La artillera. La lucha de España por la libertad

Homenaje a las heroínas de los Sitios de Zaragoza

De mi baúl de lecturas

Hoy os traigo mi primera entrega sobre una novela de Ángeles de Irisarri (Zaragoza, 1947), mi amiga y compañera de pupitre. En un futuro vendrán más.

Sus novelas históricas cuentan los orígenes de varios reinos: del de Aragón, en El estrellero de San Juan de la Peña, del de Navarra en Toda reina de Navarra, y del Condado de Cataluña en Ermessenda condesa de Barcelona. Su gusto por el arte de contar y el rigor de su documentación, muy propio de una buena medievalista, son la clave de sus éxitos. Y los lectores nos regocijamos con su mirada irónica, que nos ayuda  a reinterpretar la historia en clave de humor. Nunca olvidaremos la huelga de hambre de la Condesa de Barcelona metida en un baúl ni a la reina Toda viajando hasta Andalucía con su nieto Sancho el Gordo para que los médicos árabes lo sometieran a una purga de adelgazamiento.

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La primera vez que leí La artillera lo hice de un tirón. No podía dejarla. Y cuando la acabé dije: “¡Impresionante!”

¿De qué trata la novela?

De los días previos al Primer Asedio de Zaragoza, del Primer Sitio, de los meses siguientes y del Segundo Sitio. De la vida zaragozana bajo el mando francés, de la salida de los franceses y de la visita del rey. Y, para terminar, de las últimas noticias de la vida de Agustina de Aragón, hasta su muerte en Ceuta a los 71 años. Trata, pues, de unos hechos históricos muy conocidos. Así que, desde el punto de vista del contenido, el lector espera pocas sorpresas. Por ese motivo, me acerqué a esta novela con cierto recelo. Pero, al comenzar a leer, al romper el silencio narrativo, me di cuenta de que estaba equivocada. Que el asunto es conocido, pero el enfoque resulta muy novedoso.

Los sucesos históricos se cuentan a través de las vidas cotidianas y de las vivencias de diez mujeres, las diez protagonistas: siete históricas y tres inventadas.

Las históricas son cinco mujeres del pueblo: Agustina Zaragoza, conocida como Agustina de Aragón y como la Artillera, María Agustín, María Lostal, Casta Álvarez y Manuela Sancho. Una dama, la condesa de Bureta y una monja, la madre Rafols.

Las inventadas son Matilda López y Marica, dos prostitutas del Rabal, y Quimeta, una hermana que la autora le ha regalado Agustina. Quimeta y Agustina viven juntas, porque sus maridos están luchando en Cataluña. Y así, a través de su estrecha convivencia y de sus permanentes diálogos, llegamos a conocer mejor la vida cotidiana, las estrecheces y los pensamientos de Agustina de Aragón.

En el primer capítulo se juntan estas diez mujeres en la plaza del Mercado. Agustina, Quimeta, las dos Marías, Casta, Manuela y las dos prostitutas están tomando un refresco en el puesto de la tía Paca, justo debajo del balcón de la condesa de Bureta. Y arriba, en el balcón, están la condesa de Bureta y la madre Rafols. Y las diez oyen el bando de declaración de guerra contra los franceses.

Desde las primeras líneas el lector se queda sorprendido cuando ve que Agustina se dirige con prisa al mercado a comprar una mata de borraja para añadirla a la olla que había dejado hirviendo. O cuando Casta Álvarez recorre los tenderetes en busca del mejor precio para el tocino y dos morcillas de arroz con piñones.

La sorpresa procede del enfoque, del nuevo punto de vista y de los detalles cotidianos, que disuelven el sentimiento heroico. En los momentos previos a un gran bombardeo, Casta Álvarez, que cunde por todos los lados, se sube a las murallas y a continuación se va a poner el puchero para la cena y a dar un limpión a la casa.

Y todo sucede así porque no es un libro de historia, porque es una novela en la que se crea, y se recrea, un mundo de ficción a partir de datos de la realidad.

Una novela realista de corte decimonónico

El género histórico se mezcla con las características de las novelas realistas del siglo XIX. Y la clave para esta interpretación la tenemos al final. Porque la novela de Ángeles de Irisarri es una continuación de la que ha escrito Carlota Cobo, la hija de Agustina de Aragón.

La autora, para recrearse y para recrear el siglo XIX, elige un género de la época. Y sigue el modelo de Cecilia Böhl de Faber, conocida como “Fernán Caballero”, una escritora que escribe sobre mujeres.

De la novela del XIX hereda el método de observación, la rigurosa documentación, la tesis, la estructura general, el cierre de los capítulos, los elementos de suspense y una narradora omnisciente que conoce y opina sobre la historia que está escribiendo. Antes de comenzar la novela, cuando leemos el título completo, “La artillera. La lucha de España por la libertad”, ya adivinamos que la segunda parte del título es la tesis.

Al final, el coro de mujeres de la fuente del Portillo va recapitulando y atando todos los cabos que han ido quedando sueltos. Y todo se cierra, menos la vida de Agustina, porque ha sido la heroína por antonomasia y ella, la Artillera, la primera mujer que entró en el ejército, va a ser el símbolo de la lucha de los aragoneses por la libertad.

El mensaje central de la novela está en el último capítulo, en un vivo y entrecortado diálogo entre Agustina y su hija. Así, al poner el mensaje central, la tesis, en boca de una Agustina cansada y enferma, de una Agustina a la que le falla la memoria, pierde el tono asertivo de las tesis de las novelas del siglo XIX.  “La palabra rendición no entraba en nuestro vocabulario. Allí fue vencer o morir…Para no ser esclavos, para ser libres”.

Una novela moderna de protagonista colectivo

Poco a poco se van incorporando grupos de mujeres que funcionan como los coros de las tragedias griegas. Las costureras de la fuente del Portillo se enteran de todo, porque se pasan el día parloteando y escuchando a las mujeres que se acercan al corro a decirles tal o a contarles cual.

Las comadres lenguaraces del ropero de San Miguel salen a coser a la puerta Quemada para enterarse de los sucesos y comentarios que circulan por la ciudad. Y hacen lo mismo las del lavadero de la acequia del Portillo, las del salón de la condesa de Bureta y las de la tertulia de Josefa Amar y Borbón.

Así, la verdad colectiva se va formando con la suma de las verdades individuales. Por eso son tan importantes los personajes secundarios que pueblan la novela.

Un discurso testimonial

En sus páginas oímos hablar a las protagonistas, y así tiene que ser, porque eran analfabetas. A Agustina de Aragón le enseña a leer doña Josefa Amar, y cuando la viuda María Lostal quiere volver a abrir la tienda de vinos tiene que ir a que la condesa de Bureta le lea las facturas, porque no sabe quiénes eran los suministradores de su marido.

El humor y la comicidad

En esta obra, como en todas las de la autora, se hace  una afirmación del valor y del sentido práctico de las mujeres. Una afirmación que brota de una pluma que es capaz de ironizar y de reírse hasta de su sombra. El lector, entre las pilas de muertos y el olor a cadaverina, se ríe cuando Casta Álvarez, cocinera del Hospital, descubre que las lentejas están agusanadas. “Que no se trataba de un gusano ni de dos, que había más gusanos que lentejas, que los bichos no flotaban en el guiso y que las cocineras no podían quitarlos con la rasera. Entonces, la madre Rafols decide hervirlas hasta convertirlas en una pasta.

Sonreímos complacidos cuando la condesa de Bureta saca los tomos de la Enciclopedia Francesa para construir barricadas. O cuando María Agustín no puede hacer los encargos de costurera ni salir a recibir a Palafox porque le ha venido la regla y se tiene que quedar siete días en casa.

Y cuando Casta Álvarez le dice a María Lostal que su hijo se llama Pablos, y no Pablo, porque cunde por tres, nos damos cuenta de que ese Pablos es un personaje con resonancias del Buscón de Quevedo.

Otras veces, el efecto cómico brota de las exageraciones que disuelven la tragedia. En medio de una ciudad destruida y llena de cadáveres, un grupo de mujeres se lía a navajazos por beberse las lágrimas que la Virgen derramaba. Y el día que se firmó la capitulación de Zaragoza, hubo colas de soldados en el burdel del Rabal porque se temían lo peor.

Para terminar

Está muy bien conseguida la personalidad de las diez protagonistas. Cuando cerramos el libro, sigue resonando en nuestros oídos el susurro de la condesa de Bureta, porque la habían educado para que nunca hablara alto. La voz de mando de la madre Rafols. Las risas y los jolgorios de las dos prostitutas del Rabal. Las alucinaciones de Manuela Sancho, que escucha las voces de los muertos en su interior. Los gritos de Casta Álvarez, cuando distribuye la comida a los soldados y cuando llama a una nueva insurrección porque no acepta la capitulación de la ciudad. La voz lastimera de María Lostal, siempre rodeada de sus tres hijos. Y el tono bondadoso y tierno de María Agustín.

