La mejor arma

Por fin me había llegado el turno del campamento de iniciación. Mi padre y mi madre fueron, en sus respectivos años, campeones de su promoción y yo me sentía a la vez exaltado y acobardado. Ser el hijo de dos altos cargos de la realeza no era un peso fácil de llevar, pero por otro lado tenía la necesidad de no decepcionarlos, de superarlos, incluso. Yo había temido no poder ir, la amenaza de la guerra con otros países, que antes solo era una posibilidad remota, se había convertido en algo cada vez más próximo y el campamento estuvo a punto de cancelarse. Hasta última hora mis compañeros y yo no tuvimos la seguridad de poder asistir.

El acceso al lugar donde se ubicaba el campamento estaba siempre vigilado. No en vano era el lugar más sagrado de nuestra civilización, el jardín de los secretos. Estaba en el fondo de un valle. Desde arriba, al cruzar un paso de montaña, mis compañeros y yo lo vimos a nuestros pies, como una enorme serpiente de cuerpo sinuoso que delimitaban un montón de cabañas a cada lado, como si fueran escamas de piel. Lo que hubiera sido la cabeza de la serpiente se perdía dentro de una gruta con la entrada sellada por una cortina de agua cuyo rumor se escuchaba incluso desde nuestro mirador.

Nadie había contado nunca cuáles eran las pruebas que allí se planteaban. Lo único que trascendía al público era que todos salíamos cambiados de aquel lugar, con una profesión ya marcada que iba en función del resultado que obteníamos.

Aquel verano todos nos quedamos como estatuas al escuchar al monitor que nos recibió a nuestra llegada con estas palabras:

Las reglas de este año son sencillas. Hay una profecía que dice que en algún lugar de este campamento está el arma que puede evitar la guerra. Aquel de vosotros que la encuentre, será designado como futuro gobernante de la coalición de naciones que necesitamos formar para alejar definitivamente ese tipo de conflictos que acabarían por eliminar a la humanidad de la faz de la tierra. Hizo una pausa solemne y terminó diciendo: Eso es todo lo que van a escuchar de mí. Ahora, comiencen.

Mis compañeros y yo nos dirigimos a las cabañas. Todas estaban equipadas de la misma manera, solo se distinguían por el número de la puerta. Dejamos nuestros enseres y empezamos a explorar. Durante dos semanas descubrimos por los bosques circundantes todo tipo de armamento, pero ninguno tenía nada que lo hiciera parecer distinto de los demás. Pistolas y rifles con increíbles velocidades de disparo, más precisión en algunas automáticas, escudos que resistían proyectiles casi tan grandes como ellos…

Pensé en el desconocimiento que teníamos sobre las costumbres de los demás países que nos rodeaban, pensé en los motivos que podían haber provocado la chispa que prendió el incendio mundial, pensé en los muros que se alzaban entre las distintas fronteras, pensé que hacía falta tener una visión global, de conjunto, de muchas cosas que estaba fuera de mi alcance comprender.

Entonces miré al cielo. Entre el verde de las ramas de un árbol enorme, casi milenario, entreví algo de color más oscuro que se agitaba con la suave brisa de la tarde. Empecé a trepar y encontré algo que solo había visto en algunas ilustraciones antiguas en el desván de mi casa: un libro distinto al resto de los libros. Me acomodé en lo alto de la rama, lo cogí y me lo puse sobre las rodillas. Se me ocurrió que quizá en algún lugar de otro país habría en este momento otro chico leyendo un libro parecido.

El título del libro era “Diccionario multilingüe” y supe con total seguridad que allí estaba la mejor arma del mundo. Bajé del árbol con el libro entre mis brazos.

Aquel campamento marcó mi futuro y ahora soy el gobernante de mi país. La guerra nunca llegó a estallar, y hoy solo se la puede encontrar en los textos de historia.

Adela Castañón

Imagen: Walter Böhm en Pixabay 

Amor intemporal

Mi abogada me ha dicho que es probable que mañana acabe todo. No cree que el jurado necesite más tiempo para reunirse y solo espera que el juez no sea demasiado duro con la sentencia. Porque, eso lo tengo claro, el mío es un caso perdido. No cabe la más mínima duda que he transgredido la ley. Y la culpa, eso también lo tengo claro, fue de mi trabajo.

Es inconcebible que en pleno siglo XXII los genetistas cometan errores, pero a veces ocurre, y yo soy una prueba de ello. La equivocación en mi codificación genética no hubiera sido un problema si yo hubiese trabajado en otro campo; es probable, incluso, que no hubiera llegado a darme cuenta de que era un poco diferente a los demás. Pero también es bastante probable que ese pequeño error en mis códigos influyera en mi elección cuando me llegó el turno de acceder al mercado laboral.

No se me había inmunizado contra la lectura.

Claro que todos los ciudadanos leíamos: por las mañanas, en los monitores de todas las viviendas de la ciudad, aparecían escritas las instrucciones, las novedades y las informaciones de interés general. Eso no era un problema. El problema fue que mi pequeña imperfección genética se convirtió a la vez en la causa y en la consecuencia de que mañana vayan a juzgarme, y es que la lectura me atraía como una droga. Creo que quizá, por eso mismo, yo no estaba preparado para ser el guardián de la biblioteca interactiva. ¡Si alguien lo hubiera sabido!, ¡si por lo menos se me hubiera ocurrido pensar en eso! Tal vez, en ese caso, hoy seguiría sido un sujeto prototípico y feliz. Pero, una vez que me dieron el empleo y empecé a trabajar con los libros, solo era cuestión de tiempo que cayera en la trampa. Y, claro está, caí.

