La casa de los dulces

Unos porrazos atronadores despertaron a Liese. Quienquiera que estuviera llamando a esas horas de la madrugada había dotado a su puño de mucha fuerza, suficiente como para que los golpes retumbaran en el tórax de la alquimista. Tenían una mezcla de potencia, urgencia y desesperación que hizo que Liese saliera al porche sin ni siquiera echarse una toquilla sobre los hombros.

—¿Qué pas…? —Empezó, pero se calló al ver la cara de Herrero— ¿Es Obara?

Herrero fue incapaz de decir ni una palabra. Asintió y se mordió los labios.

Liese volvió a su dormitorio, se calzó pisando con furia dentro de sus botas, cogió un tarro lleno de galletas y la metió en la bolsa con todo su instrumental.

El parto de su aprendiza se había adelantado casi dos meses. No era buena señal.

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La primera vez que Liese vio a Obara aún era una niña. La había pillado espiándola desde el otro lado de la ventana, parapetada tras una rama llena de flores que había cortado de su jardín. Por el gesto de su cara, Liese supo que la criatura se consideraba una maestra del disfraz, así que la dejó observar, aún sabiendo que las flores pronto acabarían regándola con su polen urticante. La alquimista esperó hasta que vio que los ojos de la niña estaban rojos como fresones, y salió por la puerta de atrás.

—Pronto necesitarás un colirio —le dijo a su espalda. Obara pegó un salto y se le cayó la rama de las manitas -. Anda, entra a casa.

—No puedo. Mis padres no me dejan.

—Ah, ¿no? ¿Y te dejan espiarme?

Los redondos mofletes de Obara se encendieron, más aún que las mucosas de sus ojos, y agachó la cabeza.

—No —susurró.

—Pues si ya te has saltado una prohibición, no veo por qué no puedes hacerlo con otra —Liese acarició el cabello de la niña, despeinándola un poco—. Venga, entra. Que como tus padres te vean con esa cara te va a caer una buena.

Incluso con los ojos vidriosos e hinchados, Obara no podía controlar su curiosidad. Su cabeza se movía con la rapidez de un látigo, temerosa de perderse algo. Más tarde, Liese supo que la niña creía que nunca más tendría la oportunidad de entrar en su cabaña, por lo que intentó empaparse de todo para contárselo a sus amigos.

La alquimista cogió un colirio de entre decenas de frascos que tenía sobre la alacena de la cocina y sentó a Obara en una de las sillas del comedor.

—Así que querías saber lo que estaba haciendo, ¿eh? —preguntó Liese con voz dulce mientras le aplicaba ungüento en los ojos—. ¿Crees que estaba preparando algún conjuro?

La niña se miró los pies como si en ellos estuviera toda la sabiduría del mundo.

—Quizá te decepcione un poco saber que yo no hago esas cosas. Preparo pócimas, pero no tienen magia. No me gusta jugar con ella.

—Entonces, ¿existe?

—Claro. Y, aunque tiene un precio, la humanidad la ha utilizado siempre. Y no solo las mujeres que viven solas en el bosque, por si te lo estás preguntando.

La niña volvió a ponerse colorada. Las dos sabían las historias que se contaban sobre Liese, pero la mujer no les daba tanta importancia como la niña.

—Para el no iniciado puede parecer que lo que hago es magia —Cogió de la encimera de la cocina un plato que siempre estaba lleno de galletas de mantequilla y le ofreció una a la niña—. ¿Te gustaría verlo?

Obara levantó la vista con una sonrisa tan grande que corría el riesgo de que su cráneo se desprendiera. Sin embargo, lo que más le gustó a Liese fue el brillo en los ojos que llevaba mucho tiempo buscando.

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De camino al pueblo, Herrero fue explicándole a Liese el estado de su antigua aprendiz. No era nada halagüeño y, aún así, lo que se encontró era peor.

Liese se arrodilló junto a Obara, que estaba entre acuclillada y derrumbada al lado de la cama, y acarició su cara con la ternura de una madre.

—¿Por qué no me has mandado llamar antes? —preguntó. No había ningún tono de reproche en su voz, solo curiosidad.

—Es que no… No quería preocuparte.

Obara jadeaba incluso cuando no tenía ninguna contracción. Su cara estaba demasiado roja, síntoma inequívoco de fiebre.

—Esto no me gusta, Liese.

—A mí tampoco, cariño. Vamos a ver qué puedo hacer —se arremangó la camisa y guiñó un ojo—. Sabes que puedes contar conmigo.

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La última vez que Liese le había dicho algo así a Obara había sido un año antes, cuando empezó a notar que su aprendiz estaba algo extraña. Al principio solo eran pequeños silencios nada propios de Obara. Después, contestaciones de malos modos. Por último, llantos descontrolados escondidos detrás de cualquier puerta. Liese no pudo más y, con preocupación genuina, la acorraló una tarde en la que ambas preparaban una medicación para el cabrero y su pie dolorido.

—Hasta ahora no había hecho falta que te preguntara qué te pasaba, así que no lo voy a hacer ahora. Solo te voy a decir que, si te puedo ayudar, espero que cuentes conmigo. Para lo que sea, ya lo sabes.

Obara la miró a los ojos unos instantes antes de echarse a sus brazos y romper a llorar. Liese le palmeó en la espalda y le besó la cabeza, igual que había hecho los últimos catorce años cada vez que la niña, ya mujer, había tenido algún problema.

Le dijo que llevaba un par de años intentando quedarse embarazada. Que primero habían dejado que la naturaleza siguiera su curso, y después de unos cuantos meses, intentó ayudarla con plantas, infusiones y otros ungüentos. Pero nada había funcionado, y no sabía si era cosa de él o de ella. Liese sabía que ella nunca había tenido ningún problema: de hecho, la primera vez que Obara había tenido la menstruación estaban juntas en la casita del bosque. A Liese le sorprendió que su madre nunca le hubiera contado nada, que ni siquiera le hubiera advertido de lo que iba a pasarle. Tuvo que explicarle absolutamente todo lo que sabía.

—¿Me dejas mirarte? —preguntó Liese. Obara asintió.

La última vez que Liese había hecho revisiones ginecológicas había sido mientras estudiaba con su maestro. Para él, un hombre de algún país de la cuenca del Mediterráneo, de piel aceitunada y barba larga y llena de canas, había sido toda una sorpresa que una muchacha se interesara por su ciencia. Solía ser territorio vetado para ellas. Pero también estaba mal visto, por aquellas latitudes, que un hombre mirara en los bajos de una mujer, por lo que él se ponía de espaldas mientras guiaba a Liese en lo que tenía que hacer. Había sido un tiempo muy feliz, y Liese había querido abrirle el mundo a Obara de la misma manera que su maestro había hecho con ella.

—Parece que está todo bien, cariño. Pero puede ser algo que a simple vista no se vea. O que Herrero tenga algún problema.

Las dos se quedaron calladas unos instantes, Obara asimilando lo que acababa de oír, cosa que ya había sospechado pero no quería creer, y Liese pensando en alguna posible solución.

Aunque Liese nunca quiso tener hijos, después de casi haber criado a Obara entendía que ella sí que lo deseara. Además, había visto cómo trataba a las parturientas que atendía y la manera anhelante que miraba a los recién nacidos, especialmente después de unirse a Herrero. No era un capricho pasajero, y a Liese le dolía que no pudiera cumplir ese sueño. Así que se levantó en busca de un libro que nunca le había enseñado a su aprendiz.

—Hace muchos años me preguntaste si la magia existía. Te he transmitido muchísimos conocimientos, tantos como para que no quieras practicarla, pero de vez en cuando necesitamos una ayudita.

Colocó el libro en las manos de Obara y lo abrió lentamente. Con cada página se desprendía un poco de polvo y olor a humedad. Se paró en una que contenía un dibujo de una estrella invertida de cinco puntas.

—Aquí encontrarás cosas que te ayudarán. Pero hay que mirarlo bien porque debemos analizar todas las consecuencias. Por eso, solo te voy a pedir que, antes de hacer algún hechizo, hables conmigo. ¿De acuerdo?

Pero eso nunca ocurrió. Unos meses después, Liese la encontró vomitando, apoyada con una mano contra la pared y sujetándose el pelo con la otra. La maestra se sintió tan decepcionada que, simplemente, le dejó un plato con galletas y bombones sobre la mesa y se encerró en su cuarto.

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—Viene de culo. Necesito darle la vuelta.

—Me siento una vaca—contestó Obara, intentando sonreír. Dar la vuelta a un ternero en el vientre de su madre era algo que habían hecho en multitud de ocasiones.

—Pues ya sabes cómo se portan ellas. Pero a ti te va a doler más —Se giró a Herrero e hizo una señal hacia su bolsa, para que se la trajera. Cogió un pequeño vial y lo acercó a los labios de la parturienta—. Bébelo sin miedo. No os va a hacer daño a ninguno de los dos.

Cuando creyó que el brebaje ya había hecho efecto, Liese se puso manos a la obra. Al meter la mano casi hasta el codo se dio cuenta de que casi no había espacio, y sospechó lo peor. Pero, aún así, fue capaz de girar a la criatura.

Entre Herrero y ella, pusieron a Obara en cuclillas y la sujetaron uno a cada lado para que pudiera dedicarse únicamente a apretar.

