Hacía meses que soñaba con aquel día.
Se me eriza la piel solo con imaginar cómo me saltaba el corazón dentro del pecho y cómo se me revolvía la bilis en el estómago mientras esperaba impaciente.
¡Cuánto anhelaba caminar por aquellas avenidas!
Después de deambular por parajes repletos de historias, deseaba sentarme en una silla de mimbre, junto a una mesita de metal, con uno de esos manteles de cuadros coloridos, en un callejón escondido. Solos, mi libreta de cuero y yo, dando pequeños sorbos a un chocolate caliente y con la mirada fija sin pensar en nada.
En este momento puedo sentir el humo de la bebida acariciándome el rostro y el aroma del cacao filtrándose por mi nariz.
Oigo un sonido.
El instante se desvaneció de mi mente cuando Víctor interrumpió mis pensamientos con el golpe de sus nudillos en la puerta de cristal. Me sacó del ensueño.
—¿Cómo estás, amigo? ¿Qué tal las vacaciones?
—Hola, Víctor —le respondí con una sonrisa, disimulando mi mal humor—. Bien, hombre. Aunque se me hicieron cortas.
—¡Cortas! Pero si estuviste fuera de la oficina más de un mes.
—Lo sé, pero creo que me faltó tiempo para hacer más cosas.
Cuando Víctor pensaba que alguien decía algo estúpido, se encogía de hombros y arrugaba toda la cara, como si se hubiera comido algo con mal sabor. Al ver que los ojos se le perdían entre los pómulos y las cejas, supe que mi respuesta no era de su agrado. Se me quedó mirando unos instantes más con el ceño fruncido y continuó:
—Bueno, y ¿qué dijo tu noviecita después de tantos días de ausencia?
—Pues no te lo creerás. El día que me fui me dijo que si me iba no volvería a verla jamás, que ella no iba a esperarme. Y apenas llegué anoche, ahí estaba, al pie de la puerta con un letrero de bienvenida y una torta de chocolate en la mano. No te sabría decir cuánto tiempo lloró mientras me abrazaba. Después de las disculpas y las lágrimas me dijo que no nos volviéramos a separar, que entendía por qué me había ido, pero que era la última vez que le hacía algo así. Ya sabes cómo son las mujeres.
—¡Qué drama! ¿Entonces no terminaron?
—No. Ayer durmió conmigo y hoy estuvo como si nada, como si no me hubiera tirado el jarrón que me regaló la tía Elena cuando me fui a vivir solo y no me hubiera gritado que soy un perdedor, un poca cosa y su peor decisión.
Nos echamos a reír. Entre carcajada y carcajada pude ver que la reacción de Víctor era sincera. Se le notaba que le divertía mucho mi situación.
—Bueno, Luciano. Es genial que estés de vuelta. Hay mucho trabajo. Ya te echábamos de menos. Aquí te dejo los informes que debes actualizar para la junta del viernes —dijo con tono grave y los puso sobre mi escritorio.
El sonido de las carpetas al caer sobre la madera aumentó mi mal humor. Me esperaban varios días con trabajo hasta la madrugada.
—Después tenemos que armar un plan para que nos muestres las fotos de tu viaje. Podemos tomarnos unas cervecitas en tu casa. ¿Podría ser el próximo fin de semana, apenas acabemos la entrega de los informes?
—Cuenta con ello.
Víctor salió de la oficina silbando una canción de Rubén Blades y acompañaba la melodía con un leve movimiento de los hombros.
Cuando el sonido se convirtió en un susurro, me sentí aliviado. Quería estar solo. Además, me molestaba la forma en que Víctor me adjudicaba tareas. Sí, era mi jefe, pero a veces pensaba que, además de mi trabajo, me tocaba también hacerle el suyo.
Me volteé para mirar por la ventana.
Solo veía edificios y más edificios. Grandes rascacielos con ventanas que parecían espejos, que no reflejaban nada. “Esto debe sentirse cuando se mira el vacío. Una sensación desgarradora de oscuridad y desolación”, pensé, mientras intentaba mirar el último piso, que apenas lograba divisarse desde mi oficina.
Ver todos los días la misma imagen, el mismo montón de ladrillos apilados, me deprimía. Quería estar en aquella callecita de París, sin preocupaciones, escribiendo en mi libreta de apuntes algunas historias que jamás verían la luz. Me gustaba ser otra persona, no este despojo de ser humano que estaba sentado con una pila de estados financieros por revisar, prisionero entre cuatro paredes adornadas con diplomas y certificaciones, enfrente de un computador que nunca se apagaba.
Tomé la taza de café que Lucy me había entregado al llegar y le di un sorbo. Estaba frío. Tan frío como mis aspiraciones a poeta.
¿Qué habría dicho mi tía Elena si le hubiera confesado que quería ser poeta y no contador? Seguro le hubiera dado un infarto fulminante. ¡Pobre tía! Lo sé. Tuvo la ardua tarea de criarme cuando nadie más quiso hacerlo. Todo lo que había llegado a ser se lo debía a ella. No podía mancillar su legado por el deseo de ser un poeta vagabundo. Así me lo repetía cada vez que tocábamos el tema. “Los escritores son unos vagos. No tienen aspiraciones y se dedican a eso porque no quieren hacer cosas importantes. No son como nosotros, los que trabajamos con los números. ¡Eso sí que es tener una profesión!”. Y se le hinchaba el pecho como a una paloma cuando ponía el acento en la palabra “profesión”. Se sentía orgullosa de ser contadora y de haber trabajado toda su vida en el Ayuntamiento. Y yo seguí sus pasos, en agradecimiento a su dedicación a mi crianza.
Fueron años de estudios, años de trabajos mediocres hasta que logré convertirme en el mejor de la ciudad. Pero yo nunca me sentí satisfecho.
Hice muy feliz a mi tía, sí. Le encantaba alardear delante de todas sus amigas de su sobrino el contador. El hijo que nunca tuvo. Decía que yo era su vivo retrato.
En realidad, no pasó mucho tiempo hasta que empecé a crecer profesionalmente, a hacerme un nombre de peso en el gremio de contadores. Pero cuanto más escalaba más miserable me sentía.
Sentí un sabor amargo cuando me di cuenta de que llevaba años cumpliendo los sueños de mi tía. Estaba viviendo una vida que no era la mía.
¿Y mis sueños? ¿Dónde se habían quedado mis sueños?
Me quedé en silencio. Pensativo. Eso fue lo último que me pregunté mientras miraba por aquella ventana del piso diecinueve.
—¿Desea algo más, señor?
—No, gracias.
Respiro profundo. Mi nariz se deleita con el aroma del cacao que emana de la taza con chocolate caliente que acaba de dejar la camarera sobre la mesa. Todos los malos recuerdos se desvanecen con el dulzor de la primavera.
Mónica Solano
Imagen de Engin_Akyurt
Tienes magia, Mónica. Y contagias felicidad porque vives tus sueños y eso hace que todos creamos que es fácil vivir los nuestros. Y más cuando es un sueño compartido, como escribir en este blog. Muchos besos, amiga.
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