Ya es solo un recuerdo

Hacía meses que soñaba con aquel día.

Se me eriza la piel solo con imaginar cómo me saltaba el corazón dentro del pecho y cómo se me revolvía la bilis en el estómago mientras esperaba impaciente.

¡Cuánto anhelaba caminar por aquellas avenidas!

Después de deambular por parajes repletos de historias, deseaba sentarme en una silla de mimbre, junto a una mesita de metal, con uno de esos manteles de cuadros coloridos, en un callejón escondido. Solos, mi libreta de cuero y yo, dando pequeños sorbos a un chocolate caliente y con la mirada fija sin pensar en nada.

En este momento puedo sentir el humo de la bebida acariciándome el rostro y el aroma del cacao filtrándose por mi nariz.

Oigo un sonido.

 

El instante se desvaneció de mi mente cuando Víctor interrumpió mis pensamientos con el golpe de sus nudillos en la puerta de cristal. Me sacó del ensueño.

­—¿Cómo estás, amigo? ¿Qué tal las vacaciones?

—Hola, Víctor —le respondí con una sonrisa, disimulando mi mal humor—. Bien, hombre. Aunque se me hicieron cortas.

—¡Cortas! Pero si estuviste fuera de la oficina más de un mes.

—Lo sé, pero creo que me faltó tiempo para hacer más cosas.

Cuando Víctor pensaba que alguien decía algo estúpido, se encogía de hombros y arrugaba toda la cara, como si se hubiera comido algo con mal sabor. Al ver que los ojos se le perdían entre los pómulos y las cejas, supe que mi respuesta no era de su agrado. Se me quedó mirando unos instantes más con el ceño fruncido y continuó:

—Bueno, y ¿qué dijo tu noviecita después de tantos días de ausencia?

—Pues no te lo creerás. El día que me fui me dijo que si me iba no volvería a verla jamás, que ella no iba a esperarme. Y apenas llegué anoche, ahí estaba, al pie de la puerta con un letrero de bienvenida y una torta de chocolate en la mano. No te sabría decir cuánto tiempo lloró mientras me abrazaba. Después de las disculpas y las lágrimas me dijo que no nos volviéramos a separar, que entendía por qué me había ido, pero que era la última vez que le hacía algo así. Ya sabes cómo son las mujeres.

—¡Qué drama! ¿Entonces no terminaron?

—No. Ayer durmió conmigo y hoy estuvo como si nada, como si no me hubiera tirado el jarrón que me regaló la tía Elena cuando me fui a vivir solo y no me hubiera gritado que soy un perdedor, un poca cosa y su peor decisión.

Nos echamos a reír. Entre carcajada y carcajada pude ver que la reacción de Víctor era sincera. Se le notaba que le divertía mucho mi situación.

—Bueno, Luciano. Es genial que estés de vuelta. Hay mucho trabajo. Ya te echábamos de menos. Aquí te dejo los informes que debes actualizar para la junta del viernes —dijo con tono grave y los puso sobre mi escritorio.

El sonido de las carpetas al caer sobre la madera aumentó mi mal humor. Me esperaban varios días con trabajo hasta la madrugada.

—Después tenemos que armar un plan para que nos muestres las fotos de tu viaje. Podemos tomarnos unas cervecitas en tu casa. ¿Podría ser el próximo fin de semana, apenas acabemos la entrega de los informes?

—Cuenta con ello.

Víctor salió de la oficina silbando una canción de Rubén Blades y acompañaba la melodía con un leve movimiento de los hombros.

Cuando el sonido se convirtió en un susurro, me sentí aliviado. Quería estar solo. Además, me molestaba la forma en que Víctor me adjudicaba tareas. Sí, era mi jefe, pero a veces pensaba que, además de mi trabajo, me tocaba también hacerle el suyo.

Me volteé para mirar por la ventana.

Solo veía edificios y más edificios. Grandes rascacielos con ventanas que parecían espejos, que no reflejaban nada. “Esto debe sentirse cuando se mira el vacío. Una sensación desgarradora de oscuridad y desolación”, pensé, mientras intentaba mirar el último piso, que apenas lograba divisarse desde mi oficina.

Ver todos los días la misma imagen, el mismo montón de ladrillos apilados, me deprimía. Quería estar en aquella callecita de París, sin preocupaciones, escribiendo en mi libreta de apuntes algunas historias que jamás verían la luz. Me gustaba ser otra persona, no este despojo de ser humano que estaba sentado con una pila de estados financieros por revisar, prisionero entre cuatro paredes adornadas con diplomas y certificaciones, enfrente de un computador que nunca se apagaba.

Tomé la taza de café que Lucy me había entregado al llegar y le di un sorbo. Estaba frío. Tan frío como mis aspiraciones a poeta.

¿Qué habría dicho mi tía Elena si le hubiera confesado que quería ser poeta y no contador? Seguro le hubiera dado un infarto fulminante. ¡Pobre tía! Lo sé. Tuvo la ardua tarea de criarme cuando nadie más quiso hacerlo. Todo lo que había llegado a ser se lo debía a ella. No podía mancillar su legado por el deseo de ser un poeta vagabundo. Así me lo repetía cada vez que tocábamos el tema. “Los escritores son unos vagos. No tienen aspiraciones y se dedican a eso porque no quieren hacer cosas importantes. No son como nosotros, los que trabajamos con los números. ¡Eso sí que es tener una profesión!”. Y se le hinchaba el pecho como a una paloma cuando ponía el acento en la palabra “profesión”. Se sentía orgullosa de ser contadora y de haber trabajado toda su vida en el Ayuntamiento. Y yo seguí sus pasos, en agradecimiento a su dedicación a mi crianza.

Fueron años de estudios, años de trabajos mediocres hasta que logré convertirme en el mejor de la ciudad. Pero yo nunca me sentí satisfecho.

Hice muy feliz a mi tía, sí. Le encantaba alardear delante de todas sus amigas de su sobrino el contador. El hijo que nunca tuvo. Decía que yo era su vivo retrato.

En realidad, no pasó mucho tiempo hasta que empecé a crecer profesionalmente, a hacerme un nombre de peso en el gremio de contadores. Pero cuanto más escalaba más miserable me sentía.

Sentí un sabor amargo cuando me di cuenta de que llevaba años cumpliendo los sueños de mi tía. Estaba viviendo una vida que no era la mía.

¿Y mis sueños? ¿Dónde se habían quedado mis sueños?

