culpa del ruido. Sobresaltada, sintió pánico al verse desnuda. Se removió asustada en busca de sus recuerdos y de su memoria, y suspiró con alivio al darse cuenta de que las páginas estaban húmedas. Gorgoteó y se removió hasta sentir que volvía a recubrirse de piel. Lo hizo tan rápido que no se dio cuenta de que se estaba vistiendo en realidad con otra ropa, la que el niño había tejido para ella con sus puntos y su escritura. Y, cuando vino a notar algo extraño, ya era tarde. La historia que el niño había escrito la había envuelto y la tenía atrapada, ya no se acordaba de que era todopoderosa, ni de que el mundo había sido suyo. Solo sabía que era eso, niebla, la niebla que todos conocemos. Únicamente quedó un pequeño recuerdo que se había pegado a una de las nuevas páginas del libro del niño. Cuando la niebla encontró ese recuerdo, comprendió que había sido víctima de su exceso de confianza y ahora se había convertido en gusano después de haber sido un dragón. Empezó a llorar y a hacerse más pequeña a medida que lloraba. En cada lágrima perdía un poco más de su poder, y todos aquellos a los que había conquistado iban regresando al mundo, otra vez libre de niebla.

La Tierra volvió a poblarse poco a poco, la gente iba despertando como si hubieran vivido dentro del cuento de la Bella Durmiente y hubieran estado cien años con los ojos cerrados. Nadie recordaba muy bien lo que había pasado, solo el niño lo sabía.

Un día, en su colegio, la maestra pidió a cada uno de los alumnos que inventaran un cuento y el niño relató esta historia que no había compartido con nadie. A la maestra le gustó tanto que lo escribió en el alfabeto tradicional. Y por eso ahora ya sabéis algunos cómo esta historia dejó de ser un secreto.

Adela Castañón


Imagen de Stefan Keller en Pixabay

Y a la mujer buen marido

La desdicha por la honra. Novelas a Marcia Leonarda. Lope de Vega.

Al anochecer la metí en una talega, la coloqué encima de una mula y, tirando con fuerza del ronzal, emprendí la bajada que lleva de Montealto a Biel, por unas trochas cubiertas de maleza. Unas de esas por las que solo pasan los jabalíes. Nadie podría adivinar qué llevaba en la talega. Por si las pulgas, había echado judías alrededor del cuerpo, y lo coloqué encima del baste. La luna nos convertía en unas sombras alargadas, como las de la Santa Compaña.

Mi hermana Marcela siempre me había puesto en aprietos. Uno muy gordo fue el de su boda con un viudo de El Frago. Y el otro día me dio este soponcio. Sin más ni más, se me murió en el monte cuando íbamos a encerrar las ovejas. No la había visto en toda la tarde y, a la hora de encerrar, llegó sin aliento, sangrando de sus partes y farfullando incoherencias. Cuando la cogí se quedó muerta en mis brazos.

Menos mal que era muy tarde y los pastores, con los que compartíamos los pastos, no vieron nada. Así que, me apresuré a meterla en una talega y llevármela a escondidas, antes de que alguien avisara al médico. No quería que me metieran en líos con lo de la autopsia. Si lo llamaba yo cuando ya la tuviera amortajada, todo sería más fácil. Le diría que se había muerto de un cólico miserere y él se lo creería.

En las seis horas que nos costó bajar, no le quité ojo a la talega. Como no me podía olvidar de los chandríos que me había hecho pasar, le gritaba, y el silencio de la noche me devolvía el eco de mis palabras.

—Mira, Marcela, desde que se murió nuestro padre en la epidemia de tifus, soy el responsable de tu honra. Te quise prometer en una buena casa de Petilla, pero tú, erre que erre, que no te vestirías de finolis ni calzarías chapines. Fui tanteando posibles maridos entre los mejores pastores de Montealto y tú, que nones. Bueno, ¿es que te creías que era fácil colocar a una hermana que se las campaba sola? Pero en el fondo eras una asustadiza. Eso es lo que te pasaba, que te las dabas de libertaria pero tenías miedo.

Me callé un momento y escuché los gruñidos de unos jabatos que se habían perdido. Tenían tanto miedo como tú. Nos alejamos sin hacer ruido y yo volví a mi cantinela.