Una hora más tarde, Obara seguía sangrando. Primero nació Hansel, el niño, y después Gretel, la niña. Herrero había dejado que su mujer les pusiera los nombres de sus padres.

De los labios de Obara apenas salía un hilillo de voz.

—Estudiarán contigo, Liese. Cuando tengan la edad suficiente, irán a la casita del bosque y tú les enseñarás entre galleta y galleta, como a mí.

—Ellos han de quererlo, cariño. Ya lo sabes.

—Convéncelos.

—No hace falta. Ya los convencerás tú —Liese se mordió la mejilla por dentro para contener las lágrimas que amenazaban con escapar de un momento a otro y respiró hondo antes de ponerse en pie—. Déjame que vaya a lavar a los pequeños. Ahora te los devuelvo.

Obara sonrió, a modo de afirmación, y cerró los ojos mientras Herrero le apretaba fuertemente la mano. Liese cogió a los niños, que ya habían mamado suficiente, y los colocó sobre unas mantas junto al hogar. Con manos temblorosas desenvolvió a Hansel y lo giró, buscando algo que le había parecido ver en el momento del parto.

Una estrella invertida de cinco puntas bailaba al final de su espalda.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Casa de pan de Gengibre

El mundo, Andrés y Cris

Hace un mes, una amiga me invitó a la presentación del libro de Andrés Aberasturi, «Cómo explicarte el mundo, Cris». Admito que acudí un poco a la ligera, pero me apeteció porque recordé, sin estar segura del todo, que el autor tenía un hijo con necesidades especiales, aunque ni siquiera sabía cuál era su patología. Ahora sé que Cris tiene parálisis cerebral, no habla, no se comunica, tiene una gran dependencia para las actividades básicas de la vida diaria y solo puede moverse en su silla de ruedas. Pero no fue el morbo lo que me llevó a esa cita de “Encuentros con la cultura”, que organiza Amparo de la Gama. Acudí por simple y sana curiosidad. Porque, como madre de un joven con autismo, me intrigaba escuchar cómo narraba una experiencia así alguien con probadas habilidades comunicativas.

Esa tarde me di de bruces con algo maravilloso, se llame como se llame, que quiero compartir con vosotros.

Los presentes

Me sorprendió la entrada del protagonista. Llegó caminando relajado, al lado de Amparo, la anfitriona. No sé cómo habrá presentado ella a otros invitados, pues era la primera vez que yo asistía, pero conquistó a la audiencia desde que comenzó a hablar sobre el libro de Andrés. Confesó que había tenido que leerlo en tres veces, porque necesitó parar para coger fuerzas, para reponerse del dolor (de la impresión, más bien, no sé cómo describirlo) que le producía la lectura de muchos fragmentos. No supe qué pensar de esas palabras, pues yo todavía no había leído el libro. Pero ahora que lo he hecho, la comprendo mejor.

Andrés (me permito el tuteo, porque mantuvo una actitud de cercana sencillez), empezó diciendo que no era un libro de autoayuda. Y en el texto lo vuelve a manifestar. Es más, incluso puso en duda que fuese un “libro” en sentido estricto, ya que lo escribió a lo largo de tres años, a ratos, y más como un diálogo con su hijo que como un proyecto de trabajo. De ahí que la estructura no tenga un orden encorsetado, ni una línea argumental concreta al modo clásico.

Con la charla de Andrés aún fresca en la memoria, y con los comentarios de Amparo presentes, me enfrenté a la lectura del libro. Hice pausas también, como las hizo Amparo, pero en mi caso solo para dejar reposar lo que acababa de leer. Soy una lectora compulsiva, muchas veces apresurada, pero leí el libro de Andrés a pequeñas dosis, poquito a poco, porque ninguna palabra me sobraba. Mis pausas no se debían al mismo motivo que las de Amparo. Me emocionaba la lectura, por supuesto, pero he peleado en muchas guerras por y para el autismo, y confieso que veía la película de Andrés desde la barrera. Hasta que, inesperadamente, llegué a un punto donde, nunca mejor dicho, me desbordé y me encontré en el ruedo, frente al toro. Hablo del capítulo 38. “Lágrimas”. Dos páginas. Para mí, un mundo. Porque mi hijo, igual que Cris, tampoco llora. Hace años gritaba, berreaba, pataleaba, pero no recuerdo haberlo oído llorar como al resto de los niños. Y, en el pasado, esa carencia de lágrimas en mi hijo me parecía como un agujero negro que menoscababa su habilidad comunicativa, una barrera infranqueable que retenía el sufrimiento dentro de él, manteniendo el dolor como un pantano, condenado a que no se levantaran nunca las esclusas que le permitieran derramarse y hacerle la vida más llevadera. Tal vez es porque yo soy de lágrima fácil y sé lo que alivia una buena llorera, de las de mocos y Kleenex al por mayor, aunque el precio sea luego una migraña. Y saber que mi hijo se estaba perdiendo eso, siempre me produjo, cuando menos, inquietud.

Andrés y Cris se me presentan como un todo. Igual que Cris y su silla. Todo el texto me transmite entre líneas ese grito de protesta de Andrés ante la imposibilidad de elección de Cris que, desde su nacimiento, vive cada momento de su vida sin tener alternativa ni posibilidad de decidir sobre nada. Me he dejado envolver por las páginas del libro, y allí me encuentro a padre e hijo como el café con leche, tan unidos, pero a la vez tan lejos y tan cerca uno del otro, que hacen que me plantee muchas preguntas que no tienen respuesta.

Y esta presencia no viene a través de la descripción directa de episodios concretos. Se hace sentir, se encuentra, se descubre y se vive en las reflexiones que ese padre va dejando caer como las hojas que en otoño vuelan por su jardín, a las que el viento lleva y trae. “Como a nosotros, Cris, como a nosotros”, termina diciendo Andrés en el capítulo 20, “Otoño”.

Andrés consigue que los capítulos, los párrafos, las palabras, escapen de la hoja de papel y se escriban en nuestras entrañas. Es algo tan simple como grandioso. Habla sosegadamente de su desasosiego. Escribe como si hablara muy bajito, casi en susurros. Dan ganas de leer el libro acercándonos al papel, como si solo así pudiéramos escuchar todo lo que nos cuenta. Y esa narración callada, humilde, sin aspiraciones, cuando llega hasta el lector se transforma en un grito cargado de fuerza, tanto más potente cuanto más silencioso resulta. Esos pensamientos encuentran por el camino decibelios de razón o sinrazón que alborotan la sangre cuando se adueñan de quien los lee. O, al menos, así lo he sentido yo. ¡Ahora sí te entiendo, Amparo!

Cuando me aproximaba al final de mi lectura, cuando conseguí respirar hondo antes de volver a abrir el libro, empecé a pensar que algo faltaba. Pero me di cuenta de que no.  Y ahora lo cuento.

Los (no) ausentes

Solo de refilón, se asomaban de vez en cuando a las páginas dos figuras: la madre y el hermano de Cris. Y yo los empezaba a echar de menos. Aunque estaba justificada su ausencia porque en la portada del libro leemos: “Testimonio de la vida con mi hijo”. Pero, aun así, a mí me faltaba algo. Y lo encontré al final. En los capítulos 49 y 50. El primero, “Tu hermano”, de pronto nos presenta a ese Andrés hijo, orgulloso de Cris, de su hermano menor, cuyos amigos tenían que “pasar el examen” de verlo con naturalidad, de aceptarlo. Eso me trajo a la memoria un episodio similar que ocurrió cuando mi hijo era pequeño. En el patio del colegio, dos niños mayores jugaban al balón. Uno chutó mal, y la pelota cayó a los pies de mi hijo y de su compañero del aula de autismo. El que había chutado les gritó desde lejos que le tirasen el balón, pero el otro le dijo “No grites, que no sirve de nada. Ve a buscar la pelota, que esos dos ni te van a hablar. Son tontos”. Mi hija, que es dos años menor que su hermano, lo escuchó desde el otro extremo del patio de recreo. Se acercó corriendo adonde estaban los dos mayores, cogió por el cuello de la camiseta al que había hablado, aunque apenas le llegaba al pecho, y le soltó: “Mi hermano y su amigo no son tontos. Están malitos. Y aquí el único tonto eres tú, que no eres capaz ni de darte cuenta”. Me lo relató la jefe de estudios, y la creí. Por eso, ahora, yo necesitaba ese capítulo en este libro para que estuviera completo, aunque sea un libro sin final.

La otra presencia toma cuerpo en ese cuadernito escrito por Lupe, la madre, que Andrés encontró por alguna parte y que reproduce al final de su libro. Esa Lupe a la que siento como el fiel que equilibra la balanza. Una roca, la roca que mantiene el ancla de Cris y que añora “no haber podido llevarte de la mano”. Un gesto tan simple y, a la vez, tan metafórico. Me hubiera gustado haber leído el libro antes de asistir a la presentación. Porque creo que me hubiera atrevido a acercarme a Lupe a rogarle, porque no creo que nadie tenga derecho a pedirle, que me contara algo, cualquier cosa. De madre a madre. Su marido también le rinde un homenaje en este libro, sin tener que nombrarla de modo explícito. Es estremecedor el relato de uno de los ingresos de Cris, en el capítulo 40, cuando el médico le plantea a Andrés esa pregunta: “¿Qué hacemos? ¿Le dejamos tranquilo o seguimos hasta donde se pueda?” La madre y el hermano apuestan, desde el primer segundo, por la vida de Cris. Y cuando llega el capítulo 50, con la transcripción de ese cuadernito, no hace falta saber más.