Me quedé en silencio. Pensativo. Eso fue lo último que me pregunté mientras miraba por aquella ventana del piso diecinueve.

 

—¿Desea algo más, señor?

—No, gracias.

Respiro profundo. Mi nariz se deleita con el aroma del cacao que emana de la taza con chocolate caliente que acaba de dejar la camarera sobre la mesa. Todos los malos recuerdos se desvanecen con el dulzor de la primavera.

 

Mónica Solano

 

Imagen de Engin_Akyurt

 

El vestido rojo

Estrené mi primer vestido rojo el día uno de nuestro calendario de la libertad. De ese calendario privado que solo nos pertenecía a mamá, a Jaime, a Lucas y a mí.

Después de aquello, me lo ponía casi todos los meses. Y, cuando lo llevaba, celebraba los aniversarios de ese día, a solas, en mi habitación. Del día en que la felicidad atravesó nuestra puerta. El día que llegó de la forma más inesperada, para quedarse con nosotros. La felicidad entró con tanta fuerza que en casa no cabían mi padre y ella. Ese día, mi padre bajó a empujones por la escalera de nuestro bloque. Fue la primera vez que me vestí de gala. En las novelas rosas que robaba o cogía prestadas de la biblioteca municipal leía a menudo eso del “rojo pasión”. Casi siempre se usaba esa expresión para describir los labios de las protagonistas, pero aquel día entendí que era mucho más: el rojo era el color de la vida, arrollador, adictivo. Como mi vestido. Como la vida sin mi padre.

Mis fiestas secretas duraron años. Jaime y Lucas crecieron, se emanciparon y emprendieron el vuelo. De vez en cuando venían a visitarnos a mamá y a mí, que seguimos viviendo juntas. Yo tenía con ella una deuda que no podría saldar en lo que me quedara de vida. Esa deuda que la tuvo en el hospital casi un mes, reponiéndose de la paliza de papá, cuando por primera, única y última vez se enfrentó a él.

Muy a menudo, solía venir borracho. Cuando oíamos golpes en los rellanos de la escalera, corríamos a meternos en los dormitorios, aunque esas noches no eran las más peligrosas. Casi siempre se le iba la fuerza por la boca, en gritos y blasfemias contra el mundo y su injusticia por no haberle dado lo que se merecía.

Tampoco las voces eran lo peor para mí. No sé si a mis hermanos les ocurriría lo mismo. Quizá no. Su cuarto estaba separado del de papá y mamá por el mío. Los tabiques eran endebles. Para mí, los ruidos más aterradores eran los chirridos del colchón del cuarto de mis padres. En el silencio de la noche, ese sonido que me robaba el aire se clavaba en mi piel como los muelles debían clavarse en la espalda de mi madre a cada embestida.

Las noches que regresaba en silencio, sin que lo oyésemos llegar, eran las verdaderamente malas. Las peores. Porque esas noches no había gritos. Solo su mirada, atravesando la gastada tela de nuestra ropa, que nos hacía sentir un frío peor que el del más crudo invierno. Teníamos que sentarnos a la mesa con él y cenar juntos. En familia, decía. Cada vez que cortaba el aire con el cuchillo para partir la comida, todos conteníamos la respiración. Esas noches, esas cenas, se hacían eternas. Cuando terminaban, todos entonábamos una muda acción de gracias por haber sentido solo el frío del comedor, mil veces más cálido que el del filo de su cuchillo.

Una de esas noches ocurrió todo. Llegó sin que lo oyéramos. Entró, y con él entraron el silencio y el miedo. Cenamos. Terminamos. Nos pusimos de pie para irnos a nuestro cuarto. Y cuando yo estaba cruzando la puerta del mío, algo me hizo girar el cuello.

Mi padre miraba en mi dirección. Inspiré hondo, muy hondo, sin hacer ruido. Inspiré tan hondo que los botones de la blusa se tensaron sobre mi pecho. La mirada de mi padre bajó por mi cara hasta la blusa. Se rascó la parte delantera del pantalón y empezó a rodear la mesa. Mi madre, salida de no sé dónde, se interpuso entre nosotros.

No sé quién llamó a la policía, ni dónde pasamos esa noche. Solo recuerdo los ruidos. Los golpes. Los gritos de Jaime y de Lucas agarrados a mi pantalón. No pude abrir los ojos ni un segundo. Después de que mamá se interpusiera en el camino de mi padre, la primera imagen que conservo en la memoria es la de ella en la cama del hospital cuando la fui a visitar con mis hermanos.

En casa no se volvió a hablar de mi padre. Cuando mamá regresó, continuamos viviendo como antes. Mejor dicho, continuamos haciendo las mismas cosas de antes. Ahora, sin papá allí, sí que se le podía llamar a eso vida. Mis celebraciones mensuales siguieron siendo mi propia fiesta privada. El rojo era solo para mí.

Luego he sabido que mi padre estuvo en la cárcel esos años. Y me enteré de que salió porque el día que lo pusieron en libertad vino a casa. Daba igual que mamá se hubiera divorciado y que él hubiera firmado los papeles en prisión. A él le daba lo mismo. No sé si mamá sabía la fecha del final de su condena, pero desde luego no esperaba verlo allí.

Traía puesta la mirada de los días malos. De los silenciosos. La cárcel se había quedado con parte de sus carnes y con parte de su pelo, pero no con su mirada. Mamá me metió en mi cuarto de un empujón y me dijo que cerrara la puerta. No recuerdo si lo hice. No recuerdo si estuve parada segundos u horas. Solo recuerdo que esta vez al primer chirrido del colchón le siguieron unos golpes que hacían temblar el tabique. Supongo que salí de mi cuarto, supongo también que cogí el cuchillo de la cocina y que mi padre no había cerrado la puerta de su antiguo dormitorio. No pude decirle más al juez. De verdad que no me acordaba ni me acuerdo de nada.

Estuve menos de un año en prisión. Mes tras mes echaba de menos mi vestido rojo. Sin él me sentía anémica, como si me hubiera convertido en un dibujo descolorido. Mamá me visitó. Jaime y Lucas formaron piña con ella. Pagaron al mejor abogado. Recurrieron.

El día que mamá vino a recogerme para llevarme a casa otra vez con ella, estaba tan nerviosa que le pedí que me esperase un momento. Entré al baño y pensé que mis ojos me engañaban. Casi no podía creerlo: después de tantos meses, había vuelto. Como el día que lo estrené, el día que papá casi mató a mamá. Ahí estaba de nuevo, volviendo a regalarme esa pasión que calentaba la sangre de mis venas.