—Naciste con casi siete kilos y nuestra madre murió de sobreparto. Otra en tu lugar se había amilanado. Pero tú, nada. Que ella tenía la culpa por ser estrecha de caderas. Mira, Marcela, me saca de quicio que te hayas pasado la vida echando culpas a los demás. Es que me enciendo cada vez que pienso cómo me has truncado la vida.

Di tal suspiro que la mula dio un respingo. Menos mal que ni te canteaste.

—A mí no me convenía una hermana tan brava. A tus veinte años aún no habías tenido ningún pretendiente. No te dabas cuenta de que eras una boca más que alimentar ni de que yo me quería casar.

A medida que desembuchaba me iba calmando y comencé a recordar cómo había llegado a enrabietarme tanto contigo.

—Un día entré en tratos con el viudo de El Frago. Aunque un poco bullanguero, era el que tenía más cabezas de ganado en toda la redolada, pero la desgracia se había cebado con su primera mujer. A los pocos días de casados se le murió de difteria. Al viudo y a mí nos pareció bien el apaño y te apalabré. Decidimos que para San Gil Abad, cuando se acaban los pastos del verano, te casarías en Biel y celebraríamos las tornabodas en El Frago. Llegó la boda. Como te casabas con un viudo, los mozos te dieron una cencerrada con todas las esquilas del pueblo. Es que eso del viudo tenía su aquél. La misa tenía que ser a las cuatro de la mañana y teníamos que emprender el viaje de las tornabodas antes de amanecer. El madrugón no te importó cuando viste los preparativos. Antes de la misa ya habían llegado los hombres y las mujeres montados en caballos adornados para la ocasión. Una yegua te esperaba adornada con el pairón, es decir, con una manta especial bordada para esta ocasión y una silla de novia. Cuando te ayudé a montar, noté que te brillaban los ojos y me susurraste: “Hermano, siento un cosquilleo debajo del sayal. Las gentes de El Frago se van a enterar de lo que es capaz una moza enamorada”.  Yo moví la cabeza. Sabía que te casabas por interés. A mí, no me la colabas.

Al llegar a las Eras Badías, viste unas casas que parecían corrales alrededor de la torre. Te cambió la cara. No tenían nada que ver con las mansiones y los escudos nobiliarios de Biel. Entonces oí a una de las acompañantes que te decía:

—Marcela, por si no lo sabes, aquí no hay luz ni agua corriente. Las mozas tenemos que ir con cántaros a la fuente que está allá abajo, junto al río.

—¿Qué me dices? —Yo noté que te quedabas helada.

Los mozos descargaron la dote en la casa del viudo y comenzaron unas tornabodas que duraron hasta el anochecer.

A final, el viudo, que ya no podía aguantar las premuras de su sexo, te llevó a una alcoba, que aún conservaba el aroma de los membrillos de su primera mujer. Tú te pusiste el camisón de satén que habías bordado para la ocasión. Entonces él se desnudó y te tomó por la cintura enseñándote un colgajo tan grande que te dejó sin aliento. Te deshiciste de las garras de tu marido, sin pensárselo dos veces, saltaste por la ventana y huiste despavorida.

Él se quedó pasmado. Se asomó y ya no te vio. A lo lejos adivinó una larga cabellera movida por el cierzo. Pensó que la luna te había desorientado y te habías perdido por los montes. Se dio la vuelta y se tumbó en la cama con el vergajo apuntando al techo. Sabía que era famoso por tener un miembro que espantaba a las mozas casaderas. Se decía que su mujer había muerto con los embistes de un marido montaraz y no de la difteria como él había declarado en el juzgado.

En estas estaba yo, cuando la mula se paró delante de la entrada del corral de nuestra casa. Me cargué la talega al hombro, subí a Marcela a la sala grande y la enrollé con una sábana de lino. Hice un fardo bien atado con cordeles y salí a buscar al médico por la puerta principal. Allí me esperaba el viudo de El Frago, con el que Marcela había contraído un matrimonio ratum sed non consummatum. Nos miramos a los ojos y con voz ronca me dijo:

—Ahora el matrimonio de Marcela, como el de mi primera mujer, ya está consumado.

En ese instante, supe que tendría que seguir luchando por la honra de mi hermana muerta como mandaban las leyes ancestrales.

Carmen Romeo Pemán