Los demás

En realidad, no puedo hablar por los demás. Los demás serán los que sientan deseos de encontrarse cara a cara con la verdad desnuda de un hombre que considera que ha llegado el momento de dejar testimonio de una realidad que es la que es. Y nos la cuenta como la siente. Andrés Aberasturi coge todas sus sombras y las vuelca en el papel para exponerlas al foco de su sinceridad y mostrarlas así con toda crudeza, sin paliativos, pero también sin aspavientos.

Esta es la primera vez que hago una crítica literaria conscientemente. No he buscado en Internet guías que me orienten, pero tampoco he elegido para mi estreno un libro tradicional. Así que, con permiso del autor, me he limitado a imitarlo y a volcar en el ordenador lo que me ha ido saliendo del alma. Porque esa explicación del mundo de Andrés no solo vale para Cris. Cualquiera que lo lea, pienso yo, entenderá el mundo, si no mejor, sí de otra manera.

Quiero terminar recordando unas palabras que Andrés pronunció durante su exposición: «la vida no es hermosa, pero se puede vivir hermosamente». Me quedo con el mensaje de que, de un modo u otro, la hermosura tendrá cabida en nuestras vidas.

Gracias, Andrés. Gracias, Cris.

Adela Castañón

Foto: Adela Castañón. Del libro de Andrés Aberasturi, «Cómo explicarte el mundo, Cris»

Ciudad Leones

Ariana caminaba por el desierto. Cabizbaja, arrastraba sus pies descalzos y con cada paso dejaba una delgada línea sobre la arena. Los harapos que envolvían su cuerpo no eran suficientes para protegerla del viento cargado de polvo que le desgarraba la piel. Hacía algunas horas que se había escapado de casa. Llevaba meses planeando la fuga y, de nuevo, había llegado el momento de arriesgarse a partir.

Al cumplir los diez años, sus padres la vendieron a una familia de Ciudad Leones. Los Salek consiguieron a su nueva criada a cambio de una de sus vacas. Desde entonces, deseaba con todas sus fuerzas que la insufrible rutina de lavar pisos, fregar trastos y recibir azotes pasara a formar parte de su pasado. Kande, la criada de sus vecinos, le había hablado de un lugar en el que se podía jugar todo el tiempo, porque estaba prohibido que los niños trabajaran. Ariana se propuso abandonar Ciudad Leones para conocer ese paraíso en el que los niños tenían infancia.

Después de tres intentos fallidos, había logrado rebasar las murallas de la ciudad. La última vez fue atrapada por una patrulla de la policía cuando apenas llevaba medio kilómetro avanzado. La castigaron con un encierro de casi una semana, en el sótano de la casa, sin comida y sin agua. Pero esta vez había logrado llegar más lejos, estaba segura de que ya no la atraparían.

El horizonte se desvanecía y en cada parpadeo sentía que se le iba la vida. Tomó un sorbo de agua para calmar la sed y, en un instante de torpeza, sus manos temblorosas dejaron caer la vasija. El agua se derramó sobre la arena. Su provisión más valiosa se evaporó ante sus ojos. Por la última señal que había visto en el camino, sabía que le faltaban pocos kilómetros para llegar a la meta. Pero el sol se alzaba imponente en el cielo y le arrebataba la poca cordura que le quedaba. No lograría atravesar la frontera.

Su cuerpo se fue haciendo cada vez más pesado, hasta que sus pies se quedaron anclados. Se desplomó sobre la arena y cerró los ojos, exhausta. Reunió las últimas fuerzas que tenía, se puso de rodillas casi sin aliento, jaló con fuerza sus andrajos y gritó. Observó una gigantesca sombra que venía a posarse sobre su cabeza. Al ver una figura que se elevaba ante ella, tan grande como una montaña, dio un salto y cayó de espaldas. Cuando logró enfocarla, distinguió una melena de fuego y unos ojos color carmesí que la miraban como si sus pupilas contuvieran todo el odio del mundo. En el rostro de la criatura se formaba una delgada línea de la que salían unos feroces colmillos. A Ariana se le secó la boca y sus ojos se clavaron inmóviles en la aparición. En un instante de lucidez, quiso salir corriendo. ¿Se alejaría lo suficiente? Quizá sería mejor enfrentarse al adversario, pero, ¿podría ganarle?

Revestida por una inesperada valentía, se puso de pie, decidida a desafiar a aquel demonio. Las fauces del enemigo se abrieron y dejaron ver el fuego en su interior. Los destellos de su melena ardiente, agitada por el viento, la retaban a una batalla. Aunque Ariana sentía un vacío en la boca del estómago y las rodillas le temblaban, el monstruo que se había cruzado en su camino no la hizo retroceder. En ese instante sintió que había escogido la ruta de la muerte cuando decidió fugarse. Un escalofrió la llenó de satisfacción, al pensar que su último aliento se lo arrebataría un digno adversario, y no los azotes de su amo.

Sacó de su bolsillo una navaja y amenazó al león en llamas. Era momento de iniciar la batalla. El animal se lanzó enfurecido y Ariana empezó a repartir golpes descontrolados para herirlo, pero cada corte de la navaja se desvanecía en una piel de fuego. Todos sus intentos eran inútiles y las garras del león estaban destrozándola, faltaba poco para que su alma enferma dejara de existir en aquel desierto.

Por delante de sus ojos, como recuerdos ajenos, pasaron las imágenes de sus últimos días. Todavía le dolía la piel por la paliza que había recibido la semana anterior. Las manos empezaron a sudarle. Sintió cómo se le cerraba la garganta y el aire entraba con dificultad en sus pulmones. Perdía la batalla, pero nada la haría retroceder. Si estaba destinada a morir ese día, lo haría luchando hasta el último minuto. Empuñó la navaja y miró fijamente a la bestia. Se llenó de valor y su cuerpo creció hasta llegar al tamaño de su atacante. Los intentos desesperados empezaron a surtir efecto y Ariana dejó al demonio sobre la arena, con una herida mortal en el pecho. El león en llamas se desvaneció en un fino polvo que el viento arrastró en una brisa.

Los ojos de Ariana se abrieron de golpe. Lo primero que divisó fue un buitre que le velaba el sueño. El viento soplaba inclemente. La mitad de su cuerpo estaba sepultado en la arena y el sol había lacerado su rostro, pero a su alrededor no había ninguna señal de la batalla. Dejando a un lado el dolor, se puso de pie con precaución y siguió adelante.

Después de caminar por unas horas más, el aire le volvió al pecho, como una bocanada de salvación, al leer un letrero a pocos metros que decía “Gracias por su visita a Ciudad Leones. Feliz viaje”. Había logrado abandonar su viejo hogar, el fin de su travesía estaba a unos pasos. Jamás regresaría.

Mónica Solano

Ilustración. www.instagram.com/spacomacaco

La Zaragoza de las mujeres

La Zaragoza de las mujeres es un recorrido en clave femenina por las calles y la historia de nuestra ciudad. Es un estudio de cómo las mujeres hemos ido entrando en el callejero, es decir, del lento camino que hemos tenido que recorrer para conquistar pequeñas parcelas del espacio público.

¿Cuántas calles tenemos dedicadas a mujeres?

Cuando viajo por otras ciudades, siento la curiosidad de mirar y reflexionar sobre los nombres de las calles por las que voy pasando. Os puedo asegurar que Zaragoza es una ciudad muy moderna en eso de elegir nombres. A los zaragozanos nos enorgullece que uno de nuestros barrios, Valdespartera, tenga calles de películas; que otro, Arcosur, las tenga de videojuegos; y que las del Parque de Goya se refieran a cuadros de Goya. También os puedo asegurar que las aragonesas hemos sido pioneras en ocupar nuestras plazas y calles.

No obstante, lo de los topónimos urbanos dedicados a mujeres es una asignatura pendiente en todas las ciudades españolas y europeas. Por ejemplo, en Madrid, de sus 7.000 calles, no llegan a 1.000 las que tienen rótulos femeninos. En Zaragoza, de sus 3.200, 1.300 llevan nombre de personas. Y de esas, solo 170 están dedicadas a mujeres.

Con esta simple observación podríamos llegar a pensar que las mujeres hemos sido poco originales, poco creativas y poco trabajadoras. ¡Pero no, no ha sido así!

Estos datos me permiten afirmar que no se está haciendo justicia con nuestra presencia en la realidad social.

Un callejero hecho por mujeres

Las autoras de La Zaragoza de las mujeres queríamos incluir la historia de las calles y dar nuevos puntos de vista a las biografías. Considerábamos importante estudiar el desarrollo urbano para conocer en qué momentos habían ido apareciendo los nombres femeninos.

Al comienzo, nos pareció un trabajo sencillo, pero pronto nos encontramos con obstáculos inesperados. El primero tuvo que ver con las grandes lagunas de la documentación.