Salí del baño y me acerqué a mamá. Le susurré algo al oído. Ella todavía era joven. Abrió el bolso y con disimulo, para que no se diera cuenta nadie, sacó una compresa y me la dio.

Vestida de gala, vestida de rojo, volví a ser mujer. Del brazo de mamá, salí de la cárcel y regresé a mi vida.

Adela Castañón

Imagen: Unsplash

Reescribiendo la historia de las mujeres: la obra de Ángeles de Irisarri

 

Era un lunes de junio de 1967. Me iba a matricular de Filosofía y Letras en la Universidad de Zaragoza.

—Oye, ¿sabes dónde está la Secretaría? —le pregunté a una chica que empujaba la puerta de aquella casa con mucha seguridad.

—Allí voy yo. —Me sonrió—. Me voy a matricular.

—Y yo también —le contesté.

—Pues ven conmigo. Yo de primero de Letras, ¿y tú? —Me llamó la atención la calma con que hablaba.

—¡Qué casualidad! De lo mismo —Le contesté. Y la seguí comiéndome las uñas.

Nos matriculamos juntas. Me enteré de que se llamaba Ángeles de Irisarri y de que había nacido en Zaragoza en 1947. Nos hicimos amigas en la Facultad. Ella se especializó en Historia y yo en Románicas.

En aquellos años ya tenía vocación de narradora. Hoy es una reconocida escritora de novelas históricas en las que las mujeres llevan la voz cantante. Sus obras han alcanzado grandes éxitos de la crítica y del público. Muchas de ellas se han convertido en auténticos best-sellers. Y no exagero. Basta con que echéis una ojeada a Google y a muchos foros de internet.

rayaaaaa

Ángeles tiene una obra muy extensa y cada una de sus novelas está poblada por muchos personajes. En su mayoría son mujeres, que se le presentan en sueños pidiéndole que escriba sobre sus vidas.

—Nunca leo novela histórica. No quiero que se me pegue algo y luego digan que lo he copiado. Pero leo mucha historia y muchos documentos —me confesaba en una de nuestras charlas.

En sus obras, los sucesos políticos son pretextos para desarrollar el vivir, el sentir y hasta el respirar de los personajes. Es una maga y consigue que nos enganche la lectura desde la primera página.

Al cerrar El viaje de la reina seguimos seducidos con la reina Toda y con Andregoto de don Galán. En Ermessenda condesa de Barcelona queremos saber más de la vida de Ermessenda. Y lo mismo nos sucede con doña Uzea en Las damas del fin del mundo.

Durante muchos días llevé en mi cabeza las aventuras de la reina Urraca, las de Isabel la Católica y las de las cuatro monjas que van a descubrir América. Y paseando por calle Alfonso de Zaragoza me he encontrado muchas veces con Cósima y Rebeca, las gemelas de Romance de ciego. Sus personajes me asaltan en cualquier esquina.

Su universo literario

Ángeles escribe con tesón y continuidad. Solo así se puede llevar en la cabeza un universo tan amplio y de forma tan coherente. Además, todas sus novelas están interrelacionadas, como si fueran partes de una mega novela. Los personajes de una obra reaparecen en otras y los motivos recurrentes se repiten. Por ejemplo, “Mínimo”, un personaje clave para entender toda su obra, se asoma por primera vez en El estrellero de San Juan de la Peña, después se aclaran sus orígenes en Ermesenda condesa de Barcelona, y en Las damas del fin del mundo continúa la aventura que había iniciado en El estrellero.

Una nueva novela histórica

No se limita a evocar y reconstruir una época remota. En sus novelas pinta y analiza los conflictos del pasado a través de la mirada y de la voz de sus narradoras. Sus escritos son partes de un rico universo literario poblado por muchas mujeres que necesitan contar sus vidas.

Sus protagonistas femeninas quieren contar la historia como nunca se ha contado. Quieren hacer visible la cara oculta en la que a ellas les tocó vivir, la que se quedó marginada en la tradición oral.

El humor y la vena fantástica

Junto a esa historia que no se escribió, y en íntima conexión con ella, brota la veta fantástica de la autora. En sus páginas encontramos fábulas inverosímiles, cuentos de hadas, historias de brujas, supersticiones, sueños,  alucinaciones…

De esta forma, lo histórico se convierte en maravilloso y lo maravilloso en cotidiano. El mundo de lo maravilloso funciona como un espejo en el que se refleja, y a la vez es reflejado, el acontecer histórico.

En las novelas históricas, sobre todo en las de la Edad Media, conviven los personajes ficticios con los históricos y los acontecimientos maravillosos se combinan con los reales. Y todo muy bien documentado, como no podía ser menos en la pluma de una buena historiadora.

Sus obras. Mi propuesta de clasificación

No me ha resultado fácil encasillar unas obras procedentes de un universo narrativo amplio y cohesionado.

No sé si con acierto o no, me he basado en los elementos formales, y en algunos de contenido, que marcan las relaciones y los contrastes entre ellas. Por lo tanto, no sigo el orden cronológico de las publicaciones.

  1. Colecciones de cuentos, relatos y novelas cortas

Lisa-Gioconda y otros cuentos

  1. Lisa-Gioconda. 2. Causa y razón de la Venus del Espejo. 3. El Estrellero de San Juan de la Peña. 4. ¿Fue ansí, señor Don Diego? 5. Isabel e Isabel. 6. El predicador de los tres credos. 7. La reina fea. 8. El remedio de las Indias. 9. Suceso en ambos mundos.Zaragoza: Institución Fernando el Católico, 1991. Premio Isabel de Portugal 1991.

Trece días de invierno y otros cuentos

  1. Trece días de invierno. 2. La Santa Cena. 3. Las tres reinas. 4. Manía matemática. 5. El ingenio volador. 6. Oro imaginario. 7. Gente de arriba, gente de abajo. 8. La aprendiza de eremita. 9. El pilar de la Virgen. 10. Galería interior. 11. El comisario del Santo Oficio. 12. Argenta.Zaragoza: Institución Fernando el Católico, 1993. Premio Isabel de Portugal 1993.

