Hace un mes, una amiga me invitó a la presentación del libro de Andrés Aberasturi, «Cómo explicarte el mundo, Cris». Admito que acudí un poco a la ligera, pero me apeteció porque recordé, sin estar segura del todo, que el autor tenía un hijo con necesidades especiales, aunque ni siquiera sabía cuál era su patología. Ahora sé que Cris tiene parálisis cerebral, no habla, no se comunica, tiene una gran dependencia para las actividades básicas de la vida diaria y solo puede moverse en su silla de ruedas. Pero no fue el morbo lo que me llevó a esa cita de “Encuentros con la cultura”, que organiza Amparo de la Gama. Acudí por simple y sana curiosidad. Porque, como madre de un joven con autismo, me intrigaba escuchar cómo narraba una experiencia así alguien con probadas habilidades comunicativas.
Esa tarde me di de bruces con algo maravilloso, se llame como se llame, que quiero compartir con vosotros.
Los presentes
Me sorprendió la entrada del protagonista. Llegó caminando relajado, al lado de Amparo, la anfitriona. No sé cómo habrá presentado ella a otros invitados, pues era la primera vez que yo asistía, pero conquistó a la audiencia desde que comenzó a hablar sobre el libro de Andrés. Confesó que había tenido que leerlo en tres veces, porque necesitó parar para coger fuerzas, para reponerse del dolor (de la impresión, más bien, no sé cómo describirlo) que le producía la lectura de muchos fragmentos. No supe qué pensar de esas palabras, pues yo todavía no había leído el libro. Pero ahora que lo he hecho, la comprendo mejor.
Andrés (me permito el tuteo, porque mantuvo una actitud de cercana sencillez), empezó diciendo que no era un libro de autoayuda. Y en el texto lo vuelve a manifestar. Es más, incluso puso en duda que fuese un “libro” en sentido estricto, ya que lo escribió a lo largo de tres años, a ratos, y más como un diálogo con su hijo que como un proyecto de trabajo. De ahí que la estructura no tenga un orden encorsetado, ni una línea argumental concreta al modo clásico.
Con la charla de Andrés aún fresca en la memoria, y con los comentarios de Amparo presentes, me enfrenté a la lectura del libro. Hice pausas también, como las hizo Amparo, pero en mi caso solo para dejar reposar lo que acababa de leer. Soy una lectora compulsiva, muchas veces apresurada, pero leí el libro de Andrés a pequeñas dosis, poquito a poco, porque ninguna palabra me sobraba. Mis pausas no se debían al mismo motivo que las de Amparo. Me emocionaba la lectura, por supuesto, pero he peleado en muchas guerras por y para el autismo, y confieso que veía la película de Andrés desde la barrera. Hasta que, inesperadamente, llegué a un punto donde, nunca mejor dicho, me desbordé y me encontré en el ruedo, frente al toro. Hablo del capítulo 38. “Lágrimas”. Dos páginas. Para mí, un mundo. Porque mi hijo, igual que Cris, tampoco llora. Hace años gritaba, berreaba, pataleaba, pero no recuerdo haberlo oído llorar como al resto de los niños. Y, en el pasado, esa carencia de lágrimas en mi hijo me parecía como un agujero negro que menoscababa su habilidad comunicativa, una barrera infranqueable que retenía el sufrimiento dentro de él, manteniendo el dolor como un pantano, condenado a que no se levantaran nunca las esclusas que le permitieran derramarse y hacerle la vida más llevadera. Tal vez es porque yo soy de lágrima fácil y sé lo que alivia una buena llorera, de las de mocos y Kleenex al por mayor, aunque el precio sea luego una migraña. Y saber que mi hijo se estaba perdiendo eso, siempre me produjo, cuando menos, inquietud.
Andrés y Cris se me presentan como un todo. Igual que Cris y su silla. Todo el texto me transmite entre líneas ese grito de protesta de Andrés ante la imposibilidad de elección de Cris que, desde su nacimiento, vive cada momento de su vida sin tener alternativa ni posibilidad de decidir sobre nada. Me he dejado envolver por las páginas del libro, y allí me encuentro a padre e hijo como el café con leche, tan unidos, pero a la vez tan lejos y tan cerca uno del otro, que hacen que me plantee muchas preguntas que no tienen respuesta.