Mujeres sepultadas en las iniciales de sus nombres

Al comenzar el nomenclátor, o lista de las calles, nos encontramos con el primer reto: descubrir a las mujeres que estaban ocultas en las iniciales de los nombres propios. En los callejeros tradicionales, sin perspectiva de género, había calles dedicadas a personas, en las que el nombre propio aparecía, y aparece, sólo con la inicial. La tendencia general era atribuir esas iniciales a varones, pero a nosotras esa interpretación nos resultaba sospechosa, sobre todo, desde que descubrimos que la calle de Pilar Lapuente en algunos callejeros aparecía como P. Lapuente y en otros como Pedro Lapuente.

Si a esto sumamos que algunas calles estaban rotuladas sólo con un apellido, rescatar los nombres se volvía cada vez más complicado. Nos costó llegar a saber que La Bozada era el segundo apellido de la señora Gutiérrez de La Bozada: una propietaria cuyo nombre ignoramos todavía. Y lo mismo con la desaparecida calle de Margarita Peco, conservada en algunos documentos como «calle del Peco».

Reescribiendo biografías

A las mujeres muy biografiadas, reinas, santas y mujeres famosas, llegamos con facilidad, pero el punto de vista no hacía justicia a sus vivencias como mujeres. Así que decidimos reescribir sus vidas desde una perspectiva no androcéntrica.

Sumando dificultades

De otras mujeres no había rastro. Para reconstruir sus vidas entrevistamos a juntas de vecinos, a familiares y amigos. Algunas se nos resistían; otras se nos han resistido del todo.

Nuestros problemas fueron en aumento cuando llegamos a las calles desaparecidas. En muchos casos no pudimos biografiar a unas mujeres, cuya memoria se perdió cuando quitaron sus nombres de las calles que tenían dedicadas.

¿Por qué La Zaragoza de las mujeres?

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Porque aspira a parecerse a La ciudad de las damas de Cristina de Pizan, que concibió una ciudad con lo que hoy llamaríamos “perspectiva de género”. Nosotras, como había hecho ella en el París de 1405, soñamos con espacios urbanos para mujeres, reclamamos nuestro peso simbólico en la ciudad, aspiramos a tener nombres en las placas y luchamos por conquistar el espacio público.

Las calles son de las personas que las habitamos y las recorremos cada día. Son como nuestra segunda casa, o mejor, como una parte de ella. Por eso las cuidamos y les ponemos nombres de personas a las que admiramos y queremos honrar.

Una ciudadela de mujeres en El Actur

 

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La ciudadela de La ciudad de las damas

En los años ochenta, cuando se construyó El Actur, se reservó un sector para mujeres escritoras y feministas. Este barrio poblado por mujeres nos recuerda a la ciudadela de La ciudad de las damas, donde las mujeres intervenían por derecho propio y eran consideradas ciudadanas.

Cristina de Pizan se adelantó a los enfoques de urbanismo que se promueven cuando las mujeres arquitectas y urbanistas acceden a los centros de poder ciudadano. Y sus ideas se hacen realidad cuando las mujeres participamos de forma activa en las políticas de los ayuntamientos. O cuando escribimos y hablamos sobre esa participación.

En La ciudad de las damas, desaparecía la cronología de la narración y todas las mujeres, las del pasado y las del presente, las ficticias y las reales, convivían en un mismo plano espacial. En Zaragoza convive la Reina Ester, una mujer de las Sagradas Escrituras, con Pilar Lapuente, una joven profesora de la Universidad. Y son vecinas de barrio, Cleopatra, el título de una película, y Pilar Miró, una directora de cine de carne y hueso.

Costumbre de dar nombres de personas a las calles

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Publicado por el IES Goya de Zaragoza

La costumbre de bautizar a las calles con nombres de personas comenzó en el siglo XV, pero no se usó de forma sistemática. Hasta entonces, todos los topónimos eran descriptivos o funcionales. Teresa Gil, el primer nombre propio de una calle zaragozana, sustituyó a Castellana, de la que partía el camino que llevaba a Castilla: un nombre descriptivo muy útil para los ganaderos de la Mesta.

La rotulación se normalizó entre 1846 y 1861, con la publicación de cinco Reales Órdenes. Con ellas, las calles se convirtieron en un lugar privilegiado para contar la historia y conservar la memoria de sus protagonistas.

En esas Reales Órdenes, se decidió que en las placas de las calles se honraría a los mártires del cristianismo, a los héroes de la historia y a los personajes célebres fallecidos, como se reflejaba en el Callejero Zaragozano de 1863.

Una Real Orden de 1989, modificada en los años 1993 y 2000, daba entrada a personas vivas célebres.

Mirando a las mujeres en el espejo de los callejeros

Si nos asomamos a los callejeros, podemos comprender cómo se ha considerado a la mujer a lo largo de la historia. En el callejero de Zaragoza se exaltan los orígenes del reino de Aragón y su expansión. Ligadas a esos momentos están las calles de la Reina Petronila, reina por derecho propio, y de las reinas consortes: Ermesinda de Aragón, Felicia, Inés de Poitiers, Constanza de Sicilia y Violante de Hungría. Unas reinas importantes en la política de alianzas matrimoniales de Aragón.

Las heroínas de Los Sitios

Los Sitios de Zaragoza están recogidos con tal profusión que podríamos hablar de un Callejero de los Sitios.

La heroica ciudad de Zaragoza quiso mantener vivas estas gestas y se apresuró a rotular calles con nombres de sus héroes. Nuestras heroínas fueron las primeras mujeres del callejero con nombres y apellidos en 1863: Agustina de Aragón, Casta Álvarez, la Condesa de Bureta y Manuela Sancho.

No hace falta ser de Zaragoza para suponer que en alguna parte tiene que haber una placa y una escultura que recuerden a Agustina de Aragón apuntando un cañón contra la tropa francesa. O a Manuela Sancho empuñando un fusil desde lo alto de las murallas.

El callejero inmortaliza oficios de mujeres que se han perdido

Era muy frecuente que una calle cambiara de nombre cuando desaparecía el oficio al que hacía referencia. En la calle de la Galera estaba “La galera”, que así se llamaban las cárceles de mujeres. Y conocemos algunos oficios porque milagrosamente perviven en algunas calles: La Mosquetera o La Camisera.

Las mujeres, como los hombres, fueron propietarias de corrales, hornos y mesones. En la calle Marigaita estaba el Corral de la Marigaita, donde se fundió la campana de la Torrenueva. Y, en su época, fueron muy famosas la calle del Forno de Margarita Peco y la calle del Mesón de la Dama.

Los listados y apéndices

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Los listados reflejan de forma meridiana las ausencias. Bien se hubieran merecido una calle Aurora Miret o María Liria, las primeras concejalas del Ayuntamiento de Zaragoza, allá por el año 1927.

Los apéndices finales sugieren cómo se ha ido creando el tejido social urbano. Pretenden ser una radiografía, clara y sencilla, de nuestra conquista del espacio.

Gracias a estos apéndices, sabemos que hay más nombres femeninos en los barrios que en el centro. Y que las mujeres del centro son casi todas santas y heroínas. No convenía que los grandes burgueses vivieran en una calle con nombre de jota. Así que todas las joteras fueron desterradas al Arrabal, donde se creó el Barrio de la Jota. Que eso de cantar la jota está bien para las Fiestas del Pilar y para que nos conozcan los turistas. Pero de ahí a recibir una carta en la calle de Pascuala Perié hay un abismo.

Con una simple ojeada, podemos comprobar que en los barrios, sobre todo en los rurales, hay muchas calles dedicadas a maestras, reivindicadas por sus alumnos y por las juntas de vecinos sensibilizadas con la recuperación de la memoria de las mujeres.

En los apéndices por fechas, podemos ver en qué momentos políticos se nombró a más mujeres. Durante el franquismo le dedicaron una avenida a Isabel la Católica y otra a Germana de Foix, la segunda mujer de Fernando el Católico. Con ellas también llegaron un gran número de abadesas y santas.

En los años ochenta, con los primeros ayuntamientos democráticos, un grupo de escritoras y feministas poblaron El Actur. Rosalía de Castro, Gertrudis Gómez de Avellaneda, María Zambrano, Clara Campoamor, Victoria Kent, Flora Tristán, Rigoberta Menchú, Pilar Miró o Virginia Woolf, entre otras.

En el año 2007 volvieron a entrar muchas mujeres: Amparo Poch, Ana María Navales, Juana Francés, Pilar Sinués, Marie Curie, Penélope Cruz, Pilar Aranda, Andrea de Casamayor y María Domínguez. En el año 2009, más de cuarenta mujeres, procedentes de un amplio espectro social, ocuparon nuevas calles o sustituyeron a viejos nombres del callejero franquista.

Nuestro callejero

Quiere ser una objetivación de la memoria y del olvido de las mujeres. Memoria para las que están, cuyas figuras hemos podido recuperar. Olvido para las que tuvieron dedicada una calle, pero se la quitaron, como le sucedió a la Baronesa de Purroy. Y olvido, también, para las que nunca la tuvieron.

La Zaragoza de las mujeres es un peldaño más en la larga lucha por el espacio público que comenzó hace varios siglos y que todavía no ha terminado.

Pretendemos que, además de ser una herramienta útil para conocer nuestra ciudad, nos ayude a entender que el pensamiento del ser humano corre parejo a las condiciones y estilos de vida de cada época. Y que la igualdad de las mujeres se logrará cuando esas condiciones y estilos de vida sean para ellas más igualitarios.