Siete cuentos históricos y siete que no lo son

  1. Calentura de conciencia. 2. Las abadesas de las siete casas. 3. La visita del Príncipe de Gales. 4. Lección de estrategia. 5. El hijo de María. 6. Cama con dosel. 7. La Chamaquita. 8. Lisa-Gioconda. 9. Argenta. 10. Cuatro personajes. 11. Suburbanas. 12. Para Lola. 13. XXV aniversario. 14. Estrafalaria compañía. Zaragoza: Zócalo, 1995.

Historias de brujas medievales

  1. La cacería maldita. 2. Entre Dios y el diablo. 3. El aquelarre. 4. La meiga. 5. El collar del dragón. 6. Dalanda, la santiguadora. Barcelona: Ediciones de Bolsillo, Col. Enigmas y secretos, 1996. Anteriormente editadas en seis volúmenes en Barcelona: Bestselia, 1999.

Diez relatos de Goya y su tiempo

  1. Goya-duquesa/ Duquesa-Goya. 2. Banderillas en el campo. 3. El duro aprendizaje del francés. 4. El conde H. 5. La condesa de Chinchón. 6. La familia de Carlos IV. 7. La guerra de las Naranjas. 8. El entierro de la sardina. 9. La hoja del diario de doña Leocadia. 10. Alto secreto o la lechera de Burdeos. Zaragoza: Publicaciones del Gobierno de Aragón, Col Crónicas del Alba, 1997. Premio Baltasar Gracián, 1997.

Moras y cristianas.Venturas y desventuras de la mujer en un sorprendente fresco de la España medieval. Barcelona: Emecé, 1998. Coautora con Magdalena Lasala. Reeditada en Barcelona: Salamandra, 2000.

Gentes de las tres religiones. Retazos de la historia de España desde 711 hasta 1492. Barcelona: Martínez Roca, 2007.

  1. Una novela contemporánea

El año de la inmortalidad. Zaragoza: Mira Editores, 1993.

  1. Novelas históricas

Siglos X-XI: unidas por personajes y por motivos recurrentes

Doña Toda, reina de Navarra. (Aconteceres de un viaje a Córdoba en el Año Mil). Iruña (Navarra): Editorial Mintzoa, 1991. Finalista del Premio Herralde de Novela 1990. Reeditada como El viaje de la reina. Barcelona: Emecé, 1997.

El estrellero de San Juan de la Peña. Zaragoza: Mira Editores, 1992.

Ermessenda, condesa de Barcelona. Barcelona: Lumen, 1994. Premio Femenino Singular 1994.

Las damas del fin del mundo. Barcelona: Grijalbo, 1999.

Siglos XII-XIII: dos novelas independientes del resto

La reina Urraca. La agitada vida de una mujer en el fascinante mundo de la Edad Media. Madrid: Temas de Hoy, 2001.

La cajita de lágrima. (De cómo la condesa de Haro y un caballero del Languedoc unieron sus destinos en la batalla de las Navas de Tolosa). Barcelona: Salamandra, 1999.

Siglos XV-XVI: la trilogía de la Reina Isabel y un epílogo: América

Isabel, la reina. Las hijas de la media luna. Vol. I. El tiempo de la siembra. Vol. II. El sabor de las cerezas. Vol. III. Barcelona: Mondadori, 2001

América. La aventura de cuatro mujeres en el Nuevo Mundo. Barcelona: Mondadori, 2002.

Siglo XIX: dos novelas zaragozanas

Romance de ciego. Barcelona: Martínez Roca, 2005. Premio Alfonso X el Sabio 2005.

La artillera. Una lucha de España por la libertad. Santillana: Suma de Letras, 2008.

Siglo XX:una novela epistolar. Época de Primo de Rivera

Te lo digo por escrito. Una historia de amor imposible en la España de los años veinte. Barcelona: Martínez Roca, 2006

rayaaaaa

Para terminar

La obra de Ángeles de Irisarri se caracteriza por la singularidad de los recursos literarios. Y por la enérgica protesta, en clave de humor, contra los abusos a que han sido sometidas las mujeres a lo largo de la historia.

En este artículo he querido destacar su gran acierto en la elección de las narradoras. Cuando acabamos las lecturas siguen zumbando en nuestros oídos la voz de mando de la reina Toda, el soniquete de la condesa de Barcelona y los gritos de protesta de la reina Urraca.

Llama la atención el discurso a doble voz de Isabel la Católica y las voces enérgicas de la abadesa de las Clarisas y la de la madre Rafols. Y nos sorprenden las expresiones castizas de Casta Álvarez y las conversaciones íntimas de Agustina de Aragón y su hermana Quimeta.

En cambio, cuando el narrador es un varón, el tono se neutraliza. Por eso no recordamos con tanta nitidez la voz del protagonista de El estrellero de San Juan de la Peña ni la de La cajita de lágrima.

Sus narradoras cuentan historias por el mero placer de dejar por escrito un testimonio que se ajuste mejor a lo que fue la historia de las mujeres.

En estas historias del pasado vemos anticipados muchos problemas de nuestro presente. Y la lección es clara. No podemos vivir al margen de nuestra propia historia y, las mujeres, como Mínimo en El estrellero de San Juan de la Peña, tenemos que escribir “nuestros ayeres” para que sea mejor nuestro presente.

Carmen Romeo Pemán.

Imagen principal. Libros de Ángeles de Irisarri. Foto: Carmen Romeo Pemán.

Y las niñas en una cocina

De las fragolinas de mis ayeres

Como en El Frago no había ningún local disponible para la escuela de las niñas, doña Simona, que se alojaba en casa de la señora María del Socarrau, le pidió que le dejara dar las clases en la cocina.

—Bueno, pero los padres tendrán que traer la leña del fuego, que cada vez tengo menos fuerza. —Se ajustó bien la toca por detrás de las orejas—. Mire, ya no puedo venir del monte con un fajo en la cabeza y otro en las costillas.

—De acuerdo, hablaré con los padres y haremos el cambio cuanto antes, que en la Herrería Vieja estamos pasando mucho frío —le dijo doña Simona.

—¿A quién se le ocurriría meter a las niñas en la Herrería? —Se santiguó como siempre que le venía un mal pensamiento—. ¡Vamos, ni al que asó la manteca!

—Bien, pues mañana vendremos aquí.

Entre las dos movieron las cadieras que rodeaban el hogar para hacer más sitio. Pusieron la mesa de comer debajo de la ventana. Colgaron el crucifijo detrás de la puerta, así no se ahumaría. Y el retrato de la Reina Madre encima de la fregadera.