En el fondo, estas heroínas tan bien caracterizadas son el trasunto de la importancia que tuvieron las mujeres zaragozanas en la defensa de la ciudad cuando la sitiaron las tropas francesas.

Carmen Romeo Pemán

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María Ángeles de Irisarre, La artillera. La lucha de España por la libertad. Editorial Suma de Letras, Madrid.

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La segunda oportunidad

Celia, llevo toda la vida contigo. Desde que te conozco, desde siempre, mi mantra es el mismo: “Te. Quiero. Te. Quiero. Te. Quiero”. Y así un día tras otro. Todos iguales y todos diferentes.

No recuerdo muy bien cuándo me di cuenta de que no éramos una pareja, sino un trío. Pero yo te quería tanto que no me importó. Al principio hasta me caía bien aquel intruso. Al fin y al cabo, me pareció que te amaba igual que yo. Tal vez por eso no me sentí capaz de odiarlo y mantuve los celos a raya.

Tampoco me acuerdo de cuándo empezaste a cambiar. Pero su voz empezó a sobresalir por encima de la mía. Cada vez lo escuchabas más a él, mientras a mí me ibas ignorando haciendo oídos sordos a mis eternos “Te. Quiero. Te. Quiero”. Sin embargo, yo no concebía la vida sin ti a pesar de que cada vez me dolía más vivir contigo. Te ibas transformando en una extraña. Te dejaste llevar por el canto de sirenas de ese falso amigo. El alcohol y los porros paseaban con frecuencia por tus venas, y eso me dolía. ¡No sabes cuánto me dolía! Él tenía argumentos. Muchos argumentos. Yo solo contaba con mi amor por ti. Y cuidarme dejó de ser importante para ti a medida que aumentaba su poder y sus cantos de sirena.

Podría seguir hablando contigo, contándote la historia de nuestro pasado que para ti ya ni siquiera existe, pero no serviría de nada. Y pese a todo, si pudiera, daría marcha atrás al tiempo para que el día de nuestra separación no hubiera llegado como llegó. No sé si te acuerdas. No tengo modo de saberlo desde que la vida nos separó. Yo, desde luego, lo recuerdo a la perfección. Aquel día habías bebido más de la cuenta. Y ese “más de la cuenta” siempre era un poco más que el día anterior. Yo estaba mal. Te lo iba diciendo. Te lo gritaba. Había puesto tanto empeño en intentar acallar la voz del otro, de mi enemigo, que no te dejé ver el autobús que se nos vino encima. Cuando levantaste la mirada del suelo fue demasiado tarde. Una fracción de segundo, el llanto de metales retorcidos, y de pronto estabas ahí, tirada en el mismo suelo que mirabas un momento antes, con los ojos ahora abiertos y fijos en el cielo, pero sin verlo.

Y yo…

¡Yo creí morir contigo!

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Cuando recobré la conciencia me invadió el desconcierto. Sentí que yo estaba allí, como siempre, pero a la vez no estaba. Nunca antes había escuchado el sonido del silencio, y su melodía era helada, como la de las gotas de lluvia sobre las lápidas de un cementerio. El vacío retumbaba en mis oídos mientras me sentía flotar en medio de la nada. Me resistía a creer que tú ya no estabas aquí, conmigo.

No sé cuánto duró aquello. Tampoco quiero saberlo. Al fin y al cabo, no tiene importancia. Solo recuerdo, al despertar, el mazazo de la soledad cuando descubrí que me faltabas. Mi mantra cambió para convertirse en otro: “Te. Añoro. Te. Añoro. Te. Añoro”.

Yo era poca cosa en manos ajenas. Me llevaron no sé a dónde. Me dejé llevar. Me obligaron a vivir. Dejé que me obligaran. Nada me importaba.

Entonces llegó ella, y me recibió. Entró en mi vida, y yo en la suya, sin que me pidieran opinión. Oí decir a alguien que ella me estaba esperando, aunque puede que fueran alucinaciones mías por culpa de la medicación.  Mi añoranza por ti, entretanto, seguía y seguía…

Fue duro verme obligado a comenzar de nuevo con una extraña, pero no me dieron alternativa. Al principio ni siquiera parecía que ella estuviera allí, y mucho menos que me prestara atención. Pero de pronto algo empezó a cambiar. La primera vez que escuché su voz, me dolió su sonido. ¡Su risa era tan distinta de la tuya! Y su sangre no era alcohol, era una nube de bruma que me envolvía en una nana hipnótica. Desde muy lejos escuchaba sus palabras que me hablaban de esperas y de esperanzas, de cariño, de cuidados. De un futuro junto a ella.

¡No sabes cómo lloré por ti esos primeros días de separación! Lloré por ese futuro que nos robó el autobús, lloré por no haber luchado más contra esa voz que te tentaba en el pasado, contra esas razones que tiraron de ti con más fuerza que la de mis sentimientos. Pero la voz de mi desconocida se abrió paso entre mis lágrimas. Perseveró sin descanso hasta que un buen día presté atención a lo que me decía, y escuché en sus labios las palabras que yo siempre había reservado para ti: “Te quiero”.

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¿Sabes una cosa? Lo imposible fue posible. Ella me dio mi segunda oportunidad. No creí que eso pudiera ocurrir, pero ocurrió. Aquí también está “el otro”, pero este “otro” sí la quiere de verdad, y no como el tuyo. Este le da consejos sabios, la guía, la orienta, le dice que me escuche, que me cuide, ¡sí! ¡que me cuide! ¿Te extraña oír eso? ¿Tan poco valor me dabas cuando yo era todo tuyo? Me hace feliz que haya alguien ahora que se preocupe por mí tanto como por ella.

¿Y sabes otra cosa? Empecé a quererla cuando me dijo que te estaba agradecida. Que, de no ser por ti, ella y yo no nos habríamos conocido. Me juró que me querría, que compartiría conmigo toda su vida, que haría que me sintiera orgulloso de pertenecerle.

Así ha sido durante un montón de años, y así sigue siendo. El milagro continúa día tras día. No sé si podrás oírme allá donde estés, pero mereces saberlo. No nací con ella. No tuvimos eso. Pero tengo la certeza y la felicidad de saber que vivimos y moriremos juntos.

Quiero que sepas esto, que no lo olvides. Por eso te lo repito. Ella ha sido mi segunda oportunidad. Porque me estaba esperando. Y cuando llegué a su vida, empezó a vivir de veras. Su amor por mí la llevó a estudiar medicina. A especializarse en cirugía cardíaca para hacer hoy con otros el mismo milagro que el doctor Christian Barnard hizo con ella.

Y sabes que todo lo que digo, lo digo de corazón. Porque no soy más que eso.

Adela Castañón

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¿Qué comen los trolls? Guía básica para la creación de razas en la literatura fantástica

De las cuatro mocadianas que escribimos este blog, a Mónica y a mi nos encanta la ciencia ficción y la fantasía en todos sus formatos. Quizá por eso las dos estamos trabajando en sendas novelas fantásticas. La mía está ambientada en una sociedad muy similar a la de las culturas clásicas mediterráneas, y aunque tiene algo de magia, es muy fácil coger un libro de historia para inspirarse en la realidad cuando la imaginación no da para más. La novela de Mónica, en cambio, es mucho más compleja. Es del género de lo maravilloso, donde el mundo y sus habitantes no tienen nada que ver con el nuestro. Los personajes no son humanos; la vida en el planeta donde transcurre su historia ni siquiera está basada en el carbono. Por tanto, debe usar la imaginación y la lógica para no patinar en la trama y, con más motivo, en los detalles que le dan consistencia al mundo como, por ejemplo, qué comen, de qué viven e, incluso, si tienen algún tipo de atributo que les dé pudor enseñar.

¿Qué comen los trolls? Un ejemplo del Mundodisco.

Lord Vetinari, el Patricio de Ankh Morpork, decide que la Guardia de la noche debe tener representantes de minorías étnicas de la ciudad. Así es como, para desgracia del Capitán Vimes, un troll, un enano y una mujer se presentan como reclutas. Troll y enano, razas en histórico conflicto, forman equipo y el día a día les fuerza a conocerse un poco más y desechar creencias establecidas que tenían poco de verdad.

Como, por ejemplo, cuando un enano descubre que los trolls no comen humanos. “¿Cómo?”, os preguntaréis. “Si todo el mundo sabe que los trolls se ponen debajo de los puentes y se comen a los viajeros que no responden correctamente a sus tres preguntas”. Sí, ya. Pero Pratchett lo explica de una manera soberbia: ¿Verdad que los humanos son de carne -y grasa y agua-, y comen eso para sobrevivir? Entonces, ¿de qué le sirve una pierna humana a un ser hecho de silicio y otros materiales rocosos?