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Ficha técnica: Carmen Romeo Pemán (dir.), Gloria Álvarez Roche, Cristina Baselga Mantecón, Concha Gaudó Gaudó (2011): Callejero. La Zaragoza de las mujeres. Editorial: Ayuntamiento de Zaragoza.

Fotos y maquetación: Aurora Verón.

Carmen Romeo Pemán

La mirada equivocada

Ezequiel entró por tercer año consecutivo en el gran salón donde se iban a fallar los premios del concurso literario. Pensó que, con un poco de suerte, en la siguiente convocatoria podría encontrarse entre los finalistas si conseguía terminar de escribir su libro.

El acto comenzó como en las ediciones anteriores. El portavoz del jurado pronunció el nombre de la ganadora, y una mujer joven se levantó de un asiento de la fila posterior a la suya. Al pasar junto a él, que ocupaba una de las sillas que daban al pasillo, dejó un aroma a jazmín que parecía formar parte de aquel cuerpo encaramado sobre unos tacones de vértigo. Subió al estrado, y los focos se centraron en ella.

Ezequiel pensó que sus ojos le estaban jugando una mala pasada. Algo en el rostro de la triunfadora le resultó familiar. Se puso las gafas y frunció las cejas inclinándose hacia delante en su asiento. No conseguía ubicarla. Apoyó el codo derecho sobre su pierna cruzada y se pasó los dedos por el mentón. La mujer empezó a hablar y, aunque la voz le temblaba, la sensación de déjà vu de Ezequiel se intensificó. ¿Dónde había oído antes ese timbre? Maldijo su supersticiosa costumbre de no leer nada sobre los libros ni sobre los autores que concursaban hasta el día después de la final. Se consoló pensando que a la salida compraría el libro. Esperaba que en la contraportada apareciera la consabida foto de la autora con algún dato biográfico. La mujer se había puesto unas gafas y hablaba mirando al público a pesar de que sostenía un papel entre los dedos.

–Me preguntan a veces por el título de mi libro –Se mojó los labios–. “La mirada equivocada” es la historia de una persona que, día tras día, se empeña en mirar al horizonte sin pensar que puede encontrar mucho más cerca lo que tanto anda buscando. La inspiración me vino justamente de ahí, de observar a la gente y darme cuenta de que muchos de nosotros equivocamos la dirección de nuestra mirada. A menudo no somos capaces de ver más allá de lo que tenemos delante. Desechamos muchas cosas y dejamos pasar oportunidades a las que no damos importancia, pero que otros, a veces, aprovechan y valoran. Por eso tuve claro que mi libro se llamaría así.

Ezequiel atendía a medias. Cuando terminó el evento, tenía las cejas fruncidas. ¡Vaya tarde desperdiciada! Al final no había logrado averiguar a quién le recordaba la ganadora. Y, al estar distraído pensando en eso, no había prestado atención a las palabras de la autora y se había perdido esa primera presentación en directo de los detalles de la obra. Decidió que, en cuanto saliera, iría al bar de siempre, se sentaría en su mesa del rincón y allí daría una primera ojeada al libro ganador. A ver si, de una vez por todas, las musas se decidían a hacerle una visita.

Compró un ejemplar antes de marcharse y ni siquiera esperó a que la autora se lo firmara. Al salir a la calle, una suave llovizna le hizo sonreír. Al menos el tiempo tenía el detalle de estar a tono con su estado de ánimo. Se subió el cuello del abrigo mientras la sonrisa se hacía más amplia y dejaba ver su dentadura. Hasta ahora, lo único que le gustaba de su futura novela era precisamente esa frase inicial: “Al salir a la calle una suave llovizna le hizo sonreír. Por lo menos el tiempo se mostraba a tono con su estado de ánimo”. Había perdido la cuenta de la cantidad de folios que acababan arrugados y llenos de tachones en la papelera que había junto a la mesa del bar. Todos comenzaban igual, pero las frases siguientes se le resistían. Ezequiel acudía allí convencido de que entre sus paredes se escondía su historia soñada. Al entrar en el local solía esperar la llegada de una desconocida rubia que entraba quitándose un sombrero pequeño y pasado de moda mientras sacudía su media melena. La observaba con disimulo y se inventaba historias sobre ella que luego intentaba trasladar al papel. Pero un día apareció acompañada de un mastodonte cubierto de tatuajes y, cuando la oyó hablar por primera vez, todo se fue al garete. Ezequiel tuvo que sujetarse las manos para no taparse los oídos ante esa voz chillona y desagradable que asesinaba sin piedad la gramática más elemental. Descartada la rubia como fuente de inspiración, tomó como segunda opción a otra de las habituales del local, pero las musas huyeron el día en que su nueva heroína se sentó en el suelo cuando iba camino al servicio después del cuarto o quinto whisky. El escritor insistía en buscar a esa desconocida que haría surgir su talento de escritor como un volcán en erupción, pero la suerte no dejaba de volverle la espalda y seguía sin encontrar su historia.

Perdido en sus meditaciones, Ezequiel llegó al bar. Ocupó su mesa habitual y sacó el libro de la bolsa para empezar a leerlo. La contraportada, en efecto, tenía una foto de la autora. Volvió a pasarse los dedos por el mentón, como siempre que algún recuerdo se le escapaba. Ahora estaba mucho más seguro de que conocía a esa mujer. Una sombra se interpuso entre él y la poca luz que entraba por la ventana. De reojo vio el delantal blanco de la camarera. Dejó de rascarse la barbilla para levantar la mano:

—Lo de siempre, por favor.

—¿Y qué es lo de siempre, oiga?

Ezequiel levantó los ojos. Una camarera a la que no recordaba haber visto antes, con un uniforme dos tallas más pequeñas que la que debería usar, mordía la punta del lápiz. Estaba tan acostumbrado a que le llevaran su cerveza que, por un momento, se quedó sin saber qué contestar. La chica llevaba un perfume tan intenso que le hizo estornudar y sacar un kleenex del bolsillo. Se sonó y miró alrededor buscando la papelera que solía dejar llena de hojas emborronadas cuando se iba. Al no encontrarla, se quedó con el pañuelo en la mano sin saber qué hacer con él.

—Una cerveza, por favor –Antes de que la chica se fuera, preguntó—. ¿Y la papelera?

—¿Papelera? ¿Qué papelera?

—La que suele estar aquí todos los días. —Vio que ella ponía cara de extrañeza e insistió—. En este rincón.

—Ni idea. Que yo sepa, en este bar no hay papeleras junto a las mesas. Ya ni siquiera ceniceros, desde que no se puede fumar dentro. ¿Quiere caña o botellín?

—Un botellín.

—Enseguida se lo traigo. ¿Algo de comer?

—No. Bueno, sí. Unas aceitunas para picar, ya sabe.

La camarera se fue encogiendo los hombros y Ezequiel se maldijo por su estupidez. Estaba claro que la mujer no tenía por qué saber que siempre tomaba lo mismo: un tercio de cerveza y aceitunas que hacía durar toda la tarde, hasta dejar los huesos tan pulidos que parecían canicas. Volvió a mirar la contraportada del libro y leyó la sinopsis muy por encima. La autora explicaba que la historia se le había ocurrido observando a un cliente que acudía a diario al sitio donde ella trabajaba. Día a día había empezado a imaginar peculiaridades, características y sentimientos, y les había ido dando vida sobre el papel. Ezequiel sonrió. Dicho así, parecía muy fácil. Seguro que el germen de la historia había nacido de otro modo, pero no querría confesar la receta. Abrió el libro, y la sonrisa se le quedó congelada con la primera frase: “Al salir a la calle una suave llovizna lo hizo sonreír. Por lo menos el tiempo se mostraba a tono con su estado de ánimo”. Le dio la vuelta al libro, y prestó más atención al resumen de la historia. No podía creerse lo que estaba ocurriendo. Empezó a ojear los capítulos y a leer fragmentos al azar. El contenido era totalmente inédito para él, pero la primera frase lo había descolocado. Ni se dio cuenta de que el dueño del bar se acercaba a su mesa.

—Buenas tardes, señor. ¿Qué va a ser?

—¿Perdón? —Estaba tan concentrado que creyó que había oído mal. Dejó el libro boca abajo sobre la mesa—. Ya le he pedido una cerveza a su compañera.

El dueño miró a la camarera, que levantó las cejas con cara de circunstancias. Estaba claro que se había olvidado del pedido. El hombre se disculpó por el despiste de su trabajadora.

—Vaya, lo siento. Ahora mismo se la sirvo. Esa chica es nueva, y me parece que tiene menos experiencia de la que me dijo cuando se presentó para cubrir el puesto. —La mirada del hombre se posó en la contraportada del libro, y le guiñó un ojo—. ¡Vaya! Seguro que me comprende, ¿verdad?

—¿Comprenderlo? —Ezequiel no sabía de lo que hablaba el otro—. Pues, francamente, no sé a qué se refiere.

—¡Pero hombre! —Señaló la fotografía—. María se nos ha ido de la noche a la mañana. ¿No se ha fijado?

—¿María?

El mesero golpeó la foto de la contraportada del libro con el índice.

—María. Ninguno nos tomamos en serio esa manía que tenía de escribir a todas horas.

