Unos porrazos atronadores despertaron a Liese. Quienquiera que estuviera llamando a esas horas de la madrugada había dotado a su puño de mucha fuerza, suficiente como para que los golpes retumbaran en el tórax de la alquimista. Tenían una mezcla de potencia, urgencia y desesperación que hizo que Liese saliera al porche sin ni siquiera echarse una toquilla sobre los hombros.
—¿Qué pas…? —Empezó, pero se calló al ver la cara de Herrero— ¿Es Obara?
Herrero fue incapaz de decir ni una palabra. Asintió y se mordió los labios.
Liese volvió a su dormitorio, se calzó pisando con furia dentro de sus botas, cogió un tarro lleno de galletas y la metió en la bolsa con todo su instrumental.
El parto de su aprendiza se había adelantado casi dos meses. No era buena señal.
La primera vez que Liese vio a Obara aún era una niña. La había pillado espiándola desde el otro lado de la ventana, parapetada tras una rama llena de flores que había cortado de su jardín. Por el gesto de su cara, Liese supo que la criatura se consideraba una maestra del disfraz, así que la dejó observar, aún sabiendo que las flores pronto acabarían regándola con su polen urticante. La alquimista esperó hasta que vio que los ojos de la niña estaban rojos como fresones, y salió por la puerta de atrás.
—Pronto necesitarás un colirio —le dijo a su espalda. Obara pegó un salto y se le cayó la rama de las manitas -. Anda, entra a casa.
—No puedo. Mis padres no me dejan.
—Ah, ¿no? ¿Y te dejan espiarme?
Los redondos mofletes de Obara se encendieron, más aún que las mucosas de sus ojos, y agachó la cabeza.
—No —susurró.
—Pues si ya te has saltado una prohibición, no veo por qué no puedes hacerlo con otra —Liese acarició el cabello de la niña, despeinándola un poco—. Venga, entra. Que como tus padres te vean con esa cara te va a caer una buena.
Incluso con los ojos vidriosos e hinchados, Obara no podía controlar su curiosidad. Su cabeza se movía con la rapidez de un látigo, temerosa de perderse algo. Más tarde, Liese supo que la niña creía que nunca más tendría la oportunidad de entrar en su cabaña, por lo que intentó empaparse de todo para contárselo a sus amigos.
La alquimista cogió un colirio de entre decenas de frascos que tenía sobre la alacena de la cocina y sentó a Obara en una de las sillas del comedor.
—Así que querías saber lo que estaba haciendo, ¿eh? —preguntó Liese con voz dulce mientras le aplicaba ungüento en los ojos—. ¿Crees que estaba preparando algún conjuro?
La niña se miró los pies como si en ellos estuviera toda la sabiduría del mundo.
—Quizá te decepcione un poco saber que yo no hago esas cosas. Preparo pócimas, pero no tienen magia. No me gusta jugar con ella.
—Entonces, ¿existe?
—Claro. Y, aunque tiene un precio, la humanidad la ha utilizado siempre. Y no solo las mujeres que viven solas en el bosque, por si te lo estás preguntando.
La niña volvió a ponerse colorada. Las dos sabían las historias que se contaban sobre Liese, pero la mujer no les daba tanta importancia como la niña.
—Para el no iniciado puede parecer que lo que hago es magia —Cogió de la encimera de la cocina un plato que siempre estaba lleno de galletas de mantequilla y le ofreció una a la niña—. ¿Te gustaría verlo?
Obara levantó la vista con una sonrisa tan grande que corría el riesgo de que su cráneo se desprendiera. Sin embargo, lo que más le gustó a Liese fue el brillo en los ojos que llevaba mucho tiempo buscando.
De camino al pueblo, Herrero fue explicándole a Liese el estado de su antigua aprendiz. No era nada halagüeño y, aún así, lo que se encontró era peor.
Liese se arrodilló junto a Obara, que estaba entre acuclillada y derrumbada al lado de la cama, y acarició su cara con la ternura de una madre.
—¿Por qué no me has mandado llamar antes? —preguntó. No había ningún tono de reproche en su voz, solo curiosidad.
—Es que no… No quería preocuparte.
Obara jadeaba incluso cuando no tenía ninguna contracción. Su cara estaba demasiado roja, síntoma inequívoco de fiebre.
—Esto no me gusta, Liese.
—A mí tampoco, cariño. Vamos a ver qué puedo hacer —se arremangó la camisa y guiñó un ojo—. Sabes que puedes contar conmigo.
La última vez que Liese le había dicho algo así a Obara había sido un año antes, cuando empezó a notar que su aprendiz estaba algo extraña. Al principio solo eran pequeños silencios nada propios de Obara. Después, contestaciones de malos modos. Por último, llantos descontrolados escondidos detrás de cualquier puerta. Liese no pudo más y, con preocupación genuina, la acorraló una tarde en la que ambas preparaban una medicación para el cabrero y su pie dolorido.
—Hasta ahora no había hecho falta que te preguntara qué te pasaba, así que no lo voy a hacer ahora. Solo te voy a decir que, si te puedo ayudar, espero que cuentes conmigo. Para lo que sea, ya lo sabes.
Obara la miró a los ojos unos instantes antes de echarse a sus brazos y romper a llorar. Liese le palmeó en la espalda y le besó la cabeza, igual que había hecho los últimos catorce años cada vez que la niña, ya mujer, había tenido algún problema.