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¿Hay peor monstruosidad que destruir galletas en vez de comérselas?

Usando la lógica, tiene sentido que un troll hecho de piedra coma piedras.

Esta historia se cuenta en Hombres de armas.

La jerarquía de necesidades

Qué come un troll es uno de los detalles nimios que no tienen por qué aparecer en una novela pero que, según cómo hayamos diseñado esos pormenores, hará que la estructura familiar y social tenga una forma u otra. Para eso, a mí me gusta jugar con la pirámide de Maslow.

Abraham Maslow fue un psicólogo estadounidense de corriente humanista que estudió el camino hacia la autorrealización de las personas. Creó una jerarquía de necesidades que trasladó a una pirámide para hacer su teoría más visual.

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Así, según Maslow, a medida que vas cubriendo las necesidades de abajo, vas teniendo las de arriba. Me explico: si no tienes qué comer, difícilmente te va a importar autorrealizarte en la vida. Esto también tiene sentido, ¿verdad?

Y ahora os preguntaréis: ¿podemos aplicar la psicología humana a cualquier raza de nuestro mundo? Quizá no. Pero, como para escribir e imaginar nos basamos en lo que conocemos, y lo que conocemos son los humanos, no veo nada mejor que inspirarnos en ellos para tener unas pautas que nos ayuden a crear nuestras razas.

La pirámide de Maslow y las cocinas de los trolls

Vamos a ver, punto por punto, en qué nos ayuda la Pirámide de Maslow para definir nuestras razas y, por ende, las sociedades  en las que viven. Según sea esa sociedad, nuestra trama encajará más o menos así que no es un trabajo menor.

Necesidades fisiológicas. Esta es la categoría más sencilla: lo que necesita nuestra raza para sobrevivir. ¿Nuestra raza respira? ¿Se reproduce y tiene sexo? ¿Necesita comer? ¿Duerme? Si se reproduce ¿todos sus miembros pueden hacerlo? ¿Son embarazos dentro de cuerpos o se crían en, no sé, ¿huevos? Según qué decidáis, la estructura familiar será de una forma u otra. Si los neonatos no necesitan progenitores, quizá las crías viven juntas bajo el cuidado de profesionales. Igual son seres con branquias que pueden vivir en tierra pero necesitan sumergirse cada cierto tiempo en agua dulce. O necesitan dormir pero mueren si se quedan quietos demasiado tiempo.

Si aceptamos la hipótesis de Pratchett hemos quedado en que los trolls comen piedra. Así pues, de nada sirve que haya batidas de caza, al menos para comer. En todo caso, quienes se encarguen de conseguir recursos alimenticios serán mineros, ¿no? Por otro lado, ¿necesitan una cocina? Está claro que un fogón normal no les serviría de mucho, no creo que se pueda calentar un trozo de roca. Igual un horno de herrero les haría más servicio, y un yunque.

Ya veis, son muchas decisiones, y las más básicas.

Necesidades de seguridad. Una vez se han satisfecho las necesidades primarias, aparecen estas: son aquellas que aseguran que nuestra raza va a estar bien. Por ejemplo: ¿Pasa frío o calor? ¿Tiene efectos adversos para su salud? Según Pratchett, los cerebros de silicio de los trolls funcionan mejor con una baja temperatura. Es decir: si hace calor se vuelven tontos, por lo que es lógico que, si quieren pensar bien, buscarán lugares fríos en los que trabajar.

Por otro lado, los trolls de ciudad que no tengan una mina cerca posiblemente necesitan trabajo para comprar piedras. ¿De qué puede trabajar un troll? ¿Quién va a contratarlo?

Estas dos partes de la pirámide, además, nos ayudarán a definir el conjunto de sociedad. Saber qué necesitan para vivir es imprescindible para conocer la demanda de la población e, incluso, dónde está el capital y en manos de quién están los recursos. Si recordáis la última peli de Mad Max: Fury Road, el recurso más buscado era el agua, y esta estaba en manos de Immortan Joe.

Immortan Joe controlando el agua

Sabed, también, que quien controla los recursos necesarios para la vida controla la sociedad en sí. No lo olvidéis nunca.

Necesidades sociales. Ya sabemos qué necesita nuestra raza para sobrevivir. El siguiente paso es saber si es una raza social o no y, según eso, definir qué entra dentro de la normalidad. El ser humano es un animal social por naturaleza y así solemos crear nuestras razas. Si nuestro protagonista es individualista o solitario lo hacemos para conferirle un rasgo especial, para marcar la diferencia con el resto.

De ser así, entonces debemos crear unas normas sociales a las que los personajes puedan o no acogerse y, sobre todo, tener en cuenta que nuestra trama tenga sentido en ese tipo de sociedad. Si la vida ha surgido del mundo vegetal y los niños salen de pequeños capullos que brotan de la tierra, es fácil que las familias tal y como las conocemos no tengan sentido. Si es una raza cuyo sistema reproductivo está en el interior del cuerpo y no tienen necesidades de frío ni de calor, quizá es más lógico que vayan desnudos que vestidos. Y quien se ponga una falda, por ejemplo, llamará la atención.

Además, hay que sumarle otras muestras de afiliación como son la amistad, el amor fraternal o familiar y las relaciones románticas.

Necesidades de autoestima. en este caso, nos referimos a la necesidad de respeto y de autoconfianza en uno mismo. Según Maslow, la necesidad de autoestima y de reconocimiento son las más sofisticadas, aquellas que solo aparecen si las tres anteriores están cubiertas.

Bien, ¿qué necesita nuestra sociedad para que una persona se sienta reconocida? En una aldea de Trolls, es posible que se valore especialmente al espécimen que sea capaz de romper la roca de un solo puñetazo. En una sociedad de plantas humanoides que haya llegado a la era espacial, es posible que un ser respetado sea el que pilote naves como quien lleva un triciclo. En nuestra sociedad siempre se ha considerado exitoso a aquel que, con treinta años, tenga una pareja preciosa, coche, casa, hijos, perro y un trabajo que le ingrese varios ceros en el banco.

Como veis, en la época de mis padres, la persona más exitosa era aquella que había cumplido con las tres primeras necesidades de la pirámide de manera excelsa y holgada.

Claro que este éxito debe servir para el propio reconocimiento del personaje. Son valores o creencias comunes que hacen que uno mismo se quiera y que los demás también lo hagan.

Necesidades de autorrealización. Como decía antes, en los 90, el exitoso era el que había conseguido la casa, el niño rubio de ojos azules y el coche deportivo. Ahora, bien superados los 2000, hay otra cosa que se nos ha puesto por delante, quizá porque sabemos que las nuevas generaciones lo tenemos más difícil que nuestros padres a la hora de cobrar. Ahora, lo que importa, es la autorrealización.

¿Qué quiere decir eso? Cada uno tenemos objetivos vitales que hace que nos sintamos orgullosos de nosotros mismos. La realización personal depende de cada ser y de sus gustos y voluntades. Sin embargo, estos gustos están influenciados por la sociedad, y la sociedad depende de nuestra naturaleza y nuestras necesidades.

¿Cómo se autorrealizará un troll? Consiguiendo ser tan listo en un clima cálido como en uno frío, por ejemplo. Preparando las rocas más deliciosas del mundo. Cincelando su cuerpo (badumtsss) para presentarse a Mister Troll 2097. ¿Quién sabe? Lo importante es que la autorrealización pasa por conseguir logros que vienen definidos por nuestra naturaleza y nuestra sociedad.

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Si fuera junto a David Bowie yo también querría ser la reina troll

 ¿Lo veis? Está todo ligado. Si no fuera tan lógico os diría que es magia, y por eso me gusta tanto.

 La pirámide de Maslow, que se utiliza en psicología, en Marketing o en Comunicación, también puede aplicarse a la literatura. No deja de ser una guía, una plantilla que nos dice si vamos bien encaminados si queremos crear una raza o una sociedad distinta de la nuestra y que siga teniendo sentido.

En el caso de que la raza sea la humana pero la sociedad sea inventada, solo tenemos que saltarnos las dos primeras necesidades porque ya nos son conocidas. Una vez empezamos a trabajar en cómo es la sociedad, podemos seguir con el resto de necesidades para crear nuestros personajes, ya sean protagonistas, antagonistas, acompañantes o lámparas sexys (esto último mejor no, por favor), y que aporten valor a la idea que queremos transmitir con nuestras historias.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Efraimstotcher

 

 

Esteban y Orosia

De la tradición oral de las Altas Cinco Villas.

Las corrientes de los ríos están llenas de historias. Un día que estaba jugando con los ruejos del Arba, me encontré esta que bajaba de Biel.

Aquella mañana, llegué a la escuela antes que la maestra. Había venido corriendo, y eso que nuestra casa estaba lejos, detrás del cerro. Sentía como si el corazón se me fuera a salir de su sitio.