Ezequiel abrió la boca sin pronunciar palabra. ¡Claro que le sonaba la cara! Las gafas eran lo que lo habían despistado. Y los tacones. Y la falta del delantal. Y el peinado, tan distinto del moño que tenía siempre cuando lo servía. Sus fosas nasales se dilataron buscando ese perfume a jazmín que había echado en falta cuando se acercó la camarera nueva.

—A veces nos decía que quería ser como usted. ¡Si siempre era ella la que lo atendía, aunque no le tocara ese día esta zona del bar! ¡Anda que no le han gastado bromas los compañeros a costa suya, hombre! Que si hay que ver la prisa que se daba en traerle la cervecita, que si le ponía doble ración de aceitunas, que vaya trapicheo que se traía con los viajes que daba con la papelera arriba y abajo cuando llegaba la hora de verlo entrar por la puerta… —El hombre cabeceó—. Me parece que este es el único bar de la ciudad donde un cliente ha tenido una papelera de uso exclusivo.

Ezequiel había dejado de prestar atención. No podía dejar de leer la dedicatoria:

“Al escritor que me inspiró esta historia imaginaria, aunque sus ojos siempre buscaran otras historias mirando en la dirección equivocada”

Adela Castañón

Foto:   Jeff Sheldon.

El punto de vista del personaje Vs. el punto de vista del autor

Hace unos días, recibí un whatsapp de mi amigo David (¡Hola, David!). Me preguntaba si el personaje de uno de los relatos que tengo colgados en este blog, Muralla de piel, era gay. Su duda me causó bastante impresión. Al escribir la historia no me había planteado cuál era la sexualidad de Yago. Sí que había pensado en él como un chico moderno, sensible, algo crédulo y, seguramente, desesperado —¿quién, si no, consultaría a una médium?—, pero no se me había ocurrido nada sobre con quién preferiría compartir su cama. No lo consideraba importante para la trama de una historia tan corta. Así pues, ¿qué había hecho yo, sin enterarme, para que David llegara a esa conclusión?

La novia llegando al altar

Cuando leí la respuesta me dio por reír. ¡Cómo no me había dado cuenta de algo tan evidente! Me había pasado igual que cuando te enseñan una foto trampa en la que se ve a una pareja acurrucándose ante una puesta de sol y la belleza del ocaso me impide ver que uno de ellos tiene tres brazos. Al centrarme tanto en recrear la atmósfera, había dejado de lado algo tan básico como la experiencia vital del personaje, y había puesto en el texto un símil que correspondía a mi manera de ver la vida, no a la de él.

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¡Anda! ¡Ese chico tiene un pegote entre los dientes! Y así es como no ves que a esa foto le sobra un brazo. Fuente: Colgate

Fallé (sí, los escritores también fallamos. ¡Larga vida a los correctores!) cuando hice que Yago describiera, a través de sensaciones, el espacio. Escribí que, si subía por las escaleras hasta el piso donde se encontraba la bruja, “se sentiría como una novia llegando al altar”. Mi amigo me dijo que no se creía que un tío se imaginara como una novia, un icono tan femenino, sino como Rocky entrenándose o un semidiós subiendo al Olimpo, y que pensó que igual era una manera sutil de explicar que era homosexual.

Un inciso: El lector activo

Durante algúniempo se ha creído que la audiencia era pasiva. El emisor, ya sea en televisión, en un periódico o en un libro, enviaba un mensaje y el receptor lo asimilaba tal cual, igual que un pavo degluta su comida, sin ningún tipo de pensamiento crítico. Con el tiempo, esa teoría ha ido cambiando hasta darle un papel decisivo a la audiencia, a la que trata de activa y supone que, cuando recibe un mensaje, utiliza todos los recursos que tiene a su disposición para descifrarlo.

Si aplicamos esta teoría del acto de comunicación a la lectura, esto quiere decir dos cosas. Primero, que la cultura y las experiencias del lector serán las encargadas de poner el aliño que necesita para descifrar un relato o una novela. Segundo, que el mensaje que llegue al lector no tiene por qué ser igual a lo que el autor pretende transmitir.

Qué jodido, ¿eh?

El ejemplo de David es fantástico para visualizar la importancia del contexto en el descifrado de un texto. Cuando escribí esa frase, quería transmitir la sensación de un paseo majestuoso por las escaleras. En mi imaginario, influenciado por la cultura en la que me ha tocado vivir, uno de los primeros ejemplos que me vienen a la cabeza es el de una reina recién coronada subiendo a un trono, o una novia, tal como puse en mi relato. Pero mi amigo, y posiblemente cualquier hombre, tiene decenas de ejemplos majestuosos subiendo escaleras, muchos de ellos dados por la cultura popular, como la imagen de Rocky que apuntaba mi amigo. Porque la experiencia, tanto propia como prestada a través de la historia, libros o películas, nos muestra a muchos hombres haciendo cosas majestuosas con las que identificarse. ¿Por qué, entonces, iba un hombre a hacerlo con una novia subiendo al altar?

No solo eso, sino que una mujer a punto de casarse es una estampa extremadamente femenina, y en una cultura donde se han polarizado los iconos de género durante años, un hombre heterosexual difícilmente se identificará con una novia.

No quiero entrar en lo importante que es que existan personajes femeninos molones en la cultura popular, porque creo que Gothic Paranoid ya lo explica en su blog estupendamente. Sin embargo, es necesario apuntar que, su falta, hace que las mujeres nos hayamos acostumbrado a identificarnos con personajes del otro sexo mientras que los hombres no. Por tanto, cuando eso pasa, es lógico que les resulte extraño.

Por supuesto, David ha llegado a esta justificación porque, al no haber dado más datos, se llega a la conclusión de que mi personaje vive en la Barcelona actual. No habría sido así si, por ejemplo, el relato estuviera situado en una sociedad matriarcal o le hubiera dado un trasfondo al personaje que explicara por qué se imagina a una novia subiendo por las escaleras.

¿Y eso, en qué nos afecta como escritores?

Ponemos mucho esfuerzo en la verosimilitud y definición de nuestros personajes como para que llegue un pensamiento desubicado que lo tire todo por la borda. Si olvidamos del punto de vista que estamos tratando, puede que el lector saque conclusiones que no esperamos o, incluso, que se haga una idea de los actores de nuestra historia que haga la trama poco veraz. Imaginaos que nuestro personaje es Clint Eastwood y, al ver a un gatito, le entran ganas de restregar la cara por su pelaje y lanzarle besitos en la barriga. Igual ese pensamiento lo tenemos las locas de los gatos, pero no me imagino a este señor, cigarro en boca, achuchando a un minino. Más bien lo visualizo disparándole entre los ojos si al dulce animalito le da por acercarse a su güisqui on the rocks. Pero, en medio del fragor descriptivo y metafórico en el que entramos a veces, podemos perder la brújula. Y así, amigos, es como extraviamos la esencia de nuestro protagonista.

Creo que ha quedado claro que hay que fijarse mucho en los detalles cuando se ponen imágenes y metáforas en boca y mente de nuestros personajes. En ese sentido, es posible que nos cueste menos definir protagonistas de nuestro mismo sexo, pero no por eso debemos tenerle miedo al ejercicio de ponerse en la piel de otros. Claro que, para hacerlo, necesitamos entender la cultura en la que han nacido los actores de nuestras historias y la de nuestros lectores, y así buscar que sus pensamientos e imágenes mentales concuerden.

¿Difícil? Claro. ¿Divertido? Muchísimo.

Carla

@CarlaCamposBlog

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Imágenes de cabecera de Jill111

El calentador de Maricastaña

De la tradición oral fragolina

La pequeña Nicolasa se escondía detrás de las sayas de su abuela y observaba cómo calentaba las camas con aquel cacharro.

–¿Cómo se llama eso, abuela?

–¿Qué? Esto, pues un calentador. ¿Cómo se iba a llamar, si no? No ves que sólo vale para calentar las camas.

–Un calentador, un calentador -repetía una y mil veces la pequeña Nicolasa para que se le quedara grabado el nombre de aquel trasto que volvía tan confortables las heladoras sábanas de lino.

El calentador era una especie de sartén de cobre, muy grande y muy profunda, con un mango largo, largo, y una tapadera agujereada. Se llenaba de brasa con un badil, se cerraba la tapa, se metía entre las sábanas por un lateral de la cama y se movía sin parar para que no se quemara la ropa. Aunque se tuviera mucho cuidado siempre había algún percance. Todas las sábanas de la casa tenían manchas negras, por el excesivo calor del suelo del calentador, y pequeños quemazos, como las camisas de los abuelos que fumaban tabaco de “Cuarterón”, por los chisporroteos de las brasas.

Durante todo el ritual Nicolasa seguía a la abuela con los ojos muy abiertos. Antes de cenar avivaba el fuego y ponía grandes tizones de carrasca para que hicieran buena brasa.

—Mira, Nicolasa, cuando seas mayor, nunca eches tizones de chopo ni leña de higuera, que, aunque de momento arden bien, las brasas que dejan no duran nada. Lo mejor es la carrasca, pero hay que tener cuidado porque chisporrotea mucho y si no estás atenta podrías causar un incendio —le decía sin mirarla, mientras agitaba con fuerza un renegrido soplillo.

