Miré el plato y me asaltó un sabor amarillo y amargo. Sobre la porcelana, decenas de gusanos se enroscaban en terrones de tierra mohosa; bailaban al son de la música de los cubiertos del resto de comensales mientras los míos aún descansaban sobre la servilleta. A mi derecha, mi hermano pequeño sorbía uno de aquellos bichos gruesos como su meñique mientras sus labios y mejillas se salpicaban descuidadamente de barro.
—Come, Claudia, por favor —dijo mi madre con voz suave y pausada, la que se utiliza cuando se habla con un demente o con un animal salvaje a punto de devorarte. Mi padre permanecía ajeno a todo, como siempre en los últimos tiempos, riéndose de algo que le acababa de llegar al móvil y engullendo lombrices con la boca abierta.
—No puedo —musité.
—Si la Tata no se lo come lo haré yo —contestó Marc sin parar de enrollar los gusanos con el tenedor. Se los llevaba a la boca sin importarle que siguieran moviéndose. No pude disimular una arcada al preguntarme si seguirían vivos mientras bajaban, escurridizos, por su esófago.
Mi madre reparó en aquel acto involuntario y sacó aire por las narices, expulsando mocos transparentes como el agua.
—Hija, déjate ya de tonterías —el sonido llegó amortiguado por la servilleta de tela con la que se estaba secando—. ¿Sabes cuánto hace que no comes? Sergi, por favor, dile algo a tu hija.
Mi padre miró a mi madre con la misma expresión que si se hubiera despertado solo en medio del desierto. Se le escapó un “¿eh?”, antes de que mi madre volviera a resollar.
El afán de mamá por servirnos aquellas inmundicias empezó unos meses atrás, cuando estaba preparándome para la selectividad. Me acuerdo porque la primera vez que me saqué de la boca un caparazón duro y alargado de algo que no pude reconocer fue después de un examen preparatorio de química. También recuerdo mi sorpresa y el asco que sentí. Tanto, que dejé la tartera sobre el suelo del rincón del patio en el que mis amigos y yo estábamos comiendo y, sin poder dar ninguna explicación, corrí a vomitar al baño más cercano. En aquel momento pensé que debía de haberse colado algún insecto en las hojas de lechuga de bolsa con la que mi madre había preparado mi fiambrera.
Pero aquellos hallazgos fueron a más. Las hormigas reemplazaron a las semillas de mostaza negra y las cucarachas eran la única proteína que encontraba en los guisos marrones que me llevaba al instituto. Por la noche, sentados todos a la mesa, veía cómo el resto de la familia disfrutaba de aquel inusual festín mientras yo deslizaba furtivamente las viandas hasta la boca de mi perra, que tragaba como un pavo. Las pocas veces que acababa metiéndome algo en el estómago conseguía expulsarlo minutos después con solo acariciarme la campanilla.
No es que me quejara. Antes de aquello, dejar de comer había supuesto un reto titánico. Recuerdo los días en los que me dolía tanto la barriga que me parecía que mi estómago se estaba comiendo a sí mismo. Después, con el hallazgo del primer insecto vivo subiendo por mi tenedor y correteando por mi brazo, el hambre cesó. Por fin podía concentrarme en los estudios sin tener la tentación de asaltar la nevera cuando los nervios me enjaulaban el estómago.
Todo cambió en junio, después de examinarme. Se acabaron las clases y los pretextos para no almorzar en casa. A la semana ya no me quedaban excusas para no comer, y mi madre enloqueció. ¡Hasta me llevó al médico! Aunque eso fue mi culpa porque me descuidé de ir cogiendo y tirando las compresas y tampones del baño que compartíamos. El doctor Fuentes, al oír que se me había retirado la regla, me llevó a un aparte y me preguntó qué estaba pasando. ¿Cómo se lo iba a contar? Y lo que es peor, ¿qué le podía decir? Si descubría la verdad, o encerraban a mi madre en un psiquiátrico o me encerraban a mí.
Desde ese momento dormía mal, y me levantaba cada mañana con taquicardia solo de pensar en tener que enfrentarme a aquel potro de tortura vestido con un mantel. Además, me sentía débil por el ayuno. Antes, aquellas veces en que el hambre era más fuerte que yo, iba a la frutería y me compraba un par de manzanas. Pero ya me había gastado todos mis ahorros y no me daban más dinero. Mi madre había leído demasiadas cosas por internet sobre qué se puede hacer con él cuando no quieres engordar. Tampoco dejaban que Tara estuviera a mis pies. Siempre que nos sentábamos a comer desterraban al pobre animal al jardín. Me veía obligada a darle un bocado a lo que me ponían delante y no me dejaban refugiarme en el baño hasta pasadas dos horas, ni siquiera para lavarme los restos de patitas que quedaban entre los dientes. Y cuando iba, mi madre me acompañaba y tiraba de la cadena por mí.
Aún quedaba un mes para que empezara la universidad y volver a ser libre. Un mes de saltamontes para comer y gusanos para cenar.
El plato seguía ante mí. Mi hermano ya se había acabado su ración de lombrices y también mi padre, que se había ido al salón en cuanto mi madre había dejado de abroncarle. ¿Cuánto tiempo llevaban así? ¿Cuándo fue la última vez que habían salido a cenar? ¿La última vez que se ducharon juntos? Antes lo hacían a diario. Pero ahora casi ni se hablaban, y cuando lo hacían era para echarse en cara cosas como que el otro había cerrado mal la bolsa de basura. Papá solo tenía ojos para el móvil y mamá… Mamá estaba todo el día conmigo.
Nos quedamos las dos solas en la mesa, mi plato levantándose entre nosotras como un muro de la vergüenza. Mamá miraba a papá de reojo con la misma expresión que cuando se para frente a la foto enmarcada del abuelo. Estaba tan encorvada, como si siempre tuviera los huesos fríos, que me dieron ganas de abrazarla y decirle que no pasaba nada, que todo estaba bien. Por un segundo me recordó a mí.
Por eso, quizá, cogí el tenedor.
Carla Campos
Imagen de Jayden Yoon
Carla, este relato me deja con la boca abierta, si me permites usar el humor echando mano de esta expresión. Has tenido una sensibilidad exquisita para dar visibilidad al problema de la anorexia, que es muchísimo más serio de lo que piensa más de uno. Te felicito de corazón por tratar el tema de modo tan espléndido y, sobre todo, tan humano. Es imposible no meterse dentro del relato cuando se empieza a leer. Mi más sincera y cariñosa enhorabuena, amiga.
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Ay mi Carla, me encantaría tener tus vísceras para escribir, qué relato tan espectacular. Me encanta que es tan visual que se le revuelven a uno las tripas y el corazón se va poniendo chiquitico dentro del pecho, mientras se avanza en la lectura. Eres maravillosa para tratar este tipo de temas. Fantástico amiga. Felicidades por tu relato. Besos 🙂
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Carla, he leído varias veces este relato tan sorprendente. En cada lectura me gusta más. Nadie había hablado de la anorexia de una adolescente de una forma tan plástica y tan real. Me ha puesto los pelos de punta.
Yo lo pondría de lectura obligatoria en las aulas de nuestros institutos. De hecho lo voy a recomendar a mis compañeros para que lo lean en sus clases.
Un abrazo, amiga.
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