Mi abogada me ha dicho que mi caso se ha mencionado en las noticias, pero solo para informar de que los equipos de genética trabajan en un nuevo protocolo de corrección de errores. Imagino que, como mucho, mis antiguos compañeros se habrán limitado a suponer que estoy en algún centro de salud genética para reparar el gen defectuoso. Es lo que yo hubiera pensado hace unos meses si estuviera en su lugar. No se lo reprocho. Pero tampoco puedo evitar una sonrisa triste al pensar qué diría Lydia si supiera lo que me está pasando. ¡Es tan distinta de todos nosotros! Ella, su mundo, resultarían incomprensibles para cualquiera de mis conciudadanos, habitantes perfectos de este mundo supuestamente igual de perfecto. Debí hablarle a Lydia de mi viaje en el tiempo cuando tuve ocasión. Fue un error no hacerlo, dejarla creer que todo lo que yo escribía eran historias de ficción futurista. Pero si le hubiese dicho que mis crónicas eran ciertas, que yo tenía en realidad cien años más que ella, o que su mundo del siglo XXI era historia en las bibliotecas de mi tiempo, me habría tomado por loco y tal vez me habría dejado. Y eso era algo que yo no estaba dispuesto a soportar. ¡Mi pobre y querida Lydia! Me estará echando de menos. Seguro que se pregunta por qué no he vuelto con ella.

Mi abogada no entiende por qué hice lo que hice. No entiende que yo haya puesto en juego mi existencia en nuestra perfecta civilización. Hemos alcanzado unas cotas de orden y una serie de comodidades materiales que nuestros antepasados no se habrían ni atrevido a soñar. ¿Puede haber algo mejor que tener asegurados los alimentos tanto en el trabajo como en casa en las horas indicadas?, ¿tener acceso al ocio solo con rellenar la correspondiente solicitud on line?, ¿disponer de una pareja con un simple clic en el formulario previsto para necesidades básicas? Hemos alcanzado cosas que eran verdaderas utopías en el siglo en el que está Lydia, lo sé. Pero, aún así, no puedo evitar ver mi mundo como una copia desvaída en blanco y negro del universo de color que es el mundo de su tiempo.

Ni mi abogada, ni los miembros del jurado, ni el juez comprenden las razones de que yo incurriera en una falta tan básica. No les cabe en la cabeza que cayera en la tentación de ojear las portadas de algunos libros cuando los llevaban a la biblioteca para ser almacenados y custodiados en la zona de alta seguridad. Y, para ser sinceros, yo tampoco sabría explicarles qué me hizo abrir un día uno de aquellos ejemplares antiguos, concretamente el que estaba catalogado en el locci temporal del siglo XXI. Mi abogada ha tratado de basar su defensa en el hecho de que el genetista encargado de mi programación cometió un error y no abolió el gen de la curiosidad lectora cuya alta carga viral se ha podido detectar en los análisis que me han realizado. Pero el fiscal ha jugado con ese dato para ponerlo en mi contra, y ha alegado que esos niveles tan elevados son la consecuencia de mi delito, y no la causa de él. Y posiblemente tenga razón, porque, desde que me descubrieron infringiendo la norma, el número de preguntas que invaden mi mente se multiplica sin cesar, incluso aquí, en mi confortable celda, mientras espero ser juzgado mañana.

Sabía que estaba terminantemente prohibido abrir un libro. Sabía que, si lo hacía, correría el riesgo de viajar sin protección en el tiempo, y me expondría a riesgos desconocidos. Lo sabía. Y, a pesar de eso, lo hice. Porque de un modo impreciso empezaba a ser consciente de que algo me diferenciaba de las demás personas.

Elegí un día en el que no había nadie más conmigo. “Solo será una miradita”, pensé. Me engañé y traté de justificar lo que iba a hacer diciéndome que así, al ver de cerca todas las imperfecciones e incomodidades de los humanos que nos habían precedido, quizá encontraría el modo de abortar esa molesta mutación que se iba apoderando de mis células y me provocaba una incómoda inquietud, como un cosquilleo debajo de la piel, que me hacía plantearme desear no sabía bien qué cosas.

Vivo, ¿o debería decir que “vivía”?, en un mundo feliz. Sin guerras. Sin hambre. Sin desempleo. Sin enfermedades. Sin incomodidades.

¿Por qué tuve que hacerlo? ¿Por qué lo hice?

Y, en el fondo, ¿qué más da? Me estoy haciendo la pregunta equivocada. La correcta, la que me mantiene entero, es esta: ¿Volvería a hacerlo?

Y la respuesta es que sí.

Por eso tengo un plan. No sé si funcionará, pero me aferro a la esperanza de que así sea. Esperanza. Otra palabra que se perdió en el diccionario cuando el siglo XXI dio paso al XXII. Otro regalo increíble de Lydia que, ojalá, me ayude ahora.

Voy a decirle a mi abogada que todo empezó por un tremendo error. Que el libro se me resbaló de las manos por accidente y cayó al suelo abierto. Y que al cogerlo y tratar de cerrarlo mis manos se posaron en las páginas y viajé sin querer cien años atrás. Tengo la esperanza de que ni ella, ni el juez, ni el jurado hayan pensado que ese no era ni mucho menos mi primer viaje. Si consigo convencerlos de que ha sido solo una vez, puede que tenga una oportunidad. Si me absuelven es muy probable que recupere mi empleo. Y entonces, a la primera ocasión, arrancaré y mezclaré todas las páginas de los libros del locci del siglo XXI, y les prenderé fuego para que nadie pueda seguirme hasta allí. Cerraré definitivamente la puerta entre nuestros mundos, el de Lydia y el mío.

En el siglo pasado me espera ella. Con Lydia no practico un coito perfecto, con ella hago el amor. Echo de menos los chirridos de la cama cuando se da la vuelta dormida, comer lo que prepara, sin saber si el punto de sal estará bien, acostarnos cada día a una hora distinta. Disfrutar de eso que ella llama vacaciones de fin de semana. Hasta echo de menos sus reproches cuando me acusa de no querer contarle nada de ese trabajo mío que me aleja de ella casi la mitad del tiempo. Al principio, acercarme a Lydia fue solo parte del experimento. Iba a ser algo provisional. Pero se adueñó de mí algo desconocido y tan fuerte que empecé a prolongar mi estancia en su tiempo y mis viajes fueron cada vez más arriesgados.