—Buenos días, Orosia. —Doña Pascuala me acarició la cabeza–. Toma, guárdame estos libros un momento.

—Bue… buenos días, tenga usted. —No sabía si me había oído. No me salían las palabras por culpa del nudo de la garganta.

Me senté en una mesa, justo detrás de donde se solía poner Esteban. Desde allí podría hablarle al oído cuando entrara, antes de que doña Pascuala comenzara a pedir los deberes.

Esteban llegó tarde. Iba un poco desgreñado, como si no le hubiera dado tiempo a lavarse. Me pareció que tenía cara de haber dormido mal.

—Mis padres se han enterado de lo nuestro y se han puesto como dos basiliscos —le dije de corrido, a la vez que me echaba la melena por la cara para que nadie me viera hablar.

—¡Chist!; ¡chiss!; ¡chsss! Hablaremos en el recreo. —Me apretó la mano por debajo del pupitre—.Y no te preocupes, que ya los convenceremos.

—Pues me parece que no vas a tener razón. Mira que he tenido que saltar por la ventana. Me habían cerrado la puerta para que no viniera a la escuela —y continué con un susurro casi inaudible—. Verás como en cualquier momento se presenta mi padre.

—Pues esta vez no será como las otras. Si hace falta, diré delante de todos que estás preñada.

En ese momento se abrió la puerta. Sólo vi los ojos de mi padre y cómo doña Pascuala lo cogía del brazo y lo sacaba al pasillo. Al poco rato entró ella sola, se acercó a mi mesa y me dijo:

—Recoge tus libros. Te voy a poner deberes para que los hagas en casa. ¡Ojala puedas volver pronto! Te esperaremos.

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—Antonio, no me ha hecho ninguna gracia que hayas ido a buscar a Orosia a la escuela —gritó mi madre cuando nos vio aparecer por el recodo del camino—. Los trapos sucios se lavan en casa. No quiero ir en lenguas de la gente.

—¡Cuántas veces te lo tengo que decir, Josefa! —Mi padre, ceñudo, levantó la horca de recoger la paja y miró a mi madre—. ¡Que eres muy corta de entendederas! ¿Aún no te has dado cuenta del peligro que es ese chico, todo el día dando vueltas por aquí? Que se nos quiere llevar a la niña. Y la Orosia es nuestra. ¡La Orosia es mía! Al hombre que le ponga una mano encima lo ensartaré con esta horca.

En estas andábamos, cuando llegó Esteban con sus padres. Y, dando un paso al frente, se encaró a mi padre:

—Señor Antonio, aunque no haya cumplido los catorce años y usted crea que soy un crío, sepa que me voy a portar como un hombre con su hija y con ustedes. Estoy dispuesto a esperar la boda el tiempo que digan. Mejor dicho, hasta que yo cumpla los dieciocho y tenga un trabajo para mantener a Orosia y al niño. Que el niño es mío y lo reconoceré.

Mi padre empezó a dar vueltas por la era cagándose en todos los santos del cielo y soltando copones y hostias a mansalva. Esteban y sus padres retrocedían poco a poco. Oí su voz, por última vez, al otro lado de la cerca.

—¡Orosiaaaa, te quieeeeroooo! Volveré cuando haya nacido el niño. Te lo prometo. Nos iremos a vivir a la capital.

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Después de cenar, mis padres se enzarzaron en una de sus discusiones. Pero esa noche, mi madre, que no solía hablar, tomó la palabra.

—Mira, Antonio, que tengo clavada la fecha. Dos años tenía Orosia cuando decidimos venir a vivir al monte, que en todos los sitios veías fantasmas.

Mi padre intentó protestar, pero no había quién hiciera callar a mi madre.

–Antonio, para mí fue un golpe muy duro.

Mientras tanto, ella seguía con su monserga, secaba las sartenes, barría la cocina y metía brasas en un calentador. Y venga a repetir aquello de que estábamos acostumbradas a otra vida y que en aquel chamizo nos habían salido sabañones hasta en las orejas.

Desde que llegamos, yo dormía con mis padres. Decían que así no me acatarraría. Mi padre en la parte de afuera, mi madre contra la pared y yo en medio, bien calentita. Aunque a veces, casi me asfixiaban cuando se daban la vuelta.

No sé cómo empezó aquello. Una noche me despertó mi padre con sus toqueteos. Noté cómo me acariciaba los pezones. De repente se me echó encima. Recuerdo los gritos de mi madre como si fuera ahora. Pero él siguió con su martingala.

Como ya estaba acostumbrada, no me asusté el día que Esteban me llevó a un pajar al otro lado del cerro. Me acariciaba con suavidad y me decía que tendríamos un niño y que abandonaríamos el monte. Pero yo no me lo creía, porque no podría saber cuál de los dos sería el padre. Como mi madre, yo también sabía que nadie podría sacarnos de aquel agujero.

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Ilustraciones de Inmaculada Martín Catalán.

Inmaculada Marín Çatalán (Teruel, 1949). Conocí a Inmaculada cuando llegó al Instituto Goya de Zaragoza. Venía con un buen currículo y con una excelente fama como profesora.

Su dedicación al arte comenzó cuando se preparó con Alejandro Cañada, en Zaragoza, para el Ingreso en Bellas Artes de Barcelona. Comenzó los estudios en la Universidad de Barcelona, pero pronto se trasladó a la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid, donde se licenció en Bellas Artes, especialidad de Escultura, en 1975.

Su carrera artística ha sido muy reconocida. Ha participado en numerosas exposiciones colectivas de escultura y pintura. Es una experta en carteles y miembro de varios grupos de dibujo: Urban Sketchers, Flickr, Group Portraits in your art, Group with Experience.

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En su muro de Facebook nos deleita con dibujos de escenas cotidianas de Zaragoza.

Carmen Romeo Pemán

¿Escribimos mejor si nuestro estado mental es frágil?

“No hay nadie que no se vuelva poeta si el amor le toca, aunque hasta entonces haya sido extraño a las musas”. Platón

Hace unos días, mientras escribía un relato, mi hijo se acercó y me preguntó por qué me gustaban tanto las canciones tristes. En ese momento me di cuenta de que estaba sonando en mi Deezer: You and Whose Army? de Radiohead, una canción bastante melancólica. No me había dado cuenta de que, en mi proceso creativo, dispongo todo para tener un ambiente propicio y esto incluye un playlist de canciones nostálgicas. Esto me llevó a cuestionarme si para escribir necesitamos de un tipo especial de recogimiento. No es un secreto que para emprender un proceso creativo debemos tener un estado de ánimo adecuado, pero, ¿es la melancolía una fuente de creatividad? ¿La fuerza del inconsciente nos arroja hasta ese estado?

El proceso creativo

En su libro “Psicoanálisis de la experiencia literaria”, la catedrática de literatura Isabel Paraíso hace un resumen del trabajo realizado por Sigmund Freud sobre el proceso creativo, en el que plantea que la obra literaria, como toda producción cultural, surge en el inconsciente.

En sus análisis, Freud propuso el concepto de sublimación, que consiste en canalizar el impulso hacia una forma más aceptable y determinó que, para la creación de una obra de arte, el artista necesita psicoanalizarse a sí mismo. Este proceso lo llevó a cabo el pintor Salvador Dalí, quien encontró en el psicoanálisis los cimientos para el método paranoico-crítico como parte de una etapa de su evolución artística.

El proceso creativo es consecuencia de un elemento lúdico, onírico o fantasioso: si un niño al jugar se crea un universo propio, el escritor, al plasmar sus ideas en el papel, hace lo mismo. Para Freud, la literatura se engloba en un orden de cosas a las que también pertenecen los sueños y las fantasías e, incluso, los actos fallidos y afirma que el artista expresa de manera intuitiva lo que el psicoanálisis trata de explicar de manera científica.

En el delirio y los sueños en la “Gradiva” de W.Jensen, Freud analiza el proceso creativo, relacionándolo con el proceso neurótico. Demuestra que son las leyes psíquicas las que rigen la ficción y el sueño, y que tanto en la literatura como en la neurosis hay una clara separación entre la imaginación y el pensamiento racional, estableciendo una diferencia entre el contenido latente y el manifiesto. En la literatura se traduce como un material psíquico reprimido que lleva al escritor a la necesidad de escribir, de expresarse; siendo el arte una manifestación del inconsciente. La diferencia entre los sueños, los juegos, las fantasías y la literatura reside en que, en esta última, el escritor tiene que crear su contenido psíquico de una manera consciente, mediante el lenguaje. En palabras del psicólogo Carl Gustav Jung: “El ejercicio del arte constituye una actividad psicológica”.