Ese momento era un momento mágico: las dos juntas delante del fuego. Ella se sentaba en el halda y se acurrucaba, mientras la abuela le contaba historias antiguas. La abuela decía que todas eran verdaderas, que le habían pasado a fulano o a zutano, pero Nicolasa sabía que se las inventaba para ella.

–Madre, deje a la niña, que después sueña mucho y por la noche no para de llamar. Además como ella no distingue lo que es verdad de lo que es mentira, se pasa todo el día maquinando historias. Y lo peor es que se las cuenta a la gente y nos mete en unos líos tremendos” –le decía la madre de Nicolasa a su abuela.

La madre seguía rezongando mientras preparaba la cena.

–Si ya lo digo yo, a Nicolasica con tantos cuentos y consejas se le van a volver los sesos agua y cuando sea mayor ya no tendrá remedio.

Después de cenar la abuela llenaba el calentador con brasas muy vivas y se iban las dos a calentar las tres camas. La última era la de Nicolasa, porque así, al acabar, la abuela dejaba el calentador en el suelo y se metía un poco con ella en su cama. Le frotaba los sabañones, que le picaban mucho, y le contaba más historias. Porque, eso sí, a la abuela las historias no se le acaban nunca. Pero a Nicolasa estas delicias se le acabaron pronto.

El día de San Nicolás por la mañana, el mismo día que Nicolasa cumplía doce años, su abuela se murió de repente, de un cólico miserere que le devoró las entrañas. Desde ese día, Nicolasa cogía el calentador, lo llenaba de brasas mortecinas, lo pasaba un par de veces por las sábanas y remojaba la colcha con las lágrimas que se le escurrían por las mejillas. Desde ese día, nadie volvió a calentarle la cama, ni a frotarle los sabañones ni a contarle historias de los tiempos de Maricastaña.

Antes de un año decidió que ya no iba a llorar más, que se frotaría los sabañones con ajo, que se escondería debajo de las sábanas, que inventaría sus propias historias y que se las contaría a la abuela.

Cuando cumplió trece años les pidió a los Reyes una libreta gorda para escribir cosas que no fueran de la escuela. Porque su madre le compraba los cuadernos y los lapiceros que le decía la maestra, pero eso de caprichos, ni hablar. Por las noches, después de calentar la cama, se arrebujaba bien y escribía cuentos para la abuela en la libreta de tapas de hule negro que le habían traído los Reyes. Poco a poco, fue perdiendo la costumbre de escribir, pero cada vez que veía el calentador, echaba a correr, se escondía en un rincón de la alcoba y comenzaba a escribir en la libreta.

A los catorce años, cuando acabó la escuela, su madre le dijo: “Nicolasa, te noto un poco alelada. Siempre estás en el limbo y no te centras en nada. No vales para trabajar en la casa ni en el campo. Con estas dotes nadie te querrá ni siquiera para servir. Así que he pensado llevarte de fámula a un internado. Allí te enderezarán y te harán estudiar. De paso, a lo mejor sacas algo de provecho para la vida. Ya he hablado con don Leopoldo, el viudo de casa Fontabanas, y me ha dicho que él conoce a la madre superiora de un colegio de postín. Que sí él se lo pide todo se arreglará. A cambio de esto yo iré a hacerle las faenas de su casa y los favores que necesite”.

Ella no entendía por qué estaba triste su madre. En ese momento sólo alcanzaba a ver un amplio camino hacia la libertad.

Nicolasa aprovechó bien los años del colegio, consiguió becas para estudiar Medicina y, con el tiempo, llegó a ser una eminencia en medicina nuclear. Pero en su interior seguía sintiendo un escozor y un picor, como si nunca se le hubieran curado aquellos sabañones de antaño.

El día que se murió su madre volvió a la casa del pueblo y vio el calentador colgado en la chimenea. Entonces se sentó en un rincón de la alcoba, justo debajo de la percha donde la abuela colgaba sus sayas, y escribió un cuento de células que andaban vivas por los cuerpos de los hombres y se comían las ensundias como aquellos sacamantecas de los cuentos de Maricastaña.

Carmen Romeo Pemán

Imagen: Museo Etnográfico de Cabezamesada (Toledo). http://www.cabezamesada.com/etnografico1/page012.htm

Líneas temporales

¿Qué es el tiempo? Una manera de medir una sucesión de cosas. ¿Qué más podría ser? En el afán del hombre por medirlo todo, no se me ocurre una mejor respuesta. Existen tantas teorías y hay tantas personas que han hablado del tema -científicos, filósofos y todos con una escuela mucho más amplia que la mía- que es difícil decantarse por alguna. Aunque la verdad es que lo que exponen “con todo su conocimiento” no dejan de ser solo teorías porque, a mi juicio, todo en esta vida es cuestión de perspectiva. Me imagino a Einstein sentado en una colina mirando desde lejos pasar un tren, mientras en su mente empiezan a formarse algunas ideas sobre la relatividad. También puedo ver cómo concluye que, cuando las cosas se mueven con mayor rapidez, entonces el tiempo pasa más lento. Y pienso “¿será que tengo que hacer que las cosas pasen con mayor rapidez para que el tiempo no juegue en mi contra?”. Es que el tiempo no corre a la misma velocidad para todo el mundo y yo necesito que marche a una velocidad en la que pueda hacer con efectividad todo lo que me propongo.

Estos últimos días, el tiempo ha sido un factor que no ha jugado a mi favor. He estado obligada a decidir entre escribir o cumplir con el resto de mis obligaciones. He tenido que admitir que cada situación es el resultado de una decisión y que solo puedo escoger una cosa cada vez, que no puedo ejecutarlas todas de manera simultanea, aunque me considere una mujer multitarea.

Llevo dos años leyendo artículos que generosamente regalan tips para escribir mejor, para que una persona como yo pueda convertirse en ese escritor soñado. Cuando estás metida en este cuento vives en la cacería de la receta mágica para el éxito, y más, cuando eres mujer, mamá, esposa, profesional y todavía hija; con un sinnúmero de tareas para cada día. Tengo que planificar a la perfección mi rutina diaria para no fracasar en el intento. Alguna vez leí que para ser un gran escritor había que escribir diez mil palabras diarias. ¡Con lo que a mí me cuesta escribir un artículo o relato cada quince días! Gran parte del día tengo unos ojitos verdes que me miran demandándome tiempo y cuando esos ojitos no están, miro a mi derecha y las tareas laborales se apilan en mi escritorio, me quitan la concentración y, como dijo Stephen King, “ninguna distracción es bienvenida mientras escribes”.

Lo último que he leído es que para ser un buen escritor debes escribir ocho horas al día, ¡sí!, ocho horas, porque las personas exitosas son las que rayan en la obsesión. Isaac Asimov trabajaba ocho horas al día, los siete días de la semana. No descansaba ningún festivo ni fin de semana, y su horario era intocable. Cuando estaba dedicado de lleno a escribir, su media era de treinta y cinco páginas al día. En ese momento pensé que mi aventura de ser escritora había llegado a su fin. ¿Ocho horas? Es algo que no puedo hacer ahora, porque hay que pagar las cuentas y apenas estoy iniciando. Escribir me llena de felicidad pero no llena mis bolsillos de dinero. Quizás lo más sensato sea esperar a la jubilación o rogar que me gane la lotería para dedicar todo mi tiempo a escribir, ¡qué más quisiera! Pero vivo en esta realidad y en este momento. Como estamos hablando de tiempo, también considero que no tiene sentido esperar para hacer algo que me apasiona y dejar para un futuro incierto el placer de deslizar mis dedos sobre el papel. Porque podrían pasar los años y limitarse mis facultades, mi mente podría perderse y todo este deseo de ser una escritora se quedaría solo en eso, en un deseo.

Todo este análisis de las recetas, los tips, los consejos, de las tácticas más apropiadas para acercarme a mi objetivo, me llevaron a verme como Einstein, sentada, mirando no un tren sino mi línea temporal. ¿Qué pasaría si pudiera jugar con mi hijo, leer más de un libro al mes, dedicar ocho horas solo a escribir y hacerlo todo al mismo tiempo?

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Cada persona evalúa el tiempo de una forma diferente y el orden temporal puede ser una ilusión generada por nuestro cerebro. John William Dunne afirmaba que nuestra experiencia del tiempo como algo lineal era una ilusión producida por la conciencia humana. Decía que el pasado, el presente y el futuro eran simultáneos y que solo los experimentamos secuencialmente, debido a nuestra percepción mental. En la mecánica relativista el tiempo depende del punto de referencia donde está ubicado el observador y de si está en movimiento o no. Hasta principios de este siglo se creía que el tiempo era absoluto. La mecánica clásica concebía el tiempo igual para todos los observadores.

Stephen Hawking afirma que el tiempo está formado por tres flechas: la termodinámica, la psicológica y la cosmológica. Las leyes de la ciencia no distinguen entre las direcciones del tiempo hacia adelante y hacia atrás. Sin embargo, estas tres flechas sí distinguen el pasado del futuro. La flecha termodinámica es la dirección del tiempo en la que el desorden o la entropía aumentan. La flecha psicológica es la dirección en la que nosotros sentimos que pasa el tiempo, la dirección en la que recordamos el pasado pero no el futuro. Finalmente, la flecha cosmológica es la dirección del tiempo en la que el universo está expandiéndose en vez de contrayéndose.