Por eso me atraparon. Porque volví de uno de esos viajes demasiado feliz, demasiado distraído, demasiado relajado.

Ella me había puesto una flor en la oreja, y no me di cuenta.

Y ellos la vieron enseguida.

Ojalá se crean mi mentira. Ojalá salga todo bien.

Ojalá pueda volver con Lydia y seguir escribiendo y escribiendo todo lo que le cuento de mi época, sin decirle que es cierto. Y ojalá pueda hacerla feliz. Ella dice que mis historias se están vendiendo muy bien y sueña con el día en que deje mi supuesto trabajo para convertirme en escritor y pasar a su lado todo el tiempo, y no la mitad, como hice hasta ahora. Porque he descubierto que me gusta incluso eso que ella llama celos, y no quiero que esos celos por el tiempo que paso en mi siglo terminen por hacer que se aleje de mí.

Quizá, a fin de cuentas, mi error se convierta en mi salvación.

Ojalá.

Ya no hay vuelta atrás ni, aunque la hubiera, la querría. Mañana me juego mi futuro. O, quizá, me juego mi pasado.

Lydia. Tan perfectamente imperfecta. Tan viva.

Tengo que volver con ella.

Lydia. Encontraré la manera.

Lydia. Mi Lydia.

Adela Castañón

Imagen: Gerd Altmann en Pixabay 

Mujeres y más mujeres

A mi hermana Maruja. Por todo.

Alodia, nunca llegué a decirte cuánto te agradecí que me contestaras a mi carta. La guardo en el cajón de mis recuerdos favoritos.

Hoy, al releerla, ¡como tantas veces!, me he puesto un poco nostálgica y me he parado a pensar en aquellos miedos que se nos quedaban mezclados con las gotas de saliva que no podíamos tragar.

Antes de dormir, mamá nos leía cuentos de príncipes encantados que luchaban contra dragones y monstruos. En ese momento nosotras apretábamos los dientes y tragábamos saliva. Cerrábamos los ojos para que pensara que teníamos sueño. Nos hacíamos las dormidas y ella se iba. Cuando todo estaba en silencio, comenzábamos nuestro parloteo.

En realidad no nos daban miedo los dragones. Al revés. Cuando el príncipe encantado los vencía sentíamos una gran satisfacción, como si hubiera vencido al malo. Pero nosotras sabíamos que los dragones eran de papel y que el malo existía de verdad. Ese miedo no nos venía de los cuentos, aunque alguna vez llorábamos con las desgracias de Padín.

En cambio, nos hacían temblar las aventuras de Felisa. Una niña de unos doce años, que venía con nosotras a la escuela. En su casa nunca había nadie. A su padre se lo habían llevado cuando la guerra y su madre se ganaba la vida lavando en el río. Y ella se pasaba los días por los descampados con chicos y con algún mozo. Yo vomitaba cuando nos decía que muchos la obligaban a que les chupara esa cosa como si fuera un caramelo. Pero lo peor llegaba con eso de que le arrancaban las bragas y le dejaban manchas de semen en las enaguas. Entonces me encogía y me apretaba los brazos contra el estómago jurando que no dejaría que me tocara ningún hombre.

Aquellas conversaciones nos iban dejando un sabor amargo. Una noche nos pinchamos con una aguja de coser en la yema del dedo corazón y juntamos nuestras gotas de sangre: “Nunca tendremos relaciones con un hombre”.

Alodia, a ti se te ocurrió buscar vidas de mujeres que nunca hubieron tenido relaciones con hombres en la enciclopedia de papá. Pronto llegamos coleccionar un montón de santas. Pero eso empeoró las cosas. A casi todas las habían martirizado por no querer relaciones sexuales. Ni tú ni yo queríamos que nos pasara lo mismo que a santa Úrsula y a las once mil vírgenes que la acompañaban.

Con las vidas de las santas conocimos los artilugios con los que las habían torturado. El clavo de santa Engracia, la rueda dentada de santa Catalina y la hoguera de Juana de Arco. El cuchillo con el que le cortaron los pechos a santa Águeda. El hacha con la que decapitaron a santa Cecilia. Los ganchos con los que desgarraron la carne de santa Eulalia. ¡A santa Inés y a santa Emerenciana las llevaron a un prostíbulo y después las quemaron vivas! ¿Y todo era por ser mujeres? Nos preguntábamos tiritando, a la vez que un sudor frío nos recorría la espalda.

Entonces, quisimos saber más y buscamos nombres de mujeres que hubieran vencido obstáculos. Manoseamos la enciclopedia varias veces, pero nada. Un día, por casualidad, nos paramos en Hildegarda de Bingen, una monja escritora. Leímos y releímos su biografía.

—Si hubo una en la Edad Media tuvo que haber otras antes y después –me dijiste agarrándome las manos.

—Pues para encontrarlas tendremos que volver a pasar las hojas muy despacio –te respondí. Aunque yo no estaba convencida.

Nos pasábamos tardes enteras recorriendo aquellas páginas con el dedo. ¡Qué emoción cuándo encontrábamos alguna!

En nuestro cuaderno crecía la lista de nombres y por las noches cuchicheábamos sobre nuestros descubrimientos. Y, de tanto hablar de ellas, llegamos a creer que a muchas les había pasado lo mismo que a nosotras.

—¿Te has dado cuenta? —Te tirabas del flequillo como hacías siempre que ibas a contarme algo importante—. Podemos agruparlas por equipos.

—Vale —te respondí. Como un resorte, me levanté de la cama a buscar el cuaderno y el lápiz que teníamos escondidos en el fondo del cajón de los zapatos.