“Todo el que confíe lo que sufre al papel se convierte en un autor melancólico; y se convierte en un autor serio cuando nos dice lo que ha sufrido y por qué ahora reposa en dicha”. Nietzsche

La melancolía como motor creativo

Desde hace años existe el debate sobre la relevancia de la melancolía como motor creativo. Para el poeta Luis García Montero, «el estado de melancolía te permite ser dueño de tu opinión y de tu destino», y, sobre todo, «instalarte en el territorio incómodo de la conciencia individual». Jorge Luis Borges elogiaba con frecuencia el libro de Robert Burton “Anatomía de la melancolía”, publicado en 1921, en el que el autor afirmaba que sólo son inmunes a la «bilis negra» los tontos y los estoicos. Luego, Gustave Flaubert reformularía la idea: «Ser estúpido, egoísta y estar bien de salud, he aquí las tres condiciones que se requieren para ser feliz. Pero si os falta la primera, estáis perdidos». El escritor José María Guelbenzu afirmó: «No hay protagonistas felices en la literatura porque la infelicidad genera conflicto dramático. Recuerdo las primeras líneas de Ana Karenina, de Tolstoi: Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera». Con esto nos explicó que «instalarse en la infelicidad es imposible», que conviene disfrutar de los momentos felices y también «abrazar el éxtasis melancólico para hacer estallar la creatividad».

La melancolía ha sido una compañera de la creatividad en distintas épocas y en diversos ámbitos. Las artes, el pensamiento filosófico y algunos otros campos, han tenido en la melancolía una inesperada fuente de propuestas arriesgadas y originales.

Las personas melancólicas no solo son tristes, o se abaten, o tienen cierta inclinación patológica hacia la tristeza, sino que, por intuición o por decisión, hacen con lo que sienten dos cosas muy precisas: aceptar dichas emociones como parte ineludible de lo que son y lo que viven y tomar estos sentimientos como un punto de partida para realizar un acto concreto y generativo.

En su ensayo “Contra la felicidad. En defensa de la melancolía”, el catedrático de literatura Eric G. Wilson, defiende que la melancolía es necesaria para cualquier cultura próspera, que es la musa de la buena literatura, pintura, música e innovación y la fuerza que subyace a toda idea original. Funciona como fuente de inspiración para todas las artes desde el comienzo de los tiempos y es la catarsis trágica descrita por Aristóteles como purificación emocional, corporal, mental y espiritual.

Fragmento del ensayo “Contra la felicidad. En defensa de la melancolía”:

“Desear solo la felicidad en un mundo indudablemente trágico es dejar de ser auténtico, apostar por abstracciones irreales que prescinden de la realidad concreta. En definitiva, me aterran los esfuerzos de nuestra sociedad por expulsar a la melancolía del sistema. Sin las agitaciones del alma, ¿no se vendrán abajo todas nuestras torres de magníficos anhelos? ¿No cesarán las sinfonías de nuestros corazones rotos?”. (Pág. 16)

Cuando leí este párrafo, que corresponde a la introducción del libro, recordé que hace un tiempo un buen amigo me dijo: “Abraza tu sombra, no reniegues de tu locura. Aprovecha esos momentos en los que la melancolía te carcome hasta los huesos y deja que la tinta se riegue sin pudor”. Después de leer un poco a Sigmund Freud y a Eric G. Wilson, y de hacer un análisis a conciencia de lo que implica el proceso creativo, pienso que mi amigo tenía razón y no hay por qué sentirnos delincuentes por atesorar algunos momentos de soledad y melancolía. Porque en esos instantes, cuando le subo unos cuantos niveles a la música y me dejo llevar por todas esas emociones proscritas, cargadas de melancolía, los personajes hambrientos se amontonan y me susurran al oído; me imploran que los deje vivir en el papel.

“Necesitamos los libros que nos afectan como un desastre, que nos afligen profundamente, como la muerte de alguien a quien queremos más que a nosotros mismos, como ser desterrado dentro de un bosque lejos de cualquiera, como un suicidio”. Kafka

Mónica Solano

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Danos hoy nuestro pan

Miré el plato y me asaltó un sabor amarillo y amargo. Sobre la porcelana, decenas de gusanos se enroscaban en terrones de tierra mohosa; bailaban al son de la música de los cubiertos del resto de comensales mientras los míos aún descansaban sobre la servilleta. A mi derecha, mi hermano pequeño sorbía uno de aquellos bichos gruesos como su meñique mientras sus labios y mejillas se salpicaban descuidadamente de barro.

—Come, Claudia, por favor —dijo mi madre con voz suave y pausada, la que se utiliza cuando se habla con un demente o con un animal salvaje a punto de devorarte. Mi padre permanecía ajeno a todo, como siempre en los últimos tiempos, riéndose de algo que le acababa de llegar al móvil y engullendo lombrices con la boca abierta.

—No puedo —musité.

—Si la Tata no se lo come lo haré yo —contestó Marc sin parar de enrollar los gusanos con el tenedor. Se los llevaba a la boca sin importarle que siguieran moviéndose. No pude disimular una arcada al preguntarme si seguirían vivos mientras bajaban, escurridizos, por su esófago.

Mi madre reparó en aquel acto involuntario y sacó aire por las narices, expulsando mocos transparentes como el agua.

—Hija, déjate ya de tonterías —el sonido llegó amortiguado por la servilleta de tela con la que se estaba secando—. ¿Sabes cuánto hace que no comes? Sergi, por favor, dile algo a tu hija.

Mi padre miró a mi madre con la misma expresión que si se hubiera despertado solo en medio del desierto. Se le escapó un “¿eh?”, antes de que mi madre volviera a resollar.

El afán de mamá por servirnos aquellas inmundicias empezó unos meses atrás, cuando estaba preparándome para la selectividad. Me acuerdo porque la primera vez que me saqué de la boca un caparazón duro y alargado de algo que no pude reconocer fue después de un examen preparatorio de química. También recuerdo mi sorpresa y el asco que sentí. Tanto, que dejé la tartera sobre el suelo del rincón del patio en el que  mis amigos y yo estábamos comiendo y, sin poder dar ninguna explicación, corrí a vomitar al baño más cercano. En aquel momento pensé que debía de haberse colado algún insecto en las hojas de lechuga de bolsa con la que mi madre había preparado mi fiambrera.

Pero aquellos hallazgos fueron a más. Las hormigas reemplazaron a las semillas de mostaza negra y las cucarachas eran la única proteína que encontraba en los guisos marrones que me llevaba al instituto. Por la noche, sentados todos a la mesa, veía cómo el resto de la familia disfrutaba de aquel inusual festín mientras yo deslizaba furtivamente las viandas hasta la boca de mi perra, que tragaba como un pavo.  Las pocas veces que acababa metiéndome algo en el estómago conseguía expulsarlo minutos después con solo acariciarme la campanilla.

No es que me quejara. Antes de aquello, dejar de comer había supuesto un reto titánico. Recuerdo los días en los que me dolía tanto la barriga que me parecía que mi estómago se estaba comiendo a sí mismo. Después, con el hallazgo del primer insecto vivo subiendo por mi tenedor y correteando por mi brazo, el hambre cesó. Por fin podía concentrarme en los estudios sin tener la tentación de asaltar la nevera cuando los nervios me enjaulaban el estómago.

Todo cambió en junio, después de examinarme. Se acabaron las clases y los pretextos para no almorzar en casa. A la semana ya no me quedaban excusas para no comer, y mi madre enloqueció. ¡Hasta me llevó al médico! Aunque eso fue mi culpa porque me descuidé de ir cogiendo y tirando las compresas y tampones del baño que compartíamos. El doctor Fuentes, al oír que se me había retirado la regla, me llevó a un aparte y me preguntó qué estaba pasando. ¿Cómo se lo iba a contar? Y lo que es peor, ¿qué le podía decir? Si descubría la verdad, o encerraban a mi madre en un psiquiátrico o me encerraban a mí.

Desde ese momento dormía mal, y me levantaba cada mañana con taquicardia solo de pensar en tener que enfrentarme a aquel potro de tortura vestido con un mantel. Además, me sentía débil por el ayuno. Antes, aquellas veces en que el hambre era más fuerte que yo, iba a la frutería y me compraba un par de manzanas. Pero ya me había gastado todos mis ahorros y no me daban más dinero. Mi madre había leído demasiadas cosas por internet sobre qué se puede hacer con él cuando no quieres engordar. Tampoco dejaban que Tara estuviera a mis pies. Siempre que nos sentábamos a comer desterraban al pobre animal al jardín. Me veía obligada a darle un bocado a lo que me ponían delante y no me dejaban refugiarme en el baño hasta pasadas dos horas, ni siquiera para lavarme los restos de patitas que quedaban entre los dientes. Y cuando iba, mi madre me acompañaba y tiraba de la cadena por mí.

Aún quedaba un mes para que empezara la universidad y volver a ser libre. Un mes de saltamontes para comer y gusanos para cenar.