Doña Simona se quedó mirando el esplendoroso vestido blanco y la corona de brillantes de la Regente. Pensó que era buena señal que gobernara una mujer. La austriaca María Cristina había sabido hacerse un hueco en el corazón de Alfonso XII, a pesar de que toda su vida siguió llorando a Merceditas. Al menos así se lo cantaban las niñas de El Frago cuando jugaban al corro en la hora del recreo:

—¿Dónde vas Alfonso XII, dónde vas triste de ti?—Voy en busca de Mercedes que ayer tarde no la vi.

rayaaaaa

Al día siguiente la casa se llenó con el bullicio de las niñas. Cada una llevó su banquico y les costó un buen rato acomodarlos en una cocina tan pequeña.

Aquellas clases alrededor del fuego se llenaron de magia, sobre todo para Victoria de casa Melchor.

Se quedó alelada cuando una mula le abrió la cabeza de una coz. Pero le gustaba que, por las tardes, la llevaran a la escuela. Escuchaba los cuentos de doña Simona mientras intentaba bordar flores de cruceta en los trapos viejos que le daba su madre. Y se excitaba con el revuelo que se montaba cuando la maestra leía cuentos de amores.

Qué griterío se armaba por saber si Casilda había hecho bien o mal al rechazar a Ramón. Y qué lloros por el cantarico que había roto la caprichosa Lucía. Victoria deseaba que sus tías se parecieran a la cariñosa tía Julia. Y quería ser inteligente y fuerte, como la niña de Isabel, la protagonista de uno de sus cuentos preferidos.

Sus ojos se llenaban de lágrimas cuando doña Simona acababa el cuento “España, flor” con aquello de “que nos quede en medio de tanto barro y de tanto dolor, un recuerdo amable, por lo menos un trocico del Edén”. Porque Victoria, que ya sabía mucho del dolor, también sabía que ese trocico del Edén lo encontraba al lado de su maestra.

El día de la coz los ojos se le quedaron muy abiertos y casi no se le entendía lo que decía.

—¿Estás enferma?—le preguntó su madre un día que la vio cerrar los ojos.

Y ella, con un balbuceo casi inaudible, le dijo que no, que los cerraba para ver mejor los recuerdos que guardaba escondidos. Además, así podía volver a escribir todos los cuentos con unas alas de ensueño que le había regalado su maestra.

Doña Simona se pasaba las tardes escribiendo historias para sus alumnas. Antes de ir a dormir se las leía a la señora María. Un día, al acabar, su casera le dijo:

—Doña Simona, nunca es tarde para aprender a leer. No me canso de escucharla desde esta sillica detrás de la cadiera. Y ya me están saliendo unas alas como las de Victoria de casa Melchor.

1921-Victoria de Melchor

Víctoria Romeo Berges, (El Frago, 1914-1926), conocida como Víctoria de casa Melchor, falleció a consecuencia de la coz de un caballo.

Carmen Romeo Pemán

Imagen pincicial: El Frago (Zaragoza). Foto de Carmen Romeo Pemán

 

Espiral de lunas: la naturaleza cíclica de las mujeres

¡Me encanta la luna! Soy una enamorada, una loca, una fanática obsesionada con la Luna. Hace unos días tuve la oportunidad de conocer un proyecto hermoso que me volvió aún más lunática. En Bogotá, Colombia, territorio Andino y Muisca, nació una apuesta de vida: “Espiral de Lunas”. Un proyecto autogestivo y pedagógico, liderado por Bxisqua, un colectivo de mujeres que busca crear espacios que nos permitan conectarnos con nuestro ser cíclico.

Bxisqua es una palabra chibcha que significa plantar y parir. El grupo Bxisqua quiere promover y divulgar el conocimiento adquirido en sus experiencias con la siembra de luna, el uso de dispositivos alternativos a lo desechable y el trabajo en el reconocimiento de nuestro ser cíclico. Y, sobre todo, nuestra relación con los ciclos de la luna y, por ende, con la tierra.

“Espiral de Lunas” es una propuesta práctica para entender la naturaleza cíclica femenina. Desde que nació, en el año 2017, se ha convertido en una oportunidad para que las mujeres se reencuentren consigo mismas. El proyecto intenta materializar la sabiduría de la Madre y reconocer el tiempo como la expresión del movimiento. Y, sobre todo, entender lo cíclico como fundamental en la vida, la muerte y el renacimiento.

15401184_112178669277519_8387509556236449179_n

“Espiral de Lunas” nos ayuda a hacer un trabajo de introspección, llegar a la naturaleza cíclica femenina y reconocer nuestros ciclos en sincronía con las fases de la luna. Si usamos este lunario y en cada ciclo lunar marcamos los días que menstruamos y nuestro periodo fértil, podremos comprender los diferentes momentos por los que transita nuestro cuerpo. Esto está relacionado con la importancia de registrar cada día las emociones, sensaciones, percepciones, sueños y deseos significativos de nuestra vida. Luego, en un ejercicio de retrospectiva, revisaremos nuestro registro y podremos contar con los elementos necesarios que nos ayudarán a descubrir cómo se expresa nuestra naturaleza cíclica en beneficio propio, en el de otras mujeres y en el de la humanidad.

27332414_342950419533675_1205110683229662491_n

El lunario, o calendario lunar, está compuesto por trece ciclos, cada uno acompañado de un sincronario, una mándala elaborada a mano alzada y frases inspiradoras como complemento del aprendizaje. Un sincronario es una rueda que muestra las diferentes fases de la luna durante los doce meses del año. La lectura comienza en la parte de abajo con la Luna Nueva Oscura. Allí empezamos un movimiento contrario al de las manecillas del reloj y hacemos una eterna espiral de lunas.

El ciclo de la luna nos conecta con la sabiduría de lo cíclico y con los arquetipos femeninos, sea cual sea nuestra etapa vital. “Espiral de Lunas” permite conocer con antelación las cuatro fases de la luna, eclipses, equinoccios y solsticios. De esta forma nos podemos sintonizar de manera consciente con su influencia sobre nuestra vida. El lunario nos invita a hacerlo nuestro coloreándolo, escribiendo y expresándonos con él.

En el marco del proyecto, las mujeres de Bxisqua diseñan y realizan talleres sobre la utilización del lunario como herramienta de introspección femenina. Pretenden llegar al auto reconocimiento del potencial de la naturaleza cíclica de las mujeres y su empoderamiento. También participan en espacios de autogestión como, por ejemplo, en mercados agroecológicos y en escenarios de comercio justo. Y, por supuesto, intercambian saberes y círculos de tejido de pensamiento.