—¡Ya lo tengo! —levantaste tanto la voz que tuve miedo a que despertaras a papá y a mamá—. El primero será el equipo de las Mujeres castas que lucharon con uñas y dientes. Las que no se dejaron violar. Aquí te van los primeros fichajes: Susana, Sarah, Rebeca, Ruth, Penélope.

—¡Anda! ¿Te has dado cuenta de que casi todas son de la Biblia? ¿Y si cogemos la que mamá tiene en su mesilla? Seguro que le gustará que queramos leerla.

—Pues a mí me gustan más las de la enciclopedia —me dijiste—. Y ya sé cómo las voy a llamar: Mujeres guerreras que lucharon por la paz. ¿A qué suena bien? Van a la guerra para conseguir lo contrario que los hombres.

—¡Bravo! —Aplaudí.

A la noche siguiente continuamos con nuestros equipos.

—Vamos a empezar con unas cuantas y ya nos irán saliendo más —me dijiste metiéndote el dedo por la nariz—. De momento vamos a fichar a Nicaula, Fredegunda, Blanca, Semiramis, Pentesilea, Artemisa, Camila y Berenice.

—¡Vaya nombres, Alodia! No sabemos ni pronunciarlos.

—Pues nosotras las haremos famosas. Ya verás que cara ponen nuestras amigas cuando les hablemos de Fredegunda. Igual la confunden con la señora Raimunda.

Nos echamos a reír las dos a la vez, tapándonos la boca, para no despertar a nuestros padres que dormían en la alcoba de al lado.

—Bueno, pues ahora yo te propongo otro equipo. El de las mujeres sabias. Y ficho por Cornificia, Porba, Safo, Medea, Circe, Minerva, Ceres, Isis, Aracne, Pánfila y Tamaris. ¿A qué no sabes de dónde las he sacado?  —En mi tono había cierto retintín.

—¿Y lo has hecho sin decírmelo, traidora? —me contestaste decepcionada de que no te hubiera dejado participar en mi nueva aventura.

—Es que he aprovechado un rato que papá ha salido del comedor y he mirado en un diccionario de mitología. Allí se han quedado muchas más. Y encima ya estaban hechos los equipos. A unas las llamaban Damas de templado juicio, como por ejemplo a Dido y a Lavinia. Y a otras, Mujeres de visión profética, como a las diez sibilas, a Deborah, a la reina de Saba y a Casandra.

—Pues para que te chinches, en el misal de mamá he encontrado a Afra de Hausburgo, una prostituta que llegó a ser santa, como la María Magdalena de los Evangelios.

—¡Anda, la osa! ¡Igual resulta que algún día Felisa llega a ser santa! —exclamé, sin poder contener el grito. Y tú me pellizcaste en la mejilla. Habíamos quedado que hablaríamos en voz baja y que nadie se enteraría de nuestro secreto.

Unas noches después le contamos a mamá lo de Felisa y del miedo que nos daban los hombres. Pero no nos contestó. Después de mirarnos un rato en silencio, cogió nuestras cabezas, nos dio un beso en la frente y nos dijo:

—Mis princesas, estos miedos se os pasarán el día que os encontréis con un príncipe encantado que haya matado muchos dragones.

Carmen Romeo Pemán

Los cheblinos

#Mitologíasfragolinas

De la serie Mis micros

A mí me gustaba escaparme de casa y llegar hasta Las Cheblas. Allí los niños se pasaban todo el día correteando por las calles. Con ellos aprendí a pescar renacuajos y a acorralar a los escorpiones en un círculo de fuego hasta que se suicidaban. Nos gustaba ver cómo se clavaban el aguijón de su veneno en la nuca. No querían morir asados. No querían ser el manjar de unos niños crueles. Estas y otras correrías se nos acabaron el día que los del Gobierno obligaron a los cheblinos a llevar a sus hijos a la escuela. Los padres los mandaron por miedo  a las amenazas y a multas.

Pero esto también se acabó el día que se juntaron los labradores en la plaza. Iban armados con horcas y hoces y acusaron a los del Gobierno de traicionar sus costumbres ancestrales. Les dijeron que no pagarían más multas ni mandarían a sus hijos a la escuela. Querían que fueran labradores como ellos. Es más, acusaron a los maestros de corruptos. Con sus soflamas convencían a los jóvenes, que desertaban de las tareas del campo. De repente oímos un vozarrón:

—Nuestros hijos no huirán del arado, como ha dicho el representante del Gobierno.

Ese día me fui de La Cheblas con la cabeza baja. Ya no volvería a corretear por las calles ni pescaría barbos en el río. Además sabía que mis padres sí que me obligarían a ir a la escuela.

Poco a poco me fui olvidando de las ranas y de sus renacuajos. Salí a estudiar a la ciudad. Al cabo de unos años, un día que volví a mi casa, me senté a leer en una piedra del camino que llevaba a Las Cheblas. Debajo vivía un escorpión. Y, sin darme tiempo a reaccionar, me clavó su aguijón en el tobillo. Yo me hice un torniquete con un pañuelo y él se puso a tomar el sol entre las peñas. Los dos nos quedamos muy quietos y nos miramos como dos viejos enemigos.

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Carmen Romeo Pemán

El muñeco

Regresé de Haití ligero de equipaje. Había viajado solo con la maleta de cabina, y lo único nuevo a mi vuelta era el muñeco. Un souvenir inofensivo en apariencia. Había pagado por él una buena parte de mis ahorros y esperaba que el precio hubiera valido la pena.

Vicente y yo nos despedimos al salir del aeropuerto de Barajas con un abrazo y le agradecí una vez más que me hubiera acompañado en el viaje. Era mi mejor amigo y, a pesar de que me había repetido una y mil veces que estaba cometiendo una locura, no quiso dejarme ir solo. Pero yo llevaba años enamorado de Elena y cada día soportaba peor nuestra relación de “solo amigos”, así que había decidido cruzar una línea sin retorno y buscar ayuda en la magia.