El plato seguía ante mí. Mi hermano ya se había acabado su ración de lombrices y también mi padre, que se había ido al salón en cuanto mi madre había dejado de abroncarle. ¿Cuánto tiempo llevaban así? ¿Cuándo fue la última vez que habían salido a cenar? ¿La última vez que se ducharon juntos? Antes lo hacían a diario. Pero ahora casi ni se hablaban, y cuando lo hacían era para echarse en cara cosas como que el otro había cerrado mal la bolsa de basura. Papá solo tenía ojos para el móvil y mamá… Mamá estaba todo el día conmigo.

Nos quedamos las dos solas en la mesa, mi plato levantándose entre nosotras como un muro de la vergüenza. Mamá miraba a papá de reojo con la misma expresión que cuando se para frente a la foto enmarcada del abuelo. Estaba tan encorvada, como si siempre tuviera los huesos fríos, que me dieron ganas de abrazarla y decirle que no pasaba nada, que todo estaba bien. Por un segundo me recordó a mí.

Por eso, quizá, cogí el tenedor.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Jayden Yoon

 

No quiero acostumbrarme

Esta Semana Santa, como siempre, se leyó la Pasión en la misa del Domingo de Ramos en mi parroquia.  No recuerdo las homilías de otros años, no sé si por mala memoria o porque antes me perdía a veces en mis pensamientos y no seguía el hilo de las palabras del sacerdote. Pero este año dijo algo que me mantuvo atenta todo el tiempo, algo que me ha hecho pensar bastante. Y de eso quiero hablaros hoy.

Comenzó diciendo que no quería acostumbrarse a que la narración de la Pasión de Jesús, tal y como la hacen los evangelistas, se convirtiera en una rutina repetida año tras año. No sé si fue el tono, o las palabras, o la manera de pronunciar algunas frases, pero de pronto sentí que ese relato de la Pasión era estremecedor. Si sacamos los hechos del contexto temporal y religioso, la historia de un hombre condenado por exponer sus ideas, ajusticiado y crucificado tras una parodia de juicio, sería noticia de cualquier telediario. No quise ver la película de Mel Gibson porque pensé que, para sufrir, ya se ocupa la vida de darme materia. Cuando se estrenó, se comentó bastante la crudeza de muchas de las escenas. Y este año, escuchando a mi párroco, me di cuenta de que yo tampoco quiero acostumbrarme a muchas cosas. Porque la costumbre puede inmunizar tanto como la mejor vacuna. Y hay cosas ante las que no quiero permanecer impasible.

No quiero acostumbrarme al sufrimiento que unos hombres causan a otros hombres. No hay que remontarse a los albores de la Iglesia ni a esa Pasión de la Semana Santa. Recuerdo cuando empezaron los atentados terroristas en España. Yo era aún muy niña, pero no tanto como para no darme cuenta de que el horror se había colado en el salón de mi casa, que se sentaba a la mesa con nosotros, y que había personas de carne y hueso, como mi madre, mi padre, o algunos vecinos, que también, en otra zona de la geografía española, eran el padre, o la madre, o el vecino de alguna niña como yo, y que habían muerto de modo absurdo, por nada, en nombre de nada. Y eso nos hacía estremecer a todos. Con el tiempo la violencia se fue normalizando hasta el punto de que ahora, en pleno siglo XXI, tiene que llegar un 11 de septiembre o un 11 de marzo para que, una vez más, nos llevemos las manos a la cabeza. Y yo me pregunto: ¿dónde hemos puesto el límite? ¿En qué momento? ¿En el número de víctimas? ¿En la repercusión mediática? Porque tengo la impresión de que, poco a poco, nos hemos ido inmunizando contra la violencia, a fuerza de asumirla como algo cotidiano. Y no, no quiero acostumbrarme a eso.

No quiero acostumbrarme al sufrimiento. Soy médico y convivo a diario con él, pero no quisiera que esa convivencia, que me viene dada por mi profesión, haga que me acostumbre a ver sufrir a los demás. Necesito, por supuesto, aprender a poner distancias, barreras, si no quiero morir en el intento. Pero ese saber gestionar el dolor no debería, o eso espero, vestirme de una coraza de insensibilidad. Quiero seguir recordando que el dolor de cada persona es único, que no por abundar se hace menos doloroso para quien lo padece. No, no quiero acostumbrarme a eso tampoco.

No quiero acostumbrarme a la felicidad. No me gustaría instalarme en la rutina de una vida cómoda, sí, porque, aunque tengo que trabajar para vivir, debo ser objetiva y admitir que, en términos generales, mi vida es afortunada. Tengo salud, trabajo y familia. Que no es poco, si se piensa bien. Y, si no ando lista, ese instalarme cómodamente poniéndome la felicidad como unas zapatillas de casa puede convertirse en costumbre. Y esa costumbre me privaría de disfrutar de esos pequeños detalles que son, en esencia, lo que da como resultado ese ramillete de sentimientos que se ha dado en llamar felicidad. No quiero acostumbrarme tampoco a eso, porque si lo hiciera me perdería buena parte de muchas emociones que deseo disfrutar con plena conciencia.

No quiero acostumbrarme a muchas cosas. Si acaso, quisiera, simplemente, acostumbrarme a no acostumbrarme a nada. Solo eso. Porque la rutina puede ser un asesino silencioso, un agujero negro, que nos engulle sin que nos demos cuenta. Y hay cosas en la vida, tanto malas como buenas, a las que nadie, creo yo, debería acostumbrarse.

Adela Castañón

Foto: Unsplash

Una decisión, tres perspectivas

Lexi dibujaba círculos en el piso con su pie izquierdo. Con la cabeza agachada miraba los rieles de las vías. Se ajustó la maleta en la espalda, tomó aire y pensó en las consecuencias de su decisión. Cerró los ojos y dejó volar su imaginación mientras los trenes que pasaban a toda velocidad la despeinaban.

Se vio parada en la estación. El tren con dirección a Ámsterdam había arribado. Subió los escalones sin prisa. Miró su boleto, buscó el asiento y se acomodó junto a un chico rubio. Parecía de su misma edad. Conversaron durante el camino y Gabriel le contó que estaba estudiando ingeniería ambiental. Era alemán, pero vivía en Ámsterdam desde hacía tres años. Tuvieron una conexión inmediata. La charla animada hizo el viaje más corto. Al bajarse del tren, intercambiaron sus números de teléfono. Siguieron viéndose durante meses. Se hicieron novios y un siete de diciembre se casaron. Fue una ceremonia sencilla, con pocos invitados. Celebraron el amor en Venecia y a los nueve meses nació Dante. Lexi dejó su trabajo en la universidad y se dedicó a su labor de madre y esposa. Vivieron felices hasta que un otoño Gabriel se enfermó y murió.

Lexi abrió los ojos y sacudió la cabeza para alejar aquella imagen de una vida normal, en la que se casaba, tenía una familia y vivía como la mayoría de los mortales. Un perro la olfateó y sintió un escalofrío. Lexi se pasó las manos por los brazos y de nuevo cerró los ojos.

Otra vez estaba de pie sobre la misma plataforma. Vio su vida pasar frente a sus ojos mientras se acercaba el tren con dirección a Ámsterdam. Tomó aire y se lanzó a las vías. Escuchó como un susurro los gritos de las otras personas que estaban en la estación. Se quedó a oscuras en un instante. Estaba suspendida en la nada y solo podía imaginar cómo sería la vida después de su muerte. Un policía se acercó al cuerpo que yacía sin vida sobre las vías. Revisó sus pertenencias y encontró una billetera. “Lexi Cohen”, dijo en voz alta, y pasó la identificación a su compañero. Sacó el celular de la mochila y buscó el número de teléfono de algún familiar. Solo tenía grabados los números de tres personas. Llamaron a la primera de la lista. Una voz ronca contestó y cuando escuchó los detalles del incidente les informó que Lexi era su antigua empleada, que el día anterior había renunciado para iniciar un nuevo proyecto en otra ciudad. No se le pasó por la mente que tenía la idea de quitarse la vida. “Siempre fue muy reservada, no se relacionaba con nadie en la oficina, no tenía amigos ni familiares. Era una persona solitaria. Es una pena que nunca haya querido integrarse”, dijo el señor Duarte con la voz entrecortada. Empacaron el cuerpo en una bolsa negra y lo llevaron a la morgue. Después de la autopsia, sus restos se quedaron en una fosa común.

Con la imagen de su cuerpo refundido entre un montón de desconocidos el corazón le dio un salto y abrió los ojos. Su vida no podía terminar como si hubiera sido un fantasma. No tendría un funeral, no sería recordada, nadie lloraría su ausencia. Quitarse la vida, sin haber vivido lo suficiente, era una pésima idea. Se pasó la mano por el rostro, luego por el cabello y volvió a cerrar los ojos.