Y esta presencia no viene a través de la descripción directa de episodios concretos. Se hace sentir, se encuentra, se descubre y se vive en las reflexiones que ese padre va dejando caer como las hojas que en otoño vuelan por su jardín, a las que el viento lleva y trae. “Como a nosotros, Cris, como a nosotros”, termina diciendo Andrés en el capítulo 20, “Otoño”.
Andrés consigue que los capítulos, los párrafos, las palabras, escapen de la hoja de papel y se escriban en nuestras entrañas. Es algo tan simple como grandioso. Habla sosegadamente de su desasosiego. Escribe como si hablara muy bajito, casi en susurros. Dan ganas de leer el libro acercándonos al papel, como si solo así pudiéramos escuchar todo lo que nos cuenta. Y esa narración callada, humilde, sin aspiraciones, cuando llega hasta el lector se transforma en un grito cargado de fuerza, tanto más potente cuanto más silencioso resulta. Esos pensamientos encuentran por el camino decibelios de razón o sinrazón que alborotan la sangre cuando se adueñan de quien los lee. O, al menos, así lo he sentido yo. ¡Ahora sí te entiendo, Amparo!
Cuando me aproximaba al final de mi lectura, cuando conseguí respirar hondo antes de volver a abrir el libro, empecé a pensar que algo faltaba. Pero me di cuenta de que no. Y ahora lo cuento.
Los (no) ausentes
Solo de refilón, se asomaban de vez en cuando a las páginas dos figuras: la madre y el hermano de Cris. Y yo los empezaba a echar de menos. Aunque estaba justificada su ausencia porque en la portada del libro leemos: “Testimonio de la vida con mi hijo”. Pero, aun así, a mí me faltaba algo. Y lo encontré al final. En los capítulos 49 y 50. El primero, “Tu hermano”, de pronto nos presenta a ese Andrés hijo, orgulloso de Cris, de su hermano menor, cuyos amigos tenían que “pasar el examen” de verlo con naturalidad, de aceptarlo. Eso me trajo a la memoria un episodio similar que ocurrió cuando mi hijo era pequeño. En el patio del colegio, dos niños mayores jugaban al balón. Uno chutó mal, y la pelota cayó a los pies de mi hijo y de su compañero del aula de autismo. El que había chutado les gritó desde lejos que le tirasen el balón, pero el otro le dijo “No grites, que no sirve de nada. Ve a buscar la pelota, que esos dos ni te van a hablar. Son tontos”. Mi hija, que es dos años menor que su hermano, lo escuchó desde el otro extremo del patio de recreo. Se acercó corriendo adonde estaban los dos mayores, cogió por el cuello de la camiseta al que había hablado, aunque apenas le llegaba al pecho, y le soltó: “Mi hermano y su amigo no son tontos. Están malitos. Y aquí el único tonto eres tú, que no eres capaz ni de darte cuenta”. Me lo relató la jefe de estudios, y la creí. Por eso, ahora, yo necesitaba ese capítulo en este libro para que estuviera completo, aunque sea un libro sin final.
La otra presencia toma cuerpo en ese cuadernito escrito por Lupe, la madre, que Andrés encontró por alguna parte y que reproduce al final de su libro. Esa Lupe a la que siento como el fiel que equilibra la balanza. Una roca, la roca que mantiene el ancla de Cris y que añora “no haber podido llevarte de la mano”. Un gesto tan simple y, a la vez, tan metafórico. Me hubiera gustado haber leído el libro antes de asistir a la presentación. Porque creo que me hubiera atrevido a acercarme a Lupe a rogarle, porque no creo que nadie tenga derecho a pedirle, que me contara algo, cualquier cosa. De madre a madre. Su marido también le rinde un homenaje en este libro, sin tener que nombrarla de modo explícito. Es estremecedor el relato de uno de los ingresos de Cris, en el capítulo 40, cuando el médico le plantea a Andrés esa pregunta: “¿Qué hacemos? ¿Le dejamos tranquilo o seguimos hasta donde se pueda?” La madre y el hermano apuestan, desde el primer segundo, por la vida de Cris. Y cuando llega el capítulo 50, con la transcripción de ese cuadernito, no hace falta saber más.