 

La tradición de la Mujer Sabia es una espiral
(THE WISE WOMAN TRADITION IS A SPIRAL)
by Susun S Weed

El símbolo de la Tradición de la Mujer Sabia es una espiral.
Una espiral es un ciclo de medida que se mueve a través del tiempo.
Una espiral es el movimiento alrededor y más allá de un círculo, regresando siempre a sí mismo, pero nunca exactamente al mismo lugar.
Las Espirales nunca se repiten.
El símbolo de la Tradición de la Mujer Sabia es la espiral.
La espiral es el caldero burbujeante.
La espiral es el rizo de la ola.
La espiral es la elevación del viento.
La espiral es el remolino de agua.
La espiral es el cordón umbilical.
La espiral es la gran serpiente.
La espiral es el camino de la tierra.
La espiral es el giro de la hélice.
La espiral es la rotación de nuestra galaxia.
La espiral es el coraje suave.
La espiral es el laberinto.
La espiral es la atracción útero-marea-Luna.
La espiral es su vida individual.
La espiral es el pasaje entre mundos: el paso del nacimiento a la muerte pasando a nacer.
El camino de la iluminación es la danza espiral de felicidad.
El símbolo de la Tradición de la Mujer Sabia es una espiral.
Doce es el número de orden establecido.
Un paso más allá es trece, el comodín, el primer indivisible, el número de cambios.
Caminando una espiral, inevitablemente se llega a la siguiente etapa única, lo desconocido, la etapa XIII, la oportunidad para el cambio, la ventana de la transformación.
El paso decimotercero crea el espiral.

 

 Mónica Solano

 

 

Imágenes de Bxisqua

 

Tintado en sangre

—Mamá, por favor, guárdalo. Te está mirando todo el mundo —me dijo Victoria.

Me levanté las gafas de cerca y pestañeé para enfocar mejor la cara de mi hija. A mi alrededor, algunas personas, las más jóvenes, no apartaban los ojos de mí y de mis manos. Como si quisieran decirme con sus sonrisas que era una vieja loca.

—Hija, solo quiero ver si tu madre me ha dicho algo —le contesté.

—Pues cuando entres en la tienda, te metes en el probador y lo miras. Lo que mami te tenga que decir puede esperar. Y tú también.

Iba a contestarle que qué más daba lo que pensaran los demás, pero, ¿quién era yo para reprocharle nada a Victoria? Esos miedos a que la pusieran en evidencia, a que la juzgaran, los había aprendido de nosotras, sus madres, en nuestra propia casa. Victoria, que ya era una mujer, debía tener grabadas a fuego todas aquellas tardes en las que la esperábamos un par de esquinas más abajo del colegio para que los padres de los otros niños no vieran que nuestro coche aún no era eléctrico. Se comía el bocadillo en casa cuando le apetecía tomar crema de chocolate con abundante aceite de palma. Había notado cómo le estirábamos la manga de la camiseta para tapar la pequeña reacción de una vacuna en el brazo.

Para una vez que salía con la niña de compras no iba a importunarla. Guardé el teléfono en el bolso, ese saco de lino con pespuntes de hilo que me regaló el último día de la madre. Una bolsa sencilla y, aún así, más cara que aquel artefacto que me permitía hacer más cosas que cualquiera de los ordenadores que tuve en la infancia.

Entramos en la tienda, y Victoria fue rápidamente a mirar los vestidos de verano mientras yo me metía en un mar de prendas de colores naturales que dependían del tejido del que estuvieran hechas. Sentía el teléfono como un peso extra en el bolso. Cogí una chaqueta cualquiera, una de lana basta que rascaba la piel y de un color marrón indeterminado, y me metí en el probador. Saqué el móvil con manos ansiosas. Un único y solitario mensaje parpadeaba en la pantalla sin desbloquear.

Aura no había perdido las costumbres de su juventud ni había caído bajo las garras del miedo a las ondas de radiofrecuencia.

Después de treinta años de matrimonio, mi mujer seguía siendo capaz de sorprenderme. Me deseaba una gran tarde de compras con nuestra niña. Además, me enviaba una foto junto a un emoticono. Una persona se llevaba un dedo a la boca. Un secreto.

En la imagen, una solitaria bolsa de un snack con sabor a queso, y, probablemente, regado de glutamato sódico, palpitaba sobre la encimera de la cocina. Me preguntaba de dónde narices la había sacado, pero ya me enteraría más tarde.  Salí del probador con la prenda en la mano, en la misma posición que al entrar, y me dirigí al lugar de donde creía que la había cogido para devolverla a su sitio. El calor era tan intenso que aquella chaqueta cada vez me picaba más en las manos. Fui pasillo a pasillo mirando cada estante y cada burra, sin éxito. Todo era tan… anodino. Desde hacía años, desde que habían dejado de llevarse los estampados. No es que hubiera tenido nunca predilección por los vestidos floreados o la ropa de mil colores, pero ahora todo se había vuelto demasiado aburrido.

A menudo me preguntaba qué habría pasado si no hubiera saltado aquella polémica sobre lo perjudicial de los productos químicos de los tintes de la ropa. Recordaba que lo había hablado con Aura y habíamos llegado a la conclusión de que lo dañino no parecían los químicos sino la nula conciencia ambiental de quienes los utilizaban. Sin embargo, pronto empezó el aluvión de firmas pidiendo que los prohibieran y las empresas decidieron cambiar las cosas, no sabía si por conciencia o por marketing. Aunque sospechaba que era por esto último.

La vuelta a lo de siempre, provocada por el abuso de la tecnología o de los químicos, fue muy aplaudida. Las coletillas de “Al natural”, “Vuelta a lo tradicional” o “Como los de antes” llegaron y dieron paso a las etiquetas de “Sin conservantes” y “Sin colorantes”. Y todo aquello parecía lógico. ¿Quién iba a querer productos llenos de química si lo que necesitaba el ser humano era volver a la alimentación sana? Incluso Aura estaba de acuerdo en buscar alimentos que se parecieran a los que comían nuestras abuelas. Y así quisimos criar a Victoria desde que nació. De vuelta a lo natural.

Estábamos a finales del S. XXI y lo natural era no ponerse vacunas y morir de sarampión.