Una vez más estaba de pie en la plataforma. El tren con dirección a Ámsterdam se aproximaba a toda velocidad. Cuando se estacionó anunciaron por los altavoces la hora de salida. Hicieron varios llamados. El tren partió y Lexi se quedó inmóvil, dejó que se fuera sin ella. Caminó hasta el paradero de taxis y se subió a uno. Le pidió que la llevara al Boulevar Saint Michel. Cuando llegó, buscó un café. Se sentó en una de las mesas libres y pidió un granizado. Sacó el celular y llamó a su antiguo jefe. Le explicó las razones por las que había renunciado y le pidió su trabajo de vuelta. El señor Duarte accedió. Lexi se acercó al estante de revistas que tenía el café, cogió un periódico y buscó un piso donde quedarse. Al día siguiente regresó a la oficina. Sus compañeros estaban felices por verla de nuevo. Hizo grandes amigos. Asistió a fiestas, viajó por el mundo. Se jubiló y una noche de invierno murió de un ataque al corazón.

Lexi abrió los ojos y no pudo contener la risa que la sacó del ensueño. Tampoco creía posible que su vida tomara ese rumbo. Movió la cabeza de un lado a otro para sacudir las ideas. Había tomado la decisión de avanzar en otra dirección, de dejar de ser un fantasma, y tenía tres perspectivas: arriesgarse con un nuevo comienzo en un lugar donde también sería una desconocida, pero en un lugar diferente, a fin de cuentas. Acabar con su vida y morir siendo alguien que no quería ser o darle una oportunidad a su antigua vida. Lo cierto es que tenía más opciones, pero solo había pensado en tres.

El reloj de la estación marcaba las 8:25 AM, faltaban cinco minutos para que arribara el tren. Lexi se encontraba ante una encrucijada. El temor que sentía por haber tomado una mala decisión la tenía paralizada, pero estaba segura de que no podía continuar estática, inerte como una sombra. Tenía que dar el salto de fe, lanzarse al vacío de la incertidumbre y luchar con todas sus fuerzas para salir a flote. La plataforma gruñó bajo sus pies y las piedras empezaron a moverse sobre los rieles. El tren con dirección a Ámsterdam se aproximaba. Lexi sujetó la mochila con fuerza. En ella cargaba toda su vida. Podía dejar todo atrás, o regresar, sin mayores inconvenientes. No era una carga muy pesada. Miró las vías y oyó el crujir de los rieles. Estaba cerca. Cerró los ojos y se imaginó una vez más cómo sería empezar de nuevo. El tren se detuvo y se abrieron las puertas. Las personas que pasaban por su lado la empujaban. Una pareja discutía, un niño lloraba y Lexi solo permaneció inmóvil unos minutos más. Cuando escuchó por los altavoces el último llamado, abrió los ojos.

Mónica Solano

Imagen de Silvia & Frank

Los Mayos de la Sierra de Albarracín

A Carlos Ballester, Dolores Blasco, Lourdes Felipe, María Flores, Elvira García, Vicenta Gómez, Miguel Ángel Muñoz, Javier Picazo y Pilar Rizo (q. e. p. d.), mis alumnos del Colegio Universitario de Teruel, con quienes recorrí la Sierra de Albarracín buscando Canciones de mayo, allá por los años setenta.

¿Qué son las Canciones de mayo?

Son cantos dedicados a las damas en los que se exaltan su belleza y los atributos que ponen en relación la fecundidad de la tierra y la de las mujeres. En Aragón se llaman Mayos y comienzan con la siguiente estrofa:

  • Ya estamos a treinta,
  • del abril cumplido,
  • alégrate, dama,
  • que mayo ha venido.

El término Mayo también hace referencia a las fiestas de la entrada de la primavera y al árbol que plantan los mozos en el lugar más céntrico del pueblo. Todos estos ritos, encaminados a desarrollar la fertilidad de la tierra y de la mujer, son celebraciones del renacer de la naturaleza a la salida del invierno. Y forman parte de un mito que viene desde épocas arcaicas y que se cristianizó en la Edad Media.

El mes de mayo se convirtió en el mes de María y se entronizó a la Virgen como dama por excelencia. En la Sierra se cantan Mayos a la Virgen y, en toda España, los piropos de los mayos se cambiaron por piropos que se echan a la Virgen en los Gozos. Estos cantos litúrgicos, en realidad una nueva versión de los Mayos, estaban dedicados a muchas advocaciones marianas que proliferaron en el siglo XIII y en el siglo XVIII. En el siglo XIX, los costumbristas románticos reescribieron muchos Mayos y Gozos. Esas letras nos han llegado hasta hoy, con algunas variaciones propias del paso del tiempo.

Los Mayos de Albarracín en 1976

En la segunda mitad de los años setenta me planteé una investigación sobre los Mayos. Y, para llevarla a cabo, elegí un grupo de alumnos con los que recorrí la Sierra de Albarracín en busca de estos cantos.

Y todo eso surgió porque habíamos ido a varios pueblos a escucharlos y a participar de la fiesta. A partir de esas experiencias, también nos interesamos por las costumbres con las que se celebraba la llegada de la primavera: cantos a la mujer, comidas campestres, bailes, plantar el árbol de mayo, colocar las enramadas la víspera de san Juan.

Nuestro trabajo se centró en la Comunidad de Santa María de Albarracín, un distrito jurisdiccional del antiguo Reino de Aragón. La base de la Comunidad es un patrimonio de montes que han sido explotados en común por todos los pueblos que la forman. En realidad, los de la Sierra de Albarracín.

Mapa de los Mayos.jpg

Encuestamos a muchas personas en los siguientes pueblos: Albarracín, Bezas, Bronchales, Calomarde, Frías de Albarracín, Griegos, Guadalaviar, Monterde, Moscardón, Noguera de Albarracín, Orihuela del Tremedal, Royuela, Saldón, Terriente, Toril, Torres de Albarracín, Tramacastilla, Valdecuenca, Villar del Cobo, Villarejo. Y Alba del Campo, fuera de la Comunidad, porque ya la habíamos encuestado antes de delimitarnos el territorio. Llegamos tarde a Masegoso, completamente despoblado, y a Pozondón, donde ya nadie los recordaba.

Con las letras completas de los mayos de todos los pueblos que acabo de citar, redactamos un trabajo que en 1977 recibió el premio “Bernardo Zapater Marconell”, de ámbito nacional, y en 1980 se vio materializado en el libro Los Mayos de la Sierra de Albarracín.

Índice

  • Si mayo ha venido,
  • bienvenido sea,
  • regando cañadas,
  • casando doncellas.

En nuestro libro recogimos muchos aspectos entrañables de las fiestas de los Mayos, como algunos de los que voy a exponer a continuación.

Desarrollo de las fiestas

Las fiestas se inician con los preparativos del día “treinta del abril cumplido”, la noche de los Mayos, y acaban el veinticuatro de junio con la enramada que el Mayo coloca en el balcón de su Maya. Con la noche de san Juan, la del nuevo solsticio, se cierra un ciclo mítico. Si mayo está en relación con la fecundidad y el nacimiento, san Juan lo está con la recolección de los primeros frutos y del amor.

Sobre las nueve o las diez de la noche, los jóvenes del pueblo se reúnen a elegir las parejas de Mayos y Mayas. Se suelen juntar en casa de uno de ellos o en un lugar concreto: un muro, una peña o la iglesia. Y la Maya quedará obligada a bailar con el Mayo que le haya tocado, por lo menos un baile, todos los domingos del año. La forma de elección cambia en los distintos pueblos. En unos es por sorteo y en otros por subasta.

Para el sorteo, se introducen los boletos en dos pucheros. En uno los nombres de las mozas, aspirantes a Mayas, y el de la Virgen. Y en el otro los de los mozos, aspirantes a Mayos. En algunos pueblos también se sortea el niño Jesús o algún santo. Por ejemplo, en Tramacastilla sorteaban a san Roque.

En la subasta, si el pretendiente de una moza quiere hacerla su Maya, llega a pujar grandes cantidades de dinero. Y, en caso contrario, hay mozas por las que no puja nadie. Cuando se revelan las parejas, las nuevas Mayas intentan averiguar cuánto dinero han apostado por ellas. Con el dinero se compran velas para la Virgen y se paga una merienda para los mozos.

La noche del treinta de abril, los nuevos Mayos van a cantar a la puerta de las nuevas Mayas. Al final, en unos pueblos se da a conocer el nombre de las parejas. En otros no se revela hasta el día siguiente.

  • El Mayo me ha dicho
  • que vendrá mañana
  • a darte los días
  • de mayo a la entrada.
  • Si quieres saber…
  • el Mayo que te ha caído,
  • se llama… por nombre
  • y… por apellido.

Si la dama no está de acuerdo con su nuevo Mayo, puede manifestar su desacuerdo al día siguiente.

  • Ya te hemos cantado el Mayo,
  • si de tu gusto no es
  • mañana si vas a misa,
  • ponte el mantón del revés.