Subí a un taxi para llegar a mi casa cuanto antes. Y, antes de subir al piso, entré en el súper del barrio y compré todo lo necesario. Las instrucciones que me había dado en Haití aquel personaje apergaminado estaban grabadas a fuego en mi mente. Solo tenía que cerrar los ojos para recordar aquellos iris tan negros que no se distinguían de las pupilas, la boca medio desdentada y la abundante melena, tan chocante en ese ser sin edad, cuya blancura se notaba más por el contraste con el color chocolate de una piel arrugada que cubría un esqueleto descarnado.

Cerré la puerta con llave, corté la luz, apagué el móvil y entré a tientas en mi dormitorio. Encendí una de las velas que había comprado y, antes de prender las otras, bajé la persiana y corrí las cortinas. Entonces di comienzo al ritual.

En el centro del círculo de velas puse en un cuenco el coletero que le había robado a Elena en un descuido. A ella le gustaba juguetear con su pelo. A menudo, cuando Vicente, ella y yo salíamos, llevaba el pelo recogido y, de vez en cuando, se soltaba la melena y usaba los coleteros como pulseras para dejarlos luego en cualquier sitio sin acordarse de ellos. Abrí el colgante que llevaba al cuello y que me había servido para pasar en su interior el polvo que me había entregado el brujo. Vertí apenas dos granos sobre el coletero y le prendí fuego. El muñeco tenía en su interior unas hebras del pelo de Elena que habían quedado enganchadas en su coletero. Lo cogí con mucha suavidad y empecé a pasarlo despacio sobre el humo que se desprendía del cuenco mientras recitaba el ensalmo que había memorizado.

Hice lo mismo durante varios días. Mi espíritu se elevaba al ver cómo Elena me hacía cada vez más caso cuando salíamos los tres. Sentía tal felicidad que el corazón me dolía de puro gozo. Algo, una dicha increíble, un sentimiento desconocido, oprimía mi pecho tanto que a veces hasta me costaba trabajo respirar.

Todo iba de acuerdo con mis planes hasta una noche en la que los tres estábamos cenando. Le había dicho a Vicente que esa noche me lanzaría y le declararía a Elena mi amor. A los postres, mi amigo me dedicó una mirada cómplice y dijo que tenía que marcharse, que habían convocado una reunión on line de su empresa con carácter de urgencia, pero no había querido fastidiarnos la cena. Se levantó de la mesa, se despidió de nosotros y vi cómo caminaba en dirección al baño. El pelo de Elena brillaba casi tanto como sus ojos y su perfume me embriagaba más que el vino que habíamos pedido y que yo apenas había probado. Me incliné hacia delante y, antes de poder cogerle la mano, sentí como si un hierro candente me atravesara desde la espalda hasta el pecho.

Mi rostro se estampó contra la fuente de ensalada que había en el centro de la mesa. Al caer golpeé la botella de vino, que se estrelló contra el suelo con un ruido de cristales rotos que hizo que toda la sala guardara silencio. Después, vino la algarabía. Escuché, como en sueños, gritos y carreras. Vicente volvió del baño y lo vi sacar el teléfono y hacer una llamada. Al cabo de un rato, no sé si fueron horas o segundos, entraron unos desconocidos y me pusieron sobre una camilla que se bamboleó inmisericorde en su breve recorrido hasta el interior de la ambulancia.

En el hospital siguieron las carreras, aunque con un silencio más profesional. Me metieron en un box y, desde la camilla, me quedó en la retina la imagen de Vicente que rodeaba a Elena con un abrazo protector, mientras las puertas del box se cerraban y nos separaban.

Hurgaron en mis venas, me hicieron toda clase de pruebas y, por fin, me llevaron a una habitación. Al entrar, vi que Elena y Vicente me estaban esperando y se pusieron de pie para recibirme. Ella estaba medio desmadejada en un sofá y él se había sentado a los pies de la cama. La auxiliar me ayudó a acostarme y Elena fue la primera que se aproximó a mí para dejar en mi frente un beso miedoso. Se sentó en el filo de la cama, donde antes había estado Vicente, y él tomó asiento en el sofá.

–¡Qué susto nos has dado, Mario! Los médicos no saben qué es lo que te ha pasado; creíamos que era un infarto, pero todas las pruebas han salido bien.

Sonreí sin saber qué decir. Me sentía a gusto con Elena tan pendiente de mí, y el dolor había desaparecido por completo. Ella siguió hablando.

–Menos mal que lo que sea te ha pasado cenando en el restaurante. Si hubieras estado solo en tu casa, igual ni lo cuentas. Y suerte también de que Vicente no hubiera llegado a marcharse todavía, porque creo que ha sido el único que ha conservado la calma, ¿sabes? Llamó a la ambulancia en seguida y no ha querido dejarme sola ni un momento. Y eso que su reunión era muy importante, ha tenido que llamar a sus jefes y pedir disculpas, pero mira, aquí está, como cada vez que lo necesito. No sé cómo voy a pagarle todo lo que hace por mí.

Las palabras de Elena me desconcertaron y fruncí un poco el ceño. Yo sabía que Vicente no tenía ninguna reunión aquella noche. Es más, incluso le había dicho que llamaría a Elena para cenar los dos solos, pero él me sugirió que saliéramos los tres, como siempre, para que ella no sospechara nada. Y me dijo que pondría una reunión como excusa para marcharse en el momento oportuno. ¿Y qué era eso de estar al lado de Elena cada vez que ella lo necesitaba? Ella sonrió y continuó con sus caricias. Sus ojos estaban fijos en los míos.