Le dijo que llevaba un par de años intentando quedarse embarazada. Que primero habían dejado que la naturaleza siguiera su curso, y después de unos cuantos meses, intentó ayudarla con plantas, infusiones y otros ungüentos. Pero nada había funcionado, y no sabía si era cosa de él o de ella. Liese sabía que ella nunca había tenido ningún problema: de hecho, la primera vez que Obara había tenido la menstruación estaban juntas en la casita del bosque. A Liese le sorprendió que su madre nunca le hubiera contado nada, que ni siquiera le hubiera advertido de lo que iba a pasarle. Tuvo que explicarle absolutamente todo lo que sabía.
—¿Me dejas mirarte? —preguntó Liese. Obara asintió.
La última vez que Liese había hecho revisiones ginecológicas había sido mientras estudiaba con su maestro. Para él, un hombre de algún país de la cuenca del Mediterráneo, de piel aceitunada y barba larga y llena de canas, había sido toda una sorpresa que una muchacha se interesara por su ciencia. Solía ser territorio vetado para ellas. Pero también estaba mal visto, por aquellas latitudes, que un hombre mirara en los bajos de una mujer, por lo que él se ponía de espaldas mientras guiaba a Liese en lo que tenía que hacer. Había sido un tiempo muy feliz, y Liese había querido abrirle el mundo a Obara de la misma manera que su maestro había hecho con ella.
—Parece que está todo bien, cariño. Pero puede ser algo que a simple vista no se vea. O que Herrero tenga algún problema.
Las dos se quedaron calladas unos instantes, Obara asimilando lo que acababa de oír, cosa que ya había sospechado pero no quería creer, y Liese pensando en alguna posible solución.
Aunque Liese nunca quiso tener hijos, después de casi haber criado a Obara entendía que ella sí que lo deseara. Además, había visto cómo trataba a las parturientas que atendía y la manera anhelante que miraba a los recién nacidos, especialmente después de unirse a Herrero. No era un capricho pasajero, y a Liese le dolía que no pudiera cumplir ese sueño. Así que se levantó en busca de un libro que nunca le había enseñado a su aprendiz.
—Hace muchos años me preguntaste si la magia existía. Te he transmitido muchísimos conocimientos, tantos como para que no quieras practicarla, pero de vez en cuando necesitamos una ayudita.
Colocó el libro en las manos de Obara y lo abrió lentamente. Con cada página se desprendía un poco de polvo y olor a humedad. Se paró en una que contenía un dibujo de una estrella invertida de cinco puntas.
—Aquí encontrarás cosas que te ayudarán. Pero hay que mirarlo bien porque debemos analizar todas las consecuencias. Por eso, solo te voy a pedir que, antes de hacer algún hechizo, hables conmigo. ¿De acuerdo?
Pero eso nunca ocurrió. Unos meses después, Liese la encontró vomitando, apoyada con una mano contra la pared y sujetándose el pelo con la otra. La maestra se sintió tan decepcionada que, simplemente, le dejó un plato con galletas y bombones sobre la mesa y se encerró en su cuarto.
—Viene de culo. Necesito darle la vuelta.
—Me siento una vaca—contestó Obara, intentando sonreír. Dar la vuelta a un ternero en el vientre de su madre era algo que habían hecho en multitud de ocasiones.
—Pues ya sabes cómo se portan ellas. Pero a ti te va a doler más —Se giró a Herrero e hizo una señal hacia su bolsa, para que se la trajera. Cogió un pequeño vial y lo acercó a los labios de la parturienta—. Bébelo sin miedo. No os va a hacer daño a ninguno de los dos.
Cuando creyó que el brebaje ya había hecho efecto, Liese se puso manos a la obra. Al meter la mano casi hasta el codo se dio cuenta de que casi no había espacio, y sospechó lo peor. Pero, aún así, fue capaz de girar a la criatura.
Entre Herrero y ella, pusieron a Obara en cuclillas y la sujetaron uno a cada lado para que pudiera dedicarse únicamente a apretar.
Una hora más tarde, Obara seguía sangrando. Primero nació Hansel, el niño, y después Gretel, la niña. Herrero había dejado que su mujer les pusiera los nombres de sus padres.
De los labios de Obara apenas salía un hilillo de voz.
—Estudiarán contigo, Liese. Cuando tengan la edad suficiente, irán a la casita del bosque y tú les enseñarás entre galleta y galleta, como a mí.
—Ellos han de quererlo, cariño. Ya lo sabes.
—Convéncelos.
—No hace falta. Ya los convencerás tú —Liese se mordió la mejilla por dentro para contener las lágrimas que amenazaban con escapar de un momento a otro y respiró hondo antes de ponerse en pie—. Déjame que vaya a lavar a los pequeños. Ahora te los devuelvo.
Obara sonrió, a modo de afirmación, y cerró los ojos mientras Herrero le apretaba fuertemente la mano. Liese cogió a los niños, que ya habían mamado suficiente, y los colocó sobre unas mantas junto al hogar. Con manos temblorosas desenvolvió a Hansel y lo giró, buscando algo que le había parecido ver en el momento del parto.
Una estrella invertida de cinco puntas bailaba al final de su espalda.
Carla Campos
Imagen de Casa de pan de Gengibre