Los demás
En realidad, no puedo hablar por los demás. Los demás serán los que sientan deseos de encontrarse cara a cara con la verdad desnuda de un hombre que considera que ha llegado el momento de dejar testimonio de una realidad que es la que es. Y nos la cuenta como la siente. Andrés Aberasturi coge todas sus sombras y las vuelca en el papel para exponerlas al foco de su sinceridad y mostrarlas así con toda crudeza, sin paliativos, pero también sin aspavientos.
Esta es la primera vez que hago una crítica literaria conscientemente. No he buscado en Internet guías que me orienten, pero tampoco he elegido para mi estreno un libro tradicional. Así que, con permiso del autor, me he limitado a imitarlo y a volcar en el ordenador lo que me ha ido saliendo del alma. Porque esa explicación del mundo de Andrés no solo vale para Cris. Cualquiera que lo lea, pienso yo, entenderá el mundo, si no mejor, sí de otra manera.
Quiero terminar recordando unas palabras que Andrés pronunció durante su exposición: «la vida no es hermosa, pero se puede vivir hermosamente». Me quedo con el mensaje de que, de un modo u otro, la hermosura tendrá cabida en nuestras vidas.
Gracias, Andrés. Gracias, Cris.
Adela Castañón
Foto: Adela Castañón. Del libro de Andrés Aberasturi, «Cómo explicarte el mundo, Cris»
Creo que nunca me había emocionado al leer una crítica literaria. Tienes razón en que no es una crítica al uso. Y menos mal. De esas hay muchas así que no hace falta ninguna más. La tuya, en cambio, es única: por tu punto de vista, por las experiencias que vuelcas y por las emociones que consigues transmitir.
Muchas gracias por esta entrada. Cuando esté menos blandita creo que cogeré el libro de Andrés Aberasturi y, aunque lloraré muchísimo, con suerte no hará falta un camión entero de clínex.
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Te encantará, Carla. Es breve y bueno. Verás como no necesitas tantos clínex. ¡Muakk!
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Andrés y Adela, gracias por compartir unos sentimientos tan hermosos. Creo que comunicáis tan bien porque os guían dos seres de luz, Cris y Javi.
Andrés y Cris, Adela y Javi, me tenéis enamorada los cuatro. Creo que los cuatro tenéis la suerte de vivir en un mundo especial que os hace diferentes. Un abrazo para los cuatro.
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Carmen, también en Mocade somos cuatro. Y también hemos creado un mundo diferente que ayuda a que los Cris y los Javi de este mundo sean visibles, respetados y queridos. Y en esa labor, tú eres una de las artesanas. ¡Gracias!
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Tu critica Adela es extraordinaria, pues como nos enseña el Principito solo se ve bien con el corazón, pues lo esencial es invisible a los ojos… Nos transportas a un mundo especial, a percibir desde los ojos del corazon. En ese mundo hay sensibilidad y respeto, ternura y amor.
Me has inspirado a leer el libro! GRACIAS por tu escrito, a través del cual podemos ver la belleza de tu alma. Un fuerte abrazo
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Muchas gracias, Marian. Lo bueno de personajes públicos, como es el caso de Aberasturi, es que lo que dicen llega a mucha gente. Y si lo que dicen es algo bueno para las personas con autismo, he querido poner también mi granito de arena contribuyendo a la difusión de su libro. Gracias de nuevo por seguirnos, y un abrazo para ti.
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Hermosa crítica. Nunca hubiera pensado aplicar tal calificativo a la crítica de una obra escrita. Ante Aberasturi, al que admiro y la comentarista de «Cómo explicarte el mundo, Cris», me muestro envuelta de admiración, respeto y terneza.
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María Jesús, muchas gracias. Los que nos leéis con tanto cariño y respeto sois los que, de verdad, hacéis que el mundo tenga sentido y sea un buen lugar donde vivir para Cris, para mi hijo, y para tantas personas «especiales». Gracias, de corazón.
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Ay Adela, se me erizaron los pelitos del brazo cuando terminé de leer tu crítica literaria. Me dejaste con ganas de leer el libro de Andrés 🙂 Has hecho una linda interpretación de las intenciones del autor, y me gusta mucho cómo nos desglosas, con tanta sutileza, cada parte del libro que consideras importante. Se nota que te llegó al corazón. Besos.
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¡Gracias por tus palabras, Mónica! Me alegra ver que he podido transmitir algo de todo lo que Andrés nos regaló cuando habló de su libro. Es difícil condensar en letras la calidad humana. ¡Gracias, amiga!
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