Me rendí. Nunca encontraría la burra de la que había sacado la chaqueta así que me acerqué al joven que había en el mostrador y le dejé la prenda sobre la mesa con una disculpa. Después fui a buscar a mi hija, que parecía una niña dando saltitos de emoción. Me mostraba un vestido de un solo tirante que bajaba por el pecho como una túnica romana y se cogía a la cintura con un cinturón hecho de fibras de cáñamo. Lo pagué, porque me parecía natural regalarle un capricho a mi hija, y salimos a tomar el aire fresco.

Me despedí de ella un par de manzanas al sur, después de tomarnos un té endulzado con miel y antes de que ella cogiera el autobús hasta su casa. Yo prefería caminar hasta el piso que compartía con mi mujer, aunque el calor apretaba. Pensé en quitarme la túnica, pero entonces recordé que debajo llevaba una de esas camisetas antiguas, teñida de un rojo casi eléctrico. Si me despojaba de la tela beige, anodina, me plantaría en medio de la gente como un semáforo, una alarma, un faro. Todos me mirarían, se sorprenderían de ver a alguien con una prenda tóxica. Recordaba haber leído en redes sociales a personas temerosas de que los tintes se pegaran a su piel, les cubrieran los poros y las mataran por intoxicación. Premio Darwin, dirían algunos. Se lo merece por inconsciente, dirían otros. Fuera lo que fuera, me verían con esa camiseta y me señalarían como si su vida dependiera de mis decisiones. Me juzgarían.

Me quedé quieta delante de un paso de peatones. No era una calle demasiado concurrida, con unas aceras estrechas y un carril para la circulación rodada, que se había parado para dejarme pasar. Di paso a los coches con la mano y me di la vuelta al tráfico. Me chorreaba la espalda.

Quizá era el momento.

Abrí mi bolso, aquella saca sencilla de algodón, y saqué el móvil para guardarlo en el bolsillo del pantalón. Después, me puse la bolsa entre las piernas mientras me quitaba la túnica. La camiseta, de un rojo vibrante, salió a la luz. A mi derecha, una niña de unos siete años vestida con un uniforme beige dejó caer la manzana que estaba merendando. Se paralizó. Su madre dejó escapar una exclamación que posiblemente su hija no habría oído nunca y le dio un tirón del brazo para apartarla de mí.

La niña y su madre me recordaron a mi pequeña y a mí, la una tan interesada por descubrir el mundo y la otra tan preocupada por protegerla de él. Las observé cómo se acercaban a un par de policías con los que me había cruzado unos metros antes. La madre me señaló y la pareja vino hacia mí con decisión, acelerando el paso y desenvainando las porras. Gritaban algo que no entendía.

Antes de desvanecerme pensé en el color de la sangre que me manchaba el pecho, casi tan brillante como el de mi camiseta.

 

Reformas en mi vida

Algo ha cambiado en mi vida desde que la escritura llamó a mi puerta. Algo relacionado con mi trabajo y con mi nueva forma de utilizar el tiempo. A este cambio ha contribuido la dinámica que se va imponiendo en muchas empresas y unas reformas que estoy haciendo en mi casa. De ese cambio quiero hablaros aquí.

Muchas empresas enfocan su trabajo a prestar servicios encaminados a ofrecer un producto final a unos clientes. Pero desde hace unos años ha ido cobrando fuerza el concepto de clientes internos, y así lo he experimentado en el SAS (Servicio Andaluz de Salud), donde trabajo como médico de familia. El SAS trabaja para que su producto, la salud, llegue a los andaluces. Pero ya no focaliza su atención solo en los usuarios. Ha empezado a tomar iniciativas dirigidas a sus propios trabajadores.

Mirando los dos lados de la ecuación, la celebración reciente del Día Uno de Mayo fue una buena fecha para recordarme, y recordaros, que es bueno trabajar por y para los trabajadores. Y si extrapolo la situación de mi empresa y la de la obra de mi casa a mi situación personal, me doy cuenta de que, desde hace unos años, también estoy haciendo reformas en mi vida.

La palabra “obra” tiene doce acepciones en el Diccionario de la RAE. Ahí es nada. Me encantó el descubrimiento, porque casi todas me sirven para argumentar lo que os quiero contar sobre mi peculiar visión de trabajar para nosotros mismos.

Recursos

En la primera acepción se dice que obra es cualquier cosa hecha o producida por un agente. Por tanto, el punto de partida debería consistir en buscar los recursos con los que pondremos en marcha cualquier proyecto. Para mi obra he contado con el asesoramiento de buenos profesionales. Sobre todo, del arquitecto y de los albañiles. Los planos del arquitecto y los presupuestos de los distintos oficios están sobre la mesa. Ya tengo material y métodos. De modo que la siguiente pregunta sería: ¿y qué hago ahora?

Programación y ejecución

Pues la respuesta es evidente. Ahora toca empezar a trabajar. Al revisar armarios y cajones me he dado cuenta de la cantidad de tonterías que he acumulado y que no he utilizado en muchos años. Lo comenté con una amiga y me respondió que posiblemente estaba en camino de descubrir la belleza del feng shui. No voy a extenderme en eso, pero sí que nombraré una trilogía de palabras que encuentro muy prácticas para la obra y para mí: vacía, ordena y limpia.

Mientras de mi casa van saliendo tiestos y trastos, tengo la impresión de que en mi mente se van quedando espacios amplios, que no vacíos. Y me gusta. Mientras embalo, friego, tiro y ordeno, me doy cuenta de que en los últimos años ya había empezado a hacer eso sin ser muy consciente de ello. Por ejemplo, hace casi un año decidí dejar de hacer guardias. Gano un poco menos, pero vivo mucho mejor. Y no ha sido lo único que ha cambiado en mi vida. En el escritorio de mi ordenador, por poneros otro ejemplo, he quitado los accesos directos a muchos juegos para sustituirlos por otros como el de este blog.

Me gustaría daros aquí una especie de receta sobre cómo modificar la programación de algunas partes de nuestra vida y cómo instaurar los cambios que deseamos o que necesitamos, pero no puedo ofreceros lo que no tengo. Por eso me limito a contaros un poco mi propia trayectoria que, por cierto, ha tenido mucho de intuitiva y muy poco de programada.