Elena le daba la espalda a Vicente. Desde mi cama lo vi levantarse y sacar del bolsillo un muñeco parecido al que yo tenía en mi casa. Tenía un cinturón hecho con la correa de un viejo reloj mío que había echado en falta.

Sus ojos y mis ojos se encontraron. Me dedicó una sonrisa impersonal, levantó una ceja y empezó a apretar el pecho del muñeco entre el índice y el pulgar.

El dolor, mucho más fuerte, me atravesó de nuevo.

Y, entonces, antes de que mi pecho estallara, comprendí por qué había querido acompañarme a Haití.

Adela Castañón

Imagen: Nitish Patel en Pixabay

La traducción

Viendo el suceso en retrospectiva, sé que podría haber evitado todo aquello. Sin embargo, en aquel momento, el hangar de la nave aduanera me aterraba demasiado como para encontrar mi voz e imponerme a mi superior. Cuando bajé por la escalerilla del carguero con la tableta de registro en la mano y vi todos aquellos navíos interestelares rodeándonos, a tantos seres de cientos de lugares diferentes de la galaxia discutiendo con los burócratas y, aún peor, a los guardias armados hasta los dientes, solo fui capaz de esconderme detrás de mi capitán.

También tenéis que entender que el Capitan Riuk era un hombre peculiar. Criado en los bajos fondos de la Tierra, su intelecto pronto despuntó. Entró en el Cuerpo del Aire, donde tuvo que demostrar cada día que sus orígenes humildes no influían en su valía. En ese momento yo no lo sabía pero, con el tiempo, me explicó que aprendió a esconder sus debilidades y descubrí que, cuando se sentía inseguro o no sabía hacer algo, lo disimulaba con una determinación feroz, casi violenta.

Por eso, cuando lo vi al final de la escalerilla con la espalda recta, el traje azul de capitán tirante en la zona de la barriga y la cabeza plateada bien alta, pensé que parecía vivir aquel trámite cada día. La verdad, sin embargo, era que solo llevaba unos meses como capitán civil y nunca se le había dado bien el idioma de los comerciantes.

Y por eso estaba yo allí.

—El problema, señor, es que este idioma no está hecho para nosotros —le había dicho en una de nuestras primeras clases particulares de lengua. Con un puntero, señalé la laringe y la estructura del pico de los nusitanos, la raza que controlaba los vuelos interestelares comerciales. Ellos descubrieron y aseguraron los agujeros de gusano que permitían viajar con rapidez de una galaxia a otra y, al surgir la Mancomunidad de Mercados Galácticos y la necesidad de abarcar grandes distancias para el comercio, su lengua y su burocracia se impusieron sobre el resto—. Latiguean con la lengua contra los dientes, el pico y la garganta. Nosotros no la  tenemos tan larga y afilada por lo que nos limitamos a imitarlos lo mejor que podamos.

Cinco horas de clase cada día durante tres meses habían dado para mucho, pero no suficiente. Yo, que he pasado estudiándolo toda mi vida, lo sabía. Y él también, pero no parecía importarle. Cuando se le acercó el agente nusitano, Riuk inclinó la cabeza a modo de saludo y le dedicó una sonrisa confiada.

El burócrata sacó un ala de debajo de la capa gruesa y pesada que cubría todo su cuerpo. De entre las plumas pequeñas y puntiagudas de color petróleo surgió una extremidad delgada y nervuda que acababa en cuatro garras prensiles. Sostenía una tableta electrónica.

Respiré hondo. Empezaba el interrogatorio.

El burócrata dejó que su lengua repiqueteara contra el pico y, con una frase plagada de ces, jotas y erres, preguntó por la nave y el número de registro. “Vamos bien”, pensé. El capitán estaba contestando correctamente. Yo ya estaba descorchando mentalmente la botella de Hidrovodka cuando oí al capitán explicar cuál era nuestro cargamento y nuestro destino.

El nusitano levantó la cabeza, miró fijamente a Riuk con una expresión imposible de identificar y apuntó con agilidad en su tableta lo que acababa de oír. Yo, que me había quedado paralizada con la última respuesta de mi capitán, conseguí salir de mi estado y me acerqué a él.

—Señor, se ha equiv…

—Chiyo, calla —me interrumpió.

—Pero es que…

—No. Me. Desautorices.

Ahí. En ese momento. Habría sido todo tan fácil si hubiera vencido mi miedo a los enfrentamientos… Solo tendría que haber llamado la atención del nusitano y haberle dicho que mi capitán se había equivocado. Que nuestro destino era Khsmilo, el nombre por el que el resto de la galaxia conocía a Encélado, una de las lunas de Saturno. Khsmilo, no Khxmul, que en boca del capitán sonaba demasiado parecido.

Pero no pude, así que me limité a coger con fuerza la tableta de registro con manos temblorosas y ver cómo, en el formulario de registro, aparecía la información que el nusitano acaba de introducir y aprobar:

Mercancía: 1.800 humanos.

Destino: Khxmul, planta incineradora de residuos comerciales.

Itinerario aconsejado: Agujero de gusano 53.

Otros comentarios: La Mancomunidad de Mercados Galácticos le agradece su compromiso con el reciclaje.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

Imagen de Torley

 

Alimañas

—Han encontrado otra alimaña —dijo Jude mientras removía con brío su café. El sol le daba en la cara y no se había quitado las gafas de lentes redondas que la hacían parecer un insecto—. En tu edificio.

—¿En serio? —Ares puso los ojos en blanco. Llamaban alimañas a los niños nacidos fuera del Programa de Crecimiento Sostenible de la Población—. Me parece increíble que aún haya quien se arriesgue sabiendo lo que pasará si los pillan. Que siempre lo hacen, por cierto. Con el ruido que hace un crío… Y en este edificio, que solo te digo que me entero cada vez que mi vecino va el baño.