Los cantos

Los rasgos comunes de la región conviven con matices propios de cada pueblo, como si cada comunidad quisiera sentir más suyo este fenómeno folklórico. De esta forma, los aspectos tradicionales se van renovando cada vez que se cantan las letras, porque le gente va introduciendo sus variantes.

Para hablar de letras de mayos nos tenemos que remontar a los orígenes de nuestra lírica y al cruce permanente de lo popular y lo culto, las dos corrientes conforman la historia de la literatura.

Todos los estudios coinciden en señalar un origen precristiano, incluso neolítico, de estas fiestas. Tenemos noticias de su abundancia en la Edad Media. Y también de que, en fechas tempranas, estas canciones paganas se “volvieron a lo divino”. Alfonso X, el Sabio, en sus Cantigas, canta a María, “la nueva y celeste Maya”. Como ya hemos señalado, en muchos pueblos se conservan Gozos a la Virgen que son “vueltas a lo divino” de las antiguas canciones de mayo. Y, en las épocas en las que la literatura popular sirvió de fuente de inspiración a los poetas cultos, se renovaron sus letras y aumentó su popularidad.

Los trovadores adaptaron las antiguas Canciones de mayo y les dieron un sello provenzal que todavía perdura. Lo notamos, por ejemplo, en la actitud del Mayo que, antes de comenzar a cantar, espera la licencia de la dama.

  • El Mayo me ha dicho
  • que pida licencia
  • para dibujarte
  • de pies a cabeza.
  • Como no contestas,
  • ni nos dices nada,
  • señal que tendremos,
  • la licencia dada.

Como en Provenza, el amor se concibe como una prisión.

  • Esos tus diez dedos,
  • cargados de anillos,
  • son de mis prisiones,
  • cadenas y grillos.

También es trovadoresco el canon de belleza con el que se retrata a la dama.

  • Esa es tu cabeza
  • tan rechiquitita
  • que en ella se forma
  • una margarita.

Y así va siguiendo con todas las partes del cuerpo femenino: el pelo, la frente, las cejas, los ojos, las mejillas, la nariz, las orejas, los labios, la boca, la garganta, los hombros, los brazos, las manos, los dedos, los pechos, la cintura, la tripa, las partes secretas, los muslos, las piernas, los pies, los zapatos. Para acabar:

  • Ya te hemos cantado,
  • todas tus facciones,
  • solo falta el Mayo,
  • que te las adorne.

Y el año 2017 todavía sigo a vueltas con los Mayos

Estas Navidades recibí por Messenger un mensaje de Fernanda Martínez Reyes, profesora del Instituto Cervantes de Hamburgo: “Estimada profesora Romeo: Acabo de terminar mi tesis doctoral en el ámbito de la narrativa oral. Ahora estoy interesada en investigar sobre los Mayos de la Sierra de Albarracín y la colección de Alan Lomax, que se encuentra en la biblioteca del Congreso de Washington. Buscando información para armar mi anteproyecto he encontrado unos trabajos suyos muy interesantes: Fiestas de Mayo en la Comunidad de Albarracín, Los Mayos de la Sierra de Albarracín. Le agradecería que me orientara y aconsejara sobre el tema”.

La propuesta de Fernanda coincide con un nuevo interés general por los Mayos. En estos momentos se están empezando a publicar las grabaciones del etnomusicólogo Alan Lomax (1915-2002), que estuvo en España entre 1952 y 1954. En 1955 grabó los Mayos de la Sierra de Albarracín con la compañía discográfica Columbia bajo el título «Spanish Folk Music: Columbia World Library of Folk & Primitive Music». Y allí, en la biblioteca del Congreso de Washington, junto a las grabaciones de Lomax, está nuestro libro: Los Mayos de la Sierra de Albarracín.

Ahora que van a salir estas grabaciones, es una buena oportunidad para recordar que solo hay dos fuentes antiguas con las que se pueden reconstruir los cantos de los Mayos de la Sierra de Albarracín: las grabaciones de Lomax y nuestras letras.

Sería injusto olvidar que, en 1882, Manuel Polo y Peyrolón, un escritor costumbrista valenciano, profesor del instituto de Teruel, escribió la novela Los Mayos, con conciencia de ser el primero que recogía por escrito las letras y las costumbres de Albarracín. Y que en 1922, Miguel Arnaudas, presbítero y profesor de música de la Escuela Normal de Maestros de Zaragoza, en su Colección de cantos populares de la provincia de Teruel reproducía la letra de Polo y Peyrolón y recogía las melodías de algunos pueblos. “A las doce de la noche del día treinta de abril se reúne casi todo el vecindario de Libros en la llamada Peña de los Mayos, y los mozos acompañados por la rondalla cantan los Mayos, como en muchos pueblos de la Sierra”.

Con nuestro trabajo de 1976 y nuestra publicación de 1981, intentábamos conservar por escrito las letras de una tradición oral que se estaba perdiendo: “Solo pretendemos cubrir una laguna y sacar a la luz un material para que en el futuro otros puedan investigar sobre él”, decíamos entonces. Pero no podíamos imaginar que en el año 2017 iba a llamar a nuestra puerta Fernanda Reyes, una profesora del Instituto Cervantes de Hamburgo para seguir investigando sobre los Mayos de la Sierra de Albarracín en la Biblioteca del Congreso de Washington.

 

1

  • Ya estamos a treinta
  • del abril cumplio
  • alégrate, dama,
  • que mayo ha venido.

2

  • Si mayo ha venido,
  • bienvenido, sea,
  • regando cañadas,
  • casando doncellas.

3

  • El mayo me ha dicho
  • que pida licencia
  • para dibujarte,
  • de pies a cabeza.

4

  • Como no contestas,
  • ni nos dices nada,
  • señal que tendremos
  • la licencia dada.

5

  • Esa es tu cabeza,
  • tan rechiquitita
  • que en ella se forma
  • y una margarita.

6

  • Ese es tu pelo,
  • madejita de oro,
  • que cuando lo peinas
  • se te enreda todo.

7

  • Esa es tu frente,
  • frente de batalla,
  • donde el rey Cupido,
  • presentó sus armas.

8

  • Esas son tus cejas,
  • un poquito arquiadas,
  • son arcos del cielo
  • y el cielo es tu cara.

9

  • Esos son tus ojos,
  • luceros del alba,
  • que cuando los abres,
  • la noche se aclara.

10

  • Esas tus mejillas
  • tan recoloradas,
  • que parecen rosas,
  • en abril criadas.

 

11

  • Esa es tu nariz,
  • puntita de espada,
  • que a los corazones
  • sin sentir los pasa.

12

  • Y esas tus orejas
  • que cuelgan pendientes,
  • parecen campanas
  • «pa» llamar la gente.

13

  • Esos son tus labios,
  • son dos picaportes,
  • que cuando los abres,
  • no se oye ni un golpe.

14

  • Esa es tu boca,
  • tan recolorada,
  • de dientes menudos
  • y lengua encarnada.

15

  • Esa es tu garganta,
  • tan pura y tan bella,
  • que el agua que bebes
  • toda se clarea.

16

  • Esos son tus hombros,
  • son dos escaleras,
  • «pa» subir al cielo
  • y bajar por ellas.

17

  • Esos son tus brazos,
  • parecen dos remos,
  • que con ellos guías
  • a los marineros.

18

  • Esas son tus manos,
  • tan maravillosas,
  • que todo que tocas
  • se convierte en rosas.

19

  • Esos son tus dedos,
  • con esos anillos,
  • para mí son perlas,
  • para mí son grillos.

20

  • Esos son tus pechos,
  • son dos fuentes claras,
  • donde yo bebiera,
  • si tú me dejaras.

 

21

  • Tu cintura un junco,
  • es un junco al río,
  • todos van a verlo,
  • cuando está florido.

22

  • Esa es tu tripa
  • que parece un bombo
  • que cuando la tocas
  • se retumba todo

23

  • Ya  vamos llegando
  • y a partes secretas
  • donde yo no puedo
  • dar razones ciertas.

24

  • Esos son tus muslos
  • de oro macizo,
  • donde se sostiene
  • todo el edificio.

25

  • Esas son tus piernas,
  • tan bien accionadas,
  • por arriba gordas,
  • por abajo delgadas.

26

  • Esos son tus pies,
  • de paso menudo,
  • con ese pasito,
  • encantas al mundo.

27

  • Zapatito blanco
  • y media encarnada
  • pequeña es la niña,
  • pero muy salada.

28

  • Ya te hemos cantado
  • todas tus facciones
  • sólo falta el Mayo
  • que te las adorna

29

  • El mayo me ha dicho
  • que vendrá mañana
  • a darte los días
  • de mayo a la entrada.

30

  • Si quieres saber …
  • el mayo que te ha caído
  • se llama… por nombre
  • y…por apellido.

 

Mayos de Albarracín. Versión cantada por Celia Sáez en 1976.