Si la flecha psicológica es la que nos ayuda a percibir el tiempo, significa que el presente se encuentra en el pasado y que nuestro cerebro es capaz de editar nuestra percepción del tiempo, adaptando los hechos a nuestra realidad, así que podría estar escribiendo, leyendo, jugando con mi hijo y sentada en una junta muy aburrida, en un mismo lugar pero en líneas de tiempo diferentes.

Organizar todas estás ideas, me hizo pensar en la película del director belga Jaco Van Dormael, Mr Nobody, en la que el protagonista tiene la capacidad de recordar todas sus probabilidades de vida, las cuales ha vivido de una u otra forma, a diferencia del resto de los mortales. No estoy segura de si quiero ser Mr. Nobody o el resto, de lo que sí estoy segura es de que me encantaría vivir sin que el tiempo manejara los hilos de mi existencia. Hacer las cosas que me gustan: escribir, tocar el violín, pintar, viajar… sin sentir cómo el tic tac del reloj me destruye el tímpano.

Mónica Solano

Imágenes de Tanja-Denise SchantzXavi Andrew

Buenas intenciones

—Tía, qué ganas de que llegaras. ¡Felicidades! Qué calladito te lo tenías, cabrona. ¿Ya sabes qué es?

Melina, que llevaba un rato en la sala de café de la oficina concentrada en contactar sin éxito con su novio, guardó el móvil y miró a su compañera con el ceño fruncido.

—¿Qué dices? ¿Qué es el qué?

—Qué va a ser, tía. ¡Tu bebé!

A punto estuvo de soltar su taza de café, pero recordó que era su favorita. La dejó sobre la mesa, que hacía las veces de barra para comer y de cocina improvisada, y levantó las manos, casi como si quisiera protegerse con ellas.

—¿Cómo? No entiendo por qué me dices esto.

—Uy, tía, pues vas a flipar —Lucía cogió el móvil, abrió la aplicación de Facebook, toqueteó el teclado de la pantalla táctil y enarboló el resultado frente a la cara de su amiga—. Mira esto.

Había dos publicaciones recientes en el perfil de Melina. Una era suya, hecha el viernes por la tarde, en la que mostraba unos billetes de avión a Roma. Se iban a ir de fin de semana romántico. La otra era del sábado por la tarde, y la había hecho una amiga de su madre. Una sola frase que tenía más de doscientas reacciones y casi tantos comentarios: “Guapa, ya me ha contado tu madre que pronto sabréis si es niño o niña, ¡qué emoción!”

La última reacción era una cara de sorpresa de su jefe. De repente le sobraba la chaqueta, los pantalones y la piel entera.

—No. No, no, no, no. No me jodas —se llevó las manos a la cara y miró a un lado y a otro, buscando—. ¿Dónde está Pedro?

—No sé, acaba de salir. Hoy es lo de ENALEC —ese era el nombre corto que usaban para referirse a Entertainment and Leisure Corporation, el accionista mayoritario de la empresa de publicidad en la que trabajaban y a cuyos directivos sus jefes pasaban reporte.

—Mierda —Melina cerró los ojos, sintiendo cómo el desasosiego corría por su espina dorsal. Exhaló muy despacio, tal como le habían enseñado en hapkido—. Me voy. Si alguien me necesita que me mande un mail.

Melina había sabido desde que era niña que quería dedicarse a la publicidad. Debía tener unos seis años y estaba jugando en el suelo junto a su madre, que veía la tele desde el sofá. Al empezar los anuncios, Melina levantó la cabeza de sus bloques de construcción. Le había llamado la atención una música instrumental que le puso la piel de gallina. Una chica caminaba por las calles de París con tanta elegancia que parecía que no le afectaba la gravedad, y una voz de mujer hablaba en francés. Su madre se percató de lo anonadada que estaba y le acarició la cabeza.

—¿Te gusta, cariño?

—Mucho. ¿Qué es?

—Un anuncio de perfume.

—¿Un anuncio?

—Sirve para que sepamos qué cosas podemos comprar.

—Yo quiero hacer eso —contestó Melina, y siguió mirando el resto de anuncios.

Su madre pensó que se refería a la actriz. Ella, en cambio, empezó a imaginarse inventando espacios donde seres de luz bailaban al son de una música celestial.

Aunque la separaban doce pisos hasta la calle, coger el ascensor no era una opción. Sabía que, cuanta más prisa tuviera, en más plantas se pararía antes de llegar a la suya. Y Melina creía que aún podría pillar a su jefe así que echó a correr. Lo llamó mientras volaba escaleras abajo con los brazos levantados para evitar cercos en las axilas. No daba señal. Descendió otro piso y volvió a llamar. Seguía igual. Su esperanza era que estuviera aún en el parking y que no tuviera cobertura. Se quitó la chaqueta al llegar a la calle. ¿Por qué se habría puesto tacones? Sopesó la idea de ir descalza pero el suelo de Barcelona le parecía demasiado sucio. El de cualquier ciudad, en realidad. Mientras pensaba en el poco civismo de la gente, llegó hasta la caseta del guardia.

—Disculpe —dijo. El hombre seguía de espaldas, mirando una pantalla pequeña. Llamó al cristal con los nudillos haciendo una cadencia musical, una de sus manías— ¡Eh, disculpe! ¿Ha salido ya el coche de Pedro Acosta?

—Sí. Hace cinco minutos.

—¡Gracias! —gritó Melina a su espalda. Nunca supo si el guardia la había oído porque con el “sí” ya había empezado a correr hacia la calle en busca de un taxi.

Al llegar a ENALEC, Melina abrió la puerta antes de que el taxista parara del todo. Le tiró diez euros aunque la carrera había costado seis con veinte. Estaba tan nerviosa que sentía náuseas, pero no podía parar ahora. A la última directora creativa que se había quedado embarazada la habían relegado a copy. Ni siquiera había podido seguir con los proyectos más importantes. Y Melina no había trabajado tardes, noches y casi todos los fines de semana de los últimos doce años para que, por un malentendido, le pasara lo mismo.

Subió hasta la octava planta, donde estaba la sala de juntas y donde esperaba que estuviera Pedro. Sintió un alivio enorme cuando lo vio hablando con Helena, la secretaria de dirección.

—¡Melina! —exclamó su jefe cuando se percató de su presencia. Se palmeó los bolsillos y buscó con la mirada su portátil—. ¿Me he dejado algo?

—No, no. Es que quería hablar contigo. —En ese momento se volvió hacia la secretaria—. ¿Helena, cuánto queda para que reciban a Pedro?

—Tenéis cinco minutos, más o menos. Pero tranquilos. Meteos en este despacho y ya os llamaré.

Entraron en una sala pequeña en la que había una mesa redonda con seis sillas. Pedro tomó asiento. Melina escogió la silla de su derecha y la separó un poco para no estar tan cerca. Antes de que su jefe pudiera abrir la boca, ella le cogió del antebrazo.

—Mira, lo del embarazo… Es que es un malentendido. La que va a saber si lleva niño o niña es mi hermana, y esa mujer se ha debido de hacer un lío. No lo he visto hasta que me lo ha enseñado Lucía.

—Ay, Melina, ¿y no se te ha ocurrido llamarme?

—Sí, claro, pero…

No acabó la frase porque Pedro la hizo callar después de toquetear su móvil.

—Ah, que lo tengo apagado. Lo siento —Sonrió como un cachorrito que sabe que no lo van a castigar antes de volver a su habitual seriedad—. Mira, Melina. Aunque entiendo que puedas querer quedarte embarazada, que lo estuvieras ahora no me gustaría. Y sé que no se puede planear, pero necesito que estos seis meses estés por y para mí porque, si me dejas colgado, mi cabeza rodará. ¿Lo entiendes, verdad? Por eso te he sacado del organigrama del proyecto.

Melina se mordió la lengua con fuerza. Quizá el dolor le haría olvidar la rabia que sentía en ese momento por Pedro. Nunca había sido un mal jefe, más bien al contrario. Pero Melina sabía que tenía que presentar resultados, y que a veces debía ceder ante exigencias externas que no siempre compartía. O quizá sí lo hacía pero quedaba mejor si le echaba la culpa a otros.

—Pero está claro que ha sido un malentendido. Aún hay tiempo así que lo modifico otra vez y ya está.

Melina no sabía cómo reaccionar. Tenía ganas de gritar de alegría, pero también de pegarle un bofetón por haberla apartado con tanta rapidez. Ninguna de las dos cosas era correcta, así que eligió la tercera opción, que era darle las gracias y marcharse a la oficina.

Volvió a coger un taxi, y esta vez se quitó los zapatos para estirar los dedos de los pies, que los tenía muy hinchados. Navegó por los comentarios del estado de Facebook que había armado tanto revuelo, y vio a muchísima gente alegrándose por ella. No era un buen momento para quedarse embarazada, pero la sensación era agradable. Le entraron ganas de llorar.

“Sí que la ha liado esta señora”, pensó. La cara de su novio apareció de repente en su móvil. Por fin le devolvía todas las llamadas que le había hecho por la mañana.

—Cariño, perdona, que estaba reunido. ¿Te sigues encontrando mal? ¿Te ha dado tiempo de ir al médico esta mañana?

—No ha hecho falta —dijo, y palpó en el bolso el test de embarazo que había usado nada más llegar a la oficina—. En casa te cuento.

Carla

@CarlaCamposBlog

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