—Pues alucina, que no ha sido por eso. Ha sido por la comida. Parece que había pedido un aumento de las raciones, se lo concedieron y aun así, la mujer no paraba de adelgazar —se tomó su bebida de un trago y señaló la taza vacía de Ares—. ¿Quieres otro?

—Un chocolate, por favor. Con nata.

La cabeza de Jude cayó hacia un lado con tanta violencia que, en cualquier otro tiempo y lugar, habría significado un cuello roto. Luego volvió en sí.

—Ahora lo cargan —contestó, como si nada.

—Oye, se te ha vuelto a romper el SRV. Se ha desconectado durante un segundo.

—Ya, ya. Me lo dijo mi prima ayer. ¿Te puedes creer que es la segunda vez este mes? —Jude se llevó la mano a la sien donde, en el mundo real, tenía enchufado el conector del Sistema de Realidad Virtual—. Quizá sean paranoias mías pero antes, al enchufármelo, me ha parecido que chisporroteaba.

—Son paranoias tuyas —contestó Ares con sorna—. Venga, acaba de contarme eso.

Aparecieron dos tazas sobre la mesa redonda. Habían elegido para su encuentro la terraza de un café parisino de principios del siglo veinte y estaban rodeadas de parejas de todas las edades que hacían manitas a la vista de todo el mundo.

—Pues nada, que al ver que no había ningún motivo aparente para que perdiera peso, sospecharon que la comida no era solo para ella. Así que hicieron una redada sorpresa. Seis años tenía la niña.

—¡Qué barbaridad! —El avatar de Ares se estiró las comisuras de los ojos con el índice y el pulgar-. ¿Y el padre?

—Solo tienen sospechas de quién es. Parece ser que hace siete años tu vecina recibió el permiso para que la visitara un primo que… —calló repentinamente y se le torció la cabeza a un lado para volver a erguirse enseguida—. Guapa, tengo que cerrar aquí. Hablamos luego.

Jude desapareció. Dejó una silla vacía y un café a medio beber. Ares supuso que acabaría de conocer la historia cuando su compañera tuviera tiempo de publicarla. Su avatar suspiró, sorbió un poco de chocolate y se desvaneció.

Su madre siempre decía que la realidad virtual no había conseguido simular del todo el sabor del cacao, y que sospechaba que, por mucho que intentaran recuperar plantas y animales extintos, ni siquiera su hija podría probarlo algún día. Aun así, cuando Ares entraba en esa otra realidad donde todo era posible, seguía pidiendo una taza de chocolate caliente. Tenía la esperanza de que algún día conocería el sabor que su madre había adorado de niña, cuando la abuela lo conseguía pagando un sueldo entero.

Se colocó ante la ventana, que en ese momento mostraba el paisaje de una desaparecida isla tailandesa, de playas blancas y mar transparente, y con un gesto de la mano cambió ese fondo de pantalla por la interfaz del teléfono. Después de diez tonos dio por hecho que Max no lo cogería y colgó, dejando que apareciera de nuevo en la ventana la ciudad de Singapur. Los edificios eran tan altos y el espacio entre ellos tan estrecho que desde el piso 87 no se veía el cielo. Ares se preguntaba si los habitantes del ático veían algo, pero de su última incursión a la superficie sospechaba que, para lo que había que ver, era preferible tener la pantalla 24 horas conectada.

Otra de las cosas que su madre siempre decía era que el Gobierno invertía en lo que no debía. Que estaba muy bien que intentaran mejorar la realidad virtual, pero eso debía ser un parche para el problema, no la solución. Que la gente necesitaba poder salir de sus casas, respirar aire limpio y dejar de estar encerrada. Cuando empezaba con aquella perorata, Ares se encogía de hombros y le daba la razón, porque no hacerlo era peor. Y es que le daba igual. Ella no había conocido otra cosa. Solo había salido una vez de su casa, cuando le tocó pasar por el Programa de Análisis Reproductivo. Y no le había gustado.

Diez días después de que le viniera la regla, una luz roja inundó toda la casa. De los altavoces de la casa salió una voz demasiado aguda como para ser de hombre y demasiado grave como para ser de mujer, que advirtió que se abriría el compartimento de mascarillas y que la familia debía ponérselas de inmediato porque la puerta de entrada iba a abrirse en cinco minutos. Hacía años que el servicio auxiliar de climatización no funcionaba en los pasillos de los edificios: era un gasto en dinero y recursos que el gobierno no se podía permitir. Cuando las cuatro figuras entraron en casa tuvieron que esperar unos minutos para que el sistema de filtrado limpiara el aire contaminado que se había colado al abrirse la puerta y así poder prescindir de las mascarillas. Los visitantes, que resultaron ser tres mujeres y un hombre, se quitaron las escafandras y una de ellas dejó un paquete en el suelo. Después de las presentaciones, una mujer pelirroja con nariz aguileña y ojos vidriosos, que decía llamarse Margoux, se dirigió a su madre.

—Paola, agradecemos su comprensión. Sabemos que ustedes –hizo un gesto para señalar a los dos— no tuvieron que someterse al Programa y eso puede causarles algún temor, pero puedo prometerles que Ares no va a sufrir daño alguno. La llevaremos al hospital para realizar un análisis genético y otro ginecológico, y la traeremos de vuelta.

Su madre permaneció en silencio, mirándola como si fuera su némesis. La mujer ni se inmutó y volvió la atención a Ares.

—Mañana estarás en casa. Lauren, ayúdale a ponerse el traje.

Ares se dejó hacer. Era la primera vez que estaba en la misma sala con unas personas que no eran sus padres y se sentía demasiado aturdida como para responder.

Cuando volvió a su casa fue directa al baño y se encerró durante horas. Sus padres no la instigaron a hablar, y ella no lo hizo. En aquel momento esperaba no ser apta para concebir y no tener ningún contacto físico con nadie más. Pensar en eso le alegraba. Hasta que conoció a Max.