En la vida, como en la escritura, podemos hablar de trabajadores o escritores de brújula o de mapa. Está bien dejarse llevar por la inspiración cuando surge, pero también conviene tener un mapa que nos ayude a saber si nos estamos desviando del camino a la meta que queremos alcanzar. En este sentido es muy interesante el artículo de Ana González Duque, Escritor de mapa, escritor jardinero y escritor paisajista. No somos robots, por suerte, aunque supongo que también el azar pinta algo en esta historia. En mi caso, y sigo con ejemplos de mi evolución personal, lo primero fue conseguir una estabilidad personal y laboral. Con mis hijos ya criados, y un trabajo estable y satisfactorio, decidí que había llegado mi turno y mi afición por la escritura subió en la lista de mis prioridades.

Como el día tiene veinticuatro horas, supongo que poco a poco el tiempo que he venido dedicando a la escritura se ha encargado de demoler intereses antiguos que no echo de menos. Porque está claro que para construir lo que tengo ahora he necesitado destruir mucha paja inútil que consumía buena parte de mi tiempo y de mis recursos.

Resultados

Empezar a escribir, matricularme en cursos de escritura, conocer a mis amigas, formar parte de este blog y de este proyecto está siendo un camino por el que me gusta transitar cada vez más. Porque sigo de obra. En la de casa, va quedando menos. Y en la personal, el proyecto crece y crece, y disfruto tanto que creo que nunca le pondré fin.

Porque, si lo pienso bien, a lo largo de mi vida he seguido la misma sistemática. Al principio mis padres lo hicieron por mí. Me dieron una educación en casa, y una formación fuera de casa, que han sido y son mis mejores recursos. Y sobre la base de su ejemplo, ya adulta e independiente, he seguido planificando mi vida para alcanzar mis metas y objetivos, y he aplicado en mi trabajo las enseñanzas que antes adquirí.

Ahora mismo, para mí, la escritura se ha convertido en un trabajo no remunerado si nos atenemos al aspecto económico. Pero en todo lo demás, no puede ser más gratificante. Puedo calificarla como mi mejor empleo, en el que me doy el gusto de ser a la vez empresaria y cliente, de ser yo misma y hacer lo que hago por el puro y simple placer de querer hacerlo. Y, vista así, como un trabajo placentero, se cumple eso de que “el trabajo es salud” ¡Es cierto! Y como médico os digo que la escritura es para mí hoy una de mis mejores medicinas.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

A través del universo

Algo ha cambiado.

No puedo abrir los ojos, pero sé que ya amaneció. Me muevo un poco. Lenta, silenciosa. Me siento más liviana, como si no estuviera aquí, en este momento. Como si me encontrara levitando y no sobre la cama en la que me quedé dormida.

Después de un bostezo pausado abro los ojos. No estoy en la misma habitación. El aliento suspendido enfrente de mí ha formado una ráfaga de colores que ha invadido todo mi campo de visión. Soplo y las partículas de corriente que emanan de mi interior se dispersan e iluminan la parte del universo que está a una mayor distancia.

¿Qué soy? ¿Quién soy?

No tengo el mismo cuerpo físico y ahora estoy dando vueltas en el sistema solar, fuera del planeta Tierra.

¡Soy como Gregor Samsa! Ya no soy una humana. Después de todo, La Metamorfosis resultó no ser solo una historia en el imaginario de Kafka, sino el testimonio de alguien que, como yo, trascendió las leyes de lo imposible.

Me miro las manos y ahora son como codos de los que salen unas pequeñas antenitas que se agitan a cámara lenta. No sé de qué color tengo la piel, aunque se parece mucho al pardo de mis ojos cuando no me da el sol de frente en el rostro.

Hago un esfuerzo por incorporarme, pero mi nuevo cuerpo es pesado. Mis movimientos son torpes. Aún no tengo control de esta nueva forma. ¡Pero ya sé que soy! No soy un escarabajo, ni un insecto. Soy un oso de agua, ¡un tardígrado! Uno de los seres más minúsculos del mundo que tienen la capacidad de vivir sin importar la adversidad del entorno.

Ya lo entiendo. El otro cuerpo no me servía para cumplir con mis propósitos. ¡Qué ironía! Después de todo, para viajar a través del universo no necesitaba tanto equipaje.

¿Estaré en un sueño? ¿En uno de esos sueños que te roban el aliento, de los que nunca desearías salir y quisieras vivir ahí siempre? ¿Será uno de esos? O, ¿será que esta es mi nueva realidad?  Y, ¿si no es un sueño?, entonces, ¿qué es?

Demasiadas preguntas sin respuesta. No puedo perderme la grandiosidad que tengo enfrente mientras debato por qué estoy aquí y ahora. Tengo que avanzar. Puedo hacerlo. Lentamente, sin prisa.

Utilizo mis patas como remos y viajo hacia la aurora boreal más cercana.

He llegado.

¿Tan pronto?

Creo que tardé unos segundos o quizás fue una eternidad. No lo sé.

Hago una pausa.

¿Y dónde está el tiempo? ¿Cómo sé cuántos minutos, horas o años llevo aquí? No parecen demasiados, aunque tampoco parecen pocos.

¡Pero qué cosas pienso! ¡Estoy en el espacio! ¿Qué me importa el tiempo?

Me volteo y quedo de espaldas. Me tomo unos instantes para mirar desde otra perspectiva hacia la nada. Una estrella pasa con prisa y me hace girar varias veces. Tardo unos instantes en atemperar los giros. No me siento mareada. Me gusta girar.

Por fin me detengo.

Ahora puedo ver el planeta que me cobijó en mi otro cuerpo. Se ve muy azul desde esta distancia. Parece una gran canica suspendida que juega a no dejarse atrapar por otra más pequeña y opaca.

Desde aquí todo se ve en calma. Sereno. Como si en el interior no habitaran el miedo, la culpa, la duda. Me gusta estar aquí. Me gusta ver la realidad desde aquí.

Estoy sola.

Miro a mi alrededor y es ahora el vasto universo el que me arropa. No, no estoy sola. Nunca había estado tan acompañada.

Cierro los ojos e inhalo. Huele a las galletas de mantequilla que me hacía mi madre. ¿Por qué huele a galletas en el espacio?

Exhalo y es como si mi aliento estuviera formado por chispas de chocolate que esparcen un aroma dulzón. Podría jurar que estoy dentro de una repostería mientras hornean la masa.  ¡Pero no! Estoy en el espacio. Es perfecto.

Estiro las manos y sigo navegando. Le doy una última mirada a la Tierra y me despido de mi viejo hogar. De mi antigua vida.

Trazo otro curso en mi bitácora interna y doy inicio oficial a un nuevo viaje. Un viaje a través del universo.

 

Mónica Solano

 

Imagen de Jonny Lindner