Volvió a llamarlo.

—Hola cariño, soy yo —dijo Ares cuando, al tercer tono, saltó el contestador—. Perdón por ser tan pesada, pero es que no puedo más. Por favor, no me tengas en ascuas. Llámame.

Se echó en el sofá cama y cambió con la mano la interfaz de la ventana para que le mostrara el diario. Primero fue a local, por si Jude había llegado a escribir la noticia que le había contado. Hablaban de otros niños, pero no de la de su edificio, y siempre con titulares jugosos: “La ciudad se llena de alimañas” o “Padre y abuelo de la misma alimaña. El gobierno recrudece las penas para quien se reproduzca sin permiso”.

Siempre conseguían encontrarlos: el ruido, el gasto de agua, la luz, deslices en la realidad virtual… Comida. Sin embargo, la gente seguía intentándolo. Y, aunque le sorprendía que hubiera gente que se atreviera a arriesgarse, podía entenderlo. Como decía su madre, por mucho que intentaran mejorarlo, nada se asemejaba al contacto real de otro ser humano, y, menos aún, al placer de tener entre tus brazos a un hijo. Podía hacer tanta falta como el aire limpio.

Siguió buceando por el periódico. Frunció el ceño. Hasta ese momento no había sido consciente de que nunca decían el nombre de la criatura, ni mostraban fotos, ni los trataban como niños. Eran alimañas. Animales. Como si no tuvieran manos regordetas y caras con chorretones de leche, igual que los avatares que veía en la realidad virtual. A veces se preguntaba qué se sentiría al cogerlos, apretarlos contra el pecho y olerles la cabeza. Su madre decía que no había perfume más delicioso que la piel de un bebé, y la curiosidad de Ares por saber cómo olía se había convertido en una necesidad.

El sonido de unas campanas la sacó de su ensimismamiento y vio cómo la pantalla se dividía en dos: a la izquierda el periódico y a la derecha la cara de Max, esperando a que su novia le cogiera la llamada.

—Ay, Dios, mi amor, ¡por fin! ¿Cómo ha ido?

—No muy bien.

Un calambrazo la asaeteó entre los ojos. Lo tendría que haber supuesto por la mueca de Max.

—¿Quieres contármelo ahora o prefieres que te deje tranquilo?

—No, no. Mejor ahora.

Max, al otro lado del teléfono, se sentó sobre la cama y se masajeó levemente la sien derecha antes de continuar.

—¿Te acuerdas de lo que nos contó Ciri del Tribunal? Se quedó muy corta. No puedo evitar pensar que tendrías que haber ido tú.

Ares miró aquella cara redonda, los ojos grises y su naricita pequeña como la de un niño, y no dudó en darle la razón mentalmente. Pero mintió.

—A mí no me habría ido mejor.

—No lo sé, la verdad. Ahora creo que no iba tan preparado como creía. Pero al menos escucharon todo mi alegato.

—Claro, mi amor —Ares colocó la palma de la mano en la pantalla, como si quisiera transmitirle ánimos cuando en realidad era ella la que necesitaba el contacto. Sonrió de medio lado, un gesto que a él le encantaba, y habló en tono bajo y suave—. ¿Han dicho que no?

—No exactamente. Sí que podemos vivir juntos.

La boca de Ares se abrió sin que ella pudiera hacer nada al respecto. Toda la tensión que había ido creciendo desde que decidieron, meses atrás, pedir permiso para unirse desapareció de golpe. Se levantó, se volvió a sentar y se levantó de nuevo, sin saber muy bien qué hacer con su cuerpo. Quería gritar, reír, llorar, abrazarle y darle un bofetón por hacérselo pasar tan mal.

—Pero Max, ¡me lo había creído! Con esto no se bromea…

—No, Ares, espera. Podemos vivir juntos, pero no nos dan permiso para tener un hijo.

—¿Cómo? ¿Por qué? —masculló. Sentía la misma confusión y dolor que si le hubiera dado un bofetón—. ¿No somos fértiles?

—Sí que lo somos. No lo he entendido muy bien, pero tiene algo que ver con enfermedades de nuestro árbol genealógico. Me han dado muchos datos, han usado un montón de nombres técnicos que ni su puta madre sabe qué son. —Se tapó la cara con una mano temblorosa—. Me han abrumado con información. No he sabido qué decir. Lo siento.

Ares se masajeó la frente con las yemas de los dedos. Mientras tanto, la cámara del teléfono captaba a Max paseando de un lado a otro en su diminuta sala de estar, intentando tranquilizarse. Ella sintió el deseo de colgar y encerrarse en el baño, pero sabía que él la necesitaba. Los dos se necesitaban. ¿Qué iban a hacer? Ares quería a Max, quería vivir con él hasta que el cuerpo se lo permitiera, pero también quería tener hijos. Se preguntaba si habría podría tenerlos en el caso de haberse enamorado de otra persona.

“El problema no es que no pueda”, pensó. “Es que no me dejan”.

—Entonces, ¿seguro que somos fértiles? —preguntó. Max, que se había movido hasta el fondo de la habitación, caminó de nuevo hacia la cámara, al lado de la pantalla.

—Sí. El problema es que no somos compatibles.

—Eso lo dirán ellos. Te llamo en un rato, ¿vale? Te quiero.

—Y yo a ti.

Al colgar, la interfaz del teléfono desapareció para dejar en la pantalla la última hoja del periódico que estaba leyendo. Mientras hablaba con Max habían publicado la noticia de Jude. El titular rezaba: “Proliferación de alimañas en el distrito 7” En el subtítulo se recogía la declaración de la policía, que amenazaba con encontrar a todo aquel que intentara esconder a una alimaña.

Ares entrelazó los dedos de las manos y los hizo crujir.

—Ya veremos.

Carla

@CarlaCamposBlog

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Imagen del Jardín junto a la Bahía